Robert Sheckley
Sentado ante su
escritorio, Stanton Frelaine se esforzaba en aparentar el aire atareado que se
espera de un director de empresa a las nueve y media de la mañana. Pero era
algo que estaba más allá de sus fuerzas. Ni siquiera conseguía concentrarse en
el texto del anuncio que había redactado el día anterior; no lograba dedicarse
a su trabajo. Esperaba la llegada del correo... y era incapaz de hacer nada
más.
Hacía ya dos
semanas que tendría que haberle llegado la notificación. ¿Por qué la
Administración no se apresuraba un poco?
La puerta de
cristal con el rótulo: Morger & Frelaine, Confección se abrió, y E. J.
Morger entró cojeando, un recuerdo de su vieja herida. Era un hombre cargado de
espaldas, pero eso, a la edad de setenta y tres años, suele tener poca
importancia.
- Hola, Stan -
dijo -. ¿Dónde está esa publicidad?
Hacía dieciséis
años que Frelaine se había asociado con Morger. Tenía por aquel entonces
veintisiete años. Juntos habían convertido la sociedad «El Traje Protector» en
una empresa cuyo capital alcanzaba el millón de dólares.
- Echa una
ojeada al proyecto - dijo Frelaine, tendiéndole la hoja de papel. Si tan sólo
el correo llegara un poco antes, pensó.
Morger acercó
el papel a sus ojos y leyó en voz alta:
- «¿Tiene usted
un Traje Protector? El Traje Protector Morger y Frelaine, de corte insuperable
en el mundo entero, es el atuendo del hombre elegante - Morger carraspeo, echó
una ojeada a Frelaine, sonrió y prosiguió -: Es a la vez el traje más seguro y
más chic. Se presenta con un bolsillo para revólver especial extraplano. Ningún
bulto aparente. Sólo usted sabrá que va armado. El bolsillo para revólver,
fácilmente accesible, le permitirá aventajar fácilmente a su contrincante sin
la menor incomodidad.»
Levantó de
nuevo los ojos.
- Excelente -
comentó -. Sí, muchacho: excelente.
Frelaine
inclinó la cabeza sin excesiva convicción.
- «El Traje
Protector Especial - continuó leyendo Morger - posee un bolsillo para revólver
eyector, la última palabra en defensa individual. Una simple presión sobre un
botón disimulado, y el arma salta a la mano de su propietario, con el seguro
fuera, lista para hacer fuego. ¿Qué espera usted para informarse en nuestro
concesionario más próximo? ¿Qué espera usted para afianzar su propia
seguridad?»
Dejó el papel
sobre la mesa.
- Excelente -
repitió -. Muy bueno, muy conciso. - Reflexionó por unos instantes,
tironeándose su canoso bigote -. ¿Pero por qué no precisar que el Traje
Protector se fabrica en varios modelos, recto o cruzado, con uno o dos botones,
entallado o no?
- Sí, es
cierto. Lo había olvidado - Frelaine tomó el borrador e hizo una anotación al
margen. Se levantó, tironeando de su chaqueta para disimular su incipiente
barriga. Tenía cuarenta y dos años, un poco más de peso del requerido, y un
pelo que empezaba a clarear. Era un hombre de apariencia agradable, pero su
mirada era gélida.
- Relájate -
dijo Morger -. Llegará con el correo de hoy.
Frelaine hizo
un esfuerzo por sonreír. Sentía deseos de echar a andar de un lado a otro, pero
se contuvo y se sentó en una esquina de su escritorio.
- Cualquiera
diría que es mi primer homicidio - dijo con forzada ironía.
- Sé lo que es
eso - le tranquilizó Morger -. Cuando yo aún no había renunciado, pasaba a
menudo más de un mes sin poder pegar ojo por la noche mientras esperaba mi
notificación. Comprendo en qué estado te sientes.
Los dos hombres
callaron. El silencio llegó a hacerse insoportable, hasta que la puerta se
abrió y un empleado depositó el correo sobre la mesa.
Frelaine se arrojó
sobre las cartas y las fue pasando febrilmente. Por fin halló la que tanto
deseaba... el largo sobre blanco de la O.C.P., lacrado con el cuño oficial.
- ¡Por fin! -
exclamó, con un suspiro de alivio -. Aquí está.
- Felicidades -
dijo Morger. Y su tono era sincero.
Morger estudió
el sobre con ojos ávidos, pero no le pidió a su socio que lo abriera. Hubiera
sido una falta de educación, y además estaba prohibido por la ley. Nadie podía
conocer el nombre de la Víctima, a excepción del Cazador.
- Te deseo
buena caza - dijo Morger.
- Eso espero -
respondió Frelaine, con convicción.
