TIMOTHY

Keith Roberts

 

 

 

Anita se aburría, y cuando ella se aburría solían ocurrir cosas raras. La abuela Thompson —que estudiaba a su nieta mucho más atentamente de lo que habría querido admitir— venía notando una expresión pensativa en sus ojos desde varios días atrás. Buscó tareas que por un tiempo alejaran a Anita de travesuras más exóticas.

—Ahí tienes el gallinero —entonó la anciana—. Le hace falta un buen arreglo para empezar. La mitad de los palos están salidos, hay agujeros por todas partes... Y el sendero hasta el ya sabes qué, ayer casi me caí allí. La casa se viene abajo y tú te quedas ahí gimoteando...

Anita hizo una mueca de burla.

—Gallineros. Senderos hasta el ya sabes qué. Quiero hacer algo interesante, abuela. Por ejemplo, preparar un hechizo nuevito. ¿No podríamos...?

—¡No, no podemos! —exclamó la anciana con irritación—. Hechizos, hechizos, no sabes pensar más que en hechizos. A ver si te mueves un poco, muchacha. Ve a ganarte lo que comes, en lugar de quedarte allí sentada mascullando. Vamos, haz algo. Así perderás un poco de grasa.

Anita lanzó un siseo de furia; estaba muy orgullosa de su silueta. Su abuela, entusiasmándose con el tema, continuó:

—Arregla el respaldar de esa silla en el lavadero. Ve con el camión a lo del viejo Goody y trae esos soportes para soga que están cortados y esperando hace medio mes. Llévate ese montón de porquerías que tiraste junto al pozo del fuego hace más de una semana. Toma el ómnibus de las tres hasta Kettering, así descanso las piernas por una vez. Nos faltan muchísimas cosas...

—Oh por favor, abuela, hoy no...

La abuela Thompson se ablandó un poco. Tampoco a ella le gustaba ir a Kettering.

—Pues entonces ve a casa de Aggie Everett y pídele un poco de harina... y fíjate que no le meta nada raro adentro. Lo que es gracioso para Aggie no es lo mismo que para cualquier persona normal... Y cuando vuelvas, puedes subir y limpiar del granero toda esa porquería de nidos de ave. No empieces de nuevo con eso, la última vez que subí esa escalera no fui la misma durante un mes...

Anita huyó, en parte para escapar a la inventiva de su abuela, en parte porque había algo de cierto en la observación sobre su gordura. En invierno parecía acumular grasa como un lirón, eso era indudable. Apenas un día antes, al probarse un vestido de verano, había visto demasiada Anita en todas partes. Decidió empezar por el gallinero. Levitaciones y hechizos estaban muy bien a su modo, pero de vez en cuando era peculiarmente satisfactorio tomar madera y clavos comunes y un martillo perfectamente normal y poner manos a la obra con todo el vigor posible. Sin embargo, no tardó en cansarse de la tarea. Los rollos de alambre tejido eran recalcitrantes; contenían una cantidad casi infinita de ganchos y rebordes que hacían casi imposible desenredarlos, y al conseguirlo, se enterraban con regocijo en las palmas de sus manos. Y el suelo estaba empapado y asqueroso, de modo que brotaban lombrices cada vez que ella intentaba clavar un poste. Apoyándose en el armazón del gallinero —bastante destartalado—. Anita bostezó. Cuando sondeó la mente de su ocupante más cercano, obtuvo el habitual burbujeo estúpido acerca de la próxima hora de comer. Las gallinas son sin duda los acompañantes más aburridos.

Con un resoplido, Anita se echó atrás el cabello, se frotó el acalorado rostro y decidió ir a lo de Aggie en busca de harina. Sabía que su abuela guardaba todavía una buena provisión de prácticamente todo en la despensa, y que el encargo no era sino una excusa para quitarla de en medio por un tiempo, pero eso no importaba. Podía tomar el camino más largo, bordeando el lado opuesto de Foxhanger; quizá ya se estuviesen despertando los seres del bosque.

