JUEGOS DE CAPRICORNIO
Robert
Silverberg
Título original: Capricorn
Games
Traducción: J. M. Pomares
© 1973 by Robert Silverberg
© 1979 Luis de Caralt Editor
S.A.
Rosellón 246 - Barcelona
ISBN: 84-217-5130-1
Edición digital: Carlos
Palazón
Revisión: abur_chocolat
ÍNDICE
Juegos de Capricornio (Capricorn Games ©1974)
El Salón de la Fama de la Ciencia
Ficción (The Science
Fiction Hall of Fame ©1973)
La señorita Found en una máquina del tiempo
abandonada (Ms. Found in an Abandoned Time
Machine ©1973)
Nave-hermana, estrella-hermana (Ship-Sister, Star-Sister ©1973)
Un mar de rostros (A Sea of Faces ©1974)
El Dybbuk de
Mazel Tov IV (The Dybbuk of Mazel Tov IV
©1974)
Un pequeño burócrata (Getting Across ©1973)
JUEGOS DE CAPRICORNIO
Nikki penetró
en el campo cónico del limpiador ultrasónico, moviéndose de modo que el
inaudible zumbido del achaparrado morro de la máquina pudiera eliminar de su
piel con mayor efectividad el tejido epidérmico muerto, los glóbulos de sudor
seco, las gotitas del perfume de ayer y otros restos; tres minutos después
salía completamente limpia, activa y lista para la fiesta. Programó el vestido
para la velada: pieles de bu, túnica amarillo-limón de película de gasa, capa
de color naranja pálido tan blanda como una almeja, y nada más debajo excepto
la propia Nikki, la suave, reluciente y tersa Nikki. Su cuerpo era moreno y
delgado. La fiesta se celebraba en su honor, aunque ella era la única en
saberlo. Hoy era su cumpleaños, el siete de enero de 1999; veinticuatro años y
ni un solo signo de envejecimiento en el cuerpo.
El viejo
Steiner había reunido a una extraordinaria variedad de invitados: prometió qne
acudirían un lector de mentes, un multimillonario, un auténtico duque
bizantino, un rabino árabe, un hombre que se había casado con su propia hija, y
otras maravillas. Todos ellos, desde luego, subordinados al verdadero invitado
de honor, al premio de la noche, al famoso Nicholson, que había vivido mil años
y que decía poder ayudar a otros a hacer lo mismo. Nikki… Nicholson. Feliz
asonancia, portentosa e íntima armonía. Me mostrarás, querido Nicholson, cómo
puedo vivir para siempre, sin hacerme vieja nunca. Una idea acogedora y
tranquilizadora.
El cielo, más
allá de la lustrosa curva de su ventana, aparecía negro, salpicado de motillas
de nieve; imaginó poder escuchar el mohoso aullido del viento y sentir el
balanceo del edificio envuelto por el frío, a noventa pisos de altura. Este era
el peor invierno que había conocido jamás. Nevaba casi todos los días; era una
nieve planetaria, un escalofrío global del que ni siquiera se libraban los
trópicos. El hielo, tan duro como placas de hierro, cubría las calles de Nueva
York. Las paredes eran resbaladizas y el aire tenía un filo cortante. Esta
noche Júpiter brillaba ferozmente en la oscuridad, como un diamante en la
frente de un cuervo. Gracias a Dios, no tenía que salir.
Podía esperar a
que transcurriera el invierno dentro de esta torre. La correspondencia le
llegaba por tubo neumático. El restaurante de la azotea la alimentaba. Tenía
amigos en una docena de pisos. El edificio era un mundo en sí mismo, cálido,
cómodo y abrigado. Que nevara. Que soplaran los cortantes ventarrones.
Nikki comprobó
su aspecto, observándose en el espejo tridimensional: muy atractiva; muy, muy
atractiva. Dulces pliegues de película amarilla. Al descubierto, un poco de los
muslos, otro poco de los pechos. Se vería algo más que un poco cuando tuviera
una fuente de luz tras de ella. Notó una sensación de bienestar. Se arregló el
pelo corto, de color negro brillante. Se perfumó un poco. Todo el mundo la
quería. La belleza es como un imán: repele a algunos, atrae a muchos, pero no
deja a nadie inmóvil. Eran las nueve de la noche.
—Arriba —le
dijo al ascensor—. Habitaciones de Steiner.
—Piso ochenta y
ocho —comunicó el ascensor.
—Ya lo sé. Eres
muy dulce.
Música en el
pasillo: Mozart, cristalino y sinuoso. La puerta del apartamento de Steiner
aparecía semiabombada con acero cromado, como la entrada a la bóveda de un
banco. Nikki sonrió en dirección al detector-explorador. La puerta se abrió.
Steiner formó una especie de cáliz con sus manos, a pocos centímetros del
pecho, a modo de saludo.
—Maravillosa
—murmuró.
—Me siento muy
contenta de que me invitara.
—Prácticamente
ya está todo el mundo. Es una fiesta maravillosa, amor.
Ella le besó la
velluda mejilla. Se había encontrado con él en octubre, en el ascensor; tenía
más de sesenta años y aparentaba menos de cuarenta. Cuando le tocó, su cuerpo
le pareció como un objeto enmarcado en hielo lechoso, como un mamut recién
sacado de los hielos permanentes de Siberia. Fueron amantes durante dos
semanas. El otoño dio paso al invierno y Nikki pasó de largo por su vida, pero
él había mantenido su palabra en cuanto a las fiestas: allí estaba ella,
invitada.
—Alexius Ducas
—dijo un hombre bajo de estatura y ancho de hombros, con una densa barba negra
partida en el centro.
El hombre se
inclinó. Un buen ademán. Steiner se evaporó y ella quedó en manos del duque
bizantino. La dirigió inmediatamente, atravesando la estancia sobre una espesa
alfombra blanca, hacia un lugar donde un grupo de pequeñas luces, como hongos
enojados que surgieran de la pared, revelaba los contornos de su cuerpo. Otros
invitados se volvieron para mirarla. El duque Alexius la favoreció con una penetrante
mirada, pero ella no sintió la menor excitación. Ya hacia mucho tiempo que
había pasado lo de Bizancio. Le trajo una pequeña copa de vino verde y frío y
dijo:
—¿Ha estado
alguna vez en el Mar Egeo? Mi familia posee su ancestral castillo en una isla
situada a dieciocho kilómetros al este de…
—Discúlpeme,
pero ¿quién es el hombre llamado Nicholson?
—Nicholson sólo
es el nombre que utiliza ahora. Afirma haber tenido una tienda en
Constantinopla durante el reinado de mi antepasado, el basileo Manuel Comneno
—un chasqueo protector de la lengua, para añadir—: Sólo es un tendero —y los
ojos bizantinos brillaron con ferocidad—. ¡Qué hermosa es usted!
—¿Quién de
ellos es?
—Allí. En el
sofá.
Nikki sólo vio
un muro de espaldas. Se inclinó un poco hacia la izquierda y miró. No pudo ver
nada. Se acercaría más tarde. Alexius Ducas continuó ofreciéndole su cuerpo con
los ojos. Ella susurró lánguidamente y pidió:
—Cuénteme cosas
de Bizancio.
Llegó hasta
Constantino el Grande antes de aburrirla. Ella terminó de beberse el vino,
extendió fríamente la copa y convenció a un suave joven que pasaba por allí
para que se la volviera a llenar. El bizantino parecía triste.
—Entonces
—dijo—, el imperio fue dividido entre…
—Hoy es mi
cumpleaños —anunció ella.
—¿También el
suyo? Felicidades. ¿Es usted tan vieja como…?
—Ni con mucho.
Ni siquiera la mitad. No llegaré a los quinientos años hasta dentro de algún
tiempo —contestó, volviéndose para recoger su copa.
El joven suave
no esperó a ser capturado. La fiesta se lo tragó como si se tratara de una
avalancha. Sesenta, ochenta invitados, todos en movimiento. Se retiraron las
cortinas, poniendo de manifiesto toda la furia de la tormenta. Nadie la
contemplaba. El apartamento de Steiner era como una escena de película: grandes
sillas de jardín, en porcelana Ming o incluso Sung; paredes pintadas con hojas
planas de bronce y escarlata; artefactos precolombinos en nichos iluminados;
esculturas como telarañas de aluminio; grabados de Durero… El botín del tiempo.
Sirvientes de cabeza rapada, mayas o khmers o quizás olmecas, circulaban
impasiblemente, ofreciendo bandejas de golosinas: caviar, galopines de mar,
trocitos de carne asada, pequeñas salchichas, burritos en una salsa de chile.
Las manos iban incansablemente de las bandejas a los labios. Esta era una
fiesta de comilones vitales, de personas dispuestas a tragarse el mundo. El
duque Alexius, acariciando su brazo, le dijo con suavidad:
—Me marcharé a
medianoche. Sería delicioso que se viniera usted conmigo.
—Tengo otros
planes —le dijo.
—Entonces —se
inclinó cortésmente, sin mostrar desilusión exterior—, quizá en otra ocasión.
¿Quiere mi tarjeta?
Apareció en su
mano, como por un movimiento mágico: una tarjeta en relieve, elaboradamente
grabada. Se la colocó en el bolso, y después la sala se lo tragó.
Instantáneamente un hombre grande, de mirada salvaje, ocupó su lugar ante ella.
—¿No ha oído
hablar nunca de mí? —empezó.
—¿Es eso una
fanfarronada o una disculpa?
—Soy bastante
simple. Trabajo para Steiner. Pensó que seria divertido invitarme a una de sus
fiestas.
—¿Qué hace
usted?
—Facturas y
embarques. ¿No le parece un lugar divertido?
—¿Cuál es su
signo? —le preguntó Nikki.
—Libra.
—Yo soy
Capricornio. Esta noche es mi cumpleaños, asi como el de él. Si es usted realmente un libriano, está perdiendo su tiempo
conmigo. ¿Se llama de algún modo?
—Martin Bliss.
—Nikki.
—No existe
ninguna señora Bliss… ¡Ja, ja!
Nikki se lamió
los labios.
—Tengo hambre,
¿quiere traerme unos canapés?
En cuanto él se
marchó para buscar lo pedido, ella se alejó de allí. Dio una vuelta por la
larga sala, pasó junto al quinteto de cuerdas, junto al puesto del barman,
junto a la ventana… hasta que pudo ver bien al hombre llamado Nicholson. No le
desagradó. Era delgado, flexible, no muy alto, de hombros fuertes. Un hombre con
presencia y autoridad. Quería poner los labios sobre él y sorber inmortalidad.
Su cabeza era como un triángulo, con unos brutales huesos en las mejillas,
labios delgados, oscura mata de pelo rizado, sin barba, sin bigote. Sus ojos
eran penetrantes, eléctricos, intolerablemente sabios. Tiene que haberla visto
dos veces, por lo menos.
Nikki había
leído su libro. Todos lo habían leído. Él había sido un rey, un lama, un
traficante de esclavos, un esclavo. Siempre llevando gran cuidado de ocultar su
increíble longevidad, y ahora ofreciendo libremente su terrible secreto a los
miembros del Club del Libro del Mes. ¿Por qué había preferido salir a la luz y
revelarse? Porque éste es el momento necesario de la revelación, había dicho.
El momento a partir del cual tiene que ser lo que es, de modo que pueda
impartir su don a otros, antes de perderlo. Antes de perderlo. En el momento
del nacimiento del nuevo siglo, debe compartir su premio de vida.
Una docena de
personas le rodeaban, captando su mirada brillante. Él atravesó con la mirada
una muralla de hombros y puso sus ojos en los de ella; Nikki se sintió
atravesada, exaltada, elegida. Un súbito calor se fue extendiendo sobre su
cuerpo, como un río de tungsteno fundido, como una corriente de miel caliente.
Le devolvió fijamente la mirada. Empezó a caminar hacia él.
Entonces, un
cuerpo se interpuso en su camino. Cabeza de muerto, piel de pergamino, ojos de
pesadilla. Una mano escamosa rozó sus bíceps desnudos. Una voz terriblemente
desgastada preguntó, con un gruñido:
—¿Cuántos años
cree usted que tengo?
—¡Oh, Dios!
—¿Cuántos?
—¿Dos mil?
—Tengo
cincuenta y ocho. No viviré para ver mi cumpleaños número cincuenta y nueve.
Tome, fúmese uno de estos.
Con manos
temblorosas, le ofreció un diminuto tubo marfileño. Cerca de uno de los
extremos se veía un monograma gótico —FXB— y una cápsula verde translúcida en
el otro. Ella apretó la cápsula y surgió una flameante llama azul. Inhaló el
humo.
—¿Qué es?
—preguntó.
—Mi propia
mezcla. Soma número cinco. ¿Le gusta?
—Estoy sucia
—dijo—. Absolutamente sucia. ¡Oh, Dios!
Las paredes se
movían. La nieve se había convertido en trozos de estaño. Un golpe instantáneo.
El cuerpo tenía un halo dorado. Los signos del dólar se elevaban a la vista,
como estigmas, sobre su frente surcada de arrugas. Nikki escuchó el estruendo
de las olas, el rugido de la espuma. El puente oscilaba. Los mástiles se
agrietaban. Mujer a bordo, gritó, y escuchó su voz inaudible, desapareciendo
hacia abajo por un túnel de ecos, boing, boing, boing. Se agarró a los frágiles
puños de él.
—¡Bastardo!
¿Qué me ha hecho?
—Soy Francis
Xavier Byrne.
¡Oh! El
millonario. Las Industrias Byrne, el gran conglomerado de empresas. Steiner le
había prometido un multimillonario para esta noche.
—¿Va usted a
morir pronto? —le preguntó Nikki.
—No creo que
pase de pascua. Ahora el dinero no me sirve de nada. Soy una metástasis
andante.
Se abrió la
camisa arrugada. Algo brillante y metálico, como una cota de malla, cubría su
pecho.
—Sistema vital
auxiliar —le confió—. Me permite funcionar. Si me lo quitara durante media
hora, estaría acabado. ¿Es usted capricorniana?
—¿Cómo lo
sabía?
—Puede que vaya
a morirme, pero no soy estúpido. Tiene usted el brillo de los de Capricornio en
sus ojos. ¿Qué soy yo?
Ella dudó. Sus
ojos también brillaban. Un hombre de los que se han hecho a sí mismos, un
fantástico sentido para los negocios, energía, arrogancia. Capricornio, desde
luego. No…, demasiado fácil.
—Leo —dijo.
—No. Vuélvalo a
intentar.
Colocó otro
tubo con monograma en su mano y se marchó. Ella no había regresado aún del todo
del último, aunque los efectos más espectaculares ya se habían disipado. Los
invitados a la fiesta giraban y flotaban a su alrededor. Ya no podía ver a
Nicholson. La nieve parecía ir convirtiéndose en granizo, en pequeñas partículas
duras que salpicaban los amplios ventanales, dejando unas raspaduras blancas.
¿O es que su percepción era ahora más aguda? El rugido de las conversaciones
parecía ascender y decaer, como si alguien estuviera ajustando un control de
volumen. Las luces fluctuaban con un ritmo contrastado. Se sintió mareada. Una
bandeja de cócteles pasó junto a ella y preguntó:
—¿Dónde está el
baño?
Al final del
pasillo. Cinco extrañas salían arracimadas de él, hablando en susurros
escamosos. Flotó a través de ellas, se agarró al frío borde del lavabo,
adelantó la cabeza hacia el espejo oval cóncavo. Una cabeza de muerto, piel
apergaminada, ojos de pesadilla. ¡No! ¡No!
Parpadeó, y
volvieron a aparecer sus propios gestos. Temblando, hizo un esfuerzo por
recobrarse. El armario de medicamentos contenía una tentadora colección de
drogas, los remedios de Steiner para todos los males. Sin mirar las etiquetas,
Nikki tomó un puñado de frascos y engulló pastillas tomadas al azar. Una roja y
plana, una verde y ahusada, una suculenta cápsula amarilla de gelatina. Quizá
se tratara de remedios contra el dolor de cabeza, quizá de alucinógenos. ¿Quién
sabía? ¿A quién le interesaría? Nosotros, los capricornianos, no siempre somos
tan precavidos como se pudiera imaginar.
Alguien llamó a
la puerta del baño. Ella contestó y se encontró con el rostro redondo, blando y
esperanzado de Martin Bliss, flotando cerca del techo. Los ojos se abombaban
débilmente; las mejillas aparecían rojizas.
—Me dijeron que
usted se sentía mal. ¿Puedo ayudarla en algo?
Tan amable. Tan
dulce. Ella le tocó el brazo, rozó su mejilla con los labios. Más allá, en el
vestíbulo, estaba un hombre de cuerpo ancho, de pelo rubio cortado al rape, de
glaciales ojos azules, con un perfecto y rollizo rostro. Su sonrisa era intensa
y brillante.
—Eso es fácil
—dijo el hombre—. Capricornio.
—¿Puede
adivinar mi… —se detuvo asombrada—…signo? —terminó de preguntar, con voz
débil—. ¿Cómo lo hizo? ¡Oh!
—Sí. Soy ése.
Ella se sintió
más que desnuda, desprendida de todo hasta los ganglios, hasta la sinapsis.
—¿Cuál es el
truco?
—No hay truco.
Escucho. Oigo.
—¿Oye usted
pensar a la gente?
—Más o menos.
¿Cree usted que se trata de un juego de salón?
Él era hermoso,
pero aterrorizador, como la espada de un samurai en movimiento. Ella le quería,
pero no se atrevía. Tiene mi número, pensó. No tendré nunca ningún secreto con
él. Y él dijo tristemente:
—No me importa
eso. Sé que asusto a mucha gente. A algunos no les importa.
—¿Cómo se
llama?
—Tom —contestó
él—. Encantado de conocerla, Nikki.
—Siento mucha
lástima por usted.
—No es eso, en
realidad. Puede engañarse a sí misma si necesita hacerlo. Pero no puede
engañarme a mí. En cualquier caso, no se acuesta usted con hombres por los que
siente lástima.
—No me he
acostado con usted.
—Lo hará —dijo
él.
—Creí que sólo
era capaz de leer la mente. No me dijeron que también hacía profecías.
Él se inclinó
acercándose y sonrió. Aquella sonrisa la destruyó. Tuvo que hacer un gran
esfuerzo para no caer.
—Tengo su
número, muy bien —dijo él, en un tono de voz bajo y duro—. La llamaré el
próximo martes —y, cuando ya se alejaba, añadió—. Se equivoca. Soy de Virgo, lo
crea o no.
Nikki regresó,
aturdida, hacia el salón.
—…la figura del
mandala —estaba diciendo Nicholson; su voz era oscura, enfocada, como un
cantante basso puro—. Lo esencial es
que cada mandala tiene su centro: el lugar donde nace todo, el ojo de la mente
de Dios, el corazón de la oscuridad y de la luz, el ojo de la tormenta. Muy
bien: deben moverse hacia el centro, encontrar el vértice en los límites del Yang
y del Yin, situarse justo en el punto central del mandala. Centrarse a ustedes mismos. ¿Siguen la metáfora? Centrarse ustedes
mismos en el ahora, en el eterno
ahora. Salirse del centro es moverse hacia la muerte, adelante, y hacia el
nacimiento, atrás. Siempre con las fatales oscilaciones polares; pero si son
capaces de situarse constantemente en el foco del mandala, justo en el centro,
tendrán acceso a la fuente de la renovación, se convertirán en un organismo
capaz de una autocuración constante, de una autorenovación constante, de una
constante expansión hacia las regiones situadas más allá del yo. ¿Me siguen? El
poder de…
Steiner, junto
a su codo, le dijo tiernamente:
—¡Qué hermosa
está usted en los primeros momentos de la fijación erótica!
—Es una fiesta
maravillosa —dijo Nikki.
—¿Está
encontrando gente interesante?
—¿Hay de alguna
otra clase? —preguntó ella.
De repente,
Nicholson se apartó del círculo de quienes le escuchaban y cruzó la sala, solo,
con un movimiento rápido y decisivo hacia el bar. Nikki se apresuró para
interceptarlo y tropezó con un sirviente de cabeza rapada que llevaba una
bandeja. La bandeja se deslizó suavemente de los gruesos dedos del hombre y se
elevó en el aire, como un escudo en rotación; una lluvia de trozos de carne
inmersos en una aceitosa salsa verde cayó, salpicando, sobre la alfombra
blanca. El sirviente se quedó completamente inmóvil, helado, como una especie
de ídolo mexicano de piedra, grueso y desnudo, con la nariz chata, durante un
largo y doloroso momento; después volvió la cabeza lentamente hacia la
izquierda y contempló lastimeramente su rígida mano extendida, sin su bandeja.
Finalmente, adelantó la cabeza hacia Nikki, y su rostro de granito, normalmente
inexpresivo, mostró por un fugaz instante una expresión de odio total, una
emanación fulgurante de desprecio y disgusto que se desvaneció inmediatamente.
El hombre relinchó con una risa disimulada: ¡Ju, ju, ju! Su superioridad era
abrumadora. Nikki se sintió hundida en movedizas arenas de humillación. Escapó
apresuradamente, zigzagueando alrededor de la carne derramada, siguiendo su
camino hacia el bar.
Nicholson
seguía estando solo. Nikki enrojeció. Sentía como si le faltara el aire.
Buscaba ávidamente las palabras, con la lengua desmañada. Finalmente, como una
catapulta, dijo:
—Feliz
cumpleaños.
—Gracias —dijo
él con solemnidad.
—¿Está
disfrutando de su fiesta?
—Mucho.
—Me extraña que
no le aburran. Quiero decir, después de haber hablado con tantos de ellos.
—No me aburro
con facilidad.
Parecía solemne
y sereno, como extrayendo fuerzas de alguna reserva sin fondo de paciencia.
Lanzó hacia Nikki una mirada que era al mismo tiempo cálida e impersonal.
—Todo me parece
interesante —dijo.
