Entre dioses y terrícolas
Carlos Saiz Cidoncha
El documento conocido con el nombre de Manuscrito
Katrame fue descubierto en una oscura biblioteca de Saif III por el erudito
historiador terrestre profesor Serguei Thorson, quién desde el primer momento
evaluó la gran importancia de su hallazgo.
Narra el viaje de un aristócrata chirg, realizado, al
parecer, en el año 763 del
Dominio, cuando este estado se hallaba en su apogeo, y su descubrimiento de
nuestra propia raza terrestre en la época inmediatamente posterior a la caída
de la Confederación Estelar. Pero la mayor importancia del relato estriba en la
versión que su autor da de uno de los más intrigantes enigmas históricos de
dicho período.
Sabido es que al disgregarse la Confederación, las
llamadas Compañías Francas de aventureros que se habían formado en sus fronteras
y que habían sido en gran parte causantes del hecho, iniciaron por su cuenta
una guerra implacable contra los estados no humanos existentes más allá del
antiguo sector de Polaris. De esta contienda, victoriosa para los humanos
merced a su gran superioridad de armamento y técnica militar, no nos queda otra
documentación que las denominadas Sagas, escritas por los propios aventureros
y en general no demasiado dignas de crédito.
La expansión de las Compañías quedó, no obstante,
cortada en seco por un acontecimiento ignorado que las hizo desaparecer
materialmente de su escenario de actuación, y que en algunas raras Sagas
posteriores al mismo, se nombra vagamente como el Gran Desastre, mencionándose
en alguna de ellas la existencia de un misterioso planeta descrito como La
Fuente de Todo Mal, y que sería el origen de la misteriosa catástrofe. En
tiempos posteriores, dada la probada inexistencia de una potencia militar
extraña capaz de haber causado la derrota de las Compañías, la teoría más
aceptada explica su desaparición como fruto de una guerra civil entre ellas.
Sin embargo el extraterrestre felinoide Alipherat Katrame, autor del documento citado, y cuya personalidad real dentro del Dominio Chirg de la época ha sido comprobada, pretende no solamente conocer la verdadera naturaleza del Gran Desastre, sino también haber sido testigo del mismo. Su versión, no obstante, resulta tan fantástica e inquietante, que no es de extrañar que muchos duden de su veracidad, y aún denuncien como apócrifo el documento entero.
Doctor Pahlevi Gontrán.
Academia Imperial de Historia.
Urbis, Vieja Tierra.
Capítulo I
De porqué emprendí el viaje a las estrellas
desconocidas.
Yo, Alipherath Katrame, de la Noble Katrame, hijo de
la Vieja Raza Dorada de Zakteh, tomo mi pluma aquí, en la muy grande Naolán,
capital del planeta Abgroï y del Dominio Chirg, bajo el benevolente reinado de
Maungyar el Sabio, a quién la Esencia guarde en vida, para instruir a nuestra
civilización sobre las maravillas y peligros que existen más allá de nuestras
fronteras. De la amenidad Y estilo de mi escrito hago juez a quién lo lea, pero
de su veracidad, yo mismo respondo con mi honor.
En el año 763 ostentaba yo el cargo de Coordinador en
el planeta Centia, más por méritos de mi familia y clan que por los de mi
inexperta juventud, bien que en todo momento luché por mostrárame digno del
honor y confianza que el cargo presuponía. Aún así, pronto hube de quedar
hastiado de los mil y un problemas incesantemente presentados por los
habitantes de aquel mundo, en especial por sus turbulentas hembras. Por ello me
alegré cuando me llegó la llamada de Abgroï, junto con el relevo del puesto que
ocupaba. Pensaba que en planeta capital me sería proporcionado un cargo
político más agradable, y en principio he de decir que mi idea no era
equivocada.
Dejaré para otros la descripción de los sentimentos
que un desterrado puede tener ante la vista de Naolán, de sus bellas torres y
umbríos jardines, de sus escalinatas y rampas de mármol, de las hermosas estatuas
que la adornan y de las bulliciosas multitudes de todas las etnias de nuestro
pueblo que pueblan sus plazas y avenidas, verdaderos regalos de amistad para
quién ha vivido años en un bárbaro planeta colonial rodeado de salvajes.
Me esperaban en el astropuerto numerosos amigos y
conocidos, pero sólo un miembro de mi familia; mi hermano Zaruldar, pues era
entonces el único que permanecía en el planeta, Y luego comprobé que para mi
daño. Su acogida fue, no obstante, todo lo alegre y afectiva que de él entonces
podía esperar.
-¡Creo que esta vez has dado en el blanco, Aliph! -me
dijo tras los olfateos preliminares -Es el propio Dominante quién se ha
interesado por ti, y ha manifestado su satisfacción por lo que has hecho en
Centia.
La noticia me vino de nuevas, e incluso creo que me
ericé un tanto mientras todos me daban la enhorabuena por mi llegada y por el
venturoso porvenir que se me presentaba.
-¿Pero estás seguro, Zarul? -me dirigí a mi hermano-.
¿Quieres decir que el Dominante... Maungyar el Sabio en persona... se ha interesado
por mi?
Mi hermano bufó y rió, del modo que yo siempre le
había recordado.
-Maungyar el Sabio en persona te ha concedido
audiencia, Aliph -dijo-. Y ya puedes empezar a prepararte, hermano, pues no es
persona a la que se pueda hacer esperar.
De tal forma, entre risas y bromas, me condujeron a
la vieja casa familiar, de la que ahora mi hermano era señor. Percibí los
antiguos olores, y mi espíritu se expandió cuando recorrí las añoradas
estancias donde se desarrollaran mi infancia Y adolescencia, y que no veía
desde el día en que nuestro padre se unió a la Esencia. Pero creí advertir en
la casa un cierto desorden y dejadez, y pensé que mi hermano seguía siendo el
mismo juerguista y corredor de hembras de siempre, y que quizá hubiera
descuidado su responsabilidad como señor de una de las más nobles mansiones de
todo Naolán.
Pero tiempo habría para discusiones más serias, pues
otras cosas más importantes había que hacer. Dejé que los criados, a muchos de
los cuales conocía desde mi infancia, retiraran mis vestiduras de viaje y me
ataviaran de gala, preparándome para la entrevista que nunca me hubiera
atrevido a soñar, con el propio Dominante de Chirg.
Ya había mi hermano, sin duda, dado cuenta de mi
llegada a los lares de Katrame, pues apenas terminado mi atavío, un magnífico
volador plateado se detuvo en la terraza y dos engalanados chambelanes de mi
propia raza me presentaron sus respetos, invitándome a acompañarles ante el
soberano.
-¡Ve y recibe los honores, hermano! -me gritó
alegremente Zaruldar-. ¡Luego lo celebraremos cenando con los amigos, y no
faltarán enceladas para todos!
Algo me sobresaltó lo rudo de sus palabras, pero la
ocasión no era para tomárselas en cuenta. Seguí a los chambelanes y me instalé
en el volador, que no tardó en soltar la sirena y emprender el vuelo.
Nadie más contento y orgulloso que yo mientras
sobrevolaba la maravillosa capital, viendo como todos los aparatos voladores se
apartaban respetuosamente de nuestro camino, y oliendo el puro aire de las
alturas. Quizás blasfemé en pensamiento sintiéndome elegido por la Esencia, y
quizá por ello fui luego castigado.
Como en un sueño sentí aterrizar el volador en la
terraza del gran palacio, y vi a la formidable guardia Uarnass, de blanco
pelaje, presentar armas ante mi llegada, pues el Dominante me había llamado a
su presencia. Recorrí luego salón tras salón, cada uno de ellos más lujoso que
el anterior, y en la última puerta se hizo cargo de mí un personaje que sin
duda debía ser el Introductor del Dominante. Más allá estaba la Sala de Oro, el
Trono y el Dominante.
Contemplé a Maungyar el Sabio mientras el Introductor
anunciaba mi nombre y categoría. Me pareció, en contra de lo que esperaba, más
joven que en los retratos y medallas. Era grande y robusto, y su dorado pelaje
se mantenía espeso, bien que cuidadosamente atusado. Sus ojos brillaban como
estrellas, fijos en mí, pero su expresión era amable y condescendiente.
Avancé unos pasos, con miedo a tropezar, y él tomó
con gesto elegante, su propia cola suntuosa y me tendió el extremo para que
olfateara la borla. Olía a almizcle y otras especias, y no pude evitar
erizarme un poco.
-Te sirvo y te amo, Dominante -musité.
-Te amo, Alipherat Katrame -respondió él.
Sentí un repeluzno en toda mi espina dorsal.
-Bien, amigo mío -rió entonces Maungyar el Sabio-
Siéntate junto a mí, y hablemos. Un gran futuro se te abre.
Obedecí, aún no muy seguro de mí mismo. La majestad
del Dominante me impresionaba, aunque repetíame a mí mismo una y otra vez que
yo, como hijo de Zakteh, era en realidad uno de sus pares, y su superioridad
sobre mí era de cargo y no de naturaleza. Pero no podía evitar sentirme
intimidado.
-Quizá no te sorprenda saber que tu Coordinación de
Centia no ha sido otra cosa que una prueba.
Pues sí, me sorprendió el saberlo.
-Desempeñé el cargo con todo mi interés, en la medida
de mi saber y de mis fuerzas repliqué.
-Lo sé. En reaunad mis ojos han estado sobre ti
mientras te desenvolvías en uno de los planetas más difíciles del Dominio. Te
has mostrado digno hijo de quién te dio vida.
Acepté el elogio, sin duda el mejor que hubiera
podido hacerme, con un sordo rebufo.
-Desde siempre la noble casa de Katrame ha servido al
Dominio en la administración de las colonias y protectorados, y lo ha hecho
bien. Hoy quiero ofrecerte a ti, Alipherat Katrame, la asesoría de todo lo relacionado
con los mundos poblados por chirgui. Comerás en mi mesa.
Sentí que mis ojos se dilataban, casi sin creer en lo
que había oído. ¡Miembro del Consejo Asesor y Comensal del Dominante! Aquello
superaba todos mis sueños, y por un instante quedé sin habla y casi sin
respiración.
-¿Qué dices? -me preguntó con suavidad Maungyar el
Sabio- Sé que has estudiado a fondo los problemas coloniales, y que en Centia
has seguido perfeccionando tus estudios, además de ganar experiencia. ¿Aceptas
el cargo?
¿Aceptar el cargo?
-Empeño mi honor y mi vida -dije ritualmente.
El Dominante rió.
-Y también tu saber, tu honradez y tu experiencia
-replicó- La asesoría es tuya, Alipherat Katrame. Pero dentro de unos días
comienzan los carnavales de Naolán, y tú eres joven. Diviértete y conoce todo
lo bueno de la civilización a la que has de servir. Una vez pasadas las fiestas
se efectuará la ceremonia de nombramiento. Centia ha sido dura para ti,
Alipherat Katrame; disfruta ahora de Abgroï.
Eran palabras de despedida, y como tales las tomé.
Respiré de nuevo el almizcle y las especias, Y luego fui conducido de vuelta a
la mansión Katrame.
Mi alegría no conocía límites y fue casi
incoherentemente, a causa de ella, como relaté a mi hermano lo ocurrido. Pero a
mitad del relato sentí un cierto dolor por él, pues también Zaruldar era de
raza dorada y miembro de mi misma casa, y sin embargo el Dominante le ignoraba
en mi favor. Desde siempre habíame yo dedicado al estudio, mientras él prefería
gozar de los placeres de la vida con las facilidades que su condición le daban,
pero pensé que de todas formas podía sentirse dolido.
Me equivocaba sin embargo, o acaso Zaruldar era
maestro en el disimulo. Rió conmigo y me golpeó el costado una y otra vez.
-¡Mi hermano estudioso e inteligente! -exclamó- ¡De
nuevo nuestra casa está presente en el palacio!
Su gozo parecía sincero.
-¿Y dices que Maungyar el Sabio te ordenó divertirte?
-preguntó. ¡Bien, las palabras del Dominante son órdenes para su pueblo! La
tarde está cayendo, y cenaremos como nunca has debido soñado en la aburrida
Centia. Después de eso... seguirá la noche.
Reí yo también, conociéndole. Después de todo yo
también era joven, y de ninguna manera inmune al atractivo de los placeres
sagrados, aunque fueran ilegítimos. Habían sido años duros, en efecto, los de
Centia, y el propio Dominante me había ofrecido como compensación a ellos los
fastos de Naolán. Cenaríamos pues y luego... seguiría la noche.
Tras de que me cambiara de nuevo, Zaruldar me
presentó a sus compañeros de diversiones. Varios de ellos eran hijos de Zakteh,
de nuestra misma Raza Dorada, pero también había Kardess y Nimmress, Y un Damuz
de claro pelaje. Todos eran, desde luego, vástagos de casas nobles, que habían
elegido la ociosidad Y el placer antes que el servicio al Dominio. Me
felicitaron todos ellos y yo reí a su lado, puesto que aquella noche me
prometía ser su igual. Para mí los carnavales habían empezado ya. Y ni por un
momento pude adivinar lo que aquella noche había de traer consigo.
El restaurante donde hicimos la primera parada fue
para mí una sorpresa, pues se trataba de una casa de aspecto modesto, lejos del
centro de la ciudad, frecuentada tanto por aristócratas de las nobles casas
como por simples mordedores.
Zaruldar advirtió mi confusión y me golpeó de nuevo
el costado, riendo.
-¡Que no te engañen las apariencias, Aliph! -dijo-.
Aquí disfrutarás de la comida más sofisticada de todo el Dominio. Mucho mejor
que en esas pretenciosas casas del Rampa del Sol Vencedor, y sin tener que
soportar a los pelmazos que las frecuentan. ¡Zhungar, sírvenos!
Un robusto mordedor hizo su aparición, portando un
carrito con diversas viandas y bebidas. Un instante más tarde estuve de acuerdo
con mi hermano, pues comida como aquella no la había gustado en mi vida. El
picante y el aliño estaban por completo en su punto, y las carnes y pescados se
presentaban suaves y sabrosos. Igualmente las bebidas alcohólicas y los pomos
de olor estaban a la altura de lo demás, y no tardamos en caer todos en un
estado de dulce bienestar. Uno de los Kardess, quizá más afectado que el resto
de nosotros, empezó a perorar desvergonzadamente sobre los placeres que nos
esperaban una vez terminada aquella cena.
-No creo que hayas conocido en Centia nada que se
parezca a la Casa del Celo de Meritha -decía, dirigiéndose a mí-. Hembras como
las que te presentan allí, sólo puedes soñarlas, no describirlas. Bay...
Siguió hablando, mientras que yo luchaba entre la
repugnancia y la complacencia por lo que decía. El alcohol y el perfume habían
entrado en mí, y me sentía dispuesto a llegar hasta el fondo de todo, de gozar
todo lo que pudiera, sin límite ni tabú alguno.
Y de pronto el Kardess dejó de hablar, como si su
cháchara hubiera sido cortada con un afilado cuchillo. Llegó el silencio, y
trajo consigo una terrible frialdad, tal como si un acontecimiento
irremediablemente hostil se hubiera producido en aquel mismo segundo.
Seguí con la vista las miradas de todos mis
compañeros, que se habían fijado en la puerta. Una joven pareja Damuz acababa
de entrar, él apuesto y fuerte, y ella poseedora de un encanto especial al que
desde el primer momento fui sensible.
-¿Qué ocurre? -pregunté en voz baja al Kardess que
había junto a mí.
No obtuve respuesta en aquel momento. Miré de nuevo a
los recién llegados, y vi cómo el varón contemplaba a su vez nuestro grupo y
vacilaba. Por un instante pareció a punto de dar media vuelta y abandonar el
local. ¡Ojalá lo hubiera hecho!
Pero el orgullo triunfó sobre la prudencia. El joven
apretó los dientes, dejó de mirar hacia nosotros, y condujo a su bella
compañera hasta una distante mesa. Aquello hubiera debido, pensé yo, aliviar la
tensión, pero no lo hizo. Olí la rabia y la cólera, y no tuve que volver la
vista para saber que aquel tufo venía de mi hermano Zaruldar.
-Es Thikán Zheratt -dijo entonces en un susurro el
Kardess, tan sólo para mis oídos-. Y su compañera es la Dama Varkhiss.
Procura... procura sacar de aquí a tu hermano.
En un instante comprendí, y me sentí avergonzado. Las
uniones entre las distintas razas del pueblo chirg son cosa consentida, aunque
no muy bien vista en la aristocracia. Pero que un Katrame mostrara tan
abiertamente sus celos ante una hembra acompañada... aquello era indigno.
Quizás hubiera encontrado un pretexto, una palabra o
un gesto para descargar la tensión. Pero antes de que pudiera intentarlo, la
voz de mi hermano retumbó en toda la sala.
-¡Zhungarr! Trae otro plato de carne, y procura que
esté caliente. Yo no soy como otros... -hizo un gesto leve pero inequívoco en
dirección a la pareja recién llegada- que gustan de hincar diente en la carne
cuando está fría[1].
Ahora sí que los vapores del alcohol y del perfume
abandonaron de golpe mi cuerpo y mi mente, pues nunca hubiera supuesto a mi hermano,
pese a su fama, capaz de lanzar tan tremenda obscenidad.
Pero mi estupor y disgusto duró tan sólo un instante
antes de ser sustituido por el pánico. Pues retumbó un rugido, mezclado con el
estrépito de una mesa al rodar por el suelo, y el gran Damuz ofendido se lanzó
hacia nuestro grupo como un ciclón. Oí vagamente gritar a su compañera, pero en
el segundo siguiente Thikán Zheratt estuvo ante nosotros, con las garras al
aire Y los ojos centelleantes. El olor de la violencia nos golpeó casi
físicamente, aplastándonos contra la pared. Tal era la expresión del Damuz, que
llegué a temer que entrara de repente en ky'rial, lo que hubiera significado
seguramente la muerte para todos nosotros.
Durante una larga eternidad estuvo Zheratt
encarándonos, con las uñas clavadas en la madera de nuestra mesa, mientras que
nosotros le contemplábamos tan paralizados como pajarillos ante una serpiente.
Personalmente podía notar mi propio olor de miedo, pues no soy hombre de
violencia y nada podía hacer frente al furor que me amenazaba.
Luego el Damuz resopló y arañó con furia la mesa,
dejando en ella la cuádruple raya de sus fuertes garras. Sus ojos de fuego
taladraron a mi hermano, que estaba tan paralizado y espantado como todo el
resto de nuestro grupo.
-Dime, Zaruldar Katrame -dijo, ocultando la violencia
bajo una peligrosa apariencia de suavidad-. ¿Qué has querido decir cuando
hablabas de la carne fría?
Mi hermano produjo un ronquido y sus ojos se
volvieron a un lado y otro, como buscando una ayuda que de ninguna parte podría
llegarle.
-Me refería... -vaciló-. Me refería exclusivamente a
la comida de Zhungarr.
-¿Exclusivamente a la comida? -exigió más que
preguntó el Damuz.
De nuevo Zaruldar hizo una desesperada pausa,
mientras los ojos del otro se entrecerraban.
-Exclusivamente a la comida -musitó al fin-. Ya te lo
he dicho. Por un momento más continuó fija la escena, mezclados los hedores
del miedo y de la furia. Luego, Thikán Zheratt lanzó un gañido despectivo y
escupió en la mesa, ante mi hermano. No pude evitar cerrar los ojos un
instante, y cuando los abrí de nuevo, ya el Damuz regresaba a su mesa. Algo
dijo a su compañera, y ambos abandonaron el local sin una palabra más.
Silenciosos habíamos quedado también nosotros,
mientras lentamente íbamos saliendo de la impresión. Nadie parecía encontrar
nada que decir después de lo ocurrido. Por mi parte, una vez pasado el miedo,
sentí como la vergüenza y la rabia me atenazaban. Me puse en pie de un brinco
y, tras pasear la mirada por el grupo, lo abandoné, dirigiéndome a la misma
puerta por la que había salido el Damuz. Oí levantarse a alguien tras de mí,
pero no volví la cabeza. Tan sólo fuera del edificio fui alcanzado por mi
hermano.
-Aliph... Aliph... hermano... -jadeaba-. ¿Adonde vas?
-Vuelvo a casa, Zaruldar -repliqué, sin volver la
cabeza.
Mi hermano pareció vacilar, sensible a que no hubiera
yo usado el diminutivo cariñoso de Zarul.
-¡Escucha! -rogó de nuevo- ¡No ha pasado nada! Ese
Damuz es un bárbaro, un salvaje... ¡Sus ofensas no pueden alcanzar a unos hijos
de Zakteh como somos nosotros!
Me volví entonces, y vi a mi hermano retroceder ante
mi mirada.
-Zaruldar -insistí en el nombre completo-. Has
cometido más de un error. Has ofendido estúpidamente a ese Damuz. No él a ti,
sino tú a él, con esa frase imbécil. Y luego no te has atenido a las
consecuencias y te has rendido, te has humillado, manchando el nombre de la
estirpe.
Zakteh ante todos tus amigos. Has sido un cobarde,
Zaruldar.
-He... he sido... -balbuceó mi hermano.
Pero yo aún no había acabado.
-Y además -proseguí- me has puesto en evidencia a mí,
a un Comensal del Dominante, poniendo en peligro mi vida, y luego me has
manchado con tu humillación, como hermano tuyo que soy y como presente que me
hallaba. Ésto no puede ser olvidado.
Mi hermano retrocedió otro paso, caídas las orejas
por la vergüenza y desorbitados los ojos por la desesperación.
-Vuelvo a mi casa, Zaruldar -dije, recalcando el
posesivo-. Tomo posesión de ella y de su gobierno, como me corresponde. Tus
habitaciones serán aisladas y se abrirá una puerta independiente...
-¡No hace falta! -interrumpió él, con un ramalazo de
orgullo-. No me verás más por tu casa, Alipherat Katrame. Yo no mendigo.
Asentí con una cabezada y luego, dándole la espalda,
me alejé de él. ¡Ojalá pudiera hoy olvidar mis palabras y las suyas!
La herida abierta aquella noche apenas si había
comenzado a cerrarse cuando se inició el Carnaval. Había mi hermano enviado a
buscar todo cuando estimaba que le pertenecía, sin que yo me negara a ninguna
de sus elecciones. Por otra parte la toma de gobierno de la casa de Katrame
había absorbido toda mi actividad, y cuando las fiestas comenzaron aún estaba
yo inseguro y luchando por no admitir que echaba de menos al atolondrado y
alegre Zarul.
Llegaron las fiestas a Naolán, pero no pensé que
pudieran traer para mí ni consuelo ni gozo, y sin embargo, cuando el alegre
clamor de los festejantes se abrió paso hasta mí a través de las paredes de la
sala en la que casi me había recluido, cuando el rumor de los desfiles y
procesiones, el estallido de los fuegos artificiales y el son de las músicas
llegaron a mis oídos, no pude desoír la llamada Y salí para mezclarme con la
multitud.
Todo Naolán estaba en ebullición a mi alrededor.
Riadas humanas subían o bajaban por las rampas, cantando y bailando, luciendo
mil atavíos y disfrazados con mil máscaras. Estallaban los fuegos de artificio
sobre las blancas torres, y las músicas de las orquestas y charangas se
mezclaban en excitante algarabía. Pero aún más enloquecedora era la confusión
de olores, los pomos perfumados, los pebeteros donde ardían inciensos,
almizcles y esencias; el aroma de las hembras en celo y el bronco husmo del
deseo masculino. Todo Naolán olía a placer, a alegría, a amor. En aquellos días
mágicos, por todos los rincones de la urbe, como de todo el planeta Y el resto
de los mundos poblados por nuestra raza, se cantaba, se reía, se amaba, se
bebía y se gritaba.
En mitad de la Rampa de la Luna Creciente me encontré
sumergido en una procesión de antorchas, y el acre aroma de las resinas nobles
me emborrachó. Alguien tomó mi brazo, y me di cuenta de que yo también gritaba
y cantaba con quienes me rodeaban, olvidando mi tragedia familiar, confundida
en mis oídos la voz propia con las de mis enloquecidos vecinos, mezclados en
la noche del Carnaval los hijos de las más nobles casas con los simples
mordedores, hembras y varones, pelajes dorados y de plata, blancos y negros,
como en la confusión de un sueño. Alguien me pasó un pomo de perfume, y algún
otro me obsequió con un pellejo de ardiente vino de Jarasán. Aspiré y bebí,
hasta que mi cabeza estalló en llamas coloreadas, semejantes a los fuegos de
artificio que reventaban sobre Naolán.
Y luego fue el tacto de una pelambre suave, la
caricia de una cola sinuosa entrelazada con la mía, y el olor irresistible del
celo. Llevaba ella una máscara de azul y plata, pero aunque así no hubiera
sido, sus facciones nada me habrían dicho. Miré a mi alrededor, y allí había
un jardín donde ni siquiera recordaba haber entrado. Ella y yo estábamos en
él, e ignoro si alguien más. La sentí gemir bajo mi cuerpo, y sus afilados
dientes taladraron la piel de mi hombro. Nos amamos en mitad de la música, en mitad
del color y en mitad del perfume, enloquecidos el uno del otro, hasta quedar
exhaustos. Y luego el vino, el aroma y el amor tuvieron razón de mí, y perdí el
conocimiento.
Cuando desperté, era aún noche cerrada, y ella se
había ido o había sido llevada lejos de mí. El jardín estaba desierto, a no ser
por un Nimmress borracho que roncaba bajo un árbol. No estallaban ya los fuegos
artificiales en el firmamento nocturno, y faltaba el clamor de las alegres
multitudes en el exterior. Debía ser muy tarde.
Moví la cabeza, vagamente avergonzado, procurando
librarme de la mezcla de embotamiento y excitación que aún notaba. ¿Dónde estaba
exactamente?
Salí a la rampa, desierta en la noche, y pude ver a
mi derecha el blanco fulgor de las Torres Gemelas, luciendo bajo las estrellas.
En los soportales inferiores de la rampa dormitaban varios noctámbulos, y en la
distancia se oía aún algún canto solitario. Busqué orientarme para regresar a
casa.
Y entonces lo escuché. Desde algún lugar de las Altas
Rampas, quizá en las cercanías del mismo Palacio, el terrible rugido del ky'rial
llegó a mis oídos. Lejano, pero bastó para erizar cada pelo de mi cuerpo,
y hacer correr un escalofrío por todo él, desde la nuca a la borla de la cola.
Porque en los carnavales también se mataba y se
moría, y la exaltación general podía cristalizar de pronto en locura asesina,
sembrando la muerte y la destrucción.
Rápidamente busqué orientarme para escapar de allí,
pues no ignoraba lo contagioso que podía llegar a ser aquel horror. En efecto,
el alarido que llegaba de las Altas Rampas era ya colectivo, y la sola idea de
que pudiera aproximarse me hacía temblar como una hoja bajo el viento. Sólo la
Esencia sabía lo que allá arriba estaba sucediendo.
Corrí descendiendo por la rampa, crucé una plazuela
desierta, y de pronto me encontré en terreno familiar. Ascendí Y descendí, empavorecido,
mientras atisbaba algunas confusas siluetas que corrían también, huyendo del
sonido y de lo que significaba. Doblé una esquina y me encontré ante la fachada
de la mansión de Katrame.
No me detuve, sin embargo, hasta poner la mayor
cantidad posible de muros y tabiques entre mi persona y aquel pavoroso clamor
de muerte. Ordené cerrar las puertas, y sólo entonces razonablemente seguro,
respiré profundamente y me dispuse a descansar, a desintoxicarme del éxtasis Y
del terror.
Miré la hora. Pronto amanecería. Había sido una mala
noche, aquella primera de mis carnavales en Naolán.
Aún no podía entonces saber hasta que punto.
Lucía ya alto el sol en el cielo cuando desperté,
creyéndome libre de todos los horrores de la noche. Pero apenas hube saltado
del lecho, cuando oí voces en los pasillos y las escaleras, rumor de pasos
hasta mi cámara y finalmente llamar a la puerta. Y los horrores de la noche volvieron
a mí.
Fue su mensajero aquel joven de estirpe Kardess que
había conocido en el malhadado restaurante de Zhungarr. En un principio me
ericé malhumorado ante su presencia, pero pronto percibí en él el olor de la
ansiedad, y ello me hizo retener mis primeras palabras que quizá hubieran sido
bruscas.
-¿Dónde está tu hermano? -me preguntó, tras un
apresurado saludo- ¿Está aquí?
-Mi hermano no está en casa -respondí- ¿Qué ocurre?
-¡Thikán Zheratt ha sido asesinado!
Comprendí lo que quería decir y lo que daba a entender.
Todo mi cuerpo se tensó.
-¿Qué ha ocurrido? -pregunté de nuevo- ¿Cómo ha sido?
Y el joven Kardess me relató la historia sangrienta
cuyos ecos había yo escuchado la noche anterior sin saber su significado.
El ky'rial había estallado súbitamente en un lugar
de las Altas Rampas, muy cerca de la mansión del rival de Zaruldar. Como yo
había temido, la terrible descarga glandular había expandido la locura, atenazando
muy pronto a un gran grupo de mordedores, que se habían metamorfoseado en
otros tantos demonios. La horda había caído sobre la casa como un infierno
desencadenado, destruyendo y matando cuando había en ella. La escena había
debido estar más allá de todo espanto y toda imaginación.
El gran Thikán Zheratt, hijo de la plateada Damuz, se
había batido como podía esperarse de él, y aún había matado dos mordedores
antes de que le hicieran materialmente pedazos. La Dama Varkhiss, sorprendida
en el lecho, había muerto también, y aquellos diablos habían devorado parte de
su cuerpo...
-¿Pero Zaruldar...? -interrumpí violentamente aquel
relato de horrores- ¿Y Zaruldar? ¿Estaba entre ellos?
Pensaba si acaso la ira y la vergüenza, y también mi
propio rechazo, no habrían propiciado en mi hermano el estallido de la locura,
si acaso Zaruldar no habría sido el origen del ky'rial, dirigiéndolo luego
instintivamente contra su enemigo. Los afectados por la locura asesina de
nuestra raza son tenidos tradicionalmente por irresponsables de sus actos, pero
dadas las circunstancias incluso podía temerse en esta ocasión un desafío
mortal de la casa de Zheratt. Y cuando un Damuz lucha, lo hace hasta la muerte.
-¡No sé! -respondió mi interlocutor- Nadie ha visto
más que mordedores. Yo pensé que podría estar aquí, contigo.
No le respondí que aquella casa había dejado de ser
la de Zaruldar. Por el contrario, le hice jurar silencio sobre el incidente del
restaurante, pues cabía aún la esperanza de que no llegara a oídos de los
parientes del asesinado. Y después de todo aquella tragedia tal vez no tuviera
nada que ver con Zaruldar, pese a mis temores.
De todas formas, luego de que el Kardess abandonara
la mansión, tomé algunas medidas, encargando a sirvientes de confianza la tarea
de encontrar a mi hermano e invitarle a volver a casa. Mucho era el peligro
como para mantener un rencor del que ahora ya me arrepentía.
Aquel día y el siguiente no recibí ninguna novedad de
mi hermano. El Carnaval seguía clamando su alegría desde el atardecer, indiferente
a mi preocupación; no me animé a sumergirme de nuevo en él, pues sus cantos y
sus músicas me llenaban ahora de oscuros presagios.
Y los tales presentimientos hubieron de confirmarse
de forma trágica en el atardecer del tercer día, cuando un tremendo golpear de
puertas, unido al griterío de mis sirvientes, me indicó que gentes extrañas
habían invadido la mansión de Katrame. Como había estado temiendo aquello desde
que supe del asesinato de Thikán Zheratt, me apresuré a atrancar la puerta de
mi aposento personal, echando mano de una pequeña desintegradora que me
aseguraba la superioridad contra enemigos no armados de la misma forma. Pensé,
no obstante, que aquel momento muy bien pudiera ser el último de mi vida.
Pasos duros y resonantes se aproximaron a la puerta,
y luego llegó una voz con acento autoritario:
-Alipherath Katrame, abre en nombre del Dominante.
Descubrí que estaba temblando. ¿El Dominante? ¿Acaso
sería aquello una trampa, un truco? Pero me arriesgué a desatrancar la puerta
y abrirla.
Quienes estaban al otro lado penetraron, y no eran
Damuz de pelo claro sino masivos y poderosos Uarnass de la Guardia del
Dominante, llevando a su frente un galoneado decurión. Me di cuenta de que aún
tenía en la mano la pequeña desintegradora y me apresuré a dejarla sobre una
mesa; no se bromea con los Uarnass.
-Alipherath Katrame -habló de nuevo el decurión-.
Debes acompañarnos.
-Soy miembro de la Noble Katrame -protesté con toda
la dignidad de que pude hacer gala-. Hijo de Zakteh, de pura Raza Dorada, y
estoy en mi casa.
El decurión hizo un pequeño saludo.
-Alipherath Katrame -me nombró por tercera vez- El
Dominante requiere tu presencia, y lo hace por escrito.
Me alargó el documento en cuestión, y pude ver el
sello del Dominante. Debía obedecer al mandato, que no era el de un par en dignidad,
sino el impersonal del Estado.
Una inquietante sorpresa me aguardaba en la calle.
Había allí más Uarnass de la Guardia del Dominante, formando un cinturón
protector. Pero también se habían congregado Damuz. Muchos Damuz, y todos ellos
de la casa de Zheratt. Su actitud no era nada tranquilizadora, y me alegré de
la presencia de los Uarnass.
-Esta casa y todo lo que contiene queda bajo la
custodia del Dominio -dijo el decurión, en voz lo suficientemente alta como
para que todos la oyeran.
Me acordé entonces de adelantarme a mis guardianes,
para dar a entender que era el invitado del Dominante y no su prisionero. Mi
estirpe era la dorada de Zakteh, y aquellos soldados eran teóricamente
subordinados míos.
Los Damuz no dijeron palabra. Continuaron agrupados,
en actitud de espera, y sus ojos me siguieron cuando subí al vehículo volador
junto con mi escolta. En el instante siguiente partíamos en dirección al
Palacio.
Maungyar el Sabio me recibió en un despacho
particular, e hizo seña de que nos dejaran solos. Su talante era grave, y
correspondió un tanto secamente a mi saludo ritual.
-Alipherath Katrame -dijo-. Han ocurrido graves
incidentes que atañen a tu casa. Thikán Zheratt, hijo de Damuz, ha muerto
asesinado.
-Tengo entendido que ha muerto en el curso de un ky’rial
-empecé, pero el Dominante me impuso silencio con un gesto de su mano.
Me callé. Maungyar el Sabio me observó por un
instante, sin pronunciar palabra. Sentí el olor de la tristeza, mezclado con
algo de compasión, y quizá amistad...
-No ha sido como dices -habló finalmente-. Los
médicos han examinado los dos cadáveres que quedaron en la casa, muertos por
Thikán Zheratt. Ninguno presentaba los síntomas del ky'rial.
Mi pelaje se erizó paulatinamente, a medida que iba
comprendiendo el alcance de aquella enormidad.
-Fingieron el ky’rial -acabó de sacarme de
dudas el Dominante.
Boqueé y bufé de forma incontenible. ¡Fingir el ky'rial!
La sola idea de aquello bastaba para hacer vacilar la razón.
-De haberse tratado de un verdadero ky'rial, hubiese sido poco probable que ni siquiera un gran guerrero como Thikán Zheratt consiguiera matar a dos de ellos -continuó Maungyar el Sabio-. Eso fue lo que infundió sospechas y llevó a un examen médico exhaustivo de los mordedores muertos. El resto ha sido un simple asunto policíaco...
No pude contenerme y rompí el protocolo,
interrumpiendo al Dominante en su disertación.
-Mi hermano...
Maungyar el Sabio asintió lentamente.
-Zaruldar Katrame fue localizado, y llamado a
declarar. Pero se negó a ello, recluyéndose en una casa fortificada de las
afueras de Naolán. Es su privilegio de noble Zakteh, pero también los Damuz
conocen las Reglas. Movilizaron a sus guerreros y se prepararon para lanzar una
Justa...
Sentí cómo mi corazón se detenía por un instante.
Luego alcé la cabeza.
-Zaruldar es mi hermano -dije-. Si ha de estallar una
justa, mi lugar está junto a él. Pido tu permiso para retirarme.
Pero el Dominante me retuvo con un gesto. Sentí el
olor de la piedad, de la lástima, emanando de toda su figura.
-El Dominio no puede permitirse una guerra civil, una
lucha de Damuz contra Zakteh. Las Reglas reconocen la última autoridad del
Dominante. Envié la Guardia del Dominio contra Zaruldar Katrame...
-¡Los Uarnass! -no pude impedir el grito.
De nuevo asintió el Dominante.
-Tu hermano ha muerto -dijo.
Un velo rojo cubrió mi vista. Mis garras surgieron de
sus alveolos y mi cabeza se alzó. Lancé el terrible alarido fúnebre, prolongado
hasta agotar el aliento, el grito familiar de muerte, alto, muy alto, hasta
hacer estremecer el palacio entero. Maungyar el Sabio se alzó de su asiento, y
no fue ya Dominante de Chirg, sino par de mi casa, igual mío en nobleza. Como
a tal me dirigí a él en el ritual de muerte referido a mi hermano.
-¡ERA CARNE DE MI CARNE!
-SU CARNE SE HA UNIDO A LA ESENCIA -respondió
ritualmente Maungyar.
-¡ERA SANGRE DE MI SANGRE!
-SU SANGRE SE HA UNIDO A LA ESENCIA.
Continué maquinalmente el rito, con la mente vacía,
luchando por apartar la devastadora idea de lo ocurrido. Pronuncié las frases
debidas, y Maungyar las respondió. Luego humillé la cabeza, mientras Zaruldar
se alejaba de mi espíritu, unido a la Esencia final que a todos nos gobierna y
con la que todos acabaremos por unirnos un día. Durante un tiempo que no pude
medir, permanecí en silencio, y Maungyar respetó aquel silencio. Luego alcé los
ojos hacia su rostro, en muda pregunta.
Maungyar sentóse de nuevo, y volvió a ser el
Dominante. Como tal se dirigió a mí, suave pero firme.
-La culpa de Zaruldar Katrame no es la tuya -dijo-.
Pero la ira de los Damuz no se ha aplacado, y no puedo avivarla otorgándote
ahora el cargo que te prometí.
Bajé de nuevo la mirada. Aquello era evidente.
-Pero mi confianza sigue inalterable, Alipherath
Katrame -continuó el Dominante. Te destino a una misión importante fuera del
Dominio Chirg. Desaparecerás de la vista Y del rencor de los Damuz durante un
período de tiempo. Regresarás luego, con el mérito de tu misión cumplida, y los
ánimos estarán aplacados hasta el punto de que podré sentarte a mi mesa sin
dificultad ni malas consecuencias para el Dominio.
Humillé la cabeza ante él.
-Te lo agradezco, Dominante[2].
Y ciertamente así era, puesto que nada mejor podría
haberme ofrecido.
-Hay noticias alarmantes del brazo local de la
galaxia -dijo Maungyar el Sabio-. Los comerciantes lahri nos han comunicado que
una raza agresiva se está expandiendo por un amplio espacio situado en la
dirección al centro galáctico, pero relativamente cerca del Dominio. Puede
significar un peligro para nosotros.
-¿Una guerra? -mi pelaje se erizó de nuevo.
-No podemos saberlo aún -pude oler la preocupación del Dominante-. Se trata de una raza joven y violenta, procedente de un planeta que ellos llaman Irosén. Sus miembros, que se denominan irmen o algo similar, al decir de los comerciantes, parece ser que descienden de una especie de simios.
-¿Simios? -no pude menos que preguntar.
-¿Te extraña?
Asentí.
-Nuestro ascendiente fue un carnívoro fuerte y astuto
-dije-. Los lahri descienden del insecto hábil y paciente, y los seres de Mersh
del reptil frío y sabio. Pero de un simio no puede esperarse otra cosa que
sandeces.
La voz de Maungyar el Sabio se hizo fría.
-No juzgues tan fácilmente a las razas del espacio -advirtió- Esos descendientes de simios, según nos han comunicado los lahri, han destruido ya varios estados de otras razas que pudiéramos creer más inteligentes y avanzadas. Una de ellas la de los kaar, unos artrópodos gigantes cuyo poderío era asombroso, aunque sus costumbres no dejaran de ser detestables. Son una potencia guerrera y su filosofía parece implicar la destrucción de toda aquella nación espacial que no pertenezca a su raza.
-Eso es muy grave -opiné.
-Puede llegar a serIo. Y de evitarlo te encargarás
tú, Alipherath Katrame -la voz del Dominante se hizo ronca y solemne-. Llevarás
una embajada a esos irmen, y procurarás establecer relaciones amistosas con
ellos. Les comunicarás que nuestras intenciones son de pacífica convivencia,
pero que si el caso llega no nos asusta la guerra, y que estamos preparados
para hacerla. Te has mostrado muy hábil en Centia, y quiero que des muestra de
igual habilidad frente a esa raza.
-Te sirvo y te amo, Dominante -me incliné.
-Se te proporcionarán los detalles de tu misión en la
década que hoy empieza -terminó Maungyar el Sabio-. Entretanto vivirás en el
recinto del Palacio. No deseo que tu vista encienda la cólera de ningún Damuz.
Y fue de tal manera como me vi implicado en una importante misión de alcance galáctico, la cual habría de arrastrarme a un cúmulo de situaciones y aventuras como nunca hubiera podido soñar.
Capítulo II
De la constitución de la embajada y su viaje entre
las estrellas
Como ya el Dominante me había anunciado, me fue
ofrecido alojamiento digno de mi rango y casa dentro de la ciudadela. Hice
traer de la mansión familiar todo aquello que me era necesario, y luego ordené
el cierre de la misma. Ninguna noticia me llegó de actividad Damuz en mi contra
ni en la de mis familiares residentes en otros planetas; después de todo la
Raza Clara no está compuesta por bárbaros, aunque quizá la vista de mi persona
hubiera podido despertar su furia. Por tanto procuré olvidar los últimos
tristes acontecimientos y concentrarme en la preparación de la misión
diplomática en la que podría prestar un noble servicio al Dominio y a mi raza,
o quizás incluso dar mi vida por ellos, lavando así la falta cometida por mi
hermano.
La expedición iba a estar compuesta por una gran nave
de pasaje, en la que yo mismo viajaría, y una escolta de tres destructores[3]
armados. El mando supremo estaría, desde luego, en mis manos, pero en el
aspecto naval la expedición dependería de un oficial militar, que navegaría en
el destructor insignia. Conocí pronto a este jefe, un mordedor de aspecto
eficiente llamado Larzhett Krah, que me causó gratísima impresión. Muy pronto
me enteré de que yo sería el único noble de la expedición, quizá por designio
de Maungyar el Sabio para evitar roces y querellas, puede que más probables
luego de lo ocurrido con mi hermano. De todos modos la situación me gustó,
pues así mi autoridad no sería contestada en ningún caso, lo que me evitaría
muchos problemas.
Durante el período de preparación hube de tener varias audiencias con el Dominante, pero nunca más a solas, y las principales instrucciones sobre mi misión me vinieron más bien del Actuante de Asuntos Exteriores y de sus auxiliares. También, como jefe efectivo de la flota, hube de tomar conocimiento de todos los detalles de la preparación de la misma, aprovisionamiento, armamento, y demás aprestos, aunque mi labor, como lego que soy en materia náutica, fue simplemente la de aprobar con mi firma lo realizado.
Y finalmente, una apacible tarde zarpó la flota y
dejé atrás la bella Naolán con sus parques y jardines, sus blancos edificios y
sus altivas torres, que tanto había llegado a añorar desde Centia, y que ahora
se alejaban de nuevo de mi vida. Nos internamos en el negro espacio y comenzó
la rutina a bordo, con su sucesión de falsos días y noches, siguiendo el ritmo
de nuestro planeta natal.
Los viajes cósmicos no eran, desde luego,
desconocidos para mí, pero en esta ocasión las circunstancias eran mejores que
en ninguna otra anterior, en lo a que mi persona se refiere. Como embajador
extraordinario y plenipotenciario del Dominio, y único noble a bordo, tenía
derecho al mejor alojamiento que la gran nave Tenzán era capaz de proporcionar,
así como a alimentos sofisticados, bebidas suaves y toda clase de perfumes que
pudieran agradar mis sentidos. Pero no podía menos que pensar en lo que la
expedición podría depararme, y en el trato que me sería dado por parte de
aquella raza salvaje a cuyo encuentro iba. Podría encontrar al término de mi
camino un éxito clamoroso que me devolviera el favor del Dominio, o quizá una
muerte atroz. Y esta segunda perspectiva me atormentaba, pues valiente no soy,
bien que en último extremo mi vida, como la de todo chirg, pertenece al
Dominio, y a él debe ser ofrecida en caso de necesidad.
Iban conmigo en la nave un centenar de mordedores,
entre astronautas y personal directamente relacionado con la embajada (otros
tantos ocupaban los navíos de guerra) Tuve ocasión de conocerles a todos y de
apreciar sus cualidades en las largas jornadas de vuelo, mientras recorríamos
los espacios del Dominio en la dirección general al centro de la galaxia. Dimos
el primer salto hiperespacial al duodécimo día de viaje, reapareciendo a la
altura de Kaurogg, una de las postreras estrellas cuyos planetas están
habitados por las gentes de nuestra etnia.
Establecimos contacto por radio con Kaurogg II, el
principal de dichos mundos, y se nos anunció la llegada de una nave comercial
lahri cuya tripulación podría darnos datos adicionales sobre la raza hacia cuyo
imperio nos dirigíamos. Así pues ordené que la Tenzán se pusiera en órbita del
planeta en cuestión, y que se concertara una entrevista con el capitán de la
nao comerciante.
Vino éste personalmente a nuestro bordo, y pude
recibirle en un salón anejo a mis alojamientos, y que había sido dispuesto para
la entrevista. Afortunadamente los lahri, cómo es sabido, respiran el mismo
aire que nosotros, pero dispuse que descendiera algo la temperatura para
hacerla más agradable para el visitante, aunque a mí me produjera alguna ligera
incomodidad, ya que juzgué oportuno mostrarme lo más cortés que pudiera con
aquel navegante de las estrellas que quizá me proporcionara valiosa información
sobre lo que me interesaba.
Penetró el capitán comerciante en el salón, y me fue
presentado por un funcionario chirg que había pasado del planeta a su nave, y
de ésta a la mía. No pude captar el nombre del visitante, compuesto de sílabas
chirriantes y casi impronunciable para nuestra lengua, pero le saludé con toda
amabilidad y buena intención, y acto seguido pasamos a asuntos de interés. El
lahri, corno todos los comerciantes estelares de su raza que visitan el
Dominio, era capaz de hablar correctamente nuestra lengua, por lo que no
necesité intérprete alguno para la conversación.
Según me dio a entender, su raza estaba francamente
alarmada por la expansión violenta de los irmen, hasta el punto de haberles
esquivado hasta el momento, cuando su inclinación ha sido siempre de establecer
relaciones de comercio con todos los mundos y razas del universo, y esta
táctica evasiva no dejaba de tener importancia, puesto que los lahri, aunque
fundamentalmente pacíficos, saben ser combatientes eficaces y feroces en caso
de necesidad, y su raza es poderosa y técnicamente muy avanzada.
-Durante los últimos siglos los irmen han estado
colonizando los planetas habitables para su raza en tomo a las estrellas
vecinas a la de su mundo madre -me explicó el capitán comerciante-. Más
recientemente aglutinaron su dominio en una entidad política llamada
Confederación. Cuando tuvimos conocimiento de su existencia, estaban enzarzados
en una serie de guerras contra seres ajenos a su especie. Hemos tenido noticias
del virtual exterminio de varias de esas razas por las flotas de combate de los
irmen. Nuestras informaciones indican que la filosofía irmen postula que todas
las restantes especies deben someterse a la suya o ser destruidas.
Sentí que mi pelaje se erizaba. Aquella confirmación
de lo que el Dominante me había dicho ya antes me causaba inquietud y temor.
¿Qué posibilidades de éxito podría tener una embajada diplomática ante una raza
de tan bárbara psicología? Pensé si acaso no marchábamos hacia el suicidio, si
aquellos simios no nos apresarían para matarnos, o si acaso no optarían por
reducimos a la esclavitud. Pero de todas formas alguien debía ir a intentar
parlamentar con ellos, a fin de disuadirles, si fuera posible, de sus planes
agresivos o, de no ser así, confirmar su hostilidad y tomar luego las medidas
pertinentes.
-¿Tienes idea de las coordenadas espaciales de su
planeta capital?
-Le pregunté al comerciante.
El lahri clavó en mí sus ojos facetados. Me sentía
nervioso ante aquel ser del que emanaba un invariable olor a quitina, como si
no tuviera emoción ninguna, corno si estuviera hablando con un autómata.
-¿Irosén? -dijo- Tan sólo una idea aproximada. Ya
sabes que nuestro conocimiento de esos seres es imperfecto. Confidencialmente
te diré que hemos enviado un par de exploradores al interior de lo que debe ser
su espacio, pero ninguno ha vuelto.
Bien, la revelación no era nada animadora. Pero por
otra parte, no debería extrañarme de que una raza guerrera como la de los irmen
ocultara las coordenadas de su mundo central, ni tampoco de que no fueran
demasiado clementes con los espías. Desee que no se les ocurriera tomarme a mí
corno tal.
-Necesito un lugar donde contactar con ellos -expresé
a las claras-. Algún planeta que los irmen dominen, pero que no tenga demasiada
importancia. Quiero establecer allí el primer contacto, y luego pedirles que me
lleven ante su gobierno.
El olor a quitina permaneció invariable, pero un
sexto sentido me dijo que el capitán comerciante me contemplaba con extrañeza,
quizá tomando por locura mí insistencia en ponerme voluntariamente en manos de
aquella raza sanguinaria.
-Sus fuerzas están ahora moviéndose por el antiguo
espacio de los kaar, a quienes prácticamente han aniquilado. Eran unos seres de
estirpe algo parecida a la nuestra, con quienes en el pasado tuvimos algunas
relaciones. Puedo darte la situación de la zona; allí encontrarás a los irmen.
¿En pleno campo de batalla? Por un momento me ericé,
pero luego reconocí que la idea no era mala. En el caso en que nuestra flota invadiera
el espacio de los irmen, lo que ellos llamaban la Confederación, posible era
que nos dispararan sin previo aviso. En cambio en las fronteras era más fácil
entablar un contacto pacífico.
-¿Cómo podríamos entendemos con ellos? -pregunté.
El lahri pareció vacilar un instante.
-No creo que ni tu idioma ni el mío sirvan para mucho
-opinó-. Sin embargo sé que conocen la lengua kaar. Puedo instruirte en ella...
Ahora si que apenas pude evitar un bufido. Perfecto,
encontrarse con los agresivos irmen en un campo de batalla... y pretender
entrar en contacto con ellos hablándoles en el lenguaje de la raza enemiga.
Pero comprendí que no había otra solución; peor aún sería acercamos a una nave
o planeta potencialmente hostil en silencio o hablando en un lenguaje
desconocido para ellos. Después de todo, si la guerra estaba casi terminada,
los vencedores atenderían un posible mensaje de rendición por parte de los
supervivientes del bando contrario.
-Tendrás mí agradecimiento si nos proporcionas unos
cuantos carretes de esa lengua -dije al lahri-. Creo que nos podremos arreglar.
-Así os lo deseo -respondió el insecto-. Aunque temo
que las esperanzas de arreglo pacífico no sean muchas. Quizá nuestras dos
razas tengan que aliarse en el futuro para hacer frente a la amenaza de
Irosén...
Asentí, mientras una extraña sensación se apoderaba
de mí. Ahora, de repente, comprendí la verdadera importancia de mí misión. En
mí mano estaba evitar una formidable guerra de amplitud galáctica, con millones
de víctimas... quizá con la exterminación de varias razas, incluida la mía.
Ante ello quedaba muy pequeño el crimen de mí hermano, pese a su naturaleza
horrenda. Ciertamente si llegaba a triunfar, incluso los más empedernidos Damuz
olvidarían la ofensa de la casa Katrame en contra de su estirpe.
Si llegaba a triunfar...
Poco había ya que pudiese tratar con el capitán
comerciante. Le agradecí su ayuda y le acompañé hasta la compuerta donde
aguardaba la falúa que le había traído. Y el olor de quitina desapareció de mís
sentidos ante el flujo de mí propio aroma de excitación. Y también de temor.
Abandonamos la órbita de Kaurogg II en la siguiente
jornada. Pude ver la estrella rojiza alejarse hasta quedar hundida en las
profundidades del espacio, y pensé en la bella Naolán, y en el Dominante que
confiaba en mí[4].
Capítulo III
De como fui capturado por aquellos a quienes buscaba
Era el tercer día desde la salida de nuestro último
salto hiperespacial cuando la señal de alarma me llevó de nuevo al puente. Y
esta vez no resultó un error, y de ello pudo darme razón la excitación que vi y
olí entre los oficiales.
-Ecos en los sensores -me dio la novedad el capitán Griltah-. Parecen corresponder a tres naves de gran tamaño.
-¿Lo que estamos buscando? -pregunté, un poco
absurdamente, puesto que mal podría saberlo mi interlocutor.
