E DE ESFUERZO
Thomas L.
Sherred
Un coche
oficial recogió al capitán en el aeropuerto. Era grande y veloz. Tenso y
erguido, el general se encontraba en un compartimiento estrecho y silencioso.
El mayor esperaba al pie de los relucientes escalones, que brillaban helados
en el aire nocturno. Los neumáticos chirriaron al detenerse el coche, y el
capitán y el mayor subieron corriendo los escalones. No hubo palabras de
saludo. El general se levantó rápidamente, con la mano extendida. El capitán
abrió un maletín y tendió un grueso fajo de papeles. El general los hojeó
ansiosamente y escupió una frase al mayor. Este desapareció y su ronca voz
resonó cortante en el pasillo. El hombre con gafas entró y el general le
tendió los papeles. Con dedos temblorosos, el hombre con gafas los examinó. A
una seña del general, el capitán se marchó, con una sonrisa orgullosa en su
joven rostro cansado. El general tamborileó los dedos en la brillante
superficie negra de la mesa. El hombre con gafas apartó los mapas arrugados y
empezó a leer en voz alta.
Querido Joe:
Empecé esto
sólo para matar el tiempo, porque me cansé de mirar por la ventana. Pero
cuando llegaba casi al final empecé a coger el hilo de lo que ocurre. Eres la
única persona que conozco que puede ayudarme, y cuando termines esta historia
sabrás por qué debes hacerlo.
No sé quien te
entregará esto. Quienquiera que sea, no querrá que le identifiques más tarde.
Recuerda eso, Joe, y por favor, ¡apresúrate!
Ed.
Todo empezó
porque soy un vago. Cuando me despegué de las sábanas y salí del hotel, todos
los asientos del autobús estaban completos. Guardé mi maleta en el depósito de
la estación y me fui a matar la hora que tenía hasta que saliera el próximo
autobús. Ya sabes cómo es la terminal de autobuses: justo enfrente del
Book-Cadillac y el Statler, en Washington Boulevard cerca de Michigan Avenue.
Como Main Street en Los Ángeles, o tal vez la sesenta y tres en su actual
estado de deterioro en Chicago, adonde me dirigía. Películas baratas, tiendas
de empeños y bares a montones, un billar o dos, restaurantes con filetes de
hamburguesa, pan, mantequilla y café por cuarenta centavos. Antes de la
guerra, un cuarto.
Me gustan las
tiendas de empeños. Me gustan las cámaras, me gustan las herramientas, me
gusta mirar en escaparates repletos de todo tipo de cosas, desde maquinillas
eléctricas a juegos de llaves o platos caros. Así, con una hora por delante,
crucé Michigan hasta la calle Seis y me fui a dar una vuelta por el otro lado.
Hay un montón de chinos y mexicanos en esa parte de la ciudad, los chinos
dirigiendo los restaurantes y los mexicanos comiendo en Southern Home Cooking.
Entre la Cuarta y la Quinta me detuve a contemplar lo que pasaba por ser un
cine. Ventanas pintadas de negro, carteles hechos a mano anunciando en
español: «Estreno en Detroit... Un reparto de miles... Sólo esta semana... Diez
centavos». Las pocas fotografías brillantes de 8 x 10 pegadas en las ventanas
eran pobres ampliaciones, manchadas y arrugadas; imágenes de gente a caballo y
lo que parecía ser una buena batalla. Todo por diez centavos. Justo lo que me
apetecía.
Tal vez sea una
suerte que la historia fuera mi fuerte en el colegio. Debe de haber sido la
suerte, y desde luego no la inteligencia, lo que me hizo pagar diez centavos
por una silla plegable sólidamente asentada (aunque los únicos otros clientes
eran media docena de Hijos de la Orden de la Tortilla) en un molde de dos
capas de ajo. Me senté cerca de la puerta. Un par de bombillas de cien vatios
que colgaban desnudas del techo me proporcionaron luz suficiente para mirar
alrededor. Delante de mí, en la parte trasera del almacén, estaba la pantalla,
que parecía una plancha de madera prensada pintada de blanco, y cuando tras
mirar por encima del hombro vi el proyector de dieciséis milímetros, empecé a
pensar que incluso diez centavos no eran ninguna bicoca. Con todo, me quedaban
cuarenta minutos de espera.
Todo el mundo
fumaba. Encendí un cigarrillo y el desanimado mexicano que había tomado mi
dinero cerró la puerta y apagó las luces después de dirigirme una mirada larga
e interrogativa. Había pagado mi entrada, así que le devolví la mirada. En
cuestión de un minuto el viejo proyector empezó a martillar. Nada de títulos de
crédito, ningún nombre de productor, ni de director, sólo un parpadeo
experimental antes de un primer plano de un tipo con bigotes anunciado como
Cortés. Luego un indio pintado y con plumas con el título de Guatemotzin,
sucesor de Moctezuma; una vista aérea de una hermosa reproducción de Ciudad de
México, 1521. Planos de la boca de viejos cañones abriendo fuego,
retrocediendo, grandes murallas escupiendo lascas de piedra bajo el fuego
directo, indios flacos muriendo violentamente con las sacudidas de costumbre,
humo, y bruma y sangre. La fotografía me sorprendió. No tenía los arañazos y
cortes que caracterizan una copia vieja, nada borroso, nada de la normal
complacencia de la cámara ante el guapo héroe. No había ningún guapo héroe.
¿Has visto alguna vez una de esas películas francesas, o una película rusa, y advertido
la sensación de realidad y profundidad que se consigue trabajando con un
presupuesto pequeño que no puede permitir actores famosos? Esto era igual de
bueno, o mejor.
Hasta que la
película no terminó con una panorámica de la desolación del terreno no empecé
a sumar dos y dos. Con un presupuesto bajo no se puede tener un reparto de mil
extras, o decorados lo suficientemente grandes como para llenar Central Park.
La imitación de una muralla de cien metros cuesta lo suficiente como para
irritar a los censores de cuentas, y había muralla de sobra. Aquello no
encajaba con el mal montaje y la carencia de banda sonora, no a menos que la
película hubiera sido rodada en los días del cine mudo. Y sabía que no era así
por los tonos de color conseguidos. Parecía una película bien ensayada y mal
planificada.
Los mexicanos
se marchaban y los seguí hacia el lugar donde el de aspecto desanimado
rebobinaba la cinta. Le pregunté dónde había conseguido la copia.
—No he oído
hablar de ninguna película épica a los agentes de publicidad últimamente, y
parece una copia bastante reciente.
Él admitió que
era reciente, y añadió que la había hecho él mismo. Yo no dije nada por
amabilidad, y vi que él notaba que no le creía. Se enderezó junto al proyector.
—No me cree, ¿verdad?
Le dije que sí
le creía, y que tenía que tomar un autobús.
—¿Le importaría
decirme exactamente por qué?
Dije que el
autobús...
—En serio.
Agradecería que me dijera qué tiene de malo.
—No tiene nada
de malo —le dije. Él esperó a que continuara—. Bueno, para empezar, ese tipo de
películas no se hacen para el mercado de dieciséis milímetros. Tiene una
reducción de un master de treinta y cinco milímetros. —Le di algunas de las
razones que separan las películas caseras de las de Hollywood.
Cuando terminé,
él continuó fumando en silencio durante un minuto.
—Ya veo. —Sacó
la cinta del rebobinador y cerró la caja—. Tengo cerveza ahí atrás.
Reconocí que me
apetecía, pero el autobús... bueno, sólo una. De la parte trasera de la
pantalla sacó vasos de papel y una botella de Jumbo. Con un lastimero «Negocio
suspendido», cerró la puerta y abrió la botella con un abrelatas atornillado a
la pared. El local había sido antes una tienda de alimentación o un
restaurante. Había un montón de sillas. Cogimos dos y nos sentamos. La cerveza
estaba caliente.
—Sabe usted
algo sobre este asunto —dijo él, tanteándome.
Lo tomé como
una pregunta y me eché a reír.
—No mucho.
Salud —y bebimos— Conducía un camión para la Film Exchange.
A él le hizo
gracia aquello.
—¿Forastero en
la ciudad?
—Sí y no.
Básicamente, sí. Un problema de asma me hizo dejar la ciudad y mis parientes
me hicieron regresar. Ya se acabó; el funeral de mi padre fue la semana pasada.
—Él dijo que era una lástima, y yo dije que no—. También tenía asma. —Aquello fue
una broma, y volvió a llenar los vasos.
Hablamos un
rato sobre el clima de Detroit.
—¿No le vi por
aquí anoche? —preguntó por fin, especulativamente—. A eso de las ocho. —Se
levantó y fue por más cerveza.
Le llamé.
—Ninguna
cerveza más para mí. —Me trajo una botella de todas formas, y miré mi reloj—.
Bueno, sólo una.
—¿Fue usted?
—¿Fui yo qué?
—tendí mi vaso de papel.
—¿No estuvo por
aquí...?
Me sequé la
espuma del bigote.
—¿Anoche? No,
pero ojalá hubiera estado. Habría tomado mi autobús. No, anoche a las ocho
estaba en el Motor Bar. Y estuve allí hasta medianoche.
Él se mordió el
labio, pensativo.
—El Motor Bar.
¿Calle abajo? —asentí— El Motor Bar. Hm-m-m —le miré—. ¿Le gustaría...? Claro
que sí.
Antes de que
pudiera adivinar de qué estaba hablando, fue a la parte trasera y sacó una gran
radiogramola y otra botella de Jumbo. Alcé la botella a la luz. Todavía medio
llena. Miré mi reloj. Acercó la radio a la pared y levantó la tapa para
manipular los botones.
—Extienda la
mano hacia atrás, ¿quiere? El interruptor está en la pared.
Podía
alcanzarlo sin tener que levantarme, y lo hice. Las luces se apagaron. Yo no lo
esperaba, y me quedé con el brazo extendido. Entonces las luces volvieron a
encenderse y me volví, aliviado. Pero las luces no estaban encendidas. ¡Estaba
mirando la calle!
Bien, todo eso
sucedió mientras bebía cerveza y trataba de conservar el equilibrio en una
silla coja... la calle se movió, yo no lo hice, y era de día y de noche y me
encontré delante del Book-Cadillac y entré en el Motor-Bar y me vi pedir una
cerveza y supe que estaba completamente despierto y que no soñaba. Poseído de
pánico di un salto, y derribé sillas y cerveza mientras me rompía las uñas al
palpar frenéticamente en busca del interruptor. Cuando lo encontré (y mientras
tanto seguí viéndome llamar al camarero dando golpes en la barra) estaba a
punto de sufrir un colapso. Era como si tuviera una pesadilla. Por fin,
encontré el interruptor.
El mexicano me
miraba con la expresión más extraña que jamás he visto, como si hubiera
emplazado una trampa para ratones y hubiera capturado una rana. ¿Yo? Supongo
que tendría cara de haber visto al diablo en persona. Tal vez así era. La
cerveza cubría todo el suelo y apenas conseguí llegar a la silla más cercana.
—¿Qué...?
—conseguí farfullar—. ¿Qué fue eso?
La tapa de la
radio bajó.
—Yo también
sentí lo mismo la primera vez. Lo había olvidado.
Mis dedos
temblaban demasiado para coger un cigarrillo, y rasgué la parte superior del
paquete.
—He preguntado
qué era eso.
Se sentó.
—Era usted, en
el Motor Bar., a las ocho de anoche.
Yo debía de
estar blanco, porque me dio otro vaso de papel. Automáticamente, lo tendí para
que volviera a llenarlo.
—Mire...
—empecé a decir.
—Supongo que es
un choque. Había olvidado lo que sentí la primera vez que... ya no me importa. Mañana iré a Phillips Radio.
Aquello no
tenía sentido para mí. Se lo dije. Continuó.
—Estoy
arruinado. Sin blanca. No me importa. Me venderé por dinero y viviré de los
royalties.
Expuso su
historia, lentamente al principio, luego más rápidamente hasta que se puso a
caminar de un lado a otro. Supongo que estaba cansado de no tener nadie con
quien hablar.
Su nombre era
Miguel José Zapata Laviada. Le dije el mío; Lefko. Ed Lefko. Era hijo de unos
recolectores de caña de azúcar que habían emigrado de México en los años
veinte. Fueron lo bastante sensatos como para no discutir cuando su hijo mayor
dejó los duros campos de Michigan para aprovechar la oportunidad ofrecida por
una beca NYA. Cuando la beca se acabó, trabajó en garajes, condujo camiones,
hizo de dependiente y vendió cepillos de puerta en puerta para subsistir y
aprender. El Ejército interrumpió su educación con el primer reclutamiento
para convertirlo en técnico de radar; el Ejército le licenció con honores y una
idea tan nebulosa como una corazonada. Había muchos trabajos entonces, y no fue
muy difícil terminar con dinero suficiente para alquilar un remolque y llenarlo
con equipo de radar y radio sobrante del ejército. Un año antes había
terminado lo que comenzó, y lo hizo subalimentado, con falta de peso y exceso
de excitación. Pero con éxito, porque lo había conseguido.
Lo instaló en
un aparato de radio, para poder manejarlo con facilidad y también para
camuflarlo. Por razones comprensibles, no se atrevió a patentarlo. Lo examiné
con mucho cuidado. En el lugar de los controles de la radiogramola había
muchos mandos de regulación. Uno grandote estaba numerado del 1 al 24, un par
de ellos del 1 al 60, y había una docena aproximadamente numerados del 1 al 25,
más dos o tres sin ningún número. Parecía una de esas radios modernas o
comprobadores de motores que se encuentran en las superestaciones de servicio.
Eso era todo, excepto que en lugar del chasis de la radio y el altavoz había
una plancha de madera ocultando lo que había instalado. Un subterfugio
perfectamente inocente para...
Las
ensoñaciones son magníficas. Supongo que todos hemos tenido nuestra ración de
riqueza mental, o fama, o viajes, o fantasía. Pero estar sentado en una silla y
beber cerveza caliente y advertir que el sueño de siglos no es ya un sueño,
sentirse como un dios, saber que sólo girando unos cuantos mandos puedes ver y
contemplar cualquier cosa, a quien sea, donde sea, todo aquello que haya
sucedido... aún me molesta de vez en cuando.
Sé que opera en
alta frecuencia. Y hay mucho mercurio y cobre, y cables y metales baratos y
fáciles de encontrar, pero qué va en qué parte, o cómo, y sobre todo, por qué,
está fuera de mi conocimiento. La luz tiene masa y energía, y esa ni asa
siempre pierde parte de sí misma y puede ser convertida en electricidad, o en
algo. El propio Mike Laviada dice que lo que ideó y desarrolló no era nada
nuevo, que mucho antes de la guerra había sido observado muchas veces por
hombres como Compton, Michelson y Pfeiffer, quienes lo descartaron por
considerarlo un efecto de laboratorio inútil. Y, por supuesto, eso fue antes de
que la investigación nuclear cobrara importancia sobre todas las demás cosas.
Cuando el
primer choque remitió (y Mike tuvo que hacerme otra demostración), debí de
resultar todo un espectáculo. Mike dice que no podía sentarme. Saltaba y
caminaba de un lado a otro derribando sillas de mi camino o tropezando con
ellas, mientras murmuraba palabras y frases inconexas con más rapidez de lo
que mi lengua podía pronunciar. Por fin, me di cuenta de que se estaba riendo
de mí. No comprendí dónde estaba la gracia, y le insulté. Empezó a enfadarse.
—Sé lo que
tengo —replicó—. No soy el idiota más grande del mundo, como parece pensar.
Tenga, vea esto —y se acercó a la radio—. Apague la luz.
Lo hice, y
volví a verme en el Motor Bar otra vez, ahora mucho más feliz.
—Vea esto.
El bar
desapareció. Vi la calle, dos manzanas hacia el ayuntamiento. Los peldaños
hacia el salón de plenos. No había nadie. El consejo estaba en sesión, luego
se fueron. No era una película, ni una proyección de una linterna mágica, sino
un trozo de vida de un metro cuadrado. Si nos acercábamos, el campo de visión
se estrechaba. Si nos alejábamos, el fondo quedaba tan enfocado como el primer
plano. Las imágenes, si se las puede llamar así, eran tan reales y llenas de
vida como si nos asomáramos a la puerta abierta de una habitación. Eran
reales, tridimensionales, detenidas sólo por la pared negra o la distancia del
fondo. Mike hablaba mientras manejaba los controles, pero yo estaba demasiado
aturdido como para prestar mucha atención.