—Eso resulta
curioso. Hace un momento le dije a Steiner más o menos lo mismo. Es que,
¿sabe?, hoy también es mi cumpleaños.
—¿De veras?
—Nací el siete
de enero de 1975.
—¡Vaya! En
1975. Yo… —se echó a reír—. Parece completamente absurdo, ¿verdad?
—El siete de
enero del 982 —dijo Nikki.
—Ha estado
tomando notas, ¿eh?
—He leído su
libro —confesó—. ¿Me permite hacerle una observación tonta? ¡Dios mío! ¡No
parece usted tener mil diecisiete años!
—¿Qué aspecto
cree que debería tener?
—Más bien como
él —contestó Nikki, señalando hacia Francis Xavier Byrne.
Nicholson se
echó a reír entre dientes. Nikki se preguntó si le gustaría. Quizá. Quizá. Se
arriesgó a mirarle a los ojos. Apenas tenía un centímetro más de altura que
ella, lo que convirtió su acción en una experiencia terriblemente íntima. Él la
miró con firmeza, centradamente; Nikki le imaginó rodeado por un palpitante
mandala, con luminosas manchas turquesas emanando de su corazón, conectadas con
radiantes hilos de telaraña en colores rojo y verde. Enderezándose un poco,
lanzó un rizo de deseo alrededor de él. Sus ojos eran muy explícitos. Los de
Nicholson aparecían velados. Sintió cómo el hombre se retiraba tranquilamente.
Llévame dentro, rogó ella, llévame a una de las habitaciones del fondo. Vierte
tu vida en mí.
—¿Cómo va a
elegir a las personas que quiere instruir en el secreto? —preguntó.
—Intuitivamente.
—Rechazando a
cualquiera que se lo pida directamente, desde luego.
—Rechazando a
quien lo pida.
—¿Ha preguntado
usted?
—Dijo que había
leído mi libro.
—¡Oh! Sí. Ya
recuerdo. No sabía usted lo que estaba sucediendo, no comprendió nada hasta que
todo pasó.
—Yo era una
persona muy simple. Eso fue hace mucho tiempo.
Sus ojos
volvían a ser vivos. Lo estoy atrayendo. Ve que soy de su clase, que me lo
merezco. Capricornio, Capricornio, Capricornio, tú y yo, él y ella, los dos
cabras. Juega a mi juego, Capricornio.
—¿Cómo se llama
usted? —preguntó.
—Nikki.
—Un nombre
hermoso, para una mujer hermosa.
La vacuidad del
cumplido la devastó. Se dio cuenta de que había llegado con una misteriosa
rapidez a un momento de necesaria retirada táctica; la retirada era
obligatoria, a menos que apretara demasiado y destruyera el tenue contacto tan
tensamente establecido. Le dio las gracias con una mirada y se apartó
graciosamente, dirigiéndose hacia Martin Bliss, pasando su brazo por el suyo.
Bliss se estremeció ante el gesto, enrojeció y se encontró en un estado de
mayor energía. Ella hizo resonar sus vibraciones, elevándolas más y más. Se
sentía en el corazón de la fiesta, como el centro del mandala: de pie, con
ambos pies bien asentados, las piernas ligeramente abiertas, convirtiendo su
cuerpo en un eje polar, con las líneas de fuerza surgiendo de la tierra,
elevándose desde el fondo del edificio, atravesando ochenta y ocho pisos, para
pasar por su sexo, su corazón, su cabeza. Asi es como una se debe sentir, pensó
ella, cuando le ha sido concedida la inmortalidad. Un momento de gracia
espontánea, el balbuceo de una luz interior. Miró amorosamente hacia el pobre y
bobo de Bliss. Querido corazón, querido juego andante mudo. El quinteto de
cuerdas emitía unos sonidos fundidos.
—¿Qué es eso?
—preguntó ella—. ¿Brahms?
Bliss se
ofreció para averiguarlo. Sola, era vulnerable para Francis Xavier Byrne, quien
la abatió con una sola mirada cadavérica.
—¿Lo ha
adivinado ya? —preguntó él—. El signo.
Se le quedó
mirando fijamente, a través de su harapiento cuerpo canceroso, llameante de
descomposición.
—Escorpión —le
contestó con voz ronca.
—¡Correcto!
¡Correcto! —exclamó, sacándose un medallón del pecho y pasando su cadena de oro
sobre la cabeza de Nikki—. Para usted —dijo con voz áspera, y se marchó.
Nikki lo
acarició. Una piedra verde y suave al tacto. ¿Jade? ¿Esmeralda? Ligeramente
grabada sobre su cara abovedada, se percibía la cruz rizada, la cruz ansata.
Maravilloso. El regalo de la vida, entregado por un moribundo. Le saludó con la
mano por entre un bosque de cabezas y le guiñó un ojo. Bliss regresó.
—Están
interpretando algo de Schonberg —informó—. Verklärte
Nacht.
—¡Qué
encantador! —levantó el medallón y lo volvió a dejar caer sobre su pecho—. ¿Le
gusta?
—Estoy seguro
de que no lo tenía hace un momento.
—Ha brotado muy
rápidamente —le dijo ella.
Se sentía muy
animada, pero no tanto como se sintiera un momento después de haber dejado a
Nicholson. La había abandonado aquella sensación de ser el punto focal. La
fiesta parecía caótica. Se estaban formando parejas, disolviéndose, volviéndose
a formar; las figuras se deslizaban subrepticiamente en grupos de dos y de tres
hacia las habitaciones; los sirvientes ofrecían más obsesivamente sus bandejas
de bebidas y comida a los invitados que quedaban; el granizo se había
convertido de nuevo en nieve y sus masas algodonosas chocaban silenciosamente
contra las ventanas, quedándose allí, revelando sus brillantes estructuras
mandálicas durante un momento dolorosamente breve antes de fundirse. Nikki se
esforzó por recuperar su posición centrada. Se abandonó a una cálida fantasía:
Nicholson acercándose a ella, acariciándole formalmente la mejilla, diciéndole:
«serás una de las elegidas». En menos de doce meses, llegaría el momento en que
él se reuniría con sus siete discípulos, aún desconocidos, para ver el
nacimiento del nuevo siglo, y él tomaría las manos en las suyas, bombearía la
vitalidad de lo inmortal en sus cuerpos, compartiendo con ellos el secreto que
a él le habían transmitido mil años antes. ¿Quién? ¿Quién? ¿Quién? A mí. A mí.
A mí.
Pero… ¿adónde
se había marchado Nicholson? Su aura, su brillo, ese cono de luz imaginaria que
parecía haberle rodeado… no estaba en ninguna parte.
Un hombre, con
una peluca lacada de color naranja, empezó a discutir casi ante la misma Nikki
con una mujer mucho más joven que llevaba adornos de perlas bioluminiscentes.
Evidentemente, un matrimonio. Ambos poseían rasgos muy agudos, con ojos
brillantes y protuberantes, rostros rígidos, con los músculos de la barbilla
actuando intensamente. Habían vivido juntos el tiempo suficiente como para
parecerse. Su disputa tenía un matiz anticuado, ritual, como si la hubieran
ensayado en muchas ocasiones anteriores: se estaban explicando mutuamente los
acontecimientos causantes de la disputa, interpretándolos, recapitulándolos,
matizándolos, justificando, atacando, defendiendo… dijiste esto porque tal y
tal cosa y eso me llevó a responderte de tal y tal modo porque… no, al
contrario, yo dije eso porque tú dijiste tal otra cosa… todo ello expresado en
un tranquilo tono chirriante, nauseabundo, angustioso, como la pura muerte.
—Él es su padre
biológico —dijo un hombre, al lado de Nikki—. Ella fue una de las primeras
niñas en nacer in vitro y él fue el
donante. Hace cinco años, siguió su pista y se casó con ella. Un hueco sin
cubrir en la ley.
¿Cinco años?
Discutían como si estuvieran casados desde hacía cincuenta. Estaban enjaulados
por paredes de dolor y aburrimiento. Sólo sus ojos aparecían vivos. A Nikki le
resultó imposible imaginárselos en la cama, con los cuerpos entrelazados en el
acto del amor. Acto de amor, pensó, y se echó a reír. ¿Dónde estaba Nicholson?
El duque
Alexius, enrojecido y cubierto de sudor, se inclinó ante ella.
—Me marcharé
pronto —anunció.
Y ella recibió
el anuncio con gravedad, pero sin reaccionar, como si él se hubiese limitado a
expresar algún comentario sobre las fluctuaciones de la tormenta, o como si
hubiera hablado en griego. El duque se volvió a inclinar y se marchó. ¿Y
Nicholson? ¿Dónde estaba Nicholson? Volvió a recuperar la calma, tratando de
encontrar su centro. Vendrá a mí cuando esté preparado. Ya se ha producido el
contacto entre nosotros y fue un contacto real y bueno.
Bliss, junto a
ella, hace un gesto y dice:
—Un rabino de
nacimiento sirio, antiguo musulmán, muy altamente considerado entre los
teólogos judíos.
Ella asintió
con un gesto, pero no miró.
—Un astronauta
que acaba de regresar de Marte. Nunca he visto a nadie con la piel curtida con
ese color.
El astronauta
no sentía ningún interés por ella. Se esforzó por animarse de nuevo. La fiesta
se aproximaba a un clímax, y ella se daba cuenta; un momento en el que se
aceptaban compromisos y se tomaban decisiones. El tintineo del hielo en las
copas, los brumosos vapores de los inhalantes psicodélicos, la presión de la
carne cálida rodeándola… se encontraba inmersa en todo, viva y receptiva.
Estaba llegando a la hora retorcida, la hora de las bromas galvánicas. Se
sintió extravagante e imprudente. Impulsivamente, besó a Bliss, alzándose sobre
las puntas de los pies, introduciendo profundamente su lengua en la asombrada
boca del hombre. Después, se soltó.
Alguien estaba
jugando con las luces; se hicieron más rojas, después adquirieron fuerza y
oscilaron a un blanco azulado con gran ferocidad. Al otro lado de la sala, un
grupo se agitaba y se ondulaba alrededor de la figura de Francis Xavier Byrne,
que había caído flojamente contra la base del bar. Sus ojos estaban abiertos,
pero eran vidriosos. Nicholson estaba inclinado sobre él, con las manos en su
camisa, efectuando delicados ajustes en los controles de la cota de malla que
llevaba debajo.
—Está bien
—decía Steiner—. Denle un poco de aire. Está bien.
Confusión.
Barahúnda. Un torrente de empujones por mirar.
—…dicen que ha
habido un cambio permanente en las condiciones atmosféricas. Inviernos más
fríos a partir de ahora, debido a las acumulaciones de polvo en la atmósfera,
que actúan como pantalla ante los rayos del sol. Hasta que nos helemos todos
juntos, hacia el año 2200…
—…pero se supone
que el anhídrido carbónico debía iniciar un efecto de invernadero haciendo que
el tiempo fuera más cálido. Eso es lo
que pensé, y…
—…la propuesta
de generar energía eléctrica a partir de…
—…la falla de
San Andrés…
—…financiado
por obligaciones convertibles en…
—…cápsulas de
toxina del botulismo…
—…a
distribuirse a razón de una por cada mil familias por toda la zona de
Groenlandia y metropolitana de Kamchatka…
—…en el siglo
XVI, cuando uno podía confiar en encontrar su propio imperio en algún lugar
desconocido de…
—…conflictos no
resueltos de la personalidad de Capricornio…
—…intensa
concentración y meditación sobre el mandala completado, de modo que los
contenidos del trabajo son transferidos e identificados con la mente y el
cuerpo del observador. Quiero decir que, técnicamente, lo que se produce es la
reabsorción de fuerzas cósmicas. En el proceso de construcción de esas fuerzas…
—…mariposas que
ya no se encuentran en ninguna parte…
—…fueron
proyectadas fuera del caos del inconsciente; en el proceso de absorción, los
poderes son recuperados de nuevo…
—…reflejando
las transformaciones del ADN en el órgano colector de luz, que…
—…la nieve…
—…hace mil
años, ¿se lo imagina? Y…
—…el cuerpo de
ella…
—…antiguamente
un sapo…
—…acaba de
regresar de Marte, y tiene esa mirada en
sus ojos…
—Sujétame —dijo
Nikki—. Simplemente, sujétame. Me siento muy mareada.
—¿Quieres tomar
una copa?
—Sólo sujétame.
Se aprieta
contra la tela fría de dulce olor. El pecho del hombre inflexible debajo.
Steiner. Muy masculino. La sostuvo, pero sólo durante un momento. Otras
responsabilidades le llamaban. Cuando la dejó, ella se balanceó. Él llamó por
señas a alguien, rubio, de rostro blando. El lector de mentes, Tom. La pasó a
lo largo de la cadena, de un hombre a otro.
—Ahora se
siente mejor —le dijo el telépata.
—¿Está seguro
de eso?
—Por completo.
—¿Puede leer
cualquier mente de los que están aquí? —preguntó.
El asintió con
un gesto.
—¿Incluyendo la
de él?
—Él es el más
claro de todos —volvió a asentir—. La ha estado utilizando durante tanto tiempo
que todos los canales llegan muy profundamente.
—Entonces,
¿tiene de veras mil años?
—¿No lo creía
usted?
—A veces no sé
lo que creer —contestó Nikki, encogiéndose de hombros.
—Es viejo.
—Usted debería
saberlo.
—Es un
fenómeno. Es absolutamente extraordinario —una pausa, y a continuación, rápida,
penetrante, la pregunta—: ¿Le gustaría ver el interior de su mente?
—¿Cómo puedo
hacerlo?
—Yo le abriré
el camino, si quiere que lo haga —los ojos glaciales brillan con un calor
repentino y engañoso—. ¿Quiere?
—No estoy
segura de querer.
—Está muy
segura. Siente una curiosidad enorme. No me engañe. No juegue, Nikki. Usted
quiere ver en su interior.
—Quizá —de mala
gana.
—Quiere
hacerlo. Créame, lo quiere. Venga aquí. Relájese, deje caer un poco los hombros,
déjelos sueltos, sea receptiva y yo estableceré el lazo.
—Espere… —dijo
ella.
Pero ya era
demasiado tarde. Serenamente, el lector de mentes dividió su conciencia como si
fuera un Moisés apartando las aguas del Mar Rojo, y apretó algo en su frente,
algo espeso, pero insustancial, como una porra de niebla. Ella se estremeció y
retrocedió. Se sintió violada. Fue como la primera vez que estuvo en la cama
con alguien, durante ese momento en que desaparecía todo lo tonto que le rodea
a uno, los besos, los mordiscos, las caricias y, de pronto, se encontraba con
ese objeto profundamente introducido en su cuerpo. Nunca había olvidado aquella
sensación de ser atravesada. Pero, desde luego, no sólo había sido una
intrusión, sino también una fuente de éxtasis. Como lo era esto. El objeto que
estaba dentro de ella era la conciencia de Nicholson.
Maravillada,
exploró su superficie, rígida y curvada, marcada con una miríada de ablaciones
de reentrada. Recorrió su bronceada aspereza con sus manos temblorosas.
Permanecía fuera de ella. Tom, el lector de mentes, la empujó ligeramente. Vamos, vamos. Más profundamente. No te
retraigas. Ella se plegó alrededor de Nicholson y penetró en él como
ectoplasma filtrándose en la arena. De repente, perdió la compostura. Los
límites discretos e impermeables que marcaban el final de sí misma y el
principio de lo que empezaba a ser él, se confundieron. Resultaba imposible
distinguir entre su experiencia y la de él, y tampoco podía separar las
pulsaciones de su propio sistema nervioso de los impulsos que viajaban a lo
largo del de él. Recuerdos fantasmagóricos la asaltaron, tragándosela. Se
sintió transformada en un nudo de percepción pura, en un ojo aislado y frío que
examinaba y registraba.
Las imágenes
parpadearon. Estaba subiendo penosamente a lo largo de una deslumbrante cresta
nevada, con puntiagudos colmillos del Himalaya colgando sobre ella en el cielo
blanco, y la cálida y suave piel de yak arropándola. La acompañaba un pelotón
de hombres pequeños, de piel atezada, ojos rasgados, pesados abrigos, gruesas
botas. El olor de la manteca rancia, el borde cortante de un viento casi
imposible de soportar… y allí, brillando a la repentina luz, un montón de
enlucido amarillento, encendido por el sol, con mil ventanas parpadeantes: un
edificio, una residencia de los lamas, extendida sobre la cresta de una
montaña. El sonido nasal de cuernos y trompetas distantes. Los cantos roncos de
los monjes. ¿Qué estaban cantando? ¿Om? ¿Om? ¡Om! Om, y unas moscas zumbaban alrededor de su nariz mientras ella
permanecía encogida en una endeble canoa, descendiendo silenciosamente y a
medianoche por un río, en el corazón del África, envuelta por la humedad.
Hombres desnudos, con pieles de un negro púrpura, acercándose. Sudorosas
frondas colgando de unos matorrales excesivamente exuberantes; los hocicos de
los cocodrilos elevándose sobre las aguas oscuras como flores dentadas; grandes
y nauseabundas orquídeas floreciendo alto en los árboles bordeados de tallos. Y
en la orilla, cinco hombres blancos con vestidos isabelinos, sombreros de ala
ancha con lazos y elegantes bucles, con cuellos sudorosos y ensortijadas barbas
rojizas. Errol Flynn como Sir Francis Drake, con el trabuco descansando en el
ángulo del brazo. Los hombres blancos riendo, llamando por señas, gritando
hacia los hombres de la canoa. ¿Soy un esclavo, o un dueño de esclavos?
No hay
respuesta. Sólo una nebulosa, y una nueva visión: hojas de otoño soplando a
través de las puertas abiertas de cabañas con techo de paja, bueyes temblorosos
encogidos en campos pelados y cubiertos de rastrojos, hombres de aspecto ceñudo
y largos bigotes, con el pelo al rape, dirigiendo miradas hacia el horizonte.
¿Son cruzados? ¿O guerreros húngaros en marcha para enfrentarse con los
terribles mongoles? ¿Defensores del reino anglosajón en peligro, que se dirigen
contra los invasores normandos? Podrían ser cualesquiera de aquéllos. Pero
siempre ese ojo frío y firme, esa inconmovible conciencia en el centro de cada
escena. Él, eterno y perdurable.
Y entonces: el
tren marchando hacia el oeste, envuelto en humo, las llanuras extendiéndose
infinitamente, los grandes bisontes marrones de ojos fieros en manadas, a la
derecha de la vía, y el hombre con pelo turbulento, hasta los hombros,
riéndose, arrojando una moneda de oro de veinte dólares sobre la mesa,
recogiendo su rifle —un Springfield calibre.50 con recámara—, apuntando
casualmente a través de la puerta del tren en movimiento y lanzando un disparo
y otro y otro. Tres cuerpos tumbados que se quedan atrás, mientras el tren
sigue su marcha, haciendo sonar el silbato de modo estridente. Notando cómo su
brazo y su hombro le hormiguean con el impacto de aquellos disparos.
Después: las
orillas fétidas del agua, fardos de clavo y canela, hombres pequeños de piel
morena con turbantes y con taparrabos, discutiendo bajo un sol terrible.
Pequeñas e irregulares monedas de plata brillando en la palma de su mano. El
chapurreo de algún dialecto de Malabar, contrapunteado con un fluido y burlón
portugués. ¿Navegamos ahora con Vasco da Gama? Quizá. Y a continuación, una
gris calle teutónica, barrida por el viento, medieval, rostros luteranos poco
afables asomándose a las ventanas. Y a continuación la estepa de Gobi, con
jinetes y fogatas de campamento y oscuras tiendas de campaña. Y la ciudad de Nueva
York, la inconfundible ciudad de Nueva York, con automóviles negros y cuadrados
corriendo a toda prisa entre los polvorientos rascacielos, como brillantes
escarabajos, como una escena surgida de alguna película muda. Y entonces. Y
entonces. En todas partes, en todo, en todos los tiempos, en todos los lugares,
un fluir discontinuo de acontecimientos, siempre acompañados por esa claridad
de visión, por esa percepción tan firme como una roca, por esa mente sólida
situada en el centro, por esa inconmovible identidad, por ese yo incambiable…
…¿con quién estoy inextricablemente enredado?…
No había «yo»,
ni había «él»; sólo había un punto de vista perceptor de todo. Pero,
bruscamente, percibió un cambio de foco, un efecto de distanciación, una
separación de un yo y del otro, de modo que se encontró mirándole cómo él vivía
sus muchas vidas, viéndole desde fuera, viéndole cambiar sencillamente de
identidades como otros podian cambiar de ropas, dejándose crecer barbas y
bigotes, afeitándolos, cortándose el pelo, dejándoselo crecer, adoptando nuevas
posturas, aprendiendo lenguas, falsificando documentos. Le vio en todos sus mil
años de disfraces y subterfugios; le vio real y unificado y centrado por debajo
de todos aquellos camuflajes obligatorios…
…y le vio
viéndola a ella…
El contacto se
rompió instantáneamente. Ella se tambaleó. Unos brazos la sujetaron. Se apartó
de la sonriente cara redonda, del hombre rubio, murmurando:
—¿Qué ha hecho?
No me avisó que me mostraría a él.
—¿De qué otro
modo puede producirse una unión? —preguntó el telépata.
—No me lo dijo.
Tendría que habérmelo dicho.
Ahora, todo
estaba perdido. No podía soportar encontrarse en la misma sala que Nicholson.
Tom extendió un brazo hacia ella, pero Nikki pasó junto a él dando traspiés,
tropezando con la gente. Todos la miraron. Alguien acarició su pierna. Ella se
abrió paso por entre las molestias, tres mujeres y dos sirvientes, cinco
hombres y un mantel. Una puerta de cristal, un brillante pomo plateado; empujó.
Detrás de ella, débiles gritos sofocados, unos pocos gritos agudos, comentarios
de extrañeza.
—¡Cierren eso!