De cualquier forma, la posibilidad de que la hora de
la verdad hubiera llegado tensaba todos los nervios de mi cuerpo.
El capitán lanzó un leve gruñido dubitativo.
-Quizá sean naves kaar...
Pusiéronse en marcha los planes que para aquel momento habíamos trazado. La Tenzán desaceleró hasta quedar inmóvil en el espacio, flanqueada por dos de los destructores. El tercero, navío insignia de la flotilla, se adelantó al encuentro de los que llegaban.
Se iluminó una de las pantallas de comunicación y en
ella apareció el rostro de Larzhett Krah.
-Nos aproximamos a ellos -anunció- Son tres naves de gran tonelaje. Están decelerando... se despliegan. Comienzo a enviar el mensaje.
En aquel momento sentí no haberme aplicado a estudiar
el lenguaje kaar en los carretes que los comerciantes lahri nos habían proporcionado.
Cierto que mi intención era actuar por medio de intérpretes en un principio y
luego aprender por mí mismo la lengua de los irmen, pero por lo pronto me sentí
en cierto modo ajeno e indefenso ante lo que iba a suceder.
El mensaje chirriante surgió en el altavoz. No hacía
falta en realidad que nadie me lo tradujera, pues conocía de memoria su
enunciado:
Venimos como amigos. Somos una embajada diplomática enviada a vosotros.
No pertenecemos a la raza kaar...
Y ello repetido una y otra vez. Hasta que de pronto,
por el mismo altavoz, llegó la respuesta en la misma lengua.
-Nos preguntan quienes somos -tradujo junto a mí uno de los intérpretes.
El aliento se me escapó de la boca en un brusco
silbido. ¡Ah, al menos habíamos entablado conversación... con quién fuera!
-Larzhett Krah les dice que representamos al Dominio
Chirg... les pregunta si son irmen... -continuó el intérprete.
El altavoz dejó escapar un raro sonido, parecido a
una risotada.
¿Reían así los depredadores de Irosén? ¿Y qué podía
significar aquella risa?
-Son irmen -siguió traduciendo el intérprete al
continuar el altavoz su chirriante parlamento-. Les complace que su fama haya
llegado hasta nosotros. Piden que se les envíe una imagen.
-¿Estás a suficiente distancia, Larzhett? -pregunté.
El oficial naval asintió.
-Envíales entonces tu imagen -dispuse-. Y pideles que
correspondan con la suya. En cuanto lo hagan, envíamela por el segundo
canal.
Mientras hablaba, dirigí la mirada a la pantalla correspondiente, ansioso por ver a qué se parecían aquellos descendientes de simios que aterrorizaban la galaxia.
-Reciben la imagen de Larzhett Krah -dijo el
intérprete, transmitiendo la voz de los extranjeros. Nos mandan ahora un...
¡ah!
Gritó, Y todos gritamos con él. Pues la pantalla del
segundo canal continuaba vacía, pero en la otra el rostro de Larzhett Krah se
había fundido en una cegadora llamarada.
-¡Le han destruido! -aulló Griltah- ¡Han destruido la
nave!
-¡Atención! -la voz llegó tensa por otro altavoz-.
¡Habla el lugarteniente Silo Naharr! Tomo el mando en la emergencia. Repito,
tomo el mando en la emergencia.
Todos estábamos en pie, con los ojos desorbitados.
Los olores de excitación, miedo y rabia se mezclaban en un husmo asfixiante.
Pero la voz de Silo Naharr, que nos llegaba desde otro de los destructores,
sonaba calma y eficiente.
-Capitán Griltah, escapa con tu nave. Procura
alcanzar el próximo punto de congruencia y salta al hiperespacio. Nos dirigimos
hacia el enemigo para cubrir tu retirada.
¡Así era, pues! Hacia el enemigo... de tal forma se
habían roto todas las perspectivas de paz y negociación, por un acto brutal de
violencia injustificada.
Ante el estado de emergencia, la milicia había evidentemente
tomado el mando, y yo no tenía autoridad efectiva. Pero, dentro de la confusión
que dominaba mi espíritu, aún me hizo hablar una absurda esperanza.
-No... quizás haya sido un error... quizás hayan
temido una trampa y eso lo explique....
El intérprete se volvió hacia mí, con los ojos
centelleantes.
-Su último mensaje fue: «Os mandamos un regalo...»
y luego la palabra kaar para designar ofensivamente a los seres privados de
inteligencia.
¡Os mandamos un regalo, animales! Y eso después de
ver la imagen del desdichado Larzhett Krah, que se había aproximado a ellos
con un mensaje de amistad. Sentí que mis garras salían de sus alvéolos, y la
ira se apoderó de mí. ¡Raza de asesinos! Ciertamente su fama denotaba su
naturaleza.
A través del altavoz, el lugarteniente Silo Naharr
relataba el desarrollo del combate con voz tranquila, como si la acción fuera
ajena a él.
-Abrimos fuego... un blanco seguro... pero no, al
parecer están protegidos por un campo de fuerza muy poderoso. Disparamos con
la artillería pesada... no, no podemos dañarles.
Bajo mis pies, la Tenzán trepidaba al acelerar
hacia el lejano punto de congruencia desde donde podríamos saltar al
hiperespacio.
-Nos seguimos acercando -continuó Silo Naharr-.
Disparamos ahora con todas las piezas, pero su campo sigue siendo invulnerable.
Sus naves no se mueven ni disparan...
-¡Están jugando con ellos! -aulló uno de los
oficiales, junto a la consola.
Y en aquel mismo instante el juego terminó. El
oficial de sensores dio un brinco junto a sus aparatos.
-¡Una de nuestras naves ha sido destruida! -gritó-
Justo como la insignia... ha desaparecido en una llamarada.
Así pues, los irmen se estaban divirtiendo. Dejaban
actuar a nuestros destructores, para ellos inofensivos, para luego aplastarlos
de un manotazo. Y si continuaban inmóviles en el espacio, sin duda era porque
tenían la seguridad de alcanzar nuestra propia Tenzán en un santiamén,
en cuanto se cansaran de la diversión... mucho antes de que pudiéramos llegar
al lugar de congruencia.
-El destructor número tres se ha desintegrado
-continuó narrando Silo Naharr, tan impávido como si no estuviera a un paso de
la muerte-. Utilizan un arma radiante contra la que nuestros propios campos de
protección resultan inoperantes. Continuo atacando... lanzo cuatro nirr[5].
-¡Destruido! -gritó en aquel mismo instante el oficial de sensores.
¡El destructor ha estallado... ha desaparecido del
espacio!
Me dejé caer en un sillón, cerrando los ojos. Así
pues, también Silo Naharr... Y los siguientes íbamos a ser nosotros.
-Las naves enemigas empiezan a acelerar -informó el
oficial, con voz tensa-. Parece que... ¡no!
El súbito grito me hizo abrir de nuevo los ojos. El
oficial se había abalanzado literalmente sobre los aparatos.
-¡Explosiones en las naves enemigas! -gritó-. Dos...
tres... cuatro...
¡Destruidas!
Un joven mordedor lanzó un alarido que retumbó en el
puente. Sin saber cómo, me vi junto a los sensores, aún a sabiendas de que no
podría leer sus mediciones.
-Dos naves enemigas han desaparecido -continuó
informando el oficial, procurando ahora dominar su excitación-. Hay fragmentos
derivando en el espacio... han saltado en pedazos... La tercera nave ha
quedado a la deriva, con la aceleración cortada en seco.
-¡Los nirr...! -gritó otro oficial- ¡Los nirr...!
Así pues aquellos torpedos dirigidos habían sido
demasiado para los orgullosos irmen[6]...
¡Bien les estaba! Después de todo su tecnología no era tan superior a la
nuestra. Quizá ni siquiera habían podido detectar los malignos proyectiles
envueltos en espacio replegado, que tal era lo poco que yo sabía sobre ellos.
De una forma u otra, el veneno del nirr había resultado fatal para los
seres de Irosén.
Apenas si me di cuenta de que el capitán Griltah se
acercaba a mí, hasta que oí sus palabras.
-Parece ser que su única nave superviviente está
inutilizada. ¿Te parece que recojamos sus náufragos?
-¿Recoger los náufragos irmen? ¿Acercamos a ellos,
cuando aún podían tener armas suficientes para destruimos?
-Podemos enviar un par de falúas -propuso el
capitán-. Perdona la presunción, pero si apresamos algunos de ellos podríamos
enteramos de muchas cosas de interés...
¡Efectivamente! Si consiguiéramos hacer prisioneros a
algunos de aquellos desagradables irmen, nos enteraríamos de su fuerza, de sus
posibilidades... incluso de las coordenadas de su planeta natal. Todo ello muy
conveniente, puesto que en aquellos momentos no dudaba yo de que la guerra con
semejantes bárbaros habría de ser inevitable. Y debo decir que la vieja sangre
dorada bullía en mis venas, y que me llenaba de alegría la idea de que el cruel
juego de los salvajes hubiera terminado en desastre para ellos.
-Bien, podríamos acercamos con una falúa y exigir les
que se rindan si no quieren ser destruidos -el capitán rió con ferocidad-. Les
pediremos que se pongan trajes espaciales y que pasen a la falúa para traerles
luego aquí... en varios viajes, si los supervivientes son muchos...
No era mal plan, pensé. Desde luego que carecíamos de
armamento ofensivo digno de tal nombre, pero eso ellos no podían saberlo.
Mas no llegué a tomar ninguna decisión, puesto que en
aquel mismo instante se dejó oír de nuevo, excitada, la voz del oficial a cargo
de los sensores de proximidad..
-¡Naves rápidas se acercan a nosotros desde la
dirección general del navío inmovilizado!
-¿Pueden ser falúas de salvamento? -preguntó el
capitán.
-No lo creo. Son demasiado veloces. Yo diría que se
trata de aparatos de guerra.
Sentí que el corazón me daba un vuelco. ¡Aparatos de
guerra! Aquello quería decir que la victoria que pensábamos no era tal, y que
nos hallábamos de nuevo en peligro de muerte.
-Alerta máxima -ordenó Griltah, procurando dar un
tono neutro a su voz-. Listos para abandonar la nave.
Al instante un par de mordedores se dirigió a mí.
Sabía yo que como embajador y único noble a bordo, mi seguridad era
prioritaria, de modo que les seguí en dirección a las escotillas de babor. El
aire olía a miedo, y yo era consciente de que gran parte de aquel temor
procedía de mí, por más que intentara dominarlo. A mis oídos llegaron órdenes que
no llegué a comprender, y sentí intensificarse el trepidar de las máquinas,
como si la nave pretendiera futilmente escapar de los aparatos enemigos que
caían sobre ella.
Comprendí que el capitán Griltah suponía su fin muy
próximo cuando los mordedores me llevaron a una cápsula blindada de supervivencia,
junto a la primera de las compuertas; ni siquiera iba a haber tiempo para botar
las falúas. Rápida y eficientemente fui introducido en la cápsula, mientras se
me indicaba que me sentara en el asiento acolchado.
Y en aquel mismo instante la muerte que nos amenazaba
se hizo presente. Terribles estampidos hirieron mis oídos, y las paredes de la
nave parecieron arrugarse a nuestro alrededor.
-¡Explosiones nucleares! -gritó un altavoz. Y esa fue
la última voz chirg que pude oír en mucho tiempo.
Pues los mordedores cerraron de golpe la puerta, y
casi simultáneamente la aceleración se apoderó de mis músculos y de mis
nervios. Cerré fuertemente los ojos, luchando contra la náusea, y cuando los
abrí de nuevo, en la ventanilla frontal de la cápsula no se veía otra cosa que
cielo negro y puntos de luz.
¡No! Pude ver algo más. Pude ver algo que se
deshacía, que se disgregaba en pedazos, y éstos en otros más pequeños, en
medio de luces fantasmagóricas, de cuyo brillo cegador me libraba, en parte, el
filtro de la propia ventana.
Era la Tenzán que se desintegraba en el
espacio, víctima del fuego enemigo. Junto con todos aquellos que habían sido
mis compañeros de travesía.
Noté una sensación de ahogo, y mis ojos se cubrieron
de lágrimas. Me hallaba solo en el espacio, a incontables años de luz de
cualquier presencia amiga. Podía perecer allí, en la soledad, sin que nadie
volviera a tener noticias de mí.
La emoción debió hacerme caer en trance depresivo,
pues quedé allí, sentado en el sillón, sin moverme siquiera, ignoro por cuanto
tiempo. Y quizás hubiera permanecido en tal situación hasta que el aire
hubiera dejado de ser reciclado y la muerte se hubiera apoderado de mí, allí
entre las estrellas.
Pero no fue ese mi destino. Recuerdo que noté confusamente unas sacudidas, y ello me trajo a la consciencia, como un nadador submarino que es impulsado de pronto a la superficie del mar, encontrándose de forma casi imprevista bajo los fuegos del sol. Tragué saliva una y otra vez, y mis ojos se fijaron nuevamente en la ventanilla frontal.
Había alguien al otro lado.
La figura vestía, desde luego, un traje espacial,
pero desde el primer momento pude darme cuenta de que no pertenecía a la raza
chirg, ni a ninguna otra que yo conociera. A través del vidrio o plástico de su
yelmo pude vislumbrar vagamente un rostro blanco y cadavérico, y unos horribles
ojos redondos que me dieron escalofríos.
Los irmen habían abordado la cápsula. Yo ya no
moriría de asfixia en el espacio, aunque quizá mi suerte fuera peor, pensé
confusamente en aquellos momentos.
Aquella aparición de pesadilla permaneció por un
instante en total inmovilidad, contemplándome a mí como yo la contemplaba a
ella, puede que con el mismo asombro y puede que con la misma aversión. Luego
se dejó flotar en el vacío hasta salir de mi campo de visión. Mi mente era un
caos, y furiosamente traté de pensar en lo que debía hacer. Sí, después de todo
aquello era precisamente lo especificado en mi misión, establecer el contacto
entre las dos razas. Pero había un preludio de doscientos chirgui muertos, y no
podía saber cuantos por parte irmen.
Sentí un par de sacudidas, y luego la aceleración
golpeó de nuevo mi cuerpo. No podía notar el menor cambio en lo que veía por la
ventanilla, puesto que los jalones estelares se hallaban demasiado lejanos,
pero mis músculos y mis nervios me decían que la cápsula estaba siendo
remolcada. Y suponía hacia donde.
La nave que me impulsaba aceleró y luego deceleró de
nuevo. Nada pude ver del exterior, pero finalmente toda tensión cesó, y comprendí
que habíamos llegado a nuestro destino.
Hubo todavía otra sacudida y a continuación las
estrellas desaparecieron de la ventanilla. Alguien había introducido la
cápsula en una compuerta, sin duda perteneciente a la nave averiada. Tal pensé
y tal comprobé en el minuto siguiente, puesto que una luz artificial penetró en
mi habitáculo y pude ver paredes de metal frente a él.
De nuevo un rostro de pesadilla apareció en la
ventana. Ahora el irmen no llevaba escafandra, y sentí una ola de espanto y
repugnancia apoderarse de mí. Su faz era desnuda como la de un insecto, pero
sin la suave dureza de la quitina. Semejaba una horrible caricatura de chirg,
sin pelo, salvo una capa sobre el cráneo, con los ojos terroríficos que ya
conocía, un hocico extraño y diminuto y bajo él una boca que semejaba una
herida mal cicatrizada. A ambos lados del cráneo podían verse lo que debían ser
orejas, arrugadas y casi redondas, en una posición tan lateral y baja que me
produjeron una rara sensación cómica. En tiempos sucesivos, evidentemente, he
tenido oportunidad de estudiar detenidamente a los miembros de aquella raza
mientras convivía con ellos, pero nunca se me borrará de la memoria aquella
primera impresión de repugnancia y, a continuación, la sensación que me
inspiraron aquellas ridículas orejas, y que llegó a aminorar en algo el temor
que los extranjeros me inspiraban. Un ser con aquellas orejas no podía ser
tomado en serio, pensé incongruentemente en aquella ocasión.
Con lo que, desde luego, me equivocaba por completo.
El ser no se limitó en aquella ocasión a mirarme.
Alzó un brazo semejante a una rama seca, y me hizo señas inequívocas de que
abandonara la cápsula.
¿Salir? ¿Verme en plena nave de los extraños, tras de
la sangrienta batalla sostenida con ellos? ¡Pero si ni siquiera estaba seguro
de poder respirar su aire!
Mas no parecía haber otra alternativa. De desearlo
podrían destruir la cápsula conmigo dentro, y tampoco les costaría nada
descerrajar la puerta y penetrar en el interior. Bueno, después de todo aquella
era mi misión.
Me levanté del asiento antiaceleración, sin poder
evitar el temblor de mis manos ni el erizamiento de mi pelo. Me acerqué a la
compuerta de la cápsula Y, tras varios intentos, conseguí abrirla.
El aire era respirable para los de mi especie, pero
al principio creí que no, tal fue la avalancha de olores salvajes, la mayor
parte de ellos desagradables, que me inundó al momento. Olía a excitación, a
odio, a aversión... pero sobre todo a suciedad. Apenas si pude evitar el impulso
de echarme atrás y cerrar nuevamente la puerta. Pero no lo hice, y creo que de
todas formas no me lo hubieran permitido.
Los irmen estaban allí, en grupos compactos, ansiosos
sin duda de poder contemplar por vez primera un miembro de la raza chirg. Sus
efluvios mezclados llegaban a dar náuseas, hasta el punto que apenas si podía
mantenerme en pie, y además gritaban como poseídos, en su extraño y duro
lenguaje.
Yo, por descontado, lo ignoraba entonces, y me
hicieron pensar en una manada de primates enjaulados en un parque exozoológico.
Percibí de pronto una tufarada de olor acre que debía
corresponder al nuestro de hostilidad y, casi al instante alguien me golpeó. Un
pesado puño me alcanzó en un lado de la cabeza, y el estallido del golpe casi
me sume en la inconsciencia. Alcé instintivamente los brazos para protegerme
el rostro, y noté casi en el acto un terrible dolor en la base de la oreja
izquierda. Grité, pero mi voz quedó ahogada por la furiosa algarabía de los
irmen.
Por un instante creí llegada la hora de mi fin, pero
pronto mis agresores fueron alejados enérgicamente. Un grupo de irmen formó
cerco en tomo a mi persona, y fui introducido por ellos en el interior de la
nave, al otro lado de la compuerta interior.
Era una gran nave, mayor que la Tenzán, y a
todas luces había sido diseñada para la guerra. Una especie de crucero de
combate, pero equipado para largas estancias en el espacio, lejos de sus
mundos base. Casi una nave de nómadas, tal como entonces creí captar, y luego comprobé
que no me equivocaba mucho.
Sin duda los nirr... habían causado graves
daños al navío. Pude oír el ruido de los sopletes automáticos, y con nuestro
grupo se cruzaron un par de equipos de reparaciones, perfectamente
identificables como tales. Me estremecí al pensar que aquellos bárbaros
pudieran culparme quizá de los daños sufridos y vengarlos en mi cuerpo de la
forma que podía esperarse de una raza tan villana como la suya.
De momento no me volvieron a golpear. Me llevaron, en
cambio, a una espaciosa sala donde me esperaba otro grupo de irmen, éstos
dotados de vestiduras que me parecieron más lujosas que las de quienes me
acompañaban. Pensé que serían los oficiales o mandos del buque, aunque no
parecía haber demasiada uniformidad en el grupo. Uno de ellos me pareció que
sería el capitán de la nave.
Se acercó a mí y me contempló con curiosidad. Yo me
arriesgué a devolverle la mirada. Olía a hostilidad, como todos los demás, pero
no dio muestra activa de ella. Me habló en un idioma que debía ser el suyo
natal y, como no pude entenderle, me dirigió otra parrafada en lo que reconocí
como la lengua de los kaar. Maldíjeme yo entonces por no haberla aprendido
cuando pude hacerlo, puesto que ahora no contaba con intérprete alguno, y mi
ignorancia tal vez me costara la vida.
-Vengo en son de paz -argumenté con voz suave- Dirijo
una embajada que mi raza envía a la vuestra.
Por descontado que no me comprenderían, pues hablaba
en chirg, pero pensé que el hecho de dirigirme a ellos en un lenguaje
articulado pudiera hacerles adivinar mis buenas intenciones.
Habló el capitán con otro irman que estaba a su lado,
y en quién creí oler una hostilidad hacia mi superior a la de sus compañeros.
Otros de los oficiales expusieron luego también sus opiniones, y finalmente el
capitán dio una orden.
La habitación a la que me condujeron resultaba pobre como alojamiento, aunque quizá rica para ser celda. Existían algunos rústicos muebles, entre ellos lo que apenas si reconocí entonces como una cama, larga, estrecha y dura. Aparatos sanitarios se agolpaban en un pequeño cubículo adjunto. Quedé encerrado, y mi primera sensación fue de alivio, pues al menos de momento parecía obvio que los irmen no iban a enviarme a la Esencia.
Unos cuantos ciclos más tarde se abrió la puerta y
penetró un irman, provisto de un maletín. Lo situó sobre la mesa y me hizo seña
de que me aproximara, lo que hice no sin reticencia, aunque la hostilidad de
aquel ser era relativamente poco pronunciada.
Eché una ojeada a los cuadernos y libros de imágenes que salieron del maletín, y comprendí que aquel irman se disponía a enseñarme su idioma, y quizás a aprender el mío.
Quizá, después de todo, me fuera posible desempeñar
mi función de embajador ante la raza que me había capturado.
Capítulo IV
Hablaré sobre los terrestres, humanos o irmen, pues
de éstas y otras muchas maneras se denominan a sí mismos.
Ya he descrito algunas de sus características físicas
más notables, o por lo menos que a mí me causaron más impresión. Son más altos
que nosotros, y están casi completamente desprovistos de pelo, que tan sólo les
crece en lo alto de la cabeza, bajo la unión de sus flacos brazos con el
cuerpo, y también en tomo a los órganos sagrados. Igualmente les brota en tomo
al rostro y bajo la nariz, pero muchos de ellos suelen afeitarlo de estos
últimos lugares, en tanto que otros déjanlo crecer a su aire, o lo arreglan de
la forma que les parece más estética. Son, desde luego, mamíferos como
nosotros, pero descendientes de simios como los chirg lo somos de felinos.
Físicamente siempre me parecieron monos sin pelo ni cola.
He escrito ya algo sobre sus rostros, que al
principio me causaron tanto miedo y repugnancia, bien que luego llegaría a
acostumbrarme a ellos. Lo que nunca pude dejar de notar fue su olor áspero y
desagradable, cuya gama de variantes emocionales recuerda en mucho a la nuestra.
Sin embargo ellos mismos no perciben nada de ello, puesto que su sentido del
olfato es muy rudimentario y apagado, hasta el punto de que no pueden captar
sino aromas o hedores muy fuertes. Entre sí no se huelen, ni perciben de esa
forma sus emociones.
Y tal vez ello sea una compensación de la naturaleza,
pues nunca conocí raza más emocional, capaz de llegar a las más violentas
cóleras por motivos fútiles. Pierden a menudo el control de sí mismos, y aún
parece que se complacen en ello y lo tienen por signo del poder y superioridad
de su raza.
¿Qué más diré de ellos y de las diferencias físicas
de su raza con la chirg? Después de tratarles por un tiempo me enteré de que
también su sentido del oído es menos sofisticado que el nuestro, aunque en
vista, gusto y tacto somos más o menos iguales. Por término medio tienen más
fuerza física que nosotros, quizá como compensación por la falta de garras
efectivas; sus uñas son rudimentarias y no retráctiles.
Sus movimientos habituales son espasmódicos y
desgarbados, y duermen del mismo modo que lo hacemos nosotros, aunque resultan
más lentos en el despertar, permaneciendo a veces entontecidos durante algún
tiempo tras ser arrancados al sueño.
También me sorprendieron, y esto ha de ser dicho, sus
costumbres en relación con los órganos y actividades sagradas. Sus hembras
están en celo continuo desde el momento de su pubertad, y los machos parecen
estarlo también, si consideramos la importancia que el fenómeno tiene en sus
vidas y en su forma de pensar.
Hablan continuamente del dicho fenómeno, y construyen
juegos orales de humor en tomo a la mención de la actividad sagrada y numerosísimas
aberraciones de la tal, que en ellos parecen ser muy frecuentes. Igualmente
establecen curiosas correlaciones entre sus capacidades en tal sentido y otras
cualidades tales como la bravura, don de mando e incluso estado social.
Pero lo que más choca en ellos, y a mí me sorprendió
grandemente al poder hablar y entender su idioma, es la tendencia a la mención
de órganos y acciones sagradas dentro de su conversación habitual, pero
totalmente ajenas al contexto de la misma. No se trata de que mantengan, como
también hacen, conversaciones largas y detalladas acerca de la actividad
sagrada, sino que, hablando sobre otros temas, interrumpen de pronto la frase
para nombrar un órgano sagrado de cualquier sexo, o una forma de algún verbo
relativo a tal acción, tras de lo cual continúan la frase como si nada hubieran
dicho entremedias. Toman también las dichas palabras como exclamación de
placer, de dolor o de fastidio, de forma grandemente curiosa además de
repulsiva. Y para acabar con el tema, igualmente utilizan de dicha forma
vocablos referentes a la actividad excretoria, y aunque a todo ello algunos lo
denominan «malhablar», no por ello dejan de hacerla, y aún de tenerlo por
meritorio y por muestra de dignidad, valentía y otras cualidades que ellos
admiran.
Su lengua es muy rica, y con ella podrían crearse, y de hecho ellos lo hacen, grandes obras literarias y poéticas. Para cada concepto existen muchos sinónimos y derivados, y los verbos son de una magna complejidad. De ello puede ser causa el hecho de que en el origen de su raza hablaban sus diversas comunidades una infinidad de idiomas distintos, los cuales fueron aglutinándose en una jerga compuesta propia para entenderse todos ellos, y de allí su diversidad de vocablos para un mismo objeto o concepto.
Por ejemplo, emplean ellos numerosas denominaciones
para indicar su propia raza. El nombre de irmen que nos dieron a su respecto
los lahri no es sino una de dichas denominaciones, estando compuesto por los
términos ir, que indica su planeta de origen, y men (en singular man),
individuo o individuos aislados. De parecida forma el nombre completo de
su mundo, Irosén incluye el ya citado vocablo de Ir, relativo al
planeta y Sén, la estrella en tomo a la que el dicho mundo orbita. Pero
en la nave en la que fui prisionero no se usaban mucho tales términos, prefiriendo
llamar al mundo Tierra, y a sus nativos u originarios, terrestres, terrícolas o
terráqueos. Al conjunto de su raza llámanla también Humanidad, y humanos a los
pertenecientes a ella.
Añadiré que los terrestres no son buenos lingüistas y
que mi profesor asombrábase de lo fácilmente que yo aprendía su idioma, hasta
el punto de sospechar al principio que yo lo conocía ya de antes y le estaba
engañando. Pronto salió, no obstante, de su error, y creo que gané con aquella
habilidad alguna estimación por su parte. En cuanto a aprender él la lengua
chirg, pronto renunció a ello, tanto por parecerle muy difícil como por no
estimar de mucha importancia su conocimiento, y en ello debió influir el
desprecio que tanto sus compañeros como él mismo sentían por toda raza ajena a
la suya.
Hablaré ahora sobre la historia de los terrestres,
tal como poco a poco la fui conociendo. Pasaron ellos, tal como nosotros, por
las diversas fases de la evolución planetaria, llegando a conocer la energía
del núcleo atómico antes de que las comunidades independientes de su mundo se
hubieran unificado, de lo que resultó el evidente peligro de guerra nuclear
autogenocida, y más con el carácter de los individuos de dicha raza, siempre
inclinados a la pelea y a la sinrazón. Quizá fuera la conquista del espacio lo
que, al encauzar su energía y agresividad hacia otros objetivos, les salvó del
holocausto y logró la unificación política de su estirpe. Colonizaron los
terrestres diversos mundos de estrellas cercanas y sometieron a algunas
razas ajenas a la suya. Por lo que medio entendí de mi profesor, y luego
comprobé, parece ser que buena parte de los Individuos de raza terrestre
carecen de los instintos xenófobos propios de aquellos que conocí en la nave, o
quizá los tuvieran más atenuados, puesto que los mencionados alienígenas no
fueron siempre maltratados, y aún en ocasiones se les ayudó en la
elevación de su nivel tecnológico, concediéndoseles luego la entera
independencia. Hubo, claro está, conflictos y aún guerras, además de una
infinidad de incidentes aislados entre miembros de la raza humana y de
las restantes etnias inteligentes de la zona de influencia de la primera. Pero
finalmente se estableció una unión entre los diversos planetas poblados por
los terrestres y otros habitados por otras razas, entidad política que tomó el
nombre de Confederación.
Cuando mi profesor de idiomas pronunció dicha palabra
por vez primera, recordé que los lahri la habían mencionado al referirse a los
terrestres o irmen, y hablé de mi misión diplomática, rogando al profesor
que transmitiera a sus superiores mi petición de ser llevado ante las
autoridades de dicha Confederación. Pero el hombre estalló en cólera y desprecio,
gritándome una frase en la que expresaba el absurdo de que él mezclaba la
Confederación con sus propios excrementos (una de las expresiones ilógicas
arriba mencionadas, y a las que luego casi llegué a acostumbrarme,
aunque en aquel momento me dejara estupefacto)
Me informó luego mi profesor, algo más calmado, que la
Confederación había caído, víctima de su cobardía al admitir en su seno razas
no terrestres, lo que a su parecer constituía traición a la idea de la
Humanidad como estirpe superior. Aquellos a quienes calificó de «verdaderos
hombres» habíanse secesionado del poder político de la propia Tierra, creando
comunidades casi nómadas y emprendiendo guerra sin cuartel contra los
estados estelares no humanos que limitaban con la antigua Confederación, y a
las que aquel bárbaro calificó como compuestos por animales inmundos y dañinos.
Habían ya casi aniquilado algunas de dichas infortunadas etnias, Incluida la de
los kaar, en cuyo antiguo espacio nos hallábamos, y se proponían en un
futuro próximo crear un Imperio de tipo oligárquico y racista, poniendo
su capital en la lejana Tierra de Sol, tanto si quienes habían quedado en dicho
mundo querían como si no. Dio a entender que en la Tierra, y quizá
también en algunos mundos adyacentes aún se mantenía la idea de la igualdad de
las razas inteligentes, pero para dicha idea y para quienes la mantenían
expresó su desprecio más profundo. Entre otras incongruencias dijo que el hecho
de mantener tal ideología conllevaba la incapacidad para efectuar las
actividades sagradas y la falta de los órganos apropiados para tal función.
Finalmente me miró de forma dura, apestando hostilidad, y me comunicó
que también la raza chirg a la que yo pertenecía debería someterse al futuro
Imperio, como estirpe de súbditos de los terrestres, pues de lo contrario sería
destruida.
Sentí mi corazón dar un vuelco, y todos mis pelos se erizaron, pero no me arriesgué a responderle, pues me pareció muy excitado y temí que incluso llegara a golpearme. Pero luego, con la versatilidad de su raza, el profesor se calmó, reduciéndose su olor hostil casi a la nada, y a continuación volvimos a la lección del día, que habría de ser una de las últimas antes de la entrevista que iba a tener con el capitán de la nave.
Por cierto que ya había yo empezado a aprender
algunos de los nombres de los terrestres de la nave, siendo Alboino el de mi
excitable profesor, y Sigmund el del capitán. Al parecer los de las Compañías
Francas gustaban de bautizarse con nombres que antes que ellos llevaron
algunos héroes y caudillos reales o imaginarios de su pasado histórico y
literario, en general de épocas en las que aún su raza no había salido al
espacio.
Capítulo V
- Mantente en silencio y en actitud respetuosa -me
advirtió Alboino-. No hables sino cuando se te pregunte. En el Estado Mayor hay
personas que no comparten mi paciencia hacia los alienígenas.
No pude hacer sino asentir a la manera terrestre.
Alboino y dos guardias armados me condujeron por largos y metálicos pasillos
hasta llegar a la sala que debía hacer las veces de puesto de mando o cuartel
general. Allí me esperaban ya.
Pude reconocer a varios de los oficiales con quienes
me encontré el primer día, Y también al capitán, un humano de alta estatura aún
para su especie, con pelo rojizo en lo alto de la cabeza y en tomo a toda su
cara. Todas las miradas estaban fijas en mí, y el olor de la hostilidad me
golpeó como un arma física. Tuve que esforzarme para que mi pelambre no se
erizara.
-Así pues, éste es el gato -dijo un humano de pelo
amarillo, sentado junto al capitán, Y cuyo efluvio hostil era bastante más
pronunciado que el de la media existente en aquella inquietante congregación.
Yo sabía que la palabra empleada designaba a un
pequeño mamífero del planeta natal de los humanos, y que se decía de un modo
despectivo. No repliqué nada, ni reaccioné ante la ofensa.
-¿Sabe hablar nuestro idioma? -preguntó a su vez el
capitán. Su voz era ronca y pausada.
-Lo habla y lo comprende -respondió Alboino, con
cierto orgullo-. Ha sido muy buen alumno.
-Avanza, alienígena -ordenó el capitán-. Dinos tu
nombre y de dónde procedes.
Di un paso adelante, consciente de los sentimientos
poco amistosos de la concurrencia.
-Soy Alipherath Katrame, de la Noble Katrame -me
presenté. El lenguaje humano era raspante en mís labios, lengua y garganta-.
Soy hijo de Zakteh, la Vieja Raza Dorada. Procedo del Dominio Chirg, y vengo en
embajada pacífica dirigida a vuestra raza.
-Bien -aprobó el capitán-. Ahora quiero saber cuales
son las coordenadas de tu mundo natal, o de la capital de ese dominio del que
procedes, en caso de incluir éste más de un planeta.
Clavé mís ojos en los del capitán.
-Ignoro esos datos -dije sin mentir-. Soy un
diplomático, no un astronauta. Mi misión es...
-Silencio -cortó bruscamente el capitán, aún sin
levantar la voz. Obedecí.
-¿Qué opinas, Alaric? -preguntó el capitán.
El hombre del pelo amarillo volvió el rostro hacia su
superior. -Está mintiendo -dijo.
-Eso lo veremos luego -decidió el capitán-. Bien,
alienígena, dinos cual es tu misión.
-Se trata de una misión de paz -insistí-. El Dominio
Chirg desea establecer buenas relaciones con todas las razas del universo.
Queremos ser amigos del pueblo de Tierra de Sol.
-¡Buenos amigos! -estalló el del pelo amarillo-. Casi
destruyen por completo la Compañía. Sigmund ¿cuantos guerreros salimos de
Kortia hace seis meses? Dos mil quinientos. ¿Y cuantos quedamos hoy vivos?
¡Menos de cuatrocientos!
-De los míos, tan sólo yo quedo con vida -no pude
evitar decir. Los ojos helados del capitán me taladraron.
-No hables a menos que se te pregunte, alienígena
-dijo-. Es la última vez que te lo advierto.
Luego su mirada pasó a la del hombre del pelo
amarillo.
-Parece que no te das cuenta de la situación, Alaric
-su voz seguía siendo igual de fría-. La Compañía ha combatido estos últimos
meses contra las arañas de Adivisia. Hemos destruido docenas de sus naves,
hemos arrasado sus planetas... y sin sufrir prácticamente ninguna baja.
-Lo sé -replicó secamente el llamado Alaric.
-Y de pronto entramos en combate con una pequeña
fuerza astronaval, perteneciente a unos alienígenas diferentes. En pocos
minutos perdemos dos de nuestras naves, y la tercera queda averiada. Esa raza
chirg es un peligro terrible para la Humanidad. Debemos concentrar todas las
fuerzas de las Compañías contra ella, y debemos hacerlo cuanto antes.
Sentí que mi corazón se paralizaba. Aquello era la
definitiva declaración de guerra.
-¿Pero por qué? -dije inconteniblemente-. Nuestras
razas pueden ser amigas, nuestro mensaje...
-Golpea -ordenó el capitán, sin alzar la voz.
Noté un tremendo estallido en la cabeza. Por un
instante mis sentidos se nublaron, y luego me encontré tirado en el suelo.
Comprendí que uno de mis guardianes había estrellado la culata de su arma
contra mi cráneo.
-Sigue golpeando -dijo el capitán.
El guardia avanzó un paso y estampó su bota herrada
en mi cuerpo. Me retorcí en el suelo, preso de terribles dolores. Con la fría
frecuencia de un metrónomo, el humano continuó dándome patada tras patada.
-Basta -cortó al fin el capitán.
Los golpes cesaron, y quedé encogido sobre mí mismo,
hecho una miserable bola de carne doliente.
Diversos olores llegaron a mí. Prevalecía aún la
hostilidad, pero ahora se mezclaba con la diversión. Me sorprendió hallar un
cierto aroma de compasión en Alboino, mi profesor de idiomas.
-¿Puedes volver a tu asiento, alienígena? -me
preguntó el capitán.
Asentí a la manera terrestre, sin arriesgarme a
pronunciar más palabras. No creía tener ningún hueso roto, aunque la sangre
corría por la parte trasera de mi cabeza, allá donde la culata golpeara. Me
acomodé difícilmente en el asiento humano, sintiendo al hacerlo más de un
ramalazo de dolor.
-Escúchame ahora, alienígena -se dirigió a mí el
capitán Sigmund-. Te advertí una vez, y yo nunca lo hago dos. En una asamblea
de humanos, los alienígenas guardan silencio a menos que sean preguntados o
que se les ordene hablar.
Te instruiré ahora en las leyes de la vida y de la
muerte, alienígena. Escucha bien, y procura comprender. Desde la creación del
universo la única ley ha sido la del más fuerte. El más fuerte ordena. El más
fuerte predomina. El más fuerte gobierna -hizo una pausa- el humano es el más
fuerte.
No dije nada, desde luego, ni me moví.
-La amistad entre distintas razas es inestable
-continuó el capitán-. No hay a la postre sino dominador y dominado, y el
humano es el dominador. Nunca lo olvides.
Chirg podrá ser más poderoso que Adivisia. Podrá
combatimos más eficazmente, podrá causarnos bajas, pero nunca podrá derrotar a
la Humanidad, ni siquiera detenerla. Su presencia en el espacio es un desafío
para nosotros. Reuniremos las Compañías Francas y marcharemos contra él. Será
destruido o se someterá.
Me mordí furiosamente la lengua. Aquello, me repetí
una vez más, era la guerra. Pensé en la flota militar del Dominio. ¿Qué probabilidades
tendría frente a aquellos bárbaros humanos? ¿Cuantas Compañías Francas habría,
y que número de naves tendría cada una de ellas?
¡Ah, si de algún modo pudiera avisar a los míos!
-¿Qué sugieres, Alaric? -se dirigió el capitán a su
subordinado. Los labios del hombre del pelo amarillo se curvaron
siniestramente.
-Saquemos al gato todo lo que sepa acerca de su
nación -dijo-. Y luego que muera en homenaje a nuestros camaradas caídos. Y que
su muerte no sea fácil.
De nuevo me invadió el pánico. ¡Hablaban de mí!
¡Hablaban de matarme y de torturarme! Me pareció de pronto estar en el centro
de una terrible pesadilla, de la que sabía que no lograría despertar.
-No estoy de acuerdo -respondió Sigmund-. Sí,
interrogaremos al gato, pero no le mataremos después. Quizá nos sea necesario
cuando entremos en contado con su raza.
-¡El gato ha matado a más de dos mil seres humanos!
-El gato no ha matado a nadie -repuso el capitán-. Ha
sido una batalla leal. Somos guerreros, y como tales morimos. Los de la flota
chirg han combatido con honor, y con honor han perecido. No encuentro culpa en
ellos.
-¡Disiento, Sigmund! -estalló Alaric-. El honor es
patrimonio de los humanos. Ningún alieno puede reclamar poseer honor.
-Tal vez -replicó el capitán, me pareció que
pensativo-. Pero mi decisión está tomada. Que sea interrogado el alienígena.
-Cómo quieras -aceptó Alaric.
Pero la mirada que me dirigió no fue nada amena, y el
olor de hostilidad se hizo más fuerte en él, si cabe. Aquel hombre quería mi
muerte.
-Lleváoslo -ordenó el capitán-. Los resultados del
interrogatorio me serán pasados en cuanto estén listos.
Y fui escoltado fuera de la sala, y llevado al lugar
donde habrían de interrogarme.
Había pensado en instrumentos de tortura, pero no fue
tan malo. Simplemente me acogieron unos humanos vestidos de blanco que me
condujeron hasta una gran máquina. Incluso tuvieron el detalle de cerrar mi
hemorragia con una pomada especial antes de aplicar los electrodos a diversos
lugares de mi cabeza; luego los humanos empezaron a preguntar. Algunas cuestiones
anodinas al principio, quizá para calibrar los instrumentos. Y luego lo
fundamental: la posición en el espacio del Dominio Chirg, el poderío de sus
fuerzas militares, sus naves, sus armas...
De todo ello yo sabía muy poco, prácticamente nada.
Tan sólo que el Dominio se encontraba en un extremo de la galaxia, cómo la
región donde ahora me encontraba. No tenía idea de la distancia que nuestra
flotilla había recorrido, ni hacia dónde la había hecho, sólo que había
navegado en la dirección general hacia el lejanísimo centro de la galaxia.
Podía enumerar algunos planetas cercanos al Dominio, pero sabía que serían
desconocidos también para mis aprehensores. En cuanto a los temas militares,
podía hablar por encima de los temibles nirr... que casi nos dieron la
victoria. Y de como se envolvían en espacio plegado, fuera el que fuera el
significado de ésto, hasta resultar indetectables e imparables, pero no tenía
idea de los detalles técnico. Podía nombrar otras armas, podía hablar de los
formidables Uarnass de la Guardia del Dominio, pero ello no sería de mucho
provecho para los terrestres... De todas formas no me quedaba otro remedio que
contar lo que sabía, pues de otro modo me lo habrían arrancado por medio de la
tortura, y toda mentira quedaba excluida debido a aquel aparato que se me había
aplicado.
Cuando todo terminó, Alboino me condujo de nuevo a la
parte de la nave donde él y yo nos alojábamos. Mi profesor de idiomas seguía
emitiendo un aroma de compasión hacia mí.
-Te lo advertí, Alipherath -dijo-. No puedes decir
que no te lo advertí. Nunca debiste hablar en una asamblea humana sin que se te
diera permiso previo para ello.
-La culpa fue mía -admití. Y luego intenté aprovechar
el momentáneo buen talante de Alboino para intentar enterarme de algo -¿Qué
harán ahora conmigo?
El humano hizo el gesto de alzar ligeramente los
hombros.
-Ya has oído al capitán. Vendrás con nosotros hasta
que encontremos el hogar de tu raza. Entonces puede que se te ordene intentar
convencer a los tuyos para que se sometan.
-No lo harán -afirmé.
-Pues entonces serán atacados y vencidos -respondió
él, sin ninguna emoción en la voz -No creas que van a a tener ninguna oportunidad
frente a las Cien Compañías.
El corazón me dio un brinco en el pecho.
-¿Cien Compañías? -pregunté.
-Ciento catorce, exactamente -dijo Alboino-. Quizá
ciento quince, si Rutgier ha conseguido formar la suya mientras nosotros
estábamos en campaña.
¿Ciento catorce? ¿Ciento quince? Aquello, si se
suponían tres naves de guerra por Compañía, significaba una flota muy
peligrosa. Yo ignoraba, felizmente por lo que al interrogatorio se refiere, el
número de navíos militares que el Dominio podía alinear, pero...
Alboino pareció leer mis pensamientos.
-¿Quieres saber cuantas naves de combate tienen las
Compañías? -sonrió levemente-. No creo que haya ningún mal en que lo sepas,
puesto que no podrás salir de aquí hasta que el capitán lo disponga, y por
otra parte no es ningún secreto. Pues sí, nuestra Compañía Franca era una de
las más modestas, y ahora, gracias a los tuyos, lo es aún más. Pero no vayas a
creer que todas son así. La Compañía del Kiphdar, una de las primeras en
formarse, dispone de más de un centenar de naves. Ella sola derrotó sin ninguna
ayuda a los esteloides de Arhahaut Norte y devastó sus planetas, consiguiendo
un botín monstruoso...
Sentí que la cabeza me daba vueltas. Aquellos
bárbaros podían tener varios miles de naves, una flota sin duda mayor que la
del Dominio y los insectoides lahri juntos. Tal armada, lanzada por sorpresa
contra nuestros planetas...
Y de pronto se me impuso la devastadora realidad de
que tan sólo aquella nave conocía la existencia del Dominio. Si de algún modo
yo lograra sabotearla, destruirla antes de que divulgara tal conocimiento entre
los suyos... ¡Ah! ¿Pero que había de poder yo, pobre de mí, prisionero e
indefenso? Pensé en el suicidio y sentí terror. Pero me juré a mí mismo, no
obstante, que si la ocasión se presentaba, no vacilaría en llevarme conmigo a
la Esencia todo aquello que pudiera amenazar a mi raza.
¿Tendría el valor de hacerlo?
-Dentro de un par de meses las Compañías empezarán a
llegar a Walhalla, para el Gran Encuentro -continuaba hablando volublemente
Alboino, sin parar mientes en mi angustia-. Allí las encontraremos y de allí
saldremos en busca de tus planetas, Alipherath. Quizá tengamos que cribar todo
este sector de la Galaxia, pero sabemos que estáis cerca, y no tardaremos en
encontraros -de nuevo irradió algo parecido a la simpatía-. Escucha, creo que
deberás ser elocuente con los tuyos. Convénceles de que se sometan sin lucha, y
será mejor para todos. Después de todo no es tan malo el estatuto de raza
sometida a la Humanidad.
Pensé en el Dominante, en los orgullosos Damuz, en
los Kardess, en mis propios compañeros de estirpe, los Zakteh de la Vieja Raza
Dorada... en cómo sería recibida una proposición tal pero creí mejor mentir.
-Quizá se sometan -dije, pues eso era lo que Alboino
deseaba oír-. Quizá pueda evitarse la guerra.
Pero estaba seguro de que no sería así.
Capítulo VI
Del viaje a bordo del Azagaya
En los días que siguieron pude enterarme de muchas
cosas. La Compañía Franca que había combatido con nuestra flota y que ahora me
mantenía prisionero era la del Jaguar, correspondiendo este nombre a un animal
feroz de Irosén, que había sido elegido como símbolo (un animal que, por
cierto, y según me contó Alboino, debía tener un remoto parentesco o semejanza
con la raza chirg, al ser felino, bien que irracional) La nave en la que me
hallaba llevaba el nombre de Azagaya, y las destruidas los de Venablo y Jabalina,
todos ellos correspondientes a armas arrojadizas del pasado humano. Toda la
escuadrilla había estado realizando el corso contra los kaar en los últimos
tiempos, destruyendo sus naves, bombardeando sus planetas y despojándoles de
grandes cantidades de botín. En un momento de sus actividades, para su
desgracia y la nuestra, habían topado con nuestra flota.
El Azagaya había quedado en muy malas
condiciones después del combate, y sus tripulantes pugnaban por repararla
provisionalmente con los medios de a bordo. Dijérase lo que se dijera de la
barbarie de los terrestres, nadie podría negar que se trataba de una raza
habilidosa y propietaria de una alta técnica, tanto es así que las reparaciones
adelantaban a ojos vistas, y muy pronto la nave podría surcar de nuevo los
espacios. De todas formas, me dijo Alboino, antes de poner proa definitivamente
hacia Walhalla, mundo que debía ser lugar habitual de reunión para aquellas
gentes, habría de pasar por un astillero para que se la reparara a fondo.
En lo referente a la guerra que las Compañías Francas
llevaban a cabo simultáneamente contra tres naciones de distintas razas,
parecía a punto de acabar. Las últimas noticias eran que la más poderosa de
ellas, la de los esteloides, había sido totalmente destruida, y la tal raza
exterminada. En poco mejor situación se hallaban las arañas inteligentes llamadas
kaar y los vegetales animados del imperio conocido por los terrestres con el
nombre de Dark. Sus flotas de guerra habían sido deshechas, sus planetas
devastados y todas sus obras destruidas con saña. Al parecer los de las
Compañías cruzaban una y otra vez por los espacios de tales infortunadas
razas, destruyéndolo todo a su paso. Entretanto no descuidaban el atacar a
cualquier nave que se cruzara en su camino, asolar y saquear mundos de otras
razas e incluso efectuar incursiones contra planetas habitados por la misma
estirpe humana, aunque en éstos prescindían del genocidio, matando tan sólo a
aquellos que osaban oponerse a sus rapiñas.
Alboino se refería a tales mundos como guaridas de
gentes miedosas y degradadas (en realidad siempre mezclaba incongruentemente
con tales términos los de carencias y desviaciones de las funciones sagradas),
aunque expresaba la esperanza de que algún día, bajo el liderazgo de las
Compañías Francas, se hicieran dignas de su naturaleza humana y secundaran a
aquellas en la conquista y devastación de la Galaxia. Según me expresó, una vez
llegado el cercano día en que los tres estados enemigos fueran totalmente aniquilados,
las Compañías tomarían el control, era de esperar que sin violencia, de Tierra
de Sol y de todos los astros humanos para formar um glorioso imperio que se
lanzaría en el acto hacia el total dominio universal.
Transcurrió el tiempo mientras se me instruía en
tales cuestiones y perfeccionaba mi dominio del lenguaje terrestre en su
versión adoptada por las Compañías. Y un día la nave entera vibró, y supe que
nos habíamos puesto en movimiento y que el plan contra Abgroï estaba en marcha.
Y poco después noté el primer salto por el hiperespacio, que me pareció brusco
y desagradable comparado con los que efectuaban las naves de mi pueblo, ya
fuera por la propia rudeza de los terrestres, ya por no estar todavía
suficientemente reparados sus aparatos de campo extradimensional.
Pensaba yo que nos dirigíamos al espacio humano,
rumbo a aquel astillero estelar del que Alboino me hablara, pero tal no resultó
ser el caso. Mi mismo mentor me lo comunicó un día, cuando ya pensaba que
deberíamos estar entrando en la esfera espacial de la extinta Confederación.
-El capitán requiere tu presencia, Alipherath -me
anunció.
Sentí un repeluzno en lo más hondo de mi ser.
-¿Más interrogatorios? -no pude por menos que
preguntar. -No, simplemente quiere que seas testigo de lo que va a suceder pareció
dudar. -Bien, vamos a atacar un planeta de las arañas.
La sorpresa me hizo erguirme en mi asiento.
-¿De los kaar? -pregunté, incrédulo-. Yo creía que ya
habíamos abandonado su espacio.
-Pues no. Tus amigos nos hicieron mucho daño en la
batalla, y perdimos parte del botín que llevábamos en la nave. Vamos a
resarcimos a costa de las arañas. Pocos son los planetas que les quedan
enteros, y por eso hemos estado revoloteando tanto tiempo por su espacio.
-¿Y el capitán me quiere como testigo?
-Exactamente. Quiere que veas por ti mismo lo que una
sola nave de las Compañías puede hacer, aunque esté averiada como la nuestra.
El puente de mando donde antes yo había estado
aparecía ahora completamente cambiado. Lucían numerosas lámparas en paneles
antes ocultos, y una de las paredes estaba metamorfoseada en pantalla de
visión. El capitán Sigmund y sus oficiales dirigían desde aquella pieza la
marcha de la nave.
-Capitán, el alienígena Alipherath Katrame está aquí
-anunció Alboino.
Sigmund se volvió y me dirigió una mirada
inexpresiva. El olor de sus sentimientos era asimismo neutro.
-Que se instale cerca de la pantalla -ordenó-. Quiero
que asista al ataque.
El planeta objetivo era visible en la pantalla como
una esfera vagamente luminosa. Se advertía la capa atmosférica y las nubes que
ocultaban parte de la superficie.
-Naves saliendo del planeta -advirtió uno de los
oficiales, sentado ante el cuadro de instrumentos.
-¿Se dirigen hacia nosotros? -quiso saber el capitán.
El oficial manipuló en los instrumentos de detección,
sin duda ajustándolos.
-Cinco naves medianas vienen a nuestro encuentro
-respondió al fin-. Algo más allá hay una formación de doce navíos mayores en
ruta hacia su nadir.
-Bien, sin duda los peces gordos intentan escapar
-sonrió el capitán de forma casi imperceptible-. Alaric, toma el mando.
Mi particular amigo del pelo amarillo me dirigió una
sonrisa agresiva y un saludo con la mano antes de acomodarse en el sillón del
pupitre de mandos. Su aroma indicaba burla y una insana alegría.
El capitán se volvió hacia mí.
-Las arañas nos han detectado -empezó a informarme-.
Sus dirigentes y demás privilegiados deben estar huyendo en las naves grandes,
buscando entrar en el hiperespacio. Una escuadrilla de guerra intenta
interceptamos.
Alaric daba órdenes incesantemente, pero a través de
un laringófono, por lo que yo no podía oírle. Pero el capitán me informaba de
lo que iba ocurriendo, de forma fría y desapasionada, cómo si él mismo fuera un
simple espectador de la batalla que su nave iba a emprender.
