Robert Silverberg
A nueve
millones de millas de la parte solar de Mercurio con el Leverrier girando en
una serie de espirales que debían llevarle hacia el más pequeño mundo del
Sistema Solar, el segundo piloto, Lon Cutris decidió poner fin a su vida.
Curtis había
estado aguardando ansiosamente que se efectuase el aterrizaje; su tarea en la
operación ya había concluido, al menos hasta que los planos de aterrizaje del
Leverrier rozasen la esponjosa superficie de Mercurio. El eficaz sistema de
enfriamiento por sodio anulaba los esfuerzos del monstruoso Sol visible a
través de la pantalla posterior. Para Curtis y sus siete compañeros de
tripulación, no había problemas; sólo tenían que esperar mientras el autopiloto
iba descendiendo la nave espacial en lo que iba a ser el segundo aterrizaje del
Hombre en Mercurio.
El comandante
del Vuelo, Harry Ross, estaba sentado cerca de Curtis cuando notó el súbito
envaramiento de las mandíbulas del piloto. De repente, Curtis asió la palanca
de control. Desde las ruedas metálicas que hilaban el espumoso entramado, llegó
un estallido verdoso de fluorocreno en disolución; el fulgor se desvaneció.
Curtis se puso en pie.
- ¿Vas a algún
sitio? - le preguntó Ross.
- No, sólo a
dar una vuelta. - La voz de Curtis sonaba extraña.
Ross volvió a
dirigir su atención a su microlibro, mientras Curtis se alejaba. Se oyó el
sonido de cremallera de un grapón de proa al ser manipulado, y Ross sintió un
frío momentáneo cuando el aire helado del compartimiento del reactor superrefrigerado
se coló hasta allí.
Apretó una
palanca, mientras doblaba la página. Luego...
«¿Qué diablos
está haciendo en el compartimiento del reactor?»
El autopiloto
controlaba sólo el flujo del combustible, graduándolo al milímetro, de una
manera imposible para ningún sistema humano. El reactor estaba dispuesto para
el aterrizaje, el combustible almacenado, el compartimiento estaba cerrado con
todos los cerrojos y pasadores de seguridad. Nadie, y menos que nadie el
segundo piloto, tenía nada que hacer allí.
Ross disolvió
el asiento de espuma en un instante y se puso de pie. Pasó al pasillo y abrió
la puerta del compartimiento reactor.
Curtis estaba
junto a la puerta del transformador, jugueteando con el disparador. Al
acercarse, Ross vio cómo el piloto abría la puerta y colocaba un pie en el
vertedor que llevaba a la pila nuclear.
- ¡Eh, Curtis,
idiota! ¡Sal de ahí! ¡Vas a matarnos a todos!
El piloto dio
media vuelta y miró ausentemente a Ross un instante, levantando el pie. Ross
saltó hacia delante.
Agarró el pie
de Curtis con ambas manos y, a pesar de la serie de puntapiés propinados por
aquél con su pie libre, consiguió apartarle del vertedor. El piloto pateaba,
pegaba, se retorcía, intentando zafarse de la llave del otro. Ross se fijó en
que las pálidas mejillas de su contrincante tremolaban; Curtis se había
derrumbado completamente.
Gruñendo, Ross
arrastró a Curtis lejos del vertedor y cerró la portezuela de golpe. Lo llevó a
rastras hacia la cabina principal y allí le abofeteó con dureza.
- ¿Por qué has
intentado hacerlo? ¿No sabes lo que tu masa le ocasionaría a la nave si caías
en el transformador? Sabes que ya ha sido calibrada la entrada del combustible;
unas ciento ochenta libras de más y la nave trazaría un arco dirigido al Sol.
¿Qué te pasa, Curtis?
El piloto fijó
sus ojos inexpresivos, inmóviles, en Ross.
- Quiero morir
- dijo simplemente. -. ¿Por qué no me dejas morir?
Quería morir.
Ross se encogió de hombros, sintiendo un escalofrío en la espalda. No había
forma de luchar contra esta dolencia.
De la misma
forma que los submarinistas sufren de I'ivresse des grandes profondeurs -
embriaguez de las grandes profundidades - y no existe cura para este extraño
mal, especie de borrachera que les induce a quienes la padecen a romper los
tubos de la respiración a cincuenta brazas debajo la superficie del agua, así
los astronautas corrían el riesgo de padecer de esta enfermedad, el ansia de
autodestruirse.