Sola en la
noche, a ochenta y ocho pisos de altura sobre la calle, se ofreció a sí misma a
la tormenta. Su débil túnica no la protegía en absoluto. Los copos de nieve le
quemaban contra los pechos. Los pezones se endurecieron y se elevaron como
feroces faros, sobresaliendo contra el blando tejido. La nieve aguijoneó su
cuello, sus hombros, sus brazos. Muy abajo, el viento agitaba los cristales
recién caídos, convirtiéndolos en galaxias en espiral. La calle era invisible.
Las confusiones termales hicieron surgir vientos en dirección ascendente que
agarraron los bordes de su túnica y se la arrancaron del cuerpo. Partículas
ferozmente frías de granizo volaron impulsadas contra sus pálidos y desnudos
muslos. Permaneció de pie, de espaldas a la fiesta. ¿Alguien de los que
permanecían adentro se daría cuenta de su presencia allí? ¿Pensaría alguien que
estaba contemplando la idea del suicidio, y acudiría presuroso y galante a
salvarla? Los capricornianos no cometían suicidios. Podían amenazar con él, sí,
podían incluso decirse a sí mismos con toda seriedad que iban a hacerlo
realmente, pero sólo se trataba de un juego, sólo un juego. Nadie acudió a
ella. Y ella no se volvió. Agarrándose de la barandilla, luchó por
tranquilizarse.
No sirvió de
nada. Ni siquiera el amargo viento podía ayudarla. Había escarcha en sus
párpados, nieve en sus labios. El medallón regalado por Byrne brillaba entre
sus senos. El aire parecía blanco, con un ligero y estremecedor brillo verde.
Le abrasó los ojos. Estaba descentrada y se debatía. Se sintió reverberando aún
a través de los siglos, avanzando y retrocediendo por la órbita de la vida
interminable de Nicholson. ¿Qué año era éste? ¿Es 1386, 1912, 1532, 1779, 1043,
1977, 1235, 1129, 1836? Hace tantos siglos. Tantas vidas. Y, sin embargo,
siempre su verdadero yo, incambiado, incambiable.
Las resonancias
fueron desapareciendo gradualmente. Las interminables épocas de Nicholson ya no
llenaban su mente con terribles ruidos. Empezó a estremecerse, no por el miedo
sino simplemente de frío, y se dio un estirón a la mojada túnica, tratando de
cubrir su desnudez. La nieve fundida dejaba huellas calientes y pegajosas a
través de su pecho y de su vientre. Un halo de vapor la rodeaba. Su corazón
latía con violencia.
Se preguntó si
lo que acababa de experimentar había sido un verdadero contacto con el alma de
Nicholson, o más bien sólo un truco de Tom, una simulación de contacto. Después
de todo, ¿era posible que Tom pudiera establecer una unión entre dos mentes no
telepáticas como la suya y la de Nicholson? Quizá Tom lo había fabricado todo,
utilizando imágenes tomadas de prestado del libro de Nicholson.
En tal caso,
podía haber una esperanza para ella.
Un engaño, lo
sabía. Una fantasía nacida del desesperado optimismo del desesperanzado. Pero,
a pesar de todo…
Encontró el
pomo, y regresó de nuevo a la fiesta. Una ráfaga de viento la acompañó,
introduciendo nieve en el interior de la sala. La gente la miraba fijamente.
Era como la muerte llegando al festín. Dócilmente, se sacudió los punzantes
copos de nieve.
Sus ropas
estaban empapadas y pegadas a la piel. Podría haber estado desnuda, y hubiera
sido lo mismo.
—Pobre, está
temblando —dijo una mujer.
Abrazó
estrechamente a Nikki. Era la mujer de rostro agudo, la de ojos abultados
nacida en una probeta, esposa de su propio padre. Sus manos se deslizaron
rápidamente sobre el cuerpo de Nikki, acariciando sus pechos, tocándole las
mejillas, el antebrazo, los muslos.
—Venga dentro
conmigo —le dijo en voz baja—. La calentaré.
Sus labios
buscaron los de Nikki. Una lengua juguetona buscó la suya. Por un momento,
necesitada de calor, Nikki se entregó al abrazo. Después, se apartó.
—No —dijo—, en
cualquier otro momento, por favor.
Librándose con
un movimiento de serpenteo, comenzó a atravesar el salón. Un recorrido
interminable. Era como cruzar el Sahara apoyándose en un bastón. Voces,
rostros, risas. Una sequedad en su cuello. Entonces, se encontró frente a
Nicholson.
Bueno. Ahora o
nunca.
—Tengo que hablar
con usted —le dijo.
—Desde luego.
Los ojos de él
tenían una mirada despiadada. No había ira en ellos, ni siquiera desdén; sólo
una paciencia increíble, más terrorífica que la cólera o el desprecio. Pero
ella no se doblegaría ante aquella fría mirada.
—Hace unos
minutos —le dijo—, ¿sintió usted una experiencia extraña, una sensación de que
alguien estaba… bueno, mirando en su mente? Sé que parece tonto, pero…
—Sí. Sucedió
—le llegó la serena respuesta.
¿Cómo podía
estar él tan cerca de su propio centro? Ese ojo inamovible, esa personalidad
únicamente autocontenida, percibiéndolo todo… la residencia de los lamas, el
depósito de esclavos, el tren, todo, con todo el tiempo pasado, con todo el
tiempo por venir… ¿cómo se las arreglaba para permanecer tan tranquilo? Ella
sabía que no podría aprender nunca a mantener tanta serenidad. Y se daba cuenta
de que él también lo sabía. Me conoce. Muy bien. Se encontró mirando las
mandíbulas de él, su frente, sus labios. Pero no sus ojos.
—Tiene usted
una imagen equivocada de mí —le dijo.
—No es una
imagen. Lo que tengo es a usted misma.
—No.
—Vamos, Nikki,
sea realista. Si puede imaginarse hacia dónde mirar.
Se echó a reír.
Con suavidad. Pero ella se sintió destruida.
Y entonces,
sucedió algo extraño. Se obligó a sí misma a mirarle a los ojos y sintió una
brusca conciencia de pasar de un estado de ánimo a otro y él se convirtió en un
anciano. Aquella máscara de incambiable y prematura madurez se disolvió, y ella
vio los terribles y amarillentos ojos, el laberinto de arrugas y barrancos, las
encías sin dientes, los babeantes labios, la garganta hueca, el yo que había
debajo del rostro. ¡Mil años, mil años! Y cada uno de los momentos de aquellos
mil años era bien visible.
—Es usted un
viejo —susurró—. Me disgusta. No me gustaría ser como usted, ¡por nada del
mundo! —y se volvió de espaldas, temblando—. Un hombre viejo, viejo, viejo. ¡Es
usted una mascarada!
—¿No es
patético? —preguntó él, sonriendo.
—¿Para mí, o
para usted? ¿Para mí, o para usted?
Él no contestó.
Y Nikki se sintió desconcertada. Cuando estuvo a cinco pasos de él, le llegó
otro cambio de conciencia, un segundo cambio de fase y, repentinamente, volvió
a sentirse él mismo, con la piel tirante, erecto, aparentando quizás unos
treinta y cinco años. Un globo de silencio parecía colgar entre ellos. La
fuerza del rechazo de Nicholson fue aplastante. Y ella recogió sus últimas
fuerzas para lanzarle una mirada de despedida. Yo tampoco te quería, amiga, ni una sola parte de ti. Él la saludó
cordialmente. Despedida.
Martin Bliss,
sonriendo con un aire ausente, se encontraba cerca del bar.
—Vámonos —le
dijo ella, salvajemente—. ¡Llévame a casa!
—Pero…
—Sólo son unos
cuantos pisos más abajo.
Y pasó su brazo
por el de él. El hombre parpadeó, se encogió de hombros y empezó a caminar.
—Te llamaré el
martes, Nikki —le dijo Steiner, cuando pasaron junto a él.
Abajo, sobre el
césped de su apartamento, se sintió mejor. Ya en la habitación, se desnudaron
con rapidez. El cuerpo de él era rosado, peludo, servicial. Encendió la cama y ésta
empezó a murmurar y agitarse.
—¿Cuántos años
crees que tengo? —le preguntó.
—¿Veintiséis?
—dijo Bliss vagamente.
—¡Bastardo!
Ella lo
arrastró, colocándolo sobre su cuerpo. Sus manos rascaron la piel del hombre.
Sus muslos se abrieron. Vamos. Como un animal, pensó Nikki. ¡Como un animal! Se
iba haciendo vieja por momentos. Estaba muriendo en los brazos de Bliss.
—Eres mucho
mejor de lo que esperaba —dijo ella al final.
Y él la miró
desde arriba, desconcertado, extrañado.
—No podías
haber elegido a nadie en esa fiesta. A nadie.
—Casi a nadie —rectificó ella.
Cuando él se
quedó dormido, Nikki se deslizó fuera de la cama. Seguía cayendo la nieve.
Escuchó el estampido de las balas y el quejido del bisonte herido. Escuchó el
estrépito de las espadas chocando contra los escudos. Escuchó a los lamas
cantando: Om, Om, Om. No habría sueño para ella esta noche, ninguno. El reloj
hacía tic-tac como una bomba. El siglo se deslizaba implacablemente hacia su
fin. Escudriñó su rostro en el espejo del baño, en busca de arrugas. Suave,
suave, todo muy suave bajo el brillo fluorescente de color azulado. Sus ojos
aparecían sangrientos. Sus pezones seguían estando duros. Tomó una pequeña
jarra de alabastro de uno de los armarios del baño y de ella salieron tres
delicadas cápsulas rojas que cayeron sobre la palma de su mano. Feliz
cumpleaños, querida Nikki. Feliz cumpleaños. Se tragó las tres. Regresó a la
cama. Esperó, escuchando los ligeros golpes de la nieve sobre el cristal;
esperó que llegaran las visiones y se la llevaran.
EL SALÓN DE LA FAMA DE LA
CIENCIA FICCIÓN
La mirada que
había en sus remotos ojos grises era obsesionada, aterrorizada y vencida cuando
llegó corriendo, procedente del Proyectorium. Sus hombros aparecían abatidos;
nunca le había visto traicionar el menor signo de rendirse a la desesperación,
pero ahora sentí escalofríos al contemplar su capitulación. Con una mano
temblorosa, me tendió una delicada hoja amarilla de información, marcada en
rojo con los arcanos símbolos del cómputo cósmico.
—No vale la pena
—murmuró—. No sirve absolutamente de nada tratar de seguir luchando.
—¿Acaso quieres
decir…?
—Esta noche
—dijo con brusquedad—, esta misma noche, el universo penetra irrevocablemente
en la penumbra del punto cero.
El día en que
Armstrong y Aldrin descendieron sobre la superficie de la luna —era el domingo
20 de julio de 1969, ¿recuerdan?—, me quedé en casa, con la intención de
observarlo todo en la televisión. Pero ocurrió que en la fiesta que dieron la
noche anterior León y Helena me encontré con una mujer interesante, y ella se
vino a casa conmigo. Su nombre se ha borrado de mi mente, si es que lo supe
alguna vez; pero recuerdo muy bien el aspecto que tenía: pelo largo, suave y
dorado, rostro en forma de corazón, con mejillas rojizas y prominentes, suaves
ojos de un gris azulado, pechos rollizos, piernas delicadas. También recuerdo
cómo deambuló por mi apartamento, estudiando las estanterías abarrotadas de
viejos libros encuadernados en rústica y revistas.
—Trabajas
realmente en cosas de ciencia ficción, ¿verdad? —me preguntó al final. Se echó
a reír y añadió—: Supongo que éste debe ser tu gran fin de semana. ¡Vaya! ¡La
luna!
Pero, para
ella, seguía siendo una gran burla que los hombres estuvieran divirtiéndose por
allá arriba, mientras que aún había tantas cosas que faltaba por hacer en la
tierra. Nos duchamos, preparé algo de comer y nos sentamos frente al aparato de
televisión, en espera de que los hombres salieran de su módulo y —muy
fácilmente, sin sensación de transición—, nos encontramos apretándonos y
seguimos haciéndolo, en uno de esos apretones imposibles, impersonales,
mecánicos, en que el cuerpo se aprieta contra el otro durante siglos, sin
sensaciones, sin excitación, y mientras me balanceaba rítmicamente sobre ella,
incapaz de llegar al final ni de separarme, escuché a Walter Cronkite
comunicándole al mundo que se acababa de abrir la escotilla del módulo. Deseaba
librarme de ella para poder observar, pero ella se aferraba a mi espalda. Con
un esfuerzo inequívoco, me elevé sobre mis codos, giré la parte superior del
cuerpo, de modo que pudiera ver la pantalla, y esperé a sentirme invadido por
el éxtasis. En el instante en que apareció en la pantalla la primera imagen
oscilante de un hombre del espacio, tomado desde arriba hacia abajo, ella gimió
y apretó los labios furiosamente y experimentó un climax frenético. Yo no sentí
nada. Nada. Finalmente ella me dejó, y yo me duché, tomé algo frío y observé la
imagen repetida del paseo sobre la luna en el noticiario de las once. Y seguía
sin sentir nada.
—¿Cuál es la
respuesta? —preguntó Gertrude Stein, a punto de morir.
Alice B. Toklas
guardó silencio.
—En tal caso
—siguió diciendo la Stein—, ¿cuál es la pregunta?
Extracto de la Historia del Imperio, Koeckert y Hallis,
tercera edición (revisada):
El imperio
galáctico fue organizado hace 190 siglos universales estandarizados mediante la
resolución unida, simultánea y unánime de los cuerpos gubernamentales de mil
cien mundos. En la actualidad, la hegemonía del imperio se ha extendido a trece
sectores galácticos y abarca a muchos miles de planetas, todos los cuales
entraron voluntariamente y con satisfacción a formar parte del imperio. El
permanecer fuera del imperio significa confesar una locura cívica, puesto que
el imperio es considerado incuestionablemente en todo el cosmos como la
construcción más completamente cuerda jamás creada por mentes sensibles. Los
procesos de toma de decisiones en el imperio vienen determinados
invariablemente por el recurso de las ecuaciones de Hermosillo, que proporcionan
una guía perfectamente clara e incontrovertiblemente racional en cualquier
cuestión de política pública. Así, los numerosos mundos del imperio forman una
sola unidad coherente, tan perfectamente relacionada desde los puntos de vista
social, político y económico como están interrelacionados sus mundos
componentes por las tareas de las leyes universales de la gravitación.
Quizá pasé
demasiado tiempo en otros planetas y en galaxias remotas. Es un molesto y
morboso hábito este de la ciencia ficción ―¡horrible tintineo! Suena
discordantemente en mi cerebro como la canción monótona de un idiota―.
Sólo hay que ver mis estanterías de libros: cientos de gastadas obras
encuadernadas en rústica, ordenadas alfabéticamente por autores:
Aschenbach-Barger Capwell-De Soto-Friedrich… todos los grandes del género hasta
Waldman y Zenger. La colección de revistas, con todos los números de todo,
remontándose hasta el verano de 1953, una edición completa de Nova, la mayoría de los números de Espacio Profundo, una abultada hilera de
Mañana. Supongo que algunas de esas
revistas son raras en la actualidad, aunque nunca he investigado de cerca el
mundo febril de los coleccionistas de ciencia ficción. Me limito, simplemente,
a acumular las publicaciones que compro en el quiosco, no desprendiéndome nunca
de ninguna. ¿Cómo podría separarme de ellas? Son fragmentos de mi pasado esas
revistas, esos libros.
Puedo citar
fechas de cambios en mi espíritu, de alteraciones en mi conciencia, simplemente
tomando viejas revistas y reflexionando sobre las asociaciones que evocan en mi
mente. Este número muestra el monstruo púrpura armado de viscosidad: se vendió
el mismo mes en que descubrí el sexo. Este otro número, con la cubierta llena
de naves espaciales pintadas en explosión: lo leí el primer mes que acudí a la
universidad, como contraste y alivio frente a Aquino y Platón. Postes miliares,
mojones, líneas de flotación. Sí, un molesto y morboso hábito.
Mis amigos se
lo toman con buen humor. Creen que la ciencia ficción es una literatura para
niños —Dios sabe que pueden tener razón— y soportan mi afición a ella de un
modo afectuoso, regalándome alguna gruesa antología para Navidad, dejando un
montón de revistas actuales sobre mi mesa de despacho, mientras he salido a
almorzar. Pero se plantean preguntas con respecto a mí. A veces, yo también me
las hago. A la edad de treinta y cuatro años, ¿debería ser capaz de reaccionar
con un entusiasmo tan juvenil ante, digamos, las novelas de la Liga Solar de
Capwell, o ante la series de las sanguijuelas mentales de Waldman? ¿Qué existe
en el presente que me impulse tan obsesivamente hacia el futuro? El presente
gris y vacío; el futuro atormentador e inaccesible.
Sus ojos
brillaban con una excitación irreprimible mientras le tendió a ella el
brillante cuenco amarillento que era el casco de transferencia de pensamiento.
—Póntelo —le
dijo, cariñosamente.
—Siento miedo,
Riik.
—No lo tengas.
¿Qué hay que temer?
—A mí misma. A
mi verdadero yo. Estaré completamente abierta, Riik. Temo lo que puedas ver en
mí, lo que eso puede significar para ti, para nosotros.
—¿Acaso es tan
feo lo que hay en tu interior? —preguntó él.
—A veces… creo
que sí.
—A veces todos
pensamos eso de nosotros mismos, Juun. Es el viejo brote de odio neurótico
contra uno mismo, los desperdicios a los que no podemos escapar a menos que
estemos totalmente cuerdos. Tú también encontrarás esa clase de cosas en mí,
una vez que nos hayamos puesto los cascos. Ignóralas; no son reales. No van a
ser un factor determinante en nuestras vidas.
—¿Me quieres,
Riik?
—El casco te
contestará a eso mejor de lo que yo pueda hacerlo.
—Está bien.
Está bien.
Ella sonrió con
nerviosismo. Después, con un cuidado exagerado, ella levantó el casco, lo
colocó en su lugar, lo ajustó, se llevó hacia atrás un dorado rizo suelto por debajo
del borde del casco. Él asintió con un gesto y se colocó el suyo.
—¿Preparada?
—preguntó.
—Preparada.
—Ahora…
Apretó el
conmutador. Sus mentes fluyeron la una en dirección de la otra.
Entonces…
¡Unicidad!
Mi mente está
llena con las fantasías de otros hombres: robots, androides, naves estelares,
computadoras gigantes, globos de energía depredadora, mesías falsos, mesías
verdaderos, visitantes de mundos distantes, máquinas del tiempo, ahuyentadores
de gravedad. Apriétame los botones y te ofrezco parábolas de las obras de
Hartzell o de Marcus, apropiadas gemas filosóficas extraídas de las
manifestaciones editoriales coleccionadas de David Coughlin, o conceptos
obtenidos de mis propias meditaciones sobre De Soto. Soy como una masa andante
de imaginación de segunda mano. Soy la personificación en carne y hueso del
Salón de la Fama de la Ciencia Ficción.
—¡Al fin!
—gritó con aire triunfal el profesor Kholgoltz—. ¡La máquina está terminada!
¡Ya se ha instalado el último solenoide! Ahora, poder de alimentación, Hagley.
¡Poder de alimentación! ¡Ahora tendremos la Respuesta que hemos buscado durante
tantos años!
Hizo gestos
hacia su ayudante, quien gradualmente fue dando vida palpitante a la gran
computadora. Un brillo sutil, apenas perceptible, llenó el aire de energía: el
flujo de neutrinos que ya habían predicho las ecuaciones maestras. En el
anfiteatro situado junto al laboratorio, diez mil personas permanecían
sentadas, tensamente heladas. Por todo el mundo, otros muchos millones de
personas, unidas vía satélite, esperaban con una intensidad similar. El
profesor hizo un gesto de asentimiento. Otro gesto y Hagley, con un ademán de
grandeza, introdujo la cinta de preguntas —programada bajo la supervisión de un
cuerpo de filósofos especialistas en distintas materias—, en el estómago
abierto de la ranura de absorción.
—El significado
de la vida —murmuró Kholgoltz—. La solución del último enigma. Dentro de un
instante estará en nuestras manos.
Un zumbido
amenazador surgió de las profundidades de la poderosa máquina del pensamiento.
Y entonces…
Mi pesadilla
recurrente: un haz de densa luz esmeralda penetra en mi dormitorio y me eleva
con una fuerza irresistible de la cama. Floto a través de la ventana y
permanezco en suspensión muy por encima de la ciudad. Una zona de oscuridad me
traga y me encuentro transportado a una especie de vestíbulo-pasillo infinito,
como un túnel con paredes de ónice. Estoy solo. Espero y no sucede nada.
Después de un tiempo interminable empiezo a caminar hacia adelante,
manteniéndome cerca del lado izquierdo del vestíbulo. Me doy cuenta ahora de
que seres cuya parte superior tiene forma de cono, con ojos como saleros de
color naranja y cuerpos elásticos, están pasando junto a mí, por la derecha,
sin prestarme atención alguna. Camino durante días. Finalmente, el largo
pasillo se divide: me encuentro ante nueve túneles idénticos. Dejándome dirigir
por el azar, elijo el que está más a mi izquierda. Es exactamente igual que el
anterior, excepto que los seres que se mueven hacia mí ahora son animadas
estrellas de mar de color púrpura, de piel sinuosa, dotadas de muchos
tentáculos, con un globo de fuego blanco pálido brillando en su núcleo. Vuelven
a transcurrir días. No siento hambre, ni fatiga; simplemente, continúo
caminando. El túnel se divide, una vez más. Me encuentro ante diecisiete
opciones. Elijo la situada más a mi derecha. No se produce cambio alguno en la
textura del túnel —suave como siempre, liso, brillante, con una inexplicable
radiación interior—, pero ahora los seres que pasan junto a mí son esféricos,
translúcidos, cosas paramecioides llenas con órganos lechosos y brumosos. Y
continúo así hasta la siguiente bifurcación. Y continúo. Y continúo. Una
desviación tras otra, una elección tras otra, no siendo nada lo mismo, no
siendo nada nunca diferente. Continúo andando. Y sigo. Sigo. Sigo. Camino
eternamente. No abandono nunca el túnel.