-Hemos alzado los campos protectores, y los
desintegradores están dispuestos. Tenemos hora y media hasta que entremos en
contacto. Tomaremos entretanto algún refrigerio.
Procuré tragar saliva. Todo aquello me parecía
irreal.
-¿Puedo... puedo hablar? -tartamudeé.
-No estamos en ninguna asamblea -concedió el
capitán-. En realidad quiero hablar contigo, Alipherath Katrame -y de pronto,
para mi sorpresa, su olor se hizo casi amistoso-. Me gustaría que comprendieras
lo que vas a ver, y que sacaras las consecuencias pertinentes.
-Así espero hacerlo -dije-. Si se me permite
preguntar ¿qué piensas sacar de este ataque?
-Las arañas tienen un sistema monetario basado en el
platino -respondió el capitán-. También poseen piedras preciosas raras guardadas
en sus nidos comunitarios. Eso y las sedas que tejen con el mismo hilo
producido por sus cuerpos... No faltará el botin.
-¿Y no te ofrecerían libremente ese mismo botín si
les prometes respetar sus vidas? -me atreví a sugerir.
-Estamos en guerra con ellas -contrapuso el capitán-.
Nuestra misión es destruirlas.
Un tripulante trajo algunas bebidas. El ambiente era
más bien de fiesta que de combate. A mí no se me ocurría que decir ni que
preguntar. ¿Habría presidido un ambiente similar el ataque a las naves de nuestra
flota? Al menos, pensé no sin un cierto placer, en aquel caso la fiesta no
había sido del todo agradable para los humanos.
-Aquí están sus naves -dijo de pronto el capitán.
Bajo la gran pantalla donde se veía el oscuro espacio
estelar y el planeta, que crecía por momentos, se encendió un cuadro luminoso
en el que pude ver un brillante punto dorado a cuyo encuentro iban otros cinco
de color verde.
El capitán consultó su cronómetro.
-Van más rápido de lo que creía -dijo con
indiferencia-. Dentro de unos minutos empezará el enfrentamiento.
Alaric se volvió de pronto desde su puesto.
-Las arañas nos hablan, Sigmund -dijo.
-¿Qué quieren?
-Negociar -y el hombre del pelo amarillo se echó a
reír de una forma que a mí me pareció altamente desagradable-. ¿Les contesto?
-Obra a tu arbitrio -dijo Sigmund-. Tú estás al
mando.
El hombre del pelo amarillo volvió a hablar por su
laringófono, mientras sus manos accionaban en los instrumentos. El capitán, por
su parte, se colocó un auricular en la oreja derecha.
-Alaric les habla -dijo-. Es decir, habla al
traductor, que transmite a las arañas lo que él dice. Les pregunta si podemos
entrar en contacto con sus dirigentes.
-¿Vais a negociar? -pregunté.
El capitán negó.
-Les vamos a destruir -dijo-. Pero Alaric tiene un
peculiar sentido del humor.
En la pantalla menor, los cinco puntos verdes seguían
aproximándose al dorado. Pero de pronto tan sólo hubo tres puntos verdes.
-Nuestros desintegradores han destruido dos de ellos
-comentó el capitán.
Así pues, en mitad de las fingidas negociaciones...
Sentí asco y odio. Pensé que aquella raza asesina no tenía derecho a existir.
Un peculiar sentido del humor, había dicho el capitán...
Las tres naves kaar supervivientes se desplegaron al
instante. Sus velocidades debían ser impresionantes, pero en la escala a que
estaba la pantalla parecían muy lentas.
-Nos disparan -dijo el capitán-. Energía nuclear
dirigida. Nada que pueda perforar nuestro campo de protección.
Pude advertir unos leves relámpagos en la pantalla
grande. El campo protector resistía, como había resistido a las armas menores
de nuestras naves... hasta que éstas emplearon los nirr... ¿Tendrían las
arañas algo parecido a los nirr... ? Por un instante llegué a desear
que asífuera, tal era mi aversión hacia los humanos, pero luego pensé que yo
también estaba a bordo de la nave, y me mordisqueé los labios. Bueno, si la
sorpresa llegaba, el Dominio volvería al anonimato... a costa de mi vida.
Pero no parecía que la sorpresa fuera a llegar.
-Otros dos destruidos -anunció Sigmund-. El último se
nos cruza en vuelta encontrada... sigue disparando...
El solitario punto verde se cruzó con el dorado.
Luego empezó a dar media vuelta, como si intentara atacarnos por popa.
El capitán dejó escapar un suspiro.
-Es brava esa nave -comentó-. No pretende alejarse,
sino mantener el combate. Bien, de todas formas la hubiéramos destruido antes
de que pudiera salir del alcance de nuestra artillería... Ah, liquidada también.
Alaric se volvió con una sonrisa triunfante.
-La escuadrilla enemiga ha sido destruida -anunció-.
¿Damos caza a esos otros que huyen, o nos dirigimos al planeta?
-El planeta no se nos va a escapar -replicó
sencillamente Sigmund.
De modo que nos lanzamos tras los infelices que
pretendían huir.
Fueron horas de espera y tensión, al menos para mí.
Unos tripulantes sirvieron de comer, pero me fue imposible probar bocado.
Alaric se dio cuenta de ello y se alegró grandemente, en tanto que el capitán
ni siquiera pareció advertirlo.
La segunda batalla, si es que podía llamarse así, me produjo aún más desagrado. Las naves kaar se dispersaron, pensando que quizás alguna de ellas sobreviviría así, pero Alaric, que seguía ostentando el mando, hizo salir a los cazas ligeros dotados de cañones atómicos, los mismos que decidieron la lucha contra nuestra flotilla. Las naves mercantes, panzudas e indefensas, comenzaron a estallar en el espacio.
Perseguía la Azagaya a un grupo de tres, que
aceleraban desesperadamente intentando llegar a un punto de entrada
hiperespacial y así escapar a nosotros. Pude ver una serie de destellos en la
pantalla grande.
-Alaric les dispara con atomizadores -me informó
Sigmund-. Finge que están fuera de nuestro alcance. Quiere darles esperanzas
antes de destruirlas con los desintegradores pesados.
-¡Es un asesinato! -estallé, de forma incontenible.
Pero el capitán Sigmund no se enfadó.
-Es la guerra -se limitó a responder. Sin embargo,
creí percibir en su aroma un indicio de repulsa.
Pensé en las arañas, en los kaar, sin duda llenos de
pánico en la medida que seres de su especie pueden sentirlo, aguardando los
últimos minutos, con la esperanza de poder entrar en el hiperespacio antes de
ser destruidos... en la ignorancia de que ya estaban al alcance de los
desintegradores humanos, y que eran objeto de un juego despiadado. Aquellas
eran ya las únicas naves que subsistían de la flotilla fugitiva, pues los
pilotos de los cazas no se habían mostrado tan remisos o quizá tan sádicos como
Alaric.
El oficial del pelo amarillo esperó a que las naves
kaar llegaran a una pequeña distancia del punto de congruencia hiperespacial, y
entonces destruyó la que iba en cabeza, como para demostrar a las otras dos
que siempre habían estado a tiro, y que no les quedaba ninguna esperanza. Los
otros dos mercantes se separaron a toda prisa, en una maniobra desesperada.
Alaric dejó pasar unos minutos y después pulverizó uno de ellos.
Tuve que hacerlo, tuve que poner en práctica la idea
que en el último instante me había venido a la mente.
-Capitán Sigmund -dije-. Si destruís todas las naves,
ninguna podrá llevar a otros planetas la noticia de su derrota frente a la
Humanidad.
Sigmund se volvió hacia mí, Y olí en él la extrañeza,
y luego algo que podría ser comprensión.
-¡Alaric! -ordenó-. Deja que la última nave escape.
Quiero que lleve a su raza la noticia de lo que les hemos hecho.
El hombre del pelo amarillo se volvió bruscamente, Y
percibí el tufo de su cólera. Mas su rostro no mostró emoción ninguna, sólo la
más hierática de las impasibilidades.
-Tu mandas -dijo-. Damos media vuelta.
Y así lo hizo la nave, en tanto que el último
mercante kaar, desconcertado, viraba de nuevo para dirigirse al punto de
congruencia, seguramente sin comprender en absoluto lo ocurrido.
Unos artrópodos, unas arañas inteligentes me debían
la vida, sin haberme conocido nunca ni saber de mi existencia, y sin que, con
toda posibilidad, nuestros destinos volvieran a cruzarse. Pero sentí algo de
contento, aún en medio de la intensa depresión en que aquel bárbaro combate o
ejecución me había sumido.
-Puedes volver a tus aposentos, Alipherath Katrame
-dijo Sigmund-. Se te avisará cuando lleguemos al planeta de las arañas. Quiero
que veas también lo que ocurrirá allí.
De manera que unos momentos más tarde me encontré de
nuevo en la pieza que tan familiar se había vuelto para mí en los últimos días.
Me tendí en el duro catre que era mi lecho, e intenté desesperadamente
descansar, olvidar lo que había presenciado, tener al menos algunas horas de
reposo hasta que se me volviera a llamar para mostrarme algún otro horror.
Cerré los ojos y me acurruqué, lleno de terror y disgusto. Y sin duda debía
estar muy cansado, puesto que al poco tiempo me dormí, aunque mi sueño estuvo
cargado de pesadillas, de manchas luminosas que giraban y se perseguían en la
oscuridad, significando cada una de ellas una multitud de vidas que iban a ser
aniquiladas sin que yo pudiera hacer nada para evitarlo...
Me despertó Alboino, sacudiéndome ligeramente. Su voz
sonaba alegre.
-¡Levántate, Alipherath! Estamos a punto de descender
al planeta. Salté materialmente del catre, con los ojos aún llenos de
pesadillas.
-El... el planeta -dije-. ¿Va a descender la nave?
-No -me respondió-. La Azagaya quedará en
órbita estacionaria, protegiéndonos con su campo. Usaremos la lanzadera mayor.
Procuré despejarme. ¿Así pues habíamos llegado?
¿Cuantas horas había dormido?
-¿Se han rendido los kaar? -pregunté.
Alboino rió de nuevo.
-¿Rendirse? No han tenido esa oportunidad. Hemos
lanzado bombas de neutrones en todas las ciudades de esta parte del continente,
y hemos silenciado las pocas baterías de defensa que tenían. Nada del otro
mundo, proyectores antiguos y cohetes...
-¿Bombas de neutrones? -le interrumpí, deseando que lo que pensaba no fuese cierto.
Pero Alboino asintió.
-El arma perfecta. Las arañas están muertas, pero sus
pertenencias han quedado intactas. ¡Ah, nuestro capitán es un lince, un
verdadero lince! ¿Sabes que este planeta no es conocido por nadie sino por
nuestra Compañía? Las arañas debían sentirse seguras, pensando que su mundo era
desconocido...
La cabeza me daba vueltas. Así pues... eso era.
Bombas de neutrones, una devastadora explosión de radiaciones que mataba toda
la materia viviente, pero que no causaba daños en los objetos ni dejaba luego
radiactividad residual. El arma perfecta del ladrón, del saqueador... siempre
que, además, fuera también asesino.
En la compuerta de la lanzadera nos aguardaba el
propio capitán Sigmund.
-Sois los últimos -dijo simplemente-. Zarpamos.
Y así lo hicimos. La gran nave Azagaya quedó
arriba y atrás, y el vasto planeta de los kaar se hinchó en las pantallas de
proa. Aquél era el mundo donde aquellas arañas se habían creído seguras,
pensando que las Compañías Francas desconocían su existencia. Hasta que la Azagaya
fue detectada por sus instrumentos.
-Dos naves de caza nos han precedido -me explicó
Sigmund, como siempre empeñado en enterarme de todo-. No hay rastro de robots
de combate, ni tampoco de minas atómicas. La Azagaya mantiene un campo de
fuerza sobre la ciudad.
-¿La ciudad?
La ciudad. Cuando descendimos en la plaza principal,
el único movimiento en ella era el de los terrestres que habían llegado de avanzada
y que nos esperaban. La ciudad de los kaar parecía dormir bajo el sol. Pero en
realidad no dormía. Estaba muerta.
Mientras los humanos se dedicaban al saqueo con la
experiencia del profesional, buscando todo lo que les pudiera ser valioso, se
me permitió pasear por las calles, incluso entrar en los edificios. No, nadie
podía temer que me escapara, que me arriesgara a quedar abandonado en aquel mundo
de desolación.
-Ten cuidado -me dijo Alboino-. Nadie sabe lo que
puede encontrarse en esas madrigueras. Podrías caer en alguna trampa.
Pero no había trampas. No había sino muerte.
Los edificios de los kaar eran extraños para mi
experiencia, como era de esperar. En su interior había cosas incomprensibles,
que podían corresponder a muebles. Y también telas de araña, extendidas aquí y
allá, con algún ignorado propósito, pues no creí que las utilizaran para cazar
dentro de sus viviendas.
Y estaban los cadáveres.
Por primera vez pude ver a las arañas inteligentes, y
no las encontré muy diferentes, salvo en su mayor tamaño, de aquellas a las
que todos estamos acostumbrados a ver. Eran peludas, de ojos rojos, y sus patas
terminaban en órganos prensiles y manipuladores. Yacían inmóviles, fulminadas
por la radiación neutrónica, sorprendidas en diversas tareas, en su mayoría
incomprensibles para mí. En un edificio, en otro, en otro... en las calles, en
toda la ciudad. Olía a muerte.
Sentí un súbito mareo y pensé que iba a desmayarme, a
quedar allí inmóvil para siempre entre los aniquilados arácnidos. Había
habitado allí una raza de seres inteligentes, habían desarrollado su vida
cotidiana, sufrido las penas y gozado de los placeres propios de cualquier
estirpe pensante. Y habían sido destruidos de un solo golpe, para que los humanos
tuvieran ocasión de saquear, de llenar sus arcas.
Y en un momento creí ver la ciudad de Naolán,
intacta, brillante bajo el sol, consteladas sus calles con los cadáveres de los
Zakteh, de los Kardess, de los Damuz... manchas doradas, negras, blancas...
La gran Naolán muerta bajo el sol. El Palacio del
Dominante, poblado tan sólo por cadáveres, mientras los merodeadores humanos
huroneaban acá y allá, buscando los tesoros de la capital chirg, de la capital
de mi pueblo...
No sé cuanto tiempo permanecí quieto, apoyado en una
especie de columna truncada que había junto al umbral de la puerta de uno de
los edificios. Finalmente me llamaron.
-¡Eh, alienígena! -era un miembro de la tripulación
de la lanzadera, al que yo no conocía-. ¡Nos vamos! Aligera, si no quieres
quedarte aquí y que las arañas te encuentren cuando vuelvan. Y acabó con una
desagradable risotada.
Por lo visto el saqueo de la ciudad se había
consumado. No habían tenido tiempo de recorrerla toda, pero sin duda sabían
donde buscar. La navecilla iba cargada de cajas metálicas, en las que debía ir
guardado el botín.
-Ya lo has visto -me dijo el capitán Sigmund, en tono
seco-. No conviene tenernos por enemigos.
-No -respondí-. No conviene.
-Me alegro de que lo reconozcas. -Sigmund se acercó a
mí, acomodándose en el asiento que hacía pareja con el mío, en la carlinga de
la lanzadera. Noté que su olor no era hostil.
-No quiero la destrucción de los vuestros -dijo-. Me
gustaría que los seres de tu raza quedaran anexionados a nuestro futuro
imperio, al Imperio de la Humanidad. Podéis darnos mucho, y también recibiréis
de nosotros.
-¿Anexionados? -me oí decir a mí mismo-. ¿Cómo
esclavos? ¿Cómo animales?
-Como alienígenas -me replicó el capitán-. Ocupando
el lugar que os corresponde en el universo. Escucha, Alipherath Katrame, yo no
soy un exaltado ni un exterminador. Hago la guerra a los enemigos de la
Humanidad Y los destruyo como tales. Pero sé que los alienígenas inteligentes
no son animales. Sé que se puede colaborar con ellos, que tienen un lugar en el
cosmos, como la Humanidad tiene el suyo. Pero no se pueden permitir estados
separados, imperios independientes enfrentados los unos contra los otros.
Sería una guerra, y después otra, y luego otra más, hasta la destrucción de la
Galaxia entera. La Humanidad es fuerte, Alipherath Katrame, y esa fuerza le ha
sido dada para lograr la unidad de la Galaxia, para regir las razas del cosmos.
¿Es que no comprendes que eso sería beneficioso para todos?
Me volví hacia él. Su actitud amistosa casi me
irritaba más que la hostilidad de su subordinado Alaric. Pues creía
sinceramente en lo que decía y, lo que es más, intentaba convencerme a mí.
-¿Y es la humanidad de la Tierra la raza que debe
predominar en el universo? -le pregunté-. He visto la destrucción de una ciudad
llena de seres pensantes, sin que se les diera una oportunidad para capitular,
para someterse a ese cruel imperio vuestro. Se ha perseguido a naves fugitivas,
que ningún daño podían causar, y se las ha aniquilado por gusto, por ansia de
sembrar el terror. ¿Son esos los hechos de los dominadores de la Galaxia? ¿Es
ese el beneficio que la Galaxia puede obtener de ellos?
El capitán me miró, y olí en él la incredulidad y el
desconcierto.
Luego, de pronto, se echó a reír.
-¡Alipherath Katrame, cuanto te falta por aprender!
-exclamó-. ¿Te ha inspirado lástima esas arañas? ¿Te ha dolido su muerte?
Se echó hacia atrás, y sus ojos recuperaron la
dureza.
-Eran vecinos nuestros, en los tiempos de la corrupta
y débil Confederación. Ellos y otros pueblos, los esteloides, las plantas
pensantes de Dark... Se les reconocían derechos entonces, eran nuestros hermanos
del espacio, no se les podía ofender... y ellos caían sobre nuestras colonias
aisladas, sobre los mundos humanos sin defensa.
¿Sabes cómo se reproducen esas arañas, Alipherath
Katrame? Negué, con el gesto de cabeza propio de los humanos.
-Capturan mamíferos de sangre caliente -explicó el
capitán-. ¡Capturan humanos! E introducen en los cuerpos de esos cautivos sus
endiabladas larvas. ¡Ah, Alipherath Katrame! ¡Son devorados vivos, desde el interior, poco a poco!
¡Días, semanas de tortura, Alipherath Katrame!
No supe qué decir. Los ojos del capitán Sigmund
relumbraban, y olí su odio, aunque esta vez no fuera dirigido hacia mí.
-¿Te gustaría probarlo? -rió con furia-. ¿Quieres que
te dejemos ahí, en el mundo que hemos saqueado, para que las arañas te
encuentren y se venguen en ti? Y ni siquiera sería venganza, puedes creerlo. Lo
harían porque forma parte de su naturaleza, porque no son capaces de ver en ti
ni en mí otra cosa que incubadoras vivas para su progenie.
También tu raza es de mamíferos, Alipherath Katrame.
De no ser por nosotros, quizá esas arañas por las que sientes tanta pena hubieran
caído sobre vuestros planetas para haceros sufrir su versión de la hermandad
espacial. ¿Y qué sabes sobre las plantas inteligentes de Dark y sobre los
esteloides? Caían también sobre nuestros mundos, ellos también. Las plantas
pensantes se llevaban a los nuestros para que sirvieran de esclavos en sus
sembrados, en sus viveros, donde su raza se origina, en un calor de horno donde
los humanos perecían como moscas. ¿Y los esteloides, Alipherath Katrame? Nos
encerraban en corrales, como si los humanos fuéramos cabezas de ganado, y se
nutrían con nuestra sangre. La sangre de los hombres, de las mujeres y de los
niños...
El olor del odio se intensificaba. A duras penas
podía ahora identificar aquel hombre como el capitán frío e impasible que
antes conociera, ahora su rostro semejaba el de un Damuz en cólera.
-Y la Confederación no actuaba -continuó-. Era más
fuerte, su tecnología era superior, pero no actuaba. Hablaba de
contemporización, de coexistencia, de paz. Ante cada colonia atacada, una
protesta formal, ante cada nave abordada, una nota diplomática. ¡Hasta que
acabamos con ella! Los verdaderos humanos, los aventureros, los luchadores. Nos
lanzamos al cosmos en nuestras naves de guerra, nos reímos de sus leyes de
eunucos. Utilizamos nuestra fuerza y nuestra tecnología superior para barrer a
quienes nos atormentaban, mientras que la Confederación moría y se dispersaba.
Creamos nuestro feudo, reclutamos nuestras flotas... Las escuadras regulares
desertaron y se unieron a los nuestros...
-Destruisteis vuestra propia Confederación.
-Hoy cada mundo es independiente, campa por sus
respetos -Y la risa de Sigmund fue esta vez burlona y despectiva-. ¿Qué
importa? Todos nos temen, y cuando llegue el momento les uniremos de nuevo en
el seno del gran imperio humano universal, con los valores eternos de nuestra
raza por bandera. Cómo los que rigieron una vez en la propia Confederación,
antes de ser dominada por los eunucos y por sus débiles doctrinas. Y ese
imperio será eterno.
Procuré dominar el sentido de irrealidad que me
invadía.
-Capitán Sigmund -dije suavemente-. No es ese el
camino. Pactad alianza con nosotros. Unámonos todos como iguales. Si hay razas
malignas en el espacio, dominémoslas. Podemos integrarlas sin destruirlas.
Nosotros, los chirgui, tenemos técnicas avanzadas en biología. Podemos lograr
medios orgánicos en los que las larvas de los kaar obtengan su alimento sin
daño para nadie. Podemos enviar robots o androides que cuiden las plantaciones
de Dark, podemos alimentar a los esteloides con fluidos apropiados... ¡Todas
las razas del universo pueden vivir juntas y cooperar!
-¡No pueden! -exclamó Sigmund-. La historia lo dice.
La vida es lucha, es competición... ¿Crear facilidades para nuestros enemigos,
dices? ¡Claro que podríamos hacerlo! Pero han ofendido a la Humanidad, nos han
convertido en incubadoras vivas, en esclavos, en ganado. Y por eso les
destruiremos.
Meneé la cabeza. Extrañamente casi sentí simpatía por
aquel hombre, perdido en su fanatismo.
-Vuestra raza humana es igual a las de vuestros
enemigos -dije-. Asolais el cosmos, caéis sobre todo aquello que es diferente
a vosotros para aniquilado o ponerlo a vuestro servicio. Os presentamos un mensaje
de paz y disparasteis contra nosotros sin previo aviso, destruyendo nuestras
naves. Cualquier día hallaréis en vuestro camino una raza poderosa que os
juzgará como vosotros habéis juzgado a los kaar, y de igual modo os tratará.
-Nunca -negó él-. La Humanidad prevalecerá. Dios nos
ha creado a su imagen y semejanza, para regir su creación. Nunca hallaremos en
el universo una raza que sea superior a la nuestra.
Dios... algo me había explicado Alboino sobre aquella
noción de los humanos. Pensé en los viejos mitos de mi propio pueblo.
-Aunque así no sea -insistí-. La noticia de vuestra
existencia no tardará en expandirse por la galaxia. Las razas pensantes sabrán
de un pueblo que mata, destruye y somete a todos los demás. Se unirán ante el
peligro común, por su propia supervivencia, y os destruirán.
-Nunca -repitió Sigmund, y sonrió con seguridad en sí
mismo-. La Humanidad prevalecerá.
Y no quedó nada más que decir. Llegábamos a la Azagaya
y, tras unos minutos de acoplamiento, las compuertas se abrieron y salimos de
la lanzadera.
Alaric nos aguardaba. Me dirigió una mueca de burla,
pero tan sólo habló a su capitán.
-¿Buen botín? -preguntó.
-Mucho. Nos quedan siete ciudades que espumar, pero
creo que yo no volveré a bajar. Si quieres puedes hacerlo tú.
-¿Y después? -su ceño se frunció-. ¿Bombardearemos el
resto del planeta?
-De ningún modo -el capitán sonrió con dureza-. Este
sistema tan sólo es conocido por nuestra Compañía. Dejemos que las arañas curen
sus heridas y prosperen de nuevo. Dentro de un par de años podremos volver a
cosechar.
Capítulo VII
Abandonamos el mundo de los kaar una vez que las bodegas
del Azagaya estuvieron repletas de botín. Y ahora sí que nos dirigimos
al espacio humano, al volumen sideral donde antes floreciera la Confederación,
y en el que ahora orbitaban unas miriadas de planetas independientes. Por un
momento pensé que nos dirigiríamos a la propia Tierra de Sol o Irosén, donde
se me había dicho que existían grandes astilleros astro navales, pero tal no
era la intención del capitán Sigmund, y fue Alboino, aquél de los humanos a
quién mas podía considerar como amigo, quién me anunció cuando aterrizaríamos y
dónde.
-Mañana tomaremos Tierra en Thalestris -dijo-. Un
mundo comercial cerca de Régulus, donde podremos reparar la nave a cambio de
una pequeña parte del botín.
Evidentemente aquellos nombres eran desconocidos para
mí, por lo que no hice el menor comentario.
-Puede que lleguemos a tiempo al Gran Encuentro de
Walhalla -continuó Alboino-. Allí daremos la alarma, Alipherath, para que
todas las Compañías se pongan en marcha... para buscar a los tuyos.
Me ericé súbitamente. Pero el olor de mi antiguo
maestro de idiomas no era hostil. Se limitaba a exponer un hecho.
-Quizá las reparaciones nos lleven más tiempo, y en
ese caso enviaremos un mensaje. Bueno, piensa que, ocurra lo que ocurra, muy
pronto estarás de nuevo en tu hogar.
Si es que queda hogar, pensé tristemente. Alboino
parecía creer que los chirgui se rendirían nada más ver lo imponente de la
armada que se les vendría encima, pero yo sabía que lucharían, y que lucharían
con dureza. Las Compañías nos catalogarían entonces como raza enemiga, y yo
había tenido ocasión de ver como solían tratar a las razas enemigas.
Pensé en mi casa familiar, en Naolán. ¿Sería posible
que alguna vez regresara a ella, que sobreviviera a la aventura en que me
encontraba, y que mi raza sobreviviera igualmente?
-Será una lucha dura -dije de pronto a Alboino.
-Quizás -asintió dubitativamente-. Pero finalmente
perderéis.
¿Para qué, entonces, derramar sangre inútilmente?
Mejor perder desde el primer momento y ahorrarse todos los combates, todas las
destrucciones. Debes pensar en ello, puesto que serás nuestro embajador.
-Pensaré en ello -prometí, no sin pesadumbre-.
Pensaré, desde luego.
Y al día siguiente aterrizamos en Thalestris. Desde
el primer momento se me prohibió abandonar la nave, que quedó aparcada directamente
en los astilleros. De tal forma que sólo pude ver, en las pantallas, la
perspectiva de un astropuerto gigante, tal como antes no contemplara nunca,
con vertiginosas torres metálicas, enormes hangares y almacenes, e
interminables pistas metálicas.
Técnicos y robots invadieron la Azagaya,
iniciando las operaciones necesarias para reparar todos los daños. El
estrépito era ensordecedor, y de no estar mi apartamento felizmente insonorizado,
creo que me hubiera vuelto loco. En los primeros días me ilusioné con la
posibilidad de entrar en contacto con los técnicos thalestrianos, pero pronto
comprobé que se les había prohibido hablar conmigo. Y ninguno de ellos desafió
la tal prohibición; sencillamente cumplían con su trabajo y no sentían la menor
curiosidad por los prisioneros de las Compañías Francas. Sin embargo, ya que se
me permitía andar libremente por todo el interior de la nave, tomé buena nota
de todas las actividades de los dichos técnicos, por si acaso pudiera servirme
de algo tal conocimiento.
Supongo que Alboino, como en general toda la
tripulación, dispondría de buena cantidad de horas libres para pasar en
tierra, al parecer dedicado a la obsesiva busca de hembras de que siempre
hablaba, y que parecía ser endémica en la raza de los humanos. Le veía muy de
tarde en tarde, y me falló por ello el solaz de nuestras conversaciones
cotidianas, que venían a paliar en cierto modo la monotonía de mi cautiverio.
En cuanto al capitán Sigmund, tampoco él pasaba mucho tiempo a bordo, y de
todas formas no hubiera podido conversar con él a menos de ser llamado. El
resto de la gente no demostraba demasiada simpatía hacia mí, bien que la
forzada convivencia de los últimos tiempos hubiera apagado en mucho la inicial
hostilidad.
La constante preocupación que sentía por la futura
suerte de mi pueblo no evitaba que me sintiera aburrido y que deseara el fin de
aquellas reparaciones. En realidad ni siquiera sabía si iríamos a aquel planeta
Walhalla (nombre de una especie de paraíso tras la muerte en el que creían los
humanos) donde las temibles Compañías Francas tenían reunión.
Pero el quinto día después del aterrizaje, Alboino
entró en mi aposento muy excitado.
-¡Alipherath! -me llamó- ¡Tengo noticias para ti!
Buenas o malas, depende de cómo las tomes...
-¿Qué noticias?
-Os hemos descubierto.
Lo entendí desde el primer momento, y el corazón
estuvo a punto de detenérseme. Eran malas, eran malas noticias.
-¿Las Compañías han descubierto el Dominio?
-pregunté, deseando todavía haberle interpretado mal.
-No las Compañías -repuso-. Un comerciante de
Thalestris, un tal Cyrus Dreiser, muy conocido por estos andurriales, acaba de
llegar en su nave, de vuelta de un largo viaje lejos del espacio humano. El
capitán ha hablado con él, y no cabe duda de que ha encontrado un planeta de
vuestro Dominio.
-¿Cuál? -le interrumpí, excitado.
Me miró fijamente, y capté en él el olor del enojo.
Pese a la confianza que habíamos llegado a tener, no le agradaba ser
interrumpido en sus palabras por un alienígena.
-¿Y qué (aquí intercaló el nombre del órgano sagrado
de sus hembras) importa eso? Un nombre en vuestro idioma, difícil de retener
para un humano. Ellos lo bautizaron como «el mundo de los gatos» y no se preocuparon
mucho de él, pues sólo lo abordaron para hacer aguada. Pero la raza que allí
encontraron era inconfundiblemente la tuya, hasta se llamaban a sí mismos
«chirgui».
Resoplé con desaliento. Así pues, la suerte estaba
echada. Un mundo del Dominio había sido descubierto por los humanos, y las
Compañías tenían sus coordenadas. El principio del fin.
-¿Y cuando... cuando salimos hacia allá? -pregunté
débilmente.
-Pronto. Hemos enviado un mensaje a Walhalla en una
nave correo. Junto con un oficial, Gelimer, para que explique el caso en el
Gran Consejo. Confío en que dentro de unos días la flota conjunta esté aquí,
para que nos unamos a ella y partamos hacia tu Dominio.
Parecía no darse cuenta de la angustia que sus
palabras me causaban. Él tan sólo pensaba en la grandiosidad de aquella
reunión de naves, de la formidable escuadra que zarparía hacia los mundos de
Chirg para conquistarlos.
-¡Nunca hasta ahora se había siquiera pensado en
reunir tantas naves de guerra, Alipherath! -me dijo, entusiasmado-. En los
primeros tiempos, cuando la Confederación se rompió y las Compañías se reunieron
para planear el reparto de objetivos en los imperios enemigos, no había tantos
buques como hay ahora. ¡Ah, será una campaña nunca vista... y yo formaré parte
de ella!
-Puede que no vengan -quise aferrarme a la última
esperanza-. Puede que las Compañías no juzguen conveniente poner en marcha
todas sus flotas para atacar a una nación alejada de sus fronteras y que nada
les ha hecho.
Me miró, y su aroma indicó algo de lástima.
-Vendrán, Alipherath, vendrán -dijo-. Hemos combatido
contra otras razas del espacio, siempre con ventaja. Pero ahora nos hemos topado
con los tuyos, y una escuadrilla de aproximadamente el mismo número de naves
que la nuestra casi nos ha vencido. ¡Os atacamos por sorpresa, Alipherath, pero
reaccionasteis y casi nos vencisteis... casi aniquilasteis una Compañía
Franca!
»Vendrán, no lo dudes. Y además creo que les gustará
hacerlo.
Y fue en aquel mismo instante cuando tomé la
decisión. No, no podía permanecer pasivo ante aquello. El día anterior la raza
chirg estaba salvo de aquellos bárbaros humanos, perdidos sus mundos entre un
millón de estrellas, y yo mismo me hallaba separado de los míos por aquella
misma barrera. Pero tras la revelación de aquel comerciante humano, mi raza se
hallaba al alcance de las Compañías... mas yo también podía llegar a ella.
El plan surgió ante mí allí mismo, mientras Alboino
hablaba todavía de la formidable armada que se pondría en movimiento hacia el
Dominio. Tan sólo quedaban los detalles, pero el plan estaba allí.
Tenía que llegar a Abgroï antes que los terrestres.
Tenía que avisar al Dominante de lo que se avecinaba, darle completa nota de
cuanto sabía, de las tácticas de las naves humanas, de como sus campos de fuerza
eran casi invulnerables... salvo en lo que respecta a los nirr... El que
yo lograra o no mis propósitos podía significar la diferencia entre unos
planetas sorprendidos por una brutal arremetida, indefensos ante ella, o bien
una escuadra de guerra desplegada en el espacio, con una barrera de mortíferos
torpedos-fantasma contra la que se harían pedazos las naves agresoras.
¡Sí, podíamos vencer! Pero tenía que darme prisa.
Debía alcanzara como fuera el planeta del Dominio descubierto por Dreiser y,
desde allí, lograr que lanzaran una cápsula subespacial directa a Naolán, al
palacio del Dominante, procurando luego yo ir también personalmente. Haría
falta tiempo para que se concentrara la flota, para que se dispusieran todas
las defensas.
Cuando finalmente Alboino me dejó solo, inicié los
preparativos para aquella misma noche, cuando la nave durmiera, los técnicos y
obreros de los astilleros se encontraran ausentes y las guardias estuvieran
reducidas al mínimo. No en vano había estado curioseando todo cuando me rodeaba,
y ahora sabía todo lo que me podía interesar.
En primer lugar, aunque nuestras naves de guerra
habían impresionado a los humanos, a mí se me consideraba inofensivo, algo
asícomo un animal doméstico al que se puede hostigar e incluso golpear, pero que
jamás se atreverá a devolver el golpe. No se esperaba que hiciera nada en
contra de mis aprehensores, y por tanto mi acción les tomaría por sorpresa.
Contaba yo también con la monstruosa arrogancia de
los humanos, al menos con la de los que tripulaban la Azagaya. No se les
había ocurrido que nadie, y mucho menos un alienígena, pudiera ofenderles o
despojarles de lo que antes ellos despojaran a otros. Y yo necesitaba dinero,
si lo que me habían contado de los planetas humanos era cierto. Necesitaba dinero
y lo conseguiría.
Inicié las operaciones un par de horas después de
encenderse las luces azules que indicaban la noche de la nave, coincidente
ahora con la planetaria. Me hallaba muy excitado, y también sentí temor. Pero
no vacilé en absoluto.
Alboino no se hallaba a bordo, y no me costó nada
pasar de mi aposento al suyo, que se encontraba abierto. No había centinela ni
guardián a la vista, tal era la confianza que aquellos humanos tenían en su
sola fama. Penetré en la habitación, forcé el armario con una improvisada
palanqueta, y requisé la pistola aguja y el paralizador que sabía estaban
allí. Por un instante me permití una cierta compasión hacia el dueño de
aquellas armas, que sin duda pagaría por mi fuga, pero fue tan sólo por un
instante. El Dominio estaba sobre todo.
Salí al pasillo y me deslicé lo más silenciosamente
que pude hacia el lugar que me interesaba. Aquellos ruidosos y torpes humanos
habíanse admirado algunas veces de la agilidad de los de nuestra raza, por mí
representados. «La marcha silenciosa de un gato», decían a este respecto, aún
tomándome como semejante a aquel pequeño felino terrestre con el que me
comparaban. Marché pues, como un gato, y agradecí que el olfato de los humanos
estuviera tan embotado, pues me parecía que el aroma de mi excitación debía
llegar a los más apartados rincones de la nave.
¡Allí! La puerta estaba cerrada, pero no había
tampoco centinela alguno, pese a que en el otro lado de la puerta se encontraba
un fabuloso tesoro, el botín arrebatado a las arañas inteligentes del planeta
saqueado. ¡No temían que nadie osara ni siquiera pensar, ni siquiera imaginar
el robo de nada que perteneciera a las Compañías Francas! Pues bien; robar
lo robado, obra de hombre honrado[7].
Una pistola aguja es más una herramienta que un arma.
Con su ayuda logré desmagnetizar los cierres y abrir la puerta. Me hallaba en
la cámara del tesoro, y en el acto pasé a disminuirlo. De acuerdo con lo que
Alboino me había contado, elegí aquello que guardaba mayor relación valor-peso,
una gran bolsa de joyas, una sola de las cuales constituía de por sí una
verdadera riqueza. Procuré que la rapiña quedara lo más disimulada posible, y
cuando me marché, dejé la puerta tal como la había encontrado.
Último punto: abandonar la nave. Y podía pensarse que
ello no sería demasiado fácil, puesto que en la compuerta de salida sí que
había guardianes. Pero yo había vigilado la labor de los técnicos que reparaban
el buque, y esta vigilancia no había sido en vano.
La explosión del nirr había abierto un tremendo
boquete cerca de popa, pulverizando las planchas del blindaje exterior y
derribando los mamparos estancos hasta el mismo corazón de la Azagaya. Toda
aquella sección había sido, desde luego, aislada del resto de la nave, pero al
llegar a Thalestris y comenzar las reparaciones, los mamparos laterales habían
sido retirados para dejar paso a los técnicos con sus equipos pesados. Habían
éstos vuelto luego a colocar las planchas exteriores, pero sustituyendo una de
ellas por un montaje provisional que incluía un túnel por el que penetraban en
la nave los cables de energía de sus grandes soldadores. Yo sabía dónde estaba
ese túnel, y también que podría deslizarme por él, bien que estrechando mi
figura al máximo.
Y como lo digo lo hice. Hube de desmontar la tapadera
utilizando la inapreciable pistola aguja, pero una vez más procuré dejarlo todo
tal como lo encontrara, una vez introducido en el estrecho tubo. De tal modo
fue como dejé la Azagaya sin conocimiento de su tripulación.
El inmenso recinto del astillero se hallaba desierto.
¿Algún guardián? Sabía que mi visión nocturna era superior a la de los
humanos, y por tanto tenía ventaja sobre ellos en las tinieblas. Me deslicé
como una sombra a lo largo del muro macizo, en busca de una puerta.
Y fue entonces cuando sentí los gritos. Unos sonidos
erizantes, los aullidos de alguna clase de animal, que se aproximaban
rápidamente. Un extraño olor llegó hasta mí, un aroma hacia el que sentí una
irrefrenable hostilidad, pese a no haberlo percibido nunca antes.
¡Allí estaba! El animal no era excesivamente grande,
pero corría hacia mí con evidente confianza en su poder de lucha, como si
estuviera seguro de abatirme a la primera embestida. ¿Colmillos venenosos? La
idea me hizo estremecer mientras alzaba el paralizador. Apreté el gatillo en
el momento en que la bestia se me echaba encima, y la vi rodar por tierra,
acallado en seco su griterío.
De nuevo el gran recinto quedó en silencio, mientras
yo me aplastaba contra la pared, contemplando a mi víctima. Un carnívoro sin
duda, un animal carnicero. ¿Dejado allí para que sirviera de guardián
irracional? No me cabía duda, puesto que era absurdo pensar que un animal
salvaje hubiera podido introducirse en un astropuerto activo.
Bueno, pues esperaba que su vigilancia no estuviera
completada por la de un guardián humano o por la de un sistema automático. El
animal recuperaría el conocimiento dentro de una hora, y evidentemente no
podría contar a nadie lo que le había ocurrido. Pero si me veía obligado a usar
el paralizador contra un humano...
Aguardé en la oscuridad, sin poder dominar el temblor
de mi cuerpo. Ni un sonido, ni un olor... Apreté los dientes y me puse en movimiento.
No me costó demasiado salir al aire libre. Había una
puerta abierta, y después de traspasarla no tuve sino saltar un pequeño muro
para verme en una sucia calleja de casas bajas y rechonchas, en ninguna de las
cuales se veía rastro de luz. Olía a suciedad, a basura, y aquellos innobles
efluvios casi lograron marearme. Me tambaleé a lo largo de la calleja, tan
intenso era el hedor.
Finalmente las casas se terminaron, y me encontré en
un gran espacio despejado. A mi derecha, lejos, pude atisbar las luces del
astropuerto, sin rastro ahora de despegues ni aterrizajes. Aquella falta de
tráfico en unas instalaciones portuarias tan importantes me hizo pensar si
acaso aquel mundo no estaría decayendo a partir de un pasado mucho más
próspero, y ello quizá de resultas a la caída de la Confederación.
Bueno, cualquier modo no podía permanecer allí
demasiado tiempo. Miré a un lado y a otro, buscando la ciudad a la que el
astropuerto pertenecía. Sabía de su existencia, puesto que Alboino me había
hablado de ella.
Vi unas lucecitas movibles en la oscuridad. Una
autopista para vehículos de superficie, sin duda. Pensé que debía unir la
ciudad con el puerto espacial, y me puse en camino hacia ella.
Corría un airecillo frío, y la atmósfera me parecía
espesa Y pesada. No es que tuviera ninguna dificultad en respirar pero sin duda
algún gas extraño para mí formaba parte de ella, o tal vez la proporción de sus
componentes no era la misma que la de Abgroï. Apresuré el paso, procurando
concentrar mis pensamientos en lo que debería hacer aquella noche y el día
siguiente. De momento el objetivo inmediato era la autopista.
No me arriesgué a pisar el asfalto, pese a que el
tráfico de superficie parecía escaso en la noche. No quería que nadie me
viera. Avancé paralelamente a la vía, procurando mantenerme en la oscuridad,
fuera del alcance visual de cualquier vehículo que acertara a pasar por allí.
Pero entonces vi el cartel, Y no pude menos que acercarme a investigar.
Pugné por descifrar los signos humanos grabados en
aquella sucia y descascarillada plancha unida a Tierra por un poste metálico.
Con alguna dificultad, pues el idioma en que la leyenda estaba no era exactamente
igual al aprendido en la nave, pude leerla.
BIENVENIDO a GORDONVILLE 22 Km.
GordonviIle... Sí, el nombre me era familiar, Alboino había mencionado aquella palabra. Sí, Gordonville, la ciudad que estaba buscando. Debía recorrer veintidós kilómetros, aproximadamente doce mil sha en medio de la noche...
y de pronto ocurrió lo que desde mi sauna de la nave
había tratado de evitar. Una irrefrenable oleada de angustia me nubló el
cerebro y tensó cada nervio de mi cuerpo. Me vi de pronto en un planeta desconocido
y enemigo, bajo miriadas de estrellas ajenas... irremisiblemente aislado y solo
en las tinieblas. Me encogí sobre mí mismo, en irreprimible demanda de la
posición fetal, del seno materno[8].
Combatí la angustia con todas mis fuerzas, luchando
contra la devastadora tentación de regresar a la Azagaya, donde por lo
menos tenía conocidos, prefiriendo la cautividad al aislamiento. En aquel instante
todos los planes hechos me parecieron absurdos e irrealizables. Me veía incluso
incapaz de marchar en la noche para alcanzar la ciudad, fuera lo que fuera que
me esperara allí. No podía, ni moverme.
Y entonces sucedió. Clara y restallante, una voz
humana me llegó de muy cerca.
-¡Eh!
Una sacudida espasmódica crispó mi cuerpo, de la
cabeza a la cola. Me volví como un relámpago, cara a quién así me llamaba.
Un vehículo de superficie se había detenido a poca
distancia de mí, sin que hubiera podido oírle en medio del ataque que me había
atenazado. Por la ventanilla asomaba el rostro de un humano.
-¿Vas a la ciudad? -me preguntó.
¿Un humano amistoso? No capté en su olor la menor
animosidad.
-Sí -me forcé a responder. El susto parecía haber
acabado con el momentáneo ataque depresivo -Me dirijo a Gordonville.
Me miró con ojo crítico. Sus labios se distendieron en el equivalente humano a la sonrisa.
-Diez créditos por el viaje, amigo -dijo-. No
encontrarás otro taxi a estas horas.
¿Taxi? Aquella palabra no figuraba en mi
vocabulario. Pero el humano había dicho...
-¿Diez créditos? -pregunté.
El humano acrecentó su mueca.
-Lo tomas o lo dejas -graznó-. Tengo el taxímetro
estropeado, lo siento en el alma...
El olor indicaba burla, aunque yo no podía discernir
la causa ni el significado de la palabra taxímetro. Pero, de todos modos, no
disponía de ningún crédito de los que me exigía.
-No tengo moneda de... de aquí -vacilé.
La sonrisa del otro se apagó.
-¿TIenes alguna divisa? -quiso saber-. Puedo hacerte
un buen cambio.
Metí la mano en una de las bolsas de mi cinturón y
extraje la primera de las joyas que había dejado previsoramente aparte.
-Tengo ésto -dije, acercándome al vehículo.
El conductor examinó curiosamente lo que le mostraba.
De pronto sus ojos se desorbitaron, y con un restallido nombró el consabido
órgano sagrado de las hembras humanas.
-¡Guarda eso! -gritó luego- ¿Es que quieres que te
frían? ¡Un diamante adivisiano!
Me miró fijamente y pareció dudar. Luego abrió la
puerta trasera del vehículo.
-Está bien, sube -invitó-.Te llevo a la ciudad.
Aquel humano no me inspiraba ninguna confianza, si es
que alguno de su raza pudiera hacerlo. Pero sabía que no iba a ser capaz de ir
andando a Gordonvillle sin que la angustia me inutilizara más tarde o más
temprano. Por otra parte mi plan incluía establecer contacto con humanos una
vez llegado a la ciudad. ¿Por qué no intentado con aquel conductor? Siempre
tendría, ocultos en la bolsa mayor de mi cinto, el paralizador y la pistola
aguja, y sabía que mis reflejos eran superiores a los de cualquier irman.
Subí, pues, al vehículo, y éste se puso en marcha
carretera adelante. -Bien, permíteme que me presente -dijo solemnemente el humano-.
Palmiro Schwartz, a tu servicio.
Pensé ocultarle mi nombre, pero al momento comprendí
la inutilidad de hacerlo.
Si denunciaba mi presencia, bastaba con una somera
descripción para que Sigmund comprendiera en el acto de quién se trataba.
-Alipherath Katrame -dije-. De raza chirg.
El humano movió ampliamente la cabeza, como
asintiendo a mis palabras.
-Forastero recién llegado -mientras él hablaba comprobé
que su olor era más o menos amistoso, y me tranquilicé un tanto-. Bien, has
tenido suerte en dar conmigo. Otro te hubiera denunciado a la policía o quizá
te hubiera metido un palmo de navaja en el cuerpo para quitarte esa cosita que
llevas en la bolsa.
Meneó de nuevo la cabeza.
-Mira, el tráfico de diamantes adivisianos está
prohibido. Verboten, ¿comprendes? Tan sólo los Francos pueden cambiarlos, y en
establecimientos oficiales de gobierno.
Hizo una pausa que yo no rompí.
-Bueno, pero se da el caso de que yo conozco alguien
que te puede cambiar esa cosa en dinero contante... en créditos... ¡Ah, por
cierto! ¿Tienes más?
-Media docena -dije.
Mentía, pues tenía bastantes más, pero de momento no
me interesaba que aquel Palmiro lo supiese.
-Pues te darán veinte de los grandes por cada uno.
¡Veinte de los grandes! ¿Te das cuenta? ¡Vas a ser un chirg rico!
Asentí, aunque no tenía mucha idea de lo que la cifra
significaba. Por la forma en que el conductor hablaba, debía ser mucho. Ya
había yo deducido por Alboino que aquellas piedras eran muy cotizadas en los
planetas humanos; justamente por eso las había cogido.
-Ahora bien, quiero que me prometas una cosa
-continuó el voluble conductor-. Ni una palabra a nadie ¿eh? Ni mencionar mi
nombre, ni mi aspecto, ni mi taxi, en caso de que... en fin, de que te echen
mano. Yo te hago un favor a ti, y tú no me traicionas ¿eh?
Le aseguré que no le denunciaría, aunque tenía alguna
duda respecto a ello en el caso de que me sometieran de nuevo al detector de
mentiras, con amenaza de tortura si faltaba a la verdad. Pero luché contra el
pesimismo con todas mis fuerzas. No, nunca volvería a caer en manos de las
Compañías Francas.
Me di cuenta de que la oscuridad no era ya tan densa
en tomo a la carretera por la que el vehículo se deslizaba. Estaba amaneciendo.
Llegamos a la ciudad cuando ya las estrellas habían
desaparecido del cielo. Era una urbe fea y gris, amazacotada, muy lejos de la
gracia de NaoIán y las demás poblaciones de mi propia raza. Recorrimos calles
desiertas, y finalmente Palmiro detuvo el vehículo ante una de las muchas
puertas cerradas que se abrían en las fachadas uniformes.
Ambos bajamos a Tierra. Me estremecí bajo el frío
aire de la madrugada, mientras el conductor se acercaba a un lado de la puerta
y oprimía insistentemente uno de los botones que allí había, bajo una hilera de
minúsculas pantallas. Tuvo que insistir largo rato hasta que una cara humana
apareció en la pantalla contigua al avisador.
-¿Eres tú? -estalló una voz lejana y débil- ¡Maldita
sea tu estampa!
¿Sabes que hora es?
-La hora de hacer un buen negocio -replicó el
conductor -impertérrito-. Sí, la hora de hacer un magnífico negocio.
El de la pantalla produjo una serie de poco amenos
gruñidos.
-Está bien -convino al fin-. Te abro.
Palmiro empujó la puerta y me indicó que pasara tras
él. Nos encontramos en un vestíbulo estrecho y maloliente, iluminado por una
tenue luz amarilla. Le seguí hasta un ascensor, el cual nos condujo al tercer
piso del edificio.
Una de las puertas situadas ante el ascensor estaba
ya abierta, y el humano de la pantalla se asomaba a ella. Era pequeño de
estatura y me pareció de media edad, aunque no estoy muy seguro de poder juzgar
en ello a los de su raza.
-¡Eh! -gritó-. ¿Qué es eso?
Se refería evidentemente a mi persona.
-Eso es Alipherath Katrame, de raza chirg -me
presentó Palmiro, sin inmutarse-. Si te parece, vamos adentro.
El dueño de la casa olía a desconfianza, pero nos
franqueó el paso. Nos encontramos en un salón recibidor bastante bien
amueblado.
Palmiro miró a un lado y a otro, mientras su amigo
cerraba la puerta.
-Alipherath -me dijo-. Haznos el honor de esperamos
aquí mientras preparamos la operación.
Los dos desaparecieron de mi vista por una puerta
interior que luego cerraron. Evidentemente tenían una pobre idea de mi
capacidad auditiva, puesto que iniciaron la conversación tan cerca de la puerta
que yo pude oír perfectamente lo que decían.
-¡Pero tú estás loco! -estalló el dueño de la casa,
tras ser enterado del caso-. ¡Diamantes adivisianos! Ese gato se los ha robado
a los Francos, tan cierto como que la noche sigue al día. Le cogerán, le harán
hablar y luego caerán sobre nosotros. Ya sabes cómo...
-¡Para el carro! -cortó Palmiro-. Ese gato, como tú
dices, no nos conoce. Le he dado uno de mis alias, no mi nombre verdadero, y
estoy seguro de que no tiene ni puñetera idea de tu dirección, ni sabría volver
a ella una vez que se aleje. Para mí que busca escabullirse; pues bien, que se
escabulla. Me vas a dar por cada diamante veinticinco de los grandes. Veinte
para él y cinco para mí.
-¡Es muy caro! -protestó el otro-. Ya sabes los
riesgos que corro para dar salida a esa mercancía. En todo caso te daría...
-Veinticinco de los grandes -repitió Palmiro, o cómo
quiera que se llamara en realidad-. Esas piedras no tienen huellas dactilares,
que yo sepa, ni se diferencian en nada de las que habitualmente colocas en el
mercado. Tal como tienes las cosas organizadas, no corres ningún riesgo, y sé
que cobrarás cuarenta o quizá cincuenta por cada una. Si no te interesa, ya
sabes que no me faltarán otros a quién acudir.
El humano comprador pareció meditar.
-Escucha -dijo al fin-. Hay una solución mejor para
los dos. Puedo darte quince mil por piedra... todo para ti. El gato puede
desaparecer, con lo que nadie nos acusaría...
Me ericé al instante, al oír como aquel forajido
proponía nada menos que mi muerte. Rápidamente llevé la mano a la pistola aguja
y medité matarles a los dos... aunque yo nunca antes había matado a nadie y la
idea no me gustaba.
Pero ya respondía el tal Palmiro.
-Ni pensarlo siquiera -replicó con firmeza-. Primero:
si se descubre el cuerpo, entonces sí que los Francos empezarán a buscar a
quién haya heredado las joyas. Y segundo y definitivo: yo no soy un asesino.
-¡Pero si no es más que un alieno!