La oficina
estaba al corriente y en orden. Lo estaba desde hacía una semana. Frelaine tomó
su cartera portadocumentos.
- Un buen
homicidio te hará un gran bien - dijo Morger, palmeando su enguatado hombro -.
Has estado tan febril últimamente.
Frelaine sonrió
y estrechó la mano de Morger.
- Pagaría lo
que fuera por tener cuarenta años menos - dijo Morger, mirando divertido su
pierna impedida -. Verte así me hace sentir deseos de descolgar mi revólver.
Frelaine agitó
la cabeza. Morger había sido un famoso Cazador en su juventud. Diez homicidios
superados con éxito le habían abierto las puertas del muy exclusivo Club de los
Diez. Y puesto que, naturalmente, tras cada uno de ellos había tenido que jugar
diez veces el papel de Víctima, su palmarés era de veinte asesinatos en total.
- Espero que mi
Víctima no sea alguien que tenga tu temple - hizo notar Frelaine, medio en
serio, medio en broma.
- ¡Ni pienses
en ello! ¿Por cuál vas ahora?
- Por la
séptima.
- Es una buena
cifra. ¡Vamos, anda! Muy pronto te abriremos los brazos en el Club de los Diez.
Frelaine hizo
un gesto con la mano y se dirigió hacia la puerta.
- Pero ándate
con cuidado - advirtió Morger -. Un solo error, y me veré obligado a buscar un
nuevo socio. Si no tienes ningún inconveniente, preferiría conservar el que
tengo ahora.
- Iré con
cuidado - prometió Frelaine.
En vez de tomar
el autobús, regresó a su casa a pie. Necesitaba tiempo para calmarse. ¡Era
ridículo comportarse como un chiquillo que va a cometer su primer homicidio!
Se obligó a
mantener los ojos fijos ante él. Mirar a alguien equivalía prácticamente a una
tentativa de suicidio. Cualquier persona a la que mirara podía ser una Víctima,
y había Víctimas que disparaban sin pensárselo contra cualquiera que posara sus
ojos en ellas. Había tipos muy nerviosos... Prudentemente, Frelaine mantuvo su
mirada por encima de las cabezas de los transeúntes.
Observó un
gigantesco anuncio. Era una oferta de servicios de J.F.Donovan. «¡Víctimas!»,
proclamaba con enormes letras, «¿por qué correr riesgos? Utilicen los servicios
de nuestros Rastreadores acreditados. Nosotros nos encargaremos de localizar al
homicida que le ha sido asignado. ¡Usted no pagará nada hasta después de haber
dado cuenta del Cazador!»
Por cierto,
pensó Frelaine, tengo que llamar a Ed Morrow apenas llegue.
Apresuró el
paso. Se sentía terriblemente nervioso. Ardía en deseos de estar ya en su casa
para abrir el sobre y conocer el nombre de su Víctima. ¿Sería alguien
diabólicamente astuto o un simple estúpido? ¿Alguien rico como su cuarta presa,
o pobre como la primera y la segunda? ¿Estaría rodeado de un equipo de rastreo
organizado, o se las arreglaría por sus propios medios?
La excitación
de la caza era algo maravilloso, que hacía hervir la sangre en las venas y
aceleraba los latidos del corazón. De repente oyó el resonar de unas lejanas
detonaciones. Dos disparos rápidos y luego, tras una pausa, el tercero. El
último.
- Ese ha
terminado con el suyo - se dijo a sí mismo Frelaine, en voz alta -.
¡Felicidades!
¡Era tan
maravilloso sentirse vivir de nuevo!
Lo primero que
hizo al entrar en su casa fue llamar a Ed Morrow, su rastreador. Morrow
trabajaba en un garaje en sus horas libres.
- ¿Ed? Aquí
Frelaine.
- Oh, buenos
días, señor Frelaine.
Frelaine
observó en la pantalla el rostro de su interlocutor: un rostro obtuso, manchado
de grasa, de protuberantes labios casi pegados al aparato.
- Me voy de
caza, Ed.
- Buena suerte,
señor Frelaine. Supongo que desea usted que esté preparado.
- Exacto, Ed.
No creo estar fuera más de una o dos semanas. Probablemente recibiré mi
designación como Víctima dentro de los tres meses siguientes a mi regreso.
- Puede usted
contar conmigo, señor Frelaine. Le deseo buena caza.
- Gracias, Ed.
Hasta pronto.
Colgó.
Garantizarse los servicios de un rastreador de primera clase era una buena
medida. Cuando hubiera cometido su homicidio, Frelaine pasaría a ser a su vez
Víctima... y entonces, una vez más, Ed Morrow sería su seguro de vida.