En cualquier
caso, ¿cuál es el propósito de la vida? Si alguien nos puso aquí alguna vez,
¿quién fue, y por qué? ¿Acaso el cosmos no es más que un simple y gigantesco
accidente? ¿O hubo una Causa Primera, consciente y determinada? ¿Qué hay del
libre albedrío? ¿Disponemos de alguno, o nos limitamos a actuar de acuerdo con
los dictados de algún programa inimaginable e inalterable que fue esparcido en
la fábrica de la realidad hace miles de millones de años?
Grandes y
resonantes preguntas. La clase de preguntas que se hace un adolescente cuando
empieza a luchar por primera vez con la naturaleza del universo. ¿Qué estoy
haciendo a mi edad, meditando tristemente sobre estas cosas? ¿A quién quiero
engañar?
Éste es el
lugar. He llegado al centro del universo, donde se encuentran todos los
vértices, donde todo está tranquilo, la zona sin tormentas. Me desplazo
serenamente, moviéndome en una órbita poco profunda. Ésta es la paz última.
Éste es el borde de la unión con el Todo. En mi tranquilidad, experimento una
visión del alborotado y tempestuoso universo que me rodea. En cada cuadrante
hay guerras, disputas, conspiraciones, asesinatos, accidentes aéreos, pérdidas friccionales,
soles que se apagan, transferencias de energía, planetas que chocan, una
multitud de intercambios entrópicos. Pero aquí, todo está perfectamente
tranquilo.
Aquí es donde
deseo estar. ¡Sí! Si pudiera permanecer aquí para siempre…
Sin embargo, ¿cómo?
No hay manera. Ya siento el tirón de fuerzas inexorables, y sólo acabo de
llegar. No hay paz que dure para siempre. Constantemente pasamos junto a ese
milagroso centro, hacia una zona de turbulencia u otra, impulsados siempre
hacia la periferia, impulsados, impulsados, desamparados. Me siento apartado
del lugar de paz. Giro frenéticamente. El ego centrífugo me mantiene
agitándome. ¡Déjame regresar! ¡Déjame ir! ¡Déjame perderme en ese lugar, en el
corazón de las galaxias desplomadas!
No morir nunca.
Eso forma parte de la atracción. Vivir en miles de civilizaciones aún por
venir; ver cómo se despliegan los milenios futuros; participar emocionadamente
en la evolución última de la humanidad. ¿Cómo conseguir todo eso, excepto a
través de estos libros y revistas? Eso es lo que me proporcionan: vida eterna,
y una perspectiva cósmica. En cualquier caso, eso es lo que me dan de una
página a la otra.
La señal
acelera a través del cuenco oscuro de la noche, recogida una y otra vez por las
estaciones repetidoras de ultraondas, que la pasan a estados más elevados de
energía. Mil temblorosos nudos láser fueron convertidos en vapor para acelerar
el mensaje hacia el centro de comunicaciones galáctico de Manipool VI, donde el
emperador esperaba noticias de la revuelta. A través de las informaciones
llegadas al final, la historia se agitó: ¡mundos en llamas! ¡Millones de
muertos! ¡Pisoteados los talismanes del imperio!
—No nos queda
otra elección —dijo el emperador con tranquilidad—. Destruyan inmediatamente
todo el sistema de Rigel.
El problema que
surge cuando se trata de considerar la ciencia ficción como literatura para
adultos, es que se encuentra doblemente apartada de nuestras preocupaciones
«reales». La corriente principal de nuestra ficción ordinaria, con sus Faulkner,
Dostoievsky y Hemingway, es, por definición, material inventado… el primer
apartamiento. Pero eso, al menos, deriva directamente de la experiencia, de la
contemplación del mundo empírico de los fenómenos cotidianos tangibles. Y así,
mientras que somos capaces de aceptar Los
poseídos, por ejemplo, como algo abstracto, como un objeto verbal, como una
construcción de nombres, verbos, adjetivos y adverbios, y mientras podemos
aceptarlo puramente como una historia, como una agregación de incidentes y conversaciones
y pasajes de exposición que describen a individuos y acontecimientos
inventados, también podemos hacer uso de
ello como una guía para ciertos aspectos de la sensibilidad rusa del siglo
XIX y como una clave para comprender el pensamiento radical pre-revolucionario.
O sea, se trata de la naturaleza de un artefacto histórico, de un legado de su
propia era, con valores extraliterarios reales e identificables. Como quiera
que estimula a la gente actual a moverse en el seno de una situación humana perteneciente
a un mundo real, plausible y comprensible, podemos obtener información de la
obra de Dostoievsky; una información que, concebiblemente, podría ayudarnos a
comprender nuestras propias vidas.
Sin embargo,
¿qué sucede con la ciencia ficción, que trata de situaciones irreales,
desarrolladas en lugares que no existen y en épocas que no se han producido
todavía? ¿Podemos considerar las aventuras del capitán Zap en el siglo 80 como
un anteproyecto de autodescubrimiento? ¿Podemos aceptar la colisión de federaciones
estelares en la nebulosa de Andrómeda como una interpretación de la relación de
los Estados Unidos y la Unión Soviética hacia 1950? Supongo que sí, siempre y
cuando podamos aceptar una historia de ciencia ficción en un rarificado nivel
metafórico, como una serie de estructuras simbólicas generadas de alguna forma
por la experiencia del autor en el mundo real. Pero es mucho más fácil quedarse
ahí, con el capitán Zap, a su propio nivel, disfrutando simplemente del placer
de hacerlo así. Y eso es material para jóvenes.
En
consecuencia, tenemos dos posibles evaluaciones de la ciencia ficción:
que se trata de
una literatura simplista de evasión, a la que le falta la relevancia de la vida
diaria y que sólo es útil como diversión independiente;
que su valor es
sutil y elusivo, únicamente accesible a aquellos que son capaces y tienen la
voluntad necesaria para penetrar en la subestructura de experiencias oculta
tras esas grandes metáforas de imperios galácticos y de poderes supranormales.
Yo oscilo entre
las dos actitudes. A veces, abarco las dos simultáneamente. Se trata de un
truco que aprendí casualmente de la propia ciencia ficción: «lógica
multi-extensible», según se denominó en la famosa novela de Zenger, La Planicie Mental. Al héroe de la obra
le costó veinte años de estudio ascético en los claustros de los Hermanos de
Aldebarán, el llegar a dominar el truco. Yo lo he conseguido en veinte años de
leer Nova, Espacio profundo y Trimestral
Solar. Sí, la lógica
multi-extensible. Sí. El arte de aceptar tesis contradictorias. Quizás
«esquizofrenia dinámica» sería un término más expresivo, no lo sé.
¿Es esto el
centro? ¿Estoy ahí? Lo dudo. ¿Lo sabré cuando llegue, o lo negaré como hago con
frecuencia, diciéndome qué más hay ahí,
hacia dónde más he de mirar.
El extraño era
una cosa repelente, con todas las líneas y ángulos, con todos los tendones
estremeciéndose amenazadoramente, con sus ojos rasgados y abiertos revelando
una sombría y sangrienta curiosidad. Mortenson fue incapaz de enfocar
claramente su mirada sobre la criatura; se le seguía deslizando por los bordes
hacia algún otro plano del ser, con un extraño efecto de rizo que le resultó
mórbidamente inquietante. Ahora no estaba a más de cincuenta metros de
distancia, y avanzaba continua y firmemente. Cuando llegue a diez metros de
distancia, pensó, le voy a disparar, no importe lo que pase.
Cinco pasos
más; y entonces, una fantástica metamorfosis. En lugar de esa cosa amenazadora
duramente angulosa, allí estaba un sonriente y feliz golkón. La pequeña y
rolliza criatura movió sus gordinflones tentáculos y le envió un alegre saludo.
—Yo soy amor
—declaró el golkón—. ¡Soy el portador de la felicidad! ¡Te doy la bienvenida a
este mundo, querido amigo!
¿Qué es lo que
temo? Temo al futuro. Temo las infinitas posibilidades que se encuentran
adelante. Me fascinan, y me aterrorizan. No creí que llegara nunca a admitirlo,
ni siquiera ante mí mismo, pero ¿qué otra interpretación puedo hacer de mi
sueño? Esa multitud de túneles, esa infinidad de seres extraños, todos ellos
desplazándose hacia mí a medida que yo continúo y continúo mi camino. Eso es la
personificación de mi temor básico. De ahí se deriva mi lectura compulsiva de
obras de ciencia ficción: coloco señales en los caminos. Deseo disponer de un
mapa del territorio en el que tengo que entrar. En el que todos tenemos que
entrar. Sin embargo, los propios mapas son aterrorizadores. Quizás, en lugar de
hacerlo así, tendría que mirar hacia atrás. Sería menos terrorífico leer
novelas históricas. No obstante, me alimento de estas fantasías que me
obsesionan y aterrorizan. Obtengo energía de ellas. Si renunciara a ellas, ¿de
qué me alimentaría?
Los recogedores
de sangre estuvieron fuera esta noche, deambulando en grupos sedientos por la
tierra destruida. Desde la seguridad de la pared de piedra de su celda, les
pudo escuchar aullando, y también pudo escuchar los terribles gritos de las
víctimas, las viejas mujeres, los niños dispersos. Cuatro, cinco noches, hace
ya una semana, se desataron los monstruos con colmillos y se dedicaron al
merodeo, y cada noche quedaban menos seres humanos para contener la marea. Eso
ya era bastante malo, pero aún había cosas peores: su propia ansia. ¿Durante
cuánto tiempo más podría mantenerse encerrado aquí, por su propia voluntad? ¿Cuánto
tiempo transcurriría antes de que él también saliera de aquí, en busca de
presas, sediento de sangre?
Cuando acudí al
quiosco a la hora del almuerzo para recoger el último número de Mañana, me encontré con el primer número
de una nueva revista: Mundos de maravilla.
Eso me asombró. Hacia ya nueve o diez años que nadie se arriesgaba a editar un
nuevo título de ciencia ficción. Disponemos de nuestro puñado de títulos
establecidos desde hace tiempo, la mayoría de ellos fundados en la década de
los treinta, e incluso en la de los veinte, los que parecen continuar para
siempre. Pero el fracaso de todas las nuevas revistas aparecidas en los años
cincuenta fue tan enfático que supongo llegué a estar convencido de que ya
nunca aparecerían nuevos títulos. Y, sin embargo, aquí está hoy Mundos de maravilla. No hay nada de
extraordinario en ello. Excepto por el nombre, podría tratarse perfectamente de
Espacio profundo o de Solar. El formato es el habitual, el
mismo tamaño que The Reader's Digest.
Sin que me sorprendiera mucho, la cubierta estaba dibujada por Greenstone. Las
historias, escritas por Aschenbach, Marcus y algunos otros nombres de menor
importancia. El editor es Roy Schaefer, a quien recuerdo como un escritor
competente pero poco espectacular de los años cincuenta y sesenta. Supongo que
me debería sentir encantado por disponer de otros seis números anuales para
entretenerme. Pero, de hecho, me siento vagamente amenazado, como si el túnel
de mis sueños se hubiese encontrado con una bifurcación inesperada.
La máquina del
tiempo se encuentra suspendida ante mí, en el laboratorio, como un brillante y
lustroso ovoide suspendido sobre puntales de ébano. Richards y Halleck sonríen
nerviosamente cuando me acerco a ella; éste, después de todo, es el momento
culminante de nuestros años de investigación, y hay tanta emoción depositada en
el éxito del viaje que estoy a punto de emprender, que cada uno de los momentos
parece sobrecargado de una pesada importancia simbólica. Nuestros experimentos
con ratas y conejos parecieron tener éxito, pero ¿cómo podemos saber lo que
significa viajar en el tiempo hasta que los seres humanos hayan hecho el viaje?
Muy bien. Entro
en la máquina. Crispados, intercambiamos instrucciones a través del
intercomunicador. ¿Determinación de fecha? Cinco de mayo del 2500 d.C… un salto
de casi tres siglos y medio. ¿Nivel de energía? ¿Alimentación de energía?
Adelante.
Adelante.
¿Activada la dislocación del circuito? Sí. Todos los sistemas funcionando. ¡Bon voyage!
El panel de
control enloquece. Los cuadrantes giran. Las luces parpadean. Todo se
arremolina inmediatamente. Doy un salto hacia adelante en el tiempo,
¡marchando, marchando, marchando!
Cuando todo
vuelve a recuperar la calma, inicio los procesos rutinarios de emergencia. La
cápsula del tiempo debe abrirse así, sin precipitación alguna. Mis manos
tiemblan de expectación ante el extraño nuevo mundo que me espera. Mil y una
hipótesis cruzan agitadamente por mi mente. Por fin, se abre la escotilla.
—Hola —me
saluda Richards.
—¿Qué tal?
—dice Halleck.
Seguimos
estando en el laboratorio.
—No entiendo
—digo—. Mis cálculos y manómetros indican una transferencia temporal
definitiva.
—La ha habido
—me dice Richards—. Te dirigiste hacia el año 2500 d.C., tal y como planeamos.
Pero sigues estando aquí.
—¿Dónde?
—Aquí.
Halleck se echó
a reír.
—¿Sabes lo que
ha pasado, Mike? Tú viajaste en el
tiempo. Diste un salto de tres siglos y medio. Pero te llevaste contigo todo el
presente. Arrastraste contigo todo nuestro tiempo hacia el futuro. Es como
arrastrar un buñuelo a través de su propio agujero, ¿comprendes? Nuestro
trabajo ha fracasado, Mike. Hemos obtenido nuestra respuesta. El presente está
siempre con nosotros, independientemente de lo lejos que podamos ir.
Una vez, hace
aproximadamente unos cinco años, tomé algo de ácido, una pequeña pastilla
púrpura que un amigo mío me envió desde Nuevo México. Había leído bastante
acerca de las drogas psicodélicas, y no sentía el menor miedo; en realidad,
sentía ansiedad, verdadera sed por la experiencia. Iba a flotar en el cosmos,
abarcándolo todo. Iba a convertirme en una parte de las nebulosas y de las
supernovas, y ellas se iban a convertir en parte de mí mismo; o, más bien, por
fin iba a darme cuenta de que habíamos formado parte las unas del otro y
viceversa durante todo el tiempo. En otras palabras, imaginé que el LSD sería
como una absorción de quinientas novelas de ciencia ficción, todo ello en un
instante: una carga mental de imágenes, emoción, extrañeza y transporte a
lugares increíblemente irreconocibles. La droga tardó aproximadamente una hora
en causarme efecto; vi cómo las paredes empezaban a fluir y a ondularse, y
cascadas de luz entraron a torrentes por el techo. El tiempo se convirtió en
algo confuso y pensé que habían transcurrido tres horas, pero sólo fueron unos
veinte minutos. Holly estaba conmigo.
—¿Cuáles son
tus sensaciones? —me preguntó—. ¿Es algo místico? ―me hizo un montón de
preguntas así.
—No lo sé —le
contesté—. Es muy bonito, pero no lo sé.
Los efectos de
la droga desaparecieron en unas siete horas, pero mi sistema nervioso estaba
emocionado y las luces seguían explotando tras de mis ojos cuando traté de irme
a dormir. Y así, permanecí sentado toda la noche y leí las novelas de Llama Estelar de Marcus, las dos, antes
del amanecer.
No hay imperio
galáctico. No existirá nunca un imperio galáctico. Todo es caos. Todo se
produce al azar. Los imperios galácticos son pueriles fantasías de poder. ¿Creo
realmente en esto? Si no es así, ¿por qué lo digo? ¿Acaso disfruto abatiéndome
a mí mismo?
—¡Mira allí!
—susurró el mutante.
Carter miró.
Toda una esquina de la habitación había desaparecido, fundido, como si se
hubiera borrado. Carter podía ver la calle en el exterior, el tráfico, el
propio interior del edificio.
—¡Mira allá!
—dijo el mutante—. ¡Mira!
La silla había
desaparecido.
—¡Mira!
El techo se
esfumó.
—¡Mira! ¡Mira!
¡Mira!
La cabeza de
Carter giró de un lado a otro. Todo se iba esfumando y desapareciendo, ante la
orden del inexorable mutante de ojo dorado.
—¿Ves las
estrellas? —preguntó el mutante, chasqueando los dedos.
—¡No! —gritó
Carter—. ¡Eso no!
Pero ya era
demasiado tarde. Las estrellas también habían desaparecido.
A veces, me
deslizo hacia lo que considero como la experiencia de la ciencia ficción en la
vida cotidiana. Quiero decir que puedo estar sentado ante mi mesa
mecanografiando un informe, o esperando el metro mientras termina la larga fila
de gente sudorosa, cuando siento de pronto un zumbido, una precipitación, un
movimiento ascendente del alma, similar al que sentí la vez en que tomé la
droga y, bruscamente, me veo a mí mismo desde una perspectiva completamente
nueva… como un visitante procedente de algún otro tiempo, de algún otro lugar,
aislado en un mundo de seres extraños, conocido como Tierra. Todo me parece
extraño y desconcertante. Noto entonces esa sensación de doblez, de déja vu, como si ya hubiese leído algo
sobre esta estación de metro en alguna novela de ciencia ficción, como si ya
hubiera visto este despacho descrito en una lejana historia de fantasía, hace
muchísimo tiempo. De este modo, el mundo real se transforma para mí en algo de
ciencia ficción durante veinte o treinta segundos, en cualquier momento. La
textura se desliza; lo sólido se tensa. En ocasiones, cuando me ha sucedido
eso, pienso que es mucho más excitante que el conseguir que un mundo de
fantasía se convierta en algo «real» mientras leo. Y, a veces, pienso que me
estoy separando en varios componentes.
Mientras
estábamos durmiendo se había producido una tragedia a bordo de nuestra poderosa
nave estelar. Nuestro capitán, nuestro líder, nuestro guía durante dos
generaciones completas, ¡había sido asesinado en su cama!
—¡Permíteme
verlo de nuevo! —insistí, y Timothy me tendió el holograma.
¡Sí! ¡No cabía
la menor duda! Podía ver las manchas de sangre en su espeso pelo blanco. Podía
contemplar la helada máscara de angustia sobre su rostro de rasgos fuertes.
¡Muerto! ¡El capitán estaba muerto!
—¿Qué hacemos
ahora? —pregunté—. ¿Qué ocurrirá?
—La guerra
civil ya ha comenzado en el puente E —me informó Timothy.
Quizás lo que
temo realmente no es tanto una mareante multiplicidad de futuros como la
ausencia de futuros. Cuando yo termine, ¿terminará conmigo el universo? La
nada, la vaciedad, la nulidad que nos espera a todos, el túnel que conduce no a
todas partes sino a ninguna… ¿es ése el único destino? Si es así, ¿hay alguna
razón para sentir temor? ¿Por qué iba a tenerlo? “La nada es paz. Nuestra nada
que tiene su arte en la nada, cuyo nombre es la nada, tu reino de la nada, tu
voluntad será nada, en la nada, como es en la nada. No grites nunca de nada,
porque nada está contigo”. Ése es Hemingway; él sintió la nada presionándole
desde todas partes. Hemingway no escribió nunca una palabra de ciencia ficción.
Finalmente, se desplazó cariñosamente a sí mismo hacia la gran nada con un tiro
de escopeta.
Mi amigo León
me recuerda de alguna forma a Henry Darkdawn en la clásica trilogía Cosmos, de De Soto. Si hubiera dicho que me recordaba a Stephen Dedalus, o
a Raskolnikov o a Julien Sorel, no habrían necesitado, naturalmente, mayores
descripciones para saber lo que quiero decir; pero Henry Darkdawn se halla
probablemente fuera de su experiencia literaria. La trilogía de De Soto trata
sobre la formación, expansión y ocaso de un movimiento casi religioso que
abarcó varias galaxias entre los años 30.000 a 35.000 d.C., y Darkdawn es un
profeta carismático, humano pero inmortal ―o, en cualquier caso, de una
extraordinaria longevidad―, que combina en sí mismo las funciones de
Moisés, Jesús y San Pablo: profeta, intermediario con elevados poderes,
organizador, líder, y finalmente mártir. Lo que hace que la serie sea tan
hermosa es la forma en que De Soto se introduce en el interior del carácter de
Darkdawn, de modo que no es simplemente un alejado bajorrelieve —el Profeta—,
sino un ser humano cálido, que respira como nosotros. O sea, se le ve con
verrugas y todo: un concepto sofisticado para la ciencia ficción, que tiende a
presentarnos pesadas estatuas marmóreas en lugar de protagonistas vivos.
León, desde
luego, es muy poco probable que haya encontrado un culto que se extienda por la
galaxia; pero posee buena parte de la intensidad que yo asocio con Darkdawn.
Extrañamente, es bastante alto —yo diría que un metro ochenta y cinco—, y tiene
un buen aspecto convencional; las personas de su tipo no suelen poseer un
elevado voltaje interno, según he observado. Pero, a pesar de sus ventajas
físicas naturales, algo debe haber comprimido y redirigido el alma de León
cuando era joven, porque es un triste meditador, un soñador, alguien que
respira fuego, saliendo siempre con planes visionarios para la reorganización
de nuestro despacho, de nuestro personal y cosas así. Suele ser él quien deja
las revistas de ciencia ficción sobre mi mesa, como regalos; pero también es
quien me lanza los más divertidos aguijonazos por leer lo que él considera no
es más que basura. En eso mismo se puede observar su naturaleza contradictoria.
Es timido y agresivo, tenaz y vulnerable, confidencial y vacilante; tiene en él
toda la loca mezcla humana, todo está en él.
