Ray Bradbury
Antes de subir
hacia las colinas azules, Tomás Gómez se detuvo en la solitaria estación de
gasolina.
- Aquí se
sentirá usted bastante solo - le dijo al viejo.
El viejo pasó
un trapo por el parabrisas de la camioneta.
- No me quejo.
- ¿Le gusta
Marte?
- Muchísimo.
Siempre hay algo nuevo. Cuando llegué aquí el año pasado, decidí no esperar
nada, no preguntar nada, no sorprenderme por nada. Tenemos que mirar las cosas
de aquí, y qué diferentes son. El tiempo, por ejemplo, me divierte muchísimo.
Es un tiempo marciano. Un calor de mil demonios de día y un frío de mil
demonios de noche. Y las flores y la lluvia, tan diferentes. Es asombroso. Vine
a Marte a retirarme, y busqué un sitio donde todo fuera diferente. Un viejo
necesita una vida diferente. Los jóvenes no quieren hablar con él, y con los
otros viejos se aburre de un modo atroz. Así que pensé: lo mejor será buscar un
sitio tan diferente que uno abre los ojos y ya se entretiene. Conseguí esta
estación de gasolina. Si los negocios marchan demasiado bien, me instalaré en
una vieja carretera menos bulliciosa, donde pueda ganar lo suficiente para
vivir y me quede tiempo para sentir estas cosas tan diferentes.
- Ha dado usted
en el clavo - dijo Tomás. Sus manos le descansaban sobre el volante. Estaba
contento. Había trabajado casi dos semanas en una de las nuevas colonias y
ahora tenía dos días libres y iba a una fiesta.
- Ya nada me
sorprende - prosiguió el viejo -. Miro y observo, nada más. Si uno no acepta a
Marte como es, puede volverse a la Tierra. En este mundo todo es raro; el
suelo, el aire los canales, los indígenas (aun no los he visto, pero dicen que
andan por aquí) y los relojes. Hasta mi reloj anda de un modo gracioso. Hasta
el tiempo es raro en Marte. A veces me siento muy solo, como si yo fuese el
único habitante de este planeta; apostaría la cabeza. Otras veces me siento
como si me hubiera encogido y todo lo demás se hubiera agrandado. ¡Dios! ¡No
hay sitio como éste para un viejo! Estoy siempre alegre y animado. ¿Sabe usted
cómo es Marte? Es como un juguete que me regalaron en Navidad, hace setenta
años. No sé si usted lo conoce. Lo llamaban calidoscopio: trocitos de vidrio o
de tela de muchos colores. Se levanta hacia la luz y se mira y se queda uno sin
aliento. ¡Cuántos dibujos! Bueno, pues así es Marte. Disfrútelo. Tómelo como
es. ¡Dios! ¿Sabe que esa carretera marciana tiene dieciséis siglos y aún está
en buenas condiciones? Es un dólar cincuenta. Gracias. Buenas noches.
Tomás se alejó
por la antigua carretera, riendo entre dientes.
Era un largo
camino que se internaba en la oscuridad y las colinas. Tomás, con una sola mano
en el volante, sacaba con la otra, de cuando en cuando, un caramelo de la bolsa
del almuerzo. Había viajado toda una hora sin encontrar en el camino ningún
otro automóvil, ninguna luz. La carretera solitaria se deslizaba bajo las
ruedas y sólo se oía el zumbido del motor. Marte era un mundo silencioso, pero
aquella noche el silencio era mayor que nunca. Los desiertos y los mares secos
giraban a su paso y las cintas de las montañas se alzaban contra las estrellas.
Esta noche
había en el aire un olor a tiempo. Tomás sonrió. ¿Qué olor tenía el tiempo? El
olor del polvo, los relojes, la gente. ¿Y qué sonido tenía el tiempo? Un sonido
de agua en una cueva, y una voz muy triste y unas gotas sucias que caen sobre
cajas vacías y un sonido de lluvia. Y aún más, ¿a qué se parecía el tiempo? A
la nieve que cae calladamente en una habitación oscura, a una película muda en
un cine muy viejo, a cien millones de rostros que descienden como esos globitos
de Año Nuevo, que descienden y descienden en la nada. Eso era el tiempo, su
sonido, su olor. Y esta noche (y Tomás sacó una mano fuera de la camioneta),
esta noche casi se podía tocar el tiempo.
La camioneta se
internó en las colinas del tiempo. Tomás sintió unas punzadas en la nuca y se
sentó rígidamente, con la mirada fija en el camino.
Entraba en una
muerta aldea marciana; paró el motor y se abandonó al silencio de la noche.
Maravillado y absorto contempló los edificios blanqueados por las lunas.
Deshabitados desde hacía siglos. Perfectos. En ruinas, pero perfectos.