Era un magnífico
rastreador. De acuerdo: de hecho, Morrow era un ignorante, un idiota; pero
tenía ojo clínico. Descubría a los extraños al primer golpe de vista. Tenía una
habilidad diabólica para preparar una emboscada. Era un hombre indispensable.
Echándose a reír
ante el recuerdo de algunos de los retorcidos trucos que Morrow había inventado
para sus clientes, Frelaine sacó el sobre de su bolsillo, hizo saltar el sello,
lo abrió, y examinó los documentos que contenía.
Janet-Marie Patzig.
Su Víctima era
una mujer.
Se levantó, y
paseó arriba y abajo por la habitación. Volvió a tomar la carta. Leyó:
Janet-Marie Patzig. No había ningún error: se trataba de una mujer. Los
documentos anexos contenían tres fotografías, el domicilio del sujeto y los
informes habituales que permitían identificarlo.
Frelaine
frunció el ceño. Nunca había matado a una mujer.
Tras vacilar
unos instantes, tomó el teléfono y marcó el número de la O.C.P.
- Aquí la
Oficina de Catarsis Pasional - dijo una voz masculina -. ¿Dígame?
- Acabo de
recibir mi notificación - dijo Frelaine -. Me ha correspondido una mujer. ¿Es
eso normal? - Dio al empleado el nombre de la Víctima.
El hombre
verificó sus archivos microfilmados.
- Todo está en
regla - dijo tras unos instantes -. Esta persona nos presentó una solicitud,
actuando con pleno conocimiento de causa. En términos legales, goza de los
mismos derechos y los mismos privilegios que un hombre.
- ¿Puede
decirme cuántas muertes tiene en su activo?
- Lo lamento,
señor, pero las únicas informaciones que está usted autorizado a obtener son la
situación legal de la Víctima y la información descriptiva que le han sido
remitidas.
- Comprendo. -
Frelaine reflexionó unos instantes, y luego preguntó -: ¿Puedo solicitar me sea
adjudicada otra Víctima?
- Naturalmente,
dispone usted de la posibilidad legal de rechazar la caza que le ha sido
propuesta, pero no le será adjudicada otra Víctima hasta después de que lo haya
sido designado usted mismo. ¿Desea declinar la oferta que se le ha hecho?
- Oh, no, por
supuesto - se apresuró a responder Frelaine -. Le he preguntado esto tan sólo
por pura curiosidad. Muchas gracias.
Colgó, se
hundió en el más mullido de sus sillones, y se soltó el cinturón. Aquello
precisaba un poco de reflexión.
- ¿Qué buscan
esas malditas mujeres queriendo inmiscuirse siempre en los asuntos de los
hombres? - rezongó para sí mismo -. ¿Por qué diablos no pueden quedarse
tranquilamente en sus casas?
Pero eran
también ciudadanos libres. Aunque Frelaine encontrara aquello demasiado poco...
femenino.
De hecho, la
Oficina de Catarsis Personal había sido creada originalmente para los hombres,
y exclusivamente para ellos. Había nacido al término de la Cuarta Guerra
Mundial... o de la Sexta, según la cuenta de un cierto número de historiadores.
Por aquella
época, se hacía sentir imperiosamente la necesidad de una paz duradera, de una
paz permanente. Por una razón práctica. Una razón tan práctica como la
inspiración de los hombres que crearon las bases de la prolongada paz.
Una razón muy
sencilla: el mundo estaba al borde de la aniquilación.
En el
transcurso de las guerras anteriores, la amplitud, la eficacia y la potencia
destructivo de las armas empleadas habían ido en aumento. Los soldados, que se
habían acostumbrado a ellas, vacilaban cada vez menos en utilizarlas.
Hasta alcanzar
el punto de saturación.
Un nuevo
conflicto bélico pondría definitivamente fin a todas las guerras, y esta vez de
una forma absoluta: no quedaría nadie para poder iniciar la siguiente.
Era preciso
pues que aquella paz fuera una paz eterna. Pero los hombres que la organizaron
no eran soñadores. Eran conscientes de que siempre existen tensiones,
desequilibrios, que son el caldero donde bullen las guerras futuras. Y se
preguntaron por qué hasta entonces nunca había existido una paz duradera.
- Porque a los
hombres les gusta luchar - fue la respuesta.
- ¡Oh, no! -
exclamaron los idealistas.
Pero aquellos
que establecieron la paz se vieron obligados, muy a pesar suyo, a tener en
cuenta el postulado según el cual una fracción importante de la humanidad es
movida por la violencia.
Los hombres no
son seres celestiales. Tampoco son monstruos infernales. Sencillamente, son
seres humanos que manifiestan un elevado grado de agresividad, de combatividad.