El pasado
martes cené en su casa. Acudo allí a menudo; su esposa Helene es una cocinera
excelente. Ella y yo tuvimos un asunto amoroso hace cinco años, que duró seis
meses. León lo supo después de nuestro tercer encuentro, pero nunca me ha dicho
una sola palabra. A juzgar por el desesperado ardor de Helene, ella y León no
deben tener una relación sexual muy buena; cuando estaba conmigo en la cama,
parecia quererlo todo inmediatamente, cada posición, cada clase de sensación,
como si hubiera estado privada de todo ello durante demasiado tiempo.
Posiblemente León hasta se sintiera agradecido por el hecho de que yo le
quitara una parte de la presión sexual que se ejercía sobre él, y lamentó
silenciosamente que ya no siguiera acostándome con su esposa. Terminé el asunto
porque ella me estaba quitando demasiada energía, y porque estaba teniendo
dificultades para encontrarme con la mirada franca y abierta de León.
El pasado
martes, justo antes de la cena, Helene se dirigió a la cocina para comprobar la
marcha del horno. León se disculpó y se dirigió al cuarto de baño. Solo,
permanecí un momento ante una estantería de libros, comprobando, de acuerdo con
mi forma automática de hacer las cosas, si tenían algo de ciencia ficción, y
después seguí a Helene a la cocina para llenar mi vaso de la jarra de martini
preparado que había en el refrigerador. De repente ella se acercó a mí,
apretándome estrechamente, buscando mis labios. Susurró mi nombre; introdujo
las puntas de sus dedos en mi espalda.
—¡Eh! —dije,
blandamente—. Espera un momento… ¡Acordamos que no volveríamos a empezar otra
vez con lo mismo!
—¡Te deseo!
—No, Helene
—rogué con suavidad, tratando de liberarme—. No compliques las cosas, por
favor.
Logré zafarme.
Ella se apartó de mí bajando la cabeza y de mal humor regresó al horno. Al
volverme, vi a León en el umbral de la puerta. Tuvo que haber sido testigo de
toda la escena. Sus ojos oscuros brillaban con lágrimas medio contenidas; sus
labios se estremecían. Sin decir una sola palabra, me cogió la jarra, se llenó
su vaso de martini y lo bebió de un trago. Después se dirigió hacia la sala de
estar… y diez minutos después estábamos hablando de asuntos de la oficina, como
si nada hubiera ocurrido.
Sí, León, tú
eres un Henry Darkdawn hasta el último centímetro de tu cuerpo. Los profetas
fueron creados de la misma materia que tú, León. De la misma materia que tú
están hechos los mártires cósmicos.
Ya nadie pudo
decir cuál era la diferencia. El lustroso y viscoso androide había absorbido
por completo la personalidad de su creador.
Permanecí al
borde del acantilado, contemplando con horror aquella cosa roja e hinchada que había
sido el sol otorgador de vida de la Tierra.
La horda de
robots…
La nave
espacial extraña, hundiéndose en una frenética espiral…
Riendo, ella
abrió su puño. La bomba Q estaba en el centro de la palma de su mano.
—Diez segundos
—dijo ella.
¡Qué calor hace
esta noche! Un malsano guante de humedad me envuelve. Sé que no podré dormir.
Noto una terrible presión a mi alrededor. ¡Sí! ¡El haz de luz verde! ¡Al fin,
al fin, al fin! Meciéndome, elevándome, haciéndome flotar a través de las
ventanas abiertas. Muy alto, sobre la ciudad a oscuras. Adelante, adelante, a
través del vacío, fuera del espacio y del tiempo. Hacia el túnel. Dejándome
abajo. Aquí. Aquí. Sí, exactamente como yo había imaginado que sería: las
paredes de ónice, el brillo apagado sin fuente, la bóveda curvada muy por
encima de mi cabeza, las silenciosas figuras extrañas pasando junto a mí. Aquí.
El túnel, por fin. Doy el primer paso hacia adelante. Y otro. Y otro. Estoy
lanzado en mi viaje.
LA SEÑORITA FOUND EN UNA
MáQUINA DEL TIEMPO ABANDONADA
Para que de la
vida valga la pena de vivirse, tenemos que poseer al menos la ilusión de que
somos capaces de efectuar cambios profundos en el mundo en que vivimos. Y digo:
al menos la ilusión. Evidentemente, sería preferible la verdadera capacidad para
efectuar los cambios; pero no todos podemos llegar a ese nivel, e incluso la
ilusión del poder ofrece esperanza, y la esperanza sustenta la vida. La
cuestión es no ser una marioneta, no ser una cosa de karma juguetón y pasivo.
Supongo que todos estarán de acuerdo en que se deben introducir profundos
cambios en la sociedad. Y ¿quién los hará, sino usted y yo? Si nos decimos a
nosotros mismos que nos encontramos desamparados, que toda reforma
significativa resulta imposible, que el statu
quo existente llegó para mantenerse…, entonces lo mismo podríamos dejar de
preocuparnos por seguir viviendo, ¿no cree? Quiero decir: si el autobús está
resbalando y el conductor está perdiendo la guía, y todas las puertas están
atascadas, es mucho más frío tomar cianuro que esperar el inevitable destrozo.
Pero, naturalmente, no queremos creer que nos encontramos indefensos. Queremos
creer que seremos capaces de agarrar el volante y enderezar el autobús en su
ruta, y conducirlo con seguridad al taller de reparaciones. ¿No es así?
Correcto. Eso es lo que deseamos pensar, aún cuando sólo se trate de una
ilusión. Porque a veces —¿quién sabe?— puede uno mantener firme una ilusión y
convertirla en algo real.
El reparto de
personajes. Thomas C…, nuestro principal protagonista, de veinte años de edad;
la primera vez que lo encontramos está dormido, con fibras de su propio y largo
pelo moreno enmarañado casualmente sobre la boca. Vaqueros muy ajustados y una
camisa de ¡ECOLOGÍA AHORA!, completamente arrugados a los pies de la cama. Fue
educado en Elephant Mound, Wisconsin, y éste es el tercer año que pasa en la
universidad. Parece estar durmiendo tranquilamente, pero a través de su mente,
llena de sueños, se filtran fantasmas inquietantes: Lee Harvey Oswald, George
Lincoln Rockwell, Neil Armstrong, Arthur Bremer, Sirhan Sirhan, Hubert
Humphrey, Mao Tsé-Tung, el teniente William Caley, John Lennon. Cada uno de
ellos se va anunciando a sí mismo, efectúa un ligero baile expresivo de su
personaje, desaparece y vuelve a surgir en alguna otra parte del córtex
cerebral de Thomas.
En la pared de
la habitación de Thomas hay varios tótems contemporáneos: una fotografía
gigantesca de Spiro Agnew jugando al golf, una llamativa etiqueta engomada que
dice: VOTE POR MC GOVERN, y pancartas que proclaman variadamente LIBERTAD PARA
ANGELA, APOYE A SU FUERZA LOCAL, PODER PARA EL PUEBLO y ¡EL CHE VIVE!
Thomas posee
una sensibilidad extremadamente contemporánea hacia los años 1970-72. Para 1997
se sentirá terriblemente nostálgico por las causas y artefactos de su juventud,
como siente ahora su abuelo por los abrigos de mapache, los baños de ginebra y
las astas de bandera. Dirá cosas como: «Inténtalo, te gustará», o bien:
«¡Pégame!», y nadie menor de cuarenta años se reirá.
Dormida, cerca
de él, está Katherine F…, rubia, de diecinueve años. Habitualmente lleva gafas
de montura acerada, pantalones acampanados verdes ajustados a la cadera, un
sedoso poncho púrpura y un chal de macramé, pero ahora no lleva ninguna de esas
cosas. Katherine no está soñando, pero su próximo ciclo de sueño profundo
llegará dentro de poco. Procede de Mosse Valley, Minnesota, y perdió su
virginidad a los catorce años, mientras contemplaba una película de flirteo
entre Mastroianni y la Loren, en el cine al aire libre Estrella del Norte. Durante su seducción, no apartó nunca los ojos
de la pantalla durante un periodo superior a los treinta segundos. En la
actualidad es mucho más responsable en esas cosas de la capacidad de respuesta,
pero años atrás trataba enérgicamente de ser fría. Hace cuatro horas, ella y
Thomas llevaron a cabo un acto de mutua estimulación oral-genital que es ilegal
en diecisiete Estados y en la República de Vietnam (sur), aunque hay esperanzas
de que eso pueda cambiar dentro de poco.
En el suelo,
junto a la cama, está el perro de Thomas, Fidel, parte sabueso y parte terrier.
También él está durmiendo. Adherida al collar de Fidel hay una serpentina que
dice TRES TRENZAS PARA DOMESTICADO LIB.
«Sin Dios»,
dijo uno de los hermanos Karamazov, «todo es posible». Supongo que eso es
cierto si uno concibe a Dios como la fuerza que lo mantiene todo junto, que
impide que el agua caiga hacia arriba y que el sol salga por el oeste, pero…
¡qué concepto tan limitado de Dios es ése! Au
contraire, Fyodor: con Dios, todo
es posible. Y me gustaría ser Dios durante un ratito.
P. ¿Qué hizo usted?
R. Le grité al sargento Bacon, y le dije que
fuera a buscar licores y que su gente empezara a moverse inmediatamente, no
hacia los licores, sino hacia los bunkers. Y me dirigí adonde estaba Mitchell. Regresé poco después. Meadlo aún
estaba allí con un grupo de vietnamitas, y le grité a Meadlo pidiéndole… Le
pregunté si no podía mover a toda aquella gente, si no podía librarse de ella.
P. ¿Disparó usted contra ese grupo de gente?
R. No, señor, no lo hice.
P. Después de ese incidente, ¿qué hizo usted?
R. Bueno, les dije a mis hombres que cruzaran
la zanja y que se colocaran en posición después de que yo hubiera pegado fuego
a la zanja.
P. ¿Tuvo usted oportunidad de observar lo que
había en el interior de aquella zanja?
R. Sí, señor.
P. ¿Y qué vio usted?
R. Gente muerta, señor.
P. ¿Observó alguna apariencia de que hubiera
alguien vivo?
R. No, señor.
Ahora habla
Thomas. Escúchame. Simplemente, escúchame. Suponte que tuvieras una máquina que
te permitiera arreglar todo lo que está mal en el mundo. Digamos, una máquina
que contuviera todos los recursos de la tecnología moderna, por no mencionar
los poderes de una imaginación rica y bien provista, y de un sentido ético
altamente desarrollado. La máquina puede hacer cualquier cosa. Te puede hacer
invisible; te proporciona una forma de deslizarte hacia atrás y hacia adelante
en el tiempo; te proporciona el acceso telepático a las mentes de otros; te
permite llegar a esas mentes y c-a-m-b-i-a-r-l-a-s. Y así sucesivamente. Llama
a esa máquina como quieras. Llámala, por ejemplo, Actualizador de la Fantasía
de Todo el Mundo. Llámala Máquina del Tiempo Mark Nueve. Llámala Caja Divina.
Llámala Varita Mágica, si quieres. Muy bien. Yo te entrego una varita mágica. Y
tú también me entregas una varita mágica, porque lector y escritor tienen que
ser aliados, tienen que conspirar juntos. Tú y yo, con nuestras varitas
mágicas. ¿Qué harías tú con la tuya? ¿Qué haría yo con la mía? Empecemos.
La venganza de
los indios. En las llanuras, a quince kilómetros al oeste de Grand Otter Falls,
Nebraska, se reúnen las tribus. Haciendo auto-stop, en camión, con tiendas de
campaña, en Chevrolet, bicicleta y microbús, llegan desde todos los rincones de
la nación. Son las delegaciones de los enojados pieles rojas. Aqui están los
onondagas, los aglalas, los hunkpapas, los jicarillas, los punxsatawneys, los
kickapoos, los gros ventres, los nez percés, los lenni lenapes, los wepawaugs,
los pamunkeys, los penobscots, y toda esa multitud. Van vestidos con los
símbolos que el hombre blanco espera ver en ellos: sombreros de plumas,
pantalones polainas de cuero de ante, rostros pintados, tomahawks… ¡Mira cómo
arde la gran hoguera! ¡Mira cómo los bravos, cubiertos de brillante sudor,
bailan la danza de la cabellera cortada! ¡Escucha sus fantásticos gritos
bárbaros! ¡Qué terror deben inspirar estos salvajes en los bien alimentados
barrios residenciales que les observan por el canal cuatro!
Ahora empieza
la reunión del Consejo. La pipa pasa de unas manos a otras. Se escuchan
gruñidos de aprobación. El poderoso jefe navajo, Hosteen Dollars, es el
principal orador. Habla en nombre de la más fuerte de las tribus, porque los
poderosos navajos son propietarios de moteles, tiendas de regalos, pozos de
petróleo, bancos, minas de carbón y supermercados. Tienen en sus manos la
lucrativa distribución nacional de la excelente cerámica de sus vecinos, los
hopi y los pueblo. Tranquilamente han ido acumulando grandes riquezas y poder,
que han dedicado subrepticiamente al bienestar de sus parientes menos
afortunados de otras tribus. Ahora el arsenal está completamente abarrotado:
los tanques, los lanzallamas, los rifles automáticos, los camiones semi-orugas,
las recolectoras llenas de napalm. Sólo falta la Big Bang. Pero esa falta,
declara Hosteen Dollars, se ha remediado ahora gracias a una intervención
milagrosa.
—¡Este es
nuestro momento! —grita—. ¡Hiawatha! ¡Hiawatha!
Solemnemente
desciendo de los cielos, trazando una lenta espiral hacia abajo, aterrizando
suavemente sobre mis pies. Estoy desnudo excepto por un taparrabos; mi piel
cobriza brilla lustrosamente. Guardada entre mis brazos, sostengo una bomba de
hidrogeno, armada y preparada.
—¡La Big Bang! —grito—. ¡Aqui está, hermanos!
A la caída de
la noche, Washington es un montón de cenizas radiactivas. Al amanecer, el
presidente en funciones capitula. Hosteen Dollars aparece en la televisión
nacional para explicar cuál será el nuevo sistema de reservas, y se inicia la
redada de rostros pálidos.
Bruce Bales,
fiscal del distrito del condado de Marin, que se incapacitó a si mismo como
fiscal acusador de Angela Davis, dijo ayer que se sentía «absolutamente
conmocionado» ante la absolución.
Dejándose
llevar por una amarga reacción, Bales dijo:
—Creo que el
jurado cayó en la trampa emocional ofrecida por la defensa. Ella ni siquiera
subió al estrado para negar su culpabilidad. A pesar de lo ocurrido, sigo
manteniendo que ella fue la responsable de la muerte del juez Haley y de la
mutilación de mi ayudante, Gary Thomas, como Jonathan Jackson. Indudablemente,
esto es tanto más así debido a la edad de ella, a su experiencia e
inteligencia.
Según dijo un
portavoz en la capital, el gobernador Ronald Reagan no estaba disponible para
hacer ningún comentario sobre el veredicto.
El día que
inutilizamos el Pentágono fue sencillamente maravilloso, un hito en la historia
del Movimiento. Nos costó años de planificación y un tremendo esfuerzo
cooperativo, pero los resultados demostraron que valió la pena realizar el
heroico esfuerzo.
Así es como lo
hicimos:
Con la ayuda de
nuestra IBM 2020 multifásica establecimos un anillo de puntos de acceso
alrededor de todo el distrito de Columbia. Había tres lugares en Maryland
—Hyattsville, Suitland y Wheaton— y otros dos del lado de Virginia, en McLean y
Merrifield. En cada uno de los puntos de acceso, excavamos un pozo vertical de
doscientos metros de profundidad, utilizando nuestro escariador rotativo Hughes
de absorción de fluido, acoplado con una unidad extractora de núcleo gemelo de
la General Motors. Cada noche transportábamos los residuos a Kentucky y
Tennessee por camión, desembarazándonos de ellos en antiguos vertederos de
minas.
Cuando
alcanzamos el nivel de los doscientos metros, empezamos a tender una tubería de
noventa y un centímetros que se dirigía rectamente hacia el Pentágono a partir
de nuestros cinco puntos de acceso, para lo que empleamos un compactor
molecular LTV para convertir el terreno en forma semi-líquida. Los desperdicios
los bombeamos a cinco enormes depósitos subterráneos adyacentes que excavamos
con nuestra excavadora retroactiva hemisférica de sub-superficie, del tipo
Gardner-Denver. Una vez tendidas las tuberías, empezamos a bombear los residuos
almacenados hacia el Pentágono, a una velocidad constante calculada por nuestra
pequeña computadora XDS y controlada a intervalos de quinientos metros a lo
largo de la ruta por un sistema sensor Control Data 106a.
Las bombas,
desde luego, eran del tipo pesado, de Briggs y Stratton, 580. Durante un
período de ocho meses, tuvimos éxito en ir sustituyendo el subsuelo debajo del
Pentágono por un inmenso estanque de desperdicios, llevando cuidado, sin
embargo, de evitar el causar cualquier perturbación sismológica que pudiera
detectar el propio equipo del Pentágono. Para esta parte de la operación
empleamos espectrofotómetros de Bausch & Lomb y exploradores Perkin-Elmer,
conectados en serie con un integrador de vibración-amortiguación Honeywell 990.
Nuestro esquema
de tiempo era perfecto. La noche del 3 de julio derribamos los tres puntos clave
de sostenimiento. Ahora, el Pentágono estaba flotando sobre un lago de barro de
cerca de un kilómetro de diámetro. Un banco triple de estabilizadores autónomos
Dow mantuvieron el edificio a su elevación normal; utilizamos un equipo de
homeostasis Ampex para regular las presiones de flotación.
Al mediodía del
cuatro de julio, Katherine y yo celebramos una conferencia de prensa en las
escalinatas de la Biblioteca del Congreso, a la que asistieron principalmente
representantes de los medios de comunicación underground, aunque también había unos pocos periodistas casuales.
Exigí que se pusiera fin inmediatamente a todas las aventuras militares
norteamericanas en el exterior y concedí al presidente una hora de tiempo para
contestar. No hubo respuesta de la Casa Blanca, desde luego, y a la una menos
cinco activé los diques de contención silbando tres estrofas de Estrellas y Barras en un teléfono
público situado en las afueras del cuartel general del FBI. Al hacerlo, inicié
un proceso de desplazamiento de residuos de barro, y a la una y cinco el
Pentágono ya se estaba hundiendo. Lo fue haciendo con la lentitud suficiente
como para que no hubiera pérdida de vidas: la evacuación se completó en el
término de dos horas, y el piso más alto del edificio no se hundió en el barro
hasta las cinco de la tarde.
Dos leones que
mataron a un joven en el Zoológico de Portland, el sábado por la noche,
aparecieron muertos hoy, víctimas de un tirador nocturno provisto de un rifle.
Roger Dean
Adams, de diecinueve años de edad, natural de Portland, fue el joven devorado.
El Zoológico estaba cerrado el sábado por la noche, cuando él y dos compañeros
penetraron en el recinto saltando una verja.
Los compañeros
dijeron que el joven Adams se descolgó sobre la parte del foso del oso pardo,
agarrándose con las manos al borde del muro, y después elevándose a pulso.
Después de haber permanecido sentado en el borde del muro del foso de los
leones, intentó hacer lo mismo allí.
Kenneth
Franklin Bowers, de Portland, uno de los compañeros del joven Adams, dijo que
éste se descolgó sobre el borde del foso y que, mientras permanecía colgado
allí, agarrándose al borde con las manos, tiró una patada a los leones. Uno de
ellos le lanzó un palmetazo, dándole en un pie, y el joven cayó al suelo del
foso, cinco metros más abajo del borde del muro. Entonces los leones lo
destrozaron, y al parecer se desangró hasta morir, después de que le
desgarraran una arteria en el cuello.
Uno de los
leones ―César, un macho de dieciséis años― fue muerto la pasada
noche de dos balas disparadas por un rifle de fabricación extranjera. Sis, una
hembra de once años, fue alcanzada por un tiro en la espina dorsal. Murió esta
mañana.
La policía dijo
que disponía de muy pocas pistas para encontrar al tirador.
Jack Marks, el
director del Zoológico, dijo que se perseguiría legalmente a cualquier persona
que fuera acusada de haber hecho los disparos. «Tiene que estar uno enfermo
para disparar contra un animal que no ha hecho otra cosa que seguir sus propias
normas de conducta», dijo Mr. Marks. «Ninguna persona en su sano juicio
entraría en el Zoológico en plena noche para matar a un animal en cautividad».
¿Quieres que te
diga realmente quién soy? Puede que pienses que soy un estudiante de
universidad de la segunda mitad del siglo XX, pero en realidad soy un visitante
procedente del lejano futuro, nacido en un año que, según vuestro sistema de
cálculo, diríais que es el año 2806 d.C. Puedo intentar describirte mi zona nativa,
pero hay muy pocas similitudes como para que comprendieras lo que te dijese.
Por ejemplo, ¿significaría algo para ti si te digo que tengo dos madres, una
ovárica y la otra intrauterina, y que mi padre espermático por línea somática
fue, hablando estrictamente, en parte delfín y en parte ocelote? ¿O que celebré
mi quinta elevación neurónica tomando parte en una expedición a Proxy Nueve,
donde aprendí los once ejercicios impulsores del alma y los siete mantrams
contrarios?
El problema
consiste en que, desde tu punto de vista, nosotros nos hemos movido desde lo
tecnológico hacia lo incomprensible. Tú puedes explicarle la televisión a un
hombre del siglo XI, de tal modo que éste comprenderá el concepto esencial,
aunque no los verdaderos principios operativos: «Disponemos de esta caja en la
que somos capaces de hacer imágenes de lugares muy distantes, y lo hacemos
dominando el mismo poder que hace que el relámpago cruce el cielo». Pero ¿cómo
puedo encontrar siquiera las palabras básicas para ayudarte a visualizar el más
simple de nuestros juguetes?
En cualquier
caso, era época de festival-ojo, y para mi proyecto elegí vivir en el año 1972.
Esto requería una buena dosis de preparación. Se hacía necesario llevar a cabo
ciertas alteraciones físicas —como, por ejemplo, la sintetización del pelo del
cuerpo—, pero la parte realmente difícil fue la creación del camuflaje
cultural. Tuve que recoger modelos de lenguaje, pasado histórico, todo un
sentido del contexto.