Grité y extendí
los brazos y cerré los ojos como harías si estuvieras mirando directamente algo
con nada entre el suelo y tú excepto mucho humo y unas pocas nubes. Abrí los
ojos casi al final de lo que debió de ser una larga zambullida en vertical, y
allí estaba yo, mirando otra vez la calle.
—Sube hasta el
cielo, baja al agujero más profundo en cualquier lugar, en cualquier momento
—un borrón, y la calle se convirtió en un bosquecillo de pinos dispersos—. Un
tesoro enterrado. Claro. ¿Con qué lo encuentro?
Los árboles
desaparecieron y extendí la mano hacia el interruptor mientras él colocaba la
tapa de la radio y se sentaba.
—¿Cómo se puede
ganar dinero cuando no lo tienes para empezar?
No respondí.
—Puse un
anuncio en el periódico ofreciéndome para recuperar objetos perdidos; mi
primer cliente fue la Ley pidiendo ver mi licencia de detective privado. He
visto a todos los grandes especuladores del país sentados en sus despachos
comprando y vendiendo y haciendo planes—, ¿qué cree que sucedería si intentara
vender información de mercado avanzada? He visto subir y bajar la bolsa
mientras apenas tenía el dinero necesario para comprar el periódico que me
informaba sobre el tema. He visto a un puñado de indios peruanos enterrar el
tesoro secreto de Atahualpa; no tengo dinero para ir a Perú, ni para comprar
las herramientas para cavar. —Se levantó y trajo dos botellas más.
Continuó. Yo ya
tenía un par de ideas.
—He visto a los
escribas redactar los libros que se quemaron en Alejandría; ¿quién compraría
uno, o quién me creería si copiara uno? ¿Qué sucedería si fuera a la Biblioteca
y les dijera que reescriban sus historias? ¿Cuántos lucharían por ponerme una
soga al cuello si supieran que los he visto robar, asesinar y darse un baño?
¿Qué tipo de celda de aislamiento conseguirla si apareciera con una foto de
Washington, o César? ¿o Cristo?
Estuve de
acuerdo en que aquello era probablemente cierto, pero...
—¿Por qué cree
que estoy aquí ahora? Ya ha visto la película que exhibí por diez centavos. Un
trabajo de diez centavos, y eso es todo, porque no tenía dinero para comprar
película o para hacerla como sé que debería —empezó a trabársele la lengua.
Estaba excitado—. Hago esto porque no tengo dinero para obtener las cosas que
necesito para conseguir el dinero que precisaré... —Estaba tan disgustado que
lanzó una silla al otro lado de la habitación de una patada.
Era fácil ver
que si yo hubiera llegado un poco más tarde, Phillips Radio se habría
aprovechado. Tal vez habría sido mejor que me hubiera mantenido al margen.
Ahora bien,
aunque siempre me han dicho que nunca valdría un comino, nadie me ha acusado
nunca de ser lento para ganar un dólar. Especialmente un dólar fácil. Vi
dinero delante de mí, dinero fácil, el dinero más fácil y más rápido del
mundo. Me vi durante un minuto en el futuro lejano, sentado en lo alto del
montón, v la cabeza empezó a darme vueltas y me costó trabajo respirar.
—Mike —dije—.
terminemos esta cerveza y vayamos a algún sitio donde podamos conseguir más, y
tal vez algo para comer. Tenemos mucho de que hablar.
Y lo hablamos.
La cerveza es
un lubricante extraordinariamente bueno; siempre he sido muy charlatán, y
cuando salimos del garito tuve una idea bastante aproximada de lo que Mike
tenía en mente. Cuando nos fuimos a dormir detrás de la pantalla del almacén,
éramos camaradas. No recuerdo haber estrechado la mano al hacer el trato, pero
la relación aún se mantiene. Mike me estima, Y supongo que a mí me pasa lo
mismo. Eso fue hace seis años; sólo tardé un año en doblar algunas de las
esquinas que solía atajar.
Siete días
después de aquello, un martes, viajé en autobús hasta Grosse Pointe con un
maletín lleno. Dos días después, me marchaba de Grosse Pointe en un taxi
resplandeciente, con el maletín vacío y los bolsillos llenos de dinero. Fue
fácil.
—Señor Jones (o
Smith, o Brown), trabajo para Estudios Aristocráticos, Retratos Personales y
Cándidos. Pensamos que podría gustarle esta película de usted y... no, esto es
sólo una copia. El negativo está en nuestros archivos... Pero si está realmente
interesado, volveré pasado mañana con nuestros archivos... Estoy seguro de que
lo hará, señor Jones. Gracias, señor Jones...
¿Sucio? Claro.
El chantaje es siempre sucio. Pero si tuviera una esposa, familia y una buena
reputación, me ceñiría al rosbif y me olvidaría del Roquefort. Roquefort muy
oloroso, por cierto. A Mike le gustaba menos que a mí. Tuvimos una charla, y
acabé citando aquello de que el fin justifica los medios y que de todas formas
ellos podían permitírselo. Además, si había jaleo, conseguirían los negativos
gratis. Algunos de ellos eran muy malos.
Así conseguimos
el dinero; no mucho, lo suficiente para empezar. Antes de dar el siguiente paso,
teníamos mucho que decidir. Hay un montón de gente que se gana la vida
convenciendo a los demás de que la sopa Sticko es la mejor. Nosotros teníamos
un problema más difícil; primero, teníamos que crear un producto que pudiera
venderse y dar beneficios; y segundo, debíamos convencer a millones de que
nuestro «producto» era absolutamente honesto y totalmente preciso. Todos
sabemos que si algo se repite el tiempo suficiente y en voz alta, bastante
gente (o la mayoría) lo aceptará como si fuera una verdad de los evangelios.
Aquello requería publicidad a escala internacional. Y ya que sólo tendríamos
una oportunidad, debíamos acertar a la primera. Sin la máquina de Mike, el
trabajo habría sido imposible; sin ella, el trabajo habría sido innecesario.
Muchísima agua
pasó bajo el puente antes de que encontráramos lo que pensábamos (¡y aún
pensamos!) que sería el único plan factible. Escogimos el único medio posible
de entrar en todas las mentes del mundo sin luchar; el campo del
entretenimiento. Era imperioso mantenerlo en secreto absoluto, y sólo cuando
llegamos al último punto decimal nos movimos. Empezamos así:
Primero
buscamos un edificio adecuado; o Mike lo hizo mientras yo viajaba al este, a
Rochester, durante un mes. El edificio que alquiló era un antiguo banco.
Teníamos ventanas selladas, una oficina elegante en la parte delantera (el
cristal a prueba de balas fue idea mía), aire acondicionado, un bar portátil,
cables eléctricos de todos los tipos que Mike deseaba, y una secretaría rubia
que creía trabajar para los Laboratorios Experimentales M-E. Cuando regresé de
Rochester, me encargué de hacer felices a albañiles y electricistas, mientras
que Mike se entretenía en nuestra suite en el Book, desde donde podía ver su
viejo almacén a través de la ventana. Lo último que oí es que vendían aceite de
serpiente. Cuando el Estudio, como nos dio por llamarlo, quedó terminado, Mike
se trasladó a él v la rubia se dedicó a la rutina de leer historias de amor y a
decir no a todos los vendedores que aparecían. Me
marché a Hollywood.
Pasé una semana
examinando los archivos de Central Casting antes de sentirme satisfecho, pero
hizo falta un mes de husmear y dar dinero bajo cuerda para alquilar una cámara
que pudiera manejar película Trucolor. Eso me quitó la mayor carga de encima.
Cuando volví a Detroit, la gran cámara panorámica había llegado de Rochester,
junto con un camión con placas de cristal de colores. Listos para empezar.
Hicimos toda
una ceremonia. Cerramos las persianas venecianas y descorché una de las
botellas de champán que había comprado. La secretaria rubia quedó
impresionada—, todo lo que hacía por su salario era aceptar la entrega de
paquetes y cajas. No teníamos copas, pero no nos preocupó demasiado. Demasiado
nerviosos y excitados para beber más de una botella, le dimos el resto a la
rubia y le dijimos que se tomara el resto de la tarde libre. Después de que se
marchara (y creo que se sintió decepcionada por tener que interrumpir lo que
podría haber sido una buena fiesta), nos encerramos, entramos en el estudio
propiamente dicho, volvimos a encerrarnos y empezamos a trabajar.
He mencionado
que las ventanas estaban selladas. Toda la pared interior había sido pintada
de negro, y con el alto techo propio del vestíbulo del antiguo banco era impresionante,
pero no sombrío. En la mitad del estudio estaba emplazada la gran cámara
Trucolor, cargada y dispuesta. No podíamos ver mucho de la máquina de Mike,
pero yo sabía que estaba en un lado, para que proyectara sobre la pared negra.
No sobre la pared, compréndelo, porque las imágenes producidas se proyectan
en el aire, como cuando los rayos de dos focos se encuentran. Mike alzó la tapa
y pude ver su silueta contra las pequeñas luces de los mandos.
—¿Bien? —dijo,
expectante.
Me sentí muy
bien en ese momento, derecho a la fortuna.
Es toda tuya,
Mike.
Chasqueó un
interruptor. Y allí apareció. Un joven, muerto a los veinticinco años, lo
bastante real como para poder tocarlo. Alejandro. Alejandro de Macedonia.
Hablemos en
detalle de aquella primera película. No creo que pueda olvidar nunca lo que
sucedió en el año siguiente. Primero seguimos a Alejandro a lo largo de su
vida, de principio a fin. Nos saltamos, naturalmente, las cosas pequeñas que
hizo, adelantamos días, semanas y años de un tirón. De vez en cuando lo
perdíamos, o descubríamos que se había movido en el espacio. Eso significaba
que teníamos que volver atrás y luego continuar, como la artillería haciendo
disparos de prueba, hasta que lo volvíamos a encontrar. Ayudados sólo
ocasionalmente por sus biografías publicadas, nos sorprendió advertir cuántas
distorsiones había en su vida. A menudo me pregunto por qué se crean las
leyendas. Ciertamente, las vidas de los famosos son tan emocionantes y
atractivas como la ficción. Por desgracia teníamos que ceñirnos a las historias
aceptadas. Si no lo hubiéramos hecho, todos los profesores nos habrían dirigido
una mirada de desprecio. No podíamos correr ese riesgo. No al principio.
Después de que
supiéramos aproximadamente lo que había sucedido y dónde, usamos nuestras
notas para volver a lo que parecía una sección particularmente fotogénica y
trabajamos en aquello durante una temporada. Finalmente, tuvimos una buena idea
de lo que íbamos a filmar. Entonces escribimos un guión que seguir, contando
con que después tendríamos que doblar las escenas. Mike usó su máquina como
proyector y yo manejé la cámara Trucolor en foco fijo, como si tomara imágenes
en movimiento de una película. En cuanto terminábamos un rollo corríamos a
Rochester a revelarlo, en lugar de hacerlo en una de las empresas de Hollywood
que trabajaban más barato. Rochester está tan acostumbrado al horrible material
de aficionados que dudo que nadie mire nunca nada. Cuando recibíamos la cinta
revelada, la repasábamos para comprobar nuestra elección de escenas, el
sentido del color y todo lo demás.
Por ejemplo,
tuvimos que mostrar las peleas tradicionales con su padre, Filipo. La mayoría
las hicimos más tarde, con dobles. Olympias, su madre, y las serpientes sin
colmillos que llevaba no necesitaron ningún doble, ya que usamos un ángulo y
una distancia que no requerían conversación. La escena en que Alejandro
montaba el caballo que nadie más podía cabalgar salió de la imaginación de
algún biógrafo, pero pensamos que era tan famosa que no podíamos dejarla
fuera. Doblamos los primeros planos después y el jinete real fue un joven
escita que frecuentaba los establos reales. Roxana fue real, igual que el
resto de las esposas persas de Alejandro. Afortunadamente, la mayoría tenía
suficiente carne para parecer atractivas. Filipo y Parmenio y el resto de los
personajes tenían buenas barbas, lo que hizo fácil el doblaje necesario (si supieras
cómo se afeitaban en aquella época, entenderías por qué las barbas eran tan
populares).
El mayor problema
lo tuvimos con las tomas en interiores. Los pabilos humeantes en un cuenco de
grasa, no importaba cuán llenos estuvieran, eran demasiado tenues incluso con
película rápida. Mike superó el problema haciendo pasar la cámara Trucolor a un
solo fotograma por segundo. Eso explica la sorprendente claridad y la
profundidad de enfoque que conseguimos con una lente fija. Teníamos todo el
tiempo del mundo para elegir los mejores ángulos de cámara y las mejores
escenas; los mejores actores del mundo, caros movimientos de cámara o tomas
repetidas con las que el director más exigente no podía competir. Teníamos
toda una vida de donde elegir.
Finalmente,
tuvimos rodado el ochenta por ciento de lo que se ve en la película terminada.
Amontonamos los rollos y nos pusimos a contemplar extasiados nuestra obra. Era
aún más excitante, más espectacular de lo que nos habíamos atrevido a esperar;
la falta de continuidad y sonido no nos impidió advertir que era un hermoso
trabajo. Habíamos hecho lo que habíamos podido, y lo peor estaba todavía por
venir. Así que mandamos buscar más champán y le dijimos a la rubia que teníamos
motivos de celebración. Ella se rió.
—¿Qué están
haciendo ahí dentro? —preguntó—. Todos los vendedores que vienen quieren saber
qué hacen.
Abrí la primera
botella.
—Dígales que no
lo sabe.
—Eso es lo que
les digo. Creen que soy horriblemente estúpida.
Todos nos
reímos de los vendedores.
Mike estaba
pensativo.
—Si vamos a
hacer esto muy a menudo, deberíamos comprar esas copas de base hueca que están
de moda.
A la rubia le
gustó aquello.
—Y podíamos
guardarlas en el último cajón de mi escritorio —arrugó agradablemente la
nariz—. Estas burbujas... ¿Saben? Es la primera vez que pruebo el champán,
excepto en una boda, y entonces fue sólo una copa.
—Sírvele otra
—sugirió Mike—. La mía también está vacía —lo hice—. ¿Qué ha hecho con las
botellas que se llevó a casa la última vez?
Un sonrojo y
una risita.
—Mi padre quiso
abrirlas, pero le expliqué que usted había dicho que las guardara para una
ocasión especial.
Para entonces,
yo ya tenía los pies en lo alto de la mesa.
—Ésta es una
ocasión especial —invité—. Tome otra, señorita... por cierto, ¿cuál es su
nombre de pila? Odio las formalidades después de las horas de trabajo.
Ella se
sorprendió.
—¡Y usted y el
señor Laviada firman mis cheques cada semana! Es Ruth.
—Ruth. Ruth
—pronuncié el nombre entre burbujas, y me pareció bien.
Ella asintió.
—Y su nombre es
Edward, y el del señor Laviada es Migwell. ¿No? —y le sonrió.
—Miguel —mi
socio devolvió la sonrisa—. Una vieja costumbre española. Normalmente lo
acortamos a Mike.
—Si me alcanza
otra botella —ofrecí—, acorte Edward a Ed.
Ella la tendió.
Cuando llegamos
a la cuarta botella, estábamos tan contentos como pulgas en un perro. Al
parecer, ella tenía veinticuatro años, era libre, soltera y le encantaba el
champán.
—Pero —borboteó
tristemente—, me gustaría saber qué hacen ahí dentro a todas horas del día y de
la noche. Sé que pasan aquí algunas noches porque he visto su coche aparcado.
Mike se lo
pensó un poco.
—Bueno —dijo
incómodamente—, hacemos fotos —guiñó un ojo—. Incluso podríamos hacerle fotos a
usted si nos convence.
Yo continué.
—Hacemos fotos
de modelos.
—Oh, no.
