Un biólogo otrora famoso, la llama de una vela en una cabaña, una polilla en la llama... y el futuro de un hombre pendiente del siguiente paso.

 

LAS POLILLAS

Robert Rohrer

 

 

Antes de convertirse en un alcohólico —y eso fue hace muchos años, muchos más de los que ahora podía recordar, aun en sus breves intervalos de lucidez—, Gene Temple había sido un biólogo prometedor. Hasta en su presente estado había ocasiones en que, haciendo una pausa en su errante vagabundear, descubría con un sobresalto de recuerdo cómo algún insecto revoloteante, cómo un lagarto al abalanzarse o cómo un halcón planeando en las alturas, traían a sus labios sus nombres en latín, nombres que sabía eran certeros, aunque por años los hubiera olvidado.

El principio había sido un breve episodio, profesionalmente inexcusable, que había arruinado su carrera. Había permitido que se escapase de su laboratorio una especie de escarabajo altamente nocivo para varios tipos de vitales plantas alimenticias. Especie cuya entrada en el país sujeta a las más rígidas condiciones de aislamiento, únicamente era autorizada para la realización de experiencias científicas.

Únicamente las medidas desesperadas de otros entomólogos vigorosamente respaldadas por fondos gubernamentales, habían impedido que el insecto dañara irreparablemente a todo un estado. Y todavía ahora, cerca de cuarenta años después, la huella del escarabajo obligaba a un control y exterminio constantes con insecticidas especiales.

Sólo unos pocos de sus íntimos sabían lo que se había ocultado tras su negligencia: la muerte de su joven esposa, tan amada por él, víctima de una dolorosa enfermedad, y la inmensa distracción que siguió a este hecho.

Casi loco de dolor, Temple no había sabido siquiera, hasta meses después, que había dejado abierta la jaula de alambre, dando oportunidad a escaparse, utilizando sus fuertes alas, a una docena de hembras preñadas.

No había presentado excusas, simplemente había dimitido. Después, a pesar de que muy pocas oportunidades de trabajo se le presentasen ya, rehusó las disponibles y desapareció.

Al principio sólo se sentía miserable y culpable, pero al correr de los años una nueva emoción ahogó las otras: el resentimiento. Resentimiento con sus colegas por no haberlo defendido más vigorosamente, resentimiento con la prensa por tratarlo como un criminal, y finalmente un resentimiento vago hacia el mundo en su totalidad que, se convenció a sí mismo, había abusado de él tal como había abusado de tantos y tantos hombres de talento.

El que estas acusaciones fueran en su totalidad exageradas, por no decir bastante infundadas, era un hecho que su cerebro embriagado, envenenado por tanto alcohol, no alcanzaba a comprender.

Echado en el sucio camastro de una cabaña abandonada hacía mucho tiempo por su primitivo dueño, Temple acostumbraba a soñar despierto sobre el pasado, viéndose a sí mismo como un joven científico brillante injustamente aplastado por el destino —con la pérdida de Julie, su mujer— y después despiadadamente maltratado por el público.

Tenía visiones de los descubrimientos que podría haber realizado, y sin los cuales debía pasar ahora el mundo. Una cura para el cáncer, basada en su noción —¿cuánto tiempo hacía de esto?— sobre las cecidomias y las agallas que producen en las plantas... sí, la gente lo iba a echar a faltar, ¡naturalmente!

O aquellas ortigas, con sus gruesas raíces ferozmente vitales. Si alguien pudiese injertar frutales y plantas más valiosas a tan resistentes vegetales, ninguna clase de insectos u hongos podría atacar las cosechas; ¡ni siquiera se podía matar una de esas malditas ortigas con un lanzallamas! Claro que no era fácil; los manzanos y las malas hierbas no se injertaban ni por asomo; pero con las nuevas técnicas radioactivas —para destruir las reacciones de rejección— un joven ingenioso podía lograr milagros.

Joven, pensó amargamente Temple; estoy a punto de cumplir los setenta, o tal vez sean sesenta, bueno, de cualquier manera, me siento como si tuviera noventa. Dio la vuelta sobre la manchada colcha, gimiendo, y se tocó cautelosamente el abdomen. A través del hundido tejido podía notar una gran masa, gruesa y esponjosa. Sabía que era tan sólo el abuelito, sus hijos y nietos se repartían por todo su cuerpo. Cuestión de meses, tal vez de semanas. Bueno, cuanto antes mejor. La autopista se acercaba y esta miserable parcela de hierbajos —cincuenta acres de tierra sin valor— sería pronto engullida, dejándolo tan sin hogar como un roedor expulsado de su madriguera por un arado. Y no tenía otro lugar donde ir.

Aquí los veinte dólares mensuales de la pequeña herencia de Julie lo mantenían vivo hasta cierto punto, y aun abastecido de bebida, claro que siempre que comiese pan duro, habas rancias y no desdeñase las sobras en la ciudad. Sí, mejor terminar aquí que en cualquier Casa de la Caridad, yaciendo sobre su propia suciedad con aburridos, desabridos y malpagados cuidadores estatales esperando a que muriese.