También tuve
que crearme una autobiografía convincente. El efecto de cambio de tiempo
proporciona a los viajeros como yo una instantánea existencia retroactiva en el
pasado, un pasado bien establecido de escolaridad, de padres y todo aquello que
desee extenderse sobre un período dado anterior al punto de llegada, pero sólo
en el caso de que se realice la programación adecuada. Aproveché los servicios
de nuestros principales historiadores y arqueólogos, que me proporcionaron todo
aquello que necesitaba, incluyendo un intenso entrenamiento en cultura juvenil
de finales del siglo XX.
¡En qué persona
tan elocuente me convertí! Puedo hablar todos vuestros dialectos: macrobiótica,
ecología, alucinógenos, movimientos lib y sub, rock, astrología, yoga… ¿Eres tú
un Capricornio sonpaku? ¿Estás plagado de sexismo, de viajes de
vagabundeo, de inseguro karma, de malignas conjunciones planetarias? Solicita
mi consejo. Conozco muy bien toda esa materia. Estoy al tanto de todo lo que es
corriente. Estoy con la revolución.
¿Quieres saber
otra cosa? Creo que no soy el único viajero del tiempo que está aquí ahora.
Estoy empezando a formar una teoría, según la cual toda esta generación podría
haber llegado aquí procedente del futuro.
Belfast,
Irlanda del Norte. 28 de mayo. Seis personas resultaron muertas a primeras
horas de hoy a causa de una gran explosión de bomba en Short Strand, un barrio
católico de Belfast.
Tres de los
muertos, todos hombres, fueron posteriormente identificados como miembros del
Ejército Republicano Irlandés (IRA). Las fuerzas de seguridad dijeron que, en
su opinión, la bomba explotó accidentalmente mientras estaba siendo
transportada a otra parte de la ciudad.
Uno de los
muertos fue identificado como un bien conocido experto del IRA en explosivos,
que había ocupado un puesto importante en la lista de los buscados por el
ejército inglés. Las tres otras víctimas, dos hombres y una mujer, no pudieron
ser identificados inmediatamente.
Diecisiete
personas, entre ellas varios niños, fueron heridas a causa de la explosión, y
veinte de las casas de la estrecha calle donde se produjo quedaron tan dañadas
que tendrán que ser derribadas.
Un día, me
desperté y no pude respirar. Durante todo ese día y los siguientes, en los
parques verdes y en las casas de los amigos, e incluso al lado del mar, no pude
respirar. El aire estaba contaminado. Cada cosa que veía que era fea, y
comprendí que era fea a causa del hombre: hecha por el hombre, o tocada por el
hombre. Así es que abandoné a mis amigos y viví solo.
Eugene, Oregon (UPI). Un jubilado y su perro fueron enterrados juntos recientemente
por expreso deseo del amo del perro.
Horace Lee
Edwards, de setenta y un años de edad, había vivido solo con su perro durante
veintidós años, desde que éste era un cachorro. Expresó su deseo de que, al
morir, el perro fuera enterrado con él.
Los miembros de
la familia de Mr. Edwards mataron al perro tras el fin de la enfermedad de Mr.
Edwards. Después fue colocado a los pies de su amo, en el ataúd.
Yo acepto el
caos. Pero no estoy seguro de si el caos me acepta a mí.
Un memorándum
para el Actualizador:
Querida máquina:
Necesitamos más asesinos. En sí mismo el sistema es
fundamentalmente violento, y hemos intentado transformarlo a través del amor,
pero eso no ha funcionado. Les entregamos flores, y nos recibieron con balas.
Muy bien. Hemos llegado a un punto tan miserable, que la única forma en que
podemos combatir su violencia es con la violencia, con nuestra propia
violencia. Ha llegado el momento de eliminar a los que eliminan. En
consecuencia, vieja máquina, tu tarea para hoy consiste en crear un cuerpo de
asesinos capaces, un cuadro de seres humanos convencionales, y de aspecto
convencional, que sirvan a las necesidades del Movimiento. Matar a los
androides, eso es lo que queremos.
Estas son las características:
EDAD: entre diecinueve y veinticinco años.
ALTURA: entre 1,65 y 1,75 mts.
PESO: más bien bajo, o bien muy pesado.
RAZA: blanca, más o menos.
RELIGIÓN: antiguamente cristiano, ahora agnóstico o
ateo. Los ex-fundamentalistas serían estupendos.
PERFIL
PSICOLÓGICO: nervioso, extraño, un solitario,
un perdedor. Mala historia sexual: impotencia, eyaculación prematura,
incapacidad para encontrar compañeras voluntariosas. Mala relación con los
parientes (si conserva alguno) y con los padres. El sujeto debe tener alguna
afición (colección de sellos o monedas, chismes, carreras a campo traviesa,
etc.) pero no debe ser un "intelectual". Sería deseable un toque de
paranoia. También que le resultara imposible cumplir con sus libres ambiciones.
CONVICCIONES
POLÍTICAS: cualquiera. Preferiblemente
muy flexibles. Dispuesto a declararse un anarquista libertario el martes y un
marxista convencido el jueves si piensa que eso le llevará a alguna parte que
le permita realizar el cambio. Dispuesto a disparar con igual entusiasmo contra
candidatos presidenciales, senadores actuales, jugadores de baseball, estrellas
del rock, policías de tráfico o cualquier otro componente del misterioso
“ellos” que ostentan la gloria e “impiden” al sujeto que ocupe su verdadero
lugar en el universo.
Muy bien. Tú misma puedes suministrar los
accesorios, máquina. Cualquier color en los ojos, siempre y cuando sean un poco
brillantes e hipertiroideos. Cualquier color del pelo, aunque ayudaría que
fuera prematuramente escaso y que el sujeto se quejara de que su falta de éxito
con las mujeres se debe en parte a eso. Cualquier historia matrimonial
(soltero, divorciado, viudo, casado) que demuestre que cualquier enlace que
pudo haber existido demostró ser insátisfactorio. El resto depende de ti.
Empieza a trabajar y utiliza tu creatividad. Empieza a grabar sus nombres en
cantidad:
Oswald Sirhan Bremer Ray Czolgosz Guiteau
Oswald Sirhan Bremer Ray Czolgosz Guiteau
Oswald Sirhan Bremer Ray Czolgosz Guiteau
Oswald Sirhan Bremer Ray Czolgosz Guiteau
Oswald Sirhan Bremer Ray Czolgosz Guiteau
Oswald Sirhan Bremer Ray Czolgosz Guiteau
Oswald Sirhan Bremer Ray Czolgosz Guiteau
Oswald Sirhan Bremer Ray Czolgosz Guiteau
Danos los hombres. Nosotros encontraremos en qué
utilizarlos. Y cuando hayan cumplido con su sucio trabajo, les arrojaremos al
esperanzador kármico para que sean reciclados, y que Dios nos ayude a todos.
Cada día, miles
de naves contaminan rutinariamente el mar con desechos petrolíferos. Cuando un
petrolero ha descargado, tiene que añadir peso de cualquier otra clase para
mantener la estabilidad; esto suele hacerse llenando alguno de los tanques de
almacenamiento del buque con agua del mar. Antes de poder recoger una nueva
carga de petróleo, el barco tiene que deshacerse de este lastre acuoso
existente en sus tanques; y, a medida que se bombea el agua hacia el exterior,
se lleva consigo la escoria petrolífera que permaneció en los tanques cuando se
descargó el último cargamento.
Hasta 1964, la
limpieza de un petrolero medio de 40.000 toneladas enviaba al mar ochenta y
tres toneladas de petróleo. La mejora en los procedimientos de limpieza de los
tanques ha reducido la descarga habitual de petróleo a unas tres toneladas.
Pero existen tantos petroleros —más de 4.000— que, a pesar de todo, se lanzan
al mar varios millones de toneladas al año. Los 44.000 barcos de pasajeros, de
carga, militares y de placer que existen ahora en servicio añaden una cantidad
similar de contaminación, deshaciéndose de los desechos petrolíferos de sus
pantoques. En conjunto, y según una estimación científica, el hombre puede
estar arrojando al mar la cantidad de diez millones de toneladas de petróleo al
año.
Cuando el
explorador Thor Heyerdahl realizó su viaje de 3.200 millas marinas utilizando
un bote de papiro en el verano de 1970, desde el norte de África hasta las
Indias Occidentales, vio «una continua extensión de por lo menos 1.400 millas
contaminadas por masas informes de petróleo solidificado flotantes, como
asfalto, en Atlántico abierto». El oceanógrafo Jacques Yves Cousteau calcula
que el 40 por ciento de la vida marina mundial ha desaparecido en el presente
siglo. Las playas cercanas al puerto de Boston contienen una acumulación media
de petróleo de diez kilos por milla cuadrada, una cifra que se eleva a 793
kilos por milla en un área del cabo Cod.
El Centro
Científico de Mónaco informa: «En la costa mediterránea, prácticamente todas
las playas están manchadas por las refinerías de petróleo, así como el fondo
del mar, que sirve como reserva alimenticia para la fauna marina y que está
quedando esterilizado debido a los mismos factores».
Es un frío día
de primavera y aquí estoy, en Washington D.C. Allá abajo está el Capitolio y
también la Casa Blanca. No puedo ver el monumento a Washington, porque no lo
han terminado todavía y, desde luego, no hay ningún Lincoln Memorial porque el
Honorable Abe está vivo y se encuentra muy bien en la avenida Pennsylvania. Hoy
es viernes 14 de abril de 1865. Y aquí estoy. ¡Lejos!
—Disponemos del
poder para efectuar el cambio. Muy bien, ¿qué debemos cambiar? ¿Toda la fea
cuestión racial?
—Eso es
demasiado frío. Pero ¿qué hacemos al respecto?
—Bien, ¿qué tal
sería desenraizar toda la institución de la esclavitud retrocediendo al siglo
XVI y bloqueándola en sus inicios?
—No. Habría
demasiadas ramificaciones. Tendríamos que alterar la dinámica de todo el
impulso imperialista-colonial, y eso es un trabajo demasiado grande, incluso
para un puñado de dioses. Podemos ser omnipotentes, pero no infatigables. Si
bloqueamos ese impulso allí, no haría más que surgir en cualquier otro momento
a lo largo de la línea del tiempo; una fuerza tan poderosa no puede ser
sofocada inmediatamente.
—Lo que
necesitamos es un punto preciso para invertir todo el barullo racial. Hemos de
encontrar un acontecimiento individual, ubicado en un nexo crucial en la
historia de las relaciones entre negros y blancos en los Estados Unidos y que
no haya sucedido todavía. ¿Alguna sugerencia?
—Es claro,
Thomas. El asesinato de Lincoln.
—¡Estupendo!
Hacedlo pasar por la máquina; veamos cuáles serían las consecuencias.
Llevamos a cabo
las estimulaciones necesarias y veinte veces de cada veinte dan como resultado
una recomendación para que desasesinemos a Lincoln. Cualquier tonto con un
rifle puede cometer un asesinato, pero sólo nosotros podemos llevar a cabo un
desasesinato. Alors: Lincoln continúa
hasta completar su segundo mandato; el débil e ineficaz Andrew Johnson sigue
siendo vicepresidente, y la facción radical republicana del Congreso tiene
éxito en decretar su «humillación de los orgullosos traidores» de la política
del Sur. Bajo la guía uniforme de Lincoln, el Sur será reconstruido sanamente y
se le dará la bienvenida de regreso a la Unión; no se producirá ninguna era
vengativa de reconstrucción, y tampoco existirá la reacción, igualmente
vengativa, de un Jim Crow contra los aventureros políticos que condujeron a
todos los linchamientos y las leyes restrictivas, y quizá podamos impedir un
siglo de amargura racial. Quizás.
Ahí está el
Teatro Ford. Se está representando esta noche Nuestro primo americano. En estos momentos John Wilkes Booth se
encuentra alojado en algún hotel céntrico, supongo, engrasando su arma,
ensayando sus palabras. «¡Sic semper tyrannis!» es lo que gritará, y eliminará
para siempre al pobre y viejo Abe.
—Una entrada
para la obra de esta noche, por favor.
Mira a las
damas y caballeros elegantes que descienden de sus carruajes. Saben que el
presidente acudirá al teatro, y se han puesto sus más finas alhajas y vestidos.
Y… ¡sí! ¡Esa es la carroza de la Casa Blanca! ¿Es Mary Todd Lincoln esa dama de
aspecto tan imponente? Tiene que serlo. Y ahí está el presidente, extendiendo
el billete de cinco dólares: barba grisácea, hombros caídos, ojos cansados,
agotados, rostro arrugado. ¡Pobre viejo Abe! ¿Te estoy haciendo un gran favor
salvándote esta noche? ¿No quieres abandonar tu carga? Pero la historia te
necesita, hombre. Todos los niños y niñas negros te necesitan.
El presidente
saluda con un gesto de la mano; yo le devuelvo el saludo. Saludos desde el
siglo XX, Mr. Lincoln. ¡Estoy aquí para evitarle su martirio!
Se levanta el
telón. Abe sonríe en su palco. No puedo seguir la representación; palabras,
sólo palabras. El tiempo se arrastra: tic-tac, tic-tac, tic-tac. Finalmente,
las diez. Se está acercando el momento. Allí, ¿lo ves? Allí: el hombre de ojos
frenéticos con el arma de fuego. ¡Vaya! ¡Tiene el tamaño de un cañón! Se ha
levantado y se dirige hacia el presidente. ¿Por qué no se da cuenta nadie?
¿Acaso la obra es tan malditamente interesante que nadie…?
—¡Eh! ¡En, tú, John Wilkes Booth! ¡Mira aquí, hombre! ¡Mírame!
Todo el mundo
se vuelve cuando disparo. Booth también se gira, mientras yo elevo y extiendo
mi brazo y disparo sin necesidad de apuntar siquiera, simplemente girando el
arma como una extensión de mi brazo que señala, como me han enseñado a hacer
los ejercicios Zen. El sonido del disparo se extiende, llena el teatro con un buuum terrible que parece reverberar por
toda la sala, y Booth da un traspiés, con la sangre surgiendo de su pecho.
Ahora, finalmente, los guardaespaldas del presidente rompen su actitud helada y
se acercan corriendo. Lo siento, John. No hay nada personal en esto. La
historia está necesitada de algún cambio, eso es todo. Adiós, 1865. Adiós,
presidente Abe. Has conseguido una ampliación de tu mandato, gracias a mí. El
resto depende de ti.
Nuestra
libertad, nuestra liberación… sólo puede llegar a través de una transformación
de las estructuras y las relaciones sociales… Ningún grupo puede ser libre
mientras algún otro se halle sujeto. Queremos construir un mundo en el que la gente
pueda elegir su futuro, donde se pueda amar sin juegos de dependencia, donde no
se muera de hambre. Queremos crear un mundo donde los hombres y las mujeres
puedan relacionarse entre sí y con los niños, como seres iguales que lo
comparten todo. Debemos eliminar a los dobles opresores… el capitalismo
jerárquico y explotador, y sus mitos, que nos mantienen tan firmemente sujetos…
sexismo, racismo y otros males, creados por quienes gobiernan sólo para
mantenernos separados a todos.
—Alexander,
¿quieres a este hombre como fiel y legítimo esposo?
—Sí, quiero.
—George,
¿quieres a este hombre como fiel y legítimo esposo?
—Sí, quiero.
—Entonces,
George y Alexander, por el poder que me ha sido conferido por el Estado de
Nueva York, como ministro ordenado de la Primera Comunión Congregacional Gay
del Alto Manhattan, yo os declaro esposo y esposo, desposados ante Dios y ante
los ojos de los hombres, y os deseo que viváis felices en vuestro amor.
Se ha hecho
todo con la ayuda de un montón de instrumentos de ciencia ficción. No voy a
pedir disculpas por lo que se refiere a esa parte; las disculpas no son
necesarias. Si se necesitan artilugios para salir y librarse, pues se utilizan
esos artilugios; los superficiales no pasan a considerar en momento alguno cómo
lograste llegar adonde deseabas llegar, procedente desde donde estás. El
objetivo consiste en erradicar los bien conocidos males de nuestra sociedad; y
si tenemos que llegar a eso por medio de máquinas del tiempo, por bandas
mentales de amplificación del pensamiento, por rayos antiimpermeables, por
haces moleculares interpenetradores, por barras de levitación superheterodinas
y por medio de todo el resto de brillantes instrumentos de cómics, que sea así.
Son los resultados los que cuentan.
Tal y como
digo, tomen por ejemplo el día que le volé la mente al presidente. ¿Creen que
podría haberlo hecho sin disponer de todos esos artilugios? Escuchen: el simple
hecho de entrar en la Casa Blanca ya es todo un problema. No puede uno
prescindir de un mapa de toda confianza del interior de la Casa Blanca, de esa
parte que no se permite ver a los turistas; los mapas que existen son falsos y,
en realidad, están cambiando continuamente las habitaciones, de modo que los
agentes de espionaje y los asesinos no encuentren el camino que deben seguir.
Lo que hace un mes era un dormitorio, se ha convertido al mes siguiente en un
despacho y en una sala de conexiones al otro mes. Algunas habitaciones pueden
ser recogidas y cambiadas al mismo tiempo, y en un instante. Todo cambia frenéticamente.
Así es que instalamos nuestra pantalla ultrasónica de intercavitación en el
Parque Lafayette, y obtuvimos una representación holográfica digna de toda
confianza del interior del edificio. Esta información me permitió saber dónde
me encontraba, y qué camino debía seguir una vez allí.
Pero también
necesitaba encontrar al presidente con rapidez. Nuestro método consistió en
colocarle un diminuto emisor-receptor bip en su cuerpo. Y así lo hicimos,
cogiendo al jefe ensaladero de la Casa Blanca, envolviéndole en aromas
narcolépticos y programándole para que ocultara la diminuta pieza en el
interior de un tomate. El presidente se comió el tomate en la cena, y a partir
de este momento pudimos seguir sus pasos con facilidad. El modelo de
interferencia comunicado por el emisor-receptor también nos indicaba si había
alguien con él.
Asi es que
esperé a que estuviera solo una noche, en la Sala Malva, repasando su archivo
de fotografías autografiadas de estrellas de fútbol americano, y levité
entonces hacia un punto situado justo a treinta metros por encima de aquella
habitación, utilizando nuestro desintetizador de flujo de neutrinos para
eliminar el escudo de seguridad electrónica de la Casa Blanca. A continuación,
descendí directamente por medio del haz interpenetrador. Aterricé justo delante
de él.
Pueden creerme
una cosa: ni siquiera empezó a gritar. Se retiró un poco hacia atrás y quiso
mover una mano hacia un botón de alarma, pero yo le dije:
—Déjelo, señor
presidente. No va a sufrir usted ningún daño; sólo quiero hablar. ¿Puede
dedicarme cinco minutos? Hemos de mantener una pequeña charla —y le lancé el
rayo conceptutrón para relajarle y hacerle receptivo a mis deseos—. ¿De
acuerdo, jefe?
—Puedes hablar,
hijo —replicó—. Siento verdadera ansiedad por escuchar la voz del público y me
siento particularmente preocupado por ser responsable de las necesidades y
problemas de nuestra generación más joven, nuestra galante gente joven que…
—Con calma,
Dick. Muy bien, escucha esto. El país se está desmoronando, ¿de acuerdo? La
ecología se deteriora; las ciudades se desmoronan, los negros se levantan en
armas, la ultraderecha está almacenando napalm, los jóvenes están siendo
diezmados en una loca guerra extranjera tras otra, las prisiones no hacen más
que crear criminales en lugar de rehabilitarlos, los códigos sexuales
victorianos están transformando a millones de seres humanos potencialmente
hermosos en enfermos mentales, las leyes contra la droga no tienen ningún
sentido, las mujeres siguen realizando un papel de madre-chófer-cocinera-criada,
mientras que los hombres cumplen un papel de borrachos-huevudos-fulaneros, la
población sigue aumentando y llenando los limpios espacios abiertos, la
estructura económica es de naturaleza autodestructora, puesto que el capital y
la mano de obra actúan de acuerdo para atornillar al consumidor, y así
sucesivamente.
»Estoy seguro
de que conoce usted los problemas, puesto que es el presidente y lee un montón
de periódicos. Muy bien. ¿Cómo nos hemos metido en este embrollo? ¿Por
accidente? No. ¿A través de un mal karma? Realmente, no lo creo así. ¿A través
de fuerzas deterministas, de las que no podemos escapar? ¡Qué tontería! Nos
hemos metido en todo esto por estupidez, avaricia e inercia. Somos tan
avariciosos que ni siquiera nos damos cuenta de que nos estamos robando a
nosotros mismos. Pero todo eso se puede arreglar, Dick, ¡se puede arreglar! ¡Sólo tenemos que despertarnos! Y tú eres el
hombre que puede hacerlo.
»¿No quieres
pasar a la historia como el hombre que ayudó a este gran país a recuperarse a
sí mismo? Tú, y treinta congresistas con influencia, y cinco miembros de la
Corte Suprema podéis hacerlo. Todo lo que debéis hacer es empezar a reformar la
conciencia nacional a través de algunas directrices ejecutivas apoyadas por la
acción del Congreso. Vamos, hombre, empieza a trabajar y dile a tu mayoría
silenciosa que comience a adquirir forma. Proclama el reino del amor. Nada de
guerras, ¿me oyes? Ya es pasado mañana. Nada de un mayor crecimiento económico:
simplemente nos arreglaremos con lo que tenemos, y empezaremos a limpiar los
ríos, los lagos y los bosques. Nada de tener más niños para utilizarlos como
símbolos de status y pacificadores para las aburridas amas de casa; a partir de
ahora, la gente sólo tendrá niños por el placer de traer al mundo a seres
humanos sanos y nuevos, con un máximo de dos o tres por pareja. En cuanto a
mañana mismo, aboliremos todas las leyes que vayan en contra de la gente, de lo
que hace la gente sin causar daño alguno a otra gente. Y así sucesivamente. Proclamaremos
una nueva Carta de Derechos, garantizando a cada individuo el derecho a llevar
una vida plena y productiva, de acuerdo con su propio estilo. ¿Harás todo eso?