Puso en marcha
el motor, recorrió algo más de un kilómetro y se detuvo nuevamente. Dejó la
camioneta y echó a andar llevando la bolsa de comestibles en la mano, hacia una
loma desde donde aún se veía la aldea polvorienta. Abrió el termos y se sirvió
una taza de café. Un pájaro nocturno pasó volando. La noche era hermosa y
apacible.
Unos cinco
minutos después se oyó un ruido. Entre las colinas, sobre la curva de la
antigua carretera, hubo un movimiento, una luz mortecina, y luego un murmullo.
Tomás se volvió
lentamente, con la taza de café en la mano derecha.
Y asomó en las
colinas una extraña aparición.
Era una máquina
que parecía un insecto de color verde jade, una mantis religiosa que saltaba
suavemente en el aire frío de la noche, con diamantes verdes que parpadeaban
sobre su cuerpo, indistintos, innumerables, y rubíes que centelleaban con ojos
multifacéticos. Sus seis patas se posaron en la antigua carretera, como las
últimas gotas de una lluvia, y desde el lomo de la máquina un marciano de ojos
de oro fundido miró a Tomás como si mirara el fondo de un pozo.
Tomás levantó
una mano y pensó automáticamente:
¡Hola!, aunque
no movió los labios. Era un marciano. Pero Tomás habla nadado en la Tierra en
ríos azules mientras los desconocidos pasaban por la carretera, y había comido
en casas extrañas con gente extraña y su sonrisa había sido siempre su única
defensa. No llevaba armas de fuego. Ni aun ahora advertía esa falta aunque un
cierto temor le oprimía el pecho.
También el
marciano tenía las manos vacías. Durante unos instantes, ambos se miraron en el
aire frío de la noche.
Tomás dio el
primer paso.
- ¡Hola! -
gritó.
- ¡Hola! -
contesto el marciano en su propio idioma. No se entendieron.
- ¿Has dicho
hola? - dijeron los dos.
- ¿Qué has
dicho? - preguntaron, cada uno en su lengua.
Los dos
fruncieron el ceño.
- ¿Quién eres?
- dijo Tomás en inglés.
- ¿Qué haces
aquí - dijo el otro en marciano.
- ¿A dónde vas?
- dijeron los dos al mismo tiempo, confundidos.
- Yo soy Tomás
Gómez,
- Yo soy Muhe
Ca.
No entendieron
las palabras, pero se señalaron a sí mismos, golpeándose el pecho, y entonces
el marciano sé echó a reír.
- ¡Espera!
Tomás sintió
que le rozaban la cabeza, aunque ninguna mano lo había tocado.
- Ya está -
dijo el marciano en inglés -. Así es mejor.
- ¡Qué pronto
has aprendido mi idioma!
- No es nada.
Turbados por el
nuevo silencio, ambos miraron el humeante café que Tomás tenía en la mano.
- ¿Algo
distinto? - dijo el marciano mirándolo y mirando el café, y tal vez
refiriéndose a ambos.
- ¿Puedo
ofrecerte una taza? - dijo Tomás.
- Por favor.
El marciano
descendió de su máquina.
Tomás sacó otra
taza, la llenó de café y se la ofreció.
La mano de
Tomás y la mano del marciano se confundieron, como manos de niebla.
- ¡Dios mío! -
gritó Tomás, y soltó la taza.
- ¡En nombre de
los Dioses! - dijo el marciano en su propio idioma.
- ¿Viste lo que
pasó? - murmuraron ambos, helados por el terror.
El marciano se
inclinó para tocar la taza, pero no pudo tocarla.
- ¡Señor! -
dijo Tomás.
- Realmente...
- comenzó a decir el marciano. Se enderezó, meditó un momento, y luego sacó un
cuchillo de su cinturón.
- ¡Eh! - gritó
Tomás.
- Has entendido
mal. ¡Tómalo!
El marciano
tiró al aire el cuchillo. Tomás juntó las manos. El cuchillo le pasó a través
de la carne. Se inclinó para recogerlo, pero no lo pudo tocar y retrocedió,
estremeciéndose.
Miró luego al
marciano que se perfilaba contra el cielo.
- ¡Las
estrellas! - dijo.
- ¡Las estrellas!
- respondió el marciano mirando a Tomás.
Las estrellas
eran blancas y claras más allá del cuerpo del marciano, y lucían dentro de su
carne como centellas incrustadas en la tenue y fosforescente membrana de un pez
gelatinoso; parpadeaban como ojos de color violeta en el estómago y en el pecho
del marciano, y le brillaban como joyas en los brazos.
- ¡Eres
transparente! - dijo Tomás.
- ¡Y tú
también! - replicó el marciano retrocediendo.