—Sí. Modelos de
cosas, personas y demás. Pequeñas. Los hacemos parecer reales.
Creo que ella
se sintió un poco desilusionada.
—Bueno, ahora
lo sé, y eso me hace sentir mejor. Firmo todas esas facturas en Rochester y no
sé qué hago. Excepto que deben ser películas o algo así.
—Eso es lo que
son, películas y similares.
—Bueno, me
molestaba... No, sólo un par de copas más.
Sólo dos más.
Ella tenía buena capacidad. Le pregunté si le gustaría tomarse unas vacaciones.
Respondió que no lo había pensado aún.
Le dije que
sería mejor que empezara a hacerlo.
—Pasado mañana
nos vamos a Los Ángeles, Hollywood.
—¿Pasado
mañana? Pero...
La tranquilicé.
—Cobrará usted
igual. Pero no sabemos cuándo volveremos, y no tiene mucho sentido que esté
aquí todo el día sin hacer nada.
—Vamos por esa
botella —dijo Mike.
Se la alcancé.
—Recibirá sus
cheques igualmente —continué—. Si quiere, le pagaremos por adelantado para...
Yo empezaba a
llenarme de champán, igual que ellos. Mike murmuraba para sí. La rubia, Ruth,
tenía algunos problemas con mi ojo izquierdo. Entendí cómo se sentía, porque
yo tenía algunos problemas para mirar cuando ella volcó la silla giratoria.
Ojos azules, muy alta, pelo rizado. Hm-m-m-m. Demasiado
trabajo y poca diversión... Me tendió la última botella.
Reprimió un
hipido.
Voy a quedarme
con los corchos... No, nada de eso, Mi padre querrá saber en qué pienso,
bebiendo así con mis jefes.
Respondí que no
era buena idea enojar a un padre. Mike dijo que era una tontería preocuparnos
con malas ideas, cuando él tenía una buena. Nos interesamos. Nada como una
buena idea para animar las cosas.
—Nos vamos a
Los Ángeles.
Asentimos
solemnemente.
—Nos vamos a
Los Ángeles a trabajar.
Asentimos otra
vez.
—Nos vamos a
trabajar a Los Ángeles. ¿Qué haremos con la hermosa rubia que nos escribe las
cartas?
Horrible. Se
acabó la hermosa rubia para escribir cartas y beber champán. Triste caso.
—De todas
formas tendremos que contratar a alguien para que escriba las cartas. Puede
que no sea rubia. No hay rubias en Hollywood. Al menos, no buenas. Así que...
Vi la
maravillosa idea, y acabé por él.
—¡Así que nos
llevamos a la hermosa rubia a Los Ángeles para que escriba las cartas!
¡Vaya idea! Una
botella antes y su brillantez habría quedado oscurecida. Ruth borboteó como
una botella recién abierta y Mike y yo nos quedamos sentados, sonriendo como
idiotas.
—¡Pero no puedo
marcharme así por las buenas pasado mañana...
Mike se sentía
magnánimo.
—¿Quién dijo
pasado mañana? Cambiemos de opinión. Marchémonos ahora mismo.
Ella quedó
anonadada.
—¡Ahora mismo!
¿Así y ya está?
—Eso es. Así y
ya está —me mantuve firme.
—Pero...
—Nada de peros.
Ahora mismo. Así y ya está.
—No tengo nada
que ponerme...
—Venden ropa en
todas partes. La mejor, en Los Angeles.
—Pero mi
pelo...
Mike sugirió un
corte de pelo en Hollywood.
Di un golpe en
la mesa. Era sólida.
—Llame al
aeropuerto. Tres billetes.
Ella llamó al
aeropuerto. Intimaba con facilidad.
En el
aeropuerto dijeron que había vuelos a Chicago cada hora. y que desde allí
podríamos hacer transbordo para Los Angeles. Mike quiso saber por qué estaba
perdiendo el tiempo al teléfono cuando podíamoss estar ya en camino. Deteniendo
la rueda del progreso, polvo en la maquinaria. Un minuto para coger su
sombrero.
—Llame a papi
desde el aeropuerto.
Sus objeciones
fueron fáciles de rebatir con unas cuantas descripciones de lo divertido que
sería vivir en Hollywood. Dejamos un cartel en la puerta: «Hemos salido a
almorzar. Volveremos en diciembre», y llegamos al aeropuerto a tiempo para
tornar el avión de las ocho, pero sin él para llamar a papi. Le dije al
encargado del aparcamiento que conservara el coche hasta que tuviera noticias
mías, y subimos al avión justo a tiempo. Retiraron las escalerillas, los
motores se pusieron en marcha y despegamos. Ruth se sujetaba el sombrero para
protegerse de la brisa imaginaria.
Tuvimos que
esperar dos horas en Chicago. No sirven licor en el aeropuerto, pero un amable
taxista nos encontró un bar convenientemente carretera abajo, y desde allí
Ruth llamó a su padre. Nos mantuvimos cautamente apartados de la cabina, pero
por lo que Ruth nos dijo, debió de enfadarse por su acto de rebeldía. El
camarero no tenía champán, pero nos dio el tratamiento especial para aquellos
que lo piden. El taxista se encargó de que tomáramos el avión dos horas más
tarde.
En Los Angeles
nos alojamos en el Commodore, sobrios y avergonzados de nosotros mismos. Al
día siguiente Ruth fue a comprar ropa, para ella y para nosotros. Le dimos
nuestra talla y dinero suficiente para suavizar su resaca. Mike y yo hicimos
algunas llamadas. Después del desayuno, nos sentamos a esperar, hasta que el recepcionista
anunció que un tal Lee Johnson quería vernos.
Lee Johnson era
del tipo profesional, el vendedor experto. Alto, bastante amistoso, de habla
entrecortada. Nos presentarnos como productores en potencia. Sus ojos
brillaron cuando lo dijimos. Su especialidad.
—No exactamente
como piensa —le dije—. Ya tenemos el ochenta por ciento o más del producto
final.
Quiso saber de
dónde procedíamos.
—Tenemos varios
miles de metros de película Trucolor. No se moleste en preguntar dónde o
cuándo la conseguimos. La película es muda.
Necesitaremos
efectos de sonido y doblar los diálogos.
Asintió.
—Bastante
fácil. ¿En qué estado está la copia master?
—Perfecta.
Ahora la tenemos en la caja fuerte del hotel. Hay partes de la historia que
rellenar. Necesitaremos varios actores y actrices. Y todos tendrán que hacer
su doblaje con dinero, pero sin aparecer en los títulos de crédito.
Johnson enarcó
las cejas.
—¿Y por qué?
Aquí, los títulos de crédito son el pan de cada día.
—Por varias
razones. Esta película fue hecha, no importa dónde, con la condición de que los
créditos no favorecieran a nadie.
—Si tienen
suerte de encontrar a los actores entre películas y películas, puede que lo
consigan. Pero si la película merece la pena, mis muchachos querrán aparecer
en los créditos. Y creo que tienen derecho.
Dije que me
parecía bastante razonable. El equipo técnico era esencial, y estaba dispuesto
a pagar bien. Particularmente para mantener sus bocas cerradas hasta que la
copia estuviera lista para su estreno. Tal vez incluso después.
Antes de
continuar —Johnson se levantó y tomó su sombrero—, demos un vistazo a esa
copia. No sé si podemos...
Adiviné qué
estaba pensando. Aficionados. Películas caseras. ¿Tal vez películas guarras?
Sacamos los
rollos de la caja fuerte del hotel y nos dirigimos a su laboratorio, cerca de
Sunset. La capota estaba echada y Mike expresó en voz alta su deseo de que Ruth
tuviera bastante sentido como para comprar camisas deportivas que no picaran.
—¿Su esposa?
—preguntó Johnson, sin ningún interés.
—Secretaria
—respondió Mike en el mismo tono casual—. Llegamos anoche y ha salido a
comprar ropa ligera.
Nuestra estima
aumentó visiblemente a ojos de Johnson.
Un portero
salió del laboratorio para coger el maletín que contenía las cintas. Se trataba
de un edificio largo y bajo, con las oficinas en la parte delantera y el
laboratorio propiamente dicho al fondo. Johnson nos hizo entrar por una puerta
lateral y mandó buscar a alguien cuyo nombre no entendimos. Se trataba de un
operador, que cogió los rollos y desapareció de inmediato en la sala de
proyección. Nos sentamos durante un minuto en los cómodos sillones hasta que
el operador anunció que estaba listo. Johnson nos miró y asentimos. Pulsó un
interruptor situado en el brazo de su sillón y las luces del techo se
apagaron. Empezó la película.
Tal como
estaba, duraba ciento diez minutos. Los dos observábamos a Johnson como un gato
a una madriguera de ratones. Cuando la película acabó, señaló que encendieran
las luces con el mando de su silla. Se encendieron. Nos miró.
—¿Dónde han
conseguido esa copia?
Mike le sonrió.
—¿Podernos
hacer negocio?
—¿Hacer
negocio? —dijo vehementemente—. Puede apostar su vida a que sí. ¡Haremos el
negocio más grande que haya visto jamás!
El operador
bajó.
—Eh, está muy
bien. ¿Dónde la han conseguido?
Mike me miró.
—Esto no debe
trascender —dije.
Johnson miró a
su hombre, que se encogió de hombros.
—No es asunto
mío.
—No la rodaron
aquí. No importa dónde fue.
Johnson se
levantó y empezó a dar vueltas.
—¡Europa!
Hm-m-m. Alemania. No, Francia. Rusia, tal vez. ¿Einstein, o Eisenstein, o como
se llame?
Sacudí la
cabeza.
—Eso no
importa. Los actores están todos muertos o retirados, pero sus herederos...
bueno, ya sabe a qué me refiero.
Lo sabía.
—Absolutamente
de acuerdo. No tiene sentido correr riesgos. ¿Dónde está el resto?
—¿Quién sabe?
Tuvimos suerte de salvar eso. ¿Puede hacerse?
—Se puede
—pensó durante un momento—. Que venga Bernstein. Y Kessler y Marrs, también.
El operador se
marchó. En unos minutos, Kessler, un hombretón, y Marrs, un joven y nervioso
fumador empedernido, llegaron con Berristein, el encargado de sonido. Hicimos
las presentaciones y Johnson preguntó si nos importaba volver a ver la
película de nuevo.
—No. Nos gusta
más que a usted.
En cuanto la
película terminó, Kessler, Marrs y Bernstein nos bombardearon a preguntas. Les
dimos la misma respuesta que a Johnson, pero nos complació su reacción, y se lo
dijimos.
—Me gustaría
saber quién estaba detrás de la cámara —gruñó Kessler—. Es lo mejor que he
visto desde Ben Hur. Mejor que Ben Hur. El tipo es bueno.
—Es lo único
que puedo decirte —le gruñí a mi vez—. La fotografía fue hecha por los tipos
con quienes está hablando. Gracias por sus amables palabras.
Los cuatro se
quedaron boquiabiertos.
—Así es —dijo
Mike.
—¡Eh, eh!
—exclamó Marrs.
Todos nos
miraron con nuevo respeto. Me gustó.
Johnson rompió
el silencio cuando se volvió torpemente.
—¿Cuál es el
paso siguiente?
Fuimos al
grano. Mike, como de costumbre, se contentó con quedarse allí sentado con los
ojos medio cerrados, escuchando, mientras yo lo trataba todo.
—Queremos
doblar el sonido.
—Con mucho
gusto —dijo Bernstein.
—Al menos una
docena, o tal vez más, de actores que se parezcan a los personajes que han
visto.
Johnson parecía
confiado.
—Es fácil.
Central Casting tiene la foto de todo el mundo desde el Año Uno.
—Lo sé. Ya lo
hemos comprobado. No hay ningún problema. Tendrán que trabajar por dinero y
sin aparecer en los títulos de crédito, por razones que ya he explicado al
señor Johnson.
—Apuesto a que puedo
conseguirlo —gimió Marrs.
—Hazlo —replicó
Johnson. Se volvió hacia mí—. ¿Qué más?
No lo sabía.
—Todavía no
tenemos planes de distribución. Habrá que encargarse de eso.
—Será coser y
cantar —dijo alegremente Johnson—. Una ojeada a las batallas y United Artist
escupirá a la cara de Shakespeare.
—¿Qué hay de
las otras tomas? —intervino Marrs—. ¿Han contratado a un escritor?
—Tenemos lo que
pasará por un script de rodaje, o lo tendremos dentro de una semana o así.
¿Quiere echarnos una mano?
Quiso.
—¿Cuánto tiempo
tenemos? —interpuso Kessler —. Va a ser un trabajo largo. ¿Para cuándo lo
queremos? —Ya hablaba en primera persona del plural.
—Para ayer
—replicó Johnson, y se levantó—. ¿Alguna idea para la música? ¿No? Probaremos
con Werner Janssen y sus muchachos. Bernstein, eres responsable de esa copia a
partir de ahora. Kessler, avisa a tu equipo y que le eche un vistazo. Marrs, tú
irás con los señores Lefko y Laviada para revisar los archivos de Central
Casting a su conveniencia. Manténte en contacto con ellos en el Commodore.
Ahora, si pasan ustedes a mi despacho, discutiremos los acuerdos financieros...
Fue así de
sencillo.
Oh, no digo que
fuera un trabajo fácil ni nada por el estilo, porque durante los siguientes
meses estuvimos jugando a la abejita ocupada. Tuvimos que encontrar al único
actor registrado en Central Casting que se parecía a Alejandro (resultó ser un
joven armenio que había renunciado a la esperanza de ser llamado para las
listas de extras y se había vuelto a casa en Santee), preparar el reparto y
probar al resto de los actores, además de maldecir a los de vestuario y a los
muchachos que construían los decorados. Incluso Ruth, que se había reconciliado
con su padre tras escribirle varias cartas tranquilizadoras, se ganó por una
vez el sueldo. Nos turnarnos dictándole hasta que tuvimos un guión que nos
satisfizo, a Mike, a mí y al joven Marrs, quien resultó ser un zorro con los
diálogos.
Lo que quiero
decir realmente es que fue sencillo e inmensamente gratificante romper el
cascarón de los tipos duros que habían visto ir y venir peliculones épicos y
fiascos de taquilla. Estaban realmente impresionados con lo que habíamos
hecho. Kessler quedó decepcionado cuando nos negamos a tomarnos la molestia de
fotografiar el resto de la película. Simplemente dijimos que estábamos muy
ocupados y que confiábamos en que él lo haría tan bien corno nosotros. Se
superó a sí mismo, y a nosotros también. No sé qué habríamos hecho si nos
hubiera pedido un consejo concreto. Supongo, cuando lo pienso, que los
muchachos que conocimos y con los que trabajamos estaban tan cansados de hacer
la plétora habitual de películas B que se alegraron de conocer a alguien que
supiera la diferencia entre las lágrimas de glicerina y la realidad y no que
le importara si costaba dos dólares de más. Pensaban que éramos un par de
ricachones de la ciudad forrados de pasta. Espero.
Finalmente,
terminamos. Nos sentamos en la sala de proyección: Mike y yo, Marrs y Johnson,
Kessler y Bernstein, y todos los técnicos menores que habían compartido la
enorme cantidad de trabajo; vimos el producto acabado. Era magnífico. Todo el
mundo había hecho bien su labor. Cuando Alejandro salía en la pantalla, era
Alejandro Magno (el muchacho armenio recibió una buena gratificación). Todos
aquellos vívidos colores, toda la riqueza, la magnificencia y el hechizo parecían
salir de la pantalla y elavársete en la mente. Incluso Mike y yo, que habíamos
visto el original, nos mantuvimos al borde de nuestros asientos.
El crudo
realismo y la magnitud de las escenas de batalla, creo, fue lo que completó
realmente la película. La sangre, naturalmente, es gloriosa cuando es ficticia
y los muertos se levantan para ir a almorzar. Pero cuando Bill Maudin ve una
película y vende un artículo sobre la similitud de la infantería de todas las
épocas... bueno, Maudin sabe lo que es la guerra. Igual que los soldados de
todo el mundo que escribieron comparando Arbela con Anzio y Argonne. El
cansado campesino, nada estoico, que recorre kilómetro tras kilómetro de llanuras
polvorientas y acaba siendo un cadáver apestoso, desnudo y ajado que asoma bajo
un montón de moscas no es muy diferente cuando lleva una espada en vez de un
rifle. Tratamos de dejar aquello bien claro, y lo conseguimos.
