E DE ESFUERZO

Thomas L. Sherred

 

 

 

Un coche oficial recogió al capitán en el aeropuerto. Era grande y veloz. Tenso y erguido, el general se encontraba en un compartimiento estrecho y silencioso. El mayor esperaba al pie de los relucientes escalo­nes, que brillaban helados en el aire nocturno. Los neumáticos chirria­ron al detenerse el coche, y el capitán y el mayor subieron corriendo los escalones. No hubo palabras de saludo. El general se levantó rápida­mente, con la mano extendida. El capitán abrió un maletín y tendió un grueso fajo de papeles. El general los hojeó ansiosamente y escupió una frase al mayor. Este desapareció y su ronca voz resonó cortante en el pa­sillo. El hombre con gafas entró y el general le tendió los papeles. Con dedos temblorosos, el hombre con gafas los examinó. A una seña del ge­neral, el capitán se marchó, con una sonrisa orgullosa en su joven rostro cansado. El general tamborileó los dedos en la brillante superficie negra de la mesa. El hombre con gafas apartó los mapas arrugados y empezó a leer en voz alta.

 

Querido Joe:

Empecé esto sólo para matar el tiempo, porque me cansé de mi­rar por la ventana. Pero cuando llegaba casi al final empecé a coger el hilo de lo que ocurre. Eres la única persona que conozco que pue­de ayudarme, y cuando termines esta historia sabrás por qué debes hacerlo.

No sé quien te entregará esto. Quienquiera que sea, no querrá que le identifiques más tarde. Recuerda eso, Joe, y por favor, ¡apre­súrate!

Ed.

 

Todo empezó porque soy un vago. Cuando me despegué de las sába­nas y salí del hotel, todos los asientos del autobús estaban completos. Guardé mi maleta en el depósito de la estación y me fui a matar la hora que tenía hasta que saliera el próximo autobús. Ya sabes cómo es la terminal de autobuses: justo enfrente del Book-Cadillac y el Statler, en Wa­shington Boulevard cerca de Michigan Avenue. Como Main Street en Los Ángeles, o tal vez la sesenta y tres en su actual estado de deterioro en Chicago, adonde me dirigía. Películas baratas, tiendas de empeños y bares a montones, un billar o dos, restaurantes con filetes de hamburguesa, pan, mantequilla y café por cuarenta centavos. An­tes de la guerra, un cuarto.

Me gustan las tiendas de empeños. Me gustan las cámaras, me gus­tan las herramientas, me gusta mirar en escaparates repletos de todo tipo de cosas, desde maquinillas eléctricas a juegos de llaves o platos ca­ros. Así, con una hora por delante, crucé Michigan hasta la calle Seis y me fui a dar una vuelta por el otro lado. Hay un montón de chinos y me­xicanos en esa parte de la ciudad, los chinos dirigiendo los restaurantes y los mexicanos comiendo en Southern Home Cooking. Entre la Cuarta y la Quinta me detuve a contemplar lo que pasaba por ser un cine. Venta­nas pintadas de negro, carteles hechos a mano anunciando en español: «Estreno en Detroit... Un reparto de miles... Sólo esta semana... Diez centavos». Las pocas fotografías brillantes de 8 x 10 pegadas en las ventanas eran pobres ampliaciones, manchadas y arrugadas; imágenes de gente a caballo y lo que parecía ser una buena batalla. Todo por diez centavos. Justo lo que me apetecía.

Tal vez sea una suerte que la historia fuera mi fuerte en el colegio. Debe de haber sido la suerte, y desde luego no la inteligencia, lo que me hizo pagar diez centavos por una silla plegable sólidamente asentada (aunque los únicos otros clientes eran media docena de Hijos de la Or­den de la Tortilla) en un molde de dos capas de ajo. Me senté cerca de la puerta. Un par de bombillas de cien vatios que colgaban desnudas del techo me proporcionaron luz suficiente para mirar alrededor. Delante de mí, en la parte trasera del almacén, estaba la pantalla, que parecía una plancha de madera prensada pintada de blanco, y cuando tras mirar por encima del hombro vi el proyector de dieciséis milímetros, empecé a pensar que incluso diez centavos no eran ninguna bicoca. Con todo, me quedaban cuarenta minutos de espera.

Todo el mundo fumaba. Encendí un cigarrillo y el desanimado mexi­cano que había tomado mi dinero cerró la puerta y apagó las luces des­pués de dirigirme una mirada larga e interrogativa. Había pagado mi en­trada, así que le devolví la mirada. En cuestión de un minuto el viejo proyector empezó a martillar. Nada de títulos de crédito, ningún nom­bre de productor, ni de director, sólo un parpadeo experimental antes de un primer plano de un tipo con bigotes anunciado como Cortés. Lue­go un indio pintado y con plumas con el título de Guatemotzin, sucesor de Moctezuma; una vista aérea de una hermosa reproducción de Ciu­dad de México, 1521. Planos de la boca de viejos cañones abriendo fue­go, retrocediendo, grandes murallas escupiendo lascas de piedra bajo el fuego directo, indios flacos muriendo violentamente con las sacudidas de costumbre, humo, y bruma y sangre. La fotografía me sorprendió. No tenía los arañazos y cortes que caracterizan una copia vieja, nada borro­so, nada de la normal complacencia de la cámara ante el guapo héroe. No había ningún guapo héroe. ¿Has visto alguna vez una de esas pelícu­las francesas, o una película rusa, y advertido la sensación de realidad y profundidad que se consigue trabajando con un presupuesto peque­ño que no puede permitir actores famosos? Esto era igual de bueno, o mejor.

Hasta que la película no terminó con una panorámica de la desola­ción del terreno no empecé a sumar dos y dos. Con un presupuesto bajo no se puede tener un reparto de mil extras, o decorados lo suficientemen­te grandes como para llenar Central Park. La imitación de una muralla de cien metros cuesta lo suficiente como para irritar a los censores de cuentas, y había muralla de sobra. Aquello no encajaba con el mal mon­taje y la carencia de banda sonora, no a menos que la película hubiera sido rodada en los días del cine mudo. Y sabía que no era así por los to­nos de color conseguidos. Parecía una película bien ensayada y mal pla­nificada.

Los mexicanos se marchaban y los seguí hacia el lugar donde el de aspecto desanimado rebobinaba la cinta. Le pregunté dónde había con­seguido la copia.

—No he oído hablar de ninguna película épica a los agentes de publi­cidad últimamente, y parece una copia bastante reciente.

Él admitió que era reciente, y añadió que la había hecho él mismo. Yo no dije nada por amabilidad, y vi que él notaba que no le creía. Se enderezó junto al proyector.

—No me cree, ¿verdad?

Le dije que sí le creía, y que tenía que tomar un autobús.

—¿Le importaría decirme exactamente por qué?

Dije que el autobús...

—En serio. Agradecería que me dijera qué tiene de malo.

—No tiene nada de malo —le dije. Él esperó a que continuara—. Bueno, para empezar, ese tipo de películas no se hacen para el mercado de dieciséis milímetros. Tiene una reducción de un master de treinta y cinco milímetros. —Le di algunas de las razones que separan las pelícu­las caseras de las de Hollywood.

Cuando terminé, él continuó fumando en silencio durante un minuto.

—Ya veo. —Sacó la cinta del rebobinador y cerró la caja—. Tengo cerveza ahí atrás.

Reconocí que me apetecía, pero el autobús... bueno, sólo una. De la parte trasera de la pantalla sacó vasos de papel y una botella de Jumbo. Con un lastimero «Negocio suspendido», cerró la puerta y abrió la bote­lla con un abrelatas atornillado a la pared. El local había sido antes una tienda de alimentación o un restaurante. Había un montón de sillas. Co­gimos dos y nos sentamos. La cerveza estaba caliente.

 

—Sabe usted algo sobre este asunto —dijo él, tanteándome.

Lo tomé como una pregunta y me eché a reír.

—No mucho. Salud —y bebimos— Conducía un camión para la Film Exchange.

A él le hizo gracia aquello.

—¿Forastero en la ciudad?

—Sí y no. Básicamente, sí. Un problema de asma me hizo dejar la ciu­dad y mis parientes me hicieron regresar. Ya se acabó; el funeral de mi padre fue la semana pasada. —Él dijo que era una lástima, y yo dije que no—. También tenía asma. —Aquello fue una broma, y volvió a llenar los vasos.

Hablamos un rato sobre el clima de Detroit.

—¿No le vi por aquí anoche? —preguntó por fin, especulativamen­te—. A eso de las ocho. —Se levantó y fue por más cerveza.

Le llamé.

—Ninguna cerveza más para mí. —Me trajo una botella de todas for­mas, y miré mi reloj—. Bueno, sólo una.

—¿Fue usted?

—¿Fui yo qué? —tendí mi vaso de papel.

—¿No estuvo por aquí...?

Me sequé la espuma del bigote.

—¿Anoche? No, pero ojalá hubiera estado. Habría tomado mi auto­bús. No, anoche a las ocho estaba en el Motor Bar. Y estuve allí hasta medianoche.

Él se mordió el labio, pensativo.

—El Motor Bar. ¿Calle abajo? —asentí— El Motor Bar. Hm-m-m —le miré—. ¿Le gustaría...? Claro que sí.

Antes de que pudiera adivinar de qué estaba hablando, fue a la parte trasera y sacó una gran radiogramola y otra botella de Jumbo. Alcé la botella a la luz. Todavía medio llena. Miré mi reloj. Acercó la radio a la pared y levantó la tapa para manipular los botones.

—Extienda la mano hacia atrás, ¿quiere? El interruptor está en la pared.

Podía alcanzarlo sin tener que levantarme, y lo hice. Las luces se apagaron. Yo no lo esperaba, y me quedé con el brazo extendido. En­tonces las luces volvieron a encenderse y me volví, aliviado. Pero las lu­ces no estaban encendidas. ¡Estaba mirando la calle!

Bien, todo eso sucedió mientras bebía cerveza y trataba de conservar el equilibrio en una silla coja... la calle se movió, yo no lo hice, y era de día y de noche y me encontré delante del Book-Cadillac y entré en el Mo­tor-Bar y me vi pedir una cerveza y supe que estaba completamente des­pierto y que no soñaba. Poseído de pánico di un salto, y derribé sillas y cerveza mientras me rompía las uñas al palpar frenéticamente en busca del interruptor. Cuando lo encontré (y mientras tanto seguí viéndome lla­mar al camarero dando golpes en la barra) estaba a punto de sufrir un co­lapso. Era como si tuviera una pesadilla. Por fin, encontré el interruptor.

 

El mexicano me miraba con la expresión más extraña que jamás he visto, como si hubiera emplazado una trampa para ratones y hubiera cap­turado una rana. ¿Yo? Supongo que tendría cara de haber visto al dia­blo en persona. Tal vez así era. La cerveza cubría todo el suelo y apenas conseguí llegar a la silla más cercana.

—¿Qué...? —conseguí farfullar—. ¿Qué fue eso?

La tapa de la radio bajó.

—Yo también sentí lo mismo la primera vez. Lo había olvidado.

Mis dedos temblaban demasiado para coger un cigarrillo, y rasgué la parte superior del paquete.

—He preguntado qué era eso.

Se sentó.

—Era usted, en el Motor Bar., a las ocho de anoche.

Yo debía de estar blanco, porque me dio otro vaso de papel. Auto­máticamente, lo tendí para que volviera a llenarlo.

—Mire... —empecé a decir.

—Supongo que es un choque. Había olvidado lo que sentí la primera vez que... ya no me importa. Mañana iré a Phillips Radio.

Aquello no tenía sentido para mí. Se lo dije. Continuó.

—Estoy arruinado. Sin blanca. No me importa. Me venderé por di­nero y viviré de los royalties.

Expuso su historia, lentamente al principio, luego más rápidamente hasta que se puso a caminar de un lado a otro. Supongo que estaba can­sado de no tener nadie con quien hablar.

Su nombre era Miguel José Zapata Laviada. Le dije el mío; Lefko. Ed Lefko. Era hijo de unos recolectores de caña de azúcar que habían emigrado de México en los años veinte. Fueron lo bastante sensatos como para no discutir cuando su hijo mayor dejó los duros campos de Michigan para aprovechar la oportunidad ofrecida por una beca NYA. Cuando la beca se acabó, trabajó en garajes, condujo camiones, hizo de dependiente y vendió cepillos de puerta en puerta para subsistir y aprender. El Ejército interrumpió su educación con el primer recluta­miento para convertirlo en técnico de radar; el Ejército le licenció con honores y una idea tan nebulosa como una corazonada. Había muchos trabajos entonces, y no fue muy difícil terminar con dinero suficiente para alquilar un remolque y llenarlo con equipo de radar y radio sobran­te del ejército. Un año antes había terminado lo que comenzó, y lo hizo subalimentado, con falta de peso y exceso de excitación. Pero con éxito, porque lo había conseguido.

Lo instaló en un aparato de radio, para poder manejarlo con facili­dad y también para camuflarlo. Por razones comprensibles, no se atre­vió a patentarlo. Lo examiné con mucho cuidado. En el lugar de los con­troles de la radiogramola había muchos mandos de regulación. Uno grandote estaba numerado del 1 al 24, un par de ellos del 1 al 60, y había una docena aproximadamente numerados del 1 al 25, más dos o tres sin ningún número. Parecía una de esas radios modernas o comprobadores de motores que se encuentran en las superestaciones de servicio. Eso era todo, excepto que en lugar del chasis de la radio y el altavoz había una plancha de madera ocultando lo que había instalado. Un subterfu­gio perfectamente inocente para...

Las ensoñaciones son magníficas. Supongo que todos hemos tenido nuestra ración de riqueza mental, o fama, o viajes, o fantasía. Pero estar sentado en una silla y beber cerveza caliente y advertir que el sueño de si­glos no es ya un sueño, sentirse como un dios, saber que sólo girando unos cuantos mandos puedes ver y contemplar cualquier cosa, a quien sea, don­de sea, todo aquello que haya sucedido... aún me molesta de vez en cuando.

Sé que opera en alta frecuencia. Y hay mucho mercurio y cobre, y cables y metales baratos y fáciles de encontrar, pero qué va en qué par­te, o cómo, y sobre todo, por qué, está fuera de mi conocimiento. La luz tiene masa y energía, y esa ni asa siempre pierde parte de sí misma y pue­de ser convertida en electricidad, o en algo. El propio Mike Laviada dice que lo que ideó y desarrolló no era nada nuevo, que mucho antes de la guerra había sido observado muchas veces por hombres como Compton, Michelson y Pfeiffer, quienes lo descartaron por considerarlo un efecto de laboratorio inútil. Y, por supuesto, eso fue antes de que la investiga­ción nuclear cobrara importancia sobre todas las demás cosas.

Cuando el primer choque remitió (y Mike tuvo que hacerme otra de­mostración), debí de resultar todo un espectáculo. Mike dice que no po­día sentarme. Saltaba y caminaba de un lado a otro derribando sillas de mi camino o tropezando con ellas, mientras murmuraba palabras y fra­ses inconexas con más rapidez de lo que mi lengua podía pronunciar. Por fin, me di cuenta de que se estaba riendo de mí. No comprendí dón­de estaba la gracia, y le insulté. Empezó a enfadarse.

—Sé lo que tengo —replicó—. No soy el idiota más grande del mundo, como parece pensar. Tenga, vea esto —y se acercó a la radio—. Apague la luz.

Lo hice, y volví a verme en el Motor Bar otra vez, ahora mucho más feliz.

—Vea esto.

 

El bar desapareció. Vi la calle, dos manzanas hacia el ayuntamiento. Los peldaños hacia el salón de plenos. No había nadie. El consejo esta­ba en sesión, luego se fueron. No era una película, ni una proyección de una linterna mágica, sino un trozo de vida de un metro cuadrado. Si nos acercábamos, el campo de visión se estrechaba. Si nos alejábamos, el fondo quedaba tan enfocado como el primer plano. Las imágenes, si se las puede llamar así, eran tan reales y llenas de vida como si nos asomá­ramos a la puerta abierta de una habitación. Eran reales, tridimensiona­les, detenidas sólo por la pared negra o la distancia del fondo. Mike ha­blaba mientras manejaba los controles, pero yo estaba demasiado atur­dido como para prestar mucha atención.