Caminó entre los árboles, bien abrigada con pantalones vaqueros, botas y chaqueta gruesa. A su paso rozaba con irritación las ramitas y las hojas. Detestaba esa época del año con especial abominación. Febrero es un mes sin sentido, ni caluroso ni frío, ni invierno ni primavera. Sin animales, sin pájaros, el cielo es de un gris opaco, uniforme... Anita agachó la cabeza y arrugó el entrecejo. Si tan sólo las cosas se pusieran en movimiento de una vez... Había animalitos en viejos troncos de árbol y cuevas en la tierra, pero los pocos con los que pudo establecer contacto estaban soñolientos y malhumorados, y expresaron bien claro que no querían ser molestados durante otras seis semanas, o más si era posible. Anita decidió que le gustaría invernar, con la nariz entre las zarpas, en algún pardo y crujiente cubil de hojas. Otro año debía realmente intentarlo; al menos quizá despertara con ganas de hacer algo.

Si había esperado recibir algún consuelo de Aggie Everett, quedó desengañada. La anciana estaba de mal humor; desde hacía poco sufría un resfrío de cabeza, se trataba con diversos remedios antiguos y se sentía, como decía ella, "peor en consecuencia". Tenía puesta una bufanda varias veces anudada alrededor del flaco cuello; tenía la carne pálida y aún más sumida que de costumbre, en tanto su nariz —siempre un punto delicado— brillaba como una señal de alarma. Confió a Anita que las cosas "necesitaban todas un buen empujón, digamos"; sus sobrinos vendrían para el equinoccio de primavera y había grandes planes de festividades, pero hasta entonces el Calendario de las Brujas estaba vacío. Los muchachos estaban ausentes, haciendo cajas de cartón en el lejano Northampton, y no había nada que hacer, absolutamente nada...

De regreso, Anita tomó un atajo atravesando parte de la tierra de los Johnson y vio en el horizonte a Timothy. Como no tenía nada mejor que hacer, se desvió para pasar cerca del sitio donde éste se encontraba. No pudo dejar de advertir que Timothy parecía tan deprimido como ella se sentía. Lo habían hecho la primavera anterior para mantener las aves alejadas de los sembrados nuevos, de modo que tenía casi un año de edad. Ya hacía nueve meses que no tenía nada que hacer, salvo estarse parado recibiendo la lluvia, dejándose azotar por el viento y contemplando la cima del bosque de Foxhanger a través del campo. Al pasar cerca de él, Anita lo saludó con un mecánico movimiento de cabeza.

—Hola, Timothy...

Pero éste, al parecer, estaba tan agotado que ni siquiera agitó una deshilachada manga para saludarla. Ella siguió de largo.

Veinte metros más adelante se detuvo al ocurrírsele una idea. Permaneció un momento inmóvil, calculando posibilidades y sintiéndose entusiasmada por primera vez en varias semanas. Después volvió sobre sus pasos, pisando con dificultad el apelmazado suelo. Dejó en tierra la harina, apoyó las manos en las caderas y miró a Timothy con la cabeza ladeada y los ojos apreciativamente entrecerrados.

Tenía la cara muy estropeada, por supuesto, pero eso no importaba; en todo caso tendía a darle personalidad. Se le acercó, le sacudió las solapas de la chaqueta y le movió el viejo sombrero blando poniéndolo en un ángulo más gallardo. Hizo ademanes de peinarle el desordenado cabello de paja. Timothy la observaba enigmáticamente con los tajos en forma de almendra que tenía por ojos. Era un espantapájaros muy bien plantado; los hijos de Johnson lo habían armado un fin de semana, cuando volvieron a casa de la facultad, y Anita —a quien le encantaban los muñecos y las efigies— había presenciado el procedimiento con deleite. Lo hurgó y lo palmeó, comprobando que sus tendones de alambre de embalar no se habían podrido a la intemperie. Timothy se hallaba todavía en buen estado, y aunque en realidad lo sostenía en pie una gruesa estaca clavada en tierra, tenía piernas propias, lo cual era una gran ventaja. Anita dio vueltas a su alrededor, examinándolo con aire de experta. Había grandes posibilidades en Timothy.