Cuando las
luces se encendieron en la sala de proyección sabíamos que teníamos un ganador.
Nos estrechamos las manos, orgullosos como un grupo de pingüinos y con los
pechos igual de henchidos. El resto de los hombres se marchó y nosotros nos
retiramos al despacho de Johnson. Nos sirvió un trago y nos pusimos a hablar de
negocios.
—¿Qué hay de la
distribución?
Le pregunté qué
pensaba.
—Hagan lo que
quieran —se encogió de hombros—. No sé si lo saben, pero ya ha corrido la voz
de que tienen algo importante.
Les dije que
nos habían llamado al hotel desde varios sitios, y los nombré.
—¿Advierte lo
que quiero decir? Conozco a esos tipos. Manténganlos a raya si quieren
conservar la camisa. Y ya que estoy en ello, nos deben bastante. Supongo que
tienen dinero.
—Lo tenemos.
—Eso me temía.
Si no, sería yo quien se quedaría con su camisa. —Sonrió, pero todos sabíamos
que hablaba en serio—. Muy bien, eso está arreglado. Hablemos del estreno.
»Hay dos o tres
salas en la ciudad que querrán tenerla. Mis muchachos harán correr la voz en
un momento; no tiene sentido que sigan callados más tiempo. Ya sé..., tendrán
la sensatez suficiente como para no hablar de las cosas que ustedes quieren que
sean confidenciales. Me encargaré de ello. Pero ahora son ustedes peces
gordos. Tienen dinero, poseen el mejor éxito potencial que he visto, y no han
aceptado la primera oferta. En este juego, eso es importante.
—¿Y si se
encarga usted mismo?
—Me gustaría
intentarlo. La compañía en la que estoy pensando necesita un éxito ahora mismo,
y no saben que yo lo sé. Pagarán y pagarán. ¿Cuál será mi parte?
—De eso
podremos hablar más tarde. Y creo que sé lo que está pensando. Nos llevaremos
lo normal y no nos importa si usted sube el precio a quien sea. Lo que no
sepamos no nos hará daño. —Eso era lo que él estaba pensando, de todas formas.
Es un negocio
salvaje.
—Bien. Kessler,
prepara a tu equipo para hacer las copias.
—Siempre listo.
—Marrs, empieza
a hacer rodar la publicidad. —Se volvió hacia nosotros—. ¿Cómo quieren
enfocarla?
Mike y yo
habíamos hablado del tema antes.
—En ese asunto
—dije lentamente—, haga lo que crea mejor. Publicidad personal, muy bien. No
la buscaremos, pero no la esquivaremos tampoco. De momento, somos patanes
pueblerinos haciendo el bien. Frene todas las preguntas referidas al lugar
donde se hizo la película, sin que sea demasiado evidente. Tendrá problemas al
hablar de actores inexistentes, pero ya se le ocurrirá algo.
Marrs gruñó y
Johnson sonrió.
—Imaginaremos
algo.
—Con respecto a
los créditos técnicos, nos alegrará ver que todos aparecen, porque han hecho
un trabajo magnífico. —Kessler lo tomó como un cumplido personal, y lo era—.
Ahora pueden conocer, antes de continuar, qué parte del trabajo vino de
Detroit.
Todos
atendieron.
—Mike y yo
tenemos un nuevo proceso de modelos y trucajes. —Kessler abrió la boca para
decir algo, pero se lo pensó mejor—. No vamos a decir lo que se hizo, o cuánto
se debe a manipulación en laboratorio, pero admitirán que no se nota el truco.
En esto
estuvieron de acuerdo.
—Yo diría que
desafía la capacidad de detección. En todo el tiempo que ha durado este largo
proceso, me intrigó...
—No voy a
decirles nada más. Lo que tenemos no está patentado y no lo estará mientras
podamos. —No dije nada más.
Ellos conocían
el proceso de trabajo cuando lo veían. Si no lo veían, muy bien. Podían
comprender por qué queríamos mantener en secreto un proceso tan bueno.
—Podemos
garantizar prácticamente que habrá otros trabajos más adelante. —Su interés fue
patente—. No vamos a predecir cuándo, ni haremos ningún acuerdo definitivo,
pero aún tenemos un par de trucos en la manga. Nos gusta la forma en que nos
hemos llevado, y queremos seguir así. Ahora, si nos disculpan, tenemos una cita
con una rubia.
Johnson tenía
razón en el asunto del estreno. Hicimos (más bien fue cosa de Johnson) un trato
muy beneficioso con United Amusement y sus cines afiliados. Johnson, el muy
bandido, obtuvo un porcentaje nuestro y probablemente también de la United. Los
muchachos de Kessler y Johnson pusieron grandes anuncios en las revistas
comerciales para fanfarronear de sus contactos con el ganador del Oscar de la
Academia. Y no sólo el de la Academia. La película acaparó todos los premios.
Incluso los europeos se volvieron locos; para ellos el realismo es un fetiche.
Reconocieron la realidad cuando la vieron, igual que todo el mundo.
A Ruth se le
subió el éxito a la cabeza. En seguida quiso una secretaria. Necesitaba una
para defenderse de los locos que salían de todas partes. Así que le dejamos
contratar a una chica para que la ayudase. Escogió a una buena mecanógrafa, de
unos cincuenta años. Ruth es una chica lista en muchos sentidos. Su padre
mostró signos de querer ver el Pacífico, así que le aumentamos el sueldo con
la condición de que lo mantuviera a raya. Los tres nos lo estábamos pasando
muy bien.
La película se
estrenó al mismo tiempo en Nueva York y Hollywood. Fuimos al estreno con gran
estilo, con Ruth entre ambos, hinchados como un trío de sapos. Es una sensación
magnífica sentarse en el suelo por la mañana temprano y leer críticas que te
ponen por las nubes. Aún mejor es saber que estás forrado de dinero. Johnson y
sus hombres nos acompañaron. No creo que al principio se sintiera demasiado
asombrado, y todos nos lo pasamos en grande en la cresta de la ola.
Y fue una ola
de buen tamaño. Tuvimos toda la publicidad personal que quisimos y más. De
algún modo, se corrió la voz de que teníamos un nuevo aparato para procesar la
fotografía, y todos los grandes estudios de la ciudad persiguieron lo que
creían que iba a ser una cosa bastante rentable que convenía tener cerca. Los
estudios que no tenían una película prevista vieron las críticas de Alejandro
y prepararon pronto una. Johnson dijo que habíamos recibido varias ofertas muy
buenas, pero pusimos cara larga y anunciarnos que nos marchábamos a Detroit al
día siguiente, y que se mantuviera en su puesto mientras tanto. Me parece que
no pensaba que habláramos en serio, pero así era. Nos fuimos al día siguiente.
De vuelta a
Detroit, nos pusimos a trabajar inmediatamente, ayudados por el conocimiento
de que estábamos en buen camino. Ruth estuvo atareada rechazando a los
incontables visitantes. No admitimos a ningún periodista, ni vendedores; a
nadie. No teníamos tiempo. Usábamos la cámara de fotos. Enviarnos a Rochester
placa tras placa para su revelado. Nos enviaron una copia de cada foto y la
placa quedó en Rochester a nuestra disposición. Establecimos contacto en Nueva
York con un representante de una de los más grandes editores del país. Hicimos
un trato.
Si te interesa,
tu biblioteca principal tiene los libros que publicamos. Gruesos volúmenes,
cientos de ellos; en cada página había una nítida ampliación de un negativo de
8 x 10. Un juego de esos libros fue destinado a cada biblioteca importante y
universidad del mundo. Mike y yo nos lo pasamos realmente bien resolviendo
algunos de los problemas que habían intrigado a la gente durante años. En el
volumen sobre Roma, por ejemplo, resolvimos el problema de la trirreme con una
serie de imágenes, no sólo del interior de la nave, sino de una línea de batalla
de cinco remos (naturalmente, los profesores y los aficionados a la navegación
no quedaron convencidos). Mostramos una serie de fotos aéreas de la ciudad de
Roma tomadas con cien años de distancia, a lo largo de un milenio. Vistas aéreas
de Ravena y Londinium, Palmira y Pompeya, Eboracum y Bizancio. ¡Oh, fue la
mejor época de nuestras vidas! Dedicamos un volumen a Grecia, a Roma, a Persia
y Creta, a Egipto y el Imperio Oriental. Mostramos imágenes del Partenón y el
faro de Alejandría, de Ambal y Cartago y Vercingetórix; de las murallas de
Babilonia y la construcción de las pirámides y el palacio de Sargon, páginas
de los Libros Perdidos de Livio y las obras de Eurípides. Cosas así.
Terriblemente
cara, una segunda edición se vendió a un sorprendente número de individuos
privados. Si el coste hubiera sido menor, el interés por la historia se habría
convertido aún más en la moda del momento.
Cuando el
alboroto casi se había apagado, un italiano que excavaba en una sección inédita
de Pompeya descubrió un pequeño templo enterrado donde nuestra foto aérea
mostraba que estaba. Su presupuesto aumentó y descubrió más ruinas cubiertas
de ceniza con nuestro boceto aéreo, ruinas que no habían visto la luz durante
casi dos mil años. Todo el mundo proclamó que éramos los más afortunados
adivinos en cautividad; el líder de un culto californiano declaró que éramos
la reencarnación de dos gladiadores llamados Joe.
Para conseguir
un poco de paz y tranquilidad, Mike y yo nos fuimos a nuestro estudio, nos
encerramos y nos pusimos a trabajar. La vieja bóveda del banco, a petición
nuestra, no había sido retirada y fue útil para almacenar nuestro equipo cuando
no estábamos allí. Nos deshicimos, sin leerlo, de todo el correo que Ruth no
podía manejar; el viejo banco empezó a parecer un desván bien organizado.
Contratamos detectives privados para que se encargaran de los visitantes más
molestos y nos suscribimos a un servicio telegráfico protector. Teníamos
trabajo que hacer, otra película.
Seguimos fieles
al viejo tema histórico. Esta vez intentamos realizar lo que Gibbon hizo con la
Historia de la decadencia y ruina del Imperio romano. Y creo que tuvimos
bastante éxito. En cuatro horas no se pueden cubrir por completo cuatro mil
años, pero sí se puede, como hicimos nosotros, mostrar el resquebrajamiento de
una gran civilización y lo doloroso que fue el proceso. Creemos que las
críticas que recibimos por casi ignorar a Cristo fueron injustas. Muy pocos
sabían entonces, o saben ahora, que habíamos incluido, como una especie de
globo sonda, algunas escenas del propio Cristo y de Su época. Tuvimos que
cortarlas. El Consejo Censor, como sabes, es católico y protestante. Se puso en
pie de guerra. No protestamos con mucha fuerza cuando dijo que nuestro
«tratamiento» era irreverente, indecente, tendencioso e inadecuado «para
cualquier moral cristiana. Ni siquiera se le parece», se quejó. Y tenía razón;
no se parecía. Ni ninguna imagen que el Consejo hubiera visto. Entonces decidimos
que no merecía la pena ponernos a discutir con ninguna creencia religiosa. Por
eso nunca has visto emanar de nosotros nada que entre en conflicto ni siquiera
remotamente con los rasgos aceptados históricos, sociológicos o religiosos de
alguien que sabe de qué habla. La película sobre Roma, por cierto (pero no
accidentalmente), se desviaba tan poco de los libros de texto que estudiaste en
el colegio que sólo unos pocos especialistas entusiastas nos llamaron la
atención insistiendo en que había errores. Todavía no estábamos en situación de
hacer ninguna reescritura de masas de la historia, porque éramos incapaces de
revelar de dónde procedía nuestra información.
Cuando Johnson
vio la película sobre Roma, golpeó mentalmente las botas. Sus hombres su
pusieron manos a la obra inmediatamente, y nos encargamos del trabajo como
habíamos hecho con el primero. Un día, Kessler me llevó a un rincón.
—Ed —dijo,
ansioso—, tengo que descubrir dónde conseguís ese material, aunque sea lo
último que haga.
Le dije que
algún día lo sabría.
—No hablo del
futuro, quiero saberlo ahora. Ese asunto sobre Europa pudo colar una vez, pero
no dos. Lo sé bien, igual que todo el mundo. ¿Qué hay del tema?
Le dije que
debería consultarlo con Mike, y lo hice. Nos vimos apurados y convocamos una
reunión.
—Kessler me
dice que tiene problemas. Supongo que todos saben cuáles son.
Todos lo
sabían.
—Tiene razón
—dijo Johnson—. Nos damos cuenta. ¿De dónde lo han sacado?
Me volví hacia
Mike.
—¿Quieres
hablar tú?
Él negó con la
cabeza.
—Lo estás
haciendo muy bien.
—Muy bien —Kessler
se inclinó un poco hacia adelante y Marrs encendió otro cigarrillo—. No
mentíamos ni exagerábamos cuando dijimos que la fotografía era nuestra. Toda
la película fue rodada en este país. No voy a mencionar cómo, por qué o dónde.
Ahora mismo no puedo. —Kessler hizo una mueca de disgusto—. Dejadme acabar.
»Todos sabemos
que estamos ganando dinero, y ganaremos un poco más. En nuestro plan personal
tenemos cinco películas más. Queremos que os encarguéis de tres de ellas igual
que habéis hecho con las otras. Las dos últimas os mostrarán el motivo de todo
el secreto infantil, como lo llama Kessler, y otro motivo que hasta ahora ha
estado oculto. ¿Es suficiente? ¿Podemos volver al trabajo?
Para Kessler no
fue suficiente.
Eso no
significa nada para mí. ¿Qué somos, un puñado de mercenarios?
Johnson pensaba
en el saldo de su cuenta corriente.
—Cinco más. Dos
años, tal vez cuatro.
Marrs se mostró
escéptico.
—¿A quién
creéis que engañaréis durante tanto tiempo? ¿Dónde está vuestro estudio? ¿Dónde
está vuestro talento? ¿Dónde rodáis los exteriores? ¿De dónde sacáis el
vestuario y los extras? ¡En una sola toma aparecen cuarenta mil extras, tirando
bajo! Tal vez podáis hacer que yo me calle, pero ¿quién va a responder las
preguntas que la Metro, la Fox, la Paramount y la RKO han estado haciendo? Esos
tipos no son tontos, y conocen su negocio. ¿Cómo esperáis que me encargue de la
publicidad cuando yo mismo no sé de qué va la cosa?
Johnson le dijo
que se apaciguara un rato y le dejara pensar. A Mike y a mí no nos gustó ni un
pelo. Pero ¿qué podíamos decirles? ¿La verdad y acabar en una camisa de
fuerza?
—¿Podemos
hacerlo así? —preguntó finalmente—. Marrs, estos muchachos tienen un acuerdo
con el Gobierno soviético. Trabajan en algún lugar de Siberia, tal vez. Nadie
se acerca a kilómetros a la redonda. Nadie sabe lo que hacen los rusos.
—¡Ni hablar!
—Marrs fue tajante—. El más mínimo atisbo de que vengan de Rusia y todos
seremos un atajo de rojos. Recaudaremos la mitad.
Johnson empezó
a ganar velocidad.
—Muy bien, de
Rusia no. De una de esas pequeñas repúblicas situadas alrededor de Siberia,
Armenia o uno de esos sitios. No son películas rodadas por los rusos. De hecho,
las han filmado algunos de los alemanes y austriacos que los rusos se llevaron
después de la guerra. La fiebre bélica se ha aplacado lo suficiente como para
que la gente advierta que los alemanes sabían hacer las cosas de vez en cuando.
Habrá simpatía por esos refugiados debatiéndose con equipo defectuoso, un clima
de perros, haciendo superespectáculos y sacándolos de contrabando bajo las
narices de la Gestapo o como se llame... ¡Eso es!
—¿Y si los
rusos le dicen al mundo que estamos locos, que no tienen ningún alemán suelto?