-Pues cómo si es el rey de bastos. Veinticinco de los
grandes por cada diamante, si es que los quieres.
De nuevo una pausa, mientras yo retiraba la mano del
arma, agradeciendo mentalmente a Palrniro su básica honradez.
-Bien, tú ganas -gruñó al fin el otro humano-. Soy
comprador[9].
Salieron al vestíbulo donde yo me encontraba, y la
sonrisa del humano que había propuesto mi asesinato me pareció la cosa más hipócrita
que hubiera yo visto durante toda mi existencia. Pero me hice el disimulado,
pues no me interesaba que supieran que les había oído.
-Seis diamantes, dijiste -Palmiro extendió la mano,
en tanto que el otro abría una caja metálica que traía consigo-. Ciento veinte
mil créditos para ti, y una comisión de treinta mil para tu eficiente
representante e intermediario. Eso incluye la cuenta del taxi hasta
aquí, y también hasta donde quieras que te deje.
El comprador extendió a Palmiro un rollo de billetes
y luego tomó las seis piedras, guardándolas en la caja. Mi eficiente
representante e intermediario, tras separar su parte, me entregó el resto del
dinero.
-Eres un chirg rico, como te prometí -dijo
solemnemente-. Bien ¿nos vamos?
Contemplé por un momento los créditos, mientras
salíamos del apartamento. Papel moneda, como el que nosotros mismos usamos,
bien que bastante más fino e historiado en su impresión, quizá por miedo a los
falsificadores.
-Guárdate eso antes de que salgamos a la calle -me
aconsejó Palmiro mientras bajábamos en el ascensor-. En tu planeta no sé, pero
aquí es peligroso que le vean a uno con tanta pasta. Bueno ¿tienes decidido
dónde quieres que te lleve?
Lo que le había oído decir arriba me inducía a
confiar en él, al menos más que en cualquier otro humano al que pudiera
encontrar. Así pues, cuando estuvimos de nuevo acomodados en su vehículo, le
hablé como a amigo.
-¿Quieres ganar más créditos? -le pregunté-. ¿Te
arriesgas a seguirme ayudando?
-Depende. ¿De qué se trata?
Le confesé lo que él ya sospechaba.
-Estoy huyendo de las Compañías Francas. Quiero
regresar a mi planeta natal. ¿Es posible?
-Con dinero todo es posible -replicó, sin
comprometerse.
-Tengo algunos diamantes más -le confié-. Quiero
saber si puedo viajar en astronave hasta mi planeta, sin que nadie me denuncie.
-Es posible -Palmiro sonrió ampliamente-. Un
comerciante estelar te daría plaza en su nave, si la paga es buena. ¿Dónde está
tu planeta natal?
-No conozco las coordenadas en vuestros sistemas.
Pero sé que un comerciante llamado Cyrus Dreiser lo ha descubierto en uno de
sus viajes. Pensaba dirigirme a él para conseguir las coordenadas y quizá
lograr que su misma nave me llevara hasta allí.
Palmiro pareció considerar todos los pros y los
contras de la cuestión.
-Bien, sé donde está la oficina comercial de Dreiser
-dijo al fin-. Pero de cualquier forma si ha hecho escala en tu mundo sus
coordenadas deben estar en el Anuario del Comercio Estelar, es obligatorio. En
cuanto a llevarte allí...
Se volvió hacia mí, con expresión seria.
-Piensa que los Francos pueden seguirte hasta tu
mismo planeta.
Puedes atraer la desgracia sobre los tuyos. ¿Qué
piensas de ello?
Alcé la cabeza ante su mirada. Bien, confiaría en él
también para esto.
-Las Compañías Francas piensan dirigirse contra mi
planeta -dije-. Pretendo avisar a los míos de su llegada. Mi raza es fuerte, y
logrará resistir a su asalto, siempre que éste no le llegue por sorpresa.
Ya estaba dicho. Quizá Palmiro se negara a ayudar a
unos alienígenas contra miembros de su propia raza, y aquél fuera el fin de su
colaboración.
Pero su reacción fue una amplia sonrisa, y no pude
detectar falsedad ni disimulo alguno en su olor.
-¡Bravo, Alipherath! -exclamó-. Me gustas, de veras
que sí. Y daría cualquier cosa por que los Francos se encontraran la horma de
su zapato en algún lugar del espacio. Te voy a ayudar, Sí señor.
Habíamos estado hablando en el interior del vehículo
detenido aún frente al domicilio de quién me comprara los diamantes. Ahora
Palmiro puso en marcha el taxi.
-Lo primero es encontrar donde puedas permanecer oculto y seguro mientras yo preparo tu viaje -dijo animadamente-. Y creo que ya tengo el sitio apropiado.
Capítulo VIII
De como abandoné Thalestris y de mi nuevo viaje por
el espacio
Palmiro me llevó por las calles de la ciudad, que ya
comenzaban a animarse con la llegada del día. Había bastante tráfico de tierra,
pero poco aéreo en comparación con una ciudad chirg. Los edificios eran en su
mayor parte pesados y sin gracia, con hileras ininterrumpidas de puertas a lo
largo de grandes trechos, y ventanas también alineadas en los pisos altos, sin
decoración ni adorno. Pero cruzamos brevemente por una plaza en el centro de la
cual existía un pequeño parque, y en cuyo perímetro los edificios eran algo más
agradables de ver, algunos de ellos incluso con columnatas en el frontal. Me
pregunté si algunos humanos o una minoría entre ellos, poseerían un cierto
sentido artístico digno de tal nombre. ¿Sería su mundo central, Irosén,
semejante a lo que yo conocía de Thalestris?
El vehículo se detuvo ante un edificio semejante a
los ya vistos, aunque sólo de dos pisos de altura. Descendió primeramente
Palmiro, y luego me hizo seña de que le imitara, apresurándome lo más que
pudiera.
-No quiero que te vean demasiado por aquí -explicó-.
Recuerda que pronto empezarán a buscarte.
La puerta por donde entramos estaba abierta. Mi guía
me hizo subir unas escaleras y luego llamó a una segunda puerta. Al abrirse
ésta, me encontré por primera vez ante una hembra humana.
Ciertamente había vislumbrado a algunas mientras
recorríamos las calles de Gordonville, pero a distancia y sin poder precisar
los detalles. Ahora, en cambio, podía examinar una de cerca, y lo que vi no me
pareció demasiado atractivo.
Desde luego sus miembros eran más esbeltos y gráciles
que los de los machos humanos, y su rostro más delicado. Pero la desnudez de su
piel, al compararla yo instintivamente con las damas chirgui, me produjo una
invencible impresión repulsiva, como si estuviera viendo una hembra
despellejada. Las líneas de su tronco, con las abultadas mamas en la parte
delantera del torso y el trasero excesivamente desarrollado y sin rastro de
cola, me parecieron bastas y groseras. Habíame acostumbrado ya a las grotescas
orejas de los machos humanos, pero el verlas ahora en una hembra me resultaba
muy desagradable. Llevábalas aquella adornadas con dos pequeñas joyas, no sé
si pegadas o clavadas, y aparecían veladas casi por completo por la larga
cabellera amarilla que brotaba de su cráneo y caía sobre sus hombros, pero aún
así me repelieron.
-Miriam -dijo Palmiro, mientras yo contemplaba a su
interlocutora-, este amigo se queda aquí. Tú te ocupas de él. Le están
buscando...
-¿Le estás buscando, dices? -gritó en tono agudo-. ¿Y dónde quieres que lo meta? ¿Es que también voy a tener...? -y mencionó la posibilidad de efectuar la función sagrada conmigo, con una crudeza que se me revolvieron las entrañas y estuve a punto de dar media vuelta y huir de allí como pudiera.
-¡A callar! -cortó mi amigo-. Alipherath Katrame es
buena persona, y nos va a proporcionar mucho dinero a ti y a mí. ¡Más del que
te puedes figurar! Prepárale un escondrijo en el cuartito del fondo ¡Y procura
que nadie sepa que está aquí!
Ella cerró la boca, me miró, miró de nuevo a Palmiro,
y finalmente nos franqueó el paso. Entramos en un saloncito amueblado con más
gusto y elegancia de lo que hasta entonces había conocido entre los humanos, y
adornado con cortinas y almohadones de colores alegres.
-Amigo Alipherath, ésta es Miriam -presentó Palmiro-.
Buena chica. Ella se ocupará de ti mientras yo resuelvo tu asunto. Haz todo lo
que ella te diga.
-Sí -dijo ella, me pareció que en un tono algo menos
enfadado-. Supongo que será un alienígena civilizado... ¡Pero ni siquiera sé
lo que come! ¿Cómo voy a...?
Palmiro le pasó una mano por el hombro.
-Él mismo te lo dirá. Vamos, muñeca, sabes que no
tengo a nadie más para confiarle un asunto así. No me defraudes ¿eh? y al
tiempo que decía ésto, unió fugazmente su boca con la de la hembra y golpeó su
trasero con la mano abierta, produciendo un estrepitoso chasquido.
-¡Me voy! -gritó luego-. Volveré más bien tarde, al
anochecer.
Tras de lo cual, la hembra humana del pelo amarillo,
tinte capilar que me recordaba desagradablemente al oficial Alaric, quedó a
solas conmigo.
-Bueno -dijo ella con acento cansado-. Vamos,
sígueme. ¿Cómo dijo él que te llamabas?
Me fijé en que no mencionaba el nombre de su amigo, y
tomé buena nota de ello.
-Palmiro te dio mi nombre -respondí con intención-
que es el de Alipherath Katrame.
-¿Palmiro, eh? -dijo la hembra-, y capté un cierto
olor a diversión.
Espero que todo ésto termine bien. Sígueme,
Alipherath.
Me condujo por un estrecho pasillo alfombrado que
nacía en el salón, dejando atrás varias puertas laterales hasta una que se veía
al fondo. Al abrirla pude ver una pequeña habitación con una cama, una mesa, y
algunos otros muebles.
-Aquí te quedarás -me indicó-. Puedes utilizar el
cuarto de baño que hay en la primera puerta del pasillo, a la izquierda. Pero
cuando haya algún extraño en la casa, ya me ocuparé yo de encerrarte con llave.
Nadie debe verte. ¿De acuerdo?
-De acuerdo -asentí.
-¿Quieres comer algo? ¿Qué cosas puedes comer?
Le hice un inventario de mis gustos gastronómicos,
según había aprendido a nominar a bordo de la Azagaya.
-Pero, de momento, preferiría dormir un poco -añadí.
Ella suspiró.
-Yo también. He tenido una noche muy ajetreada. Bien,
ya te llamaré cuando la comida esté lista, pero será tarde. ¡Felices sueños!
Y me dejó solo. Tenía y sueño de verdad, y me
apresuré a ocupar la cama, bastante más cómoda que la que se me proporcionara
en la Azagaya.
Me hallaba en un planeta extraño, muy lejano a los
míos y no carente de amenazas. Pero por primera vez en mucho tiempo estaba
libre, y tenía en perspectiva viajar hacia el Dominio. Una suave satisfacción
se apoderó de mí, y no tardé en quedar dormido.
Ignoro cuantas horas duró mi sueño, tan sólo puedo
decir que me sacó de él una serie de golpes en la puerta. Era Miriam.
-¡Alipherath! -llamó desde fuera-. ¿Estás visible?
Me intrigó la pregunta, hasta que la intuición me
indicó su significado. Había dormido con las calzas que llevaba al ser
capturado, y que ya estaban de sobra arrugadas y sucias. Me ajusté el cinturón
con las bolsas, que había previamente colocado bajo el colchón, y luego me
puse la túnica.
-Pasa -invité, después de ajustarme la dicha prenda.
Pero no lo hizo, sino que abrió la puerta y me invitó
a salir.
-Te he frito un par de filetes -dijo-. Pescado no
tengo, pero después de comer saldré a comprarlo, antes de que llegue... oo...
Palmiro. Ese sinvergüenza seguro que se invita a sí mismo a cenar.
-Bueno, si tienes que comprar provisiones... -metí la mano en la bolsa y le alargué un billete de mil créditos.
Dio un chillido.
-¡Oye! ¿Es que quieres que compre toda la pescadería? -me miró luego con algo de respeto-. Chico, eres un gran tipo. Y generoso, en este mundo de miseria. ¿Son como tú todos los de tu raza?
Su olor era ahora de simpatía. Sonreí, aunque quizá
mi sonrisa poco significara para un humano.
-La chirg es una gran raza -dije simplemente.
Ella suspiró con cansancio.
-Todas las razas son grandes y buenas, en boca de sus
miembros. ¡Ah, Alipherath, si supieras a los tipos que he tenido que
aguantar...! Algunos de ellos unos completos cerdos, pero todos se tienen por
miembros de razas grandes, nobles y sabias... Bueno, con eso no creas que
quiero decir que la tuya no lo sea. ¡Bien, la comida está servida!
La hembra comenzaba a caerme bien, he de confesarlo.
Nos sentamos Y comimos, sin dejar de conversar. Le hablé de mi raza y de mi
ciudad, y ella me contó cosas sobre sí misma.
Pude más o menos entender (no sólo de aquella, sino
también de posteriores conversaciones), que Miriam era una puta, término
que corresponde a las hembras humanas que ejercen actividades sagradas mediante
pago, como las pupilas de nuestras Casas de Celo. No obstante, ella vivía sola
y ejercía su negocio en aquella misma casa en que nos hallábamos. Tenía cierta
relación con el llamado Palmiro, algo diferente a lo que los humanos llaman matrimonio,
institución sobre la que había oído hablar en la nave. Palmiro, según me
dijo, era su chulo, otro curioso término que implicaba los términos de
amor, protección e interés. Miriam se sentía sentimentalmente atraída por el
humano, bien que le prodigara los peores epítetos cuando hablaba de él, supongo
que por costumbre. Palmiro parecía corresponder a dicho afecto, y además se
asociaba a ella como protector contra posibles sevicias por parte de los
clientes u otras personas. Llevábase parte del dinero que la hembra ganaba.
Esta curiosa relación humana no implicaba recelo
ninguno respecto a las actividades sagradas de cada uno de ellos con otros
copartícipes, si bien cuesta trabajo imaginar a uno de los nuestros unido a una
hembra de las Casas de Celo que no hubiera abandonado previamente la dicha
profesión. Pero para entonces yo ya había renunciado a escandalizarme por nada
que pudieran hacer los humanos. De hecho Miriam me propuso algún tiempo
después, diré en su honor que con relativo tacto, tener relación sagrada con
ella, y yo me limité a negarme, procurando no ofenderla. La cosa no me cogió
tan de sopetón como cuando se lo gritó con enfado a Palmiro, nada más conocerme
(el enfado era, más que nada, porque vinimos a despertarla en el primer sueño),
y al final quedamos tan amigos.
Pero creo que estoy adelantando acontecimientos en mi
relato. Después de nuestra primera comida en común, salió Miriam a hacer
compras. Previamente, tras preguntarme si sabía leer el idioma humano, me
entregó toda una colección de pequeños libros para que me entretuviera con
ellos, recomendándome también que no se me ocurriera abrir la puerta a nadie
en su ausencia, por mucho que llamaran. Me introduje en mi cuarto y exploré el
contenido del primer librito (novela, lo había llamado ella) Pude perfeccionar
mis conocimientos del dialecto thalestriano, algo diferente a la jerga que
hablaban en la Azagaya, pero fue muy poco lo que pude entender sobre el
tema de la obra, y lo poco que pude me resultó altamente repulsivo. La
violencia sin freno y las actividades sagradas parecían componer el noventa por
ciento del argumento.
Regresó Miriam y me saludó, pasando luego a repartir
las muchas compras que había hecho por diversos lugares de la vivienda. Comida,
cintas musicales, adornos, e incluso un vestido para ella (se lo puso, me
preguntó si la encontraba atractiva, y yo educadamente le contesté que si)
También había comprado ropa de macho humano, que dijo me estaba destinada.
-Eso que
llevas está sucio y asqueroso, Alipherath -dictaminó-. Te he comprado ropa de
tu talla, Y tengo buena mano para la costura, de modo que no me va a costar
mucho adaptártela.
Y a ello se puso. Evidentemente tenía ojo para las
compras, puesto que las ropas se adaptaban más o menos a mi cuerpo. Las
túnicas Y camisas me sentaban aceptablemente, si bien tuvo ella que trabajar
algo. Pero en lo que respecta a los pantalones, Miriam se rió como una loca al
encontrarse con el problema de mi cola, y hubo de coser y descoser de firme
para, fijándose sobre todo en mis arrugadas calzas chirg, lograr una solución
pasable si no buena. Durante todo el proceso me negué a permanecer desnudo ante
ella, por más que me dijera que ya sabía de sobra como estaban construidos no
sólo los machos terrestres, sino también buena parte de los alienígenas de la
galaxia explorada por los humanos. Finalmente me encontré provisto de un
regular guardarropa, aunque no me sentía del todo normal con las nuevas
prendas.
Apenas hubimos terminado la labor de sastrería,
Palmiro se hizo presente.
-¡Hola, muchachos! -nos saludó con jovialidad-.
Traigo buenas noticias. ¿Tienes cena para mí, querida?
-De sobra -sonrió ella-. Alipherath ha sido muy
generoso, y hoy nos invita él. De veras que me alegra que esté con nosotros.
Pasamos a la mesa y efectivamente Palmiro se asombró
ante la cantidad y calidad de las viandas. Nos sentamos y empezamos a consumirlas,
sin olvidar regarlas con una bebida alcohólica que a mí me pareció fuerte pero
agradable. Por unos instantes pensé encontrarme entre amigos de mi propia raza,
y tan sólo eché en falta la presencia de pomos de perfume sobre la mesa.
-Pues bien, Alipherath -me relató Palmiro-. He estado
en la oficina comercial de Dreiser. No he tenido ninguna dificultad en lograr
las coordenadas espaciales del planeta en cuestión, y por lo que me enterado se
trata efectivamente de un mundo habitado por tu raza, amigo.
-Espero que no habrás demostrado demasiado interés
-dijo Miriam.
-¿Es que parezco tonto, dulzura? -rió él de buena
gana-. He mostrado interés por todos los planetas visitados por Dreiser en su
último viaje. Especialmente por los deshabitados. Les he hecho creer que unos
amigos míos querían instalarse en un mundo desierto y tranquilo...
¡Bueno! De una forma u otra, aquí están las
coordenadas -me tendió un sobre-. Luego te pasaré la cuenta.
-¿Y para encontrar una nave que me lleve allí?
Palmiro meneó la cabeza.
-No te conviene fletar una nave, aunque tuvieras
pasta para hacerlo. Hace falta demasiada documentación y garambainas, pero
mira, un comerciante llamado Yonekawa zarpa la semana que viene para la zona de
Polaris. Podrá llevarte clandestinamente en la nave y desviarse de la ruta para
dejarte en el planeta en cuestión.
-¿Y no se irá de la lengua? -preguntó la hembra.
-No, si le engrasamos bien. Los comerciantes
independientes no ven con muy buenos ojos a los Francos, que les han hecho más
de una faena en el espacio. ¿Cuantos diamantes te quedan?
Vacié mi bolsa sobre la mesa. Miriam se atragantó con
el bocado que estaba comiendo, y el propio Palmiro hizo un ruido raro semejante
a un hipo.
-¡Demonios coronados! -gritó, y añadió un par de
términos de peor educación-. ¿Todo eso le has quitado a los Francos? Se deben
estar acordando de todos tus antepasados. Pues sí, habrá para pagar todo y para
que nos quede una buena comisión ¿eh?
Pero Miriam me riñó por lo que había hecho.
-¡No debes ser tan confiado, Alipherath! -me dijo-.
Echar ahí, encima de la mesa, toda esa fortuna. ¿Y si en vez de topar con
nosotros hubieras dado con verdaderos maleantes? Te hubieran cortado el cuello
en menos tiempo de lo que tardo yo en decido, y se habrían quedado con todos
los diamantes?
-¡Bah! -cortó Palmiro, riendo-. Alipherath es un gato
sabio. Nos ha olido y sabe que somos personas decentes.
Y no comprendía lo cerca que estaba de la verdad.
Pues bien, Palmiro se marchó otra vez, prometiendo
volver al día siguiente con buenas noticias. Miriam me condujo entonces a mi
cuartillo, y me aconsejó cerrar por dentro, aunque no habló más de encerrarme
ella misma con llave.
-No abras, ni mucho menos salgas al pasillo -me
advirtió-. Mañana será otro día.
Eché la llave, y oí como ella salía del piso. Más
tarde comprendí los motivos de mi encierro cuando volvió a llegar en compañía
de un macho humano.
Así pues, Miriam iniciaba su habitual labor nocturna.
Quizás unos oídos humanos no hubieran captado nada de ésta, pero para mí los
sonidos de la actividad sagrada en la habitación de la hembra me hacían ser
testigo cómo si estuviera allí dentro con los participantes. Sentí al principio
un poco de repeluzno al recordar que no había percibido en la puta el olor
característico del celo chirg, pero después pensé que las hembras de aquella
raza debían estar en celo perpetuo, y finalmente decidí que, fuera como fuese,
aquello no era asunto mío. Pensé con añoranza en las hembras del lejano Dominio
y me adormilé un poco. Pero me despabilé instantáneamente al notar que alguien
intentaba abrir la puerta de mi cuarto.
¿Las Compañías Francas? pensé en un estallido de
pánico, mientras buscaba frenéticamente la pistola aguja. Pero casi al
instante oí la voz enfadada de Miriam.
-¡La puerta de al Iado, te he dicho!
El cliente lanzó un reniego y trasladó su atención al
cuarto de baño.
Suspiré con alivio y me propuse desinteresarme de lo
que ocurriera en las inmediaciones y procurar dormir. Cosa que logré poco
después de la salida del tercer cliente.
Pasaron así varios días, que hubieran sido aburridos
de no haber sido por la excitación que progresivamente iba creciendo en mí.
Sabía que la Azagaya estaba siendo reparada a marchas forzadas, y
suponía que la gran flota de las Compañías quizá hubiera ya salido al espacio
desde su lejano punto de reunión en Walhalla. Cada día que pasaba reducía mi
margen de tiempo para, una vez llegado al Dominio, hacer saber las noticias a
Abgroï y lograr que se reunieran nuestras propias flotas de guerra.
Cada vez me encontraba más nervioso, y Miriam apenas
si tenía éxito en sus intentos de tranquilizarme. Me contaba cosas de la vida
cotidiana en los planetas humanos Y yo, a mi vez, le hablaba del Dominio Chirg
y de las costumbres de mi raza.
El cuarto día apareció Palmiro con otro humano. Se
trataba de un macho bajito, con la tez extrañamente pálida y algo amarillenta,
y los ojos casi tan rasgados como los de un chirg.
-Yonekawa Aichiro, maestro comerciante -presentó-.
Éste es Alipherath Katrame, de quién te he hablado.
Recordé que, según me contara en cierta ocasión
Alboino, los humanos estaban divididos en varias subrazas, tal como los Zakteh,
Damuz y demás en nuestro caso, bien que no se diferenciaran tanto entre sí
(aunque me habló de una subraza de piel enteramente negra hacia la que no
parecía sentir demasiada simpatía). Aquel Yonekawa debía pertenecer a una de
ellas.
El comerciante me miró con expresión seria.
-¿Sabes que los Francos te están buscando por todas
partes? -me preguntó.
Asentí con el gesto humano.
-Lo supongo -dije sencillamente.
-Bueno, pues al diablo con los Francos -sonrió él-.
Creo que tienes diamantes adivisianos, cinco de ellos, y te llevaré hasta
Andrómeda.
-Tan sólo a mi planeta -corregí-. Palmiro te habrá
dado las coordenadas.
-Desde luego -respondió el nombrado-. Si viajas al
norte galáctico tan sólo te costará hacer un desvío. En realidad cinco
diamantes es un precio exagerado...
-Es mi precio -dijo fríamente Yonekawa-. No olvides
el factor ríesgo.
-Cinco diamantes -me apresuré a conceder-. ¿Cuándo
salimos?
-Dentro de tres días. Exactamente en la fecha que
teníamos prevista, con lo que no inspiraremos sospechas. Me ocupo de llevarte
a bordo, de tu manutención y de dejarte en la superficie de ese planeta. ¿Hace?
-Hace -repliqué.
La idea de otros tres días de espera no me gustaba
demasiado, y pregunté a Palmiro si sabía algo nuevo de la Azagaya y de
la flota de las Compañías.
-La Azagaya tiene todavía para una semana de
reparaciones -me informó-. Y de esa flota no sé nada. De todas formas, en el
caso de que venga de Walhalla, tardará todavía más tiempo en llegar aquí.
-No debes preocuparte -intervino Yonekawa-. Tenemos
suficiente ventaja. Y ellos no sospechan que intentas salir del planeta-. Hizo
una especie de giño a Palmiro -¿Eh?
-Tengo amigos -sonrió el otro-. A los Francos les han
llegado rumores de tu presencia en los bosques de Almagasta, a más de cien kilómetros
de aquí. Deben creer que, como buen gato montés, te has refugiado en la selva.
-Así pues, todo está previsto -el comerciante
extendió la mano-. Los diamantes, si no te importa.
-Mejor te los dará cuando esté a bordo -dijo Palmiro,
siempre desconfiado.
El humano de los ojos rasgados se volvió hacia él, Y
percibí en su olor una súbita cólera.
-¡Juro por mi honor que llevaré a este alienígena al
planeta del que hemos hablado! -estalló-. ¿No os basta?
Palmiro se mordió los labios, impresionado.
-Puestas las cosas así, nos basta -dijo.
Por mi parte, me limité a contar los diamantes y
entregárselos a Yonekawa.
-De acuerdo entonces -se apaciguó éste-. Ya tendréis
noticias mías. Y de esa manera hube de pasar otros tres días oculto en el piso
de Miriam, sin más entretenimiento que mis conversaciones con ella y también
aquellas estrafalarias novelas de las que, a falta de cosa mejor, conseguí
un cierto perfeccionamiento del idioma escrito humano.
Hasta que finalmente llegó el gran día, o debería
decir mejor la gran noche, puesto que Palmiro se presentó al anochecer.
-Vamos, hay prisa -dijo-. El japonés está esperando
en su nave.
Antes de que pudiera mencionar el asunto, eché mano a
la bolsa de los diamantes.
-¿Ya no queda por hacer ningún pago extraordinario?
-pregunté.
Palmiro negó.
-Bueno, entonces conservaré un diamante para hacerme
un anillo que me sirva de recuerdo de esta aventura -dije-. El resto os los
dejo a vosotros.
Los rostros de Miriam y Palmiro se retorcieron en la
expresión humana de asombro, emoción que me fue confirmada por sus olores.
-¿Todos? -preguntó Miriam-. ¿Pero sabes lo que estás
diciendo, Alipherath?
-¿Y de qué me servirían en el Dominio? En vuestras
manos serán más útiles.
-¡Maldita sea, Alipherath! -exclamó Palmiro-. ¡Eres
el más grande, sí señor!
Miriam se echó sobre mí e insistió en darme lo que
los humanos llaman un beso, el contacto bucal que antes mencioné. Accedí, y con
menos aversión que la que se podrá creer, pues ella me era ya muy simpática.
-¡Te recordaré siempre, Alipherath... amor mío! -y
creáseme que lloraba al decirlo.
-¡Te recordaremos! -corrigió PaImiro-. Con esa pasta
podemos salir de esta cochambre de planeta, dulzura... y hasta llegar a la
vieja Tierra de Sol, donde la sopa llueve del cielo, y a los perros los atan
con longaniza.
Pero había sonado ya la hora de partir, de modo que
abandoné para siempre aquel piso que durante tanto tiempo había sido mi hogar.
Miriam salió a la calle para despedirme, y agitó la mano cuando el vehículo de
PaImiro se puso en marcha. La mancha amarilla de su larga cabellera fue lo
último que pude ver de la puta al alejarse el vehículo a toda marcha rumbo al
astropuerto.
Llegamos sin novedad allí, y el vehículo se introdujo en un vasto hangar, desierto a aquella hora.
-Vamos, Alipherath -urgió PaImiro-. No conviene que
nadie te vea por aquí.
Dos humanos de la subraza de Yonekawa salieron a
nuestro encuentro.
-Llegáis justo a tiempo -dijo uno de ellos.
Nos condujeron hasta un rincón, donde pude ver un
montón de grandes cajas de plástico, con la inscripción Ryujo Maro
grabada en sus costados.
-Adentro -indicó lacónicamente uno de los humanos,
mostrándome una de ellas.
Retrocedí instintivamente un paso.
-Tranquilo -se apresuró a decir PaImiro-. No puedes
subir a la nave por tu pie, compréndelo.
Me dio una fuerte palmada en la espalda, con una
risita.
-Aquí nos separamos, buen amigo -dijo-. Si algún día se te ocurre pasar por Tierra de Sol no hace falta que me busques. ¡Yo te encontraré!
Y eso fue todo. Penetré en la caja, fue cerrada ésta, dejándome en la oscuridad, Y unos minutos más tarde noté el movimiento al ser cargado el recipiente en un vehículo que luego se puso en marcha. Me acurruqué como pude, temiendo alguna sacudida brusca, y medité sobre lo que me había ocurrido y sobre el futuro que me aguardaba.
Y debo confesar que de pronto sentí un acceso de
melancolía al pensar que había visitado un planeta extraño sin haber visto de
él sino poco más que las paredes de un pequeño piso. ¿Qué flora, que
fauna, que montañas y ríos, que mares e islas podría haber contemplado en otras
circunstancias? Pero pronto me consolé con la idea de que acababa de iniciar
el camino de vuelta a mi hogar.
*****
La Ryujo Maru era una nave mucho más pequeña
que el Azagaya, y su tripulación me pareció excesivamente fría, bien que
todos se mostraran corteses conmigo. Los tripulantes eran en su totalidad japoneses,
pertenecientes a la misma variante racial que su capitán. Me alojaron
cómodamente en un pequeño camarote, me alimentaron bien y, siempre que me encontraba
con alguno de ellos, el tal me saludaba con una sonrisa humana Y una leve
reverencia, que yo procuraba imitar. Pero no se mostraban muy propicios a
mantener conversaciones conmigo; más aún, casi siempre hablaban entre ellos en
su dialecto regional, con lo cual me aburrí bastante en las largas jornadas
del viaje. Llegué incluso a añorar las pésimas novelas de Miriam, y en una
ocasión solicité de Yonekawa algún libro para entretener mis ocios, pero
resultó que casi todas las obras existentes a bordo eran de naturaleza técnica,
y el poco que restaba se hallaba escrito en la para mí incomprensible
escritura local de los japoneses. Así pues, debí resignarme a pasar los días
entregado a la meditación, planeando una y otra vez lo que haría nada más llegar
al Dominio.
En realidad creo que los comerciantes de la Ryujo
Maru me tenían poco menos que como un fardo a transportar de un planeta a
otro. Nadie me prohibía deambular por la nave, pero la comida me era servida
en mi camarote, y no fui invitado nunca al comedor de los humanos. Bueno, al
menos pude apreciar en ellos una absoluta falta de hostilidad, aunque también
de simpatía. Sus olores emocionales denotaban hacia mí tan sólo la más completa
indiferencia.
Finalmente un día, o quizá debería decir uno de los
períodos de iluminación de la nave, fui requerido a la presencia del capitán
Yonekawa Aichiro en el puente de mando.
-Bien, Alipherath Katrame -me dijo-. Estamos llegando
a tu planeta.
Automáticamente eché una mirada a la gran pantalla
visara, pero no pude ver sino el acostumbrado polvo de estrellas.
-El sol central está a estribor -me explicó
Yonekawa-. Hemos salido hace una hora del último salto, y caemos en espiral
hacia la estrella. Tardaremos todavía un par de días en llegar a tu planeta.
-¿Crees que estamos al alcance de los comunicadores?
-pregunté. El japonés hizo una mueca.
-Sí, creo que podemos hacer una llamada a los tuyos
-concedió.
Me he comprometido a depositarte en el planeta, pero
si puedes transbordar a una nave de tu gente, menos tiempo que perderemos.
Además de que no me gustaría que me tomaran por enemigo... ¿Estás preparado
para radiar?
-Desde luego.
Se levantó y me condujo él mismo hasta el puesto de
radio espacial. El operador de guardia se alzó a su vista, y le saludó con la
clásica leve reverencia.
-Intenta establecer comunicación con el cuarto
planeta -ordenó el capitán.
El técnico se volvió a sentar y trasteó un rato en
sus instrumentos.
Luego se volvió hacia su superior.
-No capto ninguna emisión, Yonekawa-san -dijo-. El éter
parece estar vacío.
El capitán se volvió a su vez hacia mí.
-¿No emplean los tuyos la radio espacial? -preguntó,
intrigado-. ¿O es que usan alguna frecuencia clave?
No pude responderle, yo no era técnico en radio. Que
yo supiera, nuestros emisores empleaban frecuencias convencionales, y con ellas
habíamos entrado en contacto con la Azagaya y su flotilla sin ninguna
complicación. De todas formas ignoraba totalmente en que parte del Dominio me
encontraba, y cuales eran las circunstancias locales.
-Bueno, prepara una emisión en gama total -ordenó
finalmente el capitán a su técnico-. De un modo u otro, creo que la captarán.
El operadora dispuso los instrumentos y luego me
tendió un micro. Yo tomé aliento, acerqué el artefacto a mi boca e inicié la
llamada.
-Dominio Chirg -dije, procurando silabear bien las
palabras-. Llamando al Dominio Chirg. Habla Alipherath Katrame, de la Noble
Katrame. Me dirijo al planeta a bordo de una nave amiga. Por favor, contestad
en la misma frecuencia.
Se me hacía extraño emplear de nuevo mi propia lengua
natal. Hice una pausa y repetí luego el mensaje, sin obtener ninguna respuesta.
El capitán Yonekawa hizo un gesto interrogativo en
dirección al técnico, que respondió con un humano encogimiento de hombros.
-No capto nada -dijo-. El éter sigue vacío.
-¿Es éste el planeta? -no pude evitar el preguntar.
Yonekawa frunció el ceño.
-Éste es el planeta cuyas coordenadas me dio tu amigo
-replicó El mundo al que estoy comprometido a llevarte. Si ha habido algún
error, la culpa no es mía.
El miedo me hizo erizar todos los pelos de mi cuerpo.
¿Y si, en efecto, hubiese un error? ¿Y si iba a ser abandonado en un planeta
desierto, puede que incluso inhabitable? Me pesó de pronto haberme separado tan
alegremente de todos los diamantes adivisianos, pues ahora ¿cómo podría pagar a
Yonekawa pasaje para un nuevo mundo? ¿Ya donde podría dirigirme?
El capitán pareció adivinar mis pensamientos.
-Te conduciremos a la superficie de ese planeta,
Alipherath Katrame -dijo con firmeza-. Si no es el que esperabas... -hizo una
pausa, y su olor indicó una cierta duda- ...en fin, en ese caso ya hablaremos.
Señaló a la emisora.
-¿Un intento más? -solicité.
-Puedes grabar la llamada, y la seguiremos emitiendo
automáticamente hasta que entremos en la órbita de ese mundo -dijo Yonekawa-.
Después...
Pero fue interrumpido por el técnico.
-¡Yonekawa-san! -exclamó éste-. ¡Creo que contestan!
Salté materialmente hacia los instrumentos, pero el
operador de radio me echó a un lado con un gruñido, al tiempo que conectaba el
altavoz.
-Alipherath Katrame -pude oír una voz brotando del
aparato Alipherath Katrame.
El acento era extraño, pero la voz pronunciaba
indudablemente mi nombre. Tomé el micro y respondí al ignorado interlocutor.
-Habla Alipherath Katrame, de la Noble Katrame,
embajador especial del Dominante. Regreso a bordo de una nave amiga, con informaciones
de alto interés...
Pero la voz anónima me interrumpió y, para mi horror,
lo hizo en lenguaje humano.
-¡Deja de maullar, Alipherath! No estás hablando con
ningún condenado gato, sino con un humano. Más claramente, con tu querido
amigo Alaric, a bordo de la Azagaya. Yo diría que te has caído con todo
el equipo.
Capítulo IX
Tan fuerte fue la impresión, que estuve en un tris de
caer redondo al suelo. Mis oídos zumbaban horriblemente, y fue a duras penas
como logré captar una nueva voz, pudiendo ahora reconocer de quién procedía.
-Atención, Ryujo Maru. Les habla el capitán
Sigmund de la nave de guerra Azagaya, perteneciente a la Compañía Franca
del Jaguar. Dispónganse para ser abordados. Todo intento de resistencia o fuga
traerá consigo su inmediata destrucción.
Los dos japoneses charlotearon rápidamente en su
idioma local. Capté en ellos la alarma y la consternación. Pero luego el
capitán Yonekawa me quitó el micro, que yo todavía mantenía estúpidamente en la
mano.
-Habla el capitán comerciante Yonekawa Aichiro
-dijo-. Acepto su abordaje, capitán Sigmund. Doy orden de detener las máquinas.
Dispongo la compuerta de estribor.
No hubo respuesta. Yonekawa dejó el miero, Y sus
rasgados ojos se fijaron en mí con mirada carente de expresión.
-Vamos al puente de mando, Alipherath Katrame -me
dijo-. Recibiremos allí a los Francos.
Caminé a su lado, con el espíritu completamente
vacio, incapaz de pronunciar una sola palabra. A una indicación del capitán me
acomodé mal que bien en una silla del puente, y contemplé la agitación de
oficiales y tripulantes, que hablaban en su jerga particular, sin parecer
hacerme demasiado caso.
Y luego pude comprender que la gran Azagaya se
había acoplado con la nave de Yonekawa, pues el golpe resonó en todos los
rincones de la segunda. Unos minutos de espera, y luego Alaric en persona
irrumpió en el puente de mando, seguido por una docena de humanos armados. Los
japoneses retrocedieron ante ellos, hasta colocarse de espaldas a la mampara
del fondo.
Los ojos de Alaric se fijaron en mí. Su hedor de odio
triunfante era tan intenso que llegaba a ofenderme físicamente.
-Gato -chirrió-. Estúpido gato, has ido demasiado
lejos. Te has escapado ¿eh? Has robado pertenencias de la Compañía ¿eh? Vas a
venir ahora con tu amigo Alaric al Azagaya, y creo que dentro de muy
poco vas a lamentar el día en que tu gata madre te puso en el mundo.
Era su momento de triunfo. Se introdujo los pulgares en el cinto de su pantalón y pasó la mirada de mí al capitán Yonekawa. Su sonrisa se acentuó aún más.
-Y tú, comerciante, te la has cargado también
-continuó-. Sabías que este alieno había huido de nuestra nave. Apuesto a que
te ha pagado el pasaje en diamantes robados a las Compañías Francas. ¿Sabes lo
que significa eso, amarillo? ¿Sabes lo que va a suponer para ti y para tu nave?
Lanzó una carcajada estridente.
-Japonesito, si yo estuviera en tu pellejo, me hacía
el harakiri.
-Seppu-ku-
corrigió Yonekawa.
Sentí de pronto un chispazo de interés al advertir
que su voz era tan indiferente como siempre, sin parecer sentir la amenaza del
bárbaro Alaric. Y vi a éste fruncir el ceño, mientras que un nuevo olor alarmado
nacía en él.
-Pues sí -continuó el comerciante-. Pienso que sería
una buena idea cometer seppu-ku. Una muy buena idea.
Dio un paso, y su mano se posó en un conmutador rojo
sobre el tablero de mandos, que yo antes no había visto.
-¡Quieto! -gritó Alaric, y las armas de sus hombres
se alzaron.
-Quieto si lo deseas, Alaric de las Compañías Francas
-la voz del capitán comerciante era ahora seca y acerada-. Desde que tu nave
apareció ante nosotros, las pilas de los convertidores han sido excitadas al
máximo. Si suelto ahora este conmutador, en dos segundos harán explosión, y
todo quedará reducido a gas y radiación en un radio de diez kilómetros. Mi
nave y la tuya.
Sentí un terrible nudo en la garganta cuando el
significado de aquellas palabras se me hizo evidente. Un estallido de luz y
luego... la nada. De nuevo noté que todo mi pelo se erizaba.
Pero también capté en aquel mismo instante otra cosa.
El olor procedente de Alaric cambió bruscamente, y pude percibir el miedo en
su expresión máxima. El olor gritaba casi audiblemente: «¡Es una trampa!
¡Sacadme de aquí! ¡Sacadme de aquí!». Comprendí entonces que aquel individuo,
más que bárbaro y asesino era cobarde. Un cobarde abyecto, capaz sólo de
aniquilar seres indefensos apretando un botón, o de torturar prisioneros
entregados a él, pero a quién la idea de la propia muerte resultaba
inaguantable, tanto como la de emprender una lucha contra alguien dotado de
armas iguales. No me considero yo, desde luego, lo que se entiende por un
héroe, pero sin embargo nunca pienso haber llegado, aún en el último violento
período de mi vida, a sentir un pánico como el que el olor de aquel humano
indicaba. Los otros combatientes de las Compañías francas presentes en el
puente de mando se habían sentido, desde luego, impresionados por la situación,
pero de ningún modo a la manera de su jefe.
-Ten cuidado -logró finalmente articular Alaric-. No
tomes una decisión precipitada. Hablemos.
-Hablemos pues -sonrió Yonekawa, sin apartar la mano
del conmutador rojo.
-Vas a causar tu propia destrucción, así como la de
tu nave y tus hombres. ¿Harías eso por un simple alieno?
-Haría eso por mi palabra y mi honor -replicó el
comerciante-. He comprometido ese honor en la promesa de llevar a Alipherath
Katrame desde Thalestris al planeta ante el cual estamos ahora. Voy a hacerla o
voy a morir.
-Es posible negociar -casi suplicó Alaric, sin
despegar los ojos de la mano de Yonekawa y del fatídico conmutador.
El japonés le miró con desprecio.
-Negociaré, pero no contigo -cortó-. Hablaré con tu capitán,
como corresponde.
Uno de los técnicos de la Ryujo Maru se acercó
a la pantalla de corta distancia, sobre el panel, sin hacer el menor caso del
grupo armado que había irrumpido en la nave.
-Comunicación con el capitán Sigmund, del Azagaya -anunció,
tras manipular en los controles.
El rostro de Sigmund apareció en la pantalla.
-¿Y bien, Alaric?
Yonekawa no dijo nada, dejando al oficial de las
Compañías dar el parte de la situación, lo que hizo de manera atropellada. Una
vez que hubo terminado, los ojos del capitán del Azagaya se dirigieron
hacia el comerciante. Nada varió en su expresión, y aunque naturalmente yo no
podía captar su olor, hubiera jurado que el temor se hallaba casi ausente de
sus emociones.
-Bien, confieso que he cometido un error al abarloar
mi nave a la tuya, capitán Yonekawa -dijo-. ¿Cuales son tus condiciones?
-Soy un ciudadano libre, y no debo lealtad a las
Compañías Francas -el japonés casi silabeaba al hablar-. Se me ha pagado por
llevar al alienígena Alipherath Katrame hasta el planeta que ahora tenemos más
cercano. Se me dice que ha escapado de tu nave, y que ha robado valores de tu
propiedad, pero eso ni me consta ni me importa. Déjame llevar a cabo la misión
en que me he comprometido, o de lo contrario haré volar las dos naves.
Sigmund pareció meditar.
-El alienígena volverá con nosotros -dijo
finalmente-. Es también una cuestión de honor para las Compañías Francas. Una
vez que haya sido transbordado, se te dejará marchar libremente, sin reclamar
lo que te haya sido pagado por el pasaje. Tienes mi palabra.
-No -replicó sencillamente Yonekawa.
Sigmund hizo un último esfuerzo.
-Capitán Yonekawa, ceder a la amenaza que me haces
significaría perder mi honor de guerrero. Si no transiges, ambos deberemos
morir.
-Muramos pues -decidió el otro, y en un destello creí
ver a su mano moverse.
-¡Un momento! -gritó Sigmund.
La mano se detuvo.
-Hay una solución -continuó el capitán del Azagaya-.
Has hecho ese convenio con el alienígena Alipherath Katrame, y él puede
liberarte si lo desea.
Sus ojos se fijaron en mí, desde el cuadrado de la
pantalla. -Alipherath Katrame -dijo Sigmund con solemnidad-. Te juro por mi
honor que no serás castigado por tus actos. Regresa a la Azagaya y serás
de nuevo mi prisionero. Pero sigo pensando en utilizarte para negociar con tu
raza, de manera que yo mismo te llevaré a la superficie de tu planeta, tal como
deseabas, pero bajo mi control y mi autoridad.
Hizo una pausa, que nadie rompió.
-Tu propósito era avisar a los tuyos de nuestras
intenciones -continuó luego-. Bien, pues podrás hacerlo. La flota de las
Compañías Francas ha zarpado ya de Walhalla y viene hacia aquí. Los efectos de
tu aviso serán irrelevantes. Esa es mi proposición. Acéptala o muere junto con
todos nosotros.
Por un instante vacilé, incapaz de tomar ninguna
decisión. Pude advertir cómo el pánico de Alaric se transformaba en ansiedad.
Deseaba con todas tus fuerzas que yo aceptara, y poder librarse así de la
muerte. Pensé que él seguramente me habría dejado ir al planeta o hacer lo que
me viniera en gana, con tal de escapar a la trampa en la que se veía metido.
Incluso creo que se habría arrodillado ante mí para rogarme que le salvara la
vida.
En cuanto a mí mismo... ¿Estaba dominado por el mismo
terror? No, desde luego; me esforcé en convencerme a mí mismo. Temía a la
muerte, claro está, pero la hubiera admitido por el bien de los míos. Si, como
había ocurrido en los días pasados, todo el conocimiento sobre el Dominio Chirg
hubiese estado en el Azagaya, con gusto hubiera perecido por borrarlo.
Pero hoy en día la flota de las Compañías Francas tenía también conocimiento de
la existencia de mi pueblo, y de la localización de aquel planeta. Estaba en
marcha, y yo tenía oportunidad de avisar de su llegada; tal vez dicho aviso no
fuera tan irrelevante como el capitán Sigmund creía.
-Aceptado -dije.
Y en el acto una oleada de alivio me llegó de todos
los extremos de la sala. Procedía de los combatientes del Azagaya, y
también de los comerciantes japoneses, incluido Yonekawa. Pero, sobre todo,
procedía de Alaric. No pensé, sin embargo, que en el futuro me guardara el
menor agradecimiento. Bueno, desde luego yo no había hecho lo que había hecho
para salvar su mezquino pellejo.
-Tengo tu promesa de dejarme marchar libremente
-insistió, no obstante, el capitán japonés.
-La tienes -replicó Sigmund-. Bueno, Alipherath,
recoge tu equipaje y acompaña a mis hombres hasta el Azagaya.
Hice lo que me decía, y me despedí de los japoneses
que de tal forma habían defendido mi vida, poniendo la suya en peligro. Luego
me dirigí a Alaric y le manifesté que estaba dispuesto. El oficial volvía a
irradiar hostilidad hacia mí, magnificada por el miedo que por mi causa había
pasado.
-Vamos, gato -dijo fríamente-. Ya hablaremos largo y
tendido cuando estemos en la nave.
Recorrí por última vez los pasillos metálicos de la Ryujo
Maru y pasé al tubo que la conectaba con la Azagaya. Instantes
después me encontraba a bordo de ésta última, como si nada hubiera pasado.
Alaric, sin dignarse decirme ninguna otra osa, me condujo al puente de mando.
-¡Saludos, Alipherath Katrame! -me recibió Sigmund,
que se hallaba rodeado de toda su oficialidad-. De nuevo nos encontramos.
Su olor no era malevolente, aunque el resto de la
oficialidad mostraba una hostilidad mayor.
-Saludos, capitán Sigmund -respondí a su acogida.
La atención del capitán se apartó de mí para fijarse
en las pantallas y los instrumentos de control. La luminosa pantalla menor que
yo ya conocía se encendió bajo la grande, y en ella aparecieron dos puntos, uno
dorado y otro verde que se alejaba del primero.
-¡Allá va ese maldito japonés! -exclamó Alaric-.
Convirtámoslo en polvo cósmico, para que sepa lo que cuesta enfrentarse con una
Compañía Franca.
-Tiene mi palabra, Alaric -replicó Sigmund, y su tono
era el de no admitir discusión ninguna sobre el particular.
El olor de hostilidad se avivó en Alaric, pero ahora
no dirigido por completo hacia mí.
Todos contemplamos como el punto verde seguía su ruta
hasta abandonar la pantalla. Luego los ojos de Alaric me buscaron de nuevo.
-Bueno, Sigmund, el japonés se ha escapado, pero
queda por resolver el caso del gato. Un alieno prisionero que ha huido de la
nave y se ha llevado valores pertenecientes a la Compañía, que por cierto no
hemos recuperado. Se ha burlado de nosotros y no nos ha causado sino
sinsabores. Si no se le da ahora mismo su merecido, se reirá a gusto de
nosotros y todas las Compañías harán lo mismo cuando se enteren del caso. Pido
que se le deje en mis manos.
-Alaric, tú estabas en la nave de Yonekawa cuando yo
hablé con él y con el alienígena -algo así como la exasperación empezaba
anotarse en la voz y el efluvio del capitán-. Oíste mis palabras. El alienígena
tiene mi juramento de que no será castigado por lo que ha hecho.
-¡Puede! -rugió Alaric-. Pero los alienos no tienen
ningún derecho. Si me ocupo de él no será en castigo por lo que haya hecho,
sino por simple placer.
-Es que no te vas a ocupar de él -cortó Sigmund-. Soy
el capitán de esta nave y de esta Compañía Franca, y me compete la
interpretación y el cuidado del honor común. ¿Pones en duda mi autoridad,
Alaric?
Tragué saliva. Aquello era una invitación a lanzar un
desafío formal. Pero Alaric reaccionó como yo esperaba que lo hiciera.
-Acato tu autoridad -se sometió-. Pero, como oficial
que soy, expreso mi protesta.
-Tomo nota de ella -repuso Sigmund en tono
indiferente-. Bien, ahora hablo contigo, Alipherath Katrame.
Alcé los ojos para sostener su mirada.
-Vas a servir de intérprete y mediador entre nosotros
y la gente de tu raza -dijo-. ¿Tengo tu palabra de honor de que no intentarás
escapar de nuevo? De otra forma la negociación no se podrá emprender, y tan
sólo quedará el camino de la guerra.
-¡Protesto una vez más! -estalló Alaric,
congestionado y en el colmo de la ira-. Capitán Sigmund, estás profanando el concepto
de honor que sólo los humanos poseemos. No se puede pedir la palabra de honor a
un animal, que no entiende de esas nociones. El solo hecho de... y de pronto la
ira se apoderó de mí, y encontré valor para interrumpirle.
-¡Soy Alipherath Katrame, de la Noble Katrame, hijo
de la Vieja Raza Dorada de Zakteh -grité allí, delante de todos-. ¡Mi honor es
tan valioso como el de cualquier humano, y mi palabra es inquebrantable!
-¿Pero le oís? -chilló Alaric-. ¡Le corta la palabra
a un humano! ¡Se burla de la Humanidad y de su honor! ¡Golpeadle, guardias!
¡Golpeadle!
-¡No le golpeéis! -rebatió Sigmund, en voz aún más
alta.
Durante un segundo la escena pareció congelada, con
todos sus participantes inmóviles, aún denotando las más diversas emociones.
-¡Alaric, estoy empezando a hartarme! -ahora Sigmund
irradiaba aversión y desprecio hacia su subordinado-. El alienígena ha hablado
respondiendo a una pregunta mía, y no es él quién te corta la palabra, sino tú
el que me interrumpes a mí con tus gritos. Te repito que soy el capitán, y
quién toma las decisiones. Si alguien da la orden de golpear a quién sea, ese
seré yo, y no tú. ¡Que sea la última vez, la última vez que se te ocurra dar
una orden semejante estando yo presente! Y en lo que se refiere al honor del alienígena
¿pones en duda su palabra? Bien, de acuerdo ¡pues yo respondo por él! ¿Te
basta? ¿O es que vas a poner en duda mi palabra?
Vi desorbitarse los ojos del oficial del pelo
amarillo, y de nuevo sentí el efluvio de su miedo, ahora ante su superior. Apartó
la mirada y guardó silencio.
-¡Repito, Alipherath Katrame! -la voz de Sigmund
todavía continuaba siendo violenta-. ¿Tengo tu palabra de honor, tal como tú
la concibes?
-La tienes -concedí.
-Está bien. Haced pasar a Alboino. Que se haga cargo
de nuevo del alienígena.
Mi antiguo profesor de idiomas y casi amigo entró en
el puente y me hizo seña de que le siguiera. Cargué con mi escaso equipaje y no
tardé en hallarme de nuevo en el viejo camarote de donde había escapado me
parecía que tanto tiempo atrás.
Alboino irradiaba mal genio, en cierto modo dirigido
hacia mí.
-¿Sabes que tu fuga me ha causado un disgusto serio?
-gruñó-. Te llevaste mi armamento, y me han sancionado. Estoy arrestado y perderé
buena parte del botín que me corresponde, además de ser el objeto de mil bromas
de mal gusto. ¿Gracioso, eh?