—Bueno…
—Déjame que te
aclare perfectamente una cosa —le dije—: vas
a hacerlo. Vas a decretar un final a todos los desperdicios que se están
produciendo en este país. ¿Y sabes cómo sé yo que lo vas a hacer? Porque tengo
en mi mano este pequeñito tubo de metal que emite vibraciones. Es una cosa
realmente fuerte; vibraciones que te van a poner la cabeza en su sitio en
cuanto apriete este botón. Así es que, preparado o no, allá voy… Uno, dos,
tres… zap.
—Muy bien
muchacho —dijo el presidente.
El resto, ya es
historia.
¡Oh! ¡Oh! ¡Oh!
¡Oh, Dios! ¡Si pudiera ser así de fácil! Uno, dos, tres, zap. Pero no funciona así. No poseo ninguna varita mágica. ¿Qué te
hizo pensar que la poseía? ¿Cómo fui capaz de engañarte y pasar a una
suspensión de incredulidad? Me dirijo a ti, lector, sentado ahí, sobre tu
trasero: ¿qué te crees que soy realmente? ¿Un hombre milagroso? ¿Alguna clase
de superser, procedente de la Galaxia Diez? Te voy a decir quién soy realmente:
yo, Thomas C…, soy un montón de símbolos sobre un trozo de papel. Sólo soy algo
abstracto atrapado en una simple ficción. Un «héroe» en una «historia».
Desamparado, incorpóreo, irreal. ¡IRREAL! Mientras que tú, ahí… tú tienes ojos,
pulmones, pies, brazos, un cerebro, una boca y todo eso. Tú puedes funcionar.
Tú puedes moverte. Tú puedes actuar. ¡Trabajar para la revolución! ¡Esforzarte
por el cambio! Tú estás actuando en el mundo real; ¡tú eres el único que puede
hacerlo, si es que alguien puede! Esfuérzate por avanzar hacia… ¡Eh!… ¿qué es
esto?… ¡Eh! Aparte sus sucias manos de encima… ¡Poder para el pueblo! ¡Abajo
los cerdos fascistas!… ¡Eh! ¡Suélteme!… ¡Socorro!… ¡SOCORRO!
NAVE-HERMANA,
ESTRELLA-HERMANA
Dieciséis
años-luz de la Tierra hoy, en el quinto mes del viaje, y el impulso silencioso
de la aceleración continúa aumentando la velocidad. Tres juegos de Go se están
desarrollando en el salón de la nave. El capitán del año permanece de pie a la
entrada del salón, observando casualmente a los jugadores: Roy y Sylvia, León y
Chiang, Heinz y Elliot. El Go está muy de moda en la nave desde hace varias
semanas. Los jugadores —por ahora se han sentido atraídos por la manía del
juego unos dieciocho a veinte miembros de la expedición— permanecen sentados
hora tras hora, contemplando las estrategias, inventando variaciones, cogiendo
las piedras negras o blancas entre los dedos índice y medio, dejando caer las
suaves piedras contra el tablero de madera, con ese característico y agudo
sonido que producen. El capitán del año no juega, aunque el Go llegó a
interesarle casi hasta la obsesión, hace ya mucho tiempo; nota que sus
responsabilidades son tan acuciantes que no le atrae ahora ninguna clase de
ejercicio en conquista territorial simulada. Sin embargo, viene aquí para
observar, quedándose cinco o diez minutos, dedicándose después a sus deberes.
El mejor de los
jugadores es Roy, el matemático, un hombre grande y pesado con un rostro suave
y dormilón. Está sentado con los ojos cerrados, esperando con tranquilidad a
que le llegue el turno para jugar.
—Me depuro a mí
mismo contra la necesidad de ganar —le dijo ayer al capitán del año, cuando
éste le preguntó en qué ocupaba su mente mientras esperaba.
Depurado o no,
Roy gana más de la mitad de los juegos en que participa, aun cuando concede a
la mayoría de sus contrincantes una ventaja de cuatro o cinco piedras.
A Sylvia sólo
le concede una ventaja de dos. Ella es una mujer delicada, delgada y tímida; es
genetista y juega bien, aunque con lentitud. Hace ahora su movimiento. Al
escuchar el sonido, Roy abre los ojos. Estudia el tablero, señala y dice:
—Atari.
Es la forma
convencional de llamar la atención al contrincante sobre el hecho de que su
movimiento le va a permitir capturar varias de sus piedras. Sylvia sonríe
ligeramente y retrasa su movimiento. Un momento después, vuelve a mover. Roy
asiente con un gesto y recoge una piedra blanca, que sostiene en la mano durante
casi un minuto antes de colocarla en el tablero.
Al capitán del
año le gustaría hablar con Sylvia sobre uno de sus experimentos, pero comprende
que estará ocupada con el juego durante una hora o más. La conversación puede
esperar. En la nave nadie tiene prisa. Disponen de mucho tiempo para todo: toda
una vida, quizá, si no pueden encontrar ningún planeta habitable. El universo
es suyo. Examina el tablero y trata de anticipar cuál será el siguiente
movimiento de Sylvia.
Tras él suenan
unos pasos suaves; el capitán del año se vuelve. Noelle, la comunicadora de la
nave, se aproxima al salón. Es una joven delgada y ciega de largo pelo negro, y
habitualmente camina por los pasillos sin ayuda alguna: sin sensores, sin
utilizar siquiera un bastón. Ocasionalmente tropieza, pero su equilibrio suele
ser excelente, y su sentido de la situación de los obstáculos es
extraordinario. Quizá para la ciega sea una especie de arrogancia el evitar
toda clase de ayuda; pero también es una especie de poesía desesperada.
—Buenos días,
capitán del año —saluda, al acercarse.
Noelle es
infalible cuando se trata de hacer tales identificaciones. Ella afirma ser
capaz de distinguir a los miembros de la expedición por pequeñísimos sonidos
característicos que hace cada uno de ellos: la forma de respirar, las toses, el
roce de las ropas. Entre los otros reina un cierto escepticismo al respecto.
Muchos de quienes viajan a bordo de la nave creen que Noelle lee sus mentes.
Ella no niega que posea el poder de la telepatía, pero insiste en afirmar que
la única mente a la que tiene acceso directo es la de su hermana gemela Yvonne,
que se ha quedado en la Tierra.
Se vuelve hacia
ella y los ojos de ambos se encuentran; es un acto automático, una costumbre.
Los de ella, oscuros y límpidos, miran con una fijeza desconcertante a través
de la frente de él.
—Tendré un
informe para que lo transmitas dentro de un par de horas —le dice él.
—Estoy
dispuesta en cualquier momento —dice, sonriendo débilmente; a continuación
escucha un momento el sonido de las piedras del Go y añade—: ¿Se están jugando
tres juegos?
—Sí.
—Qué extraño
que el juego no haya empezado a perder ya la afición que le tienen.
—Su atracción
es poderosa —dice el capitán del año.
—Tiene que
serlo. ¡Qué bonito es poder entregarse de ese modo a un juego!
—Lo dudo. El
jugar al Go consume una gran cantidad de tiempo valioso.
—¿Tiempo?
—Noelle se echó a reír—. ¿Qué podemos hacer con el tiempo, excepto consumirlo?
—tras una pausa, pregunta—: ¿Es un juego difícil?
—Las reglas son
bastante simples. La aplicación de esas reglas ya es una cuestión totalmente
aparte. Creo que es un juego más profundo y sutil que el ajedrez.
Los ojos de
ella recorren su rostro y de repente se detienen en los suyos.
—¿Cuánto tiempo
tardaría yo en aprender a jugar?
—¿Tú?
—¿Y por qué no?
También necesito algo de distracción, capitán del año.
—El tablero
tiene cientos de intersecciones. Se pueden hacer movimientos en cualesquiera de
ellas. Los modelos que se forman son complejos y están cambiando
constantemente. Para alguien que no puede ver…
—Mi memoria es
excelente —dijo Noelle—. Puedo visualizar el tablero y hacer las correcciones
necesarias a medida que avance el juego. Sólo necesitas decirme dónde colocas
tus piedras. Y, supongo, también deberías guiar mi mano cuando hiciera mis
movimientos.
—Dudo que eso
funcione, Noelle.
—De todos
modos, ¿me enseñarás?
La nave es lisa
y brillante, ahusada, elegante: una bala de plata cruzando el universo como un
rayo, a una velocidad que en estos momentos excede ya el millón de kilómetros
por segundo… Bueno, no. De hecho, la nave no es una bala, sino algo bastante
rechoncho y solemne, tan desgarbado como cualquier vehículo espacial ordinario,
dotada de una elaborada superestructura de brazos extensores, antenas,
botalones de observación y otros artilugios externos. Pero, debido a su
increíble velocidad, el capitán del año insiste en pensar en ella como algo
liso y brillante, ahusado y elegante. Le lleva sin fricción alguna a través de
la vasta capa gris y vacía del no-espacio, a una velocidad superior a la de la
luz. Él sabe cómo es, pero se siente incapaz de eliminar de su mente esa imagen
aerodinámica.
La expedición
ya se encuentra a dieciséis años luz de la Tierra. Eso es algo que no le
resulta fácil comprender. Percibe la fuerza, pero no el verdadero significado.
Se puede decir a sí mismo: «ya estamos a dieciséis kilómetros de casa»; eso lo
puede comprender. «Ya estamos a mil seiscientos kilómetros de casa»… sí, eso
también puede comprenderlo. ¿Qué pasaría con «ya estamos a dieciséis millones
de kilómetros de casa»? Eso ya le exige un esfuerzo a su capacidad de
comprensión —un abismo, un abismo, un terrible, vacío y negro abismo—, pero
cree poder llegar a comprender incluso una distancia tan grande. Pero…
¿dieciséis años luz? ¿Cómo puede explicárselo a sí mismo?
Brillantes
estrellas flanquean el tubo de no-espacio a través del cual viaja ahora la
nave, y él sabe que su barba, salpicada de canas, se habrá hecho completamente
blanca antes de que la luz de esas estrellas brille en el cielo nocturno de la
Tierra. Sólo han transcurrido unos pocos meses desde la partida de la
expedición. Qué milagroso es, piensa, haber llegado tan lejos y de un modo tan
rápido.
Aún así, existe
un milagro todavía mayor. Le pedirá a Noelle que transmita un mensaje a la
Tierra una hora después de comer, y sabe que obtendrá acuse de recibo del
Control Central situado en Brasil antes de la cena. Para él, eso parece un
milagro aún mayor.
Su cabina está
limpia y es austera, con pocos muebles; no hay pinturas, ni esculturas de luz,
nada que halague al sentido de la vista; sólo unas pequeñas estatuillas de
bronce, un suave bloque ovalado de piedra verde, y algunos objetos
evidentemente elegidos por sus ricas texturas: una banda de trozos de tejido
extendidos a través de un marco, un análisis pétreo de galopín marino, una
colección de fragmentos bastos de piedra arenisca. Todo está meticulosamente
dispuesto. ¿Le ayuda alguien a mantener en orden el lugar?
Ella se mueve
con serenidad de un lado a otro de la pequeña habitación, no corriendo nunca
peligro de tropezar con nada; la confianza que tiene en sus movimientos
acobarda al capitán del año, que permanece pacientemente sentado, en espera de
que ella haga lo mismo. Noelle está pálida, aunque muy elegante, con su pelo oscuro
peinado apretadamente hacia atrás a partir de la frente y sujetado con un
complicado broche de marfil. Sus labios son abultados y la nariz redondeada.
Lleva puesto un suave vestido ondulante. Su cuerpo resulta atractivo; la ha
visto en los baños y conoce sus pechos, erguidos y llenos, la amplia curva de
sus caderas, su piel cremosa y perfecta. Por lo que ha oído decir hasta ahora,
no ha tenido ninguna relación amorosa a bordo. ¿Será porque es ciega?
Quizá tienda
uno a no pensar en una ciega como una compañera sexual en potencia. ¿Por qué
debe ser así? Quizá porque dude uno de aprovecharse de una ciega en una
relación sexual, se sugiere a sí mismo, e inmediatamente se contiene,
asombrado, preguntándose por qué razón ha tenido que pensar en una relación sexual
en la que se aproveche uno de
alguien. Bueno, entonces quizás sea porque la compasión para con su ceguera se
interpone en las sensaciones eróticas; la lástima se convierte con facilidad en
protectora y mata el deseo. Rechaza esa teoría: es poco sincera, nada
plausible. ¿Podría ser que la gente temiera aproximarse a ella, sospechando que
es capaz de leer los pensamientos más íntimos? Ella ha negado repetidamente
cualquier capacidad para penetrar las mentes de otras personas, excepto la de
su hermana. Además, si uno no tiene nada que ocultar, ¿por qué dejarse derrotar
por su telepatía?
No, tiene que
ser algo más, y ahora que lo piensa, ha logrado aislarlo: Noelle es tan
independiente, tan serena, se halla tan envuelta en su ceguera, en su poder
mental y en su insondable comunicación con su distante hermana, que nadie se
atreve a romper las barricadas cristalinas que protegen su yo interno. Nadie se
ha aproximado a ella, porque parece inabordable; su extraña perfección anímica
la aisla, manteniendo a los demás a esa distancia a que la extraordinaria
belleza física puede mantener a veces a los demás. No despierta deseo porque no
parece ser humana. Ella brilla. Es como una máquina impecable, como una parte
integral de la nave.
Él despliega el
texto del informe de hoy a la Tierra.
—No es que haya
nada nuevo que decirles —comenta—, pero supongo que, de todos modos, tenemos
que cumplir con el comunicado diario.
—Sería cruel si
no lo hiciéramos. Significamos mucho para ellos.
—Lo dudo.
—¡Oh, sí!
Yvonne dice que toman los mensajes de ella en cuanto llegan, y los transmiten
por todos los canales disponibles. Las palabras que les llegan de nosotros son
terriblemente importantes para ellos.
—Como una
diversión, nada más. Algo así como la última novedad: «Intrépidos exploradores
aventurándose por las zonas no exploradas del no-espacio interestelar»…
Su voz suena
dura incluso para él, y su forma de hablar es ronca. Las palabras le sorprenden
a él mismo; no sabía que fuera capaz de sentir de este modo con respecto a la
Tierra. Sin embargo, continúa:
—Eso es todo lo
que representamos: novedad, aventura experimentada por otros, un momento de
entretenimiento.
—¿Lo dices en
serio? ¡Suena tan terriblemente cínico!
—Dentro de
otros seis meses —dice, encogiéndose de hombros—, se sentirán completamente
aburridos de nosotros y de nuestras comunicaciones. Quizás incluso antes.
Dentro de un año se habrán olvidado de nosotros.
—No te concibo
como un hombre cínico —observa ella—. Y, sin embargo, a menudo dices esas…
—titubea—… esas cosas tan…
—¿Tan francas?
Supongo que soy un realista. ¿Significa eso lo mismo que ser cínico?
—No trates de
etiquetarte a ti mismo, capitán del año.
—Sólo trato de
considerar las cosas de un modo realista.
—No sabes qué
es lo real. No sabes lo que eres, capitán.
De repente, la
conversación parece haber perdido el control: demasiado densa, demasiado
íntima. Ella nunca había hablado así antes. Es como si hubiera una malsana
electricidad en el aire, un campo algo malhumorado que distorsionara sus
personalidades normales, convirtiéndoles en sujetos antinaturalmente tensos y
agresivos. Él siente pánico: si perturba el delicado equilibrio de conciencia
de Noelle, ¿seguirá siendo capaz de establecer contacto con la lejana Yvonne?
Pero no puede dejar de defenderse.
—¿Sabes
entonces lo que soy yo?
—Eres un hombre
en busca de sí mismo —le dice ella—. Ésa es la razón por la que te presentaste
voluntario para llegar hasta aquí.
—¿Y por qué te
presentaste tú voluntaria, Noelle? —pregunta, sin poderlo evitar.
Ella deja que
los párpados se cierren lentamente sobre sus ojos invidentes, y no ofrece
ninguna respuesta. Y él trata de salvar las cosas un poco diciendo, algo más
tranquilamente, en medio del tenso silencio de ella:
—No te enojes.
No era mi intención molestarte. ¿Transmitimos el informe?
—Espera.
—Muy bien.
Noelle parecía
estar concentrándose. Al cabo de un momento dijo, con un tono menos cortante:
—¿Cómo crees
que nos ven a nosotros, allá en casa? ¿Como seres humanos ordinarios que hacen
un trabajo insólito, o como criaturas sobrehumanas comprometidas en un viaje
épico?
—En estos
momentos, como criaturas sobrehumanas en un viaje épico.
—Y más tarde,
¿seremos más ordinarios ante sus ojos?
—Más tarde, nos
convertiremos en nada para ellos. Nos olvidarán.
—¡Qué triste!
—el tono de Noelle muestra una graciosa nota de ironía; puede que se esté
riendo de él—. ¿Y tú, capitán del año? ¿Te imaginas a ti mismo como un ser
ordinario o sobrehumano?
—Algo
intermedio. Algo bastante más que ordinario, pero sin llegar a un semidiós.
—Yo me considero
a mí misma como una persona bastante ordinaria, exceptuando dos aspectos —dice,
con dulzura.
—Uno de ellos
es tu comunicación telepática con tu hermana, y el otro… —duda, sintiéndose
misteriosamente incómodo al tener que nombrarlo—. El otro es tu ceguera.
—Desde luego
—confirma ella, sonriente, radiante—. ¿Transmitimos el informe ahora?
—¿Has
establecido contacto con Yvonne?
—Sí. Está
esperando.
—Muy bien,
entonces —mirando sus notas empieza a leer lentamente—: Dia de navegación 117.
Velocidad… Situación aparente…
Ella se echa a
dormir un rato después de cada transmisión. Eso la agota; estaba empezando a
desvanecerse incluso antes de que él llegara al final del mensaje de hoy.
Ahora, al salir al pasillo, sabe que se habrá quedado dormida antes de que
cierre la puerta. Se marcha con el ceño fruncido, preocupado por la extraña
tensión surgida entre ellos, así como por su misterioso ataque de «realismo».
¿Con qué
derecho dice él que la Tierra se irá aburriendo de los viajeros? Durante todos
los años de preparación de este primer viaje interestelar no descendió nunca el
interés del público; de hecho, ese mismo interés estimuló a los propios
viajeros cuando sus interminables rutinas de entrenamiento, en ocasiones,
amenazaban con aburrirles a ellos.
Los mensajes de la Tierra, transmitidos por Yvonne a Noelle, vibraban de
ansiosas preguntas; la curiosidad demostrada por el mundo hogar ha sido
abrumadora desde el principio: ¡Cuéntanos! ¡Cuéntanos! ¡Cuéntanos!
Pero, en
realidad, hay tan pocas cosas que contar… a excepción de esa zona tan
trascendental, en la que sí que hay mucho. ¿Y cómo se podría contar algo de
eso?
¿Cómo puede esto…?
Se detiene ante
el ventanal visor del pasillo de tránsito central. Es rectangular, de doce
metros de longitud, y permite un acceso directo al ambiente externo. La
vaciedad gris perla del no-espacio, denso y omnipresente, se aprieta con fuerza
contra la piel de la nave. Durante el período de entrenamiento, se había
advertido a los miembros de la expedición que no contaran con vistas exteriores
mientras cruzaban la galaxia; se verían lanzados a través de un vacío de
longitud infinita, un tubo libre de toda materia, y no habría ninguna vista con
la que entretenerse: ni remotas nebulosas de fondo, ni parpadeantes estrellas,
ni raudos meteoros, ni siquiera un par de átomos en colisión produciendo el más
mínimo chispazo momentáneo; sólo una uniformidad eterna, como una pared negra.
Se les habían enseñado métodos para enfrentarse con esto: volverse hacia
adentro, no esperar encanto alguno del universo situado más allá de la propia
nave, convertir la nave en su universo. Y, sin embargo, ¡qué equivocadas habían
sido aquellas advertencias!
El no-espacio
no era una pared, sino más bien una ventana. Para quienes permanecían en la
Tierra resultaba imposible comprender las revelaciones existentes en aquella
aparente vaciedad. El capitán, con la cabeza palpitándole a causa de su
encuentro con Noelle, se siente ahora en su más profundo placer. Un vistazo por
el ventanal visor revela el lugar donde lo inmanente se convierte en
trascendente: ve una vez más las infinitas ondas de energía reverberante que
cruzan lo grisáceo. Lo que hay más allá de la nave no es ni una pared negra, ni
un tubo vacío: es una asombrosa profusión de campos energéticos interrelacionados
que lo unen todo con todo; es música que también es luz, es luz que también es
música, y los que se encuentran a bordo de la nave son partículas sensibles
completamente inmersas en esa vasta reverberación que lo abarca todo, en esa
canción radiante de satisfacción que es el universo. Los viajeros se desplazan
alegremente hacia el centro de todas las cosas, entregándose con alegría al
cuidado de las fuerzas cósmicas que sobrepasan con mucho el control y la
comprensión humanas.
Aprieta las
manos contra el frío cristal, acerca la cara a él. ¿Qué veo, qué siento, qué
estoy experimentando? En cada
ocasión, es una revelación instantánea. Es casi, casi… la búsqueda de la
unidad. Las barreras permanecen, y a pesar de todo es consciente de un sentido
alterado del espacio y del tiempo, de un conocimiento de ese algo impresionante
que se oculta en los vacíos, entre los rayos del cosmos, algo majestuoso y
poderoso; pero sabe que ese algo forma parte de sí mismo, y que él es parte de
ello. Cuando permanece ante el ventanal visor, ansía abrir la gran escotilla de
la nave y lanzarse hacia lo eterno. Pero todavía no, todavía no. Sigue habiendo
barreras. El viaje no ha hecho más que empezar. Cada día que pasa se acercan
más hacia aquello que buscan, pero el viaje no ha hecho más que empezar.