—preguntó Marrs, dubitativo.
Johnson pasó
eso por alto.
—¿Quién lee las
últimas páginas? ¿Quién presta atención a lo que dicen los rusos? ¿A quién le
importa? ¡Incluso puede ser que lleguen a pensar que estamos diciendo la verdad
y empiecen a buscar en su patio trasero algo que no existe! —se volvió hacia
Mike y yo—. ¿Os parece bien?
Miré a Mike y
éste me miró a mí.
—Por nosotros,
bien.
—Muy bien, ¿y
los demás? ¿Kessier? ¿Bernstein?
No estaban muy
convencidos ni muy contentos, pero se mostraron de acuerdo en seguir con el
juego hasta que dijéramos basta.
Les dimos las
gracias calurosamente.
—No lo
lamentaréis.
Kessler lo
dudaba mucho, pero Johnson los tranquilizo y volvimos al trabajo. Habíamos
saltado otro obstáculo o lo habíamos rodeado.
Roma fue
estrenada según lo previsto y cosechó las mismas críticas amistosas.
«Amistosas» no es la palabra adecuada para unas críticas que se alargaban
durante columnas enteras. Marrs hizo un buen trabajo. Incluso esa cadena de
periódicos que después se volvió tan sañudamente contra nosotros cayó ante la
labia de Marrs y publicó editoriales a toda página instando al lector a ver
Roma.
Con nuestra
tercera película, Fuego sobre Francia, corregimos algunos errores de concepto
sobre la Revolución francesa, y empezarnos a herir algunas sensibilidades.
Afortunadamente, y no por casualidad, en París había un gobierno liberal. Nos
proporcionaron el refrendo incondicional que necesitábamos. A petición nuestra
hicieron públicos un montón de documentos que se habían perdido oportunamente
en los cavernosos fondos de la Bibliotéque Nationale. He olvidado el nombre de
quienquiera que fuera el perenne pretendiente al trono de Francia. Siguiendo
—estoy seguro— el consejo de uno de los ubicuos publicistas de Marrs, el
pretendiente nos demandó alegando que difamábamos el buen nombre de los
Borbones. Un abogado que Johnson nos contrató tendió al pobre diablo una trampa
en los tribunales y lo cortó en trocitos. No se llevó ni seis centavos de
indemnización. Samuels, el abogado, y Marrs consiguieron una buena
gratificación y el pretendiente se trasladó a Honduras.
Creo que fue
alrededor de ese momento cuando el tono de la prensa empezó a cambiar. Hasta
entonces nos habían considerado corno un cruce entre Shakespeare y Barnum.
Desde que sacamos a la luz hechos oscuros, unos cuantos pesimistas conocidos
empezaron a preguntarse sotto voce si no éramos sólo una pareja de incordios.
«Deberíamos dejarlos en paz.» Sólo nuestro gran presupuesto publicitario les
impidió decir más.
Voy a detenerme
aquí para decir algo sobre nuestra vida personal mientras todo esto sucedía. Mike
continuó en segundo plano, principalmente porque quería que así fuera. Me
dejaba hablar a mí mientras se sentaba en el sillón más cómodo que hubiera a la
vista. Yo gritaba y discutía y él se quedaba allí sentado; apenas una palabra
salía de aquella boca cetrina, y desde luego nunca una indicación que mostrara
que tras aquellas amables cejas había un cerebro (y un sentido del humor y un
ingenio) más rápido y mortífero que una trampa para osos. Oh, sé que
discutíamos, a veces armando alboroto, pero normalmente estábamos demasiado
atareados y preocupados corno para perder el tiempo. Ruth, mientras estuvo con
nosotros, fue una buena compañera de bebida y baile. Era joven, casi se podría
decir que hermosa., y parecía estar a gusto con nosotros. Durante una temporada
tuve unas cuantas ideas sobre ella que podrían haberse convertido en algo
serio. Los dos (debería decir los tres) descubrimos a tiempo que éramos
demasiado diferentes en muchas cosas. Así que no nos sentimos demasiado
decepcionados cuando ella firmó un contrato con la Metro: ella creía que
aquello significaba toda la fama, el dinero y la felicidad del mundo, más la
atención personal que sin duda merecía tener. La pusieron en películas de
clase B y en seriales y, económicamente, está mejor de lo que jamás esperó. Emocionalmente
no lo sé. Supimos de ella hace algún tiempo, y creo que va a divorciarse otra
vez. Tal vez sea mejor así.
Pero dejemos a
Ruth. Me estoy adelantando a mi historia, de todas formas. Durante el tiempo
que Mike y yo estuvimos trabajando juntos nuestro acercamiento al objetivo
final fue divergente. Mike tenía la esperanza de crear un mundo mejor, de modo
que la guerra fuera imposible.
—La guerra
—decía a menudo—, la guerra de cualquier tipo es lo que ha hecho que el hombre
haya malgastado la mayor parte de su historia simplemente para permanecer
vivo. Ahora, con el átomo a mano, tiene dentro de sí la semilla de la
autodestrucción. Y yo voy a cumplir mi parte para impedirlo, Ed, porque no hay
otra cosa que merezca la pena. ¡Hablo en serio!
Así era. Me
había dicho aquello casi con las mismas palabras el día que nos conocimos.
Entonces aquella idea me sentó como un tiro. Veía su máquina sólo como un
camino al lujo y al nirvana personal, y creía que pronto pensaría como yo. Me equivocaba.
No se puede
vivir, ni trabajar, con una persona agradable sin admirar algunas de las
cualidades que la hacen ser así. Otra cosa; es mucho más fácil preocuparse por
los males del mundo cuando tú no tienes ninguno. Cuando vi la vida color de rosa
gané la mitad de mi batalla; cuando advertí lo grande que podría ser este
mundo, la batalla terminó. Creo que fue más o menos en la poca de Fuego sobre
Francia. El momento en sí no importa. Lo importante es que, a partir de
entonces, nos convertimos en el equipo más unido imaginable. Desde ese
momento, sólo diferíamos en la hora de descansar para tomar un bocadillo.
Pasábamos la mitad de nuestro tiempo libre, cuando lo teníamos, encerrándonos
para pasar la noche, con el bar portátil, descorchando las botellas que hiciera
falta, y relajándonos. Después de una o dos, manipulábamos los mandos de la
máquina y continuábamos.
Fuimos juntos a
todas partes y lo vimos todo. Quizá fuera una buena noche para visitar a
Francois Villon, el falsario, o tal vez para pasar el rato con Haroun-el-Rashid
(sí alguna vez ha habido un hombre nacido unos pocos siglos demasiado pronto,
fue ese califa descuidado). O si estábamos de mal humor o desanimados
seguíamos la Guerra de los Treinta Años durante algún tiempo, y si estábamos
animados podíamos inspeccionar los vestuarios del Radio City. La desaparición
de la Atlántida siempre había ejercido sobre Mike una extraña fascinación.
probablemente
porque temía que el hombre volviera a hacerlo, ahora que ha redescubierto la
energía nuclear. Y si yo me dormía él era bastante capaz de volver al
Principio mismo, al comienzo del mundo tal como lo conocemos (no serviría de
nada decirte qué pasó antes).
Cuando me paro
a pensarlo veo que es lógico que ninguno de nosotros se casara. Naturalmente,
ambos teníamos esperanzas para el futuro, pero estábamos cansados de la raza
humana en conjunto; cansados de caras y manos avariciosas. Con un mundo que
valora el dinero, el poder y la fuerza, no es extraño que la decencia que
existe derive del miedo a lo que ahora hay, o miedo a lo que existe más allá.
Habíamos visto tantas acciones ocultas del hombre (llámalo husmear, si quieres)
que aprendimos a no hacer caso a las indicaciones superficiales de amabilidad
y bondad. Sólo una vez miramos Mike y yo la vida privada de alguien que conocíamos,
apreciábamos y respetábamos. Una vez fue suficiente. A partir de ese día
dejamos de confiar en la gente por su aspecto. Cambiemos de tema.
Estrenamos las
dos siguientes películas en rápida sucesión; la primera, Libertad para los
americanos, sobre la revolución americana, y Hermanos y armas, sobre la Guerra
de Secesión. ¡Bang! La tercera parte de los políticos, muchísimos de los
llamados «educadores» y todos los patriotas profesionales se nos lanzaron al cuello.
Todos los miembros del DAR, los Hijos de los Veteranos de la Unión y las Hijas
de la Confederación golpearon su cabeza colectiva contra la pared. En el Sur se
pusieron frenéticos; todos los estados del Profundo Sur y uno en la frontera
prohibieron ambas películas, la segunda porque era fiel a la historia, y la
primera porque la censura es una enfermedad contagiosa. Permanecieron
prohibidas hasta que los políticos profesionales vieron la luz. Se revocaron
las prohibiciones y los alborotadores señalaron que ambas películas eran
horribles ejemplos de que alguien les hubiera dado la oportunidad de salirse
del tiesto y tocar tambores sectarios y racistas.
Nueva
Inglaterra sintió la tentación de conservar su dignidad, pero no pudo resistir
el esfuerzo. Al norte de Nueva York las dos películas fueron prohibidas. En el
Estado de Nueva York los representantes rurales votaron en bloque, y la
prohibición fue ampliada a todo el Estado. Trenes especiales se dirigieron a
Delaware, donde las corporaciones estaban demasiado ocupadas como para aprobar
otra ley. Los procesos volaban como confeti, y aunque los periódicos airearon
cada nuevo pleito, pocos supieron que no perdimos ninguno. Aunque tuvimos que
recurrír casi siempre a tribunales superiores, y en algunos casos solicitar un
cambio de tribunal que rara vez fue concedido, las pruebas documentales
suministradas nos declaraban inocentes cuando llegábamos a un juez, o jueces,
que no se comprometía con nadie.
Fue una espina
poderosa la que clavamos en la herida del orgullo ancestral. Habíamos
demostrado que no todos los poderosos tenían halos de oro purísimo, que no
todos los casacas rojas eran matones despiadados, ni tampoco ángeles, y el
Imperio británico, excepto Sudáfrica, negó el permiso de exhibición a ambas
películas y amenazó al Departamento de Estado. El espectáculo de los
congresistas del Sur y de Nueva Inglaterra aprobando los esfuerzos de un
embajador extranjero para suprimir la libertad de expresión provocó jocosas
aleluyas en algunas partes. H. L. Mancken aprovechó la oportunidad e hizo
fuertes declaraciones, y los periódicos estuvieron suspendidos del triple
dilema de la crítica antiextranjera, propatriótica y cuasilógica. En Detroit,
el Ku Kux Klan quemó una cruz en nuestra puerta, y los Hijos Amistosos de San
Patricio, el NAACP y el WCTU aprobaron halagadoras resoluciones. Enviamos a
nuestros abogados algunas de las cartas más obscenas y sañudas junto con unos
cuantos nombres y direcciones que no aparecían originalmente) y al
Departamento de Correos. No se condenó a nadie al sur de Illinois.
Johnson y sus
muchachos hicieron su agosto. Johnson había invertido en una empresa
distribuidora internacional, y animó a Marrs para que contratara a todos los
agentes de prensa importantes al otro lado de las Rocosas. ¡Qué trabajo
hicieron! En un momento, aparecieron dos escuelas de pensamiento que inundaron
los buzones públicos. Una escuela sostenía que no teníamos derecho a remover
el fango, que esas cosas era mejor olvidarlas y perdonarlas, que nunca había
sucedido nada malo, y que, si así hubiera sido, éramos unos mentirosos de todas
formas. La otra escuela razonaba un poco más a nuestro gusto. Lenta y
suavemente al principio, luego con un grito triunfal, este hecho empezó a
emerger; aquellas cosas habían sucedido realmente, y podían volver a suceder;
posiblemente estaban sucediendo incluso ahora; habían pasado porque la verdad
peculiar había dejado su huella en los sentimientos internacionales, sectarios
y raciales. Nos satisfizo que muchos empezaran a estar de acuerdo en que es
importante olvidar el pasado, pero que es aún más importante comprenderlo y
evaluarlo con ojo generoso y sin prejuicios. Eso era lo que intentábamos
conseguir.
La prohibición
en algunos estados afectó sólo un poco a la recaudación, y quedamos
justificados ante Johnson. Ya había predicho la pérdida de la mitad del dinero
a escala nacional: «No podéis decir la verdad en una película y safiros con la
vuestra. No si la casa se apoya sobre trescientos».
¿Ni siquiera en
el escenario?
—¿Quién va a
otro sitio que no sea un cine?
Hasta ahora,
las cosas habían salido tal como planeábamos. Hablamos ganado y recibido más
publicidad, favorable y contraria, que ninguna otra persona viva. La mayoría
derivaba del hecho de que nuestra labor era digna de aparecer en la prensa.
Parte, naturalmente, se debía al material que alimenta a los periódicos
sedientos. Habíamos escogido con mucho cuidado a nuestros enemigos en los
niveles que podían permitir contraatacar. ¿Recuerdas el refrán que dice que se
conoce a un hombre por sus enemigos? Bien, la publicidad era nuestro fin. Así
llevamos las cosas hasta su desenlace.
Llamé a Johnson a Hollywood. Se alegró de saber de nosotros.
—Hace tiempo
que no te veo. ¿Qué cuentas, Ed?
—Quiero gente
que sepa leer en los labios. Y los quiero para ayer, como dijiste a tus
muchachos.
—¿Lectores de
labios? ¿Estás loco? ¿Qué quieres hacer con ellos? —No importa el motivo.
Quiero lectores de labios. ¿Puedes conseguirlos?
—¿Cómo voy a
saberlo? ¿Para qué los quieres?
—¿Puedes
conseguirlos?
Dudó.
—Creo que has
estado trabajando demasiado.
—Mira...
—No he dicho
que no pueda. Tranquilo. ¿Cuándo los quieres? ¿Y cuántos?
—Será mejor que
tomes nota. ¿Preparado? Quiero lectores de labios de estos idiomas: inglés,
francés, alemán, ruso, chino, japonés, griego, flamenco, holandés y español.
—Ed Lefko, ¿te
has vuelto loco?
Supongo que no
parecía muy cuerdo.
—Tal vez. Pero
esos idiomas son esenciales. Si te encuentras con alguien que pueda trabajar
con otro lenguaje, súmalo. Puede que también lo necesite —pude verle sentado
ante el teléfono, sacudiendo la cabeza como loco. Chalado. Lefko debía de haber
perdido la chaveta, pobre Ed —. ¿Has oído lo que he dicho?
—Sí. Si esto es
una bro...
—Nada de
bromas. Es terriblemente serio.
Empezó a
enfadarse.
—¿De dónde
crees que voy a sacar gente que sepa leer en los labios..., de mi sombrero?
—Ése es tu
problema. Te sugiero que comiences por la Escuela de Sordos más cercana —guardó
silencio—. Ahora, métete esto en la cabeza; no se trata de una broma, va de
veras. No me importa lo que hagas, o dónde lo hagas, o lo que gastes... Quiero
esos lectores de labios en Hollywood cuando lleguemos allí o quiero saber que
están de camino.
—¿Cuándo
vendréis?
Dije que no
estaba seguro.
—Probablemente
dentro de un par de días. Tenemos unas cuantas cosas por terminar.
Soltó una
retahíla sobre las iniquidades del destino.
—Será mejor que
tengas una buena historia cuando...
Colgué.
Mike se reunió
conmigo en el estudio.
—¿Hablaste con
Johnson? —le conté lo que había pasado y se echó a reír—. Supongo que se
enfadaría. Pero los conseguirá, si existen y les gusta el dinero. Es el hombre
de los mil recursos.
Tiré el
sombrero a un rincón.
—Me alegra que
esto esté a punto de terminar. ¿Has acabado?
—Estoy listo. Las
películas y las notas están en camino, la compañía inmobiliaria está a punto de
hacerse cargo del contrato y las chicas han cobrado con un pequeño extra.
Abrí una
botella de cerveza para mí. Mike tenía ya una.
—¿Qué hay de
los archivos de la oficina? ¿Qué pasa con el bar?
—Los archivos
serán depositados en el banco. ¿El bar? No lo había pensado.