 

Grité y extendí los brazos y cerré los ojos como harías si estuvieras mirando directamente algo con nada entre el suelo y tú excepto mucho humo y unas pocas nubes. Abrí los ojos casi al final de lo que debió de ser una larga zambullida en vertical, y allí estaba yo, mirando otra vez la calle.

—Sube hasta el cielo, baja al agujero más profundo en cualquier lu­gar, en cualquier momento —un borrón, y la calle se convirtió en un bosquecillo de pinos dispersos—. Un tesoro enterrado. Claro. ¿Con qué lo encuentro?

Los árboles desaparecieron y extendí la mano hacia el interruptor mientras él colocaba la tapa de la radio y se sentaba.

—¿Cómo se puede ganar dinero cuando no lo tienes para empezar?

No respondí.

—Puse un anuncio en el periódico ofreciéndome para recuperar ob­jetos perdidos; mi primer cliente fue la Ley pidiendo ver mi licencia de detective privado. He visto a todos los grandes especuladores del país sentados en sus despachos comprando y vendiendo y haciendo planes—, ¿qué cree que sucedería si intentara vender información de mercado avanzada? He visto subir y bajar la bolsa mientras apenas tenía el dinero necesario para comprar el periódico que me informaba sobre el tema. He visto a un puñado de indios peruanos enterrar el tesoro secreto de Atahualpa; no tengo dinero para ir a Perú, ni para comprar las herra­mientas para cavar. —Se levantó y trajo dos botellas más.

Continuó. Yo ya tenía un par de ideas.

—He visto a los escribas redactar los libros que se quemaron en Ale­jandría; ¿quién compraría uno, o quién me creería si copiara uno? ¿Qué sucedería si fuera a la Biblioteca y les dijera que reescriban sus histo­rias? ¿Cuántos lucharían por ponerme una soga al cuello si supieran que los he visto robar, asesinar y darse un baño? ¿Qué tipo de celda de aisla­miento conseguirla si apareciera con una foto de Washington, o César? ¿o Cristo?

Estuve de acuerdo en que aquello era probablemente cierto, pero...

—¿Por qué cree que estoy aquí ahora? Ya ha visto la película que exhibí por diez centavos. Un trabajo de diez centavos, y eso es todo, porque no tenía dinero para comprar película o para hacerla como sé que debería —empezó a trabársele la lengua. Estaba excitado—. Hago esto porque no tengo dinero para obtener las cosas que necesito para conseguir el dinero que precisaré... —Estaba tan disgustado que lanzó una silla al otro lado de la habitación de una patada.

Era fácil ver que si yo hubiera llegado un poco más tarde, Phillips Ra­dio se habría aprovechado. Tal vez habría sido mejor que me hubiera mantenido al margen.

Ahora bien, aunque siempre me han dicho que nunca valdría un co­mino, nadie me ha acusado nunca de ser lento para ganar un dólar. Es­pecialmente un dólar fácil. Vi dinero delante de mí, dinero fácil, el dine­ro más fácil y más rápido del mundo. Me vi durante un minuto en el futuro lejano, sentado en lo alto del montón, v la cabeza empezó a darme vueltas y me costó trabajo respirar.

 

—Mike —dije—. terminemos esta cerveza y vayamos a algún sitio donde podamos conseguir más, y tal vez algo para comer. Tenemos mu­cho de que hablar.

Y lo hablamos.

La cerveza es un lubricante extraordinariamente bueno; siempre he sido muy charlatán, y cuando salimos del garito tuve una idea bastante aproximada de lo que Mike tenía en mente. Cuando nos fuimos a dor­mir detrás de la pantalla del almacén, éramos camaradas. No recuerdo haber estrechado la mano al hacer el trato, pero la relación aún se man­tiene. Mike me estima, Y supongo que a mí me pasa lo mismo. Eso fue hace seis años; sólo tardé un año en doblar algunas de las esquinas que solía atajar.

Siete días después de aquello, un martes, viajé en autobús hasta Gros­se Pointe con un maletín lleno. Dos días después, me marchaba de Grosse Pointe en un taxi resplandeciente, con el maletín vacío y los bolsillos lle­nos de dinero. Fue fácil.

—Señor Jones (o Smith, o Brown), trabajo para Estudios Aristocrá­ticos, Retratos Personales y Cándidos. Pensamos que podría gustarle esta película de usted y... no, esto es sólo una copia. El negativo está en nuestros archivos... Pero si está realmente interesado, volveré pasado mañana con nuestros archivos... Estoy seguro de que lo hará, señor Jo­nes. Gracias, señor Jones...

¿Sucio? Claro. El chantaje es siempre sucio. Pero si tuviera una es­posa, familia y una buena reputación, me ceñiría al rosbif y me olvidaría del Roquefort. Roquefort muy oloroso, por cierto. A Mike le gustaba menos que a mí. Tuvimos una charla, y acabé citando aquello de que el fin justifica los medios y que de todas formas ellos podían permitírselo. Además, si había jaleo, conseguirían los negativos gratis. Algunos de ellos eran muy malos.

Así conseguimos el dinero; no mucho, lo suficiente para empezar. Antes de dar el siguiente paso, teníamos mucho que decidir. Hay un montón de gente que se gana la vida convenciendo a los demás de que la sopa Sticko es la mejor. Nosotros teníamos un problema más difícil; pri­mero, teníamos que crear un producto que pudiera venderse y dar bene­ficios; y segundo, debíamos convencer a millones de que nuestro «pro­ducto» era absolutamente honesto y totalmente preciso. Todos sabemos que si algo se repite el tiempo suficiente y en voz alta, bastante gente (o la mayoría) lo aceptará como si fuera una verdad de los evangelios. Aquello requería publicidad a escala internacional. Y ya que sólo ten­dríamos una oportunidad, debíamos acertar a la primera. Sin la máqui­na de Mike, el trabajo habría sido imposible; sin ella, el trabajo habría sido innecesario.

 

Muchísima agua pasó bajo el puente antes de que encontráramos lo que pensábamos (¡y aún pensamos!) que sería el único plan factible. Es­cogimos el único medio posible de entrar en todas las mentes del mundo sin luchar; el campo del entretenimiento. Era imperioso mantenerlo en secreto absoluto, y sólo cuando llegamos al último punto decimal nos movimos. Empezamos así:

Primero buscamos un edificio adecuado; o Mike lo hizo mientras yo viajaba al este, a Rochester, durante un mes. El edificio que alquiló era un antiguo banco. Teníamos ventanas selladas, una oficina elegante en la parte delantera (el cristal a prueba de balas fue idea mía), aire acondi­cionado, un bar portátil, cables eléctricos de todos los tipos que Mike de­seaba, y una secretaría rubia que creía trabajar para los Laboratorios Ex­perimentales M-E. Cuando regresé de Rochester, me encargué de hacer felices a albañiles y electricistas, mientras que Mike se entretenía en nues­tra suite en el Book, desde donde podía ver su viejo almacén a través de la ventana. Lo último que oí es que vendían aceite de serpiente. Cuando el Estudio, como nos dio por llamarlo, quedó terminado, Mike se trasladó a él v la rubia se dedicó a la rutina de leer historias de amor y a decir no a todos los vendedores que aparecían. Me marché a Hollywood.

Pasé una semana examinando los archivos de Central Casting antes de sentirme satisfecho, pero hizo falta un mes de husmear y dar dinero bajo cuerda para alquilar una cámara que pudiera manejar película Tru­color. Eso me quitó la mayor carga de encima. Cuando volví a Detroit, la gran cámara panorámica había llegado de Rochester, junto con un ca­mión con placas de cristal de colores. Listos para empezar.

Hicimos toda una ceremonia. Cerramos las persianas venecianas y descorché una de las botellas de champán que había comprado. La se­cretaria rubia quedó impresionada—, todo lo que hacía por su salario era aceptar la entrega de paquetes y cajas. No teníamos copas, pero no nos preocupó demasiado. Demasiado nerviosos y excitados para beber más de una botella, le dimos el resto a la rubia y le dijimos que se tomara el resto de la tarde libre. Después de que se marchara (y creo que se sintió decepcionada por tener que interrumpir lo que podría haber sido una buena fiesta), nos encerramos, entramos en el estudio propiamente di­cho, volvimos a encerrarnos y empezamos a trabajar.

He mencionado que las ventanas estaban selladas. Toda la pared in­terior había sido pintada de negro, y con el alto techo propio del vestí­bulo del antiguo banco era impresionante, pero no sombrío. En la mitad del estudio estaba emplazada la gran cámara Trucolor, cargada y dis­puesta. No podíamos ver mucho de la máquina de Mike, pero yo sabía que estaba en un lado, para que proyectara sobre la pared negra. No so­bre la pared, compréndelo, porque las imágenes producidas se proyec­tan en el aire, como cuando los rayos de dos focos se encuentran. Mike alzó la tapa y pude ver su silueta contra las pequeñas luces de los mandos.

—¿Bien? —dijo, expectante.

Me sentí muy bien en ese momento, derecho a la fortuna.

 

Es toda tuya, Mike.

Chasqueó un interruptor. Y allí apareció. Un joven, muerto a los veinticinco años, lo bastante real como para poder tocarlo. Alejandro. Alejandro de Macedonia.

Hablemos en detalle de aquella primera película. No creo que pueda olvidar nunca lo que sucedió en el año siguiente. Primero seguimos a Ale­jandro a lo largo de su vida, de principio a fin. Nos saltamos, naturalmen­te, las cosas pequeñas que hizo, adelantamos días, semanas y años de un tirón. De vez en cuando lo perdíamos, o descubríamos que se había mo­vido en el espacio. Eso significaba que teníamos que volver atrás y luego continuar, como la artillería haciendo disparos de prueba, hasta que lo volvíamos a encontrar. Ayudados sólo ocasionalmente por sus biografías publicadas, nos sorprendió advertir cuántas distorsiones había en su vida. A menudo me pregunto por qué se crean las leyendas. Ciertamente, las vidas de los famosos son tan emocionantes y atractivas como la ficción. Por desgracia teníamos que ceñirnos a las historias aceptadas. Si no lo hubiéramos hecho, todos los profesores nos habrían dirigido una mirada de desprecio. No podíamos correr ese riesgo. No al principio.

Después de que supiéramos aproximadamente lo que había sucedi­do y dónde, usamos nuestras notas para volver a lo que parecía una sec­ción particularmente fotogénica y trabajamos en aquello durante una temporada. Finalmente, tuvimos una buena idea de lo que íbamos a fil­mar. Entonces escribimos un guión que seguir, contando con que des­pués tendríamos que doblar las escenas. Mike usó su máquina como proyector y yo manejé la cámara Trucolor en foco fijo, como si tomara imágenes en movimiento de una película. En cuanto terminábamos un rollo corríamos a Rochester a revelarlo, en lugar de hacerlo en una de las empresas de Hollywood que trabajaban más barato. Rochester está tan acostumbrado al horrible material de aficionados que dudo que na­die mire nunca nada. Cuando recibíamos la cinta revelada, la repasába­mos para comprobar nuestra elección de escenas, el sentido del color y todo lo demás.

Por ejemplo, tuvimos que mostrar las peleas tradicionales con su pa­dre, Filipo. La mayoría las hicimos más tarde, con dobles. Olympias, su madre, y las serpientes sin colmillos que llevaba no necesitaron ningún doble, ya que usamos un ángulo y una distancia que no requerían con­versación. La escena en que Alejandro montaba el caballo que nadie más podía cabalgar salió de la imaginación de algún biógrafo, pero pen­samos que era tan famosa que no podíamos dejarla fuera. Doblamos los primeros planos después y el jinete real fue un joven escita que frecuen­taba los establos reales. Roxana fue real, igual que el resto de las espo­sas persas de Alejandro. Afortunadamente, la mayoría tenía suficiente carne para parecer atractivas. Filipo y Parmenio y el resto de los perso­najes tenían buenas barbas, lo que hizo fácil el doblaje necesario (si su­pieras cómo se afeitaban en aquella época, entenderías por qué las bar­bas eran tan populares).

 

El mayor problema lo tuvimos con las tomas en interiores. Los pabi­los humeantes en un cuenco de grasa, no importaba cuán llenos estuvie­ran, eran demasiado tenues incluso con película rápida. Mike superó el problema haciendo pasar la cámara Trucolor a un solo fotograma por segundo. Eso explica la sorprendente claridad y la profundidad de en­foque que conseguimos con una lente fija. Teníamos todo el tiempo del mundo para elegir los mejores ángulos de cámara y las mejores escenas; los mejores actores del mundo, caros movimientos de cámara o tomas repetidas con las que el director más exigente no podía competir. Tenía­mos toda una vida de donde elegir.

Finalmente, tuvimos rodado el ochenta por ciento de lo que se ve en la película terminada. Amontonamos los rollos y nos pusimos a contem­plar extasiados nuestra obra. Era aún más excitante, más espectacular de lo que nos habíamos atrevido a esperar; la falta de continuidad y so­nido no nos impidió advertir que era un hermoso trabajo. Habíamos he­cho lo que habíamos podido, y lo peor estaba todavía por venir. Así que mandamos buscar más champán y le dijimos a la rubia que teníamos mo­tivos de celebración. Ella se rió.

—¿Qué están haciendo ahí dentro? —preguntó—. Todos los vende­dores que vienen quieren saber qué hacen.

Abrí la primera botella.

—Dígales que no lo sabe.

—Eso es lo que les digo. Creen que soy horriblemente estúpida.

Todos nos reímos de los vendedores.

Mike estaba pensativo.

—Si vamos a hacer esto muy a menudo, deberíamos comprar esas copas de base hueca que están de moda.

A la rubia le gustó aquello.

—Y podíamos guardarlas en el último cajón de mi escritorio —arru­gó agradablemente la nariz—. Estas burbujas... ¿Saben? Es la primera vez que pruebo el champán, excepto en una boda, y entonces fue sólo una copa.

—Sírvele otra —sugirió Mike—. La mía también está vacía —lo hice—. ¿Qué ha hecho con las botellas que se llevó a casa la última vez?

Un sonrojo y una risita.

—Mi padre quiso abrirlas, pero le expliqué que usted había dicho que las guardara para una ocasión especial.

Para entonces, yo ya tenía los pies en lo alto de la mesa.

—Ésta es una ocasión especial —invité—. Tome otra, señorita... por cierto, ¿cuál es su nombre de pila? Odio las formalidades después de las horas de trabajo.

Ella se sorprendió.

—¡Y usted y el señor Laviada firman mis cheques cada semana! Es Ruth.

—Ruth. Ruth —pronuncié el nombre entre burbujas, y me pareció bien.

 

Ella asintió.

—Y su nombre es Edward, y el del señor Laviada es Migwell. ¿No? —y le sonrió.

—Miguel —mi socio devolvió la sonrisa—. Una vieja costumbre es­pañola. Normalmente lo acortamos a Mike.

—Si me alcanza otra botella —ofrecí—, acorte Edward a Ed.

Ella la tendió.

Cuando llegamos a la cuarta botella, estábamos tan contentos como pulgas en un perro. Al parecer, ella tenía veinticuatro años, era libre, soltera y le encantaba el champán.

—Pero —borboteó tristemente—, me gustaría saber qué hacen ahí dentro a todas horas del día y de la noche. Sé que pasan aquí algunas no­ches porque he visto su coche aparcado.

Mike se lo pensó un poco.

—Bueno —dijo incómodamente—, hacemos fotos —guiñó un ojo—. Incluso podríamos hacerle fotos a usted si nos convence.

Yo continué.