Con los
conocimientos científicos y los medios de que disponían en aquellos momentos,
los hombres con mentalidad práctica hubieran podido eliminar esta
característica de la raza humana. De hecho, ahí es donde muchos pensaban que
residía la solución.
Pero los
hombres con mentalidad práctica no eran de esta opinión. Consideraban que la
competencia, el amor a la lucha, el valor frente al adversario, eran valores
positivos. Creían incluso que representaban virtudes admirables y la garantía
de la perpetuación de la especie. Sin ellos, la raza terminaría fatalmente
degenerando.
El gusto por la
violencia, descubrieron, estaba inextricablemente unido a la ingeniosidad, a la
adaptabilidad, al dinamismo humanos.
Los datos del
problema, pues, eran los siguientes:
a) organizar la paz, una paz que les
sobreviviera, y
b) impedir a la raza humana que se
destruyera a sí misma, sin amputar por ello las características que hacían de
los hombres unos seres responsables.
Para ello, se
decidió que era necesario canalizar la violencia, proporcionarle una válvula de
escape, una posibilidad de exteriorizarse.
El primer paso
fue la autorización legal de los combates de gladiadores, combates reales,
donde la sangre era derramada. Pero aún era insuficiente. La sublimación es
válida sólo hasta cierto punto. La gente quería otra cosa más que derivativos.
No existe
ningún derivativo para el homicidio.
Así pues, el
homicidio fue institucionalizado, sobre una base estrictamente individual, y
únicamente para aquellos que realmente desearan matar. Los gobiernos fueron
invitados a crear sus respectivas Oficinas de Catarsis Pasional.
Tras un período
de ensayo, se instauró una reglamentación única:
Cualquier
ciudadano deseoso de cometer un homicidio tenía la posibilidad de inscribirse
en su O.C.P. Tras aceptar y firmar un dossier que comportaba un cierto número
de advertencias y compromisos, se le garantizaba una Víctima.
La persona que
presentaba legalmente una solicitud de asesinato debía a su vez aceptar el
papel de Víctima unos meses más tarde... si sobrevivía.
Este era el
principio fundamental. Un individuo dado podía cometer tantos homicidios como
quisiera, pero, entre cada uno de sus homicidios, era designado a su vez
obligatoriamente como Víctima. Si la Víctima conseguía matar a su Cazador,
podía o retirarse de la competición, o proponer su candidatura para un nuevo
homicidio.
Al cabo de diez
años, se calculaba que un tercio de la población civilizada del mundo había
solicitado cometer al menos un homicidio. Más tarde, la proporción se
estabilizó en un veinticinco por ciento.
Los filósofos
clamaban al cielo, pero los hombres con mentalidad práctica estaban
satisfechos. La guerra había dejado de ser un problema colectivo: ahora era un
asunto individual, tal como convenía.
Por supuesto,
la institucionalización del homicidio se ramificó y se complicó. Una vez
autorizado, como sucede con todas las cosas, el homicidio se convirtió en un
negocio y una fuente de beneficios. Inmediatamente se crearon organizaciones,
tanto para ofrecer sus servicios a las Víctimas como a los Cazadores.
La Oficina de
Catarsis Pasional elegía el nombre de las Víctimas al azar. El Cazador disponía
de dos semanas para cometer su homicidio, y debía actuar solo y sin ayuda. Se
le proporcionaban el nombre, el domicilio y la descripción de su Víctima; tenía
derecho a utilizar una pistola de calibre standard; le estaba prohibido llevar
ningún tipo de protección corporal.
La Víctima era
avisada una semana antes que el Cazador. Simplemente, se le comunicaba su
designación. Ignoraba el nombre de su Cazador. Estaba autorizada a utilizar
cualquier tipo de protección corporal, así como los servicios de los
rastreadores que creyera necesarios. Un rastreador no podía matar, ya que el
homicidio era privilegio de la Víctima y del Cazador. Pero un rastreador podía
detectar la presencia de un extraño en el círculo de la Víctima, o descubrir a
un tirador nervioso.
La Víctima
podía planear todas las emboscadas que deseara con el fin de abatir a su
Cazador.
Matar o herir a
alguien por error - cualquier otro tipo de muerte estaba prohibido - era sancionado
con una gravosa indemnización; el homicidio pasional estaba castigado con la
pena de muerte, al igual que el homicidio por interés.
Lo más
admirable de aquel sistema era que la gente que sentía deseos de matar podía
hacerlo, y aquellos que no sentían el menor deseo - de hecho representaban la
mayor parte de la población - no se veían obligados a convertirse en homicidas.
Por fin ya no había ninguna guerra, ni siquiera la amenaza de una guerra. Tan
sólo pequeñas, muy pequeñas guerras... centenares de miles de guerras
individuales.