Mencionó atropelladamente toda una serie de palabras
relacionadas con actividades y órganos sagrados de los de su raza. Aquello,
lejos de repelerme, me produjo, he de confesarlo, un cierto buen humor, pues
había llegado a simpatizar con aquél humano, incluida su forma de hablar.
-Eso puede arreglarse -le dije.
-No veo cómo.
Hurgué en mi equipaje y saqué de él las dos armas que
en su día requisara del camarote de Alboino.
-Aquí las tienes -ofrecí.
El humano frunció los labios con expresión
dubitativa.
-Pero... bueno, ésto no arregla gran cosa. Para que
se me perdonara mi falta debería arrebatártelas.
-Bien, arrebátamelas.
Alboino extendió la mano hacia las armas, todavía no
muy seguro de sí mismo.
-Si quieres, yo mismo firmaré un documento en el que
haga constar que me las has arrebatado -le dije.
Lanzó un gruñido Y finalmente cogió las armas,
contemplándolas luego como queriendo asegurarse de que no habían sufrido daño
alguno.
-Escucha -insistí-. El oficial Alaric no me ha
registrado. Yo tenía esas armas en mi poder, quién sabe con qué propósitos.
Pero en cuando he pasado a tu responsabilidad, tú has cumplido con tu
obligación haciéndome un completo registro y arrebatándome las armas. Tu deber
es redactar un parte al efecto.
Alboino sonrió de pronto.
-¡Claro que sí! -exclamó-. Daré parte, claro que daré
parte. Pero creo que la cosa no le gustará a Alaric.
Ya lo suponía yo antes de que me lo dijera, pero
tampoco me importaba demasiado. En poco podía aumentar tal incidente el odio
vesánico que el oficial me profesaba, mucho más después del rapapolvo que por
mi causa había recibido del capitán Sigmund delante de toda la oficialidad de
la nave. Y después de todo la falta de no registrar mi equipaje le correspondía
a él, quizá embarullado por el miedo que le atenazara a bordo del la Ryujo
Maro.
-¿Sabes? -sonrió más abiertamente Alboino-. En el
fondo creo que eres un buen muchacho, aunque seas alienígena. ¡Diablo, no puedo
reprocharte que te escaparas! Todo prisionero debe intentar la fuga, eso es lo
primero que se te enseña en las Compañías Francas.
Decidí aprovechar su buen talante para intentar
lograr alguna información.
-Y, a propósito -ciertamente había aprendido no poca
cantidad de modismos humanos en los últimos tiempos-. ¿Cómo supisteis que
estaba yo a bordo de la Ryujo Maru?
Alboino se encogió de hombros.
-No fue difícil. Desde un primer momento supuso el
capitán que pretenderías llegar al planeta de los gatos. La primera nave
comerciante que salía en la dirección de Polaris era la de los japoneses, de
manera que se montó una discreta vigilancia. Pero nadie te vio entrar en ella,
de modo que, si sabes lo que quiero decir, quedamos un poco perplejos.
Entonces el capitán decidió que lo mejor sería partir
hacia el sistema en cuestión y esperar tranquilamente a que llegaras en la nave
que fuera.
Aceleramos las reparaciones al máximo y zarpamos.
Hubo suerte y te cogimos antes de que entrases en contacto con los demás de tu
raza.
-¿Sí? -fingí cierta admiración por la inteligencia de
Sigmund pero el capitán me dijo que de todas formas entraríamos en contacto
con los chirgui, y que yo sería embajador e intérprete.
Los ojos de Alboino se iluminaron, y su olor denotó
alegría y exaltación.
-No me extraña -dijo-. ¿Sabes? La flota de las
Compañías viene ya hacia aquí. ¡Miles y miles de navíos, con cien estandartes
distintos! No creo que tengáis ya tiempo para preparar una defensa apropiada...
Bueno, en realidad no creo que hubierais podido preparar esa defensa ni aún
cuando se os diera el tiempo que quisierais. ¡Las Compañías son invencibles!...
No quise interrumpir su exaltación bélica y dejé que
terminara su retahíla de autoalabanzas. Tan sólo cuando se detuvo para tomar
aliento me arriesgué a hablar.
-Todo eso está muy bien -convine-, pero entonces ¿por
qué no esperar a que llegue esa flota antes de avisar a mi raza? ¿Para qué perder
el efecto de la sorpresa?
-Con la potencia de las Compañías concentrada en una
sola flota es indiferente que se ataque con sorpresa o no -volvió a su tema
Alboino-. Pero si la flota llega al planeta, será el viejo Genseric, el
presidente del Consejo de Capitanes, quién lleve a cabo la labor y se apunte el
éxito. Nuestro capitán no quiere que nadie le saque las castañas del fuego. Ya tuvimos
bastante con perder dos de nuestras tres naves en la batalla con las vuestras.
Si ahora logra resolver la situación por sí mismo mediante el sometimiento de
los vuestros, aunque sea poniendo sobre la mesa el peso de la flota, su honor
quedará acrecentado. Eso es lo que busca.
-¿Y si los míos destruyen la nave? ¿Y si nos
destruyen a todos antes de que llegue la flota?
Alboino se encogió de hombros una vez más, y en su
olor no pude captar el menor rastro de miedo.
-Somos guerreros, y como tales morimos -dijo en tono
fatalista-. La gran flota nos vengaría.
Empecé a sentir de nuevo una cierta esperanza, no
para mí, sino para mi pueblo. Al parecer los humanos no tenían todavía una
clara idea del poder del Dominio. No quebrantaría yo, desde luego, la promesa
de no huir del cautiverio, pero si lograra avisar a los dirigentes de aquél
mundo, y que ellos enviaran una cápsula mensajera a Naolán... quizá nuestras
propias escuadras pudieran concentrarse y, ya que no aquel desdichado planeta,
se lograra salvar el resto del Dominio.
Aunque el poderío de la flota enemiga, tan ponderado
por Alboino, me inspiraba un gran miedo.
Así pues pasé a ocupar mi antigua prisión. Comí y
dormí una vez todavía. Al poco tiempo de despertar, Alboino vino para decirme
que se me esperaba en el puente de mando.
No parecía muy contento mi antiguo profesor de
idiomas, y me tomó como confidente mientras recorríamos los pasillos.
-Han completado la tripulación en Thalestris -gruñó-.
Una banda de muertos de hambre y, robabolsillos, nada que se parezca a los
viejos compañeros que perdimos en la batalla contra los tuyos -hizo brotar con
voz sorda unas cuantas de aquellas palabras que con tanta frecuencia empleaba-.
Pero se comportan como si fueran veteranos de las Compañías. ¡Hay que ver cómo hablan
y cómo presumen! Pasará tiempo antes de que lleguen a ser unos guerreros
aceptables. ¡Maldita sea! Y Alaric parece que les mima, a esa pandilla de
ganapanes.
-¿Muchos? -pregunté inocentemente.
-¡Demasiados para mi gusto! -replicó al instante-.
¡Más de seiscientos! Alaric ha insistido en completar el millar, Y ahora esos
robagallinas son casi el doble que los guerreros que quedábamos. ¡Hasta han
elegido un contramaestre entre ellos!
Quizá fuera yo excesivamente desconfiado, y más tras
mis recientes aventuras, pero un nuevo temor comenzó a abrirse paso en mi
mente. El de que Alaric pretendiera apoyarse en aquellos nuevos reclutas,
elegidos al parecer entre lo peor del hampa thalestriana, para imponerse al
capitán Sigmund, y si el oficial del pelo amarillo llegaba a hacerse de alguna
manera con el mando, demasiado bien sabía yo cual sería una de las primeras
medidas de gobierno que tomaría.
Pero ya estábamos en el puente de mando, y Alboino se
adelantó para anunciar mi llegada. Toda la oficialidad estaba allí,
contemplando las pantallas visoras.
Un gran planeta ocupaba toda la pantalla mayor. Un
mundo en el que pude reconocer formaciones de nubes, casquetes polares, mares
azules e incluso zonas oscuras que podrían corresponder a grandes bosques o selvas.
Pude advertir líneas de litoral, cabos, golfos y penínsulas, pero aquella
configuración no me resultó familiar.
-Ahí lo tienes, Alipherath Katrame -Sigmund me indicó
la pantalla-. ¿Sabes qué planeta es? ¿Lo reconoces?
-No -respondí simplemente, y era verdad.
El capitán suspiró con cierto desaliento.
-Aquí hay algo raro -dijo-. No hemos detectado rastro
de naves en todo el sistema. Del planeta no nos llega ninguna emisión de
neutrinos, o sea que no existe en él energía nuclear. Se diría un mundo completamente
primitivo.
Hizo una pausa, y tomé ésta como una muda pregunta.
-¿Está deshabitado el planeta? -cuestioné.
-¡Claro que no! -respingó el capitán-. Ya lo sabíamos
por Dreiser, y ahora lo hemos comprobado. ¡Pero está... vacío! Nuestras sondas
han descubierto una pequeña comunidad rodeada de campos de cultivo, a la orilla
de un río, pero de momento nada más.
¿Nada más? Aquello no cuadraba en absoluto con lo que
yo conocía del Dominio. Ciertamente no estaba familiarizado con las geografías
de todos los mundos habitados por mi raza, pero aquel planeta vacío, con sólo
una ciudad o pueblo en su superficie... aquello me parecía irreal; los chirgui
no colonizamos el espacio de esa forma. Pensé si acaso Dreiser no se habría
equivocado, y si la raza habitante de aquel mundo no sería después de todo
ajena a la mía, aunque quizá parecida físicamente.
-Bien, el alieno no sabe nada, como de costumbre
-dijo un oficial alto, de pelo negro punteado por zonas grises-. ¡Bajemos y nos
enteraremos!
-Mejor que no tengan naves en el sistema -indicó
otro-. Si son poca gente y están concentrados en una sola población, no nos
será difícil controlarlos.
El capitán Sigmund asintió, aunque percibí en él el
olor de la duda.
Quizá temía una trampa.
-Está bien, descendamos -asintió-. Alaric, quedas al
mando de la nave, nosotros emplearemos la lanzadera grande. ¡Vidkun, Heimdell!
Vosotros vendréis conmigo, elegid a los guerreros. Y
que la mitad de ellos sean de los nuevos, conviene que se vayan moviendo.
Los dos oficiales nombrados se pusieron en pie y
abandonaron el puente, mientras Sigmund daba las últimas instrucciones a su
segundo.
-Intercepta y destruye toda nave no humana que se
acerque o que intente salir del planeta. Si llegara mientras estamos abajo
cualquier comerciante humano, deténlo en el espacio, y si se niega, destrúyelo.
Me mantendré en contacto contigo.
-De acuerdo, Sigmund -pero si el capitán hubiera sido
de mi raza, habría podido captar por el olor la hostilidad oculta de su
segundo, y no se hubiera sentido demasiado tranquilo.
Cuando abandoné el puente detrás de Sigmund, ya el
comando de desembarco estaba formado en el pasillo. Nos pusimos en camino y
penetramos en la compuerta de la lanzadera, a cuyos mandos se puso uno de los
oficiales. Yo podía notar el aroma de la excitación en todos los que se
lanzaban a la aventura, en especial los novatos. Y no podía por menos que
sentirme yo mismo excitado, preguntándome si lograría mis propósitos de dar la
alerta a mi pueblo.
Suponiendo que realmente pertenecieran al mismo
aquellos seres hacia cuyo hogar nos dirigíamos.
Capítulo X
Entrarás en contacto con las autoridades de este
mundo -me instruyó Sigmund-. Les dirás como está la situación, ni más ni
menos. Ciertamente no puedo controlar lo que hables, pero confío en tu buen
sentido. De una forma u otra, les pedirás las coordenadas espaciales de
vuestro planeta capital, alguien tiene que saberlas aquí. Pretendo ir a
continuación hasta allá, tras dejar una cápsula mensajera para la flota ¿entiendes?
Todavía podemos llegar a una conclusión pacífica, si los tuyos se someten.
Asentí, imitando el gesto humano.
-No te hagas el héroe suicida -aconsejó el capitán,
sin hostilidad-. Aunque todos muriéramos, la Azagaya continuaría en el
espacio, y no creo que quién tomara entonces el mando fuera más benévolo que yo
hacia los tuyos -se refería a Alaric, desde luego, y no pude sino estar de
acuerdo con él-. Piensa que aunque la misma Azagaya fuera destruida de
alguna manera, la flota sabe ya todo lo que necesita. Interrogaría a fondo a
los nativos y les sacaría todo lo que le interesara conocer.
-Está bien -dije.
-Y tampoco debes pensar en engañarme. Serás sometido
al detector de mentiras después de las negociaciones, y no vacilaría en
castigarte duramente si intentaras llevar un doble juego. ¡Ah, ahí llegamos!
Ambos desviamos la vista hacia la pantalla de proa.
El paisaje del nuevo mundo se deslizaba bajo nosotros, y en el horizonte pude
advertir el brillo de una corriente líquida. Instantes después cruzamos sobre
una pequeña aglomeración de edificios. Pude ver los campos de cultivo en tomo a
la población.
-Todos en alerta de combate -ordenó Sigmund-.
Descendamos. Los humanos aprestaron sus armas, en tanto que el oficial piloto
hacía que la lanzadera describiese un círculo en torno a los edificios antes de
descender cerca de ellos. La nave tomó tierra en las proximidades de un campo
sembrado, cuyas espigas ondeaban perezosamente al viento.
-Verificación de la atmósfera -ordenó Sigmund.
El oficial piloto consultó un cuadrante del
salpicadero. -Comprobada como respirable -recitó-. Ninguna amenaza para la
Humanidad.
Aquella debía ser una frase ritual; el capitán se
limitó a asentir, sin pedir nuevas aclaraciones.
-Rutina de desembarco -dijo-. Vidkun queda a bordo
con diez guerreros, el resto desciende conmigo. ¡Alipherath, a mi lado!
Abrióse la compuerta y descendimos, primero el
capitán, y yo a continuación. Percibí los aromas del nuevo mundo, que me
parecieron agradables. La gravedad era similar a la de Thalestris, y encontré
la atmósfera incluso mejor, con un cierto efecto vivificante. Respiré hondamente,
mientras los humanos se desplegaban con las armas preparadas.
De momento no advertimos ninguna reacción nativa.
Varios edificios aislados quedaban a nuestra vista, quizá granjas o casas de
campo, cuyo estilo me pareció familiar. Pero ningún ser animado se hizo presente.
-Parece que nuestra llegada no les interesa -gruñó
Sigmund-.
-¡Para mí que están muertos de miedo! -intervino el
oficial Heimdell-. Supongo que tendremos que ir a sacarles de sus agujeros.
Esperamos unos minutos, durante los cuales la
situación no varió. Pero cuando ya Sigmund se disponía a dar la orden de
avance, pude captar un movimiento en el limite del campo cultivado.
-Capitán Sigmund -llamé-. Creo que alguien viene.
Era un grupo de cinco nativos, y en cuanto pude
verlos claramente, sentí una oleada de emoción que asaltaba todo mi organismo.
Pues no cabía la menor duda de que se trataba de gentes de mi propia raza, de
chirgui. Alcé el rostro, y el olor familiar de mi pueblo me inundó, como
dándome la bienvenida al hogar.
Eran cinco machos, tres de ellos Nirnmress
cenicientos, y los otros dos Zakteh de mi propia estirpe. ¡Que hermosos me
parecieron tras tanto tiempo de tratar con terrícolas torpes y pelados! Por un
momento noté que me tambaleaba, y debí esforzarme por dominar mis emocio nes e
iniciar la tarea que debía cumplir.
-No apuntéis las armas ni hagáis ningún gesto
amenazador -murmuró Sigmund a sus hombres-. Pero manteneros alerta.
Uno de los Nimmress se adelantó hacia nosotros.
-Amigos humanos -dijo en lengua terrestre, con
horrible acento-. Os damos... bienvenida al planeta Gherrod...
Pero casi en el acto su nariz se frunció y sus ojos
se dirigieron hacia mí.
-¡Chirg! -exclamó, y luego en nuestra propia lengua-.
¿Quién eres? ¿Vienes acaso de Abgroï?
Sigmund me dio un ligero toque en la espalda, como
impulsándome a avanzar hacia los míos.
-Vamos, habla con ellos -indicó.
Se me hacía verdaderamente raro volver a mi propio y
querido idioma. Carraspeé, y finalmente logré hablar.
-Estos seres humanos me han capturado -dije-. Quieren
conocer las coordenadas de Abgroï para atacarlo y someter todo el Dominio a la
autoridad de su raza. ¿Tenéis alguna forma de comunicaros con Naolán y dar el
aviso? Una nave humana está en órbita, con orden de destruir cualquier vehículo
espacial que intente abandonar el planeta, pero no me parece que pueda
interceptar una cápsula hiperespacial de comunicaciones; en realidad creo que
ni siquiera conocen esa tecnología...
Pero cesé en mi rápida verborrea al advertir el olor
de asombro e incredulidad de mis interlocutores.
-Pero... pero... -dijo el portavoz Nirnmress-.
Nosotros no tenemos contacto con Abgroï, desde hace cientos de años. La nave en
la que nuestros antepasados llegaron aquí se averió de forma irremediable en
el aterrizaje. Ni siquiera conocemos las coordenadas de los mundos del
Dominio...
Sentí que el corazón se me helaba al comprender el
significado de aquella palabras, y tanto debió ser mi azoramiento que Sigmund
lo notó y me interrogó al instante.
-¿Qué ocurre? ¿Qué te han dicho?
Me volví hacia él, y procuré mostrarme convincente.
-No saben nada sobre el Dominio Chirg -dije-. Se
trata de una legión perdida[10].
El capitán se me quedó mirando con sospecha.
-Digo la verdad -me apresuré a añadir-. Partieron de
Abgroï hace cientos de años, y su nave se estrelló aquí. Los descendientes de
los primeros habitantes han perdido todo recuerdo de la localización del
Dominio.
Me creyó, porque la ira se reflejó en su rostro y en
su olor.
-¡Maldita sea! -exclamó-. ¡Estamos otra vez como al
principio!
-Capitán, con tu permiso -le interrumpió uno de los
guerreros veteranos-. No podemos estar seguros de que el gato no mienta, y en
el caso de que no sea así, quizá sean los indígenas los que lo hacen.
-Existe el detector de mentiras -replicó Sigmund-. Se
lo aplicaremos a Alipherath Katrarne y, si es necesario, también a los
indígenas.
Pero creo que las cosas son así. Hemos tenido mala
suerte.
-No del todo -intervino el oficial Heimdell-. En alguna parte tienen que tener archivos, documentos... quizá en la nave en que vinieron, o en sus restos.
-¿Después de varios siglos? -preguntó Sigmund-.
Bueno, lo intentaremos...
Se volvió hacia mí.
-No cantes
victoria, Alipherath Katrame -advirtió-. Sí, estamos como al principio, pero no
peor. La flota de las Compañías Francas viene hacia aquí, y cuando llegue
iniciaremos la exploración del espacio en busca de tu raza. Entretanto...
Fijó una mirada pensativa en el grupo de habitantes
del planeta.
-Quizá tengas razón, Heimdell -murmuró-.
Investigaremos a esta gente. Puede que hallemos alguna pista. Y después de todo
no vamos a tener nada mejor que hacer en las próximas semanas.
-Tenemos a Khardurán -dijo el oficial-. Es mejor que
cualquier detector de mentiras, y nos servirá para investigar a estos gatos.
Sentí un leve repeluzno de desconfianza. ¿Khardurán?
Aquella era la primera vez que oía tal nombre.
-Conozco a Khardurán, pero también conozco sus
limitaciones -replicó el capitán-. Sí, desde luego que le emplearemos, pero no
espero demasiado de él.
Los indígenas habían permanecido silenciosos, atentos
a aquella conversación para ellos incomprensible, o quizá meditando sobre mís
revelaciones. Pero al callar el capitán, el portavoz Nimmress se animó a
dirigirse de nuevo a mí.
-¿Son estos humanos enemigos del Dominio? ¿Son
enemigos de nuestro pueblo?
-Creen que su raza es superior a todas las demás que
pueblan el cosmos -le confié-. Pretenden que los miembros de otras, incluidos
los chirgui, se les deben someter o de lo contrario ser destruidos.
La delegación se agitó nerviosamente, y pude percibir
el olor de la preocupación, aunque no el del miedo.
-Nos envía el Cuidador -dijo el Nimmress, vacilante-.
El que dirige la ciudad. Nuestra misión era la de invitar a los humanos recién
llegados a ser recibidos allí.
-Pero ahora...
-De todas formas irán allá -le repliqué. Y luego
transmití la invitación al capitán.
-Encantado, encantado -aceptó éste, aunque me pareció
que con la mente en otro lugar.
Paseó la mirada por las inmediaciones.
-Sí, allí abajo puede aterrizar la Azagaya -murmuró
como para sí, y después activó su comunicador de muñeca- ¡Vidkun! Vamos a ir a
la ciudad. Llama a Alaric, y que descienda la Azagaya aquí mismo, en ese
llano más allá de la lanzadera. Esperad mi regreso, de todas formas me
mantendré en contacto contigo por radio. Si nos ocurre algo, que Alaric obre
según su criterio.
-Entendido, capitán -respondió la voz del oficial por
el comunicaciones.
-Heimdell, elige a cinco hombres -ordenó el capitán,
ahora a su segundo subordinado-. El resto quedará junto a la lanzadera bajo el
mando de Vidkun.
Traduje la aceptación a los de mi raza, y muy poco
tiempo después la comitiva se puso en marcha, por el camino en que ellos habían
venido.
-¡A pie! -refunfuñó Heimdell, descontento-. Ya podían
haber enviado un vehículo.
-Son agricultores -repuso el capitán-. Una pequeña
comunidad de agricultores, a lo que veo. ¡Alipherath! ¿Cómo se explica que uno
de ellos chapurree en idioma terrestre?
-Los comerciantes de Dreiser debieron enseñarle
algunas palabras de saludo -opiné-. No creo que ninguno de ellos pueda entender
lo que hablamos.
-Pues habla tú con ellos, entérate de las
características de su comunidad y de su planeta... ¿cómo dijeron que se
llamaba?
-Gherrod, me pareció entender...
El Nimress manifestó igualmente su curiosidad.
-¿Vienes realmente del Dominio? -preguntó-. ¿Cómo es
la ciudad de Naolán? Para nosotros ha pasado a ser leyenda...
Le describí como pude la grandiosidad y belleza de
nuestra capital, y pasé luego a hablar de los mundos chirg y del poderío de
nuestro Dominio, que ahora se veía amenazado.
-¿Os gustaría regresar a la patria de vuestros
antepasados? -pregunté al final, pensando que la respuesta sería
entusiásticamente afirmativa.
Pero, para mi sorpresa, el Nimmress hizo un gesto de
negación.
-Éste es nuestro mundo, y no conocemos otra patria
-dijo-. Y además tenemos deberes que cumplir aquí.
-¿Deberes?
-Hacia el dios.
Estuve a punto de detenerme en seco, tal fue mi
extrañeza. Desde hace siglos, los chirgui hemos abandonado la idea de la
existencia de seres divinos, creyendo tan sólo en la misteriosa Esencia
primigenia de la que procedemos, a la que retornaremos, y sobre la cuál nada
sabemos. Durante los últimos tiempos había oído a los humanos manejar el
concepto de la divinidad, pero se me hacía muy raro escucharlo ahora de la
boca de un representante de mi propia raza. Recordé entonces que hacía mucho
tiempo había existido el culto a una deidad llamada Chirga, antecesora
legendaria de nuestra etnia, de modo que pregunté al Nimmress:
-¿Quieres decir la diosa Chirga?
Pero él negó.
-El dios no es macho ni hembra, pero participa de
ambas esencias, y de ahí su naturaleza y su poder. El dios habita entre
nosotros, y es así cómo le adoramos y servimos.
-¿Pero le veis? -no pude por menos que inquirir-.
¿Veis al dios?
-En muy raras ocasiones -y percibí el olor del
miedo-. Y es mejor que esas ocasiones no sucedan en la vida de uno.
Un dios invisible e impalpable que se aparece de vez
en cuando, pero nunca a nadie que uno conozca personalmente... Procuré que la
diversión no surgiera en mi olor, a fin de no ofender a nuestros anfitriones.
Para mayor seguridad, intenté pasar a otro tema.
-¿Cuantos sois en este planeta? ¿Hay nobles entre
vosotros?
-Somos alrededor de tres millares -respondió el
Nimmress- Y no podemos decir que haya nobles entre los nuestros. Todos somos
iguales ante el dios al que servimos.
¡De nuevo el dios! Me pregunté si aquella pequeña
comunidad aislada no habría degenerado en una teocracia.
-Bueno -interrumpió entonces uno de los Zakteh-.
Quizá puede decirse que los Sacerdotes son nuestra nobleza. Quizá te entiendas
mejor con ellos que con nosotros, que tan sólo somos gente común.
-Me entiendo bien con todos los de nuestra raza -me
apresuré a decir.
No tenía intención de mostrarme altivo con aquellos
hermanos chirgui, fueran nobles o simples mordedores. Y entonces medité que los
antepasados de aquellas gentes debían haber abandonado el Dominio en tiempos en
que se daba a la nobleza una importancia mucho mayor que la que yo conocía.
-De todas formas los Sacerdotes no tardarán en entrar
en contacto contigo -dijo el Nimmress-. Así lo hicieron con los anteriores
humanos que llegaron a nuestro mundo.
Una casta nobiliaria de teócratas... el desagrado que
aquella noción me producía debió trascender a mi olor, puesto que el Zakteh que
antes me hablara pareció adivinar lo que estaba pensando.
-Creo que se te hace duro asumir la idea de que el
dios exista ¿No es así, Alipherath Katrame? Pues bien, ten la seguridad de que
es asi. El dios al que servimos no es ninguna ficción, ninguna fantasía,
ninguna invención nuestra. Pertenece a la realidad, quizá sea el ser más real
de todo el universo.
-Yo aún diré más -intervino el otro Zakteh, hasta el
momento mudo-. Dices que el Dominio es hoy más poderoso que nunca. Pues bien,
si Abgroï quizá tenga razones para temer a los humanos que vienen contigo,
nosotros no les tenemos ningún miedo. Sabemos que, en caso de necesidad, el
dios nos defenderá contra ellos.
¡Patética fe! Pensé en las bombas de neutrones, en
los desintegradores pesados, en todo el formidable armamento de la Azagaya.
Sería mejor que el capitán Sigmund ignorara aquella insultante confianza
por parte de los chirgui del planeta. Y sería mejor todavía que Alaric la ignorara
también.
Habíamos dejado ya atrás los campos cultivados y
marchábamos por un camino de tierra bordeado por pequeños edificios. Rostros
chirg se asomaban a las ventanas de algunos de ellos, pero nadie salió a curiosear
ni a saludar. Aquellas debían ser granjas, y en sus estructuras reconocí la
arquitectura de mi pueblo, bien que modificada por los siglos de aislamiento.
Al final del camino, no muy lejos, comenzaba la ciudad propiamente dicha, en
realidad poco más que un pueblo. Me recordó las poblaciones rurales que pude
visitar durante mi estancia en Centia, aunque aquellas gozaban de todos los
adelantos técnicos que aquí parecían faltar.
Penetramos en la primera calle y me extrañó la falta
de interés de los pobladores hacia nosotros. No salía nadie de las casas, ni se
reunía ninguna multitud en nuestro entorno. Una nave estelar había llegado al
planeta después de cientos de años de aislamiento, pero nadie parecía sentir
curiosidad sobre ello. Como si aquello sucediera todos los días.
¿Habría ocurrido lo mismo con la anterior visita, la
del comerciante humano Dreiser? Al parecer los mercaderes no se habían casi
interesado por los nativos del planeta, para ellos una simple comunidad primitiva
sin nada que ofrecer para sus negocios.
-¿Los Sacerdotes habitan entre vosotros? -pregunté al
Nimmress que marchaba a mi lado.
-No corrientemente -replicó-. Su morada habitual es
el Templo, desde luego. En las montañas -hizo un vago gesto-. Sin embargo creo
que alguno de ellos llegará para conoceros. Es un acontecimiento apasionante.
Sí, pero nadie parecía apasionarse demasiado. Miré
las casas al pasar, y advertí que no estaban deshabitadas. Algunos rostros se
asomaban aquí también a las ventanas, dirigiéndonos furtivas ojeadas.
¿Reinaría en aquel planeta una disciplina tan grande como para impedir a la
gente salir a la calle para contemplar a unos extranjeros? ¿Cómo habría
evolucionado la cultura chirg en aquel mundo, tras siglos de aislamiento?
Pero ya llegábamos a una plazuela, en la que se
alzaba un edificio mayor que el resto. No me extrañó cuando nuestros guías nos
llevaron a él.
-Pasad, amigos -invitó el Zakteh que primero me
hablara-. El Cuidador os espera.
El tal Cuidador resultó ser un Damuz de claro pelaje.
Nos aguardaba en una amplia sala, preparada para un festín de recepción. Por
primera vez en mucho tiempo pude oler pomos de perfume, y aquello me llenó de
nostalgia.
-¡Un chirg! -exclamó el Cuidador al serIe yo
presentado-. ¿Vienes de la noble Naolán... del Dominio?
-Vengo como prisionero -le advertí al instante-. Los
seres que me rodean son humanos, y desean encontrar el Dominio para apoderarse
de él. Creen que vosotros conocéis las coordenadas de Abgroï, e intentarán
hacer que se las proporcionéis. En cuanto a mí mismo, procedo de Abgroï, pero
tampoco conozco su situación en el espacio.
Pude oler la estupefacción en mí interlocutor, pero
no el míedo.
Quizá también confiaba en la problemática protección
de su dios.
-Conocemos ya a los humanos -me dijo-. Una de
sus naves nos visitó hace poco tiempo. Pero no nos parecieron agresivos.
-Éstos de ahora son diferentes -aseguré-. Se llaman a
sí mismos Compañías Francas, y creen que todas las restantes razas del
universo deben estar bajo su dominio.
Para mí sorpresa, el Cuidador sonrió al modo de nuestra raza.
-Una curiosa creencia -y su olor irradiaba diversión,
al mismo tiempo que una total confianza.
No perdí más tiempo, y le presenté a los humanos, antes de que ellos desconfiaran de nuestra conversación.
-Bien, amigos -el Cuidador me invitó a que tradujera sus palabras-. Sois bienvenidos al mundo Gherrod. ¿Queréis compartir mí mesa?
Así pues nos sentamos todos ante la mesa. Pude
advertir que ahora eran los humanos quienes no se sentían demasiado cómodos en
los muebles chirg, como antes me había sucedido a mí con los suyos.
Pero se adaptaron a ellos sin protesta.
-¿Nos va a invitar a comer? -preguntó el capitán-.
¿Seguro que su comida será apropiada para nosotros?
-Así lo supongo -repliqué-. Los metabolismos de
nuestras razas son muy parecidos.
-¿Y qué te han estado contando?
Le relaté la información que había recopilado. Cuando
me referí al dios del mundo Gherrod, vi que el rostro del capitán se contraía,
y sorprendí una mirada de inteligencia dirigida a Heimdell. El olor de ambos
humanos me indicó desconfianza.
-Entérate de algo más acerca de ese dios -me ordenó
Sigmund. Pero ya iba a empezar el refrigerio. El Cuidador, según nuestra costumbre,
ya casi olvidada por mí, nos presentó por sus nombres a todos los chirgui
sentados en tomo a la mesa. Cinco en total, entre los que tan sólo se
encontraba, del grupo que nos trajo allí, el Zakteh que hablara conmigo.
Repliqué presentando a los humanos y a mí mismo, como si antes no lo hubiera ya
hecho. Todo aquello me devolvía al seno de mí raza, de la que por tanto tiempo
me había sentido apartado.
Y después fue la comida en sí. ¡Por la Esencia que casi había llegado a olvidar las comidas civilizadas! Nos fueron servidos bizcochos vegetales, unos pescados de sabor exótico y rollos de carne frita. Paladeé los bocados, probé un licor semejante a los del Dominio y aspiré las fragancias de los pomos perfumados. Sentí que el optimísmo crecía en mí mente, aunque no había demasiado motivo para sentido.
Los humanos comieron frugalmente, probando cada plato
con algo de desconfianza, aunque la descortesía podía perdonárseles dadas las
circunstancias.
-Pregúntales acerca del dios -insistió Sigmund.
Lo hice así, y el Cuidador nos favoreció de nuevo con
una sonrisa.
-El dios habita en este mundo en particular, que por ello es bendito -aquellos térmínos sonaban extraños en boca de un chirg, pero más o menos fui capaz de comprenderlos-. Nos protege, y nosotros le adoramos.
-¿De qué manera le adoráis? -pregunté, a instancias
de Sigmund.
-Obedecemos a los Sacerdotes y, llegado el caso, nos entregamos con confianza a los Intercesores -fue la respuesta-. Escuchad: Zharkhatt puede recitaros las Instrucciones, como acólito que es.
Uno de los comensales, un ceniciento Nimmress
que me pareció bastante joven, se puso en pie en el otro extremo de la mesa.
Observé a los demás chirgui, pero como no hicieron ademán de imitarle, me mantuve
yo mismo sentado.
-Primera Instrucción: Adorarás de corazón al dios con
todo tu entendimíento y todas tus fuerzas -comenzó a recitar el
joven-. Segunda Instrucción: Obedecerás en todo a los Sacerdotes que
representan al dios. Tercera instrucción: Te entregarás, cuando seas
solicitado, a los Intercesores que son los primigenios del dios. Cuarta
Instrucción: Respetarás en todo a tus compatriotas y no les causarás
daño, que tal es la voluntad del dios.
Se detuvo y, sin una palabra más, volvió a sentarse.
Aproveché para traducir lo dicho a los humanos.
-Nada nuevo -Heimdell se permitió una leve sonrisa al
estilo de su raza-. Se parece mucho a los mandamientos de los cristianos.
-Te entregarás a los Intercesores... -dijo el
capitán, y olí en él una cierta alarma.
De nuevo Heimdell y él cambiaron miradas de
inteligencia.
Y en aquel mismo instante el comunicador del capitán
dejó oír un zumbido. El Cuidador dirigió su atención al aparato.
-Dile que nos llaman desde nuestra nave -se apresuró
a decir Sigmund-. Que no se preocupe ni tema nada.
Mientras traducía sus palabras al chirg, Sigmund
habló rápidamente, al tiempo que se introducía en el oído un pequeño
auricular.
-Bien, que nadie salga de la nave hasta que yo
regrese -dijo luego, tras una pausa. Y luego a Heimdell:
-La Azagaya ha aterrizado.
-¿Regresamos? -quiso saber el oficial, que parecía
intranquilo.
Pero antes de que Sigmund respondiera, de pronto
todos los chirgui se pusieron en pie.
-Imitadles -dije a los humanos, antes siquiera de
saber la causa de la actitud. Me levanté yo mismo y fue entonces cuando la vi.
Creo que di una boqueada, y en el acto pugné por
dominar mis emociones. Puesto que quién acaba de entrar era una hembra Zakteh,
gloriosamente dorada, y que me pareció la más hermosa de cuantas jamás hubiera
conocido.
Apenas si había atisbado algunos rostros femeninos en
las ventanas de la población, y ciertamente había pasado mucho tiempo sin ver
hembras de mi raza, pero puedo asegurar que aquella Zakteh era hermosa, muy
hermosa.
Tanto, que incluso los humanos lo notaron, bien que
reaccionaran de forma un tanto desagradable. Uno de los guerreros emitió un
silbido, aunque su olor fuera un tanto burlón.
-¿Una hembra de tu raza, eh? -me preguntó Heimdell-.
¡Vaya, como gata no está mal!
Apreté los dientes, disculpando sus palabras debido a
la extranjería. Recordé entonces las peladas y desagradable hembras de Irosén,
y pensé que quizá la Zakteh les pareciera a los humanos tan extraña como
aquellas para mí. Pero no podía imaginar que la belleza de aquella criatura
magnífica no impactara en cualquier ser pensante, humano o de otra raza.
-Iriath -presentó respetuosamente el Cuidador-.
Sacerdotisa Primera del dios.
Y a continuación nos presentó a todos. Los chirgui
hacían una ligera reverencia al ser nombrados, de modo que al sonar mi nombre
les imité, y luego vi que los humanos hacían lo mismo.
Terminadas las presentaciones, el Cuidador cedió su
sillón a la recién llegada. Tomó ella asiento, y todos hicimos otro tanto.
Los ojos de la Sacerdotisa se fijaron en los míos.
habló, Y su voz era tan melodiosa como cabía esperar.
-Eres de mi propia estirpe, Alipherath Katrame
-dijo-. ¿Perteneces a una casa noble de Naolán?
Erguí la cabeza.
-Pertenezco a la noble casa de Katrame, de pura Raza
Dorada -me presenté. Y luego, rápidamente, puse en antecedentes a Iriath de la
situación.
Sus ojos me parecían inmensos. Sentí su aroma
perfumado, aún a la distancia a que se hallaba.
-Soy Sacerdotisa -replicó, como en respuesta a mi
declaración de nobleza-. Estoy en contacto con el dios, y nada puedo temer.
Alipherath Katrame, eres de raza chirg y noble cuna. Te pido que te unas a
nosotros, que te ofrezcas al dios. Tragué saliva. Aquella hembra me había
literalmente deslumbrado, y si hubiera caído en celo estoy seguro de que no
hubiera podido resistirla. Pero sus palabras me parecían extrañas.
-No conozco a tu dios -dije con firmeza- No conozco
sino la Esencia.
-El dios es la Esencia -replicó ella-. El dios
gobierna la Esencia, Y es regidor del Universo. Tú no lo conoces, pero él te
conoce a ti.
Hizo una pausa, que Sigmund aprovechó para dirigirse
a mí.
-¿Qué haces? -sonrió-. ¿Estás ligando con ella?
Vamos, traduce.
-Quiere que me una a su religión -le confié.
Pensé que quizá se reiría, pero no lo hizo. Al
contrario, emitió preocupación.
-Dile que nuestros sentimientos son amistosos hacia
ellos -ordenó-. Dile que... bueno, que nos interesamos por su dios, pero que
ahora debemos retiramos, que nuestra nave nos reclama. Dile que volveremos a
encontramos.
-No es muy cortés -advertí-. Ella acaba de llegar.
-¡Bueno, pues arréglalo a tu modo! -Sigmund comenzaba
a enfurecerse-. Tú eres el diplomático. Dile que nos han llamado de nuestra
nave y que debemos regresar a ella, aunque sintamos dejarles.
Me volví hacia la Sacerdotisa.
-El capitán de los humanos se excusa, pero dice que
debemos regresar a la nave que nos trajo aquí. Yo soy prisionero suyo y estoy
ligado a él por mi palabra. Debo acompañarle. El capitán dice que volveremos
a vemos.
-Así lo espero yo también, Alipherath Katrame -repuso
ella-. Deseo que te unas a nosotros en la adoración al dios.
Se puso en pie, y todos la imitamos.
-Cuidador, proporciona un guía a nuestros visitantes
-ordenó Iriath.
Y de tal forma terminó nuestra visita al poblado. El
Cuidador designó a uno de los chirgui presentes, un Zakteh que no había venido
con nosotros en el viaje de ida, y momentos más tarde dejábamos atrás las
casas, regresando al camino que ya conocíamos. Caía la tarde, y el sol de
Gherrod estaba bastante bajo.
Heimdell me golpeó con su codo, mientras reía.
-Amigo Alipherath -dijo-. Te has quedado embobado.
¿Te gusta esa sacerdotisa o lo que sea, eh?
Asentí con el movimiento humano de cabeza, sin pensar
en ninguna razón para mentir. El oficial rió de nuevo.
-¿La quieres para ti?
-¿Cómo?
Heimdell se dirigió al capitán.
-Alipherath se ha portado bien como intérprete
-dijo-. ¿Que tal si le diéramos un premio?
Sigmund se volvió hacia mí.
-Si quieres esa hembra, la tendrás.
Y hablaba completamente en serio.
Apreté los dientes y pugné por disimular la aversión
que la idea despertaba en mí.
-No deseo forzar la voluntad de ninguna hembra
-repliqué.
-De acuerdo -asintió el capitán-. Pero recuerda que
la tienes a tu disposición, si cambias de idea. Este planeta y cuantos lo
pueblan están ahora bajo el dominio de las Compañías Francas.
Heimdell rió de nuevo, pero su risa me sonó de pronto
a falsa. El olor del capitán y el suyo seguía denotando una preocupación de la
que parecían carentes los restantes guerreros humanos del grupo.
Continuamos caminando algún rato en silencio y de
pronto, al volver el recodo de la última granja, la gran nave Azagaya quedó
a nuestra vista. Había aterrizado, en efecto, más allá de la lanzadera que nos
llevara al planeta, Y que ahora junto a ella no parecía sino un simple juguete.
-Alipherath -se dirigió a mí el capitán-. Dile al
guía que puede regresar ya.
Obedecí, y el Zakteh emprendió el camino de vuelta a
su ciudad después de despedirse educadamente. Los dos humanos le siguieron con
la vista hasta que desapareció.
-¿Crees que ese alienígena entendía nuestro idioma?
-preguntó luego Sigmund-. Los de tu raza son muy hábiles para aprender lenguas
nuevas.
-Creo que no, ya te lo dije -respondí, no sin cierta
extrañeza-. Los comerciantes estuvieron aquí muy poco tiempo.
El capitán suspiró levemente.
-Bien, de todas formas prefiero tenerle lejos antes
de arriesgarme a hablar con libertad -hizo un gesto a Heimdell- ¿Te diste
cuenta tú también, no?
-Desde luego -replicó el oficial.
No me atreví a hacer ninguna pregunta, pero de todas
formas el capitán pasó acto seguido a explicarme lo que le preocupaba.
-Alipherath, en este planeta hay algo extraño -dijo-.
No sé como será el índice de crecimiento de vuestra especie, pero creo que la
población debía ser muy superior, dados los siglos que han transcurrido desde
que llegó la nave. Y todas esas referencias al dios...
Le dirigí una mirada interrogativa, invitándole a
seguir hablando. Los guerreros humanos se agruparon en tomo a nosotros,
exhalando el olor de la curiosidad.
-Recuerda esos extraños mandamientos -continuó el
capitán-. Entregarse a los Intercesores, que son primigenios del dios. Eso
puede significar...
Hizo una pausa, y Heimdell terminó por él.
-Sacrificios humanos.
Sentí como un trozo de hielo recorriendo mi espina
dorsal, desde la nuca al nacimiento de la cola. ¿Sería posible que unos seres
de mi raza hubiesen caído en tales aberraciones?
-Hubo en nuestra Tierra un pueblo llamado los aztecas
-siguió el capitán-. Sacrificaban seres humanos a sus dioses, y las exigencias
de los sacerdotes fueron creciendo y creciendo hasta el punto de que ese pueblo
y los que le rodeaban estuvieron a punto de extinguirse. Creo, Alipherath, que
una situación parecida se está dando aquí, entre esas gentes de tu propia raza.
-¿Entonces? -no pude menos que preguntar. El capitán
se encogió de hombros.
-Entonces nada. En principio nada. Ese asunto no nos
concierne, al menos de momento. Tan sólo nos acercamos a ellos en busca de
información sobre tu Dominio. Puesto que no la tienen, les dejaremos tranquilos
con sus sacerdotes y con su dios. Esperaremos simplemente a la flota y zarparemos
junto con ella para cribar esta parte de la galaxia en busca de Abgroï y de tu
Dominio.
Pero de nuevo creí percibir en él una brizna de
inquietud, como si no me hubiera dicho todo lo que sabía, como si aquella
información hubiera sido tan sólo una cortina de humo para explicar su actitud,
ante mí y quizá también ante los mismos guerreros humanos. Cómo si hubiera algo
que no deseara o no se atreviera a poner en nuestro conocimiento.
-Bien, vamos a la nave -terminó-. Mañana será otro
día. Marchamos en dirección al Azagaya, mientras el sol caía lentamente
hacia el horizonte.
El campo parecía desierto de toda vida indígena.
No podía imaginar lo que la noche que se aproximaba
me había de traer.
Capítulo XI
De una noche de terror y sangre
De acuerdo con las órdenes del capitán, nadie había
abandonado la nave, pero Alaric nos aguardaba al pie de la compuerta principal.
-En tierra sin novedad -dijo.
Sigmund hizo un gesto de aquiescencia.
-No nos hemos movido de la nave -continuó el
oficial-. Pero hemos podido ver hacia el sur una especie de rebaños. Animales
parecidos a vacas. Sería conveniente que requisáramos uno o dos de ellos...
-¿Para...? -inició la pregunta el capitán, pero luego
pareció recordar algo-. Ah, sí. Comprendo.
-¿Envío una patrulla?
-Sí, y Alipherath irá con ella. No sé que moneda de
cambio hay aquí, pero preferiría pagar de alguna forma la res. De momento no
quiero atraerme la enemistad de los nativos.
Noté al momento la aversión de Alaric hacia la idea.
Él hubiera sin duda preferido el robo puro y simple de los ganados. Pero no
dijo una sola palabra.
-Puedo ir yo, con un par de muchachos -se ofreció Heimdell. Así pues, instantes después estábamos en marcha. Los rebaños no se hallaban muy lejanos, y no pude evitar una sensación de desagrado al pensar en lo que habría de decir a sus dueños. Mucho temía que el negocio desembocara, pese a la moderación del capitán, en una prueba de fuerza.
Pero me equivoqué en ello. Llegamos junto al primer
grupo de reses cuando éstas estaban entrando en el patio de una granja. Un Damuz
de media edad, quizá el dueño de la granja, salió a nuestro encuentro.
-Os saludo -dijo-. Vosotros debéis ser los llegados
de las estrellas. Correspondí a la salutación.
-Nuestro capitán necesita uno de tus animales -dije
luego-. Desea compensarte de la forma que desees y que esté al alcance de sus
posibilidades.
Por un instante temí que se produjera el estallido de
cólera que podría esperarse de un chirg de pelaje claro en tales
circunstancias. Pero nada de ello ocurrió.
-Sois los huéspedes de nuestro mundo -dijo
simplemente el ganadero-. Elige el animal que desees, y que no se hable de
pago ni de compensación. Sirvo la voluntad del dios.
Así pues aquella desconocida deidad nos tenía por
invitados. Agradecí al Damuz el favor, e indiqué a los humanos el éxito de mi
gestión. Los guerreros se apoderaron en el acto de una de las reses, que
resultó ser mansa y, tras despedirnos, emprendimos el regreso a la nave.
-Eres el diplomático perfecto, Alipherath -Heimdell
me palmeó la espalda, de buen humor-. Si sigues así, te haremos miembro
honorario de nuestra Compañía -luego su mirada se posó en el animal que marchaba
junto a nosotros, llevado del ronzal por uno de los guerreros-. ¡Pobre bicho!
-¿Servirá para nuestra cena? -pregunté.
Heimdell me dirigió una curiosa mirada, y noté en su
olor una cierta inquietud, como una aversión que no iba dirigida a mí.
-No exactamente -dijo, y se abstuvo de dar más
explicaciones.
La res fue introducida sin dificultad por la
compuerta y desapareció de mi vista, camino sin duda de las bodegas. No pude
ver a ningún oficial en las cercanías de la entrada, pero Alboino salió a mi
encuentro.
-¡Bienvenido, Alipherath! -me saludó de buen
talante-. ¿Has encontrado algún pariente en la ciudad?
Olía claramente a alcohol, pero me alegré de su
presencia, pues de entre todos lo humanos era el que más podía considerar como
amigo. De modo que le puse en antecedentes de todo cuanto nos había ocurrido.
-¡Bueno! -rió él-. Entonces tu Dominio sigue sin
haber sido descubierto. Nos esperan unos meses de vagabundeo -y calificó la
situación general con una serie de adjetivos bien precisos, tales como siempre
solía emplear cuando se encontraba de un ánimo parecido.
En torno nuestro iban y venían numerosos guerreros, y
el olor del alcohol estaba más o menos presente en la mayoría de ellos.
-Vamos a celebrar el aterrizaje -indicó Alboino-.
Tendremos una cena especial, pero ya antes han repartido raciones extra de
pinard. Los novatos recibirán hoy oficialmente sus nombres de guerra, y todo el
mundo estará contento.
Me consideró de arriba abajo, como si fuese la
primera vez que me viera.
-Amigo Alipherath, me temo que tu presencia no sea
bien acogida en la sala común. Pero espérame en tu alojamiento, y me comprometo
a traerte una botella de algo fino para que lo celebres conmigo. Y me ocuparé
de que tu cena sea también especial.
Se lo agradecí, y él tuvo la cortesía de acompañarme
hasta mi camarote, dejándome allí con la promesa de volver pronto.
Si hubiera entonces permanecido quieto y tranquilo,
me hubiera ahorrado una de mis peores experiencias. Pero estaba excitado con
los últimos acontecimientos y me asomé a la puerta para intentar oír como se
desarrollaba la fiesta.
Efectivamente pude percibir las voces de los
guerreros, veteranos y novatos, y el comienzo de algunos cánticos, bien que no
pude descifrar las palabras. Pero al cabo de poco tiempo empecé a oír algo
más.
Cuando nos acercábamos al rebaño había tenido ocasión
de percibir el mugido de aquellos animales, y ahora oí algo parecido, una voz
que debía corresponder al que habíamos traído a bordo. Pero en aquel mugido
había algo que llamó mi atención.
Sonaba al principio con un raro tono que atribuí al
terror. Luego, cuando afiné el oído en su dirección, pude percibir claramente
el grito de un animal martirizado, un trémolo agudo que me hizo estremecer.
He confesado ya repetidas veces que no soy
excesivamente temerario, pero en aquella ocasión, sólo la Esencia sabe por
qué, me sentí arrastrado al pasillo. Quería saber lo que estaba sucediendo, qué
cruel rito estaba llevándose a cabo con aquel infortunado animal dentro de la
fiesta de las Compañías Francas. Avancé unos pasos por el pasillo desierto y
procuré orientarme.
Lo primero que me extrañó fue que el grito irracional
procediera de dirección opuesta a la de la algarabía de los guerreros. Parecía
venir de un ramal del pasillo que Alboino me dijo un día que conducía a una
bodega de carga, y que yo nunca había explorado.
Pero entonces lo hice. No sé por qué, pero lo hice.
El pasillo estaba desierto y los puntos de luz
aparecían cada vez más espaciados en sus paredes. Me sentí inquieto y noté que
el pelo empezaba a erizárseme. Pero la curiosidad[11]
me empujaba de forma invencible.
El corredor doblaba en ángulo recto, y el nuevo ramal
carecía de luz. Pero al leve fulgor procedente de la esquina pude advertir una
sombría puerta de metal al fondo. Y en aquel mismo momento el mugido de dolor
llegó de nuevo hasta mí, terrible y desesperado, brotando precisamente de
aquella puerta.
Llegué ante ella y tanteé unos momentos hasta
encontrar una especie de picaporte. ¿Por qué no retrocedí entonces? Nada bueno
podía haber al otro lado, y los clamores festivos de los guerreros hacía tiempo
que se habían apagado en la distancia, justamente en dirección opuesta. Allí
dentro no había fiesta ni jolgorio. Tan sólo un animal que gemía, sin duda
sometido a algún tipo de tortura. ¿Pero por quién?
Y fue entonces cuando sentí la fascinación. El
picaporte, apenas entrevisto en la oscuridad, me seducía de una forma que no
pude definir. Tenía que abrir la puerta. Necesitaba penetrar en el ignorado
espacio que había tras ella.
Y eso fue lo que hice.
El portón era ciertamente pesado, y debí emplear toda
mi fuerza en tirar de él. Resoplé y gruñí, pero finalmente logré abrirlo, y al
instante di un par de pasos en el interior.
La estancia estaba totalmente a oscuras. No podía ver
nada, y tan sólo oír un fuerte resollar que debía proceder del animal herido.
El resollar, la oscuridad... Y también el olor.
Quedé de pronto paralizado por el más terrible de los
espantos. La seducción extraña se había convertido en pánico. Aquel olor que
ahora me golpeaba no se parecía a nada que antes yo hubiera percibido. Era un
olor de maldad pura, de horror absoluto, que no podía proceder de chirg ni
humano. Un olor que me hizo pensar en los kangli y en todos los otros monstruos
terroríficos de los cuentos infantiles. Un olor que paralizaba, que destruía...
Alcé la vista, y allá en la oscuridad, a
desconcertante altura sobre donde debía estar el suelo, dos luminarias gemelas
se encendieron. Dos ojos infernales que me contemplaban...
-Bienvenido... -susurró una voz ronca y profunda, en
lenguaje humano.
Aquello colmó mi espanto. Quise gritar, correr...
quise escapar de allí como fuera, pero me fue imposible. Me hallaba congelado,
sujeto por las férreas ataduras del miedo o quizá por algo peor. La cosa me
estaba mirando, y yo no podía distinguir sino sus ojos, muy grandes, muy
separados, muy altos... luciendo en las tinieblas.
-Bienvenido... bienvenido... -repitió el horrible
susurro.
Y las luminarias gemelas comenzaron a moverse,
avanzando y descendiendo a la vez... hacia mí.
Fue entonces cuando percibí, a mis espaldas, el
golpeteo de unos pasos apresurados y el olor de un humano. Un humano asustado,
pero que podía dominar su miedo.