Oscurecía. Ordinariamente no le importaba, porque soñar era más fácil en ausencia de la luz. El rostro fantasmal de Julie se aclaraba a medida que la penumbra se deslizaba hacia el interior de la cabaña; y podía ver de nuevo el brillante equipo de laboratorio, y el bello microscopio de fase.

Pero este atardecer la noche no era bien recibida; presagiaba la otra Noche que pronto caería sobre él, una Noche que creía eterna. Esto no importaba tampoco. Si hubiese sido tan cándido como para creer que Julie le esperaba más allá, habría sido demasiado estúpido para llegar a ser un científico; era mejor la honestidad intelectual que el aliento de mitos idiotas. Shakespeare explicaba claramente toda la historia; era más convincente la teología de «Macbeth» que la de Santo Tomás, Calvino, Basth, Lutero, toda aquella multitud de tontos. Un cuento contado por un Idiota, lleno de Ruido y de Furia, no significando Nada.

La verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Todo lo que uno tenía que hacer era darle una buena ojeada al mundo. Niños agonizando por todas partes, el mal floreciente, el bien acorralado, incapaz de hacer nada. Si yo estuviese diseñando el Universo, se dijo a sí mismo por enésima vez, haría que la salud fuese contagiosa y no la enfermedad. Diseño Perfecto... bazofia. ¿Tenía que ser comido un pobre gorgojo por larvas de mosquitos para hacer perfecta la obra de Dios? ¡Qué contrasentido!

Pero esto no solucionaba la creciente oscuridad. Había un cabo de vela por alguna parte. Se sentó, gruñendo, y lo buscó. Encontró el trozo pegado al fondo de una lata de atún, lo encendió y lo puso sobre una caja de embalaje. Le recordó el chiste de Mark Twain. Tener que encender una vela para buscar otra.

Suspirando se dejó caer de nuevo en el camastro. De entre las sábanas extrajo una botella de vino, donde sólo quedaban algunas gotas. Las sorbió, lanzó una maldición, y tiró el recipiente vacío a un lado. Luego se recostó sobre un costado, consciente del bulto en su cuerpo, mirando a la llama.

Fue entonces cuando llegó la polilla, pasando a través de la ventana desprovista de rejilla y cristal. Siguió su vuelo desabridamente al principio, luego con interés creciente. ¡Seguro que era una Melittia gloriosa cookei! Parpadeó incrédulamente. Esta bella y extremadamente rara subespecie de polilla sólo se había encontrado en aquel país, pero de esto hacía lo menos cincuenta años, se creía comúnmente extinta hacia 1918.

Él mismo nunca había visto una con anterioridad, excepto en colecciones. Estaba tan interesado que ni siquiera le sorprendió la tenacidad de su memoria al recordar todo esto.

La enorme polilla, con su abdomen negro y amarillo, alas anteriores marronáceas y posteriores de color naranja, constituía una llamativa visión mientras revoloteaba cerca de la llama de la vela.

Temple bizqueó sus ojos legañosos, casi dispuesto a capturar al raro insecto. Entonces vio algo más, algo que no podía creer apenas. La llama chisporroteó, esto debería haber significado una polilla tullida, con alas quemadas, pero no se notaba ninguna señal de daño cuando el insecto reanudó su vuelo. Obviamente, se dijo a sí mismo Temple, no había tocado la llama.

Pero un nuevo portento le esperaba. La polilla quedó suspendida en el aire, directamente sobre la extremidad amarillenta, parecía como si frotase su abdomen en el fuego. La llama parpadeó de nuevo y ahora el insecto se detuvo en su mismo centro. Luego se marchó volando, fuerte e intacto. Temple se levantó, tambaleándose. La polilla se posó en la caja de embalaje y, extendiendo rápidamente una mano con asombrosa destreza, el hombre la capturó.

Hasta el mismo tacto de las alas le llenó de asombro. Acercándolo a la llama, Temple estudió el palpitante insecto. Después de todo no era una cookei; había ciertas diferencias, diminutas pero inequívocas para un experto. Era una mutación, sus mismas alas parecían laminillas de metal, no era extraño que el fuego no las dañase. ¡Cielos, si era una hembra cargada de huevos!

Cubrió con un mugriento vaso a la polilla y precipitadamente improvisó una jaula con una caja de cartón y un pedazo de tela metálica; bueno, como jaula era una porquería, pero cumpliría con su cometido. Temple olvidó que era viejo y estaba enfermo y miró con satisfacción malsana a su prisionera, hasta que se consumió la vela. Si había otra, ahora no la podía encontrar, así que volvió al lecho con su cerebro funcionando a un ritmo frenético.

Un mutante, pero no sólo eso; un mutante francamente improbable y desconocido. Consideran do lo rara que era la especie originaria, era probable —casi seguro— que este insecto fuese único que no existiera otro en todo el mundo. Pero llevaba huevos. Tenía que ver si transmitía sus características genéticas. ¿La nueva generación sería capaz de colocarse sobre las llamas de las velas? Además, ¿por qué lo hacía ésta? ¿Qué misión tenía esto en la lucha por sobrevivir de esta polilla, si es que tenía alguna?