La idea de
matar a una mujer no cautivaba en absoluto a Frelaine. Pero había firmado. No
podía hacer nada. Y no sentía el menor deseo de renunciar a su séptima caza.
Consagró el
resto de la mañana a aprenderse de memoria los datos que le había proporcionado
la O.C.P. acerca de su Víctima, y luego archivó la carta. Janet Patzig vivía en
Nueva York. Frelaine se sentía feliz por ello: le gustaba cazar en una gran
ciudad, y siempre había sentido deseos de visitar Nueva York. No le precisaban
la edad de su Víctima, pero, a juzgar por las fotos, no debía tener mucho más
de veinte años.
Reservó por
teléfono una plaza en el avión, se duchó, se vistió su Protector Especial
cortado especialmente para aquella ocasión, eligió una pistola de su arsenal,
la limpió escrupulosamente, la engrasó, la deslizó en el bolsillo especial del
traje, y luego preparó su equipaje.
Se sentía tan
excitado que parecía que su corazón quisiera saltársela del pecho. Es extraño,
pensó: cada nuevo homicidio me produce un estremecimiento distinto. Es algo de
lo que uno no se cansa nunca: como la repostería francesa, las mujeres, las
buenas bebidas... Es algo siempre nuevo y siempre distinto.
Cuando estuvo
listo, examinó su biblioteca para elegir los libros que se llevaría consigo.
Poseía todas las mejores obras que trataban del tema. No iba a necesitar
aquellas destinadas a las Víctimas, como La táctica de la Víctima de Fred
Tracy, que insistía en la necesidad de un medio ambiente rigurosamente
controlado, o ¡No piense usted como Víctima!, del doctor Frish. Aquellos
manuales le interesarían dentro de unos meses, cuando le llegara su turno de
ser, una vez más, la presa. Por ahora necesitaba libros de Cazador.
La obra clásica
y definitiva era Estrategia de la Caza del Hombre, pero se la sabía ya casi de
memoria. El Acecho y la Emboscada no era muy adecuado para las actuales
circunstancias.
Escogió La Caza
en las grandes ciudades de Mitwell y Clark, Rastrear al Rastreador de Algreen,
y La Táctica de Grupo de la Víctima del mismo autor.
Todo estaba a
punto. Dejó unas líneas al lechero, cerró su apartamento y tomó un taxi hacia
el aeropuerto.
En Nueva York,
escogió un hotel céntrico no muy lejos del barrio donde vivía su víctima. El
trato sonriente y lleno de atenciones del personal del hotel le puso nervioso:
le intranquilizaba ser reconocido tan fácilmente como un homicida recién
llegado a la ciudad.
Lo primero que
vio al penetrar en su habitación fue, cuidadosamente colocado en su mesilla de
noche, junto con la bienvenida de la dirección, un folleto titulado: Cómo
sacarle el máximo partido a la Catarsis Pasional. Frelaine sonrió mientras lo
hojeaba.
Puesto que se
trataba de la primera vez que venía a Nueva York, ocupó el resto de la tarde en
pasear por el barrio de su Víctima y en contemplar escaparates.
Martinson &
Black le fascinó.
Visitó el Salón
de la Caza, donde se exhibían chalecos antibalas ultraligeros y sombreros
blindados para uso de las Víctimas. Se interesó en la vitrina donde se
presentaban los últimos modelos calibre 38. Un cartel publicitario proclamaba:
«¡Empleen el Malvern de tiro directo, aprobado por la O.C.P.! Cargador de doce
balas. Desviación garantizada inferior a 0,02 milímetros en un blanco situado a
trescientos metros. ¡Acierte a su Víctima! ¡No arriesgue su vida teniendo a su
alcance la mejor arma! ¡Malvern es seguridad!»
Frelaine
sonrió. Era una buena publicidad, y el pequeño revólver pavonado daba una
impresión de eficacia total. Pero el Cazador estaba contento con su propia
pistola.
Existían también
en el mercado falsos bastones que albergaban cuatro balas listas para ser
disparadas. La publicidad los anunciaba como algo disimulado, práctico y
seguro. Cuando era joven, Frelaine se había sentido apasionado por todas
aquellas novedades que se sucedían de año en año, pero ahora estimaba que los
viejos métodos tradicionales eran generalmente los que prestaban un mejor
servicio.
Cuando salió
del Salón, cuatro empleados del servicio de limpieza se alejaban con un cadáver
aún caliente. Suspirando, Frelaine lamentó no haber estado allí para contemplar
el espectáculo.
Cenó en un buen
restaurante, y se acostó temprano.
A la mañana
siguiente se paseó por los alrededores del domicilio de su Víctima, cuyos
rasgos estaban profundamente grabados en su memoria. No miraba a nadie, y
avanzaba a paso rápido, como si se dirigiera a un lugar muy concreto. Era así
como actuaban los Cazadores experimentados.