-¡No! -gritó una voz, y reconocí la de Alboino-. ¡No!
¡No es para ti! ¡Déjale!
-No es humano -oí de nuevo el ronco susurro-. No es
uno de los vuestros. Ha venido a mí. Me pertenece.
-¡Es un aliado! -gritó Alboino tras de mí-. ¡No es tuyo!
Noté su mano engarfiarse en mi brazo, y el olor de su
miedo se mezcló con el mío.
-¡Alipherathl -aulló-. ¡Vamos! ¡Aprisa!
Aquel contacto logró galvanizarme. Mis músculos se
tensaron en una sacudida. Retrocedí, y aquel primer movimiento consiguió romper
el encanto. Corrí hacia atrás, casi tropezando con mi propia cola, pero sin
arriesgarme a perder de vista las dos órbitas luminosas. Crucé el umbral, y
entonces vi cómo Alboino cerraba la puerta con un súbito esfuerzo. Entonces sí
que volví la espalda Y corrí junto con el humano, no osando tomar aliento hasta
doblar la esquina del corredor.
Alboino se detuvo allí y se secó el sudor de la
frente con el dorso de la mano.
-¡Alipherath, maldita sea tu estampa! -estalló, y prodigó algunas de las palabras y expresiones más escogidas de su particular glosario-. ¿Cómo... cómo se te ha ocurrido? ¿Por qué... -y más vocabulario del mismo tipo- ...has tenido que dejar el camarote y venir aquí?
-Eso... eso... -apenas si podía yo encontrar
voz para responderle-. Lo oí desde mi camarote... lo oí... ¿Pero qué hay ahí
dentro! ¿Que clase de... ser es ese?
Alboino me empujó pasillo adelante, como queriendo
alejarse conmigo de los horribles sonidos que llegaban del recodo.
-Es Khardurán -dijo mientras caminábamos-. Un
alieno, y de los peores. O quizá el diablo en persona. El capitán le ha
embarcado porque es sensible a los pensamientos de todas las razas.
-¿Lee la mente? -pregunté con súbito asco.
-No exactamente. Puede captar sentimientos, emociones...
detectar presencias, traducir en cierto modo un idioma desconocido...y también
es capaz de influir en las mentes ajenas.
-Influir en las mentes -repetí-. Acaso... fue eso...
-Puede que eso te llevara hacia él -admitió Alboino-. Es un reptil, algo parecido a un dinosaurio antiguo, pero tiene inteligencia, y eso es lo más asqueroso. Le encanta devorar presas vivas... devorarlas lentamente...
De nuevo el terror me atenazó, y debí detenerme y
apoyarme en la metálica pared del pasillo.
Alboino palpó la pared opuesta. Un panel de acero
brotó del suelo y ascendió hasta cerrar por completo el corredor. El humano lo
aseguró por medio de una palanca.
-Ya está -y ahora parecía más tranquilo-. Esta puerta estanca debía estar cerrada, pero alguien la dejó así tras llevar la res... ¡Ah, esa raza maldita debería ser destruida! ¡Tendríamos que machacarlos hasta el último!
Como para darle respuesta, oyóse de nuevo el atroz
gemido de la res.
-¿Pero cómo habéis podido embarcar... eso... con
vosotros? Alboino gruñó.
-Yo no lo hubiera hecho -manifestó-. ¡Yo no lo
hubiera hecho, maldita sea! Pero el capitán quería tener un medio para
interrogar a los de tu raza... ni siquiera sabíamos que te atraparíamos antes
de llegar al planeta. Khardurán hizo juramento de no atacar a ningún ser
humano mientras durara la misión. Nosotros le pagamos bien y nos comprometimos
a darle, cuando nos fuera posible... en fin, la golosina que le gusta, seres
vivos que devorar.
Habíamos llegado junto a nuestros camarotes. Alboino,
con una risita sin alegría, abrió el mío e indicó una botella y una bandeja que
había sobre la mesa, y que él debía haber traído de la fiesta.
-Pensaba obsequiarte con ésto -dijo-. Ahora...
Negué con la cabeza, en gesto humano. No me veía
capaz de tomar ni un bocado ni un sorbo de licor.
-Bien, mételo en el refrigerador -y lo hizo el
mismo-. No es decente dejar que una buena comida se estropee. Quizá mañana
tengas ganas de desayunar. ¡Bien! Si quieres y puedes dormir, hazIo. Yo me voy
con los míos. Daré la novedad al capitán, y quizá la fiesta consiga animarme.
Se volvió para marcharse, pero yo le llamé.
-¿Qué ocurre?
-Alboino -afirmé la voz-. Me has salvado la vida, Y
créeme que lo recordaré. Soy Alipherath Katrame, de Raza Dorada, y juro que
nunca olvidaré lo que has hecho por mí.
Pareció por un momento sorprendido y confuso. Luego
rió y me palmeó la espalda.
-Eres una buena persona, Alipherath, aunque seas
alienígena -dijo de buen talante-. Beberemos mucho juntos en los días que
vendrán, y ojalá que tu raza se alíe con los humanos del mismo modo que tú y yo
somos ya amigos.
Y me dejó solo, mientras yo meditaba en sus palabras.
Quizá fueron ellas las que lograron tranquilizarme,
quizás el recuerdo del impenetrable mamparo de acero que separaba mi camarote
del cubil de la bestia. El caso es que me tendí en el lecho, sin despojarme de
la ropa, y cerré los ojos, intentando huir de la pesadilla. Debí quedar dormido
con la luz encendida, y no recuerdo si el sopor trajo consigo visión alguna,
puesto que los sucesos de la noche no habían, ni con mucho, terminado para mí.
Debía estar profundamente sumido en el sueño cuando
el grupo de humanos se acercó por el pasillo, puesto que al principio no les
oí, a pesar de que su avance no tenía nada de silencioso. Cuando me alcé en la
cama ya el primero de ellos se asomaba a la puerta del camarote.
Era un individuo a quién no conocía, uno de los
reclutados en Thalestris. Su envergadura era amplia y su rostro brutal, dentro
de lo que podía yo discernir de las facciones humanas. El multitudinario olor
de burla y odio procedente del recién llegado y de sus compañeros me llegó casi
ahogado en una insufrible tufarada de alcohol. Aquellos humanos estaban
embriagados.
-¡Ah, de modo que estás aquí! -rió el humano, y se
apartó para dejara entrar a media docena de congéneres. Más de ellos quedaban
en el pasillo, riendo y alborotando.
Me levanté sin decir palabra. De nuevo el miedo se
apoderó de mí. Los humanos atestaban la estrecha cabina. Codo con codo avanzaban
hacia mí, con amplias sonrisas y ojos brillantes. Varios de ellos imitaban
estúpidamente la voz del pequeño mamífero terrestre con el que me
identificaban.
-Gatito malo -se me dirigió el cabecilla, con voz
artificialmente atiplada-. Te escapaste en Thalestris para correr por los
tejados ¿eh? Te escapaste para maullarle a la luna ¿eh?
Sus compañeros celebraron sus palabras con fuertes
risotadas, mientras más y más caras se asomaban a la puerta...
-No tengas miedo, gatito -tranquilizó falsamente el
humano-. No te vamos a matar, nada de eso. El capitán ha prohibido que te
matemos, y además no tenemos intención de hacerlo ¿eh, muchachos?
-¿Quién nos cazaría los ratones? -rió otro, y de
nuevo todos imitaron la voz del gato terrícola.
El miedo me atenazaba. Busqué desesperadamente una
vía de escape, pero el grupo humano obstruía la puerta, y no había otra salida.
El hedor del vino me mareaba.
-¿No sabes lo que se les hace a los gatitos que se
escapan de sus casas? -preguntó el corpulento cabecilla-. Pues se les hace una
cosa que les deja tranquilos, amables, afectuosos... Algo que les quita las
ganas de irse a maullar por los tejados.
Les miré, sin comprender. Y de pronto el jefe y otro
de la banda se abalanzaron sobre mí, sujetándome los brazos a la espalda.
-¡Cuidado con las uñas! -advirtió uno de los que
quedaban enfrente mío.
Intenté debatirme, sin conseguir nada. Cada uno de
aquellos dos humanos que me sujetaban era mucho más fuerte que yo, y además el
miedo me había quitado toda energía.
-Vamos, preparadlo -ordenó el jefe.
Manos fuertes y rápidas me despojaron del pantalón.
Dos hombres me agarraron cada cual por una pierna, separándolas. -¡Gorhum.
Gorhum. Gorhum...! -corearon los humanos.
El así llamado hizo su aparición, ufano y contento de
sí mismo. Era era uno de los veteranos, de elevada estatura y cráneo
completamente pelado. Avanzó hacia mí, y fue entonces cuando vi, asomada a la
puerta tras él, la cara de Alaric y percibí el olor de su triunfo.
Mas todo pensamiento al respecto fue fugaz, pues en
el instante siguiente me fijé en el instrumento que Gorhum tenía en las manos,
y la devastadora comprensión se hizo en mí.
¡Aquellos seres querían seccionarme los órganos
sagrados!
La idea inconcebíble me golpeó de tal forma que mi
mente quedó vacía por un segundo, blanca como una hoja de papel. Luego...
Percibí un sonido estridente, cada vez más y más
alto, hasta ensordecerme. Y supe nebulosamente que aquel alarido terrorífico
procedía de mi propia garganta.
En el instante siguiente entré en ky'rial.
Mucho se ha dicho y escrito acerca de tal estado, pero es imposible darse cuenta de lo que en realidad significa si no se ha experimentado personalmente, y de los que lo hacen, muchos son los que acaban en la muerte o en la locura. Puedo decir que sentí la formidable descarga glandular Y en el acto, sin que tuviera conocimiento consciente de movimiento alguno, los cuatro humanos que me sujetaban salieron despedidos contra las paredes. Uno de ellos se reventó el cráneo con el choque.
Debí notar como mis garras brotaban de sus alvéolos
en toda su longitud, y también la famosa distorsión del tiempo combinada con la
aceleración de reflejos y la tremenda fuerza de los músculos que me convertía
en una máquina destructiva de inigualable eficacia. Pero en realidad no me di
cuenta de nada de ello. Tan sólo de la rabia infinita que me dominaba, del
invencible deseo de aniquilar a todos los que me rodeaban, a aquellos humanos
a quienes veía inmóviles, paralizados en un ritmo de movimiento cien veces más
lento que el mío. ¡Necesidad absoluta de destrozarlos, reducidos a pedazos,
aniquilarlos...!
Aullé y caí sobre ellos. El primer zarpazo, de abajo
arriba, alcanzó de lleno a Gorhum, el veterano. Vi sus entrañas saltar fuera
del cuerpo abierto en canal y retorcerse lentamente en el aire como rojas
serpientes. Pero yo estaba ya entre ellas mismas, antes siquiera de que cayeran
al suelo en mitad de un chubasco de sangre que me empapó. Y golpeé, desgarré,
mordí... sintiendo un placer infinito en destruir, en destrozar cuerpos, en
hacer volar en todas direcciones fragmentos de ser humano.
Debieron gritar e intentar escapar, pero yo era un
torbellino de muerte entre ellos, en el angosto camarote. Murieron todos los
que estaban allí, y en el segundo siguiente me encontré en el pasillo,
golpeando y desgarrando igualmente, sin interrumpir el grito espantable que
debía escucharse en todo aquel sector de la nave.
Unos corrieron, otros intentaron esquivarme. Pero yo
era para ellos una centella asesina, un diablo de movimientos tan rápidos que
les debía resultar casi invisíble. Alcancé a los fugitivos, y la muerte les
alcanzó igualmente. Alguien empuñó un arma, una pistola desintegradora, en un
movimiento que a mí me pareció de desesperante lentitud. Lancé un zarpazo, con
lo que arma y mano amputada surcaron el aire como un ave roja y goteante, yendo
a tocar el suelo a gran distancia.
Vi entonces a Alaric, y el hedor de su abyecto miedo
me insufló una brizna de conocimiento. El odio que me dominaba se concentró en
el oficial de pelo amarillo, y salté hacia él. Pero en mitad de la embestida
tropecé con los cuerpos de dos humanos enloquecidos, y mientras los deshacía,
el oficial alcanzó el extremo del pasillo en su loca carrera. Cerró la puerta
estanca justamente cuando yo llegaba, escapando a su destino por una décima de segundo.
Me estrellé contra el sólido acero, y golpeé y arañé, torturado por la cólera
impotente. Pero luego regresé hacia el camarote, atraído por el movimiento que
había en el pasillo ante él. Tardé muy poco en poner definitivo fin a dicho
movimiento.
Y luego... luego sacié mi hambre. Y ahora me
horrorizo al recordar el sabor maravilloso que encontré en aquello que comía,
en el placer indescriptible de la ingestión.
Timbres de alarma sonaron en todo el navío, campanas
y sirenas que llegaban a mis oídos como un desafío. Grité y aullé en respuesta,
deseando que mis enemigos llegaran de nuevo a mí. Corrí de un lado a otro entre
los restos de mis víctimas, furioso y demente como un genio en cólera.
Y luego llegó el efecto final, Y las fuerzas me
abandonaron casi de golpe. La oscuridad cubrió mis ojos, y caí a plomo en mitad
del arroyuelo escarlata que corría por el pasillo metálico.
Perdí el conocimiento.
Capítulo XII
Del juicio y de la fuga
Desperté lentamente, y tardé en darme cuenta de lo
que había sucedido. El espanto y la incredulidad me asaltaron después. ¡Había
pasado el ky'rial, y estaba vivo y en posesión de mi mente!
Vivo y cuerdo, pero no libre. Me habían atado
estrechamente a la litera sobre la que me encontraba acostado, de forma que no
pudiera prácticamente mover ni un músculo, tal era el miedo que debían tenerme.
Ignoraban, desde luego, que el estallido del ky'rial me había dejado sin
fuerzas, indefenso como una criatura hasta que mi metabolismo lograra recuperar
la energía disipada. Claro, ellos no podían saberlo.
Alguien comenzó a hablarme, y a duras penas logré
volver la cabeza para fijar la mirada en Alboino.
-¿Ya despierto? -preguntó, y en su olor no había
aversión-. ¡Buena la has armado! Créeme que nunca nos habíamos topado con nada
semejante.
-¿Qué van a hacerme? -tartajeé, mientras la inquietud
se apoderaba de mí.
El humano se encogió de hombros.
-¡Yo que sé! Se te someterá a juicio, supongo. Estoy
aquí simplemente para vigilarte -paseó la mirada de un lado a otro, y sus
emociones se hicieron más amistosas-. ¡Ha sido una buena lucha, te lo digo yo!
Y creo que has hecho bien... yo hubiera actuado igual si me hubieran querido
cortar los... -y empleó un símil de forma-. ¡Ah, me hubiera gustado luchar a
tu lado contra esos malditos robagallinas!
Me abstuve de decirle que si se hubiera hallado
presente, sin duda le hubiera acometido y destruido como a los demás. El ky'rial
ignora amistades y compañerismos.
-¿Puedo... puedo comer algo? -le dije en cambio. El
hambre propia de la reacción me atormentaba interiormente.
-No me han dicho... -empezó Alboino, pero luego
cambió de opinión-. ¡Pues bueno, al demonio! Te traeré algo de comer, te lo
has merecido.
Desapareció momentáneamente para regresar con un par
de tarteras. Tras alguna vacilación, me desató los brazos para que pudiera
comer, tras de lo cual se quedó asombrado por mi apetito.
-Recupera, recupera fuerzas... -dijo, y sentí en él
una cierta pena-. Quizá pronto las necesites. O quizás ésta sea la última...
Calló de pronto, pero pude captar que temía por mi
vida. Mas, de momento, a mí tan sólo me importaba comer y comer, para
satisfacer mi exhausto organismo. Alboino me trajo más comida, y luego más aún.
Finalmente protestó.
-Bueno, ya está bien. Me van a llamar la atención
como siga esquilmando la cocina, y si se enteran de para que quiero la comida,
puede que lo pase mal. Descansa un rato y hablemos. ¿Qué es lo que verdaderamente
pasó?
No tenía ningún motivo para callar, de modo que le
hice un relato completo, hablándole del ky’rial y de sus efectos. Él
asintió gravemente.
-Pues es un método de defensa muy interesante -dijo-.
¿Puedes hacer lo cuando quieras?
Negué, y le expliqué como aquel estado venía a los
chirgui de forma completamente involuntaria e inesperada, aunque casi siempre
en casos de fuerte excitación, y que era muy raro que uno de nosotros lo
experimentara más de una vez en el curso de su vida.
-Lástima -comentó con sinceridad-. De todas formas
parece que a ti esta vez te llegó muy oportunamente. ¿De modo que esa... esa locura
no te puede volver ahora?
Le aseguré que no.
-Mejor es así. Se me ha ordenado mantenerte atado,
pero creo que me fiaré de ti y te quitaré las ataduras para... por ejemplo, ir
al baño. No me gustaría hacer de enfermero en ese aspecto, si es que me crees.
Le agradecí la cortesía, y más al pasar el tiempo sin
que nadie, al parecer, se ocupara de nosotros. Matamos las horas hablando, y
fui así como relaté a Alboino muchas cosas de nuestra vida cotidiana en el
Dominio, mientras él me contaba anécdotas acerca de su propia raza y las
Compañías Francas.
Finalmente un visor situado sobre una mesa al fondo
del camarote que era mi lugar de cautiverio emitió una serie de zumbidos.
Alboino accionó los mandos y pude escuchar la voz del capitán Sigmund.
-Puedes traerlo, Alboino -dijo.
-¿Atado?
El capitán pareció vacilar. Luego alzó la voz en mi
beneficio. -¡Alipherath! ¿Puedes oírme?
-Te oigo, capitán -repliqué.
-¿Recuerdas tu juramento de no intentar escapar?
-Lo recuerdo.
-Bien. Desátale, Alboino.
Alboino me guiñó un ojo.
-El capitán se fía de ti, tal como yo lo hago
-comentó-. Bien, vamos allá.
Una vez más toda la oficiaunad de la Azagaya se
hallaba reunida en el puente de mando, y una vez más una general ola de
hostilidad ofendió mi olfato al entrar yo. Nada más verme, Alaric lanzó una
especie de graznido de alarma y protesta.
-¡Libre! ¡Desatado! ¿Pero es que no sabes de lo que
es capaz...?
-No le tengo miedo alguno -cortó secamente Sigmund-.
¡Siéntate, Alipherath!
Obedecí, y muy a gusto, pues me sentía extremadamente
débil, y las piernas apenas si me sostenían.
-Sometemos a juicio al alienígena Alipherath Katrame,
de raza chirg -dijo con solemnidad el capitán-. ¿Quién le acusa?
-Yo le acuso -saltó en el acto el oficial de pelo
amarillo.
-¿Quién le defiende?
Nadie respondió. Todos los oficiales irradiaban
aversión.
-Si es necesario, yo hablaré por él -se contestó a sí
mismo el capitán, con visible enfado -Alaric...
-¡Bueno! -restalló el nombrado-. Creo que las cosas
hablan por sí mismas, y que ni siquiera se debería celebrar este juicio.
Dieciocho humanos, miembros de las Compañías Francas, han sido asesinados por
esa bestia. La medida se ha colmado -vi sus ojos fulgurar-. Propongo que se lo
entreguemos a Khardurán ahora mismo. Veremos de que le sirve esa inesperada
habilidad combativa.
Algo helado recorrió mi espalda, mientras un terrible
recuerdo me asaltaba. Pero me guardé bien de abrir la boca.
Pude escuchar vagamente algunos rumores de aprobación
entre los oficiales sentados, pero Sigmund los acalló alzando súbitamente una
mano.
-¡Alaric! -exclamó-. ¿Quién manda esta nave?
-Tú, desde luego. Pero no...
-¿He ordenado yo que castraran al alienígena?
Hubo un pesado silencio. Olfateé la rabia en el
oficial de pelo amarillo.
-¡No hubo ninguna orden! -respondió-. Simplemente los
muchachos bebieron un poco y quisieron divertirse. ¡Guerreros humanos...
miembros de las Compañías Francas! ¿Es que vas a comparar un alieno con...?
-¿Estabas tú con ellos, Alaric?
El interrogado se mordió los labios. Pero en él la
rabia acabó superando al temor.
-¡Sí! -desafió-. ¡Y la idea fue mía! ¿Ocurre algo con
eso? Un alieno no tiene ningún derecho...
El capitán le miró con fijeza. El resto de los
oficiales parecían hipnotizados por la escena.
-Sabías que yo había dado mi palabra de protegerle
-silabeó lentamente el capitán-. ¡Sabías que había empeñado el honor de la
nave, además del mío propio!
-De respetar su vida -y Alaric se permitió una
risita-. ¡No era la vida lo que le íbamos a quitar! Sí, capitán Sigmund,
yo estaba allí. Yo vi al alieno asesinar a nuestros camaradas, hacerles
pedazos. ¡Yo reclamo su vida!
-¡Pues tómala! -y el tono del capitán era burlón-.
¡Tómala por ti mismo! Te daremos un cuchillo, y a él otro.
Sentí el súbito pánico en el olor de Alaric, mientras
dirigía su mirada hacia mí. Pero por fortuna él no podía captar mi propio
olor, del que el miedo tampoco estaba ausente. Y es que hubiera podido aceptar
la propuesta, y ganar honra y prestigio entre los suyos matándome en desafío
singular. En las condiciones en que me hallaba, con una mano en la espalda
podría aniquilarme con toda facilidad.
Pero él era un humano, y no era capaz de captar la
situación. En su recuerdo yo seguía siendo la máquina de exterminio capaz de
hacer pedazos a una docena de los suyos. Me dirigió una temerosa mirada, y yo
se la devolví al tiempo que abría la boca, mostrándole los dientes en una mueva
de helada alegría, como si gozase con el pensamiento de poder tenerle entre mis
zarpas. En el acto sentí su pánico, como si fuera a echar a correr allí mismo.
Pero los restantes oficiales humanos tampoco podían
captar lo que ocurría, y así Alaric logro sobreponerse. Se volvió hacia el
capitán, y él también supo aparentar fiereza.
-¡De acuerdo! -rugió materialmente-. Con un
cuchillo... lucharé contra el alieno con un cuchillo, sí... ¡después de que tú
hayas peleado en las mismas condiciones contra Khardurán!
Noté al instante el efecto sobre la concurrencia; aquel cobarde había conseguido impresionar a los oficiales.
-¿Es que los humanos debemos ser echados a las fieras
para tu diversión, capitán Sigmund? -preguntó Alaric-. ¿Es que vamos ahora a
luchar a puñetazos contra las arañas de Adivisia, o celebrar un torneo con los
vegetales de Dark? ¡No! Peleamos con nuestros cerebros, con la superior
civilización y técnica de la Humanidad. Si un alieno se nos opone no nos
quitamos la túnica para luchar con él a brazo partido... ¡le liquidamos!
De nuevo hubo rumores de asentimiento.
-En resumen, Sigmund -ahora el oficial del pelo
amarillo se sentía seguro y victorioso -he dicho que la medida estaba colmada y
lo repito. Desde que ha aparecido este alieno, la Compañía del Jaguar ha ido de
mal en peor. La flota bajo sus órdenes casi nos destroza, causando la muerte a
cientos de los nuestros. Luego nos roba bonitamente nuestro botín y nos pone en
ridículo. Le capturamos, pero tú te niegas a que le demos su merecido. Ahora,
no contento con ésto, mata con sus propias zarpas a otros muchos humanos. ¡Y tú
parece que le ríes las gracias capitán Sigmund! ¿Por qué? Yo diría, capitán
Sigmund... -sonrió torvamente- ...diría que te estás comportando como un xenófilo.
Por la forma en que todos se sobresaltaron, comprendí
que el insulto era grave. Sigmund se puso en pie, echando rayos por los ojos.
-¡No te vas a enfrentar en duelo con el alienígena,
Alaric! -gritó-. ¡Lo vas a hacer conmigo, aquí y ahora!
Pero Alaric le contempló con una elaborada expresión
de desprecio.
-No es tan fácil, Sigmund -dijo-. No te he
acusado de forma personal, sino como oficial de la nave y de la Compañía
Franca del Jaguar. Pido para ti la mota negra.
De nuevo respingaron los oficiales. Yo seguía sin entender de que se estaba hablando, pero tuve la intuición de que se avecinaban grandes acontecimientos, y no precisamente para mi bien.
El capitán Sigmund se mordió los labios. Sus ojos
recorrieron la fila de oficiales sentados tras de su propio sillón. No encontró
sino hostilidad.
-¡Está bien! -convino-. Queda suspendido el juicio
hasta que quede claro quién tiene el mando de la Compañía y de la nave. Mañana
por la mañana serán consultados los guerreros y la tripulación. ¿Alguien se
opone a ello?
Recorrió de nuevo con la mirada la línea de
oficiales. Algunos de ellos abatieron la cabeza, mientras que otros permanecían
inmutables. Pero nadie habló.
-De acuerdo -y la voz del capitán era amarga, y
aquella amargura estaba también presente en su olor-. Mañana, entonces;
Alboino, llévate al alienígena.
Así pues salimos al pasillo. Alboino resollaba, muy
inquieto.
-¿Que es la mota negra? -le pregunté.
-El diablo, eso es lo que es -meneó la cabeza con pesimismo-. Si un capitán de las Compañías Francas se muestra indigno, los oficiales pueden consultar a los guerreros sobre su destitución. ¡Maldita sea mi alma! Y con toda esa multitud de robagallinas, por medio... puede que...
-¿Alaric? -pregunté.
-Es muy
posible -respondió en voz baja-. Es muy, pero que muy posible. Y si eso
sucede... ¡Ay, Alipherath!
-¡Alipherath! -retumbó una voz, como un eco.
Nos volvimos. El capitán Sigmund avanzaba hacia
nosotros.
-¿Qué ocurre, capitán? -preguntó Alboino.
Sigmund se detuvo a nuestro lado. Estábamos
momentáneamente solos en el pasillo que conducía a mi antiguo camarote, donde
sin duda Alboino había pensado conducirme.
-¡Venid los dos conmigo!
Le seguimos en dirección a la compuerta principal.
Dos hombres montaban allí guardia.
-Abrid la compuerta -ordenó el capitán.
Obedecieron. La pasarela estaba tendida, y pude ver,
no sin sorpresa, que en el exterior volvía a ser de noche. Los últimos
acontecimientos me habían hecho perder la noción del tiempo, y mi desmayo
había durado más de lo que suponía.
-¡Lárgate! -dijo entonces Sigmund. La sorpresa me
hizo tambalearme.
-¿Cómo?
-¡Que te largues, maldita sea! -repitió el capitán-.
Me hiciste juramento personal de no escapar, pero ahora te relevo de él. ¿Es
que no lo entiendes? Puede que mañana Alaric sea el capitán de la Compañía, y
lo primero que hará será ordenar que te hagan pedazos o que te entreguen a
Khardurán. He jurado proteger tu vida, Y eso hago. Escóndete entre los tuyos o escapa
a las montañas, pues puedes estar seguro de que él no se va a olvidar de ti.
Todo el pelo de mi cuerpo se erizó. Así pues, aquel
humano... sencillamente me salvaba la vida. Mis ojos se posaron en él, y luego
en Alboino. Éste último sonrió.
-¡Suerte, Alipherath! -deseó.
-¡Suerte! -repitió el capitán.
-¡Suerte también para vosotros! -repliqué, pues sabía
que la iban a necesitar, tanto el uno como el otro.
Y corrí pasarela abajo. Una última mirada me permitió
ver las siluetas de los dos humanos, a contraluz de la iluminada compuerta.
Luego me sumergí en la oscuridad, corriendo todo lo que mis debilitadas
fuerzas me permitían, dejando atrás el inmenso bulto que era la Azagaya... huyendo
bajo las estrellas como antes lo hiciera en Thalestris.
Corrí, como dije, al principio sin más objetivo que
el poner la mayor distancia posible entre mi persona y el vengativo Alaric. Tal
era mi único planteamiento, pero de forma instintiva tomé la dirección en que
sabía se hallaba la población de los de mi raza. Cuando me detuve para tomar
aliento, reconocí el comienzo del camino que discurría entre los campos
cultivados, el mismo que habíamos seguido cuando fuimos al pueblo.
No parecía haber signo alguno de persecución. Alcé el
rostro para contemplar las estrellas, preguntándome si alguna de ellas sería la
que servía de sol a mi planeta natal. Luego, ya sin correr, inicié el camino a
luz de los astros.
Tiemblo hoy al considerar lo que pudo haberme pasado,
porque ningún aviso audible llegó a mí. Pero sin duda la Esencia no me quería
aún en su seno, puesto que justamente, lo recuerdo a la perfección, en el
momento en que pasaba a corta distancia de un casa de campo y me extrañaba de
no ver en ella luz alguna, el viento se levantó.
Un leve viento que venía de la dirección de la nave
humana. Un leve viento que me trajo el olor.
Por un instante mis sentidos se negaron a aceptar el
mensaje que les llegaba. Pero luego el olor aumentó, se hizo inconfundible, y
supe lo que el rencoroso Alaric había lanzado en mi persecución.
Esta vez no quedé en absoluto paralizado. Muy al
contrario, mis piernas parecieron ponerse en movimiento por sí solas, y
emprendí la más loca carrera de mi existencia, con todas mis células chillando
silenciosamente de espanto. Mi mente giraba y se agitaba sin poder hilvanar
pensamiento coherente alguno. Tan sólo me regía el instinto de escapar, pues me
resultaba totalmente insoportable la idea de que aquello pudiera alcanzarme.
Debí errar el camino sin darme cuenta, pues de pronto
me hallé junto a un bosquecillo cuya existencia no recordaba. Lo bordeé corriendo
a todo correr. Y el olor me perseguía, me acosaba sin cesar. Aquello se
desplazaba a gran velocidad, quizá superior a la que yo mismo desarrollaba. El
olor me azotaba, me hostigaba sin darme respiro ni cuartel. El olor me pisaba
los talones.
Jadeaba yo, incapaz de continuar con aquel ritmo de
huída, débil como me hallaba todavía por la reacción. Mi garganta me enviaba
una sensación de sabor a hierro. Mis músculos, aún galvanizados por el pánico,
aún dopados por la adrenalina... mis músculos comenzaban a ceder. Corría, no
obstante, corría con todas mis fuerzas, pero esas fuerzas no eran suficientes,
y muy pronto debería dejar de correr.
Cesó de pronto el viento, y el olor dejó de llegarme.
Pero yo sabía que la cosa que producía el olor no se había detenido y que para
sus tentáculos mentales no había oscuridad ni escondrijo. Sabía que llegaba, y
yo no podía continuar escapando.
Me detuve, respirando espasmódicamente, junto a un
grupo de árboles. Me volví para enfrentarme a lo que me perseguía, aunque no
podía ni pensar en resistirle. Esperé, temiendo la aparición de la silueta
negra, de los ojos fosforescentes... Aguardé el impacto de la fascinación
mental que ya una vez me había asaltado.
Nada se movía, nada avanzaba. Todavía no. Chirrié los
dientes con desesperación. ¡Ah, si pudiera entrar otra vez en ky' rial... ofrecer
una buena lucha a mi perseguidor! Pero no sentía sino susto, no sentía sino
horror.
¿Pedir socorro? En el caso en que me oyeran ¿qué podrían
hacer los chirgui de las cercanías, los granjeros y los campesinos, contra lo
que me amenazaba? Recordé la confianza que ellos tenían en su dios. Si acaso
ese dios realmente existiera...
Y mis pensamientos fueron cortados al alzarse de
nuevo el viento.
El viento y el olor.
Mi pánico cedió paso a la extrañeza. El olor... era
diferente. ¡El olor no se había acercado! Seguía lejano... y distinto.
Ciertamente no podía interpretar las emociones de una cosa tan ajena a todo lo
que conocía. Pero sin embargo creí detectar... ¿inquietud? ¿alarma? ¿miedo?
Aspiré el aire afanosamente... y de pronto sentí el otro olor.
Algo flotaba en la atmósfera, algo tan ajeno como lo
que me había perseguido... quizá incluso más. Cómo si otra bestia se hubiera
unido a la caza... o quizá interceptado al cazador.
Y de pronto los olores se alejaron. El viento seguía
soplando, pero los olores se debilitaron, y luego desaparecieron. Olfateé
ansiosamente, pero no pude captar nada. La cosa que me perseguía se había ido.
Y la otra presencia, fuera lo que fuera, también.
Permanecí inmóvil, de pie, temblando
inconteniblemente de la cabeza a la cola. Tenía la absurda sensación de que al
primer movimiento que hiciera los olores resurgirían, estallarían a mi
alrededor, se lanzarían sobre mí. Esperé, Y no ocurrió nada.
Finalmente me animé a moverme. Debía retroceder hasta
hallar nuevamente el camino de la población chirg. De ninguna forma me convenía
quedarme junto al bosquecillo toda la noche, a riesgo de que algo me atacara.
Ya había tenido suficiente suerte con lo ocurrido.
Caminé bajo las estrellas, y ninguna presencia
amedrentadora se hizo presente. Pude captar el olor de diversas pequeñas
criaturas del campo, corredoras o voladoras. Pero huían de mí, o se mostraban
indiferentes. Ninguna hostilidad, ningún peligro...
Y finalmente, después de lo que me pareció una
eternidad, los primeros edificios de la población chirg aparecieron ante mí,
en forma de sombras sin el menor atisbo de luz.
Incluso creí oler a las gentes de mi raza.
Capítulo XIII
De lriath
Golpeé la primera puerta, y por largo tiempo nadie
respondió.
Pero luego, cuando ya me disponía a probar fortuna en
la siguiente, una luz iluminó una ventana, y percibí la bendición de una voz
chirg.
-¿Quién es? ¿Quién se mueve en la noche?
-Soy Alipherath Katrarne -respondí-. El que llegó con
los humanos de las estrellas. Necesito ayuda.
Hubo una pausa y a continuación la puerta se abrió.
Una pareja Kardess se perfiló en el umbral.
-¿Has huido de la gran nave?
Asentí. Se me ocurrió de pronto que la población
podía ser invadida de resultas a mi llegada, y tragué saliva.
-¿Has venido desde la gran nave... en medio de la
oscuridad? -preguntó la hembra, y sentí la incredulidad y la inquietud en su
aroma.
-He sido perseguido -confesé-. Quizá no debería
buscar refugio entre vosotros. Los de la nave podrían...
-No podrán hacer nada -de nuevo aquel tono de
suficiencia en la voz del varón-. Nuestro dios nos protege, extranjero.
-No es un extranjero -protestó la hembra-. Es uno de
los nuestros.
El dios está igualmente sobre él.
Tuve la súbita tentación de alejarme, de salir de
nuevo al campo oscuro y peligroso, de dejar a aquellas absurdas gentes y a su
dios. Pero el macho Kardess tomó antes de ello su decisión.
-Ella está aquí -dijo-. Lo que deba ser hecho, ella
lo decidirá. Te guiaré.
La hembra inició un atisbo de protesta, pero se
dominó al instante.
-Sí -dijo simplemente-. Ella está aquí.
El Kardess salió de la casa.
-Sígueme.
Echó a andar antes de que yo pudiera decir nada. Así
pues, me limité a seguirle. Ni una luz se veía en la calle por la que
marchábamos, como si la población entera estuviese muerta o hubiera huido lejos
del centro urbano. La única luminosidad que nos alumbraba era la de las
estrellas.
Llegamos a la plaza que yo conocía, y entonces, por
primera vez desde que emprendimos la marcha, mi guía me dirigió la palabra.
-Aguarda.
Quedé quieto en la oscuridad, mientras él se acercaba
a la puerta de uno de los edificios. Algo dijo y algo se le contestó. Luego
volvió a por mí.
-Sígueme.
La puerta estaba ya abierta cuando llegamos a ella, y
una hembra Damuz me indicó que pasara. Antes de que pudiera decirle nada, el
Kardess que me había llevado hasta allí desapareció en medio de la noche, de
regreso a su domicilio.
Había luz en la casa. La Damuz de pelaje claro me
condujo a unas escaleras, haciendo que las subiera delante de ella.
-¿Quién me espera? -pregunté.
-Ella -replicó, sin dar más detalles.
Comencé a erizarrne. Notaba con todos los sentidos
que allí había algo equívoco, algo extraño. Por un momento me pareció que
aquellas gentes de mi misma raza me eran más ajenas que los mismos humanos que
me habían rodeado en la Azagaya. Durante la comida no me habían parecido
tan enigmáticos, pero ahora, silenciosos, en aquella noche oscura, en aquella
ciudad muerta...
Pero ya llegaba al piso superior, y una puerta se
abría ante mí.
-Pasa, Alipherath Katrame -invitó una nueva voz.
Y yo conocía aquella voz, así como el olor que me
asaltó y la hembra que había tras el sonido y el aroma. Era Iriath, la
Sacerdotisa Primera del dios ignorado.
La habitación era una especie de despacho u oficina,
con sillones y una mesa, pero yo no podía tener ojos para tales detalles. La
dorada Iriath me parecía de nuevo la más hermosa hembra que jamás hubiera
contemplado. Vestía una suave túnica blanca, y sus ojos brillaban como
estrellas, mientras que su pelaje me parecía un campo de trigo maduro en las
llanuras de Centia. La inquietud que antes sintiera me había abandonado
completamente.
-Bien, siéntate -me dijo ella mientras lo hacía-, y luego a la hembra que me había guiado-. Puedes dejamos.
La Damuz se retiró, cerrando la puerta tras ella.
Me esforcé porque ni mi mirada ni mi olor denotaran
lo que sentía. Quizá pudiera ofenderse, máxime siendo sacerdotisa de una religión
acerca de la cual yo lo ignoraba todo.
-He huido de la nave -expliqué-. Fui relevado de mi
juramento, y así pude dejar a los humanos. Quizá me persigan.
-¿Perseguirte? -Iriath alzó el rostro hacia mí,
sonriendo como si la idea la divirtiese.
-De hecho ya lo hicieron -y relaté los
acontecimientos que me sucedieron durante mi huída.
-Y su persecución fue rechazada -resumió ella cuando
dejé de hablar-. Alipherath, créeme cuando te digo que aquí estás a salvo de
todo lo que te pueda venir de la nave humana.
Pensé de nuevo en el armamento de la Azagaya, en
los proyectiles nucleares y las bombas de neutrón, en los rayos láser y los
cañones de energía... Pero ella parecía estar segura de lo que decía, y después
de todo, algo había, en efecto, rechazado la persecución.
-Te pedí que te unieras a nosotros en la adoración al
dios -continuó Iriath-. De una forma u otra, has venido. Únete a tu verdadero
pueblo. Adora al dios.
Pero yo recordaba ahora la población oscura y vacía,
y sentí que aquél no podía ser de ninguna forma mi pueblo.
-No conozco a tu dios -me defendí-. No puedo ponerme
a su servicio, puesto que no le conozco.
-Le conocerás -replicó ella-. Yo soy Iriath, la
Sacerdotisa Primera.
Hay otros cinco Sacerdotes, pero ellos no son sino
poco más que simples acólitos, pues yo soy Iriath, Aquella Que Permanece. Yo
te instruiré, Alipherath Katrame...
La miré, y su encanto se apoderó de mí. Hubiera
aceptado cualquier instrucción que ella me diera, hubiera adorado cualquier
dios que fuera el suyo, hubiera...
Y de pronto lo noté. Lo sentí en Iriath, y ella lo
sintió en sí misma.
Era el inicio, pero ciertamente inconfundible.
Por primera vez ella pareció perder la confianza y la
seguridad con las que me había hablado. Se erizó, y abrió desmesuradamente los
ojos.
-No... no es posible... -vaciló-. Después de tanto
tiempo...
Me fue imposible contestar, en tanto que el influjo
del celo femenino me alcanzaba y hacía vibrar todos mis nervios. Ella me llamó
sin palabras, y yo respondí en silencio. De una forma confusa supe que aquello
era diferente a todo lo que antes me había ocurrido con hembras de mi especie,
que la relación que se iba a iniciar no tendría nada de común. Adivinaba que
para Iriath el hecho resultaba aún más inusitado, Y quise atribuido a la
atracción que desde el primer momento sentípor ella, aunque no pude menos que
recordar el espanto del ky'rial, y de que forma la muerte puede atraer
irresistiblemente a la vida, y el odio a la afección sagrada[12].
Pero pronto todo pensamiento se borró de mi mente. Oí mi nombre en sus labios, y ella oyó el suyo en los míos; luego el celo llegó a su clímax, y fui conducido a la habitación contigua al despacho, donde ambos podíamos llegar a ser uno solo.
No romperé el velo de lo sagrado para hablar de los
momentos que siguieron, pero hay algo que debo decir. Pues en el momento de culminación,
como si nuestra acción hubiera roto alguna barrera en el espíritu de Iriath,
ella vibró de pronto, me arañó los brazos con sus uñas y comenzó a gritar,
uniendo al aroma del celo un repentino olor de espanto.
-¡Alipherath! -y su tono era ahora de urgencia y no de caricia-. ¡Huye! ¡Vuelve a la nave humana, y salid todos de este planeta, antes de que sea demasiado tarde! El horror... el horror... habita en este mundo.
¡Huid todos antes de que os alcance y pueda
utilizaros para expandirse por el universo!
Me eché hacia atrás, asustado.
-¿Qué dices? -pregunté-. ¿De qué estás hablando?
Pero el momento ya había pasado, y la barrera
impalpable se cerró de nuevo en tomo a la hembra que yo amaba. Sus ojos se
entrecerraron, y movió la cabeza a un lado y otro, como queriendo espantar un
mal sueño.
-¿Qué he dicho? -murmuró-. ¿Qué he dicho?
Pero a continuación el quehacer sagrado nos arrolló de nuevo, y tan sólo sobrevivió en mí una ligera inquietud, algo relacionado con un peligro, un horror... pero que podía esperar.
Capítulo XIV
De la travesía de las montañas
Y fue así, finalmente, como quedamos dormidos uno en
los brazos del otro.
Cuando desperté la mañana siguiente, me encontré
solo. Los rayos del sol penetraban por una ventana, inundando la habitación.
Pero me hallaba solo.
-Iriath... -llamé, sin alzar la voz.
Pero no recibí respuesta. Así pues me vestí y me
asomé a la ventana, con la mente todavía confusa.
Pude ver la plaza, ahora iluminada por el sol. Había
chirgui en ella, y contemplé sus idas y venidas durante un rato. Todo parecía
normal, y llegué a dudar del sentimiento opresor que me dominara la noche anterior,
de la sensación de extrañeza y alienación. La escena hubiera podido ahora
corresponder a un pueblo agrícola cualquiera del Dominio, aunque se echaran en
falta los tractores y vehículos mecánicos. Técnicamente la civilización de
Gherrod dejaba que desear, bien que quizá sus habitantes suplieran tales
carencias con la presencia de su dios.
Pensé en la nave humana, que podría destruir todo
aquel escenario con una ráfaga del menor de sus cañones. Y recordé a
continuación la confianza absoluta de Iriath... excepto en aquel momento en que
me gritó, pidiéndome que abandonara el planeta inmediatamente. ¿Para huir de
qué? ¿Acaso de su dios?
Unos suaves golpes sonaron en la puerta, y pensé que
quizá fuera ella. Pero se trataba de un macho Nimmress.
-Te saludo, Alipherath Katrame -dijo-. Si deseas
desayunar, la mesa está dispuesta.
-¿Dónde está la Sacerdotisa Iriath? -pregunté.
Pensé que quizá no respondería, pero me equivoqué.
-Ha regresado al templo -dijo-. Volverá.
-¿Al templo?
-En las montañas.
Seguí al Nimmress escalera abajo, mientras meditaba.
¿Acaso los hechos de la noche pasada habían significado para Iriath una ofensa
tal que debiera ser purgada mediante una penitencia? Cosas así ocurrían en
varias religiones de otras razas, incluyendo la humana. ¿Por qué no se había
despedido de mí?
-¿Cuál es tu nombre? -pregunté al Nimmress.
- Adhiabad.
-¿Desayunarás conmigo?
Creí notar una vacilación, pero ni la expresión ni el
olor del otro me dieron clave de sus emociones.
-Desde luego, si así lo deseas.
Nos sentamos, pues, a la mesa, situada en una salita
junto a la puerta principal. La misma hembra Damuz que me franqueara la entrada
la noche anterior se preocupó de servimos y de disponer los pomos.
-¿Eres acólito del dios, Adhiabad? ¿O sirves a la
Sacerdotisa? -pregunté, mientras comenzábamos a comer.
-Soy sirviente del dios -replicó él-. Todos somos
sirvientes del dios.
Sentí una sensación de fastidio. La religión rebosaba materialmente en los cerebros de los gherrodianos. Bien, pues quizá me conviniera ser instruido en sus misterios.
Pero antes de que pudiera empezar a interrogar
a Adhiabad, un nuevo Nimmress irrumpió en la salita.
-¿Alipherath Katrame? -se dirigió a mí.
-Soy yo.
-El Cuidador me envía. Quizá te interese saber que la
nave humana ha zarpado. Se elevó en los cielos y desapareció. Pero dos
humanos han quedado en Tierra.
Efectivamente me interesaba. Hasta el punto de que me
alcé de mi asiento con brusquedad, casi volcando el plato que había ante mí.
¡La Azagaya en el espacio! Recordé la escena de la ciudad de las arañas
inteligentes, alcanzada por el poder del neutrón. Bien podía ser...
-¿Donde están esos dos humanos? -pregunté.
-Cuando la nave se elevó, quedaron cerca del lugar
que había ocupado. Pero puede ser que se hayan movido de él a estas
horas.
Tomé mi decisión.
-Tengo que hablar con ellos -dije firmemente.
No se opusieron. En realidad parecían ser de cierta forma
indiferentes a lo que yo hiciera o dejara de hacer. Su Sacerdotisa les
había ordenado que fueran amables conmigo y que me mantuvieran como huésped,
pero si yo decidía marcharme, no tenían encomendada la misión de detenerme. Ni
siquiera me ofrecieron escolta o compañía.
Marché solitario por las calles de la ciudad. Algunos de los viandantes me dirigieron curiosas miradas, pero ninguno me interpeló. De modo que seguía solo cuando abandoné las últimas casas y enfilé el camino que ya conocía.
El sol apretaba de firme, y no tardé en quedar bañado
en sudor. Pero no quería detenerme, por miedo a que aquellos humanos hubieran
desaparecido al llegar yo. Por otra parte me interrogaba acerca de quienes
podían ser ¿Por qué no habían partido con la nave? ¿Qué misión debían
desempeñar en Gherrod, solos y separados del poder bélico de la Azagaya?
Cuando llegué a la vista del lugar donde había estado la gran nave, pude ver que los humanos seguían allí todavía, hablando animadamente entre sí. Había pensado tomar precauciones, ocultarme hasta averiguar algo sobre ellos, aunque no creía que me atacaran exponiéndose a las represalias de los demás chirgui. Sin embargo mis planes cambiaron en cuanto les avisté; simplemente corrí hacia ellos. Eran el capitán Sigmund y Alboino.
En el primer instante se alarmaron y aún echaron mano
a sus armas personales, lo que me hizo detener mi carrera. Pero luego
ellos también me reconocieron y llamaron, por lo que no tardé en estar a su lado.
-¡Alipherath! -el olor del capitán era amistoso,
quizá más que nunca anteriormente, como si en mí hubiera encontrado a un amigo
perdido-. ¿Qué ha sido de ti? ¿Has huido de la ciudad?
-¿Huir? -pregunté, perplejo-. ¿Es que hay algún
peligro?
De nuevo pensé en las bombas de neutrones y en el
maligno Alaric allá arriba.
Sigmund cambió una mirada significativa con Alboino
antes de continuar hablando.
-Khardurán partió en tu persecución, por orden de
Alaric, y desde luego sin mi consentimiento -dijo-. Pero regresó al poco
tiempo, diciendo que había perdido tu pista.
-Raro -comentó escuetamente Alboino.
Esperaban sin duda alguna explicación, y se la ofrecí
explicándoles lo sucedido en la primera parte de la noche, por lo menos lo
poco que había logrado captar.
-Algo así me había imaginado -asintió Sigmund-. No
contó nada de eso, Pero a todos nos pareció... en fin, por extraño que pueda
parecer, que estaba asustado. ¿No tienes idea de qué fue la cosa que le salió
al encuentro? ¿Un animal del planeta?
-No lo sé -respondí sinceramente. No podía transmitir
a los humanos la sensación de rareza y ajenidad que el olor del segundo ser me
había causado.
-Bien. Pues mira, a la mañana siguiente se tocó
alarma. Los dos centinelas de la compuerta habían sido asesinados. Les habían
privado de toda su sangre. ¿Te dice algo eso?
No pude hacer sino negar, mientras procuraba
controlar el repeluzno que la noticia me había causado. Yo había corrido en
medio de la noche, entre extrañas presencias invisibles... y dos humanos habían
sido atrozmente asesinados por ellas.
De nuevo Sigmund pareció consultar mudamente con
Alboino. -Alipherath Katrame es nuestro amigo -dijo éste-. Podemos tener
confianza en él.
-De acuerdo -asintió el capitán-. Escucha,
Alipherath, creo que estamos todos en peligro, incluyendo a los de tu raza que
habitan este mundo.
Te hablé en cierta ocasión de los esteloides, unos
enemigos de la Humanidad que se alimentan con la sangre de los mamíferos. Les
atacamos y les destruimos en el espacio, Pero puede ser que algunos hayan
escapado. Y su estado se hallaba cerca de aquí... relativamente, al menos. No
dije nada, mientras consideraba sus palabras.
-Había un planeta llamado Lestra, también cercano al estado de los esteloides -siguió el capitán-. Un planeta poblado por humanoides. Tenían éstos también una santa religión, que les obligaba a ser dóciles hacia sus dioses y hacia los sacerdotes de esos dioses. Cuando nos dimos cuenta de lo que estaba ocurriendo, la raza lestriana estaba casi extinguida. Los sacerdotes eran esteloides disfrazados, y sus fieles les servían de alimento...
-¡Pero los sacerdotes de este mundo son chirgui! -no
pude por menos de protestar, pues ciertamente tenía la evidencia de ello.
-Quizá -meneó la cabeza el capitán-. Quizá los
sacerdotes sean chirgui, efectivamente. ¿Pero qué me dices de esos a quienes
llaman los Intercesores... los primigenios del dios? “Te entregarás, si eres
solicitado, a los Intercesores". Ya pensamos en los esteloides al
escuchar eso... y ahora hemos reconocido su forma de alimentarse.
Sentí un escalofrío, y era que lo que Sigmund estaba
diciendo tenía sentido. ¿Sería la radiante Iriath una traidora a su raza, capaz
de entregar chirgui a unos monstruos estelares para que les devoraran o les
bebieran la sangre? Y entonces recordé la extraña actitud de los habitantes de
la ciudad, y como Iriath pareció haber roto por un instante una barrera mental
para gritarme que huyera de aquel mundo... que huyéramos todos antes de que el
horror se apoderase de nosotros. ¿Hipnotismo? ¿Fascinación? ¿Acaso todos los
chirgui del planeta se encontraban dominados mentalmente?
-Alaric lo pensó también -dijo Sigmund-. Ah, pero no
te hemos contado lo sucedido en la nave. A los oficiales no les gustó nada que
te dejara escapar, y me separaron del mando en cuanto se enteraron de ello, aún
sin aguardar el veredicto de la mota negra. Como capitán provisional eligieron
a quién puedes suponerte. Fue entonces cuando hizo salir a Khardurán. Pero
después de que éste regresara con las zarpas vacías, y sobre todo tras el
asesinato de los centinelas, Alaric tomó otras decisiones. La primera salir al
espacio, para que los posibles navíos de guerra esteloides no le cogieran en el
suelo, e ir al encuentro de la flota de las Compañías. La segunda, dejarnos a
Alboino y a mí abandonados en el planeta para que nos las entendiéramos con los
esteloides.
-No le éramos nada simpáticos -intervino Allioino en
tono sentenciador.
Paseé la mirada de un humano a otro, mientras sentía
como el temor crecía dentro de mí.
-¿Y que más planes tenía Alaric? -pregunté-.
¿Lanzaría una bomba de neutrones sobre la ciudad?
Sigmund se mordió los labios.
-No lo creo -dijo-. Habló de alejarse a toda prisa Y
aguardar en el cenit del sistema la llegada de la flota. Desde luego ese loco
es capaz de todo, pero no, no lo creo. La ciudad es el único centro habitado
del planeta, y si destruye a sus habitantes, quizá con ellos se perdieran
informaciones importantes sobre vuestro Dominio. Y aunque quisiera hacerlo
los oficiales no se lo permitirían. Saben que la flota está al llegar, y que el
viejo Genseric no aprobaría eso, por las mismas razones. Y no conviene
disgustar al viejo Genseric...
-De todas formas no creo que nos convenga ir a la
ciudad -opinó Allioino-. Esos... -y empleó algunos rotundos calificativos-
...esteloides nos podrían echar la pata encima.
Sigmund miró, preocupado, en dirección a la
población.
-Nos internaremos en las montañas -decidió-. Tenemos
raciones de campaña, y por allí debe haber algunas fuentes de agua. Podremos
resistir hasta que llegue la flota.