Surgía en
cualquier parte. Un mecánico intentando ajustar una pieza de una nave espacial
en pleno vuelo, podía de repente abrir una escotilla y absorber el vacío; un
radiotelegrafista armando una antena en lo alto de su nave, podía de repente
cortar su cuerda de sujeción, disparar su pistón direccional y hundirse en el
espacio hacia el Sol. O un segundo piloto podía decidir arrojarse al
transformador.
El oficial
síquico, Spangler, apareció con una expresión preocupada en su rubicundo
rostro.
- ¿Pasa algo?
Ross asintió.
- Curtis.
Intentó saltar al interior del vertedor. Está enfermo, Doc.
Frunciendo el
ceño, Spangler se frotó una mejilla, al tiempo que decía:
- ¡Condenación,
siempre escogen los peores momentos! No es nada agradable sostener una sesión
de psiquiatría mientras se viaja hacia Mercurio.
- Pues es así -
replicó Ross -, Será mejor que le mantenga en estado inconsciente hasta que
regresemos. No me gusta que empiece a imaginar diversos modos de quitarse la
vida a espaldas nuestras.
- ¿Por qué no
puedo morir? - insistió Curtis. Tenía lívida la faz. - ¿Por qué me has
detenido?
- Porque,
imbécil, habrías matado al resto de la tripulación si hubieses caído en el
transformador. Sal por una escotilla, si lo deseas, pero déjanos tranquilos a
los demás.
Spangler le
dirigió una mirada de advertencia a Ross.
- Harry...
- Está bien,
está bien - rezongó el aludido - Lléveselo.
El siquiatra se
marchó acompañado de Curtis. Le daría una inyección y le encerraría dentro de
una chaqueta de tela espumosa por el resto del viaje. Existía la posibilidad de
que pudiera recobrar la cordura, una vez de regreso a la Tierra, aunque Ross
sabía que el piloto intentaría por todos los medios suicidarse en pleno
espacio.
Enojado, Ross
volvió a su puesto. Un hombre se pasa toda la adolescencia soñando con el
espacio, pasa varios años en la Academia y dos más viajando en órbitas menores.
Luego, finalmente, consigue su ambición... y se derrumba. Curtis era una
máquina de pilotaje (o timonel de la nave entre los astros), no un ser humano
normal, y ahora había renunciado de manera permanente y voluntaria al único
trabajo que sabía ejecutar.
Ross se
estremeció, sintiendo frío, a pesar de que la inmensa mole del Sol llenaba ya
toda la abertura de la vidriera posterior de la nave. Sí, aquello podía
ocurrirle a cualquiera... incluso a él mismo. Pensó en Curtis, yaciendo inerte
en una litera de espuma, con un solo pensamiento en su mente: «Quiero morir...
quiero morir», en tanto Doc Spangler le musitaba frases tranquilizadoras. «Un
ser humano - reflexionó Ross -, es en realidad una cosa bien frágil.»
La muerte
parecía planear sobre la nave; el halo perverso del anhelo suicida de Curtis
envenenaba la atmósfera.
Ross sacudió la
cabeza como para ahuyentar aquellos amargos pensamientos y empujó hacia abajo
la palanca que daba la señal para la preparación de la disminución de la
velocidad. El globo inmóvil que era ahora Mercurio se veía, enorme, al frente.
Lo contempló a través de la vidriera delantera.
Se estaban
aproximando velozmente al ecuador del diminuto planeta. Ahora podía ver ya la
clara división; el brillo de la parte bañada por el Sol, el inabordable
infierno cruzado por multitud de ríos de zinc y hierro líquidos, y la helada
negrura del lado opuesto, formada por llanuras oscuras de CO2
helado.
Por el centro
del planeta corría el Cinturón Crepuscular, una zona estrecha, ni fría ni
caliente, donde la parte soleada y la oscurecida se juntaban, proporcionando
una no muy amplia franja de territorio escasamente tolerable, un anillo de
nueve mil millas de circunferencia y diez o veinte millas de anchura.
El Leverrier
apuntó hacia abajo. Hacia abajo era una definición errónea, el espacio carece
de «arriba» y «abajo», pero era la manera más sencilla de expresarse que tenía
Ross. Procuró calmar sus nervios. La nave se hallaba en manos del autopiloto;
la órbita estaba calculada de antemano y todos los mandos estaban siguiendo el
programa grabado previamente, llevando el cohete a un lugar del centro del
planeta, donde...