Retrocedió algunos pasos. Ya había olvidado su aburrimiento; veía la posibilidad de un nuevo e interesantísimo hechizo. Sentándose en cuclillas sobre los talones, cruzó los brazos meciéndose levemente para obtener mayor concentración. A su alrededor, los pardos campos invernales y el vacío cielo aguardaban en silencio; no soplaba la menor brisa. Anita abrió los ojos y repitió rápidamente el conjuro para asegurarse de que lo tenía firmemente guardado en la mente. Después agitó una mano y empezó a murmurar con rapidez.

Algo extraño ocurrió. Aunque el día siguió siendo tranquilo, algo así como una brisa se movió por el suelo hacia Timothy. Si hubiese habido hierba, habría ondulado, pero no la había; el suelo se agitó y quedó de nuevo quieto. Cuando esa brisa tocó al espantapájaros, fue como si se le atiesaran los hombros, como si alzara un poco la cabeza. Uno de sus brazos estirados se agitó; un poco de paja cayó de su manga y flotó hasta el suelo. La estaca crujió débilmente para si.

Anita quedó muy contenta. Se irguió y ejecutó una breve danza; después miró en derredor con cuidado. Por un momento estuvo tentada de terminar la tarea enseguida, activando a Timothy, pero la casa de los Johnson estaba a la vista y no conviene que la gente común vea espantapájaros que hablan, caminan y acaso cantan y bailan. Anita se marchó de prisa con la cabeza llena de planes. Veinte metros más allá recordó la harina y volvió a buscarla. Timothy se agitó Impaciente en su estaca y un viento que no era viento sacudió las harapientas colas de su chaqueta.

—Lo siento —le dijo Anita—. Esta noche volveré y entonces podremos hablar. Además, será mejor que me fije en el resto del truco, para más seguridad.

Y se alejó brincando, sin darse vuelta más, y Timothy quizá la haya saludado con un ademán, quizá no...

 

El cielo estaba gris oscuro cuando ella volvió, y la ondulación del terreno donde se encontraba el espantapájaros parecía oscura y áspera como el lomo de un perro. Timothy se perfilaba contra la última luz del día: una negra forma que parecía más grande de lo que era en realidad. Anita exhaló palabras encima de él, hizo pases con las manos; luego desató el alambre y el cordel que lo sujetaban a la estaca y Timothy resbaló al suelo y se irguió, un poco vacilante, sobre sus extraños pies. Anita le sostuvo el brazo para evitar que cayera y se deshiciera.

—¿Cómo te sientes? —le preguntó.

—Tieso —repuso Timothy.

Su voz tenía una cualidad mohosa, terrosa, y cuando abría la boca brotaba un viejo olor a tierra seca y a bibliotecas. Anita caminó lentamente con él cruzando los surcos; él tambaleaba y tropezaba como un viejo o un enfermo, después logró más aplomo y empezó a dar pasos rápidos y largos. Al principio su cara redonda y desnarigada se veía extraña a la luz crepuscular, pero Anita no tardó en acostumbrarse a ella. Al fin y al cabo, Timothy era una personalidad, y las personalidades no tienen por qué ser convencionalmente guapas. Cruzó el campo con el espantapájaros bamboleándose a su lado, en busca de la protección ofrecida por los árboles más cercanos.

Comprobó que la mente de Timothy estaba tan vacía como podía estarlo, pero eso formaba parte de su encanto, porque así Anita podía llenarla con todo aquello que ella quisiera hacerle saber. Al principio el proceso de aprendizaje fue dificultoso porque una pregunta tenía la facultad de conducir a muchas otras y las cosas más sencillas suelen ser las más difíciles de explicar. Por ejemplo:

—¿Qué es noche?

—Noche es ahora. Cuando está oscuro.

—¿Qué es oscuro?

—Cuando no hay luz.

—¿Qué es luz?

—Pues... luz es cuando puedes ver Foxhanger del otro lado del campo. Oscuro es cuando no puedes.

—¿Qué es "ver"...?

Anita ya pisaba terreno más firme cuando llegaron a la cuestión de los espantapájaros.

—¿Qué es un espantapájaros?