La cerveza
estaba fría.
—Haz que lo
embalen y envíaselo a Johnson.
Los dos
sonreímos.
—A Johnson. Lo
necesitará.
Hice un gesto
hacia la máquina.
—¿Yeso?
—Vendrá con
nosotros en el avión —me miró con atención—. ¿Qué te pasa? ¿Estás nervioso?
—No. Inquieto.
Es lo mismo.
—Yo también. Tu
ropa y la mía salieron esta mañana.
—¿No queda ni
una camisa limpia?
—Ni una. Igual
que...
—...el primer
viaje con Ruth —terminé—. Un poco diferente, tal vez.
—Un mucho
diferente —dijo Mike lentamente. Abrí otra cerveza—. ¿Hay algo que quieras que
se haga? —dije que no—. Muy bien. Acabemos con esto. Metemos lo necesario en
el coche. Nos detendremos en el Bar Courville antes de llegar al aeropuerto.
No lo entendí.
—Todavía queda
cerveza...
—Pero no
champán.
Lo entendí.
—Muy bien. A
veces soy tonto. Vamos.
Metimos la
máquina y el bar en el coche, dejarnos las llaves del estudio en la carnicería
de la esquina y nos dirigirnos al aeropuerto pasando antes por el Courville.
Ruth estaba en California, pero Joe tenía champán. Llegamos tarde al
aeropuerto.
Marrs nos
recogió en Los Angeles.
—¿Qué pasa?
Tenéis a Johnson corriendo en círculos.
—¿Te dijo por
qué?
—Me pareció una
locura. Hay un par de periodistas ahí dentro. ¿Tenéis algo para ellos?
—Ahora mismo
no. Vámonos.
En el despacho
de Johnson tuvimos una gélida recepción.
—Será mejor que
esto sea de calidad. ¿Dónde esperáis encontrar a alguien que sepa leer los
labios en chino? ¿O en ruso?
Todos nos
sentamos.
—¿Qué tienes
hasta ahora?
—¿Además de un
dolor de cabeza? —me tendió una corta lista.
La repasé.
—¿Cuánto
tardarás en traerlos?
Una explosión.
—¿Cuánto
tardaré en traerlos? ¿Qué soy, tu chico de los recados?
—A todos los
efectos prácticos, lo eres. Deja de hacer el tonto. ¿Cuánto?
Marrs sonrió
ante la expresión de la cara de Johnson.
—¿Y tú de qué
te ríes, subnormal?
Marrs soltó una
carcajada, y yo hice lo mismo.
—Adelante,
reíos. Esto no tiene gracia. Cuando llamé a la Escuela Estatal de Sordos me
colgaron. Creyeron que era un bromista. No mencionemos el tema.
»Hay tres
mujeres y un hombre en esa lista. Cubren inglés, francés, español y alemán. Dos
están trabajando en el Este, y espero la respuesta a un telegrama que les
envié. Uno vive en Pomona y otro trabaja para la Escuela de Sordos de Arizona.
Es lo mejor que he podido hacer.
Reflexionamos
sobre aquello.
—Telefonea.
Habla con todos los Estados de la Unión si tienes que hacerlo, o con el
extranjero.
Johnson dio una
patada a la mesa.
—Y si tengo
suerte, ¿qué vais a hacer con ellos?
—Ya lo
descubrirás. Tráelos en avión, y hablaremos cuando lleguen. Quiero una sala de
proyección, que no sea la tuya, y un buen periodista legal.
Johnson pidió
que el mundo apreciara la vida que llevaba.
—Ponte en
contacto con nosotros en el Commodore. Marrs, mantén a los periodistas a raya
de momento. Tendremos algo para ellos más tarde.
Entonces
salimos.
Johnson no
encontró a nadie que pudiera leer griego en los labios. Nadie, al menos que
supiera hablar inglés. Encontró al experto en ruso en Ambridge, PennsyIvania;
el experto en flamenco y holandés vino de Leyden, en los Países Bajos, y en el
último momento encontró a un coreano que trabajaba en Seattle como inspector
para el Gobierno chino. Cinco mujeres y dos hombres. Les hicimos firmar un
contrato férreo redactado por SamuelsI, quien se encargaba ahora de nuestro
trabajo legal. Di un discursito antes de que firmaran.
—Como han
podido comprobar, esos contratos van a controlar su vida personal y laboral
durante el próximo año, y hay una cláusula mediante la cual podemos extender
ese período durante otro año más si así lo deseamos. Dejémoslo claro. Vivirán
en casa propia, que les proporcionaremos. Se les suministrará todo lo que
necesiten. Cualquier intento de comunicación no autorizada supondrá la
anulación del contrato. ¿Está claro?
»Bien. Su
trabajo no será difícil, pero sí tremendamente importante. Es muy probable que
terminen dentro de tres meses, pero están preparados para ir donde sea en
cualquier momento, a nuestra discreción; naturalmente, los gastos corren de
nuestra parte. Señor Sorenson, se dará cuenta de que esto también va por usted
—asintió.
—Sus
referencias, sus habilidades y su trabajo pasado ha sido concienzudamente
analizado, y continuarán estando bajo observación constante. Se les pedirá que
verifiquen ante notario cada página, quizá cada línea de sus transcripciones,
que el señor Sorenson les suministrará. ¿Alguna pregunta?
No hubo
ninguna. Todos recibirían un salario fabuloso, y todos parecían ansiosos por
ganarlo. Todos firmaron.
El habilidoso
Johnson compró para nosotros una casita, y pagamos un precio desorbitado a una
agencia de detectives para que se encargaran de la comida, la limpieza y el
transporte necesario. Exigimos que los lectores de labios se abstuvieran de
comentar su trabajo entre sí, especialmente delante de los empleados de la
casa, y siguieron muy bien las instrucciones.
Un día,
aproximadamente un mes más tarde, nos reunimos en la sala de proyección del
laboratorio de Johnson. Teníamos un rollo de película.
—¿Para qué es
eso?
—Es el motivo
de tanto secreto. No te molestes en llamar al operador. La pasaré yo mismo. A
ver qué te parece.
Todos se
disgustaron.
—Estoy
empezando a cansarme de tantas niñerías —dijo Kessler.
—No más que yo
—oí decir a Mike mientras me dirigía hacia la cabina de proyección.
Desde allí,
pude ver lo que aparecía en la pantalla, pero nada más. Terminé la cinta, la
rebobiné y bajé.
—Una cosa más
—dije—; antes de continuar, leed esto. Es una transcripción certificada ante
notario de lo que se ha leído en los labios de los personajes que acabáis de
ver. Por cierto, no eran «personajes» en ese sentido de la palabra —les tendí
las hojas, una copia para cada uno—. Esos «personajes» son gente real. Acabáis
de ver un documental. Esta transcripción os dirá de qué hablaban. Leedla. En
el maletero del coche de Mike hay algo que tenemos que mostraros. Volveremos
cuando lo hayáis leído.
Mike me ayudó a
recoger la máquina del coche. Llegamos a la puerta a tiempo de ver a Kessler
arrojar al aire la transcripción con todas sus fuerzas. Se puso en pie mientras
las hojas revoloteaban.
Estaba furioso.
—¿Qué pasa
aquí?
No le prestamos
atención ni a las excitadas demandas de los demás hasta que enchufamos la máquina
a la toma de corriente más cercana.
Mike me miró.
—¿Alguna idea?
Sacudí la
cabeza y le dije a Johnson que se callara durante un minuto. Mike alzó la tapa
y vaciló un momento antes de tocar los mandos. Empujé a Johnson hacia su silla
y apagué las luces. La habitación se quedó a oscuras. Johnson, mirando por
encima de mi hombro, jadeó. Oí a Bernstein jurar en voz baja, sorprendido.
Me volví para
ver lo que Mike les había mostrado.
Era
impresionante, desde luego. Había comenzado justo encima del techo del
laboratorio y continuó derecho hacia arriba, arriba, arriba, hasta que la
ciudad de Los Angeles se convirtió en una manchita, en una gran pelota. En el
horizonte se encontraban las Rocosas. Johnson me agarró del brazo. Me dolió.
—¿Qué es eso?
¿Qué es eso? ¡Páralo! —chillaba.
Mike apagó la
máquina.
Puedes suponer
lo que sucedió a continuación. Nadie creyó lo que veían sus ojos ni la paciente
explicación de Mike. Tuvo que conectar la máquina otras dos veces, una de ellas
para mostrar el pasado de Kessler. Entonces se produjo la reacción.
Marrs fumaba un
cigarrillo tras otro, Bernstein hacía girar un lápiz dorado entre sus nerviosos
dedos, Johnson caminaba de un lado a otro como un tigre enjaulado y Kessler
miraba ceñudo a la máquina sin decir nada. Johnson murmuraba mientras caminaba.
Entonces se detuvo y agitó el puño bajo la nariz de Mike.
—¡Tío! ¿Sabes
lo que tienes aquí? ¿Por qué perder el tiempo jugando?!No ves que tienes
cogido al mundo por la cola? Si hubiera sabido esto...
Mike me llamó.
—Ed, habla con
este salvaje.
Lo hice. No
recuerdo exactamente lo que le dije, y no tiene importancia. Pero sí le conté
cómo habíamos empezado, cómo planeamos nuestro curso de acción y lo que íbamos
a hacer. Terminé contándole la idea tras el rollo de película que había pasado
un minuto antes.
Retrocedió como
si yo fuera una serpiente.
—¡No podrás
conseguirlo! ¡Te ahorcarán... si no te linchan antes!
—¿Crees que no
lo sabemos? ¿Crees que no estamos dispuestos a correr ese riesgo?
Se tiró de los
pelos.
—Dejadme hablar
con él —intervino Marrs.
Se acercó y nos
miró a la cara.
—¿Esto va en
serio? ¿Vais a hacer una película así y a jugaros el cuello? ¿Vais a volver
esa... esa cosa hacia la población mundial?
Asentimos.
—Así es.
¿Y tirar por la
borda todo lo que tenéis? —Él estaba mortalmente serio y yo también. Se volvió
hacia los demás—. ¡Va a hacerlo!
—¡No es posible
—dijo Bernstein.
Las palabras
volaron. Traté de convencerlos de que habíamos seguido el único camino
posible.
—¿En qué clase
de mundo queréis vivir? ¿O no queréis vivir?
Johnson gruñó.
—¿Cuánto tiempo
creéis que viviríamos si alguna vez hiciéramos una película así? ¡Estáis locos!
¡No voy a poner mi cabeza en una soga!
—¿Por qué crees
que insistimos tanto en los títulos de crédito y en la responsabilidad de la
dirección y la producción? Sólo haréis aquello para lo que os contratamos. Y no
es que quiera echarte nada en cara, pero habéis ganado una fortuna, todos,
trabajando para nosotros. ¡Y ahora que las cosas se ponen feas, queréis echaros
atrás!
Marrs cedió.
—Tal vez tenéis
razón, tal vez os equivocáis. Tal vez estáis locos, o tal vez lo esté yo.
Siempre he dicho que me gustaría probarlo todo. ¿Y tú, Bernie?
Bernstein se
mantuvo tranquilamente cínico.
—Ya viste lo
que pasó en la última guerra. Esto podría ayudar. No sé si lo hará. No lo
sé..., pero odiaría pensar que no lo intenté. ¡Contad conmigo!
¿Kessler?
Meneó la
cabeza.
—¡Cosas de
niños! ¿Quién quiere vivir eternamente? ¿Quién quiere dejar pasar una
oportunidad así?
Johnson levantó
las manos.
—Esperemos que
nos den una celda conjunta. Volvámonos todos locos.
Y eso fue todo.
Nos pusimos a
trabajar en un frenesí de esperanza y comprensión mutua. Los lectores de
labios terminaron en cuatro meses. No tiene sentido detallar aquí sus
reacciones a la dinamita que dictaban diariamente a Sorenson. Por su propio
bien, no les informamos de nuestro propósito final, y cuando acabaron los
enviamos a la frontera con México, a un pequeño rancho que Johnson había
alquilado. íbamos a necesitarlos después.
Mientras los
encargados de hacer las copias de la película trabajaban a destajo, Marrs
trabajó aún más duro. La prensa y la radio anunciaron que en todas las ciudades
del mundo que pudiéramos alcanzar, se produciría el estreno simultáneo de
nuestra última película. Sería la última que necesitaríamos hacer. Muchos se
preguntaron en voz alta por qué habíamos escogido la palabra «necesitar».
Aumentamos la curiosidad al negarnos a dar ninguna información anticipada sobre
la trama, y Johnson transmitió tan bien a sus hombres su entusiasmo, ahora
ferviente, que éstos no pudieron hacer más que conjeturas. El día que escogimos
para el estreno fue un domingo. El lunes estalló la tormenta.
Me pregunto
cuántas copias de esa película quedan hoy. Me pregunto cuántas escaparon a la
quema o la confiscación. Cubrimos dos guerras mundiales, presentando todos los
ángulos poco halagüeños que hasta entonces sólo habían sido representados por
unos pocos libros ocultos en los rincones oscuros de las bibliotecas. Mostramos
y dimos los nombres de los artífices de la guerra, los cínicos que firmaban,
reían y mentían; los patriotas declarados que usaban la fuerza de los titulares
y la fealdad de la atrocidad para ocultarse bajo su bandera mientras la vida se
convertía en muerte para millones de personas. Los ocultos con sus caras de
Jano eran traidores extranjeros y propios. Nuestros lectores de labios habían
hecho bien su trabajo; no se trataba de ninguna suposición, ninguna conjetura
deducida de los archivos rotos de un pasado maldito, sino de las palabras
exactas que dejaban al descubierto la traición disfrazada de patriotismo.
En los países
extranjeros las exhibiciones apenas duraron ese día. Normalmente, en venganza
por la censura impuesta, los cines fueron destruidos por las multitudes enfervorizadas.
(Marrs, por cierto, había gastado cientos de miles de dólares sobornando a los
funcionarios para que permitieran la exhibición de la película sin censura
previa. Muchos censores, cuando aquello se descubrió, fueron fusilados sin
juicio.) En los Balcanes estallaron revoluciones, y varias embajadas fueron
arrasadas por la turba. Donde la película fue prohibida o destruida, aparecieron
espontáneamente versiones escritas en las calles o en los cafés. Versiones de
contrabando pasaron ante los guardias de aduanas, que miraron hacia otro lado.
Una familia real huyó a Suiza.
En Estados
Unidos pasaron dos febriles semanas antes de que el Gobierno Federal,
impulsado a la acción por las protestas de la prensa y la radio, con un
movimiento sin precedentes prohibió todas las exhibiciones «para promover el
bien común, asegurar la tranquilidad doméstica y mantener las relaciones
exteriores». En el medio oeste se alzaron murmullos (y disturbios callejeros),
y se extendieron hasta que el poder advirtió que había que hacer algo, y
rápidamente, antes de que todos los gobiernos del mundo se derrumbaran por su
propio peso.
Nosotros
estábamos en México, en el rancho que Johnson había alquilado para los
lectores de labios. Mientras Johnson caminaba de un lado a otro, mordiendo un
cigarro, escuchamos un boletín oficial del fiscal general en persona:
—...es más,
este mensaje fue dirigido hoy al Gobierno de Estados Unidos de México. Leo: «El
Gobierno de Estados Unidos de América solicita el inmediato arresto y extradición
de los siguientes individuos:
»—Edward Joseph
Lefkowicz, conocido como Lefko —el primero de la lista. Incluso un pez no se
metería en problemas si mantuviera la boca cerrada.
»"Miguel
José Zapata Laviada. —Mike cruzó las piernas.
»"Edward
Lee Johnson —él tiró el cigarro y se hundió en un sillón.
»"Robert
Chester Marrs —encendió otro cigarrillo. Su cara hizo una mueca.
»"Benjamin
Lionel Bernstein —sonrió de mala gana y cerró los ojos.
»"Carl
Wilhelm Kessler —una mueca.
»"Estos
hombres son buscados por el Gobierno de Estados Unidos de América para ser
llevados a juicio por los cargos de asociación criminal, incitación a la
revuelta, sospecha de traición.