«¡Dios mío!»
Ross se quedó
helado de la cabeza a los pies. La cinta poseedora del cálculo previo que
estaba siendo absorbida por las baterías de analogía había sido reparada por...
¡Curtis!
Un loco suicida
era el que había dispuesto el programa para el aterrizaje del Leverrier.
Las manos de
Ross comenzaron a temblar. Cuán fácil podía haberle sido a Curtis preparar una
órbita excéntrica para que el Leverrier fuese a parar sobre un humeante río de
plomo derretido... o la parte helada de la zona oscurecida.
Su falsa
seguridad se desvaneció. No podía confiar en el piloto automático; tendrían que
arriesgarse a efectuar un aterrizaje a mano.
Ross apretó el
botón de comunicación.
- Quiero a
Brainerd - dijo roncamente.
Unos segundos
después apareció en la cabina el primer piloto, las pupilas reflejando su
curiosidad.
- ¿Qué ocurre,
capitán?
- Hemos tenido
que concederle a Curtis un descanso. Intentó saltar al transformador.
- ¿Cómo?
Ross asintió.
- Intento de
suicidio; le cogí a tiempo. Pero en vista de las circunstancias, creo que será
mejor descartar la cinta grabada que preparó para el aterrizaje, y efectuarlo a
mano; ¿de acuerdo?
El primer
piloto se humedeció los labios.
- Quizá sea una
buena idea.
- ¡Maldición! -
exclamó Ross -. ¡Tiene que serlo!
Mientras la
nave espacial tocaba tierra, Ross pensaba: «Mercurio es dos infiernos en uno».
Era el reino
frío, gélido del pozo profundísimo de Dante, y era también otra concepción del
imperio de Azufre. Los dos se encontraban, el fuego y el hielo, y cada
hemisferio poseía su propia clase de infierno.
Levantó la
cabeza y dirigió una rápida ojeada al panel de instrumentos situado sobre la
palanca de disminución de la velocidad. Todos los numeradores estaban
verificados; el peso de aposentación era el apropiado; la estabilidad de un 100
por cien; la temperatura exterior de 108º Farenheit, era soportable, y todo
indicaba que el aterrizaje había tenido lugar sólo un poco hacia la parte del
Sol del centro exacto del Cinturón Crepuscular. Sí, había sido un aterrizaje
perfecto.
Apretó el
conmutador.
- ¿Brainerd?
- Sí, capitán.
- ¿Cómo ha ido
el aterrizaje? ¿A mano, verdad?
- Sí -
respondió el primer piloto -. Hice una inspección de la cinta de Curtis y vi
que estaba completamente falsificada. Hubiéramos rozado sólo la órbita de
Mercurio, dirigiéndonos directamente hacia el Sol. ¿Bonito, verdad?
- Estupendo.
Pero no os metáis con el muchacho; no es culpa suya. Lo que importa es que el
aterrizaje haya sido bueno. Parece ser que nos hallamos muy cerca del centro
exacto del Cinturón Crepuscular, a no más de una o dos millas.
Interrumpió el
contacto y se liberó de sus ataduras.
- Hemos llegado
- anunció por el circuito general de la nave -. Todos los hombres a proa al
instante.
La tripulación
no tardó en estar toda reunida, primero Brainerd, luego el Doc Spangler,
seguidos por el técnico acumulador Krinsky, y los tres tripulantes. Ross esperó
hasta que hubo sido completado el grupo.
Todos parecían
buscar con la mirada a Curtis, excepto Spangler y Brainerd.
- El piloto
Curtis - les anunció Ross, brevemente - no está con nosotros. Se halla a popa,
en la cabina del Doc; por suerte, podemos prescindir de él.
Esperó hasta
que las implicaciones de aquella explicación hubieron penetrado en el cerebro
de todos. Pero la tripulación lo aceptó con cierta filosofía, a juzgar por sus
serenas expresiones.
- Está bien -
continuó -. El programa que nos ha sido trazado indica que podemos pasar un
máximo de treinta y dos horas en Mercurio, antes de la partida. ¿Cuál es
nuestra situación exacta, Brainerd?
El piloto
frunció el ceño, embebido en un cálculo mental.
- La posición
se halla a muy escasa distancia hacia el borde solar del centro del Cinturón
Crepuscular; pero, a mi entender, el Sol no podrá hacer ascender el termómetro
Farenheit por encima de los 120º antes de una semana. Y nuestros trajes pueden
sortear esta temperatura.