-En algún lugar de esas montañas está el templo del
dios -dije. Los dos humanos se miraron el uno al otro.
-¿Un templo? -preguntó Sigmund-. ¿Qué sabes de él?
Le conté todo lo que sabía, que no era mucho. El
destituido capitán de la Azagaya pareció meditar por unos instantes.
-Alipherath -me dijo luego con solemnidad-. ¿Quieres
colaborar con nosotros? Los esteloides son tan enemigos de los tuyos como de la
Humanidad, Y si nos ayudas, cuando llegue la flota podré hacer valer ante el
Consejo esa ayuda, en favor de tu raza.
-¿Qué quieres que haga?
-Antes de tomar tierra detectamos un gran edificio
aislado en la cima de una montaña. Puede ser ese templo de que hablas... Y allí
deben estar los esteloides. Quiero que te transformes en espía y que
investigues acerca de ellos. Al parecer tu presencia es tolerada aquí.
Trague saliva ante la proposición. Podía caer en
manos de aquellos monstruos bebedores de sangre, pero también podría ser que
prestara un gran servicio a mi pueblo. Y además en el templo estaba Iriath,
quizá bajo dominio mental. ¿No podría liberarla? ¿No podría llevármela conmiga?
Me decidi.
-Os ayudaré -dije-. Espero que eso sirva para evitar
la guerra contra el Dominio.
-Si presentamos un informe completo de la situación al
Consejo, todos saldremos ganando con ello -replicó Sigmund-. Puedo recuperar el
mando de mi Compañía, y tu raza puede ser considera aliada de la Humanidad.
¡Bien, emprendamos el camino!
Y así fue como nos internamos en las montañas.
Lo primero que me llamó la atención en ellas fue la
ausencia de toda huella chirg. No había pastores ni leñadores... ni siquiera
caminos. Una vez fuera de vista de la ciudad y las granjas que la rodeaban,
bien pudiera haberse dicho que el planeta estaba desierto, que jamás ser inteligente
alguno había tomado tierra allí.
Había muchos árboles y arbustos, cubriendo las
laderas. Pero en lo que a fauna se refiere, apenas si vimos. Tan sólo algún
pequeño roedor escabulléndose a nuestro paso por entre los roquedales, y unos
pocos pájaros volando sobre las cumbres. Alboino dijo haber visto en la lejanía
lo que le pareció ser una especie de cabra montés.
Antes de que se hiciera de noche encontramos un
torrente, y los dos humanos llenaron sus cantimploras. Acampamos en las proximidades
de aquella corriente, acomodándonos lo mejor que pudimos bajo unos árboles.
Nadie habló de hacer un turno de guardia, de manera que yo tampoco lo mencioné.
Sospeché que quizás aquellos guerreros sabían más de campañas astronavales que
de expediciones en tierra firme, pero les dejé hacer, confiando en mi sentido
de alarma, mucho más desarrollado que el de los humanos, para ahorramos
cualquier sorpresa nocturna.
Pusímonos de nuevo en marcha por la mañana, Y al
atardecer coronamos una cima. Fue entonces pudimos ver al fin el edificio que
buscábamos, lejos todavía, en lo alto de una cumbre bastante más elevada que
aquella que habíamos alcanzado. Lo veíamos como una masa gris que parecía
colgada en la ladera, pero el capitán aseguró que en realidad se hallaba en
una explanada. Se basaba en las fotografías sacadas desde la nave, y hube de
darle fe, pues el sol poniente deslumbraba mis ojos y no podía advertir ningún
detalle.
-Descenderemos al valle -decidió Sigmund-. Quizá
hallemos agua allí abajo. Al amanecer iniciaremos el ascenso de esa sierra.
Pero las sombras nos alcanzaron sin que hallásemos
ningún riachuelo o fuente. Para cenar hube de tragar una vez más aquellas
insípidas raciones de emergencia que portaban ellos.
-Quizá pudiéramos cazar algo -dijo Alboino, no muy
convencido, en tanto nos instalábamos para pasar una nueva noche al amparo de
los árboles.
-Pues no veo que haya mucha vida animal por aquí
-opuse yo, hablando más bien para mí mismo.
Y en aquel mismo momento, como respondiendo a mis
palabras, la cosa ocurrió.
Fue primero un chillido plañidero, como un lamento,
que nos llegó de las alturas, creciendo rápidamente en volumen.
-¡En el cielo! -clamó Sigmund mientras aprestaba su
arma y clavaba los ojos en las estrellas.
Y en el momento siguiente la amenaza se materializó,
cayendo sobre nosotros como un ave de rapiña. En el acto golpeó mi olfato el
mismo olor que ya otra vez sintiera, el del ser desconocido que había
interceptado y puesto en fuga a Khardurán, pero ahora no lejano, sino muy
próximo encima de mí. Y con un sordo golpe, la cosa que producía el olor y el
quejido tocó Tierra justo enfrente de donde yo estaba.
Pude ver la imagen instantánea de un ser blanquecino,
grueso, como abotargado, y percibí un rostro horrendo, unos ojos de fuego que
se clavaron en los míos... y colmillos. Grité con todas mis fuerzas y salté
hacia atrás, golpeándome dolorosamente contra un árbol y cayendo luego a
tierra, donde rodé frenéticamente para alejarme como fuera de aquel ser caído
de las alturas. Pude ver como el ente se movía como un rayo, pero no hacia mí.
Luego percibí el estruendo de un desintegrador, y un terrible grito procedente
de una garganta humana. Rodé y rodé por entre unos arbustos, y de pronto sentí
como el olor se alejaba, en tanto que alguien gritaba ferozmente algo que no
pude entender. El fantasmagórico chillido de la cosa hacía tiempo que se había
apagado, pero no pude recordar exactamente cuando se cortó.
Logré ponerme en pie, tambaleándome. Miré a la
izquierda y luego a la derecha. El capitán estaba a unos pasos de mí, empuñando
su arma mientras gritaba a voz en cuello.
-¡Se ha llevado a Alboino! ¡Se lo ha llevado volando!
¿Qué era?
¿Qué era?
Me acerqué a él, y tal era el fulgor de sus ojos que
llegué a temer que usara su arma contra mí. Extendí un brazo en un intento por
tranquilizarle, y advertí que mi mano temblaba con violencia.
-¡Maldita sea! -aulló de nuevo Sigmund-. ¡Alboino!
¡Alboino!
Quise gritar yo también, pero me hallé sin voz. Y de
pronto algo crujió entre las ramas de los árboles, a poca distancia de
nosotros. Hubo luego un golpe sordo contra el suelo.
El capitán empuñó su arma y corrió hacia el lugar de
donde el golpe había venido. Yo corrí tras él, pues me negaba a quedarme solo
en aquel lugar maldito.
Hallamos el cuerpo de Alboino. Le habían arrojado
desde las alturas y estaba muerto. Pálido, muy pálido. Le habían extraído toda
la sangre del cuerpo, según me pareció.
-¡Alboino! -el capitán se arrodilló al lado del
cadáver.
Sentí un avasallador sentimiento de pena, mezclado
con el terror que aún me dominaba. Aquel humano había sido mi amigo, habíamos
pasado muchas horas juntos, hablando como camaradas, y siempre me había
favorecido. Es más, me había salvado la vida en una ocasión, y ahora, en un par
de minutos, alguien le había destruido, le había borrado para siempre del
mundo de los vivos.
El capitán Sigmund se levantó de pronto y fijó en mí
sus ojos de loco. Hasta entonces siempre le había conocido sereno, aparte de su
empecinamiento ideológico. Ahora, en cambio, parecía definitivamente fuera de
sí.
-¡Eso no era un esteloide! -rugió-. ¡No era un
esteloide! ¿Qué era eso, Alipherath? ¡Dime! ¿Qué era?
-Pude... pude olerlo, cuando Khardurán me perseguía
-tartamudeé-. Pero no le vi, no sé lo que es. Un animal de este planeta...
-¡No era un animal! -gritó él, sin bajar el tono-.
¡Le disparé con el desintegrador, y le acerté de lleno! ¡Y no le pasó nada! ¡No
le pasó nada! Un maldito demonio... un vampiro...
-¡Un Intercesor!
Se me quedó mirando de hito en hito, y guardó
silencio. Por un instante la noche nos envolvió, quieta y callada.
-Eso... eso fue lo que bebió la sangre de los
centinelas -habló él al fin, ahora en voz baja-. Alaric estaba equivocado,
todos estábamos equivocados... no hay esteloides. Hay algo mucho peor.
No recuerdo si pensé contestar algo, puesto que de
improviso la lengua se me paralizó en la boca. Pues un leve plañido me llegó
del cielo, algo quejumbroso... que se acercaba. Aumentó su volumen, y el
capitán lo oyó también.
-¡Vuelve! -gritó, empuñando de nuevo su
desintegrador-. ¡Al bosque! ¡Al bosque!
Corrí con él, pensando también que quizá de ser
espesos los árboles pudiéramos esquivar a aquel espanto volador. Pero ya
empezaba a llegarme el temido olor. Sin saber siquiera lo que hacía, me detuve
y alcé los ojos al cielo, intentando perforar la oscuridad con la mirada para
descubrir...
-¡Alipherath! -oí entonces, y la voz no era la del
capitán.
No, era una voz que nunca olvidaría, y que aún hoy me
veo impedido de borrar de mi mente.
-¡Iriath! -grité-.
¡Iriath! ¿Dónde estás?
-La sacerdotisa -replicó cerca de mí la voz de
Sigmund-. ¡Está con el vampiro!
-¡No, no, no! -urgí, temiendo algo irreparable-. ¡Es
nuestra amiga!
¡El monstruo se aleja!
Y era cierto. El olor del ser desconocido se diluía,
desaparecía, mientras que el aroma de la hembra a quién amaba permanecía frente
a nosotros.
-¡Iriath! -grité de nuevo, corriendo hacia ella.
Pude verla, en compañía de dos Sacerdotes menores.
Llegué a su lado y la estreché, jadeando.
-Alipherath... Alipherath... -me dijo, y su voz
estaba alterada por la emoción- ¿Cómo has...? No, no lo sabías. No podías saber
lo que significa la noche en Gherrod... nadie te lo dijo.
-Ha matado a uno de los nuestros -respondí, sin darme
cuenta de que me identificaba, al hablar así, con los humanos-. ¿Qué era?
-Después, después... -impaciente, me cerró la boca
con sus finos dedos-. Ahora hay que salir de aquí. ¡Hay que salir de este
bosque cuanto antes!
Noté llegar al capitán y, volviéndome hacia él, le
traduje las palabras de Iriath.
-¡Un momento! -pidió él, hoscamente.
-Estamos en peligro...
-¡Un momento, he dicho!
Volvió rápidamente sobre sus pasos, y entonces
comprendi. Le seguí, e Iriath me siguió a mí junto con los otros dos
Sacerdotes, hasta el momento silenciosos.
El capitán se detuvo junto al cadáver de Alboino, de
mi amigo humano. Dijo entre dientes algo que no logré entender.
-Somos guerreros -alzó luego la voz, como en un
rito-. Y como tales morimos.
Y disparó el desintegrador contra los restos de
Alboino. Hubo una brillante deflagración, y en el suelo quedó tan sólo una
marca negra.
-¡Vamos!
Iriath tomó la delantera, guiándonos por entre los
árboles, por un camino que parecía conocer perfectamente. Marchábamos sin
correr, pero con rapidez, y de tal forma me aguijaba la idea de lo que había
ocurrido, que no sentía el menor cansancio. Ante mí surgían árboles oscuros,
que eran sustituidos por otros a medida que los dejábamos atrás. Los arbustos
se me enredaban en las piernas, y pude sentir en alguna ocasión el pinchazo de
las espinas. Pero no por ello ralentizaba el paso, sino que me mantenía tras la
mancha dorada que era Iriath, minuto tras minuto, hora tras hora.
Finalmente salimos de bosque y empezamos a cruzar lo
que parecía ser una llanura herbosa, con árboles aislados aquí y allá.
Debíamos encontramos en el centro del valle, dirigiéndonos hacia las faldas de
las montañas que lo bordeaban. Iriath y sus compañeros no aminoraban el paso,
de modo que me abstuve de todo comentario y seguí su ritmo. El capitán avanzaba
tras de mí, igualmente silencioso.
Finalmente, tras lo que me pareció una eternidad de
camino, el cielo comenzó a clarear. Nos movíamos por un terreno pedregoso, y ya
advertíamos el ascenso de nuestra ruta. Rocas de extrañas formas aparecieron
frente a nosotros, y nuestra guía nos condujo por un sendero ente ellas. La
cuesta se acentuaba, y finalmente comencé a sentir por fin cansancio y algo de
torpeza.
lriath se detuvo cuando el sol empezaba a apuntar en
el horizonte.
-El peligro ha pasado -anunció-. Podemos descansar
unas horas. Me acerqué a ella mientras se sentaba al abrigo de una peña.
-¿Hablaremos ahora, Iriath? -pregunté.
-Cómo quieras. Quizá deberíamos intentar dormir el
tiempo que podamos, pero comprendo lo que sientes.
Me acomodé a su lado. De reojo pude advertir como el
capitán Sigmund se dejaba caer por tierra, sin acercarse a nosotros. Pensé que
aquel humano no estaría muy acostumbrado a caminar, aunque el orgullo le
hubiera impedido dar muestras externas de cansancio.
-¿Qué era el ser que nos atacó? -pregunté-. ¿Lo que
vosotros llamáis un Intercesor?
Iriath asintió.
-Cazan de noche -dijo-. Salí a tu encuentro cuando me
llegó la noticia de que habías partido con los humanos hacia las montañas.
¿Pensabais llegar al templo?
Confesé que sí, pues no veía razón para ocultarlo.
-Fue una locura -la voz de Iriath era un suave
murmullo-. Pudisteis haber sido reclamados los tres, y nada hubierais podido
hacer para impedirlo.
-¿Pero qué son? -interrogué-. Mi compañero dijo que
el ser era inmune a sus disparos.
-Los Intercesores son invulnerables -asintió ella-.
Son obra del dios ¿me entiendes? El dios les hizo con fragmentos y esencias de
los chirgui, y también con parte de su propia fuerza. Ellos canalizan nuestra
energía hacia él. La energía vital de mi pueblo.
-¡Les matan! ¡Se alimentan de su sangre!
-No es sólo eso. Todo chirg los alimenta desde que
nace hasta que es reclamado. Los alimenta con la energía que es su fuerza
vital, el simple hecho de vivir. Y los Intercesores, a su vez, alimentan al
dios.
-¿Y los Sacerdotes? ¿Y tú, Iriath? En una ocasión me
dijiste que me alejara del planeta y del horror que moraba en él.
Sentí el aroma de la repulsión, pero no hacia mí,
sino a lo que había dicho en último lugar.
-No te dije nada de eso -rechazó-. No, nunca te pude decir
nada parecido... nunca te pude hablar de horror... El dios rige este planeta y
yo soy su Sacerdotisa Primera. Estoy en contacto con él, y por eso he logrado
apartar al Intercesor de vosotros. Pero un grupo de ellos, ansiosos de sangre,
no obedecerían mis órdenes, e incluso podrían atacarme. Por eso es necesario
que lleguemos al templo antes de que anochezca de nuevo. Debemos dormir unas
horas y recuperar fuerzas. Comprendí que tenía razón, y además la torpeza del
sueño dominaba mis miembros y pesaba en mis párpados. Me tumbé en tierra, al
amparo de la Peña, y ella hizo lo mismo, cerca de mí. Casi al instante quedé
dormido.
Creo que lo que me despertó fue el sol, alto en el
firmamento hasta el punto de no valerme ya el cobijo de la Peña frente a sus rayos.
Alcé la cabeza, y vi que Iriath estaba ya en pie.
-Es hora de partir, Alipherath -dijo-. Despierta al
humano.
Así lo hice. El capitán parecía más descansado, y me
preguntó si había sacado algo en claro sobre nuestra situación. ¿Éramos
prisioneros?
Le respondí que no lo creía en absoluto, y
ciertamente la idea ni siquiera me había pasado por la mente.
Antes de iniciar la marcha, comimos rápida y
frugalmente. Sigmund me ofreció parte de sus raciones, pero preferí compartir
las provisiones de los de mi raza, que me resultaban más sabrosas. Y luego fue
hora de caminar.
Ascendimos la montaña por un empinado sendero
flanqueado de zarzales y matojos. El sol calentaba de firme, y muy pronto volví
a encontrarme con el cansancio que me abandonara fugazmente tras el corto sueño
matinal. Pero Iriath había dicho que deberíamos estar en el templo antes de que
cayera la noche, y la razón que yo imaginaba para ello bastaba para que me
sobrepusiera a la fatiga.
Pero de todas formas me hallaba agotado cuando
alcanzamos la plataforma que en cierto modo era el umbral del templo. Se
trataba de una pequeña extensión llana, pavimentada con algo parecido a losas
de mármol, y de la que arrancaba una escalera del mismo material, ascendiendo
por el flanco de la montaña.
Hicimos un alto y tuve ocasión de echar una ojeada
por los alrededores. Nos hallábamos a gran altura sobre el valle, y el sol
estaba ya muy bajo. Dentro de poco las sombras invadirían el bosque donde
muriera Alboino, aunque a nosotros el sol nos alumbraría algunos minutos más.
-Estamos ya a salvo -me tranquilizó Iriath-. Pero
haremos bien en subir hasta el templo. Tendremos que procuraros alojamiento.
-¿Qué vais a hacer con nosotros? -le pregunté
entonces directamente.
Su rostro se tornó hierático.
-El dios lo sabe -replicó-. De momento seréis
nuestros huéspedes. Luego sus facciones se dulcificaron.
-No tenéis nada que temer -añadió, y tuve la
impresión de que las frases anteriores habían sido un mensaje, algo así como un
rito, mientras que ahora había hablado por ella misma.
De manera que iniciamos el último tramo de nuestra
ruta, ascendiendo los peldaños de piedra blanca. El camino resultaba ahora más
descansado, pero la anterior fatiga agarrotaba mis músculos, y el número de
escalones se me hacía infinito. El capitán Sigmund debía estar igualmente
exhausto, pero no se quejaba ni lo daba a entender. En cuanto a Iriath y a los
dos silenciosos Sacerdotes, parecían completamente frescos. Me pregunté si era
la fe en su dios la que les daba tal fuerza y resistencia, y les envidié por
ello. Me juré a mí mismo llegar hasta el final, y no desfallecer antes de que
alcanzáramos todos la cima.
Lo conseguí. Sin que apenas me llegara señal
preventiva de ello, de pronto los escalones se terminaron, y nos hallamos ante
el templo, en la explanada en la que éste se alzaba.
Ya la luz casi había desaparecido, y el gran edificio
apenas si se me apareció como una mole oscura. La explanada era vasta, como la
culminación de una meseta alzada entre las sierras. Desde abajo nos había parecido
que el edificio colgaba de la ladra de una montaña, pero ello se debía a una
simple ilusión óptica. Nos hallábamos en la verdadera cima, y las cumbres más
altas, ante nosotros, pertenecían a una nueva cordillera, arriscada y
tenebrosa bajo los últimos fulgores del día que terminaba. Una brillante
estrella lucía ya sobre la culminación de aquella elevada sierra, y el fresco
viento nocturno alzábase en tomo nuestro, mitigando en algo nuestra fatiga.
Iriath nos dirigió hasta el extremo de la explanada
opuesto al templo. Pude ver algunas edificaciones en cuyas ventanas temblaban
puntos de luz. Nos acercamos y varios chirgui salieron a nuestro encuentro.
Instantes después nos encontrábamos en un amplio vestíbulo.
-Discúlpame, Alipherath -me dijo Iriath-. Debo
conferenciar con el resto de los Sacerdotes. Los acólitos os indicarán vuestros
alojamientos y os atenderán en todo.
Y antes de que pudiera responder, desapareció de mi
vista por una puerta lateral.
-¿Y ahora? -me interrogó el capitán.
-Nos darán alojamiento y comida -repliqué-. Somos
huéspedes del templo.
-Pues quisiera primero una buena ducha, si no es
demasiado pedir -el capitán entrecerró los ojos-. Y algo para cenar, y una cama
confortable...
Hablé brevemente con el Damuz que parecía dirigir a
los sirvientes, y pronto los deseos de Sigmund, que no dejaban de ser
igualmente los míos, se vieron en curso de satisfacción. El edificio disponía
de todas las comodidades que una civilización ganadera podía ofrecer y, ya que
no ducha, al menos pudimos damos un buen baño. A mí me proporcionaron ropas
nuevas y limpias, pero el capitán debió volver a ponerse las suyas, bien que le
prometieran confeccionarle algunas vestiduras que se adaptaran a su anatomía
humana. Recordé mis experiencias en Thalestris, y no pude reprimir una sonrisa.
Cenamos solos, servidos por un silencioso acólito, y
los manjares fueron del gusto de ambos. Pero el capitán, al verse a salvo y
descansado, volvió a sus iniciales preocupaciones.
-Alipherath -me preguntó mientras cenábamos-. ¿Crees
tú que existe ese dios?
-Los chirgui del Dominio no creemos sino en la
Esencia -respondí.
Sigmund suspiró, aliviado.
-Me alegro de ello -dijo-. Desde luego yo tampoco
creo que haya aquí ningún dios. Escucha, me parece que la situación es muy parecida
a la que creíamos al principio, aunque los esteloides no tengan nada que ver
con ella. Cuando los antepasados de estas gentes llegaron al planeta, éste
debía estar habitado por los otros, los vampiros. Una raza provista de grandes
poderes, aunque sin civilización técnica visible. Convirtieron a los tuyos en
esclavos, hipnotizándoles o no se cómo... Los crían como si fueran ganado y se
alimentan con su sangre, con el pretexto de una religión embustera.
Asentí. La cosa parecía tener sentido.
-Alipherath, la flota de las Compañías puede salvar a
tu gente. No toleraremos una situación así, tan parecida al trato que los
esteloides infligían a los humanos en los tiempos de la Confederación.
Exterminaremos a los vampiros, Alipherath, y tu raza quedará libre de esa
maldición.
-¿Exterminar a los vampiros? -pregunté-. Puede que no
sea tan fácil hacerlo como decirlo.
-Sé lo que quieres decir -respondió él con amargura-.
La bestia que asesinó a Alboino encajó una ráfaga de desintegrador sin parecer
sufrir ningún daño. Pero tenemos armas muy poderosas, podemos desencadenar
energías incalculables. Les destrozaremos, Alipherath, no lo dudes. No pueden
enfrentarse con todas las Compañías.
Aquellas palabras me hicieron recordar los
entusiasmos del infortunado Alboino, y no pude evitar un gesto de tristeza.
-Pero debemos tener cuidado -continuó Sigmund sin
advertirlo-. Tan sólo nosotros dos sabemos cual es la verdadera situación que
existe en este planeta. Tenemos que sobrevivir para informar al Consejo, cuando
la flota esté aquí. Parece que la sacerdotisa nos protege, o quizá es sólo a
ti. De cualquier forma la cosa es buena. Debemos mantenemos vivos hasta que las
naves lleguen. Nada de imprudencias.
De nuevo asentí. Estaba de acuerdo con Sigmund
aunque, además de las suyas, yo tuviera otras razones. Pues amaba a Iriath, la
Sacerdotisa Primera de aquella falsa religión, y haría cuando pudiera por
salvarla de aquellos espantosos vampiros que, no podía menos que creerlo, dominaban
el planeta. No me cabía ahora le menor duda de que aquél era el horror contra
el que ella me había advertido en el minuto en que el control mental de los
monstruos falló. La amenaza que habitaba en el planeta y que quizá deseaba
apoderarse de alguna nave estelar para expandirse a otros astros del universo.
Sí, esperaría con ansia la flota humana, que antes
tuviera como enemiga, la flota que había arrasado sistemas estelares enteros,
pero que aquí tal vez representara la salvación.
tras habitaciones, ciertamente cómodas y aseadas.
Quedó Sigmund en la suya, pero yo no permanecí mucho tiempo en la que me fue
asignada, puesto que antes de que pudiera ni siquiera comprobar lo mullido del
lecho, la puerta se abrió y el Damuz que parecía dirigir a los acólitos me
saludó desde el umbral.
-Nipherath Katrame, la Sacerdotisa Primera reclama tu
presencia. Le seguí por pasillos y escaleras, y llegamos así a una sección del
edificio mucho más lujosa que la que acabábamos de dejar. Hermosos muebles
tallados y estatuas de mármol adornaban los corredores, y el suelo estaba
cubierto de alfombras bordadas artesanalmente.
Llegamos ante una puerta, y el Damuz llamó a ella. La
puerta se abrió, y me fue indicado que entrara, en tanto que el acólito se
hacía a un lado para dejarme pasar.
Iriath se hallaba allí. Mientras la puerta se cerraba
a mis espaldas, percibí el agudo aroma de su celo.
Todo cansancio y fatiga desaparecieron al instante de
mi cuerpo.
Capítulo XV
Los siguientes tres días fueron apacibles y sin acontecimientos dignos de remarcar. A decir verdad, nuestra situación, como ya temiera Sigmund, tenía algo que ver con la cautividad. Se nos permitía abandonar el edificio y pasear por el extremo de la explanada que le correspondía, pero no nos dejaban acercarnos al templo propiamente dicho, en el otro extremo. Eso sí, se nos trataba bien, y nada teníamos que protestar de alojamiento y comida.
La intimidad sagrada que yo mantenía con Iriath no me
daba ciertamente ocasión a informarme sobre nuestro futuro. Siempre que le
hablaba sobre ello se limitaba a decir "el dios lo sabe", y en
tales ocasiones una invisible barrera parecía alzarse entre nosotros, lo que
me disgustaba en gran manera. A decir verdad, aún en los momentos sagrados un
cierto velo semejaba interpuesto entre Iriath y yo, sin que se repitiera la
primera experiencia, cuando el velo se rompió por un momento y sus ojos se
encontraron con los míos, mientras sus labios me rogaban que dejara el planeta,
amenazando con horrores y espantos. Ahora era siempre la Sacerdotisa Primera
del dios, enamorada de mí como yo lo estaba de ella, pero siempre con un lazo
que la unía a su divinidad o a quienes hubieran inventado aquella.
Creo que fue la segunda noche cuando no pude menos
que sincerarme con ella.
-Ven conmigo -rogué-. Dentro de unos días, naves
humanas llegarán a este planeta, y tendré la oportunidad de partir con ellas.
Acompáñame al Dominio, a Naolán, donde podremos vivir juntos, alejados de todo
esto. Alguien podrá sustituirte en el culto al dios.
Y entonces ella entrecerró los ojos y lanzó un hondo
suspiro.
-Naolán... ¡Oh, Naolán! -susurró, yen su voz creí
percibir una nostalgia racial, el recuerdo de nuestra bella capital mantenido
a través de las generaciones por una rama extraviada de los chirgui.
Pero luego sus ojos se abrieron, y su aroma indicó
tristeza y un cierto fatalismo.
-Me es imposible, Alipherath -me dijo-. Pertenezco al
dios, más que nadie de mi pueblo. Mi vida es posesión suya.
Hizo una pausa, y su mano buscó la mía.
-Lejos de mi dios, yo moriría -concluyó.
De modo que decidí dejarlo así, aunque con ánimo de
insistir en el momento en que las naves humanas llegaran. Pues estaba decidido
a no renunciar a ella, aún si en último extremo debiera quedarme para vivir el
resto de mis días en aquel planeta loco de dioses y vampiros.
Mis relaciones con el capitán Sigmund eran distantes.
En las ocasiones en que nos encontrábamos pude captara en él un cierto alejamiento.
No era aversión ni odio, pero me pareció que se avergonzaba de ser huésped
gratuito de unos alienígenas, y quizá creía deber su vida a las relaciones
sagradas que yo mantenía con Iriath, y ello le avergonzaba aún más. ¿Pero qué
podía hacer o decir, si él mismo me había aconsejado la prudencia? Tan
solamente esperar a que la soñada flota de las compañías llegara al planeta,
pensando que entonces él volvería a ser el más fuerte.
No volvimos a tener visita ni noticias de aquellos
amedrentadores vampiros que, al parecer, dominaban el planeta. Alejados del
templo de un dios al que habían creado, ocultos en quién sabe que remoto rincón
de aquel mundo desierto, toleraban nuestra presencia en el asilo que se nos
había dado, habiéndonos tal vez incluido en algún maligno plan para el futuro.
Y de tal modo estaban las cosas cuando, al cuarto
día, Iriath requirió la presencia de los dos, la mía y la de Sigmund. Una
escolta de acólitos nos acompañó al lugar donde tenía su alojamiento, y nos
recibió no en la habitación que me era tan familiar, sino en un salón de
paredes tapizadas y amplios ventanales.
Era la Sacerdotisa Primera, no la hembra afectuosa.
Vestía una túnica adornada con raros símbolos, y se tocaba con una especie de
corona metálica, tal vez de oro. Me pareció más hermosa que nunca.
-Alipherath, y tú, capitán Sigmund de las Compañías
Francas -nos acogió-. Es hora de que seáis presentados al dios.
-¿Al dios? -preguntó Sigmund, inquieto, cuando le
hube traducido las palabras de Iriath -¿Qué nos va a hacer?
Ella olió su inquietud, puesto que, antes de que yo
le transmitiera sus preguntas, sonrió a la manera de nuestra raza y pronunció
palabras tranquilizadoras.
-Nada debéis temer -dijo-. Entraréis simplemente en
el templo, y saldréis luego de él sanos y salvos. No veréis al dios, pero el
dios sí os verá a vosotros, y os conocerá como nunca nadie podría hacerlo.
¿Estáis preparados?
Asentí por los dos.
-Seguidme entonces.
Salimos a la explanada, y al abandonar el edificio se
nos unieron los cinco Sacerdotes que, junto con Iriath, componían el total de
la jerarquía eclesiástica de Gherrod. La Sacerdotisa Primera inició la marcha
hacia el templo. Por primera vez íbamos a contemplarlo de cerca, y hasta
penetrar en su interior.
El gran edificio me fascinó mucho antes de que
llegáramos a sus puertas. Alzábase a gran altura, poderoso y macizo, y sus
paredes exteriores eran una amalgama de esculturas que las cubrían por
completo, paciente labor, sin duda, de varias generaciones de devotos. Machos y
hembras de nuestra raza en diversas actitudes, animales desconocidos, plantas, árboles
y flores, extraños paisajes... El conjunto presentaba una increíble armonía,
más extraordinaria si se pensaba que las diversas obras debían tener gran
diferencia de fechas. Veíase allí la mano de una escuela continua de artistas,
concebida precisamente para dar culminación a la obra, y quizá extinguida
cuando ésta estuvo acabada. Pensé que aquellas esculturas hubieran encontrado
fácil acogida en los más prestigiosos museos del Dominio.
-Una gran obra de arte -coincidió Sigmund con mis
pensamientos-. La tuya es una raza estimable, Alipherath.
Recordé las maravillas de Naolán, y la añoranza se
apoderó de mí. Me mordí los labios, y mordiéndolos seguía cuando penetramos en
el templo por una inmensa puerta cuyos batientes dorados fueron abiertos para
nosotros por un grupo de acólitos. Tanto éstos como los cinco Sacerdotes
menores quedaron fuera del edificio; tan sólo Iriath y nosotros dos pudimos
acceder al interior.
La primera de las naves era inmensa, y su altura
igualaba la del edificio, culminando, allá en lo más elevado, con un inmenso
rosetón de cristales teñidos de colores, que dejaba filtrar la luz del sol para
iluminar la estancia. Una selva de columnas se alzaban ante nosotros, y cada
una de ellas se hallaba grabada en toda su superficie con miniaturas de dragones
y pájaros fantásticos.
Avanzaba Iriath por entre aquel increíble bosque
petrificado, indiferente a las obras de arte que debían ser muy familiares
para ella. Y nosotros la seguíamos al mismo paso, aunque paseando los ojos por
aquellas maravillas que se nos ofrecían.
-Como en las viejas catedrales de la Tierra -murmuró
Sigmund- la fuerza de la fe o del fanatismo. Generaciones de artistas
dedicados a honrar a su dios.
Calló cuando nos encontramos de pronto ante una pared
igualmente grabada, pero no con las efigies de seres vivientes, sino con símbolos
geométricos, algunos de ellos similares a los que adomaban la túnica de la
Sacerdotisa. Empujó ésta una pequeña puertecilla, y tras sus pasos entramos en
lo que debía ser la cámara central del gran templo.
Aquí los muros eran de piedra lisa, curiosamente
veteados, pero sin ningún otro ornamento. En el centro de la cámara abríase un
ancho pozo circular, protegido por un brocal de piedra verde.
-El dios habita allá abajo -indicó Iriath en voz
baja-. En las profundidades de la Tierra.
Me ericé levemente, pero no por ello dejé de avanzar
para hundir la mirada en el pozo. Tan sólo vi tinieblas allá abajo, sin que
pudiera hacerme idea de la profundidad que alcanzaba.
-Retroceded -ordenó la Sacerdotisa-. Retroceded unos
pasos y permaneced inmóviles.
Obedecí, y el capitán hizo lo mismo. Iriath
permaneció junto al pozo, inmóvil por un instante. Luego se acodó en el brocal
y fijó su mirada en las profundidades, tal como yo hiciera antes. La escasa luz,
que llegaba a través de una claraboya vidriada, allá en lo más alto, brillaba
en su dorado pelaje.
Permanecimos quietos largo rato, esperando nosotros
alguna manifestación de la ignorada deidad, mientras que Iriath parecía hallarse
en trance. Los minutos se sucedían unos a otros, sin que la inmovilidad del
escenario se quebrara.
Hasta que Iriath comenzó a vibrar. El gracioso cuerpo
de la sacerdotisa tembló, como agitado por alguna fuerza oculta. Yo nada podía
ver, oír ni oler, pero ante mí veía a la hembra tiritar violentamente, como
poseída por alguna inimaginable entidad.
De pronto el rostro de Iriath se volvió hacia
nosotros y sus pupilas fulguraron en un instantáneo destello.
-Las naves -dijo con voz ronca.
No respondimos; simplemente nos quedamos
contemplándola.
-Las naves -repitió ella-. Se acercan. Las naves
humanas están llegando a las proximidades de Gherrod. Pronto saldrán de la nada
y se agruparán en tomo a nuestro sol.
Maquinalmente traduje sus palabras al idioma humano.
-¡La flota de las Compañías Francas! -exclamó
Sigmund-. Salgamos de aquí -Iriath estaba ya junto a nosotros-. Grandes
acontecimientos se avecinan. Salgamos.
La seguimos fuera de la cámara del pozo, y luego a
través de la selva de pilares grabados, hacia la gran puerta.
Los Sacerdotes menores aguardaban pacientemente fuera
del templo. Se arremolinaron en tomo a Iriath apenas ella apareció ante su
vista. Diríase que sabían lo ocurrido junto al pozo.
-Convocad a los fieles -ordenó ella-. Quizás el dios
se manifieste en los próximos días.
Percibí el olor de la excitación. Los Sacerdotes se
pusieron en marcha, y nosotros tras ellos. Recorrimos en silencio la
explanada, hasta llegar a nuestro alojamiento, pero los Sacerdotes no se
detuvieron allí. Siguieron en dirección a la escalera que llevaba ladera abajo.
-Entrad -nos dijo Iriath-. Esperad en vuestras
habitaciones. Tal vez os mande llamar de nuevo.
Penetró ella en el pasillo que llevaba a sus propios
apartamentos, sin una palabra más. Nosotros nos encaminamos a la sala que hacía
de comedor.
-¿Qué más dijo? -preguntaba el capitán, excitado-
¿Qué más dijo de las naves?
Le expliqué todo lo dicho por Iriath. Su excitación
no hizo sino aumentar.
-Es nuestra flota -murmuró como para sí-. ¡No puede
ser sino nuestra flota! Pero ¿cómo diablos ha podido saber ella que está llegando?
No respondí, pensando en las formidables naves de
guerra humanas que convergían en el mundo en el que ahora me hallaba.
-Quizá... puede que esos monstruos vampiros tengan
verdaderamente una civilización técnica -aventuró Sigmund-. Que hayan detectado
nuestras naves en el espacio y se lo hayan comunicado a ella de alguna forma...
Aunque...
Se volvió hacia mí, Y su mano me atenazó el
antebrazo.
-Ella dijo... que las naves saldrían de la nada para
agruparse en torno al sol. ¿Sabes lo que eso significa?
-¿Qué?
-¡Huiremos! Que nuestra flota ha sido detectada antes
siquiera de salir del hiperespacio. ¡Y eso es imposible!
-A menos que haya verdaderamente un dios en el fondo
del pozo -dije, sin saber bien por qué.
Sigmund se me quedó mirando, con el ceño fruncido.
-Los dioses no habitan en las profundidades de la
tierra -murmuró-. Quizá los diablos. Quizá...
Se detuvo, pero su olor mostraba más inquietud que
nunca. Igual me ocurría a mí; empezaba a preguntarme si realmente aquella
extraña religión tendría una base real. Si en aquel pozo profundo... realmente
habitaría algo.
Un sirviente entró en el comedor.
-¿Deseáis comer? -preguntó.
Su voz era tranquila, pero sus sentimientos ocultos
estaban al alcance de mi olfato.
-¿No nos ha llamado la Sacerdotisa Primera?
-pregunté-. ¿Dóndeestá ella ahora?
Vaciló un instante antes de responder.
-Ha regresado al templo -informó al fin-. Habla allí
con el dios.
-¿Con el dios?
-Puede que se manifieste -la voz del sirviente era ahora
temerosa-. Puede que surja otra vez ante nosotros.
-¿Otra vez? -pregunté-. ¿Cómo se ha manifestado
antes? ¿Tú lo has visto?
-No -replicó-. No estaba yo en el mundo cuando
sucedió la última vez, pero sé que trae consigo gloria y destrucción.
Gloria y destrucción. Noté como el temor de aquel
chirg se me comunicaba, aunque no podía yo estar ya seguro de si creía o no en
aquella divinidad. De que él creía no me cabía la menor duda.
-Bien, comeremos -dije, y el sirviente nos dejó para
disponer las viandas.
No vimos a Iriath aquel día ni en los siguientes.
Cualquier pregunta mía sobre el particular recibía siempre idéntica
contestación. La Sacerdotisa Primera estaba en el templo, hablando con el dios.
Y las naves tampoco acababan de llegar. Sigmund se
mostraba cada vez más inquieto ante su tardanza.
-Se deben estar reagrupando -decía una y otra vez-.
Quizá hayan salido dispersas del hiperespacio. Tienen que estar reagrupándose.
Pero cada vez parecía estar menos convencido de ello.
-¿Y si realmente hubieran sido detectadas en el
hiperespacio? -Le pregunté yo en una ocasión-. Si es así, quizá no hayan
aparecido siquiera en este sistema solar.
-¡Nada ni nadie puede detectar una nave en el
hiperespacio! -gruñía Sigmund. Pero su tono y su olor eran de duda.
-Puede que estén celebrando una junta de guerra -dijo
al sexto día-. Puede que Genseric haya convocado a todos los capitanes en su
nave insignia. El diablo sabe lo que Alaric le habrá dicho... ¡Ah, daría cualquier
cosa por estar allí arriba!
-¿Pero aterrizarán?
-No te quepa la menor duda de eso -sonrió con lo que
quería ser una absoluta seguridad-. No te quepa la menor duda. Vendrán.
En la tarde de aquel sexto día empezaron a llegar los
chirgui. Ascendían por la gran escalera y erigían tiendas de campaña en la misma
explanada, lejos del templo y de nuestro edificio. Ninguno de ellos se acercó a
éste, tal como si supieran que no les estaba destinado.
Aquella noche, Iriath nos llamó a los dos.
-Las naves han llegado -anunció-. Y amenazan Gherrod.
Traduje a Sigmund.
-Dile que me ofrezco a negociar -propuso al instante
éste-. Si tienen algún medio de comunicación espacial, dile que me permita
entrar en contacto con el Consejo o con Genseric. Todo puede arreglaras de
forma pacífica.
Pero Iriath no tuvo en cuenta su ofrecimiento.
-No es necesario -me dijo tras de que se lo
tradujera-. No es necesario comunicar ni negociar. El dios protege Gherrod.
El dios. Siempre el dios.
-Mañana los fieles estarán en torno al templo
-continuó hablando la hembra-. El dios se manifestará.
-¿Cómo lo hará?
Olió ella mi inquietud Y mi temor. Sonrió.
-No debes temer nada, Alipherath -me tranquilizó con
voz suave-. Tú perteneces a nuestra raza, y no eres enemigo de Gherrod. Tan
sólo los enemigos de Gherrod deben temblar. Tan sólo aquellos que pretendan
dañar a Gherrod.
-¿Y... él? -indiqué a Sigmund.
-Que no se muestre enemigo nuestro -replicó ella-.
Que no se ponga al lado de quienes vienen a dañamos. En tal caso, la ira del
dios no descargará sobre él. Adviértele.
Así lo hice. Sigmund se mordió los labios.
-Si la Humanidad entra en lucha con tu raza,
Alipherath, siento decirte que estaré al lado de los mos -declaró.
-Es lógico
-repliqué-. Pero creo que harías bien en observar, de momento, los
acontecimientos. No sé si hay algo de verdad en esa idea del dios subterráneo,
pero si la raza de los vampiros tiene alta temología, la cosa podría llegar a
ser peligrosa.
-La Humanidad es invencible -cortó él. Y por un
instante leí en sus ojos aquella vieja altivez que había llegado a conocer en
él a bordo de la Azagaya.
-Bueno, puede que todas las dudas queden resueltas
mañana puntualicé.
No podía entonces saber hasta que punto estaba en lo
cierto.
Capítulo XVI
Fuimos despertados al amanecer, apenas los primeros
rayos del sol cayeron sobre la gran explanada y el templo que la presidía.
Iriath en persona nos condujo en dirección al gran monumento morada del dios.
Todos estaban allí, en mitad de la explanada.
Aproximadamente tres millares de chirgui, el número que se me había dicho que
era la población total de Gherrod. Había machos, hembras y criaturas.
-¿Están todos aquí? -pregunté a Iriath-. ¿No ha
quedado nadie abajo... para cuidar los ganados...?
-Los ganados se cuidarán por sí solos -replicó ella-.
El dios nos llama a todos.
Avanzamos hasta llegar relativamente cerca del
templo. Los chirgui que habían llegado del llano formaron un apretado cuadro,
casi codo con codo. Iriath nos condujo a Sigmund y a mí algo más cerca del
edificio sacro, como huéspedes que debíamos ser del dios. Luego se alejó unos
pasos, y fue rodeada por los Sacerdotes secundarios.
-¡Pueblo de Gherrod! -clamó, dirigiéndose a la masa
de chirgui -. ¡Fieles del dios!
Y en aquel mismo instante, sucedió. Terribles
silbidos y zumbidos estallaron en las alturas, y masas metálicas se desplomaron
sobre la gran explanada, rodeándonos en perfecta maniobra.
-¡La flota! -exclamó Sigmund-. ¡Las Compañías Francas
están llegando!
Hubo alguna confusión entre los chirgui, pero no
hasta el extremo que se podía esperar. Aquella gente realmente debía creerse
segura bajo el amparo de su dios.
-¡Mira! -gritó de nuevo Sigmund-. ¡Las lanzaderas,
los vehículos individuales! ¡Son los de la Azagaya!
Alaric, pensé al instante. Alaric había regresado,
quizá respaldado por la potencia de una formidable flota de guerra puesta en
órbita de Gherrod. Alaric había llegado, y nos había atrapado a todos.
Las puertas de las naves se abrieron, y un centenar
de hombres se desplegaron hábilmente, cercando a la masa de fieles y a nosotros
mismos. Algunos de los recién llegados emplazaron armas pesadas, en tanto que
el resto esgrimía desintegradores y proyectores láser portátiles. Eran uno
contra treinta, pero podían barremos a todos en un abrir y cerrar de ojos.
-¡Alipherath! -clamó una voz humana-. ¡Alipherath
Katrame! Era el oficial Heimdell, que avanzaba a paso de carga hacia nuestro
grupo, seguido por una docena de hombres armados.
-Diles que se estén quietos -gritó al llegar junto a
nosotros-. Tenemos potencia de fuego suficiente para matarlos a todos, y tú lo
sabes.
Lo sabía, efectivamente. Los cañones de las
lanzaderas apuntaban al bloque de los chirgui, y el círculo de guerreros
humanos dirigía también sus armas hacia ellos.
-Los humanos os ordenan que estéis quietos -dije-. De
lo contrario dispararán sobre vosotros y os matarán a todos.
No hubo respuesta. Los chirgui permaneáan inmóviles
mirando a su Sacerdotisa Primera. Iriath tampoco hacía gesto alguno, aguardando
sin duda los próximos acontecimientos. Ni su expresión ni su olor denotaban
miedo alguno.
Abrióse la puerta de la lanzadera mayor, y Alaric se
hizo presente. Su aroma no podía llegar hasta mí, pero irradiaba visiblemente
triunfo, alegría... y malignidad. Era su gran hora.
De pronto todo mi pelaje se erizó y me sentí
paralizado por el terror. Pues Alaric no se acercaba solo. lras él, surgiendo a
duras penas por la puerta, otra figura había hecho su aparición. Una figura que
no era ni chirg ni humana.
Por primera vez pude ver directamente a Khardurán, la
bestia devoradora. Su aspecto igualaba el horror de su aroma. Era grande, como
tres humanos uno encima de otro, y su aspecto era de reptil dotado de
miembros. Sus ojos brillaban como carbones encendidos, su hocico se entreabría
para mostrar una miríada de dientes afilados... su tremenda cola protegida por
placas óseas batía a un lado y a otro mientras se bamboleaba al avanzar. No
llevaba prenda alguna de ropa, como si realmente fuera un animal de presa,
aunque yo sabía que se trataba de un ser inteligente.
Alboino me había dicho que en la noche de los tiempos
el planeta Irosén o Tierra había conocido monstruos semejantes a aquél, bien
que sin raciocinio. Pero yo no podía asimilar aquella horripilante figura a
nada que antes conociera; para mí se trataba simplemente del Horror en estado puro.
Alaric y el monstruo se acercaron, y su olor me llegó
al fin. El viejo espanto de aquella noche en la nave me atenazó nuevamente al
oler a Khardurán, pero lo que pude percibir procedente de Alaric era incluso
peor. Comprobé que tan maligno era el humano como la bestia, y que nada bueno
podía esperarse de ninguno de los dos.
-¡Ah! -graznó el nuevo capitán de la Azagaya-.
Todos están aquí... todos atrapados como ratas. Los alienos y su buen amigo...
el xenófilo Sigmund.
El nombrado no respondió, aunque pude oler su rabia.
-Nos volvemos a encontrar, Alipherath Katrame -se
dirigió Alaric a continuación hacia mí-. Hace mucho tiempo que esperaba este
momento, querido gato. Voy a acabar contigo de una vez para siempre, pero
antes... pero antes me vas a servir como intérprete.
Señaló al inmenso reptil que tenía al lado, y éste
abrió el hocico en una horrible parodia de sonrisa humana.
-Khardurán vigila su mente -anunció Alaric-. Harás lo
que yo te ordene, y lo harás de buena gana. De lo contrario serás su merienda.
¿Entiendes lo que quiero decir? ¡Su merienda!
Sí. Le entendí perfectamente. Pensé en el monstruo y
en sus colmillos. Luego, de pronto, mis pensamientos se volvieron hacia Iriath
y hacia el destino que también a ella le aguardaba. No pude evitar dirigir hacia
ella una mirada de reojo.
Entonces Khardurán habló. El profundo vozarrón
imperfectamente humano que brotó de sus fauces me sobresaltó, aunque ya sabía
que era capaz de expresarse en el idioma de sus aliados. Pero aún más me asustó
lo que dijo.
-Te importa ella, gato. Puedo comerla a ella también.
Alaric se echó a reír.
-¡La hermosa gatita! -chirrió-. ¡Ah, que bella
historia de amor!
Escúchame, Alipherath, gato del diablo. Khardurán
devorará a tu hembra, la despedazará y se tragará los pedazos después de
masticarlos ¿entiendes? Hará eso si yo se lo mando, y se lo mandaré si no me
obedeces. Sé mi intérprete, y recuerda que Khardurán sabrá si me engañas.
Era cierto, Había olvidado que aquel demonio tenía
ciertos poderes mentales. No podía propiamente leer mis pensamientos, pero sí
mis emociones, y acababa de hacerlo. De ninguna manera podría engañarle.
-Seré tu intérprete -me ofrecí-, aunque sabía que eso
tan sólo retardaría algo mi final.
-¡Bien! Di a ese grupo que se acerque a los demás
gatos.
Traduje, y tanto Iriath como los Sacerdotes menores y
el mismo Sigmund avanzaron hasta quedar junto al bloque de chirgui.
-¡Ven aquí, tú! -Alaric señaló al Sacerdote más
cercano, el cual obedeció al gesto antes de que yo tradujera la orden.
-Quiero que me digas ahora mismo -Alaric
exultaba de poder- dos cosas. Primera: dónde están los esteloides que os
gobiernan. Segunda: las coordenadas exactas del Dominio de los gatos.
-No hay ningún esteloide en el planeta, Alaric -habló
por primera vez Sigmund.
El humano del pelo amarillo se volvió como un animal
feroz que ataca.
-¡Golpeadle! -aulló.
Una escuadra de guerreros rodeó a Sigmund. No intentó
éste defenderse físicamente, pero su mirada detuvo a los que le llegaban de
frente. Fue uno que quedó a sus espaldas quién le descargó un culatazo entre
los hombros. Cayó al suelo el antiguo capitán de la Azagaya, y los otros
le golpearon con fuerza, como quién castiga a un animal.
-¡Basta! -alzó la mano Alaric-. Sigmund, aquí no
habla sin mi permiso ningún alieno ni ningún amigo de alienos. No olvides
ésto.
Sigmund se puso en pie con algún trabajo. No dijo
nada, pero si Alaric hubiera podido percibir lo que yo en su olor, mucho se
hubiera inquietado. Quizá Khardurán captara sus emociones, pero no dijo nada al
respecto.
-¿Y bien, Alipherath? -urgió Alaric.
Hablé brevemente al Sacerdote.
-No lo sabe -transmití luego su respuesta-. No sabe
nada de ningún esteloide, y desconoce completamente las coordenadas del
Dominio. Yo mismo puedo dar fe...
-¡Calla tú! -gritó Alaric. Y obedecí.
Volvióse luego Alaric hacia el Sacerdote, y de su
mano armada brotó un destello. El Sacerdote cayó al suelo, con la pierna
derecha calcinada. El criminal había empleado un láser, en vez de alguno de
los temibles desintegradores de las Compañías Francas, pero su víctima jamás
volvería a andar normalmente.
-Nadie juega conmigo -rió horriblemente Alaric-.
¡Nadie juega conmigo y vive para contado! ¡Khardurán!
Y entonces sucedió lo horrendo. Pues el enorme
monstruo saltó hacia adelante, bajó las fauces y las cerró con seco ruido sobre
el chirg caído en el suelo. Escuchóse un sonido de trituración, y Khardurán
llevó a cabo la tarea de despedazar a mordiscos al infortunado Sacerdote y
devorar luego los pedazos, calmosamente, sin apresurarse en modo alguno.
El espectáculo me puso enfermo, e incluso creí llegar
a desmayarme. Pero en la misma culminación del espanto, hubo algo que me hizo
reaccionar, poniendo el asombro por encima del pánico.
Pues una leve brisa soplaba en la explanada, llevando
hacia mí el olor de los chirgui agrupados, y no percibí en él el menor rastro
de miedo, ni de horror, ni de repugnancia. Los chirgui contemplaban el
espectáculo con indiferencia. Aquellos hermanos míos de raza estaban
familiarizados con la muerte, sabían desde su infancia que un día serían
llamados por los seres a los que llamaban Intercesores, y que éstos les
beberían la sangre, y la vida con ella. El ser devorados por Khardurán no les
inspiraba terror ninguno.
El mismo monstruo debió notar con su mente lo que yo
con mi olfato, pues se volvió hacia su aliado, con las fauces aún manchadas de
sangre.
-No me temen -dijo-. Ellos no me temen.
Volvióse luego hacia mí, y su ronca voz denotó ahora
algo parecido a la complacencia.
-Él si me teme -manifestó-. ¿Lo como?
Alaric alzó la mano.
-¡Todavía lo necesito como intérprete! -dijo
tajantemente. Luego su mirada se posó en Sigmund, y su olor denotó una cierta
inquietud-. ¿Por qué? ¿Por qué no temen ser devorados?
El antiguo capitán hubiera podido permanecer en
silencio, pero no lo hizo, y creo que fue para intentar favorecerme, y quizá
también a los demás.
-¿Puedo hablar? -preguntó.
-¡Habla!
-No temen sino a su dios. La muerte les es
indiferente. Yo hubiera podido contestar a tus preguntas, y ese alienígena no
hubiera muerto en vano.
-¡Pues responde ahora! -gritó Alaric. Parecía
encantado de la oportunidad de dominar a quién antes fuera su superior.