—Hacemos fotos de modelos.

—Oh, no.

—Sí. Modelos de cosas, personas y demás. Pequeñas. Los hacemos parecer reales.

Creo que ella se sintió un poco desilusionada.

—Bueno, ahora lo sé, y eso me hace sentir mejor. Firmo todas esas facturas en Rochester y no sé qué hago. Excepto que deben ser películas o algo así.

—Eso es lo que son, películas y similares.

—Bueno, me molestaba... No, sólo un par de copas más.

Sólo dos más. Ella tenía buena capacidad. Le pregunté si le gustaría tomarse unas vacaciones. Respondió que no lo había pensado aún.

Le dije que sería mejor que empezara a hacerlo.

—Pasado mañana nos vamos a Los Ángeles, Hollywood.

—¿Pasado mañana? Pero...

La tranquilicé.

—Cobrará usted igual. Pero no sabemos cuándo volveremos, y no tiene mucho sentido que esté aquí todo el día sin hacer nada.

—Vamos por esa botella —dijo Mike.

Se la alcancé.

—Recibirá sus cheques igualmente —continué—. Si quiere, le paga­remos por adelantado para...

Yo empezaba a llenarme de champán, igual que ellos. Mike murmu­raba para sí. La rubia, Ruth, tenía algunos problemas con mi ojo izquier­do. Entendí cómo se sentía, porque yo tenía algunos problemas para mirar cuando ella volcó la silla giratoria. Ojos azules, muy alta, pelo ri­zado. Hm-m-m-m. Demasiado trabajo y poca diversión... Me tendió la última botella.

Reprimió un hipido.

 

Voy a quedarme con los corchos... No, nada de eso, Mi padre que­rrá saber en qué pienso, bebiendo así con mis jefes.

Respondí que no era buena idea enojar a un padre. Mike dijo que era una tontería preocuparnos con malas ideas, cuando él tenía una bue­na. Nos interesamos. Nada como una buena idea para animar las cosas.

—Nos vamos a Los Ángeles.

Asentimos solemnemente.

—Nos vamos a Los Ángeles a trabajar.

Asentimos otra vez.

—Nos vamos a trabajar a Los Ángeles. ¿Qué haremos con la hermo­sa rubia que nos escribe las cartas?

Horrible. Se acabó la hermosa rubia para escribir cartas y beber cham­pán. Triste caso.

—De todas formas tendremos que contratar a alguien para que es­criba las cartas. Puede que no sea rubia. No hay rubias en Hollywood. Al menos, no buenas. Así que...

Vi la maravillosa idea, y acabé por él.

—¡Así que nos llevamos a la hermosa rubia a Los Ángeles para que escriba las cartas!

¡Vaya idea! Una botella antes y su brillantez habría quedado oscure­cida. Ruth borboteó como una botella recién abierta y Mike y yo nos que­damos sentados, sonriendo como idiotas.

—¡Pero no puedo marcharme así por las buenas pasado mañana...

Mike se sentía magnánimo.

—¿Quién dijo pasado mañana? Cambiemos de opinión. Marchémo­nos ahora mismo.

Ella quedó anonadada.

—¡Ahora mismo! ¿Así y ya está?

—Eso es. Así y ya está —me mantuve firme.

—Pero...

—Nada de peros. Ahora mismo. Así y ya está.

—No tengo nada que ponerme...

—Venden ropa en todas partes. La mejor, en Los Angeles.

—Pero mi pelo...

Mike sugirió un corte de pelo en Hollywood.

Di un golpe en la mesa. Era sólida.

—Llame al aeropuerto. Tres billetes.

Ella llamó al aeropuerto. Intimaba con facilidad.

En el aeropuerto dijeron que había vuelos a Chicago cada hora. y que desde allí podríamos hacer transbordo para Los Angeles. Mike qui­so saber por qué estaba perdiendo el tiempo al teléfono cuando podíamoss estar ya en camino. Deteniendo la rueda del progreso, polvo en la maquinaria. Un minuto para coger su sombrero.

—Llame a papi desde el aeropuerto.

Sus objeciones fueron fáciles de rebatir con unas cuantas descripciones de lo divertido que sería vivir en Hollywood. Dejamos un cartel en la puerta: «Hemos salido a almorzar. Volveremos en diciembre», y lle­gamos al aeropuerto a tiempo para tornar el avión de las ocho, pero sin él para llamar a papi. Le dije al encargado del aparcamiento que conser­vara el coche hasta que tuviera noticias mías, y subimos al avión justo a tiempo. Retiraron las escalerillas, los motores se pusieron en marcha y despegamos. Ruth se sujetaba el sombrero para protegerse de la brisa imaginaria.

Tuvimos que esperar dos horas en Chicago. No sirven licor en el ae­ropuerto, pero un amable taxista nos encontró un bar convenientemen­te carretera abajo, y desde allí Ruth llamó a su padre. Nos mantuvimos cautamente apartados de la cabina, pero por lo que Ruth nos dijo, debió de enfadarse por su acto de rebeldía. El camarero no tenía champán, pero nos dio el tratamiento especial para aquellos que lo piden. El taxis­ta se encargó de que tomáramos el avión dos horas más tarde.

En Los Angeles nos alojamos en el Commodore, sobrios y avergon­zados de nosotros mismos. Al día siguiente Ruth fue a comprar ropa, para ella y para nosotros. Le dimos nuestra talla y dinero suficiente para suavizar su resaca. Mike y yo hicimos algunas llamadas. Después del de­sayuno, nos sentamos a esperar, hasta que el recepcionista anunció que un tal Lee Johnson quería vernos.

Lee Johnson era del tipo profesional, el vendedor experto. Alto, bas­tante amistoso, de habla entrecortada. Nos presentarnos como produc­tores en potencia. Sus ojos brillaron cuando lo dijimos. Su especialidad.

—No exactamente como piensa —le dije—. Ya tenemos el ochenta por ciento o más del producto final.

Quiso saber de dónde procedíamos.

—Tenemos varios miles de metros de película Trucolor. No se mo­leste en preguntar dónde o cuándo la conseguimos. La película es muda.

Necesitaremos efectos de sonido y doblar los diálogos.

Asintió.

—Bastante fácil. ¿En qué estado está la copia master?

—Perfecta. Ahora la tenemos en la caja fuerte del hotel. Hay partes de la historia que rellenar. Necesitaremos varios actores y actrices. Y to­dos tendrán que hacer su doblaje con dinero, pero sin aparecer en los tí­tulos de crédito.

Johnson enarcó las cejas.

—¿Y por qué? Aquí, los títulos de crédito son el pan de cada día.

—Por varias razones. Esta película fue hecha, no importa dónde, con la condición de que los créditos no favorecieran a nadie.

—Si tienen suerte de encontrar a los actores entre películas y películas, puede que lo consigan. Pero si la película merece la pena, mis mu­chachos querrán aparecer en los créditos. Y creo que tienen derecho.

Dije que me parecía bastante razonable. El equipo técnico era esen­cial, y estaba dispuesto a pagar bien. Particularmente para mantener sus bocas cerradas hasta que la copia estuviera lista para su estreno. Tal vez incluso después.

 

Antes de continuar —Johnson se levantó y tomó su sombrero—, demos un vistazo a esa copia. No sé si podemos...

Adiviné qué estaba pensando. Aficionados. Películas caseras. ¿Tal vez películas guarras?

 

Sacamos los rollos de la caja fuerte del hotel y nos dirigimos a su la­boratorio, cerca de Sunset. La capota estaba echada y Mike expresó en voz alta su deseo de que Ruth tuviera bastante sentido como para com­prar camisas deportivas que no picaran.

—¿Su esposa? —preguntó Johnson, sin ningún interés.

—Secretaria —respondió Mike en el mismo tono casual—. Llega­mos anoche y ha salido a comprar ropa ligera.

Nuestra estima aumentó visiblemente a ojos de Johnson.

Un portero salió del laboratorio para coger el maletín que contenía las cintas. Se trataba de un edificio largo y bajo, con las oficinas en la parte delantera y el laboratorio propiamente dicho al fondo. Johnson nos hizo entrar por una puerta lateral y mandó buscar a alguien cuyo nombre no entendimos. Se trataba de un operador, que cogió los rollos y desapareció de inmediato en la sala de proyección. Nos sentamos du­rante un minuto en los cómodos sillones hasta que el operador anunció que estaba listo. Johnson nos miró y asentimos. Pulsó un interruptor si­tuado en el brazo de su sillón y las luces del techo se apagaron. Empezó la película.

Tal como estaba, duraba ciento diez minutos. Los dos observábamos a Johnson como un gato a una madriguera de ratones. Cuando la pelícu­la acabó, señaló que encendieran las luces con el mando de su silla. Se encendieron. Nos miró.

—¿Dónde han conseguido esa copia?

Mike le sonrió.

—¿Podernos hacer negocio?

—¿Hacer negocio? —dijo vehementemente—. Puede apostar su vida a que sí. ¡Haremos el negocio más grande que haya visto jamás!

El operador bajó.

—Eh, está muy bien. ¿Dónde la han conseguido?

Mike me miró.

—Esto no debe trascender —dije.

Johnson miró a su hombre, que se encogió de hombros.

—No es asunto mío.

—No la rodaron aquí. No importa dónde fue.

Johnson se levantó y empezó a dar vueltas.

—¡Europa! Hm-m-m. Alemania. No, Francia. Rusia, tal vez. ¿Eins­tein, o Eisenstein, o como se llame?

Sacudí la cabeza.

—Eso no importa. Los actores están todos muertos o retirados, pero sus herederos... bueno, ya sabe a qué me refiero.

 

Lo sabía.

—Absolutamente de acuerdo. No tiene sentido correr riesgos. ¿Dón­de está el resto?

—¿Quién sabe? Tuvimos suerte de salvar eso. ¿Puede hacerse?

—Se puede —pensó durante un momento—. Que venga Bernstein. Y Kessler y Marrs, también.

El operador se marchó. En unos minutos, Kessler, un hombretón, y Marrs, un joven y nervioso fumador empedernido, llegaron con Berris­tein, el encargado de sonido. Hicimos las presentaciones y Johnson pre­guntó si nos importaba volver a ver la película de nuevo.

—No. Nos gusta más que a usted.

En cuanto la película terminó, Kessler, Marrs y Bernstein nos bom­bardearon a preguntas. Les dimos la misma respuesta que a Johnson, pero nos complació su reacción, y se lo dijimos.

—Me gustaría saber quién estaba detrás de la cámara —gruñó Kess­ler—. Es lo mejor que he visto desde Ben Hur. Mejor que Ben Hur. El tipo es bueno.

—Es lo único que puedo decirte —le gruñí a mi vez—. La fotografía fue hecha por los tipos con quienes está hablando. Gracias por sus ama­bles palabras.

Los cuatro se quedaron boquiabiertos.

—Así es —dijo Mike.

—¡Eh, eh! —exclamó Marrs.

Todos nos miraron con nuevo respeto. Me gustó.

Johnson rompió el silencio cuando se volvió torpemente.

—¿Cuál es el paso siguiente?

Fuimos al grano. Mike, como de costumbre, se contentó con quedarse allí sentado con los ojos medio cerrados, escuchando, mientras yo lo tra­taba todo.

—Queremos doblar el sonido.

—Con mucho gusto —dijo Bernstein.

—Al menos una docena, o tal vez más, de actores que se parezcan a los personajes que han visto.

Johnson parecía confiado.

—Es fácil. Central Casting tiene la foto de todo el mundo desde el Año Uno.

—Lo sé. Ya lo hemos comprobado. No hay ningún problema. Ten­drán que trabajar por dinero y sin aparecer en los títulos de crédito, por razones que ya he explicado al señor Johnson.

—Apuesto a que puedo conseguirlo —gimió Marrs.

—Hazlo —replicó Johnson. Se volvió hacia mí—. ¿Qué más?

No lo sabía.

—Todavía no tenemos planes de distribución. Habrá que encargarse de eso.

—Será coser y cantar —dijo alegremente Johnson—. Una ojeada a las batallas y United Artist escupirá a la cara de Shakespeare.

 

—¿Qué hay de las otras tomas? —intervino Marrs—. ¿Han contra­tado a un escritor?

—Tenemos lo que pasará por un script de rodaje, o lo tendremos den­tro de una semana o así. ¿Quiere echarnos una mano?

Quiso.

—¿Cuánto tiempo tenemos? —interpuso Kessler —. Va a ser un tra­bajo largo. ¿Para cuándo lo queremos? —Ya hablaba en primera perso­na del plural.

—Para ayer —replicó Johnson, y se levantó—. ¿Alguna idea para la música? ¿No? Probaremos con Werner Janssen y sus muchachos. Berns­tein, eres responsable de esa copia a partir de ahora. Kessler, avisa a tu equipo y que le eche un vistazo. Marrs, tú irás con los señores Lefko y La­viada para revisar los archivos de Central Casting a su conveniencia. Man­ténte en contacto con ellos en el Commodore. Ahora, si pasan ustedes a mi despacho, discutiremos los acuerdos financieros...

Fue así de sencillo.

Oh, no digo que fuera un trabajo fácil ni nada por el estilo, porque durante los siguientes meses estuvimos jugando a la abejita ocupada. Tuvimos que encontrar al único actor registrado en Central Casting que se parecía a Alejandro (resultó ser un joven armenio que había renun­ciado a la esperanza de ser llamado para las listas de extras y se había vuelto a casa en Santee), preparar el reparto y probar al resto de los ac­tores, además de maldecir a los de vestuario y a los muchachos que construían los decorados. Incluso Ruth, que se había reconciliado con su padre tras escribirle varias cartas tranquilizadoras, se ganó por una vez el sueldo. Nos turnarnos dictándole hasta que tuvimos un guión que nos satisfizo, a Mike, a mí y al joven Marrs, quien resultó ser un zorro con los diálogos.

Lo que quiero decir realmente es que fue sencillo e inmensamente gratificante romper el cascarón de los tipos duros que habían visto ir y venir peliculones épicos y fiascos de taquilla. Estaban realmente impre­sionados con lo que habíamos hecho. Kessler quedó decepcionado cuan­do nos negamos a tomarnos la molestia de fotografiar el resto de la pelícu­la. Simplemente dijimos que estábamos muy ocupados y que confiábamos en que él lo haría tan bien corno nosotros. Se superó a sí mismo, y a no­sotros también. No sé qué habríamos hecho si nos hubiera pedido un con­sejo concreto. Supongo, cuando lo pienso, que los muchachos que conocimos y con los que trabajamos estaban tan cansados de hacer la plétora habitual de películas B que se alegraron de conocer a alguien que supie­ra la diferencia entre las lágrimas de glicerina y la realidad y no que le importara si costaba dos dólares de más. Pensaban que éramos un par de ricachones de la ciudad forrados de pasta. Espero.

Finalmente, terminamos. Nos sentamos en la sala de proyección: Mike y yo, Marrs y Johnson, Kessler y Bernstein, y todos los técnicos menores que habían compartido la enorme cantidad de trabajo; vimos el producto acabado. Era magnífico. Todo el mundo había hecho bien su labor. Cuando Alejandro salía en la pantalla, era Alejandro Magno (el muchacho armenio recibió una buena gratificación). Todos aque­llos vívidos colores, toda la riqueza, la magnificencia y el hechizo pare­cían salir de la pantalla y elavársete en la mente. Incluso Mike y yo, que habíamos visto el original, nos mantuvimos al borde de nuestros asientos.

El crudo realismo y la magnitud de las escenas de batalla, creo, fue lo que completó realmente la película. La sangre, naturalmente, es glo­riosa cuando es ficticia y los muertos se levantan para ir a almorzar. Pero cuando Bill Maudin ve una película y vende un artículo sobre la simili­tud de la infantería de todas las épocas... bueno, Maudin sabe lo que es la guerra. Igual que los soldados de todo el mundo que escribieron com­parando Arbela con Anzio y Argonne. El cansado campesino, nada es­toico, que recorre kilómetro tras kilómetro de llanuras polvorientas y acaba siendo un cadáver apestoso, desnudo y ajado que asoma bajo un montón de moscas no es muy diferente cuando lleva una espada en vez de un rifle. Tratamos de dejar aquello bien claro, y lo conseguimos.