- De acuerdo.
Llewellyn, tú y Falbridge sacad los señaladores del radar e instalad la torre
lo más al Este que podáis, sin asaros. Llevaos la carreta, pero por lo que más
queráis, no perdáis de vista el termómetro. Sólo tenemos un traje
anticalorífero y es para Krinsky.
Llewellyn, un
tripulante espacial, esbelto y de ojos hundidos, parpadeó varias veces.
- ¿Qué
distancia al Este sugiere, señor?
- El Cinturón
Crepuscular abarca casi un cuarto de la superficie de Mercurio - señaló Ross -.
Por tanto, tenéis una franja de 47 grados de ancho para moveros..., pero os
sugiero que no os alejéis a más de veinte millas. A partir de esa zona el calor
aumenta sin cesar.
- Sí, señor.
Ross se volvió
a Krinsky. El técnico acumulador era el hombre clave de la expedición; su tarea
era verificar la lectura del par de acumuladores solares dejados en Mercurio
por la primera expedición. Tenía que medir la cantidad de tensión creada por
las energías solares en el planeta tan próximo a la fuente de las radiaciones,
estudiar las líneas de fuerza que operaban en el extraño campo magnético de aquel
pequeño mundo, y volver a dejar dispuestos los acumuladores para otro examen en
fecha posterior.
Krinsky era un
individuo alto, corpulento, la clase de hombre que podía resistirle excesivo
peso del vestido anticalorífero casi con agrado. Dicho traje era necesario para
las tareas efectuadas con prolongada exposición al sol, en cuya zona era donde
se hallaban situados los acumuladores... e incluso un gigante como Krinsky, sin
el traje, hubiera sido incapaz de resistir varias horas el intenso calor dimanante
del Sol, allí tan próximo ya.
- Cuando
Llewellyn y Falbridge hayan instalado la torre del radar, usted, Krinsky, se
pondrá el traje. Tan pronto como hayamos localizado la Estación Acumuladora,
Dominic le llevará lo más posible hacia el Este y le dejaré caer. Lo demás es
cuestión suya. Nosotros transcribiremos por telémetro sus lecturas, pero nos
gustaría verle regresar con vida.
- Sí, señor.
La labor de
Ross era puramente administrativa, por lo que, en tanto los hombres de su
tripulación se afanaban en sus respectivas tareas, él reflexionó que se hallaba
condenado, a partir de aquel momento, a una ociosidad temporal. Su función era
la de un capataz; como el director de una orquesta sinfónica, no tocaba ningún
instrumento, sino que tenía sólo la misión de vigilar que ninguno de los
miembros desafinase, hasta llegar, con toda armonía, al final.
Lo único que
tenía que hacer era esperar.
Llewellyn y
Falbridge se marcharon, montados en el segmentado y termorresistente carricoche
albergado en la panza del Leverrier. Su misión era sencilla: tenían que erigir
la torre de plástico hinchable del radar lo más lejos posible hacia la parte
solar. La torre que había dejado la primera expedición en la zona soleada ya se
había licuado largo tiempo hacía; la base y la parábola de plástico, cubierto
con una ligera superficie refractaria de aluminio, escasamente podía resistir
el inimaginable calor de la zona soleada.
Allí, como el
Sol se hallaba en su distancia más próxima, el calor era de 700º; naturalmente,
las excentricidades de la órbita de Mercurio daban lugar a grandes variaciones
de temperatura, pero en la zona tórrida, la temperatura jamás bajaba de 3000,
incluso durante el afelio. En la zona opuesta había pocas variaciones; la
temperatura permanecía estacionada en el cero absoluto, y la tierra se hallaba
completamente cubierta de témpanos helados.
Desde donde
estaba, Ross no podía ver ni la zona soleada ni la oscurecida. El Cinturón
Crepuscular tenía unas mil millas de anchura, y en tanto el planeta se
zambullese en su órbita, el Sol aparecería primero sobre el horizonte, y luego
se hundiría de nuevo. En aquella faja de veinte millas en el centro del
Cinturón, el calor de la zona soleada y el frío de la oscurecida se confundían,
procurando un clima adecuadamente agradable, particularmente resistible; y a
partir de quinientas millas a cada lado, el Cinturón Crepuscular gradualmente
iba cediendo el paso al calor y al frío de cada zona, respectivamente.