-No hay ningún esteloide en este planeta -dijo
Sigmund-. Nunca los ha habido. Parece ser que existen unos indígenas con
ciertos poderes, pero no creo que puedan amenazar a la flota de las
Compañías... que supongo debe estar ya en el sistema.
-Ayer mismo comenzó a salir del hiperespacio.
Sentí un súbito escalofrío, y creo que Sigmund
también. De forma que, efectivamente, la gran flota humana había sido detectada
en el hiperespacio mismo, contra todo lo que la ciencia humana o chirg pudiera
estipular.
-Harás bien en aguardar su llegada, entonces
-aconsejó Sigmund-. Puede ser que a Genseric y al Consejo no les guste lo que
estás haciendo. Necesitamos a esos alienígenas para interrogarlos con tiempo y
en la debida forma. Puede que alguno de ellos sepa dónde está el Dominio
Chirg...
Pero Alaric le interrumpió con jactancia.
-¡Genseric y el Consejo! No me hagas reir. Sigmund.
La flota viene hacia acá, y las órdenes de Genseric son eliminar todo rastro de
vida en este planeta.
-¡Tú les has hablado! -acusó Sigmund, pálido de ira.
-¡Pues claro que lo he hecho! Apenas la nave insignia
de Genseric salió a espacio normal. Pero no creas que le influí en ningún
sentido. Simplemente conté lo que sabía... y Genseric decidió. No quiere correr
ningún riesgo con esteloides o con cualquier nativo desconocido. Exterminará a
todos los gatos, y luego buscará el Dominio Chirg para hacer otro tanto allí.
-¿Y tú?
-He obtenido un plazo -sonrió Alaric-. Un plazo de
horas. Si soy capaz de extraer información sobre el Dominio o sobre los
esteloides antes de que la flota llegue al planeta, seré recompensado. Así
pues, hice aterrizar al Azagaya junto a la ciudad, y la hallé desierta.
Pero una lanzadera de reconocimiento vio dónde estaban todos los gatos... de
modo que nos plantamos aquí. ¡Y esos alienos van a darme la información que
quiero, si no de los esteloides, sí de ese Dominio de gatos del espacio!
-¿Y cómo harás? -había cierto tono de burla en la voz
del antiguo capitán del Azagaya-. No te temen, ni temen a Khardurán. ¿No
lo comprendes? Son fanáticos religiosos, y la muerte les trae sin cuidado.
-¡Su maldito dios! -rugió Alaric-. ¿Dónde creen que
está esa criatura?
-En el templo -replicó Sigmund-. Creen que habita en
un pozo que hay dentro del templo.
-¿Ah, sí? ¿En el templo?
Alaric habló silenciosamente en su laringófono. Y en
el minuto siguiente, sus órdenes fueron cumplidas.
Ignoro que clase de arma fue empleada desde la gran
lanzadera, pero tampoco ésta vez fue un desintegrador. Quizá un láser o un proyector
de energía de algún tipo, seguramente combinado con un repulsor de campo. Pues
el edificio del templo eruptó en un millón de fragmentos y una nube de polvo,
sin que cascote alguno cayera cerca de donde nos hallábamos. La gran estructura
dejó de existir de forma cataclísmica, ocultando el sol con un nubarrón de
partículas terrosas, y todo aquellos restos fueron aventados en dirección
opuesta a donde estábamos, alejándose como una nube de tempestad arrastrada
por un fuerte viento. Llegó así el colosal torbellino al despeñadero que había
al otro extremo de la explanada y cayó por él al abismo con rumor semejante al
de un trueno.
Pensé en las maravillas de aquel edificio aniquilado,
en las columnas grabadas al detalle, generación tras generación, por seres de
mí propia raza, y una inmensa rabia se apoderó de mi hubiera querido saltar a
las gargantas de aquellos simios estúpidos y destructores de Irosén, de aquella
estirpe maldita que infestaba la galaxia y que no parecía saber otra cosa que
asesinar y destruir. Deseé por un instante que los indígenas vampiros de
Gherrod tuvieran poder suficiente para mandarlos a todos al más profundo de los
infiernos. Pero comprendí ahora que sus armas eran demasiado poderosas, que nos
podrían aniquilar a todos allí mismo, aunque la totalidad de los machos
presentes entráramos simultáneamente en ky’rial y nos lanzásemos contra
ellos. Y además estaba la gran flota asesina de las Compañías Francas, la
maldición del espacio, que había arrasado sistemas enteros, exterminando razas
y asolado planetas. Sentí como la desesperación sucedía en mí a la ira.
-¡Díselo! -gritó Alaric-. ¡Pregúntales que dónde está
ahora su dios!
¡Pregúntaselo!
Obedecí, y mí voz me pareció procedente de un ser
ajeno. Pregunté a los chirgui agrupados ante mí dónde estaba su dios, y ellos
no me respondieron. Continuaban irradiando tan sólo indiferencia.
-¿Pero qué les pasa? -me volví entonces hacia Iriath,
la Sacerdotisa Primera del desafiado dios-. ¿Les da igual todo? ¿Les da igual
ver destruido su templo?
-El templo no es nada -replicó ella con dulzura, como
si se dirigiera a un niño-. Tan sólo el dios es importante.
Una exclamación de Alaric llamó mí atención
primeramente hacia él y luego hacia el lugar donde el templo se había alzado.
Quedaban algunos muñones de columnas, algunos cimientos de muros... y en el
centro, puesto al descubierto, el mellado brocal del pozo, el lugar donde yo
mismo había estado, donde Iriath había entrado en trance.
-¡El pozo! -gritó el humano de cabello amarillo-. ¡El
pozo del dios! Avanzó hacia la zona devastada, solo, con el olor de la locura,
de la megalomanía. Penetró entre los escasos restos del edificio, llegó al brocal
y se subió a él.
-¡Alipherath! -me gritó desde allí-. ¡Diles que
desafío a su dios!
¡Diles que su dios no es nada a mí lado!
De nuevo traduje casi inconscientemente, y de nuevo
fui acogido por la indiferencia general.
Recorrió Alaric el borde del pozo y luego, deliberadamente,
como un animal, hizo aguas en el interior.
Respingué ante aquello. Los chirgui, los adoradores
de aquella divinidad oculta, deberían sentirse indignados, enfurecidos. Pero
continuaban sin reaccionar, como si aquellas acciones del simio humano fueran
tan carentes de importancia como un grano de polvo arrastrado por el viento.
-¡Heimdell! -gritó de nuevo Alaric-. ¡Vamos a cerrar
este asqueroso agujero, para que los gatos olviden para siempre a su estúpido
dios! ¡Traed una carga térmica y echádla dentro!
Un grupo de humanos avanzó hasta donde su jefe
estaba, portando un cilindro de metal. Si era lo que yo sospechaba, el
estallido de aquel tubo cerraría efectivamente el pozo con un estallido de
lava.
-¡Alipherath! -aulló de nuevo Alaric-. ¡Que miren!
¡Que miren! ¡Aquí se acaba el dios de los gatos!
Arrojaron la carga al interior del pozo y se
retiraron a toda prisa. Evidentemente el explosivo térmico estaba dotado de una
espoleta de tiempo, y tan sólo cuando los humanos regresaron a nuestro lado
esperé ver el súbito surtidor de fuego que destruiría pasa siempre el pozo del
dios.
Pero nada ocurrió.
El olor de la extrañeza y del temor me llegó fuerte y
claro, procedente de Alaric.
-¿Qué...? -empezó, para callar luego.
Conocí su pensamiento como si lo hubiera expresado en
palabras. Había desafiado a un dios inexistente y ahora... quizá el desafío
comenzara a ser aceptado. La carga no había estallado.
-¡Otra carga! -gritó- ¡Echad otra carga, y revisad
antes la espoleta! Heimdell y el grupo humano avanzaron por segunda vez hacia
el pozo, con un segundo tubo de metal. Alaric no les acompañaba, y supe que de
nuevo se veía atenazado por el miedo. Miedo a que la primera carga estallara
cuando él estuviera junto al pozo. Y miedo a otras cosas en las que empezaba
ahora a pensar.
La segunda carga fue arrojada. Y ningún estallido se
produjo.
-¡Khardurán! -llamó Alaric, alterado- ¡Khardurán! ¿Qué
demonios hay dentro de ese pozo?
El monstruoso reptil se balanceó torpemente sobre el
trípode de sus patas y cola, mientras intentaba sondear las profundidades de la
Tierra con su mente semitelepática.
-¡Hay dentro... hay dentro... algo...! -sentí de
pronto en su olor espantable el equivalente del miedo-. ¡Viene...!
Con un formidable estampido la cabezota del monstruo
reventó, esparciendo restos orgánicos en todas direcciones. El cuerpo gigante
se tambaleó sobre el trípode que lo sostenía y cayó luego hacia un costado,
golpeando sordamente en tierra.
-¡Khardurán! -gritó Alaric en el como del espanto.
Y sucedió. Escuché una nota musical que fue
aumentando en volumen hasta transformarse en ensordecedora. Miré al pozo, Y vi
la aureola que se formó de pronto sobre él... y sentí a mis espaldas el terror
infinito de los chirgui, el pánico de aquellos que hasta el momento se habían
mostrado tan indiferentes a todo. Oí gritos y chillidos discordantes, apenas
sentidos frente al alarido apocalíptico que brotaba del pozo. Y luego...
Vi la columna de fuego que saltó hacia el cielo, y al
verla grité y caí de espaldas. Rodé por tierra y creí estar a dos pasos de la
muerte. No puedo describir lo que sentí entonces, pero supe sin lugar a dudas
que mis ojos habían captado algo más, algo que saltaba desde el pozo al firmamento,
pero que mi mente se negaba a aceptar, dejando en su lugar un espacio en
blanco. La divinidad había estado ante mí, y su misma naturaleza vedaba la
captación.
Me forcé a abrir los ojos, a mirar a mi alrededor. No
pude ver a nadie en pie, todos, chirgui y humanos, se revolcaban por Tierra,
derribados por el sonido y la visión... por aquello que ninguno podía recordar
haber contemplado. Quizá una exposición más prolongada a la imagen
inconcebible hubiera causado nuestra muerte.
-Iriath -balbuceé, y luego grité-. ¡Iriath! ¡Iriath!
Tenía algo que hacer, y dejé que mi mente vacilante
se aferrara a ello. Me levanté de un brinco y corrí por entre los cuerpos que
se retorcían, hacia el de la hembra a la que amaba. La cogí del brazo y la
obligué a ponerse en pie.
-¡El dios! -me dijo-. Una vez más... el dios. Va a
combatir las naves de los humanos... ¡Las va a destruir!
-¡Pero los humanos están aquí, entre nosotros! -la
sacudí fuertemente, intentando hacer que reaccionara-. ¡Tenemos que escapar,
que huir!
No sé si llegó a entenderme, pero lo cierto es que
tiré de ella y me siguió. Quizá su mente estaba aún obnubilada por la visión, y
por ello no opuso resistencia y se dejó llevar. Corrimos juntos hacia los alojamientos,
y hacia las rocas que había tras ellos, donde la montaña volvía a ser salvaje.
Yo sólo sabía que debía ocultarme da Alaric como fuese, y ocultarla también a
ella. Aquello era lo único importante.
Hice que corriera hasta perder el aliento, pero logré
llevarla más allá de los edificios donde habíamos comido y dormido, en terreno
libre, hasta que yo mismo me detuve, jadeando, a cubierto de las vistas de la
explanada por un laberinto de rocas y arbustos.
-¿Qué ha ocurrido? -pregunté entonces de forma
entrecortada.
¿Era el dios?
-Él era -me respondió-. Una vez más ha salido de su
santuario, sólo igual a sí mismo. Va a combatir a los humanos y es ciertamente
invencible. En el espacio...
-¿Es capaz...?
-la sola idea hacía que me atragantara-. ¿Es capaz de destruir toda la
flota de las Compañías? ¿Qué clase de ser es ese?
-Es el dios -dijo ella simplemente.
No dije más, pues realmente no había más que decir.
Durante algún tiempo permanecimos los dos en silencio.
Y ciertamente yo no tenía la menor idea sobre lo que
podría hacer a continuación. Me sentía débil e impotente ante la batalla que se
aproximaba en algún lugar del espacio, más allá del cielo azul que nos cubría.
La flota humana venía a exterminamos, a matar a todos los chirgui del planeta.
Si la victoria era suya, podría darme por muerto. En cuanto al dios, a aquel
ser imposible que había habitado en las profundidades del subsuelo... su
triunfo podía significar para mí algo incluso peor.
-Alaric... el oficial humano del pelo amarillo, está
todavía allí, en la explanada -dije al fin-. Puede tomar venganza contra los
tuyos.
-El dios volverá tras su victoria -replicó Iriath con
voz monocorde-. Volverá y destruirá a los humanos.
Pero yo no quedé contento.
-Voy a ver lo que está sucediendo -decidí-. Espérame.
-Iré contigo.
Era inútil discutir. Me moví cautamente por entre las
peñas, buscando un lugar desde el que pudiera ver lo que pasaba en la
explanada sin ser visto desde allá. Iriath avanzó tras de mí, siguiendo mis
pasos.
Finalmente pudimos ver lo que nos interesaba. Allá
abajo los humanos parecían discutir animadamente. Pude distinguir la figura de
Sigmund, pero Alaric no estaba a la vista. En cuanto a los chirgui, seguían
formando un bloque, excepto los Sacerdotes, que se hallaban algo separados del
resto. No parecía haber hostilidad ninguna entre ambas razas.
-Esperan también -resumí la situación-. Yo diría que
están asustados...
-Debemos ir a reunimos con ellos -dijo Iriath-.
Nuestro puesto está allí, hasta que el dios regrese.
-Ni hablar -repliqué-. Alaric debe estar pensando en
nosotros, y no de forma agradable...
-¡Gato!
Aquella voz era inconfundible, e hizo que mi corazón
se paralizara por un instante. Luego oí el ruido del disparo...
Grité al volverme, en el colmo del terror, llegué
incluso a creer que había sido alcanzado, que iba a morir...
Pero me encontraba ileso. Alaric estaba allí, con su
odiosa sonrisa humana, irradiando triunfo y rabia a la vez, con un proyector
láser en la mano.
Había disparado sobre Iriath.
No puedo recordar cuales fueron mis emociones en
aquel momento. Vi a la hembra a quién quería, tendida en el suelo, con el
dorado pelaje maculado de sangre. Corrí hacia ella, quizá con miedo, quizá con
odio, quizá con simple desesperación. Me postré junto a su cuerpo, buscando
frenéticamente saber si aún conservaba vida, si su corazón palpitaba todavía...
Y Alaric reía. Reía horriblemente, con la alegría del
odio satisfecho, de la venganza lograda. Porque sabía que me había herido mucho
más profundamente que si hubiera dirigido el láser contra mí.
-¡Qué lástima! -chilló-. ¡Que lástima! ¡He acabado
con tu amiga, y tú no has podido hacer nada por evitarlo!
Me volví hacia él y deseé con todas mis fuerzas el ky'rial.
Pero este no llegó, tan sólo una inmensa tristeza...
-Tu suerte se ha terminado, gato -continuó el
humano-. Me has causado muchas dificultades, pero todo ha terminado. Te voy
abrasar, y luego pondré mi nave en el espacio. No tengo ganas de medirme con
ese dios o lo que sea. Aguardaré en órbita hasta ver como van las cosas. Yo soy
de los que siempre ganan, quiero que mueras pensando en eso... Mis ojos estaban
clavados en los suyos, y el olor de su odio se mezclaba con el mío. Pero él
tenía un arma y yo no.
-Este es tu fin, gato -chirrió al fin, alzando la
mano armada.
Pero no llegó a disparar. Vi como su brazo se
acortaba de pronto, de forma inconcebible, como desaparecían en el aire arma,
mano y muñeca. Y oí el zumbido de la energía radiante.
El olor del odio triunfante cedió de pronto, barrido
por la incomprensión y luego por el horror. Alaric quedó mirando su muñón
cauterizado, como si no entendiera lo que le había ocurrido.
Era Sigmund, pude sentir su olor en el mismo momento
en que hablaba.
-Es tu suerte la que se ha terminado, Alaric -dijo-.
La Humanidad ha dejado de sentirse orgullosa de ti.
-Puerco xenófilo -susurró el otro. No debía
sentir aún ningún dolor, pues su aroma era ahora de rabia-. Matas a los humanos
para proteger a tus amigos alienos... debí haberte abrasado cuando podía
hacerlo.
-Tú eres un bicho peor que cualquier alienígena -la
mano de Sigmund se alzó armada con el desintegrador que había empleado Eres un
cerdo cobarde y traidor. Te pude liquidar hace un instante, pero tengo interés
en que sepas que soy yo, precisamente yo, quién acaba contigo.
Noté el destello de miedo infinito que brotó de
Alaric al sentirse ante el fin, el olor miserable de su cobardía. Supe que
habría suplicado, que se hubiera arrastrado por el suelo para pedir clemencia,
para seguir viviendo, aún mutilado. Pero el disparo brotó, y Alaric dejó de
ser, sin que nadie más que yo pudiera enterarse de su última abyección.
Relato detalladamente todo esto, pero en el momento
en que ocurría apenas si me interesé por ello, aún siendo mi vida la que
estaba en juego. Porque aquel humano que acababa de morir había destruido antes
a Iriath, y su muerte no podía deshacer lo hecho. Mi odio no cesó al desaparecer
quién lo encendiera.
Sigmund observó por unos instantes la ruina humeante
que en tiempos fuera su segundo en el mando. Luego sus ojos se posaron en mí, y
no pude descifrar sus emociones, el triunfo no era una de ellas.
-Ha matado a Iriath -dije.
Pero el humano negó.
-Vive todavía. Puede que no llegue a morir.
El corazón brincó en mi pecho cuando volví la
atención al cuerpo de la hembra. Y era verdad, palpitaba, y en su aroma se leía
el dolor. El rayo del láser había atravesado su cuerpo, abrasando todo un
costado. La herida era tremenda, pero ella aún vivía.
-¿Podemos transportarla? -grité más que pregunté-.
¿Podemos llevarla a...?
Me interrumpí, sin saber cómo continuar. El capitán
lo hizo por mí.
-A la Azagaya. Sí, me han ofrecido el mando de
nuevo. Ese bicho ha causado mucho daño antes de desaparecer.
-Alipherath...
Era Iriath quién había hablado. Se había logrado
incorporar y sus ojos eran brillantes al clavarlos en los míos.
Quise hablar, protestar, pero al instante noté algo
que me dejó en silencio. Pues supe que por segunda vez desde que nos
conocíamos, las barreras se habían roto, y que Iriath ya no pertenecía a su
dios. Lo que antes consiguiera el quehacer sagrado, ahora lo había logrado el
choque de la herida. La Sacerdotisa Primera era libre, y el serIo la espantaba,
tal como antes sucediera.
-Podemos ponerla en hibernación -ofreció el capitán-.
La Azagaya saldrá al espacio dentro de unas horas, y cuando la batalla
acabe, la llevaremos a un planeta civilizado donde puedan curarla.
Cuando le traduje las palabras de Sigmund, Iriath
logró reír a la manera de nuestro pueblo, aunque su risa terminara en un
quejido.
-¿La batalla? -musitó-. Es la muerte lo que el humano
me ofrece. El dios aniquilará todas las naves. El dios... si es que se le puede
llamar así.
-¿Qué es? -no pude impedirme preguntar. Sabía que
ahora ella me respondería.
-Ah, su naturaleza -hizo un gesto de dolor-. Procede
de los comienzos del Universo, de los Antiguos...
Recordé entonces las viejas leyendas, las referencias
a los seres fabulosos que se decía dominaron la galaxia en sus comienzos, antes
que el humano o el chirg fueran siquiera una posibilidad de existencia.
-Ellos lo hicieron -siguió Iriath-. Se me ha dicho
que unieron las esencias opuestas de... de macho y hembra, pero nunca pude
entender que había detrás de esa noción. El caso es que lograron un ser de una
potencia inmensa, y el ser quedó después de que sus creadores desaparecieran.
Es el espanto supremo, que quizá los Antiguos hubieran podido dominar, pero
que hoy resulta completamente invencible para las razas que pueblan el
universo. Es quién se alimenta de nosotros, de nuestra sangre y de las fuerzas
de nuestro espíritu, hasta que pasen los siglos y alcance su potencialidad
máxima... y pueda entonces dominar todo el universo... quizá ser todo el
universo.
-¿Qué dice? -gruño el capitán-. Vamos, no hay tiempo
que perder.
Llamaré un bote ligero.
Le comuniqué lo que Iriath me había contado, pero
aquello no pareció hacer mella en su decisión.
-Un monstruo galáctico como otros -bufó con
desprecio-. Sea lo que sea, la flota tiene energía de sobra para acabar con él.
Tengo que tomar parte en la batalla con mi nave.
-Ella está segura de que todos morirán -y yo me
sentía igualmente cierto, tras haberla oído-. Lleva tu nave fuera del sistema,
capitán Sigmund. Quizá no se fije en nosotros... quizá nos deje ir.
-Eso es lo que pretendía hacer esa inmundicia a la
que he matado -replicó el capitán, furioso-. ¡Yo voy a luchar! No hay en la
Galaxia raza ni ser que pueda prevalecer frente a la Humanidad. Pero si llegara
a ser así, y fuéramos destruidos... somos guerreros y como tales morimos.
Hizo una pausa.
-Vamos, decidid -pidió luego.
Me dirigí a Iriath. Sabía que de quedar allí sin
asistencia, perecería irremisiblemente. Pero se negó.
-Se queda -respondí al capitán-. Y yo me quedo con
ella.
Pero antes de que Sigmund pudiera replicar, sentí la
mano de Iriath en mi brazo.
-Llevarme a la explanada... ante lo que queda del
templo -pidió.
-Hay algo que debe ser hecho, algo que sólo yo puedo
hacer.
Transmití sus palabras al capitán, quién asintió,
mientras disponía un comunicador de mano. Instantes después un bote aéreo
descendía lentamente junto a nosotros.
Los humanos se estaban preparando para marcharse, en
tanto que los chirgui les contemplaban con indiferencia y casi con lástima.
Sabían, o creían saber.
-Haz que me lleven junto a mi pueblo, Alipherath
-pidió la Sacerdotisa Primera. Su voz sonaba débil, pero sin ninguna vacilación
Es importante... muy importante.
Ante mi ruego, Sigmund hizo que dos humanos ayudaran
a Iriath a salir del bote. No hizo falta trasladar la muy lejos, pues la masa
de gherrodianos avanzó al verla, dirigiéndose hacia nosotros. Los dos humanos
la depositaron con cuidado en el suelo, y uno de ellos echó mano a su arma al
ver llegar a los chirgui, pero éstos no manifestaron ninguna intención hostil.
Simplemente rodearon a su Sacerdotisa yacente.
Sigmund se abrió paso entre ellos para enfrentarse
conmigo. Su olor era ahora amistoso.
-Volveremos a buscaros tras la batalla -prometió-.
Pero si la suerte nos es adversa... bien...
Extendió la mano a la manera de su raza.
-He aprendido a apreciarte, Alipherath Katrame
-dijo-. Suerte para ti y para los tuyos.
Estreché su mano como él esperaba.
-Suerte para ti, capitán Sigmund del Jaguar
-correspondí.
Dio él media vuelta y penetró en la lanzadera sin
volver la vista atrás. Un instante después la nave despegaba, y tras ella las
demás.
-¿Se han ido? -preguntó débilmente Iriath-. ¿Se han
ido los humanos?
Me acuclillé a su lado.
-Se han ido -asentí-. Regresan a su nave, y muy
pronto despegará ésta hacia las estrellas. Presentarán batalla a tu dios.
-Y serán destruidos -respondió ella-. El capitán es
noble y valeroso. Hubiera podido salvarse de haber esquivado el combate -hablaba
de Sigmund como si ya hubiese muerto-. Creyó... quiso salvarme la vida.
Eché una mirada de desesperanza a mí alrededor.
-¿No podéis hacer nada? -interrogué a los Sacerdotes
y a todos los gherrodianos que se agolpaban en tomo a nosotros-. ¿No hay nadie
que pueda hacer algo?
No se me respondió. El aroma de aquellos chirgui era
de expectación, como si aguardasen algún acontecimiento trascendental.
-Ellos no pueden hacer nada por mí -murmuró Iriath-.
Pero yo sí que puedo hacer algo por ellos...y por ti, Alipherath, a quién he
amado... y por el universo entero.
-¿Por el universo entero?
Un sordo trueno cortó mis palabras. Desde el valle,
desde su punto de aterrizaje junto a la única ciudad del planeta, la Azagaya
se lanzaba al espacio. La vi ascender hacia el cielo azul, hacerse luego
más y más pequeña y perderse al fin de vista.
-Debo permanecer viva -continuó Iriath-. ¡Debo
permanecer viva hasta que la batalla se haya reñido! las flotas humanas
amenazan también al universo... a nuestra raza. Deben ser destruidas,
aniquiladas. Y después de eso...
-¿Después de eso, qué? -pregunté, intranquilo.
No respondió, y por un instante terrible creí que su
vida se había apagado. Pero luego su cabeza se alzó, y logró sonreír.
-Aún tengo parte de la energía que procede del dios
-dijo-. Puedo resistir, y hacer lo que debe ser hecho. Pues el dios... la
criatura de los Primigenios... no debe extenderse fuera de este sistema solar.
Su triunfo no debe impulsarle a invadir el universo...
La voz de Iriath era un susurro, pero comprendí que
ello no se debía a la debilidad. No deseaba que los demás chirgui oyeran sus
palabras; tan sólo hablaba para mí.
En nuestro entorno, los gherrodianos se habían
sentado en el suelo. Aguardaban, y yo aguardé también junto a la hembra a la
que amaba, aún sin saber el objeto de la espera.
Así permanecimos hasta que el sol se puso, y las
primeras estrellas lucieron en el cielo. Alcé la mirada a ellas, sabiendo que
allí iba a librarse la gran batalla. La poderosa y hasta entonces invencible
flota de las Compañías Francas humanas, terror de la galaxia, se enfrentaría a
un ser desconocido, cuya potencia se me había descrito como inimaginable.
-Estoy con él -murmuró de pronto Iriath-. Veo lo que
él percibe.
Su mirada estaba también en el firmamento.
-Las naves humanas convergen hacia él -continuó, como
en trance-. Le han detectado de alguna forma. El combate se inicia...
comienzan a lanzar sus rayos de fuego, sus proyectiles...
Escudriñé el cielo cada vez más oscuro, pero no logré
ver nada extraordinario. Y de pronto Iriath gritó, como si hubiera recobrado
todas sus fuerzas.
-¡Ahora! ¡Ha golpeado, ha golpeado!
Me sobresalte y volví los ojos hacia la hembra. Su
rostro estaba convulso, y pugnaba por incorporarse.
-¡Cientos, cientos de naves han estallado! -gritó de
nuevo-. El poder del dios ha caído sobre ellas. ¡Estallan, estallan! ¡Los
humanos mueren, y sus cenizas son dispersadas en el vacío! ¡Los humanos mueren!
Todo el firmamento está en llamas. ¿No lo ves? ¿No lo ves?
Miré temerosamente al cielo, pero éste continuaba
negro e impasible. Llegué a pensar que la herida había hecho enloquecer a
Iriath... y de pronto me vino la idea de que la luz tardaría en llegar hasta
mis ojos desde aquel remoto campo de batalla cósmico... ¿minutos? ¿horas?
-Las formaciones humanas se han dislocado -continuaba
describiendo Iriath-. Algunos navíos intentan escapar. Otros se lanzan hacia
donde el dios está... y el dios los aniquila. ¡Ah, la flota está deshecha!
Clavé la vista en el espacio, mientras Iriath seguía
hablando de muerte y destrucción. Aguardé, aguardé...
Y de improviso... ¡sí! Algunos remotos puntitos
blancos se encendieron entre las estrellas. Deflagraciones... el primer ataque
de las Compañías Francas contra...
¡El firmamento estalló! Un formidable relámpago de
fuego verde llenó los cielos de un confín al otro. No pude evitar un grito,
mientras la terrible luz me rodeaba, proyectando en tierra mi sombra y las de
los inmóviles gherrodianos. ¡La furia del dios! Comprendí que aquella energía,
si energía podía llamársele, era mayor que todo lo que las razas galácticas
habían conocido nunca... que la batalla no era batalla, sino el aplastamiento
de unos simples insectos por una potencia fuera de toda comprensión, de todo
límite...
¡Y aquello continuaba relampagueando, fulgiendo sin
cesar, a medida que las últimas naves humanas desaparecían! Aparté mi vista del
firmamento y me cubrí los ojos con las manos. Creo que gemí, aunque no me pude
oír a mí mismo.
Finalmente la mano de Iriath atenazó mi brazo.
-Todo ha terminado -me dijo.
Aparté el brazo y abrí los ojos. El cielo era oscuro
de nuevo.
-¿La flota? -pregunté, y ahora mi voz era más débil
que la de Iriath.
-Destruida -replicó-. Aniquilada, reducida a la nada.
Tan sólo unas pocas naves pequeñas... media docena quizá... han logrado
escapar. Él las ha despreciado.
-¿Y la Azagaya? -pregunté-. ¿Y la nave del
capitán Sigmund? ¿Destruida también?
Iriath abrió desmesuradamente los ojos.
-¡No! ¡No! -exclamó-. No llegó a tiempo a la
batalla... no. ¡Pero ahora la veo! ¡Ataca! ¡Ataca!
Me ericé en un incontenible escalofrío. El capitán
Sigmund había presenciado la aniquilación de la flota humana; había sido
testigo del poder invencible del dios. ¡Pero atacaba! ¡Pero se lanzaba hacia la
muerte, bajo la bandera del Jaguar, por el honor de las ya extintas Compañías
Francas!
-¿Puedes salvarle? -me dirigí a Iriath-. ¿Puedes
hacerlo?
Ella meneó la cabeza con ademán negativo.
-Estoy en contacto con el dios, pero sólo como
espectadora y testigo. No puedo influir en... -de pronto gritó de nuevo-. ¡Han
muerto! ¡Han muerto! La nave ha sido borrada del espacio. ¡Todos han muerto!
Somos guerreros y como tales morimos. Eso había dicho
el capitán Sigmund, y ahora lo había llevado a la práctica.
Aguardé en silencio, con los ojos en las estrellas. Y
finalmente un súbito estallido de color esmeralda hirió mi vista. Eso era
Sigmund, mi amigo humano, el que había salvado mi vida, era menos que polvo,
menos que ceniza. Los corredores, los camarotes, el puente de mando, todos los
lugares donde por tanto tiempo había vivido... átomos en el espacio.
Fue la voz de Iriath la que me sacó de mis fúnebres
pensamientos. La hembra había conseguido medio erguirse, apoyando ambas manos
en el suelo, y se dirigía al conjunto de gherrodianos.
-¡La hora ha llegado! -gritó-. ¡La hora ha llegado!
En un solo movimiento, todos se pusieron en pie a
nuestro alrededor.
-¡Corred, corred todos al acantilado! -continuó-. ¡Os
lo ordeno en nombre del dios! ¡Corred hasta el borde del acantilado... y
saltad!
Confieso que por un momento me negué a comprender el
significado de aquellas palabras. Pero ellos no dudaron un momento. Apenas
apagado el último eco de la voz de Iriath, pasaron a la acción. En masa, en
multitud, todos corrieron hacia donde se había alzado el templo. Las hembras
llevaban en brazos a sus hijos, los machos corrían junto a ellas. Corrieron y
se alejaron, perdiéndose en la oscuridad.
-¡No! -grité, espantado-. ¡Iriath! ¿Por qué?
La masa de corredores se había perdido más allá de
las escasas ruinas del templo. Creí ver una mancha negra que se movía, que se
alejaba, que llegaba donde la explanada tenía su fin, donde la montaña estaba
cortada a pico. Luego desapareció, aunque quizá fuera mi imaginación. No se
oyó ningún grito, ningún alarido de muerte.
-Han desaparecido -comentó Iriath en tono tranquilo.
Su olor denotaba una inmensa paz.
-Todo ha terminado para ellos.
-¿Pero por qué? -exclamé de nuevo-. ¡Era tu pueblo,
Iriath!
Sus ojos luminosos, se clavaron en los míos.
-Eran los esclavos del dios, de la criatura de los
tiempos arcaicos -me dijo-. Tarde o temprano serían llamados por los
Intercesores. Yo les he liberado. Él está lejos, en el espacio, y yo estoy
ahora libre de su poder. Les he liberado.
-¿Pero por qué? -pregunté una vez más.
Antes de que ella respondiese, un agudo plañido me
llegó de las alturas. El recuerdo me erizó al instante, pero Iriath notó mi
alarma y me tranquilizó con una leve risa sin alegría.
-Los Intercesores ya no pueden causamos ningún mal
-dijo-. Para ellos también ha llegado el fin.
Un pesado cuerpo cayó cerca de nosotros. Era uno de
aquellos horrendos vampiros voladores, que ahora se retorcía débilmente como
una enorme larva. Su chillido disminuyó y se cortó de pronto, mientras él
quedaba inmóvil. Sentí otros golpes similares contra el suelo, a mayor
distancia.
-¿Qué les ocurre? -pregunté, impresionado.
-Nuestra esencia vital les alimentaba a distancia,
aún antes de que la sangre chirg completara su dieta. Ya no hay más chirguis
que nosotros dos, y no es bastante. Están muriendo.
Empecé a comprender.
-¿Entonces el dios...? -no quise terminar.
-El dios nos dominaba a todos, pero también
necesitaba de nosotros. El pueblo gherrodiano ha desaparecido, y sus efluvios
anímicos han dejado de alimentar a los Intercesores, y éstos al dios. El dios
también desaparecerá... morirá.
Sentí un nuevo escalofrío.
-Era necesario -continuó ella-. En los últimos
tiempos había aumentado sus capacidades; quizá estaba ya a punto de poder dejar
este mundo, de partir al asalto del universo. Y la señal para hacerlo podría
haber sido el ataque de esa flota humana. Pero el disparo de tu enemigo me
arrancó de su poder en un momento en el que él no estaba cercano para poder
aherrojarme de nuevo. Al ser dueña de mí misma, comprendí el horror que todo
ello hubiera significado. Pude actuar a tiempo...
-¿A tiempo?
-Tuve que aguardar a que destruyera la flota humana.
De no hacerlo así, se podría haber apoderado de los tripulantes, aunque puede
que le hubiera costado mucho tiempo y mucho esfuerzo, al no existir Intercesores
que le sirvieran de intermediarios. Pero de todas formas así actuó en un
principio cuando la nave perdida del Dominio llegó al mundo donde vegetaba. De
todos modos era un riesgo que no podía yo correr. Esperé a que destruyera la
flota, a que les matara a todos. Tan sólo pudieron escapar algunas de las naves
menores, de las que iban en el interior de los grandes navíos de guerra
alcanzados sólo de refilón. Y aún éstas saltaron a la nada, y se pusieron así
fuera de su alcance. Ahora ya no tiene seres pensantes en su esfera de
influencia, para crear con ellos los Intercesores que le sirvan de ayuda para
mantenerse vivo y rehacer su poder. Ahora morirá.
Contemplé de nuevo las estrellas, buscando en vano
rastros de aquel ser inimaginable que perecía entre ellas. Pensé en el Dominio,
en la Tierra y en el resto de la galaxia.
-¿Puede regresar? -pregunté-. ¿Debemos... debemos
nosotros morir también para que no se apodere de nuestros cuerpos?
Ella negó con cansancio. Su rostro irradiaba una paz
casi sobrenatural.
-No es necesario. Nada puede hacer con tan sólo dos
seres pensantes. Los Intercesores están muriendo a causa de esa limitación.
Quizás él regrese, quizá pueda volver para perecer en el mundo en que fue
creado hace cientos de millones de años. No lo sé.
Puse la mirada en Iriath, y de súbito el amor a ella
me azotó. Tomé su cabeza y la acuné contra mi cuerpo, olvidándome de dioses y
de humanos.
-Quedaremos solos en el planeta, Iriath -dije-. Debes
vivir, debes utilizar tus poderes o los del dios... debes utilizarlos para
curarte, Iriath, para vivir junto a mí. Quizás algún día el planeta sea
visitado por una nave, y podamos volver al Dominio, vivir allí entre los
nuestros...
Pero ella rió quedamente.
-Yo no regresaré jamás al Dominio, Alipherath -murmuró-.
Nunca volveré a ver las blancas torres de Naolán, los palacios y las columnatas
de nuestra capital, las escalinatas de mármol y los jardines verdes en la
primavera. Jamás regresaré al Dominio...
Algo helado me rozó la espalda.
-Pero... pero tú... -jadeé.
-Soy Iriath, La Que Permanece -y un fugaz
orgullo vibró en su voz-. Las generaciones transcurrieron, y yo las contemplé
nacer, crecer, y entregarse a los Intercesores, para mayor gloria y poder del
dios que me había elegido como Sacerdotisa Primera. Pero yo no morí, ni fui
vaciada de sangre, pues él me hizo su representante y prolongó mi vida...
-Tengo más de mil años, Alipherath.
Boqueé, mientras trataba de asimilar lo
incomprensible.
-Nada puede salvarme ni curarme -continuó ella-. Al
destruir al dios me he destruido a mí misma. El poder que me mantenía con vida
está desapareciendo, y los siglos me llaman... ¡Ah, Alipherath, cómo me alegra
haber conocido el amor contigo, después de tantos años y de tantos recuerdos!
-¡Ya mí también me alegra, Iriath! -mi voz brotó como
por sí sola-. Has sido el gran amor de mi vida, el único...
-Las leyes del universo han debido romperse y
recomponerse para que pudiéramos conocer estos pocos días de felicidad,
Alipherath -susurró ella en mi oído-. Y valía la pena... valía la pena...
Oprimí su mano y quise abrazarla, pero ella no me
dejó.
-Vuelve a cara y déjame, Alipherath -rogó u ordenó-.
El proceso comienza, y es poco agradable de contemplar. Los siglos me reclaman,
Alipherath... ¡Ah! Vuelve la cara y no me mires, es mi último ruego...
Pienso... pienso en ti... en ti...
Solté su mano y aparté el rostro, pues tal era el
último deseo de aquella a quién amaba. Hubo un silencio y luego algo así como
un leve suspiro. Después nada más.
Aguardé un instante antes de arriesgarme a mirar.
Pero no quedaba sino un montón de polvo casi impalpable y un vestido vacío...
Iriath se había ido para siempre.
No hice nada, ni grité ni lloré. Simplemente
permanecí quieto, único superviviente sobre el planeta, contemplando el vestido
y el polvo, sin ningún pensamiento en mi mente, como una planta, como un objeto
inanimado.
Ignoro cuantas horas transcurrieron mientras yo
estaba ajeno a todo, con el espíritu vacío. Luego, mucho más tarde, algunas
briznas de pensamiento acudieron a mi mente, y me trajeron aquello que quería
rechazar, la idea de lo que había perdido.
Y algo más.
Un leve sentimiento de ya no estaba solo, de que
alguien o algo me contemplaba. Una presencia que al instante reconocí como
inmensa y fuera de toda descripción. Una presencia que sólo podía corresponder
a...
AAAL III PHEEERAAATH KAAATRAAAMEEE...
Lo oí, ignorando si con la mente o con los oídos.
Supe quién estaba ante mí, quién había regresado de las estrellas, vencedor y
vencido, quién había vuelto al planeta para perecer allí.
AAAAL III PHEEERAAATH KAAATRAAAMEEE...
Me puse lentamente en pie para dar cara a la
divinidad agonizante. Sólo pude percibir una ligera fosforescencia que parecía
incluir toda la explanada donde el templo había estado, y alzarse desde allí
para perderse en el cielo nocturno. El dios estaba allí, me conocía y me
llamaba por mi nombre.
-Han muerto -dije-. Todos han muerto. En este mundo
nadie queda ya con vida sino yo ¿Quieres también mi vida? No me importa nada
que me la quites ahora.
AAAL III PHEEERAAATH...
AAALIIIPHEERAAATH KAAATRAAAMEEE... AAALIII PHEEERAATH...
-Tu Sacerdotisa Primera ha muerto -continué
hablando-. La mantuviste con vida durante siglos, pero ahora se ha ido. Y tú
también deberás desaparecer.
IIIRIIIAAATH...
Y aquel nombre, pronunciado o emitido por un ser
inimaginable, me golpeó como una maza de fuego. Olvidé todo cuanto me había ocurrido,
olvidé con quién me enfrentaba y, saltando en pie, lancé el alarido fúnebre de
mi raza, despertando los ecos de las oscuras montañas. Luego, como un grito de
combate, inicié el ritual, cara al planeta desierto, a las estrellas y a la
divinidad.
-¡Era carne de mi carne!
Y pienso que la entidad divina penetró en mi mente y
en mi espíritu Y se hermanó conmigo en tanto le llegaba el momento de la desaparición.
Puesto que la respuesta me llegó terrible e inmensa, como si todo el planeta o
todo el universo la recitara.
SUUU CAAARNEEE SEEE HAAA UUUNIIIDO AAA LAAA
EEESEEENCIIIA.
-¡Era sangre de mi sangre!
SUUU SAAANGREEE SEEE HAAA UUUNIIIDO AAA LAAA
EEESEEENCIIIAAA.
Y así hasta finalizar el ritual. Recuerdo que
entonces no me extrañó en absoluto que la magnífica Iriath fuese honrada en su
muerte por un dios, por una divinidad a la que había servido y la cual, a su
vez, la había llevado casi a la inmortalidad.
Y cuando todo terminó, y las brumas del dolor
retrocedieron algo en mi mente, me hallé enfrentado a la fosforescencia, a un
fulgor que palpitaba, cada vez más débil.
Quise hablar, decir algo a la entidad, pero no pude
ni siquiera imaginar bajo que nombre debía dirigirme a ella. Entonces, por
última vez, el dios pronunció el mío.
AAAL III PHERAAATH... AAAL IIIPHERATH KAAATRAAAMEEE...
Y el fulgor se apagó, dejándome de nuevo solo en un
mundo olvidado, único y solitario, tras la muerte de hombres, chirgui y
dioses, en pie, junto a las ruinas de un templo y bajo el brillo de las
estrellas.
Capítulo XVII
Del final
Poco más queda por decir, ya que lo más importante ya
fue relatado. En el siguiente día, estando yo resignado a vivir el resto de mi
existencia en aquel mundo olvidado, fui sorprendido por la llegada de una nave
lahri. Aquellos insectos habían detectado y seguido hábilmente a la gran flota
humana, pero el último salto hiperespacial de ésta les había sorprendido,
hallando el planeta más por casualidad que por otra razón. Detectaron la ciudad
y la encontraron desierta. Luego vieron los edificios que se mantenían
intactos en la explanada del destruido templo. Y me encontraron a mí.
Por ello puedo verme ahora en Naolán, escribiendo las
últimas palabras de mi relato, que es fundamentalmente de advertencia, pese a
haber comunicado al lector noticias de mis aventuras y de mi nunca olvidado
amor, hallado a través de los siglos y perdido a consecuencia de la revancha de
éstos.
Pues sabed que entre las estrellas existió un
terrible vestigio de los tiempos arcaicos, de los Precursores, que precedieron
en el universo a las razas que hoy lo pueblan. Y que quizás en algún otro lugar
de la galaxia anida otro dios u otro monstruo contra quién todo nuestro poderío
militar puede resultar inútil, tal como lo fue el de las Compañías Francas
ante el que yo conocí, y que tan sólo desapareció por el sacrificio de una
hembra y la muerte de una raza semejante a la nuestra.
Y existe igualmente otra amenaza, ésta aún viviente.
Los terrestres, irmen o humanos, poderosos y feroces, lanzados desde ha mucho a
la conquista de las estrellas. Las Compañías Francas desaparecieron, barridas
del cosmos por una potencia superior, pero quizá algún día resurjan de nuevo
bajo el impulso del genio agresivo de los hijos de Irosén, y debemos estar
preparados contra tal eventualidad.
Sin embargo yo sé que existen terrestres con los que
un chirg puede establecer lazos de amistad, y que pueden cooperar con nosotros
y con el resto de los pueblos del universo. Me pregunto si la mayoría de los
habitantes de Tierra de Sol pertenecen a la clase de los carniceros o a la de
los seres civilizados. Pienso en Palmiro, en Miriam, en Yonekawa el japonés...
Creo que me agradaría visitar Tierra de Sol en algún
momento del futuro, conocer a sus habitantes e intentar lograr su amistad para
los de mi raza.
Epílogo
El Manuscrito Katrame acaba así, algo bruscamente.
Quizás el autor escribiera luego alguna continuación, pero ésta no ha sido
hallada por nosotros. De todas formas el documento permaneció en los archivos
secretos del Dominante, y nunca fue dado a publicidad.
Sobre su veracidad o fantasía únicamente es posible hacer conjeturas. Sus datos acerca
de las Compañías Francas y el planeta Thalestris son completamente exactos, y
cualquier estudioso puede comprobar la veracidad de dichos capítulos.
Lo que viene después es lo que despierta la
incredulidad, y también, desde luego, la inquietud. Pocos son los historiadores
y arqueólogos que hoy en día toman en serio la teoría de los Grandes Antiguos,
o de los Precursores, como eran conocidos entre los chirgui. La existencia del
presunto dios habitante de un planeta perdido tiene muchas concomitancias con
obras terroríficas de ficción comunes a muchas culturas, por lo que es difícil
tomarla por real. Otro tanto ocurre con la noción romántica de la sacerdotisa
misteriosa y virginal que mantiene un romance con el protagonista aventurero en
el marco de una civilización perdida.
La teoría generalizada es que Alipherath Katrame se
dejó llevar por la imaginación en esta segunda parte de su relato, pretendiendo
quizá hacer méritos ante su soberano.
Y sin embargo nadie puede negar el hecho de que algo
destruyó efectivamente a las Compañías Francas en su momento de máximo
poderío. Existen documentos fidedignos de la gran expedición hacia el norte
galáctico a que se refiere el autor, y en la que tomaron parte todas las naves
de las Compañías, bien que se ignoren su objetivo y causa.
Sobre lo ocurrido en la dicha expedición, únicamente
la Saga de Utmer parece referirse a ello, si bien de forma confusa y
fragmentaria. Este documento fue compuesto en un planeta de exilio por una
comunidad que se decía superviviente de las Compañías Francas, y aunque su
estilo y forma es similar a las Sagas correspondientes a los tiempos de
esplendor de las Compañías, falta en ella el elemento heroico y prepotente de
las mismas.
«y relataré como se unieron todas las Compañías Francas, para llevar de
nuevo sus estandartes contra los enemigos de la Humanidad.
»Bajo el fuerte Genseric llegaron
las naves, invencibles hasta entonces, de las Cien Compañías, unidas en nunca
vista flota.
»Acercáronse a donde nunca antes
nadie lo osara, al mundo que es Fuente de Todo Mal, en lo más profundo del
espacio.
»¡Ay de ellos! ¡Ay de las Compañías
Francas que eran puño de la Humanidad! Pues alzaron la espada contra la Fuente
de Todo Mal, y la espada fue quebrantada, y dispersos sus fragmentos por el
cosmos.
»EI Gran Desastre destruyó las naves
y abatió los estandartes. El Gran Desastre exterminó a los humanos, a los
humanos valientes y orgullosos ante quienes el universo entero temblaba, y las
razas alienígenas humillaban la cerviz. Pero fueron muertos y dispersados, ya
que alzaron la espada contra la Fuente de Todo Mal.
»De las multitudes de guerreros sólo
muy pocos fueron los que conservaron la vida, bajo los capitanes Giscard, y
Broz y Utmer, pues el Gran Desastre tan sólo de soslayo golpeó sus naves, y
algunos pudieron así escapar en botes y lanzaderas. Pero huyeron y se alejaron
de los mundos humanos, por temor a llevar a ellos la semilla del Gran Desastre.
»Perdido para siempre su poder
bélico, escaparon hacia mundos inexplorados, y en ellos se establecieron en
unión de algunas mujeres que con ellos viajaban.
»Pero jamás el temor a la Fuente de
Todo Mal desapareció de sus mentes, ni de las de las generaciones que les
sucedieron. Ni desaparecerá en tanto que alguno de sus descendientes siga
alentando entre los mundos del espacio».
Efectivamente existen demasiadas coincidencias entre
esta Saga y el Manuscrito Katrame, cuyo autor desde luego nunca pudo conocerla.
¿Fue efectivamente Alipherath Katrame testigo de lo que la Saga llama el Gran
Desastre, denominación que precisamente da título a uno de los capítulos de su
propio relato? ¿Se debió la tal catástrofe a una guerra civil entre las
Compañías, como es generalmente admitido? ¿O tuvo causas más inquietantes? De
todas formas, si se creyera en la veracidad del Manuscrito, también habría que
dar como desaparecida a la amenaza que describe.
Para terminar diré que Alipherath Katrame, figura de
cuya realidad histórica no cabe ninguna duda, recuperó a su regreso a Naolán
todas las prebendas de que había sido despojado, tomó posesión del cargo de
Consejero Asesor del Dominante, y vivió hasta edad avanzada.
Jamás pudo cumplir su deseo de visitar Tierra de Sol.
Pahlevi Gontrán. Académico Imperial, Urbis, Vieja
Tierra.
FIN
[1] El sentido de esta frase resulta un tanto oscuro para los poco familiarizados con la psicología chirg. Esta raza felina humanoide considera sagrado todo lo relacionado con la función reproductora, como creadora de la vida, y se muestra extraordinariamente pudorosa al referirse al tema. Zaruldar da a entender con su frase que su rival había tenido relaciones sexuales con Dama Varkhiss sin estar ella en estado de celo, lo que para los chirgui constituye una aberración terriblemente degradante. (P.G.)
[2] La indiferencia súbita del autor del relato hacia la muerte de su hermano, después de las anteriores explosiones de dolor podría chocar a los desconocedores de la psicología chirg. Entre los seres de dicha raza, el rito mencionado purga en cierto modo el dolor y la ira causada por la pérdida. Por otra parte se observa que el autor no culpa a Maungyar de la muerte de su hermano, al haber actuado aquél como Dominante, es decir como potencia impersonal regidora del Estado, y no como individuo particular (P.G.)
[3]
A beneficio del lector humano,
el traductor emplea una denominación familiar para estos navíos. La traducción
literal del término chirg empleado por el autor sería "Dardos de
Guerra" (P.G.)
[4] Sigue a ésto un largo relato acerca de la rutina de vuelo de la flota, con incesantes reiteraciones sobre las actividades a bordo y el estado de ánimo del autor. En las primeras traducciones del Manuscrito se ha omitido esta parte, y no parece haber razón para incluirla en la presente (P.G.)
[5] La palabra nirr, denominación de los famosos "torpedos fantasma" chirg, corresponde originariamente a una pequeña serpiente muy venenosa de Saiph III. Conceptualmente, las dichas armas podrían denominarse en nuestro idioma "víboras". (P.G.)
[6] Evidentemente el autor se refiere aquí, y en toda la obra, a los vocablos ánglicos earthmen (terrestres) y Earth of Sun (Tierra de Sol), bastante usados en la época dentro de la lengua franca del espacio (P.G.)
[7] Desde luego se trata de una transposición artificialmente rimada por el traductor, de un proverbio chirg. Su equivalencia sería el español "Quien roba a un ladrón tiene cien años de perdón"(P.G.)
[8] Se trata de una nueva manifestación de la psicología chirg, el trance depresivo que puede asaltar a un miembro de tal raza cuando se encuentra aislado de toda otra presencia y sometido a cualquier emoción intensa. En xenomedicina se lo conoce hoy con el nombre de Síndrome de Luhar (P.G.)
[9]
Este pintoresco diálogo entre
pillos viene escrito integralmente en el Manuscrito Katrame, no obstante
contener algunas expresiones que debieron ser extrañas al autor. Conviene
recordar que la memoria de un chirg es muy superior al de un humano, y el
primero es capaz de recordar textualmente palabras oídas con mucha anterioridad
(P. G.)
[10]
Alipherath Katrame dice aquí
"legión perdida" en lengua humana, y no "colonia perdida"
como hubiera podido esperarse. Puede que la noción le llegara de alguna
anterior conversación con Alboino (P.G.)
[11]
Alipherath Katrame emplea un
término chirg intraducible, que aquí se transcribe como
"curiosidad". Se trata de un sentimiento propio de su raza, que en
determinadas ocasiones impredecibles se apodera, sin niguna causa ni explicación
lógica, de sus miembros, impulsándoles a realizar acciones que podrían
calificarse de temerarias sólo por adquirir determinado conocimiento o solucionar
un enigma (P.G.)
[12] Alipherath Katrame se refiere con ello a la idea de que los restos residuales de la descarga glandular que representa el ky'rial pudiera en determinadas condiciones provocar el celo en una hembra. Entre los chirgui el celo femenino no es periódico, sino que pude ocurrir en cualquier momento, de forma espontanea o influido por factores externos variables y no específicos. Si el lector desea mayor información sobre el tema, puede hallarla en la obra La Actividad Glandular entre los Chirgui de Saiph, de Cannon y Muss, donde dichos fenómenos se estudian en forma exhaustiva (P.G.)