Cuando las luces se encendieron en la sala de proyección sabíamos que teníamos un ganador. Nos estrechamos las manos, orgullosos como un grupo de pingüinos y con los pechos igual de henchidos. El resto de los hombres se marchó y nosotros nos retiramos al despacho de Johnson. Nos sirvió un trago y nos pusimos a hablar de negocios.

—¿Qué hay de la distribución?

Le pregunté qué pensaba.

—Hagan lo que quieran —se encogió de hombros—. No sé si lo sa­ben, pero ya ha corrido la voz de que tienen algo importante.

Les dije que nos habían llamado al hotel desde varios sitios, y los nombré.

—¿Advierte lo que quiero decir? Conozco a esos tipos. Manténgan­los a raya si quieren conservar la camisa. Y ya que estoy en ello, nos de­ben bastante. Supongo que tienen dinero.

—Lo tenemos.

—Eso me temía. Si no, sería yo quien se quedaría con su camisa. —Sonrió, pero todos sabíamos que hablaba en serio—. Muy bien, eso está arreglado. Hablemos del estreno.

»Hay dos o tres salas en la ciudad que querrán tenerla. Mis mucha­chos harán correr la voz en un momento; no tiene sentido que sigan ca­llados más tiempo. Ya sé..., tendrán la sensatez suficiente como para no hablar de las cosas que ustedes quieren que sean confidenciales. Me en­cargaré de ello. Pero ahora son ustedes peces gordos. Tienen dinero, poseen el mejor éxito potencial que he visto, y no han aceptado la pri­mera oferta. En este juego, eso es importante.

—¿Y si se encarga usted mismo?

—Me gustaría intentarlo. La compañía en la que estoy pensando necesita un éxito ahora mismo, y no saben que yo lo sé. Pagarán y paga­rán. ¿Cuál será mi parte?

—De eso podremos hablar más tarde. Y creo que sé lo que está pen­sando. Nos llevaremos lo normal y no nos importa si usted sube el precio a quien sea. Lo que no sepamos no nos hará daño. —Eso era lo que él es­taba pensando, de todas formas.

Es un negocio salvaje.

—Bien. Kessler, prepara a tu equipo para hacer las copias.

—Siempre listo.

—Marrs, empieza a hacer rodar la publicidad. —Se volvió hacia no­sotros—. ¿Cómo quieren enfocarla?

Mike y yo habíamos hablado del tema antes.

—En ese asunto —dije lentamente—, haga lo que crea mejor. Publi­cidad personal, muy bien. No la buscaremos, pero no la esquivaremos tampoco. De momento, somos patanes pueblerinos haciendo el bien. Frene todas las preguntas referidas al lugar donde se hizo la película, sin que sea demasiado evidente. Tendrá problemas al hablar de actores ine­xistentes, pero ya se le ocurrirá algo.

Marrs gruñó y Johnson sonrió.

—Imaginaremos algo.

—Con respecto a los créditos técnicos, nos alegrará ver que todos apa­recen, porque han hecho un trabajo magnífico. —Kessler lo tomó como un cumplido personal, y lo era—. Ahora pueden conocer, antes de con­tinuar, qué parte del trabajo vino de Detroit.

Todos atendieron.

—Mike y yo tenemos un nuevo proceso de modelos y trucajes. —Kessler abrió la boca para decir algo, pero se lo pensó mejor—. No vamos a decir lo que se hizo, o cuánto se debe a manipulación en labora­torio, pero admitirán que no se nota el truco.

En esto estuvieron de acuerdo.

—Yo diría que desafía la capacidad de detección. En todo el tiempo que ha durado este largo proceso, me intrigó...

—No voy a decirles nada más. Lo que tenemos no está patentado y no lo estará mientras podamos. —No dije nada más.

Ellos conocían el proceso de trabajo cuando lo veían. Si no lo veían, muy bien. Podían comprender por qué queríamos mantener en secreto un proceso tan bueno.

—Podemos garantizar prácticamente que habrá otros trabajos más adelante. —Su interés fue patente—. No vamos a predecir cuándo, ni haremos ningún acuerdo definitivo, pero aún tenemos un par de trucos en la manga. Nos gusta la forma en que nos hemos llevado, y queremos seguir así. Ahora, si nos disculpan, tenemos una cita con una rubia.

Johnson tenía razón en el asunto del estreno. Hicimos (más bien fue cosa de Johnson) un trato muy beneficioso con United Amusement y sus cines afiliados. Johnson, el muy bandido, obtuvo un porcentaje nuestro y probablemente también de la United. Los muchachos de Kessler y Johnson pusieron grandes anuncios en las revistas comerciales para fan­farronear de sus contactos con el ganador del Oscar de la Academia. Y no sólo el de la Academia. La película acaparó todos los premios. Incluso los europeos se volvieron locos; para ellos el realismo es un fetiche. Re­conocieron la realidad cuando la vieron, igual que todo el mundo.

A Ruth se le subió el éxito a la cabeza. En seguida quiso una secreta­ria. Necesitaba una para defenderse de los locos que salían de todas par­tes. Así que le dejamos contratar a una chica para que la ayudase. Esco­gió a una buena mecanógrafa, de unos cincuenta años. Ruth es una chica lista en muchos sentidos. Su padre mostró signos de querer ver el Pacífi­co, así que le aumentamos el sueldo con la condición de que lo mantu­viera a raya. Los tres nos lo estábamos pasando muy bien.

La película se estrenó al mismo tiempo en Nueva York y Hollywood. Fuimos al estreno con gran estilo, con Ruth entre ambos, hinchados como un trío de sapos. Es una sensación magnífica sentarse en el suelo por la mañana temprano y leer críticas que te ponen por las nubes. Aún mejor es saber que estás forrado de dinero. Johnson y sus hombres nos acom­pañaron. No creo que al principio se sintiera demasiado asombrado, y todos nos lo pasamos en grande en la cresta de la ola.

Y fue una ola de buen tamaño. Tuvimos toda la publicidad personal que quisimos y más. De algún modo, se corrió la voz de que teníamos un nuevo aparato para procesar la fotografía, y todos los grandes estudios de la ciudad persiguieron lo que creían que iba a ser una cosa bastante rentable que convenía tener cerca. Los estudios que no tenían una pelí­cula prevista vieron las críticas de Alejandro y prepararon pronto una. Johnson dijo que habíamos recibido varias ofertas muy buenas, pero pu­simos cara larga y anunciarnos que nos marchábamos a Detroit al día si­guiente, y que se mantuviera en su puesto mientras tanto. Me parece que no pensaba que habláramos en serio, pero así era. Nos fuimos al día siguiente.

De vuelta a Detroit, nos pusimos a trabajar inmediatamente, ayuda­dos por el conocimiento de que estábamos en buen camino. Ruth estuvo atareada rechazando a los incontables visitantes. No admitimos a nin­gún periodista, ni vendedores; a nadie. No teníamos tiempo. Usábamos la cámara de fotos. Enviarnos a Rochester placa tras placa para su revelado. Nos enviaron una copia de cada foto y la placa quedó en Roches­ter a nuestra disposición. Establecimos contacto en Nueva York con un representante de una de los más grandes editores del país. Hicimos un trato.

Si te interesa, tu biblioteca principal tiene los libros que publicamos. Gruesos volúmenes, cientos de ellos; en cada página había una nítida ampliación de un negativo de 8 x 10. Un juego de esos libros fue desti­nado a cada biblioteca importante y universidad del mundo. Mike y yo nos lo pasamos realmente bien resolviendo algunos de los problemas que habían intrigado a la gente durante años. En el volumen sobre Roma, por ejemplo, resolvimos el problema de la trirreme con una serie de imágenes, no sólo del interior de la nave, sino de una línea de bata­lla de cinco remos (naturalmente, los profesores y los aficionados a la navegación no quedaron convencidos). Mostramos una serie de fotos aéreas de la ciudad de Roma tomadas con cien años de distancia, a lo largo de un milenio. Vistas aéreas de Ravena y Londinium, Palmira y Pompeya, Eboracum y Bizancio. ¡Oh, fue la mejor época de nuestras vidas! Dedicamos un volumen a Grecia, a Roma, a Persia y Creta, a Egipto y el Imperio Oriental. Mostramos imágenes del Partenón y el faro de Alejandría, de Ambal y Cartago y Vercingetórix; de las mura­llas de Babilonia y la construcción de las pirámides y el palacio de Sar­gon, páginas de los Libros Perdidos de Livio y las obras de Eurípides. Cosas así.

Terriblemente cara, una segunda edición se vendió a un sorprenden­te número de individuos privados. Si el coste hubiera sido menor, el in­terés por la historia se habría convertido aún más en la moda del mo­mento.

Cuando el alboroto casi se había apagado, un italiano que excavaba en una sección inédita de Pompeya descubrió un pequeño templo ente­rrado donde nuestra foto aérea mostraba que estaba. Su presupuesto au­mentó y descubrió más ruinas cubiertas de ceniza con nuestro boceto aéreo, ruinas que no habían visto la luz durante casi dos mil años. Todo el mundo proclamó que éramos los más afortunados adivinos en cautivi­dad; el líder de un culto californiano declaró que éramos la reencarna­ción de dos gladiadores llamados Joe.

Para conseguir un poco de paz y tranquilidad, Mike y yo nos fuimos a nuestro estudio, nos encerramos y nos pusimos a trabajar. La vieja bó­veda del banco, a petición nuestra, no había sido retirada y fue útil para almacenar nuestro equipo cuando no estábamos allí. Nos deshicimos, sin leerlo, de todo el correo que Ruth no podía manejar; el viejo banco empezó a parecer un desván bien organizado. Contratamos detectives privados para que se encargaran de los visitantes más molestos y nos suscribimos a un servicio telegráfico protector. Teníamos trabajo que hacer, otra película.

Seguimos fieles al viejo tema histórico. Esta vez intentamos realizar lo que Gibbon hizo con la Historia de la decadencia y ruina del Imperio romano. Y creo que tuvimos bastante éxito. En cuatro horas no se pue­den cubrir por completo cuatro mil años, pero sí se puede, como hicimos nosotros, mostrar el resquebrajamiento de una gran civilización y lo dolo­roso que fue el proceso. Creemos que las críticas que recibimos por casi ignorar a Cristo fueron injustas. Muy pocos sabían entonces, o saben aho­ra, que habíamos incluido, como una especie de globo sonda, algunas es­cenas del propio Cristo y de Su época. Tuvimos que cortarlas. El Consejo Censor, como sabes, es católico y protestante. Se puso en pie de guerra. No protestamos con mucha fuerza cuando dijo que nuestro «tratamiento» era irreverente, indecente, tendencioso e inadecuado «para cualquier moral cristiana. Ni siquiera se le parece», se quejó. Y tenía razón; no se parecía. Ni ninguna imagen que el Consejo hubiera visto. Entonces de­cidimos que no merecía la pena ponernos a discutir con ninguna creen­cia religiosa. Por eso nunca has visto emanar de nosotros nada que entre en conflicto ni siquiera remotamente con los rasgos aceptados históri­cos, sociológicos o religiosos de alguien que sabe de qué habla. La pelícu­la sobre Roma, por cierto (pero no accidentalmente), se desviaba tan poco de los libros de texto que estudiaste en el colegio que sólo unos po­cos especialistas entusiastas nos llamaron la atención insistiendo en que había errores. Todavía no estábamos en situación de hacer ninguna rees­critura de masas de la historia, porque éramos incapaces de revelar de dónde procedía nuestra información.

Cuando Johnson vio la película sobre Roma, golpeó mentalmente las botas. Sus hombres su pusieron manos a la obra inmediatamente, y nos encargamos del trabajo como habíamos hecho con el primero. Un día, Kessler me llevó a un rincón.

—Ed —dijo, ansioso—, tengo que descubrir dónde conseguís ese material, aunque sea lo último que haga.

Le dije que algún día lo sabría.

—No hablo del futuro, quiero saberlo ahora. Ese asunto sobre Eu­ropa pudo colar una vez, pero no dos. Lo sé bien, igual que todo el mun­do. ¿Qué hay del tema?

Le dije que debería consultarlo con Mike, y lo hice. Nos vimos apu­rados y convocamos una reunión.

—Kessler me dice que tiene problemas. Supongo que todos saben cuáles son.

Todos lo sabían.

—Tiene razón —dijo Johnson—. Nos damos cuenta. ¿De dónde lo han sacado?

Me volví hacia Mike.

—¿Quieres hablar tú?

Él negó con la cabeza.

—Lo estás haciendo muy bien.

—Muy bien —Kessler se inclinó un poco hacia adelante y Marrs en­cendió otro cigarrillo—. No mentíamos ni exagerábamos cuando diji­mos que la fotografía era nuestra. Toda la película fue rodada en este país. No voy a mencionar cómo, por qué o dónde. Ahora mismo no pue­do. —Kessler hizo una mueca de disgusto—. Dejadme acabar.

»Todos sabemos que estamos ganando dinero, y ganaremos un poco más. En nuestro plan personal tenemos cinco películas más. Queremos que os encarguéis de tres de ellas igual que habéis hecho con las otras. Las dos últimas os mostrarán el motivo de todo el secreto infantil, como lo llama Kessler, y otro motivo que hasta ahora ha estado oculto. ¿Es suficiente? ¿Podemos volver al trabajo?

Para Kessler no fue suficiente.

 

Eso no significa nada para mí. ¿Qué somos, un puñado de merce­narios?

Johnson pensaba en el saldo de su cuenta corriente.

—Cinco más. Dos años, tal vez cuatro.

Marrs se mostró escéptico.

—¿A quién creéis que engañaréis durante tanto tiempo? ¿Dónde está vuestro estudio? ¿Dónde está vuestro talento? ¿Dónde rodáis los exteriores? ¿De dónde sacáis el vestuario y los extras? ¡En una sola toma aparecen cuarenta mil extras, tirando bajo! Tal vez podáis hacer que yo me calle, pero ¿quién va a responder las preguntas que la Metro, la Fox, la Paramount y la RKO han estado haciendo? Esos tipos no son tontos, y conocen su negocio. ¿Cómo esperáis que me encargue de la publici­dad cuando yo mismo no sé de qué va la cosa?

Johnson le dijo que se apaciguara un rato y le dejara pensar. A Mike y a mí no nos gustó ni un pelo. Pero ¿qué podíamos decirles? ¿La ver­dad y acabar en una camisa de fuerza?

—¿Podemos hacerlo así? —preguntó finalmente—. Marrs, estos muchachos tienen un acuerdo con el Gobierno soviético. Trabajan en algún lugar de Siberia, tal vez. Nadie se acerca a kilómetros a la redon­da. Nadie sabe lo que hacen los rusos.

—¡Ni hablar! —Marrs fue tajante—. El más mínimo atisbo de que vengan de Rusia y todos seremos un atajo de rojos. Recaudaremos la mitad.

Johnson empezó a ganar velocidad.

—Muy bien, de Rusia no. De una de esas pequeñas repúblicas situa­das alrededor de Siberia, Armenia o uno de esos sitios. No son películas rodadas por los rusos. De hecho, las han filmado algunos de los alema­nes y austriacos que los rusos se llevaron después de la guerra. La fiebre bélica se ha aplacado lo suficiente como para que la gente advierta que los alemanes sabían hacer las cosas de vez en cuando. Habrá simpatía por esos refugiados debatiéndose con equipo defectuoso, un clima de perros, haciendo superespectáculos y sacándolos de contrabando bajo las narices de la Gestapo o como se llame... ¡Eso es!