—Algo que se pone en un campo cuando hay sembrados. Los pájaros no vienen porque creen que es un hombre.

—Yo estaba en un campo. ¿Soy un espantapájaros?

—No, no lo eres. Tal vez en otro tiempo, pero ya no. Yo te cambié.

—¿Soy un hombre?

—Lo serás...

Y apoyándose en el brazo del gigante, Anita sintió la solidez de sus huesos de madera y se sintió muy orgullosa.

Con la primera luz, Timothy estuvo de vuelta en su sitio, y Anita se pasó un rato borrando huellas. Al andar, el espantapájaros asentaba los pies con mucha fuerza, de modo que se hundían en el suelo. Si el viejo Johnson veía las marcas, quizá se le ocurriría esperar levantado a ver qué animal extraño merodeaba por allí, y Anita odiaba pensar en que Timothy terminara destrozado por una descarga de escopeta. Recién comenzaba a descubrir lo interesante que él podía ser.

Durante las siguientes semanas, la abuela Thompson tuvo pocos motivos de queja. Rara vez veía a su nieta; de día Anita habitualmente ensayaba nuevos hechizos o, con ayuda de una Enciclopedia Británica enormemente manoseada, procuraba resolver algunos de los más difíciles interrogantes de Timothy. De noche estaba invariable y misteriosamente ausente. Su abuela terminó por traer a colación esas ausencias.

—¡Esas correrías! —resopló la más vieja de las Thompson—. En algo andas, lo sé. La cuestión es ¿qué?

—Pero abuela, no sé a qué te refieres...

—Anoche me tuviste despierta la mitad de la noche —declaró la anciana—. Pude oírte parlotear. Bla, bla, bla, todas las noches igual, pero no oigo que nadie te conteste. —Y entonces, con súbita mirada penetrante—: De nuevo andas con un tipo, muchacha, eso es...

—Vamos, abuela —dijo recatadamente Anita—. Cómo se te ocurre...

 

—Anita, ¿qué es una bruja?

—Te lo dije diez veces, Timothy. Una bruja es alguien como yo o la abuela, o como Aggie Everett, supongo. Podemos... hablar con toda clase de gente. Como tú. Las personas normales no pueden.

—¿Por qué otras personas no pueden hablar conmigo?

—Pues es... es difícil de explicar. De todos modos no importa, me tienes a mí. Yo te hablo. Te hice.

—Sí, Anita...

—Tengo un vestido nuevo —anunció Anita con una pirueta. Timothy, tieso junto al portón, la miraba—. Y zapatos nuevos... pero no me los pongo esta noche porque no quiero que se mojen y se arruinen. Tengo todas cosas nuevas porque es primavera.

Tendió la mano a Timothy y sintió su quebradiza fuerza cuando la ayudó a pasar por encima del portón. Tenía una especie de torpe cortesía que le era totalmente propia.

—Anita, ¿qué es primavera?

Anita se exasperó.

—Es cuando... ah, las aves vuelven del África, no me preguntes dónde es África porque no te diré... y de noche hay lindos aromas en el aire y salen las hojas en los árboles y uno consigue ropas nuevas y puede salir y todo se siente distinto. Me gusta la primavera.

—¿Qué es "gustar"?

Anita se detuvo, perpleja.

—Bueno, es... no sé. Es un sentir que se tiene hacia la gente. Tú me gustas, por ejemplo. Porque eres dulce y piensas en las cosas en que yo pienso.

En lo alto giraba un murciélago; la luz del atardecer se enrojecía al atravesar sus alas. Por un momento estuvo a punto de decir algo a Anita; entonces vio aquel ser demacrado que recorría el sendero con ella y volvió a elevarse rápidamente al cielo.

—Tendré que enseñarte lo que es gustar —dijo Anita—. Hay tantas cosas todavía que no sabes.

Lanzó ultrasonidos en pos del nocturno volador, pero si éste se hallaba todavía a su alcance, no contestó.

—Vamos, Timothy —dijo—. Mejor vamos al Soto del Muerto a ver si ya salieron los tejones.