Apagué la
radio.
—¿Bien?
—pregunté, a nadie en particular.
Bernstein abrió
los ojos.
—Probablemente
los rurales vendrán de camino. Lo mismo nos da volver y enfrentarnos al
temporal...
Cruzamos la
frontera en Ciudad Juárez. El FBI estaba esperando.
Todos los
periódicos y radios del mundo debieron de cubrir aquel juicio, todos los
sistemas radiofónicos, incluso la nueva e imperfecta televisión. No se nos
permitió ver más que a nuestro abogado. Samuels voló desde la costa oeste y
pasó una semana tratando de franquear a nuestros guardias. Nos dijo que no
habláramos con los periodistas, si alguna vez los veíamos.
—¿No habéis
visto los periódicos? Mejor... ¿Cómo os habéis metido en este lío? Debisteis
tener más vista.
Se lo dije.
Se quedó de
piedra.
—¿Estáis todos
locos?
Fue difícil de
convencer. Sólo el esfuerzo conjunto y las historias de todos le convencieron
de que tal máquina existía (habló con nosotros por separado, porque nos
mantenían aislados). Cuando vino a verme por segunda vez, era incapaz de
pensar coherentemente.
—¿Qué tipo de
defensa queréis?
Sacudí la
cabeza.
—Sabemos que
somos culpables de prácticamente todo bajo el sol si lo miras desde un lado.
Pero si lo miras desde otro...
Se levantó.
—Amigo, no
necesitas un abogado, necesitas un médico. Te veré más tarde. Tengo que meterme
esto en la cabeza antes de poder hacer nada.
—Siéntate. ¿Qué
piensas de esto? —y esbocé lo que tenía en mente.
—Pienso que...,
no sé lo que pienso. No lo sé. Hablaremos más tarde. Ahora mismo quiero un
poco de aire fresco.
Y se marchó.
Como en la
mayoría de los juicios, éste empezó con un recuento de los pecados de los
acusados, o de su falta (los hombres a quienes habíamos hecho chantaje al
principio hacía tiempo que habían recuperado su dinero, y tuvieron el buen
sentido de estarse calladitos. Podría deberse a que recibieron unos cuantos
avisos de que aún podrían haber un par de negativos por ahí sueltos. ¿Otro
delito? Claro). Con el mayor interés, permanecimos sentados en aquella gran
sala con columnas y escuchamos un triste relato.
Con
premeditación y alevosía habíamos difamado sin posibilidad de enmienda a hombres
grandes y generosos que habían hecho una carrera de la devoción al bienestar
público, puesto innecesariamente en peligro relaciones tradicionalmente
amistosas informando falsamente de hechos míticos, burlado de los valerosos
sacrificios de aquellos que habían dulce et gloria mori, y revuelto por
completo la paz mental de todo el mundo. Cada nueva acusación, cada lanza
verbal arrancaba acuerdos solemnes de la sala llena de dignatarios. Contra todo
sentido común, el juicio había sido transferido de la corte regular al Palacio
de Justicia. Lleno de jefazos, capitostes y pomposos legados de todo el mundo,
sólo los congresistas de los Estados más grandes, o con más votos, pudieron
apretujarse en los asientos recién instalados. Así que puedes suponer que fue un
público hostil el que se enfrentó a Samuel cuando comenzó el turno de la
defensa. Habíamos pasado la noche anterior juntos perfeccionando como podíamos
nuestra defensa planeada. Samuels tuvo el arrogante sentido del humor que
normalmente acompaña a la suprema autoconflanza, y estoy seguro de que disfrutó
en medio de todos aquellos capitostes sabiendo la bomba que iba a soltar. Era
un buen granadero.
—Creemos que
sólo hay una defensa posible, creemos que sólo una defensa es necesaria. Hemos
rehusado alegremente, sin prejuicios, nuestro derecho inalienable a ser
juzgados por un jurado. Hablaremos clara y directamente del asunto.
»Han visto
ustedes la película en cuestión. Han advertido, posiblemente, lo que ha sido
definido como sorprendente parecido de los actores de esa película con los
personajes nombrados y retratados. Quizá lo habrán achacado a una aparente
verosimilitud con la realidad. Creo que el primer testigo establecerá la
tendencia de nuestra reputación de las alegaciones de la acusación.
Llamó al primer
testigo.
—¿Su nombre,
por favor?
—Mercedes María
Gómez.
—Un poco más
alto, por favor.
—Mercedes María
Gómez.
—¿Su ocupación?
—Hasta el
pasado marzo era profesora en la Escuela para Sordos de Arizona. Entonces
solicité excedencia y me la concedieron. En este momento trabajo para el señor
Lefko.
—Si ve usted al
señor Lefko en la sala, señora, señorita...
—Señorita.
—Gracias. Si ve
al señor Lefko en esta sala, ¿quiere señalarlo? Gracias. ¿Quiere decirnos cuál
era su trabajo en la Escuela de Arizona?
—Enseñaba a
hablar a los niños sordos de nacimiento. Y a leer en los labios.
—¿Lee usted en
los labios, señorita Gómez?
—Soy
completamente sorda desde que tenía quince años.
—¿Sólo en
inglés?
—En inglés y en
español. Tenemos..., teníamos muchos niños de ascendencia mexicana.
Samuels pidió
un intérprete hispanohablante. Un funcionario del fondo se presentó voluntario
inmediatamente. Su embajador, que estaba presente, lo identificó.
—¿Quiere
llevarse este libro al fondo de la sala, señor? —se dirigió a la corte—. Si el
fiscal quiere examinar ese libro, descubrirá que es una edición española de la
Biblia.
El fiscal no
quiso examinarlo.
—¿Quiere usted
abrir la Biblia al azar y leer en voz alta?
El hombre la
abrió por el centro y leyó. En un silencio mortal, la corte se esforzó por
escuchar. No se podía oír nada dada la longitud de la enorme sala.
—Señorita Gómez
—dijo Samuels—. ¿Quiere tomar estos prismáticos y repetir para el tribunal lo
que el señor está leyendo en el otro extremo de la sala?
Ella cogió los
prismáticos y los enfocó diestramente sobre el funcionario, que había dejado
de leer y esperaba atento.
—Estoy
dispuesto.
—¿Quiere leer,
por favor?
Lo hizo, y
entonces la mujer repitió en voz alta, rápida y fácilmente, una sección que
podría haber sido cualquier parte. No sé hablar español. El funcionario
continuó la lectura durante otros dos minutos.
—Gracias, señor
—dijo Samuels—. Y gracias, señorita Gómez. Perdone, señor, pero ya que es
sabido que hay quien es capaz de memorizar la Biblia, ¿quiere decirle a la
corte si lleva encima algún escrito, algo que la señorita Gómez no haya podido
ver? —Sí, el hombre lo tenía—. ¿Quiere leerlo como antes? ¿Quiere usted,
señorita Gómez...?
Ella lo leyó
también. Entonces el oficial avanzó hasta el frente para escuchar al relator
del tribunal leer las palabras de la señorita Gómez.
—Eso es lo que
he leído —afirmó el funcionario.
Samuels cedió
su testigo al fiscal, quien hizo aún más experimentos. que sólo sirvieron para
convencer de que era igualmente buena como intérprete y lectora de labios en
cualquiera de los idiomas que había citado.
En rápida
sucesión, Samuels llevó al estrado al resto de los lectores de labios. En
rápida sucesión, demostraron que eran tan capaces como la señorita Gómez en su
propia especialidad lingüística. El ruso de Ambridge se ofreció generosamente
a traducir en su inglés de andar por casa cualquier otro lenguaje eslavo que
quisiera, y arrancó sonrisas dispersas de la zona de la prensa. El tribunal se
convenció, pero no llegó a ver el propósito de la exhibición. Samuels,
brillando de satisfacción y confianza, se volvió hacia él.
—Gracias a la
indulgencia del tribunal, y a pesar de los esfuerzos de la distinguida
acusación, hemos demostrado la casi sorprendente precisión de la lectura en
los labios, y de estos lectores de labios en particular —un juez asintió,
ausente—. Por tanto, nuestra defensa se basará en esa premisa y en otra que
hasta ahora hemos tenido que mantener necesariamente oculta: la película en
cuestión no era y definitivamente no es una representación ficticia de hechos
de autenticidad cuestionable. Cada escena de la película no contenía a actores
profesionales, sino a las personas originales nombradas y retratadas. ¡Cada
metro, cada centímetro de película no fue el resultado de elaboradas
reconstrucciones en estudio, sino una recopilación real de imágenes, una
recopilación real de documentales (si así pueden llamarse), montados y
presentados en forma narrativa!
—¡Eso es
ridículo! ¡Ningún documental...! —oímos decir a uno de los fiscales a través
del sorprendido murmullo general.
Samuels
prescindió de las objeciones y el tumulto para subirme al estrado. Tras las
preguntas preliminares habituales, se me permitió decir las cosas a mi modo.
Hostil al principio, el tribunal se interesó lo suficiente como para negar las
repetidas objeciones que volaban desde la mesa de los acusadores. Sentí que al
menos dos miembros del tribunal, aunque no del todo favorables, eran amistosos.
Por lo que puedo recordar, relaté las maniobras de los años pasados y terminé
con algo parecido a esto:
—Con respecto
al motivo de disponer las cosas para que sucedieran de la forma en que lo
hicieron, tanto el señor Laviada como yo fuimos incapaces de considerar la
perspectiva de destruir su descubrimiento pese al inevitable perjuicio que nos
supondría la necesaria investigación. No estábamos, ni estamos, dispuestos a
aprovecharnos o a permitir que un grupo limitado se aproveche del uso y
mantenimiento del secreto, si éste fuera posible. Y en cuanto a la otra única
alternativa —y miré directamente al juez Bronson, el liberal del grupo—, desde
la última guerra toda la investigación atómica ha estado bajo la dirección de
un consejo aparentemente civil, pero que en realidad se halla bajo la
«protección y dirección» del Ejército y la Armada. Esta «dirección y
protección», como cualquier físico competente asegurará alegremente, ha
demostrado no ser más que una cortina de humo para ocultar razonamientos
anticuados, ignorancia abismal e inestimables cantidades de chapuzas. Ahora mismo,
este país, o cualquier país lo bastante estúpido como para confiar en el rígido
sistema de la mente militar, lleva años de retraso respecto de cómo estaría si
se hubiera seguido el curso natural del descubrimiento y el progreso en el
campo nuclear y sus afines.
»Estábamos, y
estamos, firmemente convencidos de que el más mínimo atisbo de las
posibilidades inherentes y de la magnitud del descubrimiento del señor Laviada
habría significado, bajo el régimen actual, la confiscación instantánea y
obligatoria incluso de una patente supuestamente segura. Los dos pensamos que
ese descubrimiento no pertenece a un individuo, grupo, o corporación, ni
siquiera a una nación, sino al mundo y a quienes viven en él.
»Sabemos, y
estamos dispuestos y ansiosos por demostrarlo, que los asuntos domésticos y
externos no sólo de esta nación, sino de todas las naciones, son influidos y a
veces controlados por grupos esotéricos que manejan las teorías políticas y las
vidas humanas para acomodarlas a sus propios fines.
La sala estaba
llena de hosco silencio, llena de ácido odio e incredulidad.
—Los tratados
secretos, por ejemplo, y la propaganda falsa y malintencionada han controlado
durante demasiado tiempo las pasiones humanas y han conducido a los hombres al
odio; ladrones honorables se han corrompido demasiado tiempo en secreto en
altos pedestales que no merecían. La máquina puede hacer imposible la traición
y la falsedad. Debe hacerlo, si la guerra atómica no marchita la faz y el
destino del mundo.
»Todas nuestras
películas fueron realizadas con ese fin. Primero necesitábamos dinero y fama
para presentar a un público internacional lo que sabíamos que era verdad. Hemos
hecho cuanto hemos podido. A partir de ahora, este tribunal recoge la carga que
hemos llevado. No somos culpables de ninguna traición; no somos culpables de
ningún engaño; no somos culpables más que de ser profunda y verdaderamente humanos.
El señor Laviada desea que diga al tribunal y a la humanidad que hasta ahora ha
sido incapaz de dar su descubrimiento al mundo para que lo emplee como desee.
El tribunal me
miró. Todos los representantes extranjeros estaban en el borde de su asiento
esperando que los jueces ordenaran que nos fusilasen sin más dilación, los
brillantes uniformes estaban tensos, y los periodistas manejaban sus lápices
contra reloj. La tensión me secó la garganta. El discurso que Samuels y yo
habíamos preparado la noche anterior era una medicina fuerte. ¿Y ahora qué?
Samuels cubrió
tranquilamente la brecha.
—Con la venia;
el señor Lefko ha hecho algunas declaraciones sorprendentes. Sorprendentes,
pero ciertamente sinceras, y desde luego pueden ser demostradas o refutadas.
¡Pero serán probadas!
Se dirigió a la
puerta de la sala de conferencias que nos habían concedido. Mientras cientos
de ojos lo seguían, me resultó fácil bajarme del estrado y esperar, dispuesto.
Samuels sacó la máquina de la sala de conferencias, y Mike se levantó. Los
susurros que solidificaban el aire parecían decepcionados. La enchufó justo delante
del estrado.
Se hizo a un
lado mientras los técnicos de la televisión enfocaban con sus cámaras.
—El señor
Laviada y el señor Lefko les mostrarán... supongo que no habrá ninguna objeción
por parte de la acusación, ¿no? —los estaba desafiando.
Uno de los
fiscales estaba ya en pie. Abrió la boca vacilante, pero se lo pensó mejor y se
sentó. Hubo algunos cuchicheos. Samuels observaba al tribunal con un ojo, y a
la sala con el otro.
—Si el tribunal
accede, necesitaremos espacio. Si el alguacil..., gracias, señor. —Las largas
mesas fueron retiradas. Él se quedó allí, con todos los ojos de la sala
encima. Durante dos largos segundos permaneció quieto, luego se volvió y se
dirigió a su mesa—. Señor Lefko —y se inclinó formalmente. Se sentó.
Todos los ojos
se volvieron hacia mí y hacia Mike mientras él se acercaba a su máquina y se
quedaba allí silenciosamente. Me aclaré la garganta y me dirigí al estrado
como si no viera los micrófonos direccionales apuntando a mis labios.
—Juez Bronson.
Me miró fijamente,
y luego hizo lo mismo con Mike.
—¿Sí, señor
Lefko?
—Su
imparcialidad es bien conocida —las comisuras de sus labios se volvieron hacia
abajo mientras fruncía el ceño—. ¿Estaría dispuesto a ser usado como prueba de
que no habrá truco?
Lo pensó y
luego asintió lentamente. El fiscal protestó, y él lo mandó callar.
—¿Quiere
decirme dónde estaba exactamente en cualquier momento que quiera? ¿Cualquier
lugar del que esté absolutamente seguro y donde pueda verificarse que no había
cámaras ocultas u observadores?
Pensó.
Segundos. Minutos. La tensión aumentó, y yo tragué polvo. Habló en voz baja.
—Mil
novecientos dieciocho. El once de noviembre.
Mike me
susurró.
—¿Alguna hora
en particular? —pregunté.
El juez Bronson
me miró.
—Exactamente a
las, once. La hora del armisticio —hizo una pausa, luego continuó—. Cataratas
del Niágara. Cataratas del Niágara, Nueva York.
Oí chasquear
los mandos en medio del silencio, y Mike volvió a susurrar.
—Hay que apagar
las luces —el alguacil se levantó—. ¿Quiere por favor mirar la pared izquierda
o en esa dirección? Creo que si el juez Kassel se vuelve un poco... estaremos
preparados.
Bronson me
miró, y a la pared izquierda.
—Preparado.
Las luces se
apagaron y oí el murmullo de los técnicos de televisión. Toqué a Mike en el
hombro.
—¡Muéstraselo,
Mike!