—¿Y si los rusos le dicen al mundo que estamos locos, que no tienen ningún alemán suelto? —preguntó Marrs, dubitativo.

Johnson pasó eso por alto.

—¿Quién lee las últimas páginas? ¿Quién presta atención a lo que dicen los rusos? ¿A quién le importa? ¡Incluso puede ser que lleguen a pensar que estamos diciendo la verdad y empiecen a buscar en su patio trasero algo que no existe! —se volvió hacia Mike y yo—. ¿Os parece bien?

Miré a Mike y éste me miró a mí.

—Por nosotros, bien.

—Muy bien, ¿y los demás? ¿Kessier? ¿Bernstein?

No estaban muy convencidos ni muy contentos, pero se mostraron de acuerdo en seguir con el juego hasta que dijéramos basta.

 

Les dimos las gracias calurosamente.

—No lo lamentaréis.

Kessler lo dudaba mucho, pero Johnson los tranquilizo y volvimos al trabajo. Habíamos saltado otro obstáculo o lo habíamos rodeado.

Roma fue estrenada según lo previsto y cosechó las mismas críticas amistosas. «Amistosas» no es la palabra adecuada para unas críticas que se alargaban durante columnas enteras. Marrs hizo un buen trabajo. In­cluso esa cadena de periódicos que después se volvió tan sañudamente contra nosotros cayó ante la labia de Marrs y publicó editoriales a toda página instando al lector a ver Roma.

Con nuestra tercera película, Fuego sobre Francia, corregimos algu­nos errores de concepto sobre la Revolución francesa, y empezarnos a herir algunas sensibilidades. Afortunadamente, y no por casualidad, en París había un gobierno liberal. Nos proporcionaron el refrendo incon­dicional que necesitábamos. A petición nuestra hicieron públicos un montón de documentos que se habían perdido oportunamente en los ca­vernosos fondos de la Bibliotéque Nationale. He olvidado el nombre de quienquiera que fuera el perenne pretendiente al trono de Francia. Si­guiendo —estoy seguro— el consejo de uno de los ubicuos publicistas de Marrs, el pretendiente nos demandó alegando que difamábamos el buen nombre de los Borbones. Un abogado que Johnson nos contrató tendió al pobre diablo una trampa en los tribunales y lo cortó en troci­tos. No se llevó ni seis centavos de indemnización. Samuels, el abogado, y Marrs consiguieron una buena gratificación y el pretendiente se trasla­dó a Honduras.

Creo que fue alrededor de ese momento cuando el tono de la prensa empezó a cambiar. Hasta entonces nos habían considerado corno un cruce entre Shakespeare y Barnum. Desde que sacamos a la luz hechos oscuros, unos cuantos pesimistas conocidos empezaron a preguntarse sotto voce si no éramos sólo una pareja de incordios. «Deberíamos de­jarlos en paz.» Sólo nuestro gran presupuesto publicitario les impidió decir más.

Voy a detenerme aquí para decir algo sobre nuestra vida personal mientras todo esto sucedía. Mike continuó en segundo plano, principal­mente porque quería que así fuera. Me dejaba hablar a mí mientras se sentaba en el sillón más cómodo que hubiera a la vista. Yo gritaba y dis­cutía y él se quedaba allí sentado; apenas una palabra salía de aquella boca cetrina, y desde luego nunca una indicación que mostrara que tras aquellas amables cejas había un cerebro (y un sentido del humor y un in­genio) más rápido y mortífero que una trampa para osos. Oh, sé que discutíamos, a veces armando alboroto, pero normalmente estábamos de­masiado atareados y preocupados corno para perder el tiempo. Ruth, mientras estuvo con nosotros, fue una buena compañera de bebida y baile. Era joven, casi se podría decir que hermosa., y parecía estar a gusto con nosotros. Durante una temporada tuve unas cuantas ideas sobre ella que podrían haberse convertido en algo serio. Los dos (debería de­cir los tres) descubrimos a tiempo que éramos demasiado diferentes en muchas cosas. Así que no nos sentimos demasiado decepcionados cuan­do ella firmó un contrato con la Metro: ella creía que aquello significaba toda la fama, el dinero y la felicidad del mundo, más la atención perso­nal que sin duda merecía tener. La pusieron en películas de clase B y en seriales y, económicamente, está mejor de lo que jamás esperó. Emo­cionalmente no lo sé. Supimos de ella hace algún tiempo, y creo que va a divorciarse otra vez. Tal vez sea mejor así.

Pero dejemos a Ruth. Me estoy adelantando a mi historia, de todas formas. Durante el tiempo que Mike y yo estuvimos trabajando juntos nuestro acercamiento al objetivo final fue divergente. Mike tenía la es­peranza de crear un mundo mejor, de modo que la guerra fuera impo­sible.

—La guerra —decía a menudo—, la guerra de cualquier tipo es lo que ha hecho que el hombre haya malgastado la mayor parte de su his­toria simplemente para permanecer vivo. Ahora, con el átomo a mano, tiene dentro de sí la semilla de la autodestrucción. Y yo voy a cumplir mi parte para impedirlo, Ed, porque no hay otra cosa que merezca la pena. ¡Hablo en serio!

Así era. Me había dicho aquello casi con las mismas palabras el día que nos conocimos. Entonces aquella idea me sentó como un tiro. Veía su máquina sólo como un camino al lujo y al nirvana personal, y creía que pronto pensaría como yo. Me equivocaba.

No se puede vivir, ni trabajar, con una persona agradable sin admi­rar algunas de las cualidades que la hacen ser así. Otra cosa; es mucho más fácil preocuparse por los males del mundo cuando tú no tienes nin­guno. Cuando vi la vida color de rosa gané la mitad de mi batalla; cuan­do advertí lo grande que podría ser este mundo, la batalla terminó. Creo que fue más o menos en la poca de Fuego sobre Francia. El momento en sí no importa. Lo importante es que, a partir de entonces, nos converti­mos en el equipo más unido imaginable. Desde ese momento, sólo dife­ríamos en la hora de descansar para tomar un bocadillo. Pasábamos la mitad de nuestro tiempo libre, cuando lo teníamos, encerrándonos para pasar la noche, con el bar portátil, descorchando las botellas que hiciera falta, y relajándonos. Después de una o dos, manipulábamos los man­dos de la máquina y continuábamos.

Fuimos juntos a todas partes y lo vimos todo. Quizá fuera una buena noche para visitar a Francois Villon, el falsario, o tal vez para pasar el rato con Haroun-el-Rashid (sí alguna vez ha habido un hombre nacido unos pocos siglos demasiado pronto, fue ese califa descuidado). O si es­tábamos de mal humor o desanimados seguíamos la Guerra de los Treinta Años durante algún tiempo, y si estábamos animados podíamos inspeccionar los vestuarios del Radio City. La desaparición de la Atlán­tida siempre había ejercido sobre Mike una extraña fascinación.

probablemente porque temía que el hombre volviera a hacerlo, ahora que ha redescubierto la energía nuclear. Y si yo me dormía él era bastante ca­paz de volver al Principio mismo, al comienzo del mundo tal como lo co­nocemos (no serviría de nada decirte qué pasó antes).

Cuando me paro a pensarlo veo que es lógico que ninguno de noso­tros se casara. Naturalmente, ambos teníamos esperanzas para el futu­ro, pero estábamos cansados de la raza humana en conjunto; cansados de caras y manos avariciosas. Con un mundo que valora el dinero, el poder y la fuerza, no es extraño que la decencia que existe derive del miedo a lo que ahora hay, o miedo a lo que existe más allá. Habíamos visto tantas acciones ocultas del hombre (llámalo husmear, si quieres) que aprendi­mos a no hacer caso a las indicaciones superficiales de amabilidad y bon­dad. Sólo una vez miramos Mike y yo la vida privada de alguien que co­nocíamos, apreciábamos y respetábamos. Una vez fue suficiente. A par­tir de ese día dejamos de confiar en la gente por su aspecto. Cambiemos de tema.

Estrenamos las dos siguientes películas en rápida sucesión; la pri­mera, Libertad para los americanos, sobre la revolución americana, y Hermanos y armas, sobre la Guerra de Secesión. ¡Bang! La tercera par­te de los políticos, muchísimos de los llamados «educadores» y todos los patriotas profesionales se nos lanzaron al cuello. Todos los miem­bros del DAR, los Hijos de los Veteranos de la Unión y las Hijas de la Confederación golpearon su cabeza colectiva contra la pared. En el Sur se pusieron frenéticos; todos los estados del Profundo Sur y uno en la frontera prohibieron ambas películas, la segunda porque era fiel a la his­toria, y la primera porque la censura es una enfermedad contagiosa. Permanecieron prohibidas hasta que los políticos profesionales vieron la luz. Se revocaron las prohibiciones y los alborotadores señalaron que ambas películas eran horribles ejemplos de que alguien les hubiera dado la oportunidad de salirse del tiesto y tocar tambores sectarios y racistas.

Nueva Inglaterra sintió la tentación de conservar su dignidad, pero no pudo resistir el esfuerzo. Al norte de Nueva York las dos películas fueron prohibidas. En el Estado de Nueva York los representantes rura­les votaron en bloque, y la prohibición fue ampliada a todo el Estado. Trenes especiales se dirigieron a Delaware, donde las corporaciones es­taban demasiado ocupadas como para aprobar otra ley. Los procesos volaban como confeti, y aunque los periódicos airearon cada nuevo plei­to, pocos supieron que no perdimos ninguno. Aunque tuvimos que re­currír casi siempre a tribunales superiores, y en algunos casos solicitar un cambio de tribunal que rara vez fue concedido, las pruebas docu­mentales suministradas nos declaraban inocentes cuando llegábamos a un juez, o jueces, que no se comprometía con nadie.

Fue una espina poderosa la que clavamos en la herida del orgullo ancestral. Habíamos demostrado que no todos los poderosos tenían halos de oro purísimo, que no todos los casacas rojas eran matones despiada­dos, ni tampoco ángeles, y el Imperio británico, excepto Sudáfrica, negó el permiso de exhibición a ambas películas y amenazó al Departamento de Estado. El espectáculo de los congresistas del Sur y de Nueva Ingla­terra aprobando los esfuerzos de un embajador extranjero para suprimir la libertad de expresión provocó jocosas aleluyas en algunas partes. H. L. Mancken aprovechó la oportunidad e hizo fuertes declaraciones, y los periódicos estuvieron suspendidos del triple dilema de la crítica an­tiextranjera, propatriótica y cuasilógica. En Detroit, el Ku Kux Klan quemó una cruz en nuestra puerta, y los Hijos Amistosos de San Patri­cio, el NAACP y el WCTU aprobaron halagadoras resoluciones. Envia­mos a nuestros abogados algunas de las cartas más obscenas y sañudas junto con unos cuantos nombres y direcciones que no aparecían origi­nalmente) y al Departamento de Correos. No se condenó a nadie al sur de Illinois.

Johnson y sus muchachos hicieron su agosto. Johnson había inverti­do en una empresa distribuidora internacional, y animó a Marrs para que contratara a todos los agentes de prensa importantes al otro lado de las Rocosas. ¡Qué trabajo hicieron! En un momento, aparecieron dos escuelas de pensamiento que inundaron los buzones públicos. Una es­cuela sostenía que no teníamos derecho a remover el fango, que esas co­sas era mejor olvidarlas y perdonarlas, que nunca había sucedido nada malo, y que, si así hubiera sido, éramos unos mentirosos de todas for­mas. La otra escuela razonaba un poco más a nuestro gusto. Lenta y suavemente al principio, luego con un grito triunfal, este hecho empezó a emerger; aquellas cosas habían sucedido realmente, y podían volver a suceder; posiblemente estaban sucediendo incluso ahora; habían pasa­do porque la verdad peculiar había dejado su huella en los sentimientos internacionales, sectarios y raciales. Nos satisfizo que muchos empeza­ran a estar de acuerdo en que es importante olvidar el pasado, pero que es aún más importante comprenderlo y evaluarlo con ojo generoso y sin prejuicios. Eso era lo que intentábamos conseguir.

La prohibición en algunos estados afectó sólo un poco a la recauda­ción, y quedamos justificados ante Johnson. Ya había predicho la pérdi­da de la mitad del dinero a escala nacional: «No podéis decir la verdad en una película y safiros con la vuestra. No si la casa se apoya sobre tres­cientos».

¿Ni siquiera en el escenario?

—¿Quién va a otro sitio que no sea un cine?

Hasta ahora, las cosas habían salido tal como planeábamos. Habla­mos ganado y recibido más publicidad, favorable y contraria, que ningu­na otra persona viva. La mayoría derivaba del hecho de que nuestra la­bor era digna de aparecer en la prensa. Parte, naturalmente, se debía al material que alimenta a los periódicos sedientos. Habíamos escogido con mucho cuidado a nuestros enemigos en los niveles que podían permitir contraatacar. ¿Recuerdas el refrán que dice que se conoce a un hombre por sus enemigos? Bien, la publicidad era nuestro fin. Así lleva­mos las cosas hasta su desenlace.

 

Llamé a Johnson a Hollywood. Se alegró de saber de nosotros.

—Hace tiempo que no te veo. ¿Qué cuentas, Ed?

—Quiero gente que sepa leer en los labios. Y los quiero para ayer, como dijiste a tus muchachos.

—¿Lectores de labios? ¿Estás loco? ¿Qué quieres hacer con ellos? —No importa el motivo. Quiero lectores de labios. ¿Puedes conse­guirlos?

—¿Cómo voy a saberlo? ¿Para qué los quieres?

—¿Puedes conseguirlos?

Dudó.

—Creo que has estado trabajando demasiado.

—Mira...

—No he dicho que no pueda. Tranquilo. ¿Cuándo los quieres? ¿Y cuántos?

—Será mejor que tomes nota. ¿Preparado? Quiero lectores de la­bios de estos idiomas: inglés, francés, alemán, ruso, chino, japonés, griego, flamenco, holandés y español.

—Ed Lefko, ¿te has vuelto loco?

Supongo que no parecía muy cuerdo.

—Tal vez. Pero esos idiomas son esenciales. Si te encuentras con al­guien que pueda trabajar con otro lenguaje, súmalo. Puede que también lo necesite —pude verle sentado ante el teléfono, sacudiendo la cabeza como loco. Chalado. Lefko debía de haber perdido la chaveta, pobre Ed —. ¿Has oído lo que he dicho?

—Sí. Si esto es una bro...

—Nada de bromas. Es terriblemente serio.

Empezó a enfadarse.

—¿De dónde crees que voy a sacar gente que sepa leer en los labios..., de mi sombrero?

—Ése es tu problema. Te sugiero que comiences por la Escuela de Sordos más cercana —guardó silencio—. Ahora, métete esto en la cabe­za; no se trata de una broma, va de veras. No me importa lo que hagas, o dónde lo hagas, o lo que gastes... Quiero esos lectores de labios en Ho­llywood cuando lleguemos allí o quiero saber que están de camino.

—¿Cuándo vendréis?

Dije que no estaba seguro.

—Probablemente dentro de un par de días. Tenemos unas cuantas cosas por terminar.

Soltó una retahíla sobre las iniquidades del destino.

—Será mejor que tengas una buena historia cuando...

Colgué.

Mike se reunió conmigo en el estudio.

—¿Hablaste con Johnson? —le conté lo que había pasado y se echó a reír—. Supongo que se enfadaría. Pero los conseguirá, si existen y les gusta el dinero. Es el hombre de los mil recursos.

Tiré el sombrero a un rincón.

—Me alegra que esto esté a punto de terminar. ¿Has acabado?

—Estoy listo. Las películas y las notas están en camino, la compañía inmobiliaria está a punto de hacerse cargo del contrato y las chicas han cobrado con un pequeño extra.

Abrí una botella de cerveza para mí. Mike tenía ya una.

—¿Qué hay de los archivos de la oficina? ¿Qué pasa con el bar?

—Los archivos serán depositados en el banco. ¿El bar? No lo había pensado.