 

—Hechizos —decía Anita—. Mejorana y sangre de lombriz y mercurio y cinabrio. Mandrágoras y alquitrán y miel. Adivinación con tamiz y cizallas. ¿Recuerdas todo eso?

—Sí, Anita.

—Tienes muy buen cerebro, Timothy; ya recuerdas prácticamente todo. Te sabes casi todo el manual común palabra por palabra, aunque sólo te lo he leído una vez. Realmente podrías ser muy útil... creo que estás desarrollando lo que llaman una Personalidad Equilibrada. Aunque hay tanto que agregar, recuerdo continuamente detalles que no puse... ¿Te gustaría aprender poesía?

—¿Qué es poesía?

Anita perdió un momento la paciencia; después se puso a reír.

—Estoy cansada de definir cosas; se vuelve cada vez más difícil. Tendremos que leer un poco, no más; mañana traeré un libro.

Y al día siguiente llevó el libro; era uno de sus tesoros, pesado, viejo y encuadernado en cuero. Abrió la mente de Timothy hasta que éste pudo leer Shakespeare mejor que un hombre; después fueron a la Colina del Contratiempo para lograr un decorado teatral y Anita comprobó que los labios marchitos de Timothy eran lo adecuado para las resonantes frases de Lear, anciano y loco. La noche siguiente hicieron un fragmento de La tempestad, eligiendo para ella el fantasmal escenario del Soto del Muerto. Anita leyó la parte de Ariel, aunque, como hizo notar, estaba un tanto desarrollada para ese papel. Timothy resultó un excelente Próspero; las maldiciones atronaron en gran estilo, aunque la referencia a gente aprisionada en un roble fue demasiado realista, si se quiere. Cuando Timothy pronunció esas palabras, Anita pudo ver con suma claridad lo malo que sería estar enredado con las nudosas entrañas de un árbol tan grande como ese.

Al día siguiente cayó una lluvia que dejó el suelo empapado y pesado. Antes de que Anita recorriera la mitad del campo, el barro le cubría los tobillos. Timothy se mostró un poco taciturno y sus ropas despedían un olor penetrante, como a podrido, que Anita consideró alarmante.

—No hay caso —declaró—, habrá que ponerte al reparo y basta. Odio pensar en que estás siempre parado afuera, aunque supongo que a ti no te importa.

—Anita, ¿qué es "importar"?

 

A mediados de abril, Anita se habría estado ocupando habitualmente en ciento y una cosas vinculadas con los seres del campo y sus actividades, pero todavía le preocupaba sobre todo Timothy. De algún modo había dejado de pensar en él como en un espantapájaros. La cosa que ella había despertado empezaba ya a funcionar sola, y a menudo, cuando ella venía a soltarlo, él rebosaba de ideas propias que se le habían ocurrido en el momento gris antes de que el sol lo despojara de su poder. Le preguntó cómo sabía que los murciélagos se llamaban unos a otros y por qué siempre notaba la cercanía excesiva de la comadreja; entonces ella le dio un sexto sentido, y partes del séptimo, octavo y noveno para mayor certeza. Así ella podía dejarlo de guardia en su campo y correr a ocuparse de sus propias tareas, y en su siguiente entrevista Timothy le confiaba, entre resuellos, las noticias de la noche. Él descubrió el lugar donde estaban construyendo su madriguera los ratones de campo, y el resultado de las correrías de los erizos. Cuando un perro de caza atrapó una de las liebres al pie de Contratiempo, Timothy oyó el chillido y se lo dijo a Anita rígidamente, de modo que la muerte parecía un informe de laboratorio; entonces Anita, furiosa, le dio emociones y después las lágrimas brotaban de alguna parte y le rodaban por su cara de pelota de fútbol cada vez que pensaba en matar.

Una semana más tarde, al llegar a su casa con la aurora, Anita se encontró con que su abuela la esperaba.

—Esto tiene que terminar —declaró la anciana sin preámbulo. Anita se echó en uno de los grandes sillones y bostezó.

—Qué, abue...