Era un planeta
extraño y repugnante. Los terráqueos sólo podían permanecer en él breves plazos
de tiempo; la clase de vida que podía existir permanentemente sobre aquel
planeta se hallaba fuera de su comprensión. Fuera del Leverrier, embutido en su
traje espacial, Ross rozó con el codo la palanca que abatía un panel de cristal
óptico. Primero miró hacia la zona oscura, donde le pareció divisar una
estrecha línea de intrusión negra - sabía que era una ilusión -, y luego hacia
la zona soleada.
En lontananza,
Llewellyn y Falbridge estaban erigiendo la delgadísima torre del radar, en
forma de parábola. Podía ver la esbelta silueta recortada contra el firmamento.
¿Pero y más allá? ¿Era una débil línea brillante la que ponía como un halo en
los bordes de los picos montañosos? Era, asimismo, una ilusión. Brainerd había
calculado que la radiación del Sol no sería visible desde el punto donde se
hallaba Ross hasta al cabo de una semana. Y para aquel entonces ya estarían de
vuelta en la Tierra.
Se volvió a
Krinsky.
- La torre ya
casi está erigida. Dentro de pocos minutos estarán ya de regreso con el
carricoche. Será mejor que se halle dispuesto a realizar su tarea.
Krinsky
asintió.
- Sí, señor.
Mientras el
técnico levantaba la portilla y volvía al interior del vehículo espacial, los
pensamientos de Ross se centraron nuevamente en Curtis. El joven piloto había
insistido en ver Mercurio, y ahora que estaban en el planeta, el pobre Curtis
se veía obligado a estar amarrado a una litera de tejido espumoso, dentro de la
nave, rogando que le dejasen matarse.
Krinsky volvió
a salir al exterior, vistiendo su traje aislador del calor sobre su atuendo
espacial. Más parecía un tanque que un hombre.
- ¿Vuelve ya el
carricoche, señor?
- Ahora veré.
Ross se ajustó
la lente de su máscara y estrechó los ojos, adaptándolos a la visión a
distancia. Le pareció que la temperatura se había elevado ligeramente. «Otra
ilusión», pensó, mientras bizqueaba a lo lejos.
Su vista captó
la torre de radar, situada hacia la parte soleada. Su boca se entreabrió, sin
darse cuenta.
- ¿Ocurre algo,
señor?
- ¡Y tanto como
ocurre! - Ross volvió a parpadear. Sí, no había engaño posible. La torre de
radar que habían acabado de erigir se estaba desmoronando, comenzando a
fundirse. Vio a las dos diminutas figuras corriendo alocadamente sobre la
llanura formada de piedra pómez, en dirección a la silueta oblonga que era el
carricoche de tracción mecánica. Y, lo que era imposible, el primer fulgor de
un inequívoco resplandor estaba empezando a aparecer sobre los montes situados
a espaldas de la torre.
¡El Sol estaba
apareciendo una semana antes de lo previsto!
Ross se
atraganto y corrió hacía la nave seguido por el sorprendido Krinsky. En la
cabina, unas manos mecánicas le ayudaron a desprenderse del traje espacial; le
indicó a Krinsky que no se quitase el vestido anticalorífero, y se precipitó
hacia la cabina central.
- ¡Brainerd!
¡Brainerd! ¿Dónde diablos está? El primer piloto apareció, altamente asombrado.
- ¿Sí, capitán?
- Mire por la
cristalera - le dijo Ross, con voz ahogada -. ¡Mire hacia la torre del radar!
- Se está
fundiendo - le aseguró Brainerd, sobresaltado -. ¡Pero... pero...!
- Lo sé. ¡Es
imposible! - Ross dio una ojeada al tablero de los instrumentos. La temperatura
externa se había elevado a 112º, o sea un salto de cuatro grados. Y mientras la
observaba, ascendió a 114º.
Se necesitaría,
al menos, un calor de 500 para fundir la torre. Ross bizqueó por la vidriera y
vio al carricoche que se dirigía veloz hacia la nave. Llewellyn y Falbridge
seguían con vida, aunque probablemente estarían medio cocidos. La temperatura
exterior era de 116º. Probablemente, cuando los dos hombres llegasen a la nave
sería de 200º.
Colérico, Ross
se encaró con el piloto.
- Creía que
usted nos había traído a una zona de seguridad - le reprochó -. Vuelva a
verificar sus cifras y averigüe dónde diablos nos encontramos. Luego, trace una
órbita adecuada. Fíjese que el Sol está asomando por detrás de aquellas
colinas.