Entró en un bar
a beber algo, y reanudó su camino en dirección a Lexington Avenue.
La vio al pasar
ante la terraza de un café. Era imposible equivocarse: se trataba de Janet.
Sentada ante una mesa, con los ojos perdidos en el vacío, ni siquiera levantó
la cabeza cuando él pasó cerca de ella.
Frelaine
continuó hasta la esquina, sin detenerse. Allí, se detuvo y dio media vuelta.
Sus manos temblaban. Exponerse así, sin ninguna protección... ¡Aquella chica
estaba loca! ¿Acaso creía que gozaba de una protección sobrenatural?
Detuvo un taxi,
y ordenó al conductor que diera la vuelta a la manzana. Cuando volvió a pasar
por delante ella seguía en el mismo lugar. Frelaine la examinó atentamente.
Parecía más joven que en las fotografías, pero era difícil hacerse una idea
precisa de su edad. De todos modos, no tendría mucho más de veinte años. Su
negro cabello, peinado con raya en medio y enrollado a cada lado formando como
una concha sobre sus orejas, le daban el aspecto de una monja. Frelaine se
estremeció al darse cuenta de que su expresión era de tristeza y resignación.
Se preguntó si estaba dispuesta a hacer algún gesto para defender su vida.
Frelaine pagó
al conductor y se metió en un drugstore. Había una cabina telefónica libre.
Entró y llamó a la O.C.P.
- Están seguros
de que una Víctima llamada Janet-Marie Patzig ha recibido su notificación? -
preguntó.
- Un momento,
por favor.
Frelaine
tamborileó nerviosamente el cristal de la puerta mientras el funcionario
buscaba la microficha correspondiente.
- Sí, señor.
Tenemos su acuse de recibo. ¿Alguna impugnación?
- Oh, no. Tan
sólo quería verificar.
Después de
todo, se dijo, si aquella chica no quería defenderse, allá ella. Eso no era
asunto suyo. El tan sólo estaba autorizado a matarla. Era su turno de caza.
De todos modos,
decidió aplazarlo todo hasta el día siguiente e irse al cine. Cenó, regresó a
su habitación, leyó el folleto de la O.C.P., y se acostó. Todo lo que tenía que
hacer, pensó, con los ojos fijos en el techo, era meterle una bala en el
cuerpo. Tomar un taxi, y disparar a través de la ventanilla.
- Pero así no
es muy emocionante - se dijo tristemente antes de dormirse.
Al día
siguiente, por la tarde, Frelaine regresó al mismo lugar. Llamó a un taxi y le
dijo al conductor:
- Dé la vuelta
a la manzana, pero muy lentamente.
- De acuerdo -
respondió el hombre, con una sonrisa tan sardónica como perspicaz.
Desde su asiento,
Frelaine se esforzó en descubrir algún rastreador. Aparentemente, no había
ninguno. La joven tenía las manos ostensiblemente apoyadas sobre la mesa.
Un blanco
fácil, inmóvil.
Frelaine rozó
uno de los botones de su chaqueta cruzada. Una raja se abrió en la tela, y no
tuvo que hacer más que cerrar su mano sobre la culata del revólver. La hizo
bascular, comprobó el cargador, deslizó una bala en la recámara.
- Despacio -
dijo al conductor.
El taxi pasó a
velocidad de paseo ante el café. Frelaine apuntó cuidadosamente. Su dedo se
crispó en el gatillo. Lanzó una maldición.
Un camarero
acababa de interponerse entre la joven y el cañón del arma, y Frelaine no
sentía el menor deseo de herir a nadie.
- Dé otra
vuelta a la manzana - ordenó.
El conductor
sonrió de nuevo y se retrepó en su asiento. ¿Se sentiría tan alegre si supiera
que me dispongo a matar a una mujer?, se dijo Frelaine.
Esta vez no
había ningún camarero en su campo de tiro. La chica estaba encendiendo un
cigarrillo, con sus apagados ojos clavados en el encendedor. Frelaine apuntó a
la frente de su víctima, exactamente entre los dos ojos, y retuvo el aliento.
Pero agitó la
cabeza, bajó el arma y la metió de nuevo en su bolsillo para revólver.
¡Aquella idiota
estaba impidiendo que extrajera todo el provecho de su catarsis!
Pagó al
conductor, bajó del taxi y echó a andar.