Tomás se tocó
el cuerpo, sintió su calor y se tranquilizó. «Yo soy real», pensó.
El marciano se
tocó la nariz y los labios.
- Yo tengo
carne - murmuró -. Yo estoy vivo.
Tomás miró
fijamente al fío.
- Y si yo soy
real, tú debes de estar muerto.
- ¡No! ¡Tú!
- ¡Un espectro!
- ¡Un fantasma!
Se señalaron el
uno al otro y la luz de las estrellas les brillaba en los miembros como dagas,
como trozos de hielo, corno luciérnagas, y se tocaron otra vez y se
descubrieron intactos, calientes, animados, asombrados, despavoridos, y el
otro, ah, si, ese otro, era sólo un prisma espectral que reflejaba la acumulada
luz de unos mundos distantes.
Estoy borracho,
pensó Tomás. No se lo contaré mañana a nadie. No, no.
Se miraron un
tiempo, de pie, inmóviles, en la antigua carretera.
- ¿De dónde
eres? - preguntó al fin el marciano.
- De la Tierra.
- ¿Qué es eso?
Tomás señaló el
firmamento.
- ¿Cuándo
llegaste?
- Hace más de
un año, ¿no recuerdas?
- No.
- Y todos
vosotros estabais muertos, así lo creímos. Tu raza ha desaparecido casi
totalmente ¿no lo sabes?
- No. No es
cierto.
- Sí. Todos
muertos. Yo vi los cadáveres. Negros, en las habitaciones, en las casas.
Muertos. Millares de muertos.
- Eso es
ridículo. ¡Estamos vivos!
- Escúchame.
Marte ha sido invadido. No puedes ignorarlo. Has escapado.
- ¿Yo? ¿Escapar
de qué? No entiendo lo que dices. Voy a una fiesta en el canal, cerca de las
montañas Eniall. Allí estuve anoche. ¿No ves la ciudad?
Tomás miró
hacia donde le indicaba el marciano y vio las ruinas.
- Pero cómo,
esa ciudad está muerta desde hace miles de años.
El marciano se
echó a reír.
- ¡Muerta!
dormí allí anoche
- Y Yo estuve
allí la semana anterior y la otra, y hace un rato y es un montón de escombros.
¿No ves las columnas rotas?
- ¿Rotas? Las
veo perfectamente a la luz de la luna. Intactas.
- Hay polvo en
las calles - dijo Tomás.
- ¡Las calles
están limpias!
- Los canales
están vacíos.
- ¡Los canales
están llenos de vino de lavándula!
- Está muerta.
- ¡Está viva! -
protestó el marciano riéndose cada vez más -. Oh, estás muy equivocado ¿No ves
las luces de la fiesta? Hay barcas hermosas esbeltas como mujeres, y mujeres
hermosas esbeltas como barcas; mujeres del color de la arena, mujeres con
flores de fuego en las manos. Las veo desde aquí, pequeñas, corriendo por las
calles. Allá voy, a la fiesta. Flotaremos en las aguas toda la noche, cantaremos,
beberemos, haremos el amor. ¿No las ves?
- Tu ciudad
está muerta como un lagarto seco. Pregúntaselo a cualquiera de nuestro grupo.
Voy a la Ciudad Verde. Es una colonia que hicimos hace poco cerca de la
carretera de Illinois. No puedes ignorarlo. Trajimos trescientos mil metros
cuadrados de madera de Oregon, y dos docenas de toneladas de buenos clavos de
acero, y levantamos a martillazos los dos pueblos más bonitos que hayas podido
ver. Esta noche festejaremos la inauguración de uno. Llegan de la Tierra un par
de cohetes que traen a nuestras mujeres y a nuestras amigas. Habrá bailes y
whisky...
El marciano
estaba inquieto.
- ¿Dónde está
todo eso?
Tomás lo llevó
hasta el borde de la colina y señaló a lo lejos.
- Allá están
los cohetes. ¿Los ves?
- No.
- ¡Maldita sea!
¡Ahí están! Esos aparatos largos y plateados.
- No.
Tomás se echó a
reír.
- ¡Estás ciego!
- Veo
perfectamente. ¡Eres tú el que no ve!
- Pero ves la
nueva ciudad, ¿no es cierto?
- Yo veo un
océano, y la marea baja.
- Señor, esa
agua se evaporó hace cuarenta siglos.
- ¡Vamos,
vamos! ¡Basta ya!
- Es cierto, te
lo aseguro.
El marciano se
puso muy serio.
- Dime otra
vez. ¿No ves la ciudad que te describo? Las columnas muy blanca, las barcas muy
finas, las luces de la fiesta... ¡Oh, lo veo todo tan claramente! Y escucha...