- Lo sé -
asintió Brainerd.
La temperatura
llegó a los 120º. El sistema de refrigeración de la nave podría mantener las
cosas bajo control hasta los 250º; después, pasada esta cifra, existía el
peligro de una sobrecarga. El carricoche seguía aproximándose; probablemente,
en aquel diminuto vehículo, los dos hombres creerían estar en el mismísimo
infierno.
Su mente pasaba
las distintas alternativas. Si la temperatura exterior sobrepasaba los 250º, se
corría el riesgo de destrozar el sistema de refrigeración de la nave, si
esperaban la llegada de Llewellyn y Falbridge. Decidió que les daría de tiempo
hasta llegar a los 275º, y luego despegarían. Era una locura intentar salvar
dos vidas a costa de cinco. La temperatura externa había llegado ya a los 130º.
Su tanto por ciento de aumento crecía rápidamente.
La tripulación
de la nave espacial sabía lo que estaba ocurriendo. Sin órdenes directas de
Ross, se hallaban, empero, disponiendo al Leverrier para un despegue de
emergencia.
El carricoche
iba avanzando, pero con grandes dificultades. Ya no se hallaba a más de diez
millas de distancia; y a una velocidad media de cuarenta millas por hora,
habrían llegado a la nave en quince minutos más. Fuera, el termómetro marcaba
los 133º. Unos alargados rayos, como dedos luminosos, avanzaban hacia ellos por
el horizonte.
Brainerd había
terminado sus cálculos.
- No lo
entiendo. Las malditas cifras se resisten a mis cálculos. Estoy calculando
nuestra situación... y no puedo conseguirlo. Mi cabeza parece que se halle
llena de niebla.
«¡Qué diablos!
- pensó Ross -. En estas ocasiones era cuando un capitán se gana su paga»
- Déjeme
probarlo a mí - rezongó.
Se sentó al despacho
y empezó a calcular. Vio las anotaciones de Brainerd esparcidas por varias
cuartillas. Era como si el piloto hubiese olvidado por completo cómo realizar
su tarea.
Veamos - pensó
-. Si nosotros estamos...
Su lápiz volaba
sobre la cuartilla..., pero cuando terminó vio que se había equivocado. Sentía
espeso su cerebro; no conseguía centrarse en los cálculos.
- Dígale a
Krinsky que baje aquí - le dijo a Brainerd, levantando la vista -, y que esté
preparado para ayudar a salir del carricoche a Llewellyn y a Falbridge cuando
lleguen. Seguramente, deben estar medio tostados.
Temperatura,
146º. Volvió su atención al papel. ¡Maldición! No debía ser tan difícil
realizar unos sencillos cálculos.
Apareció Doc
Spangler.
- He despertado
a Curtis - anunció -. Es lo mejor, si hemos de despegar de improviso.
Del interior de
la nave les llegó un murmullo sostenido.
- Déjenme
morir... déjenme morir...
- Dígale que
seguramente se cumplirá su deseo - susurró Ross - Si no consigo trazar una
órbita adecuada, vamos a asarnos todos.
- ¿Cómo es que
lo está haciendo usted? ¿Qué le pasa a Brainerd?
- Está enfermo.
No le salen los números. Y pensándolo bien, tampoco me salen a mí.
En torno a su
mente parecían engarfiarse unos nudosos dedos de niebla. Miró el numerador.
Temperatura exterior, 152º. Esto les daba a los muchachos del carricoche un
plazo de 123º para llegar a la nave... ¿o serían 321? Estaba sumamente
confundido en sus ideas.
Doc Spangler
también parecía raro. El oficial siquiátrico estaba frunciendo el ceño
curiosamente.
- De repente,
empiezo a sentirme como aletargado - observó. Y añadió -: Sé que debiera
regresar junto a Curtis, pero...
El piloto
enloquecido estaba murmurando incesantemente en el interior de la nave. La
parte de cerebro de Ross que todavía podía pensar con claridad intuía que si se
dejaba solo a Curtis, podía hacer cualquier barbaridad, puesto que era capaz de
todo.
Temperatura,
158º. El carricoche parecía más cerca. En el horizonte comenzaba a bambolearse.
Se oyó un
chillido.
- ¡Es Curtis! -
gritó Ross, al tiempo que su mente sacudía la creciente modorra, y se apartó de
la mesa. Corrió hacia popa, seguido por Spangler.