Es demasiado
fácil, se dijo a sí mismo. Estaba acostumbrado a cazas auténticas. Sus seis
homicidios anteriores habían sido complicados. Las Víctimas habían intentado
todos los trucos posibles. Una de ellas había contratado al menos una docena de
rastreadores. Pero Frelaine había ido modificando su táctica de acuerdo con las
circunstancias, y los había descubierto a todos. Una vez se había disfrazado de
lechero, otra de cobrador. Se había visto obligado a seguir a su sexta Víctima
hasta Sierra Nevada. Había sudado con ella, pero al fin la había conseguido.
¿Qué
satisfacción podía extraer de una Víctima que se le ofrecía? ¿Qué pensaría de
ello el Club de los Diez?
Encajó los
dientes ante la idea del Club de los Diez. Quería formar parte de él. Incluso
si renunciaba a matar a aquella chica, debería enfrentarse obligatoriamente a
un cazador. Y, si sobrevivía, necesitaría añadir aún cuatro Víctimas más a su
palmarés. ¡A aquel ritmo, jamás podría presentar su candidatura al Club!
Se dio cuenta
de que estaba pasando ante el café. Obedeciendo a un súbito impulso, se detuvo.
- Buenos días -
dijo.
Janet Patzig lo
miró con unos ojos desbordantes de tristeza, pero no respondió.
Frelaine se
sentó.
- Escuche -
dijo -. Si la molesto, no tiene más que decirlo, y me iré. No soy de aquí. He
venido a Nueva York para asistir a un Congreso. Y siento la necesidad de una
presencia femenina junto a mí. Ahora bien, si la aburro, yo...
- No importa -
dijo Janet Patzig con voz neutra.
Frelaine pidió
un coñac. El vaso de su compañera estaba aún medio lleno.
La observó con
el rabillo del ojo, y su corazón empezó a latir fuertemente. Tomar unas copas
con su propia Víctima... ¡eso al menos era algo emocionante!
- Me llamo
Stanton Frelaine - dijo, sabiendo que revelar su identidad no significaba nada.
- Yo, Janet.
- ¿Janet qué?
- Janet Patzig.
- Encantado de
conocerla - dijo él, con un tono perfectamente natural -. ¿Tiene algo especial
que hacer esta noche?
- Seguramente
esta noche estaré muerta - dijo ella con voz suave.
Frelaine la
contempló atentamente. ¿Acaso no comprendía quién era él? Como menos, debería
estarle apuntando con un revólver por debajo de la mesa. Apoyó un dedo en el
botón que accionaba la extracción de su arma.
- ¿Es usted una
Víctima?
- Esa es la
palabra exacta - dijo ella irónicamente -. En su lugar, yo no me quedaría aquí
ni un segundo más. ¿De qué sirve recibir una bala perdida?
Frelaine no
podía comprender cómo estaba tan tranquila. ¿Acaso pretendía suicidarse? Quizá
se estaba burlando de todo. Quizás estaba deseando morir.
- ¿No tiene
usted rastreadores? - preguntó, con el tono justo de sorpresa en su voz.
- No - ella le
miró directamente a los ojos, y Frelaine se dio cuenta de algo en lo que hasta
entonces no se había fijado: era muy hermosa. Hubo una pausa.
- Soy una
estúpida - dijo finalmente ella, en tono intrascendente -. Un día me dije que
me gustaría cometer un homicidio, y me inscribí en la O.C.P. Y luego... luego
no pude hacerlo.
Frelaine asintió
con simpatía.
- Sin embargo,
el contrato es inflexible - continuó ella -. No he matado a nadie, pero pese a
todo debo jugar mi papel de Víctima.
- ¿Por qué no
ha contratado usted a ningún rastreador?
- Soy incapaz
de matar a nadie. Absolutamente incapaz. Ni siquiera tengo revólver.
- ¡Y sin
embargo, para salir así, como lo hace usted, se necesita una condenada dosis de
valor! - en su fuero interno, Frelaine se sentía asombrado ante tanta
estupidez.
- ¿Y qué quiere
usted que haga? - dijo ella con indiferencia -. Una no puede ocultarse cuando
es perseguida por un Cazador... un auténtico Cazador. Y no soy lo
suficientemente rica como para desaparecer.
- Yo, en su
lugar... - comenzó Frelaine.
- No - le
interrumpió ella -. He reflexionado mucho sobre ello. Todo esto es absurdo. El
sistema entero es absurdo. Cuando tuve a mi Víctima ante mi punto de mira,
cuando vi que podía tan fácilmente... que podía... - se interrumpió y sonrió -.
¡Bah! No hablemos más de ello.
Frelaine se
sintió impresionado por su deslumbrante sonrisa.
Hablaron de
muchas cosas. El le habló de su trabajo, y ella le habló de Nueva York. Tenía
veintidós años. Era actriz. Una actriz que nunca se había visto favorecida por
la suerte.
Cenaron juntos,
y cuando ella aceptó su invitación a un combate de gladiadores, Frelaine se
sintió inundado de absurda alegría.