—Tus correrías —dijo severamente la abuela Thompson—. Esos enredos con aquella cosa allá en lo de los Johnson. Aaaju... Te juro que me da escalofríos... Esa porquería puro paja y restos, sólo pensarlo hace rechinar los dientes... —Fue hasta una de las ventanas y la abrió. Una brisa fría y suave penetró ondulando el cabello de Anita. La habitación estaba oscura, pero afuera brillaba el cielo; en alguna parte un ave empezó a cantar sola—. ¡Tus correrías! —repitió la abuela como poniendo punto final.

Anita estaba casi dormida; esa noche había gastado mucho poder y estaba muy cansada. Dijo en tono soñador;

—No es una cosa, abuela. Es Timothy. Es muy dulce. Yo lo inventé; sabe todo lo que... —Después, con un poco más de esperanza—: ¡Abuela! ¿Cómo supiste...?

La abuela Thompson aspiró por la nariz.

—Yo sé lo que sé... Siempre hay recursos, hija mía... Algunos que ni siquiera tú conoces, por mañosa que seas...

Anita tuvo una visión de algo que acechaba entre los arbustos, vertiéndose sobre terreno abierto como jalea derramada. Era una visión muy especial, que agitaba la cola y escupía.

—No jugaste limpio —dijo en tono de reproche—. Utilizaste un Familiar...

La anciana adoptó una expresión virtuosa.

—No digo que lo hice, y tampoco digo que no lo hice...

—Fue Vortigern —dijo Anita, enfurruñada—. Tiene que haber sido él. Ninguno de los otros me delataría, pero él...

—No importa cómo lo sé —dijo severamente la abuela Thompson—. Ni quién me lo dijo. La cosa es que ya has ido demasiado lejos. Si continúas no seré responsable, te lo digo de veras...

—Pero abuela, es tan bueno. Y... bueno, le tengo compasión. No me gusta pensar en dejarlo solo ahora. Sería... bueno, casi como si alguien muriera. Ahora es demasiado listo, no puedo dejarlo así no más...

—Listo —murmuró la anciana, mirando la pared sin verla—. Por eso no hay que compadecer... Guarda tu compasión para el otro mundo, hija, aquí no hay sitio para ella... Cerebro, bah. Paja y tierra y lodo del campo, eso es cerebro. Lo mismo para él, lo mismo para todos. Ya aprenderás...

Pero la homilía no llegó a oídos de Anita, que se había quedado dormida de buenas a primeras.

Esa mañana soñó con Timothy, despertó y volvió a dormirse por si él regresaba. Y así fue; estaba erguido lejos, en el campo, haciéndole señas con los brazos y llamándola, pero con una voz tan espesa y tan lejana que ella no pudo distinguir lo que decía. Pero quería algo, eso era evidente, y Anita despertó y pestañeó, creyó saber qué era y lo olvidó de nuevo. Se frotó los ojos, vio la luz del sol, sintió la tibieza del aire. Era hora de merendar y hacía tanto calor como en verano.

 

Los campos estaban oscuros y ásperos; una luna llena estaba saliendo. Anita cruzó el terreno abierto detrás de Foxhanger. Oyó, cerca y bajo, el llamado de un ave cazadora; al detenerse vio bosques distantes encorvados sobre sus colinas, semejantes a capas de humo al resplandor lunar. Timothy la esperaba: una manchita a lo lejos, en la noche. Al llegar a su lado lo notó más demacrado que nunca; los dedos le sobresalían de la manga en manojos y tenía el sombrero torcido. El viento nocturno agitaba su chaqueta, la luz lunar manaba entre los andrajos y harapos. Anita sintió en su interior una emoción extraña, pero lo soltó como de costumbre. Timothy abandonó la estaca meneándose y se dejó caer torpemente al suelo.

—Es una hermosa noche, Anita —dijo mientras daba uno o dos pasos experimentales—. Esta mañana, cuando te fuiste, se me rompió la pierna, pero la arreglé con alambre y ya está bien.

Anita afirmó con la cabeza, pensando en otra cosa.

—Muy bien —dijo—. Muy bien, Timothy, me alegro...