Curtis yacía en
el suelo, en medio de un charco de sangre. En algún sitio había hallado. un par
de tijeras.
- Está muerto -
dijo Spangler.
- Claro, ha
muerto - repitió Ross. Ahora sentía su cerebro totalmente aclarado; en el
momento de la muerte de Curtis, la niebla había desaparecido. Dejando a
Spangler para que atendiera al cadáver, Ross volvió al despacho y miró los
cálculos.
Con toda claridad
determinó la posición. Se hallaban a más de trescientas millas hacia la parte
del Sol, de lo que se habían imaginado. Los instrumentos no habían mentido,
pero sí los ojos de alguien. La órbita que Brainerd, con tanta solemnidad,
había asegurado que era la adecuada, resultaba casi tan mortal como la
calculada por Curtis.
Miró al
exterior. El carricoche casi había llegado; la temperatura era de 167º. Sobraba
tiempo. Ambos jóvenes llegarían a tiempo, gracias al aviso que les había dado
la torre al comenzar a fundirse. ¿Pero qué había sucedido? No había respuesta a
esa pregunta.
Gigantesco en
su traje anticalorífero, Krinsky subió a Llewellyn y Falbridge a bordo. Se
desprendieron de sus trajes espaciales y a continuación se desmayaron. Parecían
un par de cangrejos recién cocidos.
- Postración
por el calor - observó Ross Krinsky, llévales a los asientos de despegue.
Dominic, ¿todavía llevas puesto el traje?
El aludido
apareció en la entrada de la cabina y asintió.
- Bien. Baja y
pon el carricoche en el sótano. No podemos dejarlo aquí. Ve de prisa, y
despegaremos. ¿Lista la nueva órbita, Brainerd?
- Sí, señor.
El termómetro
señalaba ya los 200º. El sistema de enfriamiento empezaba a padecer, pero su
agonía le sería acortada rápidamente. En pocos minutos, el Leverrier se había
elevado de la superficie de Mercurio - unos minutos antes del implacable avance
del Sol -, emprendiendo una órbita temporal en torno al planeta.
Mientras
flotaban en el espacio, con la respiración virtualmente suspendida, una
pregunta martilleaba la mente de Ross: ¿por qué? ¿Por qué la órbita trazada por
Brainerd les había llevado a una zona peligrosa, en vez de la de seguridad
prevista? ¿Por qué tanto Brainerd como Ross habíanse visto imposibilitados de
calcular una órbita de despegue, la más simple de las técnicas de la
astronáutica elemental? ¿Y por qué le había fallado a Spangler su agudeza
mental, hasta el punto de permitir que el desdichado Curtis se suicidase?
Ross podía ver
la misma pregunta reflejada en todas las miradas: «¿por qué?»
Sentía un agudo
dolor en la base del cráneo. Y de repente, una imagen se abrió paso en su
mente, a guisa de respuesta.
Era una inmensa
charca de zinc fundido, que se extendía entre dos agudas crestas en la zona del
Sol. Llevaba allí miles de años, y seguiría estando muchos miles de años... tal
vez, millones aún.
Su superficie
se estremecía, temblaba. El brillo del sol sobre la balsa resultaba intolerable
a los ojos de la mente.
La radiación se
abatía sobre la charca de zinc, la radiación del sol, implacable, y entonces
hubo una nueva radiación, una emanación electromagnética, con una significativa
alteración:
«Quiero morir.»
La charca de
zinc se agitó con displicencia, con impulsos súbitos de ayuda.
La visión se
borró con las misma rapidez con que se había presentado. Sobresaltado, Ross
elevó la vista, titubeante. La expresión de los seis rostros que le rodeaban le
dijeron lo que quería saber.
- Vosotros
también lo habéis sentido - exclamó.
Spangler
asintió, y luego Krinsky y los demás.
- Sí - afirmó el
segundo -. ¿Qué diablos era?
Brainerd se
volvió a Spangler.
- ¿Estamos
todos locos, doctor?
El aludido se
alzó de espaldas.
- Alucinación
en masa... hipnosis colectiva...
- No, Doc - le
atajó Ross, inclinándose hacia delante -. Lo sabe tan bien como yo. Era real; y
está allí... en algún lugar de la zona soleada.
- ¿Qué quieres
decir?
- Que no hemos
sufrido ninguna alucinación. Es la vida... o lo más parecido a la vida, que
existe en Mercurio - le temblaba una mano, y se vio obligado a contenerla -.