La cerveza estaba fría.

—Haz que lo embalen y envíaselo a Johnson.

Los dos sonreímos.

—A Johnson. Lo necesitará.

Hice un gesto hacia la máquina.

—¿Yeso?

—Vendrá con nosotros en el avión —me miró con atención—. ¿Qué te pasa? ¿Estás nervioso?

—No. Inquieto. Es lo mismo.

—Yo también. Tu ropa y la mía salieron esta mañana.

—¿No queda ni una camisa limpia?

—Ni una. Igual que...

—...el primer viaje con Ruth —terminé—. Un poco diferente, tal vez.

—Un mucho diferente —dijo Mike lentamente. Abrí otra cerveza—. ¿Hay algo que quieras que se haga? —dije que no—. Muy bien. Acabe­mos con esto. Metemos lo necesario en el coche. Nos detendremos en el Bar Courville antes de llegar al aeropuerto.

No lo entendí.

—Todavía queda cerveza...

—Pero no champán.

Lo entendí.

—Muy bien. A veces soy tonto. Vamos.

Metimos la máquina y el bar en el coche, dejarnos las llaves del estu­dio en la carnicería de la esquina y nos dirigirnos al aeropuerto pasando antes por el Courville. Ruth estaba en California, pero Joe tenía cham­pán. Llegamos tarde al aeropuerto.

Marrs nos recogió en Los Angeles.

—¿Qué pasa? Tenéis a Johnson corriendo en círculos.

—¿Te dijo por qué?

—Me pareció una locura. Hay un par de periodistas ahí dentro. ¿Te­néis algo para ellos?

—Ahora mismo no. Vámonos.

 

En el despacho de Johnson tuvimos una gélida recepción.

—Será mejor que esto sea de calidad. ¿Dónde esperáis encontrar a alguien que sepa leer los labios en chino? ¿O en ruso?

Todos nos sentamos.

—¿Qué tienes hasta ahora?

—¿Además de un dolor de cabeza? —me tendió una corta lista.

La repasé.

—¿Cuánto tardarás en traerlos?

Una explosión.

—¿Cuánto tardaré en traerlos? ¿Qué soy, tu chico de los recados?

—A todos los efectos prácticos, lo eres. Deja de hacer el tonto. ¿Cuánto?

Marrs sonrió ante la expresión de la cara de Johnson.

—¿Y tú de qué te ríes, subnormal?

Marrs soltó una carcajada, y yo hice lo mismo.

—Adelante, reíos. Esto no tiene gracia. Cuando llamé a la Escuela Estatal de Sordos me colgaron. Creyeron que era un bromista. No men­cionemos el tema.

»Hay tres mujeres y un hombre en esa lista. Cubren inglés, francés, español y alemán. Dos están trabajando en el Este, y espero la respuesta a un telegrama que les envié. Uno vive en Pomona y otro trabaja para la Escuela de Sordos de Arizona. Es lo mejor que he podido hacer.

Reflexionamos sobre aquello.

—Telefonea. Habla con todos los Estados de la Unión si tienes que hacerlo, o con el extranjero.

Johnson dio una patada a la mesa.

—Y si tengo suerte, ¿qué vais a hacer con ellos?

—Ya lo descubrirás. Tráelos en avión, y hablaremos cuando lle­guen. Quiero una sala de proyección, que no sea la tuya, y un buen pe­riodista legal.

Johnson pidió que el mundo apreciara la vida que llevaba.

—Ponte en contacto con nosotros en el Commodore. Marrs, mantén a los periodistas a raya de momento. Tendremos algo para ellos más tarde.

Entonces salimos.

Johnson no encontró a nadie que pudiera leer griego en los labios. Nadie, al menos que supiera hablar inglés. Encontró al experto en ruso en Ambridge, PennsyIvania; el experto en flamenco y holandés vino de Leyden, en los Países Bajos, y en el último momento encontró a un co­reano que trabajaba en Seattle como inspector para el Gobierno chino. Cinco mujeres y dos hombres. Les hicimos firmar un contrato férreo re­dactado por SamuelsI, quien se encargaba ahora de nuestro trabajo le­gal. Di un discursito antes de que firmaran.

—Como han podido comprobar, esos contratos van a controlar su vida personal y laboral durante el próximo año, y hay una cláusula me­diante la cual podemos extender ese período durante otro año más si así lo deseamos. Dejémoslo claro. Vivirán en casa propia, que les proporcionaremos. Se les suministrará todo lo que necesiten. Cualquier inten­to de comunicación no autorizada supondrá la anulación del contrato. ¿Está claro?

»Bien. Su trabajo no será difícil, pero sí tremendamente importante. Es muy probable que terminen dentro de tres meses, pero están prepa­rados para ir donde sea en cualquier momento, a nuestra discreción; na­turalmente, los gastos corren de nuestra parte. Señor Sorenson, se dará cuenta de que esto también va por usted —asintió.

—Sus referencias, sus habilidades y su trabajo pasado ha sido concien­zudamente analizado, y continuarán estando bajo observación constante. Se les pedirá que verifiquen ante notario cada página, quizá cada línea de sus transcripciones, que el señor Sorenson les suministrará. ¿Alguna pregunta?

No hubo ninguna. Todos recibirían un salario fabuloso, y todos pa­recían ansiosos por ganarlo. Todos firmaron.

El habilidoso Johnson compró para nosotros una casita, y pagamos un precio desorbitado a una agencia de detectives para que se encarga­ran de la comida, la limpieza y el transporte necesario. Exigimos que los lectores de labios se abstuvieran de comentar su trabajo entre sí, espe­cialmente delante de los empleados de la casa, y siguieron muy bien las instrucciones.

Un día, aproximadamente un mes más tarde, nos reunimos en la sala de proyección del laboratorio de Johnson. Teníamos un rollo de película.

—¿Para qué es eso?

—Es el motivo de tanto secreto. No te molestes en llamar al operador. La pasaré yo mismo. A ver qué te parece.

Todos se disgustaron.

—Estoy empezando a cansarme de tantas niñerías —dijo Kessler.

—No más que yo —oí decir a Mike mientras me dirigía hacia la cabi­na de proyección.

Desde allí, pude ver lo que aparecía en la pantalla, pero nada más. Terminé la cinta, la rebobiné y bajé.

—Una cosa más —dije—; antes de continuar, leed esto. Es una transcripción certificada ante notario de lo que se ha leído en los labios de los personajes que acabáis de ver. Por cierto, no eran «personajes» en ese sentido de la palabra —les tendí las hojas, una copia para cada uno—. Esos «personajes» son gente real. Acabáis de ver un documen­tal. Esta transcripción os dirá de qué hablaban. Leedla. En el maletero del coche de Mike hay algo que tenemos que mostraros. Volveremos cuando lo hayáis leído.

Mike me ayudó a recoger la máquina del coche. Llegamos a la puer­ta a tiempo de ver a Kessler arrojar al aire la transcripción con todas sus fuerzas. Se puso en pie mientras las hojas revoloteaban.

Estaba furioso.

—¿Qué pasa aquí?

No le prestamos atención ni a las excitadas demandas de los demás hasta que enchufamos la máquina a la toma de corriente más cercana.

Mike me miró.

—¿Alguna idea?

Sacudí la cabeza y le dije a Johnson que se callara durante un minu­to. Mike alzó la tapa y vaciló un momento antes de tocar los mandos. Empujé a Johnson hacia su silla y apagué las luces. La habitación se quedó a oscuras. Johnson, mirando por encima de mi hombro, jadeó. Oí a Bernstein jurar en voz baja, sorprendido.

Me volví para ver lo que Mike les había mostrado.

Era impresionante, desde luego. Había comenzado justo encima del techo del laboratorio y continuó derecho hacia arriba, arriba, arriba, has­ta que la ciudad de Los Angeles se convirtió en una manchita, en una gran pelota. En el horizonte se encontraban las Rocosas. Johnson me agarró del brazo. Me dolió.

—¿Qué es eso? ¿Qué es eso? ¡Páralo! —chillaba.

Mike apagó la máquina.

Puedes suponer lo que sucedió a continuación. Nadie creyó lo que veían sus ojos ni la paciente explicación de Mike. Tuvo que conectar la máquina otras dos veces, una de ellas para mostrar el pasado de Kessler. Entonces se produjo la reacción.

Marrs fumaba un cigarrillo tras otro, Bernstein hacía girar un lápiz dorado entre sus nerviosos dedos, Johnson caminaba de un lado a otro como un tigre enjaulado y Kessler miraba ceñudo a la máquina sin decir nada. Johnson murmuraba mientras caminaba. Entonces se detuvo y agitó el puño bajo la nariz de Mike.

—¡Tío! ¿Sabes lo que tienes aquí? ¿Por qué perder el tiempo jugan­do?!No ves que tienes cogido al mundo por la cola? Si hubiera sabido esto...

Mike me llamó.

—Ed, habla con este salvaje.

Lo hice. No recuerdo exactamente lo que le dije, y no tiene impor­tancia. Pero sí le conté cómo habíamos empezado, cómo planeamos nuestro curso de acción y lo que íbamos a hacer. Terminé contándole la idea tras el rollo de película que había pasado un minuto antes.

Retrocedió como si yo fuera una serpiente.

—¡No podrás conseguirlo! ¡Te ahorcarán... si no te linchan antes!

—¿Crees que no lo sabemos? ¿Crees que no estamos dispuestos a correr ese riesgo?

Se tiró de los pelos.

—Dejadme hablar con él —intervino Marrs.

Se acercó y nos miró a la cara.

—¿Esto va en serio? ¿Vais a hacer una película así y a jugaros el cue­llo? ¿Vais a volver esa... esa cosa hacia la población mundial?

Asentimos.

—Así es.

¿Y tirar por la borda todo lo que tenéis? —Él estaba mortalmente serio y yo también. Se volvió hacia los demás—. ¡Va a hacerlo!

—¡No es posible —dijo Bernstein.

Las palabras volaron. Traté de convencerlos de que habíamos segui­do el único camino posible.

—¿En qué clase de mundo queréis vivir? ¿O no queréis vivir?

Johnson gruñó.

—¿Cuánto tiempo creéis que viviríamos si alguna vez hiciéramos una película así? ¡Estáis locos! ¡No voy a poner mi cabeza en una soga!

—¿Por qué crees que insistimos tanto en los títulos de crédito y en la responsabilidad de la dirección y la producción? Sólo haréis aquello para lo que os contratamos. Y no es que quiera echarte nada en cara, pero habéis ganado una fortuna, todos, trabajando para nosotros. ¡Y ahora que las cosas se ponen feas, queréis echaros atrás!

Marrs cedió.

—Tal vez tenéis razón, tal vez os equivocáis. Tal vez estáis locos, o tal vez lo esté yo. Siempre he dicho que me gustaría probarlo todo. ¿Y tú, Bernie?

Bernstein se mantuvo tranquilamente cínico.

—Ya viste lo que pasó en la última guerra. Esto podría ayudar. No sé si lo hará. No lo sé..., pero odiaría pensar que no lo intenté. ¡Contad conmigo!

¿Kessler?

Meneó la cabeza.

—¡Cosas de niños! ¿Quién quiere vivir eternamente? ¿Quién quiere dejar pasar una oportunidad así?

Johnson levantó las manos.

—Esperemos que nos den una celda conjunta. Volvámonos todos locos.

Y eso fue todo.

Nos pusimos a trabajar en un frenesí de esperanza y comprensión mu­tua. Los lectores de labios terminaron en cuatro meses. No tiene sentido detallar aquí sus reacciones a la dinamita que dictaban diariamente a So­renson. Por su propio bien, no les informamos de nuestro propósito final, y cuando acabaron los enviamos a la frontera con México, a un pequeño rancho que Johnson había alquilado. íbamos a necesitarlos después.

Mientras los encargados de hacer las copias de la película trabajaban a destajo, Marrs trabajó aún más duro. La prensa y la radio anunciaron que en todas las ciudades del mundo que pudiéramos alcanzar, se pro­duciría el estreno simultáneo de nuestra última película. Sería la última que necesitaríamos hacer. Muchos se preguntaron en voz alta por qué habíamos escogido la palabra «necesitar». Aumentamos la curiosidad al negarnos a dar ninguna información anticipada sobre la trama, y John­son transmitió tan bien a sus hombres su entusiasmo, ahora ferviente, que éstos no pudieron hacer más que conjeturas. El día que escogimos para el estreno fue un domingo. El lunes estalló la tormenta.

Me pregunto cuántas copias de esa película quedan hoy. Me pregun­to cuántas escaparon a la quema o la confiscación. Cubrimos dos gue­rras mundiales, presentando todos los ángulos poco halagüeños que hasta entonces sólo habían sido representados por unos pocos libros ocultos en los rincones oscuros de las bibliotecas. Mostramos y dimos los nombres de los artífices de la guerra, los cínicos que firmaban, reían y mentían; los patriotas declarados que usaban la fuerza de los titulares y la fealdad de la atrocidad para ocultarse bajo su bandera mientras la vida se convertía en muerte para millones de personas. Los ocultos con sus caras de Jano eran traidores extranjeros y propios. Nuestros lectores de labios habían hecho bien su trabajo; no se trataba de ninguna suposi­ción, ninguna conjetura deducida de los archivos rotos de un pasado maldito, sino de las palabras exactas que dejaban al descubierto la trai­ción disfrazada de patriotismo.

En los países extranjeros las exhibiciones apenas duraron ese día. Normalmente, en venganza por la censura impuesta, los cines fueron destruidos por las multitudes enfervorizadas. (Marrs, por cierto, había gastado cientos de miles de dólares sobornando a los funcionarios para que permitieran la exhibición de la película sin censura previa. Muchos censores, cuando aquello se descubrió, fueron fusilados sin juicio.) En los Balcanes estallaron revoluciones, y varias embajadas fueron arrasa­das por la turba. Donde la película fue prohibida o destruida, aparecie­ron espontáneamente versiones escritas en las calles o en los cafés. Ver­siones de contrabando pasaron ante los guardias de aduanas, que mira­ron hacia otro lado. Una familia real huyó a Suiza.

En Estados Unidos pasaron dos febriles semanas antes de que el Go­bierno Federal, impulsado a la acción por las protestas de la prensa y la radio, con un movimiento sin precedentes prohibió todas las exhibicio­nes «para promover el bien común, asegurar la tranquilidad doméstica y mantener las relaciones exteriores». En el medio oeste se alzaron mur­mullos (y disturbios callejeros), y se extendieron hasta que el poder ad­virtió que había que hacer algo, y rápidamente, antes de que todos los gobiernos del mundo se derrumbaran por su propio peso.

Nosotros estábamos en México, en el rancho que Johnson había al­quilado para los lectores de labios. Mientras Johnson caminaba de un lado a otro, mordiendo un cigarro, escuchamos un boletín oficial del fis­cal general en persona:

—...es más, este mensaje fue dirigido hoy al Gobierno de Estados Unidos de México. Leo: «El Gobierno de Estados Unidos de Améri­ca solicita el inmediato arresto y extradición de los siguientes indivi­duos:

»—Edward Joseph Lefkowicz, conocido como Lefko —el primero de la lista. Incluso un pez no se metería en problemas si mantuviera la boca cerrada.

»"Miguel José Zapata Laviada. —Mike cruzó las piernas.

»"Edward Lee Johnson —él tiró el cigarro y se hundió en un sillón.

»"Robert Chester Marrs —encendió otro cigarrillo. Su cara hizo una mueca.

»"Benjamin Lionel Bernstein —sonrió de mala gana y cerró los ojos.

»"Carl Wilhelm Kessler —una mueca.

»"Estos hombres son buscados por el Gobierno de Estados Unidos de América para ser llevados a juicio por los cargos de asociación crimi­nal, incitación a la revuelta, sospecha de traición.

Apagué la radio.

—¿Bien? —pregunté, a nadie en particular.

Bernstein abrió los ojos.