En febrero el suelo había estado desnudo y de color pardo rojizo; ahora la dureza estaba oculta bajo una nueva cabellera verde. Era el maíz para cuya protección se había hecho a Timothy. Ella le tomó el brazo diciendo:

—Caminemos, Timothy. Me temo que hay muchas cosas que tengo que decirte.

Recorrieron el campo por el sendero apisonado que tomaba todos los días el tractor al llegar, y Anita habló a Timothy sobre el mundo. Todo lo que ella sabía acerca de la gente que muere, vive y anhela; y cómo todas las cosas, aun las buenas, se ponen viejas, sucias y gastadas, y el viento sopla a través de ellas y la lluvia las arrastra. Como siempre ha sido, como siempre será hasta que el sol se enfríe.

—Timothy —le dijo con dulzura—, algún día... hasta mi maravilloso Príncipe será polvo. Será como si Él nunca hubiera existido. Él, y toda la gente de Su linaje. Nadie sabe por qué; nadie lo sabrá Jamás. Así son las cosas simplemente.

Timothy se bamboleaba gravemente junto a ella; Anita le apretaba el flaco brazo, y aunque él no tenia una verdadera cara, su expresión le indicó que entendía lo que ella le estaba diciendo.

—Debo irme, Timothy... —agregó.

—Sí, Anita...

Ella tragó saliva.

—Lo que dice la abuela es cierto. Ya estás viejo y casi terminado y hay tantas otras cosas que hacer. No he sido justa, Timothy. No has sido más que... bueno, una especie de juguete. Tú entiendes... Nunca me interesé realmente por ti. Eras simplemente algo que hice cuando estaba aburrida. Fue como si brotaras en mí.

—Sí, Anita...

Dieron la vuelta en el extremo opuesto de su recorrida. Anita sentía el aire tibio como vino en el rostro y los brazos; Timothy olía levemente a viejas cucharas de latón y era imposible adivinar en qué estaba pensando.

—Ahora es primavera —continuó Anita—. Es la época en que te pones vestido nuevo y te peinas el cabello y encuentras alguien que te gusta para salir o conversar o sólo caminar y mirar la llegada de la noche y los búhos y las estrellas. Son las cosas que hay que hacer porque se sienten muy en lo hondo de uno, en la sangre. Con los animales ocurre casi lo mismo: despiertan y todo está lozano y verde, y es como si el invierno fuera la noche y el verano un solo largo día...

Habían llegado a la estaca de Timothy. Al oeste el cielo estaba todavía de color turquesa; un búho descendió a contraluz como un negro copo de algo quemado. Anita apoyó a Timothy contra su poste. Ya parecía más rígido y, de algún modo, más inerte. Le acomodó el sombrero, que siempre se le caía. Al estirarse vio brillar algo plateado en su cara de nabo marchito. Se sobresaltó antes de recordar que le había dado sentimientos. Timothy estaba llorando.

Entonces lo estrechó sin saber qué hacer. Sentía su dureza, la crepitante sequedad, las protuberancias y ángulos de su cuerpo armado con trozos sueltos.

—Oh, Timothy —dijo—. Timothy, lo siento, pero es que no puedo seguir más contigo. Después de esto no habrá para ti más hechizos, he quitado el poder... —Se apartó sin mirarlo—. Ahora me voy. Así es mejor, de veras. No te ataré de nuevo a tu palo ni nada; puedes quedarte aquí parado no más un rato mirando a los murciélagos y al búho. Y por la mañana será como si te desvanecieras; no dolerá nada... —Echó a andar cuesta abajo, sintiendo que las hojas del maíz nuevo le acariciaban los muslos—. Adiós, Timothy —dijo.

Algo duro como el hierro la aferró. Cayó, rodó sobre sí misma horrorizada y procuró levantarse. Tenía los tobillos sujetos; se retorció y la noche desapareció, tapada por una tela áspera que olía a tierra.

—Amor —graznó Timothy—. Por favor, Anita, amor...

Y ella sintió que los palitos de sus dedos trepaban y se cerraban sobre sus pechos.