Todos somos
actores en el fondo, y Mike no es ninguna excepción. De repente, de la nada,
brotó un torrente. Las cataratas del Niágara. Creo que he mencionado que nunca
he superado mi miedo a las alturas. Pocas personas llegan a hacerlo. Oí largos
y temblorosos jadeos mientras empezamos a bajar. A bajar, hasta que nos
detuvimos al borde de la silenciosa catarata, extraña en su congelada
majestuosidad. Mike había detenido el tiempo exactamente a las once. Se volvió
hacia la orilla americana. La recorrió lentamente. Había unos pocos turistas
de pie, en posturas casi cómicas. Había nieve en el suelo, copos en el aire. El
tiempo permaneció quieto, y los corazones se refrenaron en simpatía.
—¡Alto! —ordenó
Bronson.
Una pareja
joven. Falda larga, capote del ejército abotonado hasta el cuello, uno frente
al otro, abrazados. La manga de Mike rozó en la oscuridad y se movieron. Ella
lloraba y el soldado sonreía. Ella apartó la cabeza y él se la hizo volver.
Otra pareja los abrazó alegremente, y se pusieron a dar vueltas sin descanso.
La voz de
Bronson fue áspera.
—¡Es
suficiente! —la imagen se puso borrosa unos segundos.
Washington. La
Casa Blanca. El presidente. Alguien tosió como una pequeña explosión. El
presidente contemplaba un televisor. Dio un respingo y se irguió, sorprendido.
Mike habló por primera vez al tribunal.
—Ese es el
presidente de Estados Unidos. Está contemplando el juicio, que está siendo
radiado y televisado desde esta sala. Ahora mismo está escuchando lo que estoy
diciendo, y va a ver en su televisor lo que hizo hace un segundo.
El presidente
oyó aquellas palabras definitivas. Envarado, dirigió una mirada inconsciente a
la habitación, donde no encontró nada, y se volvió hacia la pantalla a tiempo
de verse repetir sus actos de un segundo antes. Lentamente, como en contra de
su voluntad, su mano se volvió hacia el interruptor de su aparato.
—Señor
presidente, no apague ese televisor —la voz de Mike era cortante, casi ruda—.
Debe oír esto, usted más que nadie en el mundo. ¡Debe comprender!
»Esto no es lo
que queríamos hacer, pero no nos quedó otro recurso para apelar a usted y a la
gente de este mundo retorcido. —El presidente parecía una estatua de hierro—.
Debe usted ver, debe comprender que tiene en sus manos el poder de hacer
imposible que la semilla de la guerra sea cultivada en secreto y robe al hombre
su juventud y su vejez o todo lo que atesora —su voz se suavizó, suplicante—.
Es todo lo que tengo que decir. Es todo lo que quiero. Es lo que cualquiera
querría, siempre —el presidente, inmóvil, se difuminó en la negrura—. Luces,
por favor.
Y casi
inmediatamente, el tribunal se retiró. Eso fue hace más de un mes.
Nos han quitado
la máquina de Mike, y estamos bajo custodia militar. Probablemente por nuestro
bien. Comprendemos que hay grupos dispuestos a lincharnos que se encuentran
sólo a una o dos manzanas de distancia. La semana pasada vimos a un fanático
gritar contra nosotros en la calle. No pudimos entender lo que decía, pero sí
entendimos algunos epítetos.
¡Diablos!
¡Anticristos! ¡Violación de la Biblia! ¡Violación de esto y lo otro!
Supongo que
algunos, aquí mismo, en la ciudad, se alegrarían de encender una idea para
cocinarnos en las llamas que nosotros mismos hemos hecho arder. Me pregunto
qué harán los distintos grupos religiosos ahora que se puede ver la verdad.
¿Quién sabe leer los labios en arameo, o latín, o copto? ¿Es un milagro, un
milagro mecánico?
Esto lo cambia
todo. Nos han trasladado. No sé adónde, excepto que el clima es cálido, y que
por la falta de civiles, estamos en una especie de reserva militar. Ahora
sabemos contra qué nos enfrentamos. Joe, lo que empezó siendo sólo una
ocupación para matar el tiempo, ha resultado ser un prefacio necesario para lo
que voy a pedirte. ¡Acaba con esto, y luego muévete rápido! No podremos
hacértelo llegar durante una temporada, así que continuaré un poco como
empecé, para matar el tiempo. Como nuestros recortes de prensa:
TABLOID:
...Un arma así
no puede, no debe ser dejada en manos faltas de escrúpulos. La última
producción profesional de la infame pareja demuestra qué distorsiones pueden
arrancarse de hechos aislados y mal interpretados. En manos de terroristas,
ninguna propiedad, ningún asunto de negocios, ninguna vida personal podría ser
sacrosanta, ninguna política exterior podría...
TIMES:
...colonias
amenazan firmemente... liquidación del Imperio... la carga del hombre blanco...
LE MATIN:
...lugar
legítimo... restaurar el orgullo de Francia...
PRAVDA:
...plan
imperialista democrático... nuestros gloriosos científicos están a punto de
anunciar...
NICHI-NICHI:
...incontrovertiblemente
demuestran la divina descendencia...
LA PRENSA:
...concesiones
petrolíferas... diplomacia del dólar...
DETROITJOURNAL:
...bajo
nuestras narices en una siniestra fortaleza en el Este... bajo supervisión
federal... perfección por nuestros técnicos de producción... una poderosa ayuda
a las agencias policiales... diatribas contra los políticos y los negocios
llevadas demasiado lejos... mañana revelaciones por...
L ´OSSERVATORE ROMANO:
Consejo de
cardenales... se esperan anuncios cada hora...
JACKSON STAR-CLARION:
...manejo
adecuado demostrará la falacia de la igualdad racial...
La prensa
gritaba casi unánimemente; Pegler echaba espuma por la boca; Winchell sonreía
sardónicamente. Nos enteramos de la superficie de la situación por la prensa.
Pero una guardia militar está compuesta de individuos, las doncellas limpian
las habitaciones de los hoteles, los camareros deben servir la comida, y una
cadena es tan fuerte como... Nos enterarnos de que aquello que pensamos es la
verdad de los que trabajan para vivir.
Hay reuniones
en las calles y en las casas, dos grupos de veteranos han despedido
arbitrariamente a sus oficiales, siete gobernadores han dimitido, tres
senadores y más de una docena de representantes se han retirado alegando «mala
salud», y el ánimo general es inquietante. Los viajeros internacionales
informan que lo mismo sucede en Europa, Asia hierve, y los aviones de
transporte no cesan de despegar de los aeropuertos de Sudamérica. El
comentario general es que se cuece una Enmienda Constitucional para prohibir
el uso de ningún instrumento similar por los individuos, y se sugiere que el
Gobierno lo manufacture y ceda su uso a sus agencias policiales o a corporaciones
financieras responsables; se murmura que se están formando caravanas de coches
por todo el país en dirección a Washington para exigir una decisión al tribunal
por la verdad de nuestros cargos; se sospecha que todos los servicios de
noticias están bajo directo control federal... o del Ejército. Parece ser que
hay miles de telegramas con reclamaciones y peticiones al Congreso que rara
vez se entregan.
Un día, la
doncella dijo:
—El hotel bien
podría estar cerrado. Todo está bloqueado; hay policías militares en todas las
puertas, y están echando a los otros clientes con toda la rapidez que pueden.
Todo esto no sería lo suficientemente grande para alojar las cartas y
telegramas dirigidos a ustedes, o a los que intentan entrar para verles. Tienen
pocas posibilidades —añadió sombríamente —. Hay militares por todas partes.
Mike me miró y
yo me aclaré la garganta.
—¿Qué piensa
usted de todo esto?
Habilidosamente,
ella golpeó y dio la vuelta a una almohada.
—Vi su última película antes de que la prohibieran. He visto todas sus películas. Cuando no tenía trabajo, escuchaba su juicio. Les oí cantarles las cuarenta. No me he casado porque mi novio nunca regresó de Birmania. Pregúntele a él qué piensa —e hizo un gesto con la cabeza al joven soldado que teóricamente tenía que impedirle hablar con nosotros—. Pregúntenle si quiere que un puñado de apestosos le diga que empiece a disparar sobre otro pobre diablo. Escuchen lo que dice, y luego pregúntenme si quiero que me tiren una bomba atómica encima sólo porque algunos oportunistas quieren más de lo que tienen.
Se marchó
súbitamente, y el soldado se fue con ella. Mike y yo nos tomarnos una cerveza y
nos acostarnos. La semana siguiente, los periódicos tenían cabeceras de un
kilómetro de altura.
EEUU SE QUEDA
CON EL RAYO MILAGROSO.
ENMIENDA
CONSTITUCIONAL
ESPERA QUE LOS
ESTADOS APRUEBEN
LA LIBERACIÓN
DE LEVIADA-LEFKO
Fuimos
liberados, sí. Bronson y el presidente fueron los responsables. Pero el
presidente y Bronson no saben, estoy seguro, que volvimos a ser arrestados
inmediatamente. Nos dijeron que nos mantendrían en «custodia preventiva» hasta
que suficientes Estados hubieran aprobado la enmienda constitucional propuesta.
El hombre de la máscara de hierro también estaba en lo que podríamos llamar
«custodia preventiva». Es tan probable que nos liberen corno a él.
No nos permiten
tener ningún periódico ni radio—, no dejan entrar ni salir comunicación alguna,
y no nos dan ninguna razón, como si no fuera necesario. Nunca, nunca nos
dejarán en libertad, y serian tontos si lo hicieran. Creen que si no podemos
comunicarnos, o si no podemos construir otra máquina, nos habrán arrancado los
colmillos, y cuando muera la excitación, caeremos en el olvido a una
profundidad de dos metros. Bueno, no podemos construir otra máquina. Pero
¿comunicarnos?
Míralo así. Un
soldado es un soldado porque quiere servir a su país. No quiere morir a menos
que su país esté en guerra. Incluso entonces, la muerte es sólo un último
recurso. Y la guerra ya no es necesaria, no con nuestra máquina. ¿En la
oscuridad? Intenta preparar un plan o una conspiración en absoluta oscuridad,
que es lo que sería necesario. Intenta planear o llevar a cabo una guerra sin
poner las cosas por escrito. Muy bien. Ahora...
El Ejército
tiene la máquina de Mike. El Ejército tiene a Mike. Lo llaman conveniencia
militar, supongo. ¡Idiotas! Cualquiera que esté por encima del grado de
subnormal puede ver que conservar esa máquina, esconderla, es invitar al mundo
a atacar, y atacar en autodefensa. Si cada nación, o cada hombre, tuviera una
máquina, todos estarían igualmente abiertos o igualmente protegidos. Pero si
sólo una nación o sólo un hombre puede ver, el resto no querrá estar ciego. Tal
vez lo hicimos todo mal. Dios sabe lo mucho que lo pensamos. Dios sabe que hicimos
cuanto pudimos para evitar que el hombre cayera en su propia trampa.
No queda mucho
tiempo. Uno de los soldados que nos vigilan te hará llegar esto, espero que
tengas aún oportunidad de leerlo.
Hace mucho te
dimos una llave, y esperábamos no tener que pedirte nunca que la usaras. Pero
ahora es el momento. Esa llave pertenece a una caja de seguridad del Banco de
Detroit. En esa caja hay cartas. Envíalas, no todas a la vez, ni al mismo
sitio. Irán a todas partes del mundo, a hombres que conocemos y hemos
observado bien: listos, honestos, y capaces de seguir los planes que hemos
pensado.
¡Pero tienes
que darte prisa! Un día de éstos alguien se preguntará si hemos construido más
de una máquina. No lo hemos hecho, por supuesto. Eso habría sido una locura.
Pero si algún joven teniente se apodera de esa máquina el tiempo suficiente
como para seguir nuestros movimientos descubrirá esa caja de seguridad, con
los planos y cartas dispuestas a ser repartidas. Puedes ver la necesidad de
darte prisa... Si el resto del mundo. o cualquier nación concreta, quiere esa
máquina, lucharán por ella. ¡Y lo harán! ¡Es necesario! Más tarde, cuando el
Ejército se habitúe a la máquina y sus capacidades, quedará claro para todos,
como ya lo es para Mike y para mí, que con todos los planes abiertos a la
inspección en cuanto se hacen, ninguna nación o grupo de naciones tendría la
más mínima oportunidad en la guerra. Así, si va a haber un ataque, tendrá que
ser letal, rápido y seguro. Ruego a Dios que no hayamos empujado al mundo a
una guerra que tratábamos de hacer imposible. Con todas las bombas atómicas y
cohetes construidos en estos últimos años... ¡Joe, tienes que darte prisa!
CG A GRP ATAQ 9
Informe informe
informe informe informe informe informe informe informe informe.
CMDTE GRP ATAQ
9A CG
EMPIEZA: Ningún
otro manuscrito encontrado. Registrado cuerpo de Lefko inmediatamente después
de aterrizar. Según el plan, Edificio Tres intacto. Supervivientes insisten
ambos en ser trasladados del Edificio Siete día anterior sondeo defectuoso.
Cuerpo de Laviada identificado a través de huellas dactilares. Solicito nuevas
instrucciones. FIN.
CG A CMDTE 32
RGTO ACORAZADO
EMPIEZA: Sellar
zona Banco Detroit. Informar inmediatamente estado cajas de seguridad.
Concedida cooperación completo equipo técnico en camino. FIN.
TEN. COR. TEMP.
ATT.
32 RGTO
ACORAZADO
EMPIEZA: Área
Banco Detroit vaporizada impacto directo. Radiactividad letal. Imposible que
cajas o ningún contenido subsistieran.
Repito, impacto
directo. Solicito permiso para avanzar a Área de Washington. FIN.
CG A TEN. COR.
TEMP. ATT
32 RGTO
ACORAZADO
EMPIEZA:
Permiso denegado. Remover las cenizas si es necesario, no importa a qué coste.
Repito, no importa a qué coste. FIN
CG A TODAS LAS
UNIDADES REPITO
TODAS LAS UNIDADES
EMPIEZA: Falta
de resistencia enemiga explica desvío de cohetes atómicos a veinticinco
kilómetros al SSE de Washington. único superviviente completamente destruido
tren especial asegura oficiales dejaron capital enemiga dos horas antes del
ataque. Notificar gobernadores locales donde sea necesario y obvio cese de
hostilidades. Ocupar áreas Plan Dos. Seguirán nuevas órdenes. FIN.
NOTAS
Thomas L. Sherred (1915-1985) Astounding Science Fiction, mayo 1947.
Se sabe muy
poco sobre Thomas L. Sherred aparte del hecho de que tiene experiencia en
publicidad y escritos técnicos. Su escasa obra de ciencia ficción (que incluye
una novela, Alien Island, 1970) contiene una fuerte dosis de cinismo
intercalado con siniestro humor. «E de esfuerzo» es su obra más famosa y
fue su primer relato de ciencia ficción publicado; ciertamente, es una de las
mejores primeras obras en la historia del género. Como verán cuando lo lean,
parece adelantado a su tiempo en varios aspectos, principalmente en su visión
de la burocracia gubernamental, que recibiría gran atención en la siguiente
década.
Este cuento
trata sobre una máquina que permite observar cualquier historia del pasado, así
que un grupo decidió dedicarse a la producción cinematográfica.
Se realizó una
película clase B, con este argumento, el cual también extrapola ideas de
mecánica cuántica.
El relato fue
también la piedra angular de la antología de Sherred First Person Peculiar
(1972), un libro que merece volver a ser editado.
(Hace poco
fanfarroneaba diciendo que, en el momento en que apareció el primer relato de
Poul Anderson, supe inmediatamente que estaba destinado a ser una de las
luminarias de la ciencia ficción. Bueno, antes de que piensen que soy infalible
para estas cosas, déjenme que les diga que sentí lo mismo sobre Thomas L.
Sherred cuando apareció «E de Esfuerzo». Como Marty ha dicho, es su
primer relato, y se trata de un trabajo tan acabado y excelente de un escritor
tan experimentado que di por hecho que veríamos muchas, muchísimas otras
historias suyas. Pero no fue así. ¡Yo no sé por qué. Y me parece una lástima.
I. A.)
Thomas L. Sherred murió en 1985, con posterioridad a la publicación original de esta antología.
FIN
Título
original: E for effort © 1947.
Traducción:
Rafael Martín Trechera.
Edición
digital: Ecólogo.