—Probablemente los rurales vendrán de camino. Lo mismo nos da volver y enfrentarnos al temporal...

Cruzamos la frontera en Ciudad Juárez. El FBI estaba esperando.

Todos los periódicos y radios del mundo debieron de cubrir aquel juicio, todos los sistemas radiofónicos, incluso la nueva e imperfecta te­levisión. No se nos permitió ver más que a nuestro abogado. Samuels voló desde la costa oeste y pasó una semana tratando de franquear a nuestros guardias. Nos dijo que no habláramos con los periodistas, si al­guna vez los veíamos.

—¿No habéis visto los periódicos? Mejor... ¿Cómo os habéis metido en este lío? Debisteis tener más vista.

Se lo dije.

Se quedó de piedra.

—¿Estáis todos locos?

Fue difícil de convencer. Sólo el esfuerzo conjunto y las historias de todos le convencieron de que tal máquina existía (habló con nosotros por separado, porque nos mantenían aislados). Cuando vino a verme por se­gunda vez, era incapaz de pensar coherentemente.

—¿Qué tipo de defensa queréis?

Sacudí la cabeza.

—Sabemos que somos culpables de prácticamente todo bajo el sol si lo miras desde un lado. Pero si lo miras desde otro...

Se levantó.

—Amigo, no necesitas un abogado, necesitas un médico. Te veré más tarde. Tengo que meterme esto en la cabeza antes de poder hacer nada.

—Siéntate. ¿Qué piensas de esto? —y esbocé lo que tenía en mente.

—Pienso que..., no sé lo que pienso. No lo sé. Hablaremos más tar­de. Ahora mismo quiero un poco de aire fresco.

Y se marchó.

Como en la mayoría de los juicios, éste empezó con un recuento de los pecados de los acusados, o de su falta (los hombres a quienes había­mos hecho chantaje al principio hacía tiempo que habían recuperado su dinero, y tuvieron el buen sentido de estarse calladitos. Podría deberse a que recibieron unos cuantos avisos de que aún podrían haber un par de negativos por ahí sueltos. ¿Otro delito? Claro). Con el mayor inte­rés, permanecimos sentados en aquella gran sala con columnas y escu­chamos un triste relato.

Con premeditación y alevosía habíamos difamado sin posibilidad de enmienda a hombres grandes y generosos que habían hecho una carrera de la devoción al bienestar público, puesto innecesariamente en peligro relaciones tradicionalmente amistosas informando falsamente de he­chos míticos, burlado de los valerosos sacrificios de aquellos que habían dulce et gloria mori, y revuelto por completo la paz mental de todo el mundo. Cada nueva acusación, cada lanza verbal arrancaba acuerdos solemnes de la sala llena de dignatarios. Contra todo sentido común, el juicio había sido transferido de la corte regular al Palacio de Justicia. Lleno de jefazos, capitostes y pomposos legados de todo el mundo, sólo los congresistas de los Estados más grandes, o con más votos, pudieron apretujarse en los asientos recién instalados. Así que puedes suponer que fue un público hostil el que se enfrentó a Samuel cuando comenzó el turno de la defensa. Habíamos pasado la noche anterior juntos perfec­cionando como podíamos nuestra defensa planeada. Samuels tuvo el arrogante sentido del humor que normalmente acompaña a la suprema autoconflanza, y estoy seguro de que disfrutó en medio de todos aque­llos capitostes sabiendo la bomba que iba a soltar. Era un buen grana­dero.

—Creemos que sólo hay una defensa posible, creemos que sólo una defensa es necesaria. Hemos rehusado alegremente, sin prejuicios, nues­tro derecho inalienable a ser juzgados por un jurado. Hablaremos clara y directamente del asunto.

»Han visto ustedes la película en cuestión. Han advertido, posible­mente, lo que ha sido definido como sorprendente parecido de los acto­res de esa película con los personajes nombrados y retratados. Quizá lo habrán achacado a una aparente verosimilitud con la realidad. Creo que el primer testigo establecerá la tendencia de nuestra reputación de las alegaciones de la acusación.

Llamó al primer testigo.

—¿Su nombre, por favor?

—Mercedes María Gómez.

—Un poco más alto, por favor.

—Mercedes María Gómez.

—¿Su ocupación?

—Hasta el pasado marzo era profesora en la Escuela para Sordos de Arizona. Entonces solicité excedencia y me la concedieron. En este mo­mento trabajo para el señor Lefko.

—Si ve usted al señor Lefko en la sala, señora, señorita...

—Señorita.

—Gracias. Si ve al señor Lefko en esta sala, ¿quiere señalarlo? Gra­cias. ¿Quiere decirnos cuál era su trabajo en la Escuela de Arizona?

—Enseñaba a hablar a los niños sordos de nacimiento. Y a leer en los labios.

—¿Lee usted en los labios, señorita Gómez?

—Soy completamente sorda desde que tenía quince años.

—¿Sólo en inglés?

—En inglés y en español. Tenemos..., teníamos muchos niños de as­cendencia mexicana.

Samuels pidió un intérprete hispanohablante. Un funcionario del fondo se presentó voluntario inmediatamente. Su embajador, que esta­ba presente, lo identificó.

—¿Quiere llevarse este libro al fondo de la sala, señor? —se dirigió a la corte—. Si el fiscal quiere examinar ese libro, descubrirá que es una edición española de la Biblia.

El fiscal no quiso examinarlo.

—¿Quiere usted abrir la Biblia al azar y leer en voz alta?

El hombre la abrió por el centro y leyó. En un silencio mortal, la cor­te se esforzó por escuchar. No se podía oír nada dada la longitud de la enorme sala.

—Señorita Gómez —dijo Samuels—. ¿Quiere tomar estos prismáti­cos y repetir para el tribunal lo que el señor está leyendo en el otro ex­tremo de la sala?

Ella cogió los prismáticos y los enfocó diestramente sobre el funcio­nario, que había dejado de leer y esperaba atento.

—Estoy dispuesto.

—¿Quiere leer, por favor?

Lo hizo, y entonces la mujer repitió en voz alta, rápida y fácilmente, una sección que podría haber sido cualquier parte. No sé hablar espa­ñol. El funcionario continuó la lectura durante otros dos minutos.

—Gracias, señor —dijo Samuels—. Y gracias, señorita Gómez. Per­done, señor, pero ya que es sabido que hay quien es capaz de memorizar la Biblia, ¿quiere decirle a la corte si lleva encima algún escrito, algo que la señorita Gómez no haya podido ver? —Sí, el hombre lo tenía—. ¿Quiere leerlo como antes? ¿Quiere usted, señorita Gómez...?

Ella lo leyó también. Entonces el oficial avanzó hasta el frente para escuchar al relator del tribunal leer las palabras de la señorita Gómez.

—Eso es lo que he leído —afirmó el funcionario.

Samuels cedió su testigo al fiscal, quien hizo aún más experimentos. que sólo sirvieron para convencer de que era igualmente buena como intérprete y lectora de labios en cualquiera de los idiomas que había ci­tado.

En rápida sucesión, Samuels llevó al estrado al resto de los lectores de labios. En rápida sucesión, demostraron que eran tan capaces como la señorita Gómez en su propia especialidad lingüística. El ruso de Am­bridge se ofreció generosamente a traducir en su inglés de andar por casa cualquier otro lenguaje eslavo que quisiera, y arrancó sonrisas dispersas de la zona de la prensa. El tribunal se convenció, pero no llegó a ver el propósito de la exhibición. Samuels, brillando de satisfacción y confian­za, se volvió hacia él.

—Gracias a la indulgencia del tribunal, y a pesar de los esfuerzos de la distinguida acusación, hemos demostrado la casi sorprendente preci­sión de la lectura en los labios, y de estos lectores de labios en particular —un juez asintió, ausente—. Por tanto, nuestra defensa se basará en esa premisa y en otra que hasta ahora hemos tenido que mantener necesa­riamente oculta: la película en cuestión no era y definitivamente no es una representación ficticia de hechos de autenticidad cuestionable. Cada escena de la película no contenía a actores profesionales, sino a las per­sonas originales nombradas y retratadas. ¡Cada metro, cada centímetro de película no fue el resultado de elaboradas reconstrucciones en estu­dio, sino una recopilación real de imágenes, una recopilación real de do­cumentales (si así pueden llamarse), montados y presentados en forma narrativa!

—¡Eso es ridículo! ¡Ningún documental...! —oímos decir a uno de los fiscales a través del sorprendido murmullo general.

Samuels prescindió de las objeciones y el tumulto para subirme al es­trado. Tras las preguntas preliminares habituales, se me permitió decir las cosas a mi modo. Hostil al principio, el tribunal se interesó lo sufi­ciente como para negar las repetidas objeciones que volaban desde la mesa de los acusadores. Sentí que al menos dos miembros del tribunal, aunque no del todo favorables, eran amistosos. Por lo que puedo recor­dar, relaté las maniobras de los años pasados y terminé con algo pareci­do a esto:

—Con respecto al motivo de disponer las cosas para que sucedieran de la forma en que lo hicieron, tanto el señor Laviada como yo fuimos incapaces de considerar la perspectiva de destruir su descubrimiento pese al inevitable perjuicio que nos supondría la necesaria investigación. No estábamos, ni estamos, dispuestos a aprovecharnos o a permitir que un grupo limitado se aproveche del uso y mantenimiento del secreto, si éste fuera posible. Y en cuanto a la otra única alternativa —y miré direc­tamente al juez Bronson, el liberal del grupo—, desde la última guerra toda la investigación atómica ha estado bajo la dirección de un consejo aparentemente civil, pero que en realidad se halla bajo la «protección y dirección» del Ejército y la Armada. Esta «dirección y protección», como cualquier físico competente asegurará alegremente, ha demostrado no ser más que una cortina de humo para ocultar razonamientos anticuados, ignorancia abismal e inestimables cantidades de chapuzas. Ahora mis­mo, este país, o cualquier país lo bastante estúpido como para confiar en el rígido sistema de la mente militar, lleva años de retraso respecto de cómo estaría si se hubiera seguido el curso natural del descubrimiento y el progreso en el campo nuclear y sus afines.

»Estábamos, y estamos, firmemente convencidos de que el más mí­nimo atisbo de las posibilidades inherentes y de la magnitud del descu­brimiento del señor Laviada habría significado, bajo el régimen actual, la confiscación instantánea y obligatoria incluso de una patente supues­tamente segura. Los dos pensamos que ese descubrimiento no pertene­ce a un individuo, grupo, o corporación, ni siquiera a una nación, sino al mundo y a quienes viven en él.

»Sabemos, y estamos dispuestos y ansiosos por demostrarlo, que los asuntos domésticos y externos no sólo de esta nación, sino de todas las naciones, son influidos y a veces controlados por grupos esotéricos que manejan las teorías políticas y las vidas humanas para acomodarlas a sus propios fines.

La sala estaba llena de hosco silencio, llena de ácido odio e incredu­lidad.

—Los tratados secretos, por ejemplo, y la propaganda falsa y malin­tencionada han controlado durante demasiado tiempo las pasiones huma­nas y han conducido a los hombres al odio; ladrones honorables se han corrompido demasiado tiempo en secreto en altos pedestales que no me­recían. La máquina puede hacer imposible la traición y la falsedad. Debe hacerlo, si la guerra atómica no marchita la faz y el destino del mundo.

»Todas nuestras películas fueron realizadas con ese fin. Primero ne­cesitábamos dinero y fama para presentar a un público internacional lo que sabíamos que era verdad. Hemos hecho cuanto hemos podido. A partir de ahora, este tribunal recoge la carga que hemos llevado. No so­mos culpables de ninguna traición; no somos culpables de ningún enga­ño; no somos culpables más que de ser profunda y verdaderamente hu­manos. El señor Laviada desea que diga al tribunal y a la humanidad que hasta ahora ha sido incapaz de dar su descubrimiento al mundo para que lo emplee como desee.

El tribunal me miró. Todos los representantes extranjeros estaban en el borde de su asiento esperando que los jueces ordenaran que nos fusilasen sin más dilación, los brillantes uniformes estaban tensos, y los periodistas manejaban sus lápices contra reloj. La tensión me secó la garganta. El discurso que Samuels y yo habíamos preparado la noche ante­rior era una medicina fuerte. ¿Y ahora qué?

Samuels cubrió tranquilamente la brecha.

—Con la venia; el señor Lefko ha hecho algunas declaraciones sor­prendentes. Sorprendentes, pero ciertamente sinceras, y desde luego pueden ser demostradas o refutadas. ¡Pero serán probadas!

Se dirigió a la puerta de la sala de conferencias que nos habían con­cedido. Mientras cientos de ojos lo seguían, me resultó fácil bajarme del estrado y esperar, dispuesto. Samuels sacó la máquina de la sala de con­ferencias, y Mike se levantó. Los susurros que solidificaban el aire pare­cían decepcionados. La enchufó justo delante del estrado.

Se hizo a un lado mientras los técnicos de la televisión enfocaban con sus cámaras.

—El señor Laviada y el señor Lefko les mostrarán... supongo que no habrá ninguna objeción por parte de la acusación, ¿no? —los estaba desafiando.

 

Uno de los fiscales estaba ya en pie. Abrió la boca vacilante, pero se lo pensó mejor y se sentó. Hubo algunos cuchicheos. Samuels observa­ba al tribunal con un ojo, y a la sala con el otro.

—Si el tribunal accede, necesitaremos espacio. Si el alguacil..., gra­cias, señor. —Las largas mesas fueron retiradas. Él se quedó allí, con to­dos los ojos de la sala encima. Durante dos largos segundos permaneció quieto, luego se volvió y se dirigió a su mesa—. Señor Lefko —y se incli­nó formalmente. Se sentó.

Todos los ojos se volvieron hacia mí y hacia Mike mientras él se acer­caba a su máquina y se quedaba allí silenciosamente. Me aclaré la gar­ganta y me dirigí al estrado como si no viera los micrófonos direcciona­les apuntando a mis labios.

—Juez Bronson.

Me miró fijamente, y luego hizo lo mismo con Mike.

—¿Sí, señor Lefko?

—Su imparcialidad es bien conocida —las comisuras de sus labios se volvieron hacia abajo mientras fruncía el ceño—. ¿Estaría dispuesto a ser usado como prueba de que no habrá truco?

Lo pensó y luego asintió lentamente. El fiscal protestó, y él lo man­dó callar.

—¿Quiere decirme dónde estaba exactamente en cualquier momen­to que quiera? ¿Cualquier lugar del que esté absolutamente seguro y donde pueda verificarse que no había cámaras ocultas u observadores?

Pensó. Segundos. Minutos. La tensión aumentó, y yo tragué polvo. Habló en voz baja.

—Mil novecientos dieciocho. El once de noviembre.

Mike me susurró.

—¿Alguna hora en particular? —pregunté.

El juez Bronson me miró.

—Exactamente a las, once. La hora del armisticio —hizo una pausa, luego continuó—. Cataratas del Niágara. Cataratas del Niágara, Nueva York.

Oí chasquear los mandos en medio del silencio, y Mike volvió a susu­rrar.

—Hay que apagar las luces —el alguacil se levantó—. ¿Quiere por favor mirar la pared izquierda o en esa dirección? Creo que si el juez Kassel se vuelve un poco... estaremos preparados.

Bronson me miró, y a la pared izquierda.

—Preparado.

Las luces se apagaron y oí el murmullo de los técnicos de televisión. Toqué a Mike en el hombro.

—¡Muéstraselo, Mike!

Todos somos actores en el fondo, y Mike no es ninguna excepción. De repente, de la nada, brotó un torrente. Las cataratas del Niágara. Creo que he mencionado que nunca he superado mi miedo a las alturas. Po­cas personas llegan a hacerlo. Oí largos y temblorosos jadeos mientras empezamos a bajar. A bajar, hasta que nos detuvimos al borde de la si­lenciosa catarata, extraña en su congelada majestuosidad. Mike había detenido el tiempo exactamente a las once. Se volvió hacia la orilla ame­ricana. La recorrió lentamente. Había unos pocos turistas de pie, en posturas casi cómicas. Había nieve en el suelo, copos en el aire. El tiem­po permaneció quieto, y los corazones se refrenaron en simpatía.