Se enroscó como una oruga atrapada por la cola y sus puños golpearon a Timothy de lleno, pam, pam. Saltó polvo y semillas de hierba; después Anita estaba de pie y corriendo colina abajo, tropezando en el desparejo suelo, y Timothy la perseguía de cerca, una aleteante mancha de oscuridad con su vieja cabeza mohosa meneándose y sus brazos tendidos. A través de la noche le llegaba su voz:

—Anita... amor...

Llegó al extremo del campo con el cabello revuelto y demasiado aturdida para defenderse siquiera; cruzó el corral de los Johnson con Timothy pisándole siempre los talones. Un perro les lanzó una andanada de ladridos pero se apaciguó lloriqueando al captar en el aire un extraño olor. En lo alto de la colina, doblaron cruzando la dehesa; un caballo se desbocó aterrado al ver aletear un trapo viejo ante sus ojos. Cerca del vallado, Timothy recuperó terreno, pero perdió tiempo trepando el portón. Anita se dio vuelta a cincuenta metros de distancia.

—Timothy, ¡regresa! ¡No, Timothy!

Cuando él siguió avanzando, Anita aspiró hondo tres veces, levantó el brazo y le lanzó algo que chisporroteó y siseó y le volteó del hombro un gran puñado de relleno. Un brazo colgó inutilizado, pero el resto de él seguía andando pesadamente en pos de ella. Ahora Anita estaba furiosa; tenía la cara blanca a la luz de la luna, una manchita ardiente en cada mejilla y la boca apretada hasta que los labios casi no se le veían.

¡Espantapájaros! —gritó—. ¡Cosa vieja y sucia hecha de paja! ¡Nido de arañas!

Había tenido tiempo de apuntar; su descarga siguiente dio a Timothy de lleno en el pecho, derribándolo de espaldas. Se levantó y avanzó de nuevo, aunque con mucha mayor lentitud. Anita lo esperó sobre el puentecito que cruza el arroyo Fyne. Jadeaba, se apartaba el cabello de los ojos con cada mano por turno y ahora su cólera era tan violenta que la ahogaba. A su alrededor siseaban y centelleaban luminosidades; cuando Timothy llegó a su alcance, lo golpeó una y otra vez, en los brazos, las piernas, la cabeza. Pedazos de él volaban y rebotaban en la hierba. Llegó al puente, pero ya no era más que un muñeco hecho con palitos, cuyos flacos miembros destellaban bajo harapos de tela. Anita tomó aliento y lo contuvo; cerró los ojos, luego los abrió bien grandes, con las manos hizo un círculo y arrojó fuego a Timothy. Su espinazo de madera se quebró con gran estrépito; lo que de él quedaba se dobló por la mitad, se desplomó contra la barandilla del puente. Luego cayó de cabeza al agua. La corriente lo arrebató arrastrándolo consigo; a veinte metros de distancia quedó inmóvil, tirado en un lecho de cañas como un montón de paraguas rotos.

Anita se adelantó con cautela, lista para huir de nuevo o para lanzar más magia, pero no hacía falta. Timothy estaba terminado; permanecía inerte, mientras el agua fluía entre sus ropas. Un pequeño escarabajo brillante, salido quién sabe de dónde, penetró en la manga de su chaqueta, salió por el codo y se alejó nadando. Timothy tenía la cara hundida en el barro, de modo que no podía ver nada, pero su voz seguía susurrando en la mente de Anita: Por favor... por favor...

Anita reanudó su carrera, más veloz que nunca. Bordeó el arroyo, cruzó la pradera, atravesó Foxhanger y subió la senda florida. Irrumpió en la cocina de la cabaña, haciendo girar sobre sí misma a la abuela Thompson. Subió la escalera de a tres peldaños y cerró con violencia la puerta de su dormitorio. Se echó sobre la cama, sollozando, y se tapó los oídos con las sábanas; pero durante toda la noche, hasta que el poder terminó de extinguirse, oyó a Timothy recitando viejos pensamientos mohosos sobre grajos y vientos, y lombrices en la espesa tierra roja.

 

 

FIN

 

 

Título del original: Timothy.

Traducción: Ariel Bignami.

Edición digital: Sadrac.