Tumbado allí, en la oscuridad estival, de repente se envaró ¡Energía! ¿Qué otra cosa podía ser? Tenía que ser esto. La polilla tomaba energía directamente de la llama. No, era demasiado absurdo, demasiado tonto, demasiado anticientífico. Y, de todas maneras... De todas maneras, se dijo firmemente a sí mismo, pruébalo y luego habla.

Al día siguiente la polilla puso sus huevos, y murió. Temple los vigiló cual si fuese una clueca cobijando a sus polluelos. Cuando eclosionaron, les ofreció raíces de zumaque, uno de los alimentos básicos de la especie de la que provenían. Las larvas las ignoraron por completo, nada apetecían, y sin embargo iban creciendo. Retorciéndose sin cesar al sol, sus cuerpos se desarrollaron y finalmente tejieron sus capullos.

Tras un período de metamorfosis, señaladamente corto, emergieron de éstos.

Temple vio con alegría que la mayor parte mantenían la herencia, llevando las mismas características de su madre, la media luna negra en las alas traseras. Se agarraban débilmente a los tallos que había él colocado para su producción de seda. Se agarraban hasta que les dio el sol; entonces se inclinaron hacia él, con las alas extendidas a modo de capas. Y todavía rehusaban cualquier alimento; azúcar, miel, jarabe. Las cosas que tentaban a todas las polillas eran absolutamente indiferentes para éstas.

Diariamente se inclinaban hacia el sol y, si hubieran estado en libertad, hubieran volado muchos kilómetros. ¡Polillas buscando al sol!, era algo excitante para un entomólogo, aunque fuera para uno moribundo.

Temple tuvo una visión final. Esas polillas, las únicas en el mundo, eran convertidores de energía, extrayendo su vitalidad del fuego: del fuego solar, del de una vela, y sin duda de cualquier otro.

En sus cuerpecillos estaba la respuesta a las necesidades energéticas de la Tierra. La fisión nuclear había resultado un fracaso.

Los carburantes orgánicos ya casi habían desaparecido. El mundo estaba superpoblado y hambriento. Él, Temple, podía ser el salvador del mundo, ésta era la realidad. Todo lo que tenía que hacer era dar a manifestar a esas polillas. Tal vez los científicos fueran escépticos, pero no podían desdeñar ninguna posibilidad, no en estos días. En los modernos laboratorios, con cuarenta años de adelanto sobre el que había sido suyo, podrían obtener de los insectos el más preciado secreto del siglo, en realidad de todas las épocas: el aprovechamiento directo, por conversión, de la energía solar. Seguro, podía salvar al mundo. Pero ¿qué era lo que le mandaba hacerlo?

Las polillas revoloteaban incesantemente en su prisión. Estaban ansiosas de ser libres, de poder usar su bullente energía, de propagar su especie. La Naturaleza no volvería a producir otras como ellas. Fuese cual fuese la fantástica combinación de genes, de ADN, que les había dado el ser, no iba a producirse otra vez de inmediato y menos partiendo de una subespecie tan rara. Se tardaría millones de años en ello, en el mejor de los casos, y la Tierra no disponía de ese tiempo, no, al menos, la Tierra del Hombre.

Temple sintióse viejo y enfermo, la masa en su estómago le empujaba hacia el suelo. ¿Qué le importaba a él la población mundial, la ciencia o las polillas? ¡Que muriesen de hambre todos los estúpidos y hacinados billones!

Puso la jaula sobre las astilladas tablas del suelo, y la aplastó pesadamente con su pie derecho. Hubo un relámpago de brillante luz y notó calor aun a través de la gruesa suela. Luego oyó un sonido como el de un gran fusible al saltar. Levantó el zapato. Una pulpa verdosa. No más belleza, no más potencia anhelante. Simplemente un cieno de color verde.

Se arrastró hacia la cama, cayó de bruces en ella y chapuceó ciegamente en el enredo de sábanas. Encontró una botella llena en una tercera parte y la miró parpadeante, con alegre asombro...

Al anochecer, tras mucho buscar y refunfuñar, encontró un palmo de gruesa vela, la colocó en el borde de la caja de embalaje, y se dejó caer de nuevo al camastro para poder contemplarla. Pero sabía que ya no vendrían más polillas.

Poco después, murió. La vela terminó por consumirse, pero una débil llamita se alzó en un ángulo de la caja de madera.

Aquella noche de verano, cuando la cabaña era una inmensa columna de fuego, dos polillas llegaron en distintas direcciones. Cada una de ellas tenía un par de medias lunas negras. Ambas quedaron suspendidas en el aire, en éxtasis, agotadas en la corriente de aire ascendente, brillando cual joyas.

Entonces se aparearon.

 

Título original: THE MOTHS

Traducción de LUIS VIGIL