—¡Alto! —ordenó Bronson.

Una pareja joven. Falda larga, capote del ejército abotonado hasta el cuello, uno frente al otro, abrazados. La manga de Mike rozó en la oscuridad y se movieron. Ella lloraba y el soldado sonreía. Ella apartó la cabeza y él se la hizo volver. Otra pareja los abrazó alegremente, y se pusieron a dar vueltas sin descanso.

La voz de Bronson fue áspera.

—¡Es suficiente! —la imagen se puso borrosa unos segundos.

Washington. La Casa Blanca. El presidente. Alguien tosió como una pequeña explosión. El presidente contemplaba un televisor. Dio un respingo y se irguió, sorprendido. Mike habló por primera vez al tribunal.

—Ese es el presidente de Estados Unidos. Está contemplando el jui­cio, que está siendo radiado y televisado desde esta sala. Ahora mismo está escuchando lo que estoy diciendo, y va a ver en su televisor lo que hizo hace un segundo.

El presidente oyó aquellas palabras definitivas. Envarado, dirigió una mirada inconsciente a la habitación, donde no encontró nada, y se volvió hacia la pantalla a tiempo de verse repetir sus actos de un segun­do antes. Lentamente, como en contra de su voluntad, su mano se vol­vió hacia el interruptor de su aparato.

—Señor presidente, no apague ese televisor —la voz de Mike era cortante, casi ruda—. Debe oír esto, usted más que nadie en el mundo. ¡Debe comprender!

»Esto no es lo que queríamos hacer, pero no nos quedó otro recurso para apelar a usted y a la gente de este mundo retorcido. —El presiden­te parecía una estatua de hierro—. Debe usted ver, debe comprender que tiene en sus manos el poder de hacer imposible que la semilla de la guerra sea cultivada en secreto y robe al hombre su juventud y su vejez o todo lo que atesora —su voz se suavizó, suplicante—. Es todo lo que tengo que decir. Es todo lo que quiero. Es lo que cualquiera querría, siempre —el presidente, inmóvil, se difuminó en la negrura—. Luces, por favor.

Y casi inmediatamente, el tribunal se retiró. Eso fue hace más de un mes.

Nos han quitado la máquina de Mike, y estamos bajo custodia mili­tar. Probablemente por nuestro bien. Comprendemos que hay grupos dispuestos a lincharnos que se encuentran sólo a una o dos manzanas de distancia. La semana pasada vimos a un fanático gritar contra nosotros en la calle. No pudimos entender lo que decía, pero sí entendimos algu­nos epítetos.

 

¡Diablos! ¡Anticristos! ¡Violación de la Biblia! ¡Violación de esto y lo otro!

Supongo que algunos, aquí mismo, en la ciudad, se alegrarían de en­cender una idea para cocinarnos en las llamas que nosotros mismos he­mos hecho arder. Me pregunto qué harán los distintos grupos religiosos ahora que se puede ver la verdad. ¿Quién sabe leer los labios en ara­meo, o latín, o copto? ¿Es un milagro, un milagro mecánico?

Esto lo cambia todo. Nos han trasladado. No sé adónde, excepto que el clima es cálido, y que por la falta de civiles, estamos en una especie de reserva militar. Ahora sabemos contra qué nos enfrentamos. Joe, lo que empezó siendo sólo una ocupación para matar el tiempo, ha resultado ser un prefacio necesario para lo que voy a pedirte. ¡Acaba con esto, y luego muévete rápido! No podremos hacértelo llegar durante una tem­porada, así que continuaré un poco como empecé, para matar el tiem­po. Como nuestros recortes de prensa:

 

TABLOID:

...Un arma así no puede, no debe ser dejada en manos faltas de es­crúpulos. La última producción profesional de la infame pareja demues­tra qué distorsiones pueden arrancarse de hechos aislados y mal inter­pretados. En manos de terroristas, ninguna propiedad, ningún asunto de negocios, ninguna vida personal podría ser sacrosanta, ninguna polí­tica exterior podría...

 

TIMES:

...colonias amenazan firmemente... liquidación del Imperio... la carga del hombre blanco...

 

LE MATIN:

...lugar legítimo... restaurar el orgullo de Francia...

 

PRAVDA:

...plan imperialista democrático... nuestros gloriosos científicos es­tán a punto de anunciar...

 

NICHI-NICHI:

...incontrovertiblemente demuestran la divina descendencia...

 

LA PRENSA:

...concesiones petrolíferas... diplomacia del dólar...

 

DETROITJOURNAL:

...bajo nuestras narices en una siniestra fortaleza en el Este... bajo supervisión federal... perfección por nuestros técnicos de producción... una poderosa ayuda a las agencias policiales... diatribas contra los polí­ticos y los negocios llevadas demasiado lejos... mañana revelaciones por...

 

L ´OSSERVATORE ROMANO:

Consejo de cardenales... se esperan anuncios cada hora...

 

JACKSON STAR-CLARION:

...manejo adecuado demostrará la falacia de la igualdad racial...

La prensa gritaba casi unánimemente; Pegler echaba espuma por la boca; Winchell sonreía sardónicamente. Nos enteramos de la superficie de la situación por la prensa. Pero una guardia militar está compuesta de individuos, las doncellas limpian las habitaciones de los hoteles, los ca­mareros deben servir la comida, y una cadena es tan fuerte como... Nos enterarnos de que aquello que pensamos es la verdad de los que trabajan para vivir.

Hay reuniones en las calles y en las casas, dos grupos de veteranos han despedido arbitrariamente a sus oficiales, siete gobernadores han di­mitido, tres senadores y más de una docena de representantes se han retirado alegando «mala salud», y el ánimo general es inquietante. Los viajeros internacionales informan que lo mismo sucede en Europa, Asia hierve, y los aviones de transporte no cesan de despegar de los aero­puertos de Sudamérica. El comentario general es que se cuece una En­mienda Constitucional para prohibir el uso de ningún instrumento simi­lar por los individuos, y se sugiere que el Gobierno lo manufacture y ceda su uso a sus agencias policiales o a corporaciones financieras res­ponsables; se murmura que se están formando caravanas de coches por todo el país en dirección a Washington para exigir una decisión al tribu­nal por la verdad de nuestros cargos; se sospecha que todos los servicios de noticias están bajo directo control federal... o del Ejército. Parece ser que hay miles de telegramas con reclamaciones y peticiones al Con­greso que rara vez se entregan.

Un día, la doncella dijo:

—El hotel bien podría estar cerrado. Todo está bloqueado; hay poli­cías militares en todas las puertas, y están echando a los otros clientes con toda la rapidez que pueden. Todo esto no sería lo suficientemente grande para alojar las cartas y telegramas dirigidos a ustedes, o a los que intentan entrar para verles. Tienen pocas posibilidades —añadió som­bríamente —. Hay militares por todas partes.

Mike me miró y yo me aclaré la garganta.

—¿Qué piensa usted de todo esto?

Habilidosamente, ella golpeó y dio la vuelta a una almohada.

—Vi su última película antes de que la prohibieran. He visto todas sus películas. Cuando no tenía trabajo, escuchaba su juicio. Les oí can­tarles las cuarenta. No me he casado porque mi novio nunca regresó de Birmania. Pregúntele a él qué piensa —e hizo un gesto con la cabeza al joven soldado que teóricamente tenía que impedirle hablar con noso­tros—. Pregúntenle si quiere que un puñado de apestosos le diga que empiece a disparar sobre otro pobre diablo. Escuchen lo que dice, y lue­go pregúntenme si quiero que me tiren una bomba atómica encima sólo porque algunos oportunistas quieren más de lo que tienen.

Se marchó súbitamente, y el soldado se fue con ella. Mike y yo nos tomarnos una cerveza y nos acostarnos. La semana siguiente, los perió­dicos tenían cabeceras de un kilómetro de altura.

 

EEUU SE QUEDA CON EL RAYO MILAGROSO.

ENMIENDA CONSTITUCIONAL

ESPERA QUE LOS ESTADOS APRUEBEN

LA LIBERACIÓN DE LEVIADA-LEFKO

 

Fuimos liberados, sí. Bronson y el presidente fueron los responsa­bles. Pero el presidente y Bronson no saben, estoy seguro, que volvimos a ser arrestados inmediatamente. Nos dijeron que nos mantendrían en «custodia preventiva» hasta que suficientes Estados hubieran aprobado la enmienda constitucional propuesta. El hombre de la máscara de hie­rro también estaba en lo que podríamos llamar «custodia preventiva». Es tan probable que nos liberen corno a él.

No nos permiten tener ningún periódico ni radio—, no dejan entrar ni salir comunicación alguna, y no nos dan ninguna razón, como si no fuera necesario. Nunca, nunca nos dejarán en libertad, y serian tontos si lo hi­cieran. Creen que si no podemos comunicarnos, o si no podemos cons­truir otra máquina, nos habrán arrancado los colmillos, y cuando muera la excitación, caeremos en el olvido a una profundidad de dos metros. Bueno, no podemos construir otra máquina. Pero ¿comunicarnos?

Míralo así. Un soldado es un soldado porque quiere servir a su país. No quiere morir a menos que su país esté en guerra. Incluso entonces, la muerte es sólo un último recurso. Y la guerra ya no es necesaria, no con nuestra máquina. ¿En la oscuridad? Intenta preparar un plan o una cons­piración en absoluta oscuridad, que es lo que sería necesario. Intenta planear o llevar a cabo una guerra sin poner las cosas por escrito. Muy bien. Ahora...

El Ejército tiene la máquina de Mike. El Ejército tiene a Mike. Lo llaman conveniencia militar, supongo. ¡Idiotas! Cualquiera que esté por encima del grado de subnormal puede ver que conservar esa má­quina, esconderla, es invitar al mundo a atacar, y atacar en autodefen­sa. Si cada nación, o cada hombre, tuviera una máquina, todos estarían igualmente abiertos o igualmente protegidos. Pero si sólo una nación o sólo un hombre puede ver, el resto no querrá estar ciego. Tal vez lo hi­cimos todo mal. Dios sabe lo mucho que lo pensamos. Dios sabe que hicimos cuanto pudimos para evitar que el hombre cayera en su propia trampa.

No queda mucho tiempo. Uno de los soldados que nos vigilan te hará llegar esto, espero que tengas aún oportunidad de leerlo.

Hace mucho te dimos una llave, y esperábamos no tener que pedirte nunca que la usaras. Pero ahora es el momento. Esa llave pertenece a una caja de seguridad del Banco de Detroit. En esa caja hay cartas. En­víalas, no todas a la vez, ni al mismo sitio. Irán a todas partes del mun­do, a hombres que conocemos y hemos observado bien: listos, hones­tos, y capaces de seguir los planes que hemos pensado.

¡Pero tienes que darte prisa! Un día de éstos alguien se preguntará si hemos construido más de una máquina. No lo hemos hecho, por supues­to. Eso habría sido una locura. Pero si algún joven teniente se apodera de esa máquina el tiempo suficiente como para seguir nuestros movimien­tos descubrirá esa caja de seguridad, con los planos y cartas dispuestas a ser repartidas. Puedes ver la necesidad de darte prisa... Si el resto del mundo. o cualquier nación concreta, quiere esa máquina, lucharán por ella. ¡Y lo harán! ¡Es necesario! Más tarde, cuando el Ejército se habi­túe a la máquina y sus capacidades, quedará claro para todos, como ya lo es para Mike y para mí, que con todos los planes abiertos a la inspec­ción en cuanto se hacen, ninguna nación o grupo de naciones tendría la más mínima oportunidad en la guerra. Así, si va a haber un ataque, ten­drá que ser letal, rápido y seguro. Ruego a Dios que no hayamos em­pujado al mundo a una guerra que tratábamos de hacer imposible. Con todas las bombas atómicas y cohetes construidos en estos últimos años... ¡Joe, tienes que darte prisa!

 

CG A GRP ATAQ 9

 

Informe informe informe informe informe informe informe informe in­forme informe.

 

CMDTE GRP ATAQ 9A CG

 

EMPIEZA: Ningún otro manuscrito encontrado. Registrado cuerpo de Lefko inmediatamente después de aterrizar. Según el plan, Edificio Tres intacto. Supervivientes insisten ambos en ser trasladados del Edifi­cio Siete día anterior sondeo defectuoso. Cuerpo de Laviada identifica­do a través de huellas dactilares. Solicito nuevas instrucciones. FIN.

 

CG A CMDTE 32 RGTO ACORAZADO

 

EMPIEZA: Sellar zona Banco Detroit. Informar inmediatamente estado cajas de seguridad. Concedida cooperación completo equipo téc­nico en camino. FIN.

 

TEN. COR. TEMP. ATT.

32 RGTO ACORAZADO

 

EMPIEZA: Área Banco Detroit vaporizada impacto directo. Ra­diactividad letal. Imposible que cajas o ningún contenido subsistieran.

 

Repito, impacto directo. Solicito permiso para avanzar a Área de Was­hington. FIN.

 

CG A TEN. COR. TEMP. ATT

32 RGTO ACORAZADO

 

EMPIEZA: Permiso denegado. Remover las cenizas si es necesario, no importa a qué coste. Repito, no importa a qué coste. FIN

 

CG A TODAS LAS UNIDADES REPITO

TODAS LAS UNIDADES

 

EMPIEZA: Falta de resistencia enemiga explica desvío de cohetes atómicos a veinticinco kilómetros al SSE de Washington. único super­viviente completamente destruido tren especial asegura oficiales deja­ron capital enemiga dos horas antes del ataque. Notificar gobernadores locales donde sea necesario y obvio cese de hostilidades. Ocupar áreas Plan Dos. Seguirán nuevas órdenes. FIN.

 

 

NOTAS

 

Thomas L. Sherred (1915-1985) Astounding Science Fiction, mayo 1947.

Se sabe muy poco sobre Thomas L. Sherred aparte del hecho de que tiene experiencia en publicidad y escritos técnicos. Su escasa obra de ciencia ficción (que incluye una novela, Alien Island, 1970) contiene una fuerte dosis de cinismo intercalado con siniestro humor. «E de esfuerzo» es su obra más famosa y fue su primer relato de ciencia ficción publicado; cier­tamente, es una de las mejores primeras obras en la historia del género. Como verán cuando lo lean, parece adelantado a su tiempo en varios as­pectos, principalmente en su visión de la burocracia gubernamental, que recibiría gran atención en la siguiente década.

Este cuento trata sobre una máquina que permite observar cualquier historia del pasado, así que un grupo decidió dedicarse a la producción cinematográfica.

Se realizó una película clase B, con este argumento, el cual también extrapola ideas de mecánica cuántica.

El relato fue también la piedra angular de la antología de Sherred First Person Peculiar (1972), un libro que merece volver a ser editado.

(Hace poco fanfarroneaba diciendo que, en el momento en que apa­reció el primer relato de Poul Anderson, supe inmediatamente que estaba destinado a ser una de las luminarias de la ciencia ficción. Bueno, antes de que piensen que soy infalible para estas cosas, déjenme que les diga que sentí lo mismo sobre Thomas L. Sherred cuando apareció «E de Es­fuerzo». Como Marty ha dicho, es su primer relato, y se trata de un traba­jo tan acabado y excelente de un escritor tan experimentado que di por he­cho que veríamos muchas, muchísimas otras historias suyas. Pero no fue así. ¡Yo no sé por qué. Y me parece una lástima. I. A.)

Thomas L. Sherred murió en 1985, con posterioridad a la publicación original de esta antología.

 

 

FIN

 

 

Título original: E for effort © 1947.

Traducción: Rafael Martín Trechera.

Edición digital: Ecólogo.