Oigo los cantos. ¡No están tan lejos! Tomás escuchó y sacudió la cabeza.
- No.
- Y yo, en
cambio, no puedo ver lo que tú me describes - dijo el marciano.
Volvieron a
estremecerse. Sintieron frío.
- ¿Podría ser?
- ¿Qué?
- ¿Dijiste que
«del cielo»?
- De la Tierra.
- La Tierra, un
nombre, nada - dijo el marciano - Pero... al subir por el camino hace una
hora... sentí...
Se llevó una
mano a la nuca.
- ¿Frío?
- Sí.
- ¿Y ahora?
- Vuelvo a
sentir frío. ¡Qué raro! Había algo en la luz, en las colinas, en el camino... -
dijo el marciano -. Una sensación extraña... El camino, la luz... Durante unos
instante creí ser el único sobreviviente de este mundo.
- Lo mismo me
pasó a mí - dijo Tomás, y le pareció estar hablando con un amigo muy íntimo de
algo secreto y apasionante.
El marciano
meditó unos instantes con los ojos cerrados.
- Sólo hay una
explicación. El tiempo. Sí. Eres una sombra del pasado.
- No. Tú, tú
eres del pasado - dijo el hombre de la Tierra.
- ¡Qué seguro
estas! ¿Cómo es posible afirmar quién pertenece al pasado y quién al futuro?
¿En qué año estamos?
- En el año dos
mil dos.
- ¿Qué
significa eso para mí?
Tomás
reflexionó y se encogió de hombros.
- Nada.
- Es como si te
dijera que estamos en el año 4462853 S.E.C. No significa nada. Menos que nada.
Si algún reloj nos indicase la posición de las estrellas...
- ¡Pero las
ruinas lo demuestran! Demuestran que yo soy el futuro, que yo estoy vivo, que
tú estás muerto.
- Todo en mí lo
desmiente. Me late el corazón, mi estómago siente hambre, mi garganta sed. No,
no. Ni muertos, ni vivos, más vivos que nadie, quizá. Mejor, entre la vida y la
muerte. Dos extraños cruzan en la noche. Nada más. Dos extraños que pasan.
¿Ruinas dijiste?
- Sí. ¿Tienes
miedo?
- ¿Quién desea
ver el futuro? ¿Quién ha podido desearlo alguna vez? Un hombre puede
enfrentarse con el pasado, pero pensar... ¿Has dicho que las columnas se han
desmoronado? ¿Y que el mar está vacío y los canales, secos y las doncellas
muertas y las flores marchitas? - El marciano calló y miró hacia la ciudad
lejana. - Pero están ahí. Las veo. ¿No me basta? Me aguardan ahora, y no
importa lo que digas.
Y a Tomás
también lo esperaban los cohetes, allá a lo lejos, y la ciudad, y las mujeres
de la Tierra.
- Jamás nos
pondremos de acuerdo - dijo.
- Admitamos
nuestro desacuerdo - dijo el marciano -. ¿Qué importa quién es el pasado o el
futuro, si ambos estamos vivos? Lo que ha de suceder sucederá, mañana o dentro
de diez mil años. ¿Cómo sabes que esos templos no son los de tu propia
civilización, dentro de cien siglos, desplomados y en ruinas? ¿No lo sabes? No
preguntes entonces. La noche es muy breve. Allá van por el cielo los fuegos de
la fiesta, y los pájaros.
Tomás tendió la
mano. El marciano lo imitó. Sus manos no se tocaron, se fundieron
atravesándose.
- ¿Volveremos a
encontrarnos?
- ¡Quién sabe!
Tal vez otra noche.
- Me gustaría
ir contigo a la fiesta.
- Y a mí me
gustaría ir a tu ciudad y ver esa nave de que me hablas y esos hombres, y oír
todo lo que sucedió.
- Adiós - dijo
Tomás.
- Buenas
noches.
El marciano
voló serenamente hacia las colinas en su vehículo de metal verde. El terrestre
se metió en su camioneta y partió en silencio en dirección contraria.
- ¡Dios mío!
¡Qué pesadillas! - suspiró Tomás, con las manos en el volante, pensando en los
cohetes, en las mujeres, en el whisky, en las noticias de Virginia, en la
fiesta.
- ¡Qué extraña
visión! - se dijo el marciano, y se alejó rápidamente, pensando en el festival,
en los canales, en las barcas, en las mujeres de ojos dorados, y en las
canciones.
La noche era
oscura. Las lunas se habían puesto. La luz de las estrellas parpadeaba sobre la
carretera ahora desierta y silenciosa. Y así siguió, sin un ruido, sin un
automóvil, sin nadie, sin nada, durante toda la noche oscura y fresca.
FIN