Llamó a un taxi
- tenía la impresión de que pasaba todo su tiempo en taxi desde que había
llegado a aquella ciudad -, y le abrió la puerta. Tuvo un instante de
vacilación mientras ella se sentaba. Le hubiera podido disparar una bala en el
corazón. Hubiera sido tan fácil.
Pero no lo
hizo. Esperemos, pensó.
Los combates
eran los mismos que podían verse en cualquier parte, y los gladiadores no
exhibían un mayor talento que en cualquier otro lugar. Las reconstruciones
históricas eran las habituales: el tridente contra la red, el sable contra la
espada. Por supuesto, la mayor parte de los duelos eran a última sangre. Hubo
combates de hombres contra toros, de hombres contra leones, de hombres contra
rinocerontes, seguidos de escenas más modernas: barricadas defendidas por
arqueros, encuentros de esgrima sobre la cuerda floja.
Fue una
agradable velada. Frelaine llevó a la joven a su casa. Las palmas de sus manos
estaban húmedas por el sudor. Nunca había experimentado una tal atracción hacia
una mujer. ¡Y debía matarla!
No sabía qué
actitud tomar.
Ella le propuso
que subiera a tomar una copa. Se sentaron en el diván. Ella encendió un
cigarrillo con un enorme encendedor y se recostó en el mullido respaldo.
- ¿Se quedará
aún mucho tiempo en Nueva York? - preguntó ella.
- No lo creo -
dijo él -. mi Congreso termina mañana.
Hubo un largo
silencio. Finalmente, Janet dijo:
- Lamento que
tenga que irse.
Callaron de
nuevo. Luego, la joven se levantó para preparar las bebidas. Frelaine la siguió
con la mirada mientras se alejaba hacia la cocina. Este era el momento. Se
irguió, apoyó la mano en el botón... Pero no, el momento había pasado...
irrevocablemente. Sabía que no iba a matarla. Uno no puede matar a quien ama. Y
él la amaba.
Fue una
revelación tan brusca como conmovedora. Había venido a Nueva York para matar, y
en cambio...
Ella regresó
con la bandeja y se sentó, con ojos ausentes.
- Te quiero,
Janet - dijo él.
Ella se volvió
a mirarle. Había lágrimas en las comisuras de sus ojos.
- No es posible
- musitó -. Soy una Víctima. No voy a vivir mucho.
- Vivirás. Yo
soy tu Cazador.
Ella le estudió
unos instantes en silencio, luego se echó a reír nerviosamente.
- ¿Vas a
matarme?
- No digas
tonterías. Quiero casarme contigo.
Repentinamente,
ella se refugió en sus brazos.
- ¡Oh, Dios
mío! - Sollozó -. Esta espera... Tenía tanto miedo...
- Todo ha
terminado. Date cuenta de lo irónico de la situación: ¡Vengo para asesinarle, y
regreso casado contigo! Es algo que habremos de contar a nuestros hijos.
Ella le besó.
Luego se echó hacia atrás en el diván y encendió otro cigarrillo.
- Apresúrate a
hacer tus maletas - dijo Frelaine -. Quiero...
- Un momento -
interrumpió ella -. No me has preguntado si yo te amo a ti.
- ¿Qué?
Ella seguía
sonriendo, con el encendedor apuntando hacia él. Un encendedor en cuya base
había un negro orificio... un orificio cuyo diámetro correspondía exactamente
al calibre 38.
- No te burles
de mí - dijo él -, levantándose.
- Estoy
hablando en serio, querido.
Por una
fracción de segundo, Frelaine se sorprendió de haberle calculado veinte años a
Janet. Ahora que la veía bien - ahora que podía verla realmente -, se daba
cuenta de que estaba rozando la treintena. Su rostro reflejaba una existencia
febril, tensa.
- Yo no te amo,
Stanton - dijo ella en voz muy baja, con el encendedor apuntando todavía hacia
él.
Frelaine tragó
saliva. Una parte de sí mismo permanecía aún fríamente objetiva y se
maravillaba de las extraordinarias dotes de actriz de Janet Patzig. Ella lo
había sabido desde un principio.
Apretó
compulsivamente el botón, y el revólver saltó en su mano, listo para disparar.
El impacto le
alcanzó en pleno pecho. Con aire de intenso asombro, se derrumbó sobre la mesa.
El arma escapó de sus manos. Jadeando espasmódicamente, semiinconsciente, la
vio apuntar cuidadosamente para el golpe de gracia.
- ¡Por fin voy
a poder entrar en el Club de los Diez! - dijo ella. Su voz reflejaba todo el
éxtasis del mundo.
FIN
Escaneado por
Sadrac 2000