Hemos tropezado con algo muy grande.
Spangler se
agitó incómodo. - Harry...
- ¡No, no estoy
loco! ¿No lo entiende? Aquello, lo que sea, es sensible a nuestros
pensamientos. Captó el perverso designio de Curtis, de la misma manera que un
aparato de radar capta las ondas electromagnéticas. Los pensamientos de Curtis
eran los más potentes de entre los nuestros; y así, la cosa actuó de acuerdo
con ellos, ayudándole a realizarlos.
- ¿Quiere decir
que enturbió nuestras mentes, haciéndonos creer que estábamos en territorio
seguro, cuando en realidad estábamos casi dentro de la zona solar?
- ¿Pero a qué
tantas molestias? - objetó Krinsky -. Si quería ayudar al pobre Curtis ¿por qué
no nos obligó a caer de lleno en la zona soleada? Nos habríamos cocido con suma
rapidez.
Ross meneó la
cabeza.
- Sabía que los
demás no queríamos morir. Este ser, esta cosa que piensa, debe tener una mente
múltiple. Captó las emanaciones de Curtis y las nuestras, y arregló las cosas
de forma que Curtis muriese y los demás no - sintió un escalofrío - Una vez
Curtis fuera del paso, nos ayudó a sobrevivir, a fin de que pudiéramos
salvarnos. Si os acordáis, tan pronto murió Curtis se aclararon nuestras ideas.
- ¡Maldita sea,
si no fue así! - rezongó Spangler. - Pero...
- Lo que quiero
saber si volveremos a Mercurio - observó Krinsky -. Si esto es verdad, no estoy
muy seguro de querer volver a hallarme al alcance de ese «ser». ¿Quién sabe lo
que podría ocurrirnos esta vez?
- Quiere
ayudarnos - repitió obstinadamente Ross -. No es hostil. ¿No estaréis asustados,
verdad? La verdad es, Krinsky, que contaba con usted para que se pusiera el
traje anticalorífero y...
- ¡No gracias!
- se negó el otro, prontamente.
Ross soltó una
risita de burla.
- Es la primera
brizna de vida con inteligencia que hemos hallado en el Sistema Solar. ¡No
podemos volverle la espalda y asustarnos! - se giró a Brainerd -. Trace una
órbita que nos lleve hacia abajo... pero esta vez donde no podamos fundirnos ni
tostarnos.
- No puedo
hacerlo, señor - estableció Brainerd, llanamente -. Creo que serviré mejor a la
seguridad de la tripulación si nos dirigimos al momento hacia la Tierra.
Ross,
encarándose con todo el grupo, paseó su mirada por aquellos rostros. En todos
ellos pudo leer el mismo temor. Sabía que todos estaban pensando: «No quiero
volver a Mercurio.»
Seis. Y él,
uno. Y la «cosa» que podía ayudarles, abajo.
Habían sido
siete contra Curtis... y había triunfado el ansia de morir. Ross sabía que no
podía generar fuerza suficiente para contrarrestar los pensamientos de los
otros seis.
«Es un motín»,
pensó, aunque procuró no expresarlo en voz alta. En aquel caso un oficial.
Era aquél un
caso en que el oficial comandante podía verse relevado de su mando por el bien
común, y lo sabía.
El «ser» de
Mercurio, fuese lo que fuese, estaba dispuesto a ofrecerles sus servicios.
Pero, multipensador como era, no había, sin embargo más que una sola nave
espacial, y una de las dos partes - o él o el resto de la tripulación - debería
ver negados sus deseos.
«Sí - pensó -,
la charca había contribuido a satisfacer al hombre que deseaba morir y a los
que querían seguir con vida. Ahora, seis querían regresar... ¿podía quedar
ignorada la voz del séptimo?»
«No te portas
correctamente conmigo - pensó iracundo, Ross, dirigiendo sus pensamientos hacia
el planeta -. Quiero verte. Quiero estudiarte. No permitas que me lleven a la
Tierra.»
Cuando el
Leverrier volvió a la Tierra, una semana después, los seis supervivientes de la
Segunda Expedición a Mercurio, pudieron describir con todo detalle cómo el
segundo piloto Curtis se había visto asaltado por al ansia de la muerte,
provocando su suicidio. Pero ninguno de ellos podía recordar qué le había
pasado al comandante del vuelo, Ross, ni por qué el traje anticalorífero se
había quedado abandonado en Mercurio.
FIN
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