¿Cómo podríamos
transmitir algo de esto a quienes han quedado atrás? ¿Cómo les podríamos hacer
comprender? No con palabras. Nunca podría ser con palabras. Que vengan ellos
aquí y lo vean por sí mismos…
Sonríe.
Tiembla, y nota un ligero estremecimiento de delicia. Se aparta del ventanal
visor, agotado, extático.
Noelle tiene
sueños inquietos. Se encuentra a bordo de un velero, una arcaica nave de tres
mástiles que se debate en un mar de hielo. Los aparejos centellean con
violentos carámbanos, que de vez en cuando libera el cruel ventarrón,
estrellándolos contra el puente con tintineo de cristal. El puente tiene una
dura, resbaladiza y brillante capa de hielo, y cualquier paso es traicionero.
Grandes icebergs erosionados empujan furiosamente en el agua gris, elevándose,
golpeando las olas con fuerza, hundiéndose. Si uno de esos icebergs chocara
contra el casco, la nave se hundirá. Hasta el momento han tenido suerte al
respecto, pero ahora se cierne sobre ellos una amenaza más sutil: el mar se
está helando. Se congela, se coagula, se convierte en un fluido viscoso,
agitándose perezosamente. Anchas placas brillantes se mueven sobre las olas;
flotan nuevos trozos de hielo, chocando, rechinando, agitándose; los témpanos
parecen haberse declarado la guerra, destruyéndose los bordes unos a otros;
pero algunos parecen haber establecido tratados, uniéndose para formar un solo
escudo implacable.
Cuando el mar
se hiele por completo, la nave será triturada. Y ahora se está helando; el
barco apenas puede avanzar. Las velas se hinchan inútilmente, tensando sus
lonas. El viento hace sonar su música; las cuerdas y las telas se expanden y
cantan. El casco cruje como un anciano; el apretón del hielo es fuerte. El
maderamen está cediendo. El fin está cerca. Todos perecerán. Todos ellos
perecerán. Noelle sale de su cabina, sube arriba, observa la barandilla, las
sacudidas, reza y se pregunta cuándo atravesará el puño del viento las rígidas
lonas heladas de las velas. Nada puede salvarles.
Pero… ¡ahora!
¡Sí, sí! ¡Un resplandor por encima de su cabeza! Es Yvonne… ¡Yvonne! Ella
acude. Permanece suspendida como una diosa en el cielo negro moteado de
estrellas; una suave luz dorada irradia de ella. Está sonriendo, y su sonrisa
derrite el hielo del mar. El hielo cede. El aire se suaviza. La nave se libera.
Y sigue navegando, sin impedimento alguno, hacia los perfumados trópicos.
A últimas horas
de la tarde, Noelle penetra silenciosa como un fantasma en la sala de control,
donde está trabajando el capitán. Parece tan agotada que casi es translúcida;
tiene un aspecto insólitamente vulnerable, como si hasta un sonido fuerte
pudiera conmocionarla. Trae consigo la respuesta de la Tierra al capitán, a su
mensaje de esta mañana. El capitán coge el pequeño y claro cubo de información
en que ella ha registrado su última conversación con su hermana. A medida que
Yvonne habla en su mente, Noelle repite el mensaje en alta voz, grabándolo en
un disco sensor que es captado a continuación en el cubo.
Él se pregunta
por qué parece tan agotada.
—¿Algo anda
mal?
Ella le dice
que ha tenido algunas dificultades para recibir el mensaje; la señal de la
Tierra le ha llegado extrañamente borrosa. Y se siente perturbada por eso.
—Era algo así
como estática —dice.
—¿Estática
mental?
Se siente
aturdida. El tono de Yvonne siempre ha sido puro, cristalino, sin la menor
perturbación. Noelle nunca ha pasado antes por una experiencia como ésta.
—Quizá te
sentías cansada —sugiere él—. O quizá lo estaba ella.
Introduce el
cubo en la ranura, y la voz de Noelle surge por los altavoces. El sonido de su
voz es poco familiar, forzado e incómodo; con frecuencia balbucea las palabras
y a menudo pide a Yvonne que repita. En cuanto al mensaje ―lo que puede
comprender de él―, es el cariñoso material de siempre: noticias
preseleccionadas del mundo hogar. Política, deportes, el tiempo planetario,
comentarios sobre las artes y las ciencias, saludos especiales para tres o
cuatro miembros de la expedición, expresiones de buenos deseos generales… Todo
es claro, superficial, amable.
La estática le
molesta. ¿Qué sucedería si fallara alguna vez la comunicación telepática? ¿Qué
ocurriría si, de pronto, perdieran el contacto con la Tierra? Se pregunta a sí
mismo por qué debería preocuparle tanto eso. La nave es autosuficiente; no
necesita guía alguna de la Tierra para funcionar adecuadamente, ni los viajeros
necesitan tampoco disponer de información diaria sobre lo que acontece en el
planeta madre. Entonces, ¿por qué precuparse si se produce el silencio? ¿Por
qué no aceptar el hecho de que ya no están unidos a la Tierra de ningún modo,
de que se han convertido virtualmente en una nueva especie mientras viajan
hacia las estrellas, a una velocidad superior a la de la luz?
No. Se
preocupa. La unión importa. Llega a la conclusión de que tiene algo que ver con
lo que están experimentando en relación con el intenso gris del exterior, con
ese intercambio de energías, con esa creciente sensación de conexión universal.
Están haciendo descubrimientos a cada día que transcurre. No son astronómicos,
sino… bueno, espirituales… y el capitán piensa que sería una verdadera lástima
que nada de esto pudiera ser comunicado a los que han quedado detrás. Tenemos
que mantener abierto el contacto.
—Quizá
deberíamos permitir que tú e Yvonne descansarais unos días —dice.
Me miran como si fuera una especie de monja, porque
soy ciega y especial. Odio eso, pero no puedo hacer nada para cambiarlo. Soy lo
que ellos creen que soy. Permanezco despierta, imaginando que los hombres tocan
mi cuerpo, que el capitán se tiende sobre mí. Veo su rostro con claridad, con
la piel enrojecida y sudorosa, con
los ojos brillantes. Me acaricia los senos. Aprieta sus labios contra los míos.
De repente, terriblemente, me abraza y yo grito. ¿Por qué grito?
—Me has
prometido enseñarme a jugar —dice ella, poniendo mala cara.
Están en la
sala de la nave. Se desarrollan cuatro juegos: Elliot y Sylvia, Roy y Paco,
David y Heinz, Mike y Bruce. Aquella ligera mala cara le fascina: un gesto tan
de niña pequeña, tan encantador, tan humano. Parece encontrarse hoy mucho
mejor, aún cuando hubo problemas de nuevo con la transmisión, con Yvonne
quejándose de que el informe de la mañana le habia llegado confusa y
ruidosamente. Noelle ha llegado a la conclusión de que el ruido se debe a
alguna especie de fenómeno local, algo así como un efecto de manchas solares, y
que se desvanecerá en cuanto se hayan alejado lo suficiente de este sector del
no-espacio. Él no se siente tan seguro al respecto, pero probablemente ella
comprende esas cosas mucho mejor.
—Enséñame,
capitán —insiste—. De veras que quiero aprender a jugar. Ten fe en mí.
—Está bien
—admite él; después de todo, quizás el juego sea relajante para Noelle, como
una distracción pasajera—. Éste es el tablero. Tiene diecinueve lineas
horizontales y diecinueve líneas verticales. Las piedras se juegan en las
intersecciones de estas líneas, no en los cuadrados que forman.
Le toma la mano
y, con la punta de los dedos de Noelle, va trazando el modelo de las líneas que
se cruzan. Han sido impresas con una tinta espesa, fácilmente discernibles de
la plana uniformidad del tablero.
—A estos nueve
puntos se les llama salidas —le dice—. Sirven como puntos de orientación —y
hace que las puntas de los dedos de ella toquen las nueve estrellas—. Numeramos
las líneas en esta dirección, del uno al diecinueve, y a las otras líneas, en
esta otra dirección, les damos letras, de la A a la T, dejando fuera la I. De
este modo podemos identificar las posiciones en el tablero. Ésta es la B10,
ésta la D18, ésta la J4, ¿me sigues?
El capitán
siente desesperación. ¿Cómo podrá ella memorizar todo el tablero? Pero ella no
parece tener el menor problema mientras recorre con su mano a lo largo de los
bordes del tablero, murmurando:
—A, B, C, D…
El curso de los
otros juegos se ha detenido. Todos los presentes en la sala les están
observando. El guía su mano hacia las dos filas de piedras, la blanca y la
negra, y le muestra la forma tradicional de coger una piedra entre dos dedos y
dejarla caer contra el tablero.
—Los jugadores
más fuertes utilizan las piedras blancas —le dice—. Las negras siempre mueven
primero. Los jugadores juegan alternativamente la colocación de las piedras,
una en cada ocasión, situándola en una intersección no ocupada. Una vez que se
ha colocado una piedra ya no se puede mover, a menos que sea capturada, en cuyo
caso es apartada inmediatamente del tablero.
—¿Y cuál es el
propósito del juego? —pregunta ella.
—Controlar la
zona más amplia posible con el menor número posible de piedras. Se construyen
muros. La media se obtiene contando el número de intersecciones vacías situadas
dentro de los muros propios, más el número de prisioneros que has cogido.
Metódicamente,
le va explicando la técnica del juego: la colocación de las piedras, la
valoración del tamaño del territorio ocupado, el apresamiento de las piedras
del adversario. Lo ilustra imaginando situaciones ficticias sobre el tablero,
nombrando en voz alta la situación de cada piedra a medida que las coloca:
—Negras tienen
P12, Q12, R12, S12, T12 y también P11, P10, P9, Q8, R8, S8, T8. Las blancas
tienen…
De algún modo,
ella va visualizando las posiciones; repite el modelo que forman las piedras
sobre el tablero, y hace preguntas que demuestran que ve el tablero con toda
claridad en su mente. Al cabo de veinte minutos ya ha comprendido las
estratagemas básicas. En varias ocasiones, al describirle maniobras, él le ha
dado una coordenada errónea —después de todo, el tablero no está marcado con
números y letras, y de vez en cuando se equivoca—, pero en cada ocasión ella le
corrige con suavidad, diciendo: «¿N13? ¿No querrás decir N12?»
—Creo —dice
ella finalmente— que ahora ya lo puedo seguir todo. ¿Te gustaría jugar una
partida?
Considera tu
situación cuidadosamente. Tienes veinte años, eres mujer y ciega. No te has casado
nunca, ni has formado nunca una pareja básica. Tu único contacto realmente
humano lo has mantenido con tu hermana gemela, que es como tú: soltera y ciega.
Su mente está totalmente abierta a la tuya. La tuya es de ella. Tú y ella sois
dos mitades de una misma alma, inexplicablemente personificada en cuerpos
separados. Con ella ―y sólo con ella― te sientes completa. Te han
pedido que formes parte de un viaje hacia las estrellas sin ella, un viaje que estás segura te apartará de ella para
siempre. Te han dicho que si abandonas la Tierra a bordo de esa nave espacial,
no hay posibilidades de que vuelvas a ver de nuevo a tu hermana. También te han
dicho que tu presencia es importante para el éxito del viaje, porque sin tu
ayuda se necesitarían décadas, e incluso siglos, para que las noticias de la
nave espacial llegaran a la Tierra, mientras que si tú estás a bordo sería
posible mantener una comunicación instantánea a través de cualquier distancia.
¿Qué debes hacer? Piénsalo. Considéralo.
Y lo
consideras. Y te presentas voluntaria para ir, desde luego. Se te necesita;
¿cómo podrías negarte? En cuanto a tu hermana, evidentemente perderás toda
oportunidad de tocarla, de estrecharla entre tus brazos, de obtener un consuelo
directo de su presencia. Pero, por lo demás, no pierdes nada. ¿No volver a
«verla» nunca más? No. Tú puedes «verla», incluso desde una distancia de un
millón de años luz, del mismo modo que la puedes ver desde la habitación
contigua. De eso no puede haber la menor duda.
La transmisión
de la mañana. Noelle, sentada de espaldas al capitán, escucha lo que él lee y
lo transmite a través de un abismo de más de dieciséis años luz.
—Espera —dice
ella—. Yvonne me pide que repita. Desde «metabólico».
El capitán se
detiene. Retrocede y lee de nuevo:
—Los
equilibrios metabólicos permanecen normales, aunque, como ya se ha informado
antes, algunos de los miembros de mayor edad de la expedición han empezado a
mostrar deficiencias de manganeso y potasio. Estamos dando los pasos
correctores necesarios, y…
Noelle le
detiene con un gesto brusco. Él espera, mientras ella se inclina hacia
adelante, con la frente contra la mesa y las manos fuertemente apretadas contra
las sienes.
—Otra vez la
estática —dice Noelle—. Y hoy es peor.
—¿Estás
consiguiendo pasar?
—Si, estoy
consiguiendo pasar; pero tengo que empujar, empujar, empujar. Y aún así, Yvonne
me pide que repita. No sé lo que está sucediendo, capitán.
—La distancia…
—No.
—Mejor que
dieciséis años luz…
—¡No! —vuelve a
negar ella—. Ya hemos demostrado que los efectos de la distancia no son un
factor. Si no se produce el menor debilitamiento de la señal después de un
millón de kilómetros, de un año luz, de diez años luz, si con esas distancias
no se ha notado ningún descenso perceptible en la claridad y exactitud…, entonces
no debería producirse una repentina disminución de calidad a los dieciséis años
luz. ¿Acaso no crees que ya hemos pensado en esto?
—Noelle…
—La atenuación
de la señal es una cosa, y la interferencia otra. Una curva de atenuación es un
declive gradual, pero Yvonne y yo hemos mantenido un contacto perfecto desde el
día en que abandonamos la Tierra, hasta hace sólo unos pocos días. Y ahora… No,
capitán, ¡no puede ser atenuación! Tiene que tratarse de alguna clase de
interferencia. Algún efecto local.
—Sí, como las
manchas solares, lo sé. Pero…
—Empecemos de
nuevo. Yvonne está pidiendo la señal. Continúa a partir de manganeso y potasio.
—…manganeso y
potasio. Estamos dando los pasos correctores necesarios y…
El jugar al Go
parece aliviar la tensión de Noelle. Hacía años que él no jugaba, y al
principio se muestra un poco tosco; pero al cabo de pocos minutos recupera las
antiguas asociaciones y se encuentra disponiendo cadenas de piedras con
habilidad. Aunque espera que el juego de Noelle sea pobre, por lógicas
dificultades al recordar los modelos del tablero después de los primeros
movimientos, ella demuestra no tener la menor dificultad en mantener todo el
despliegue de piezas en su mente. Sólo en un aspecto se ha sobreestimado: a
pesar de toda la precisión de su coordinación, es incapaz de colocar las
piedras con exactitud, tendiendo a perturbar las piedras ya situadas sobre el
tablero cuando hace sus movimientos. Al cabo de un rato Noelle admite su
fracaso en este sentido, y a partir de entonces pronuncia en voz alta las
jugadas que desea hacer: MI7, Q6, P6, R4, C11; él le coloca las piedras en el
lugar correspondiente.
Al principio el
capitán juega sin la menor agresividad, suponiendo que, como novata que es,
ella jugará un poco tanteando y con debilidad; pero no tarda en darse cuenta de
que Noelle está extendiendo y protegiendo hábilmente su territorio, al mismo
tiempo que lanza un ataque en profundidad contra el suyo. Entonces empieza a
buscar estrategias más atrevidas. Juegan durante dos horas, y él termina por
ganar con una diferencia de dieciséis puntos: un margen bastante cómodo, pero
nada de lo que poder fanfarronear, considerando que fue un jugador experto y
adicto y que ella es la primera vez que juega.
Los otros se
muestran escépticos en cuanto a la habilidad instantánea de Noelle.
—Claro que
juega bien —murmura Heinz—. Está leyendo tu mente, ¿no? Puede ver el tablero a
través de tus ojos y sabe lo que estás planeando.
—La única mente
que le está abierta es la de su hermana —replica el capitán con vehemencia.
—¿Cómo puedes
estar seguro de que dice la verdad?
—Juega tú mismo
con ella —dice el capitán, frunciendo el ceño—. Ya verás si se trata de
habilidad o de lectura de mente.
Heinz, con
aspecto malhumorado, asiente. Esa misma noche desafia a Noelle; más tarde,
acude a ver al capitán, avergonzado.
—Juega muy
bien. Casi me derrota, y lo hizo honradamente.
El capitán
juega una segunda partida con ella. Noelle permanece sentada, casi inmóvil, con
los ojos cerrados, los labios apretados, pronunciando las coordenadas de sus
movimientos con un tono monótono y tranquilo, como si se tratara de una especie
de mecanismo jugador. Raras veces tarda mucho tiempo en decidir sus
movimientos, y no comete equivocaciones que tenga que corregir después. Su
capacidad para imaginar modelos de juego ha aumentado de modo asombroso; en
esta ocasión, casi le arroja del centro del tablero, pero él recupera la
iniciativa y se las arregla para lograr una estrecha victoria. Más tarde,
Noelle vuelve a perder con Heinz, aunque despliega una creciente capacidad, y
por la noche ya consigue derrotar a Chiang, que es un jugador respetado.
Finalmente, se
convierte en la jugadora invencible. Participa en dos o tres partidas al día y
vence sobre Heinz, Sylvia, el capitán y León; el Go se ha convertido en algo
inmenso para ella, en algo mucho más importante que un simple juego, que una
simple prueba de fortaleza; enfoca su energía en el tablero con tal intensidad,
que su juego se aproxima al nivel de una disciplina religiosa, de una especie
de meditación. Al cuarto dia derrota a Roy, el campeón de la nave, y lo hace
con tal holgura que todos quedan asombrados. Roy apenas si puede hablar de otra
cosa. Exige la celebración de una nueva partida… y vuelve a ser derrotado.
Cuando la nave
se elevó de la Tierra, Noelle se preguntó si realmente podría mantener el
contacto con Yvonne a través de la vasta extensión del espacio interestelar. No
disponía más que de la fe para apoyar su creencia en que el poder que unía sus
mentes no quedaría en modo alguno afectado por la distancia. A menudo se habían
hablado la una a la otra desde puntos opuestos del planeta, pero… ¿sería así de
sencillo cuando estuvieran a media galaxia de distancia? Durante las primeras
horas del viaje mantuvieron un contacto casi continuo, y la señal permaneció
clara y nítida, sin ningún descenso perceptible en la recepción a medida que la
nave se alejaba. Salieron de la órbita lunar, atravesaron la marca del millón
de kilómetros, pasaron la órbita de Marte: claro y nítido, claro y nítido.
Habían pasado, pues, la primera prueba: la claridad de la señal no era una
función cuantitativa de la distancia.
Pero Noelle
siguió mostrándose insegura sobre lo que podría ocurrir una vez que la nave
abandonara el poder impulsor convencional y se lanzara hacia el no-espacio para
alcanzar una velocidad superior a la de la luz. Entonces se encontraría en el
espacio, alejada de Yvonne; de hecho, estaría en otro universo… ¿Seguiría
siendo capaz de alcanzar la mente de su hermana? La tensión aumentó en su
interior a medida que se aproximaba el momento de la maniobra, pues no tenía la
menor idea de cómo podría ser la vida para ella en ausencia de Yvonne.
Enfrentarse con ese terrible silencio, encontrarse inmersa en un aislamiento
tan terrible…
Pero no sucedió
nada de eso. Penetraron en el no-espacio, y su conciencia de Yvonne ni siquiera
parpadeó. «Aquí estamos, estemos donde estemos», dijo ella, y momentos depués
le llegaba la respuesta de Yvonne, un cariñoso saludo desde el viejo continuum. Claro y nítido. Claro y
nítido. La señal tampoco se atenuó durante las semanas que siguieron. Clara y
nítida, clara y nítida… hasta que empezó a notarse la perturbación estática.
El capitán
visualiza el contacto entre las dos hermanas como una flecha que silba de una
estrella a otra, como fuego avanzando a toda velocidad a través de un tubo
brillante, como un río de pura fuerza que sigue el curso de una onda-guía
celestial. Ve la unión de esas dos mentes como una corriente de luz pura, que
pone en contacto el lejano mundo madre con la nave en movimiento. A veces sueña
con Yvonne y Noelle, y el brillante lazo que se extiende entre las hermanas
emite una radiación tan brillante que se agita, gime y aprieta la frente contra
la almohada.
La
interferencia empeora; ni Noelle ni Yvonne pueden explicarse lo que está
sucediendo. Noelle se aferra sin demasiada convicción a su analogía de la
mancha solar. Aún consiguen establecer contacto dos veces al día, pero eso
representa un creciente esfuerzo para los recursos de las dos hermanas, puesto
que cada frase debe repetirse dos o tres veces y ahora hay bloques enteros de
palabras que no consiguen pasar. Noelle tiene un aspecto delgado y agotado. El
Go la reconforta, o al menos la distrae de este descenso de sus poderes. Se ha
convertido en una verdadera maestra del juego, concediendo a Roy incluso una
ventaja de dos piedras; aunque pierde ocasionalmente, su juego siempre se
distingue, siempre resulta extraordinariamente original en su concepción y
alcance. Cuando no juega, muestra tendencia a sentirse remota y reservada. Se
ha convertido, en todos los aspectos, en una persona más esquiva de lo que lo
era antes de la iniciación de esta crisis de comunicación.
Noelle sueña
que le ha desaparecido la ceguera. De repente, se ve rodeada por la luz, y abre
los ojos, se sienta, mira a su alrededor, con respeto y admiración, diciéndose
a sí misma: esto es una mesa, esto es una silla, éste es el aspecto que tienen
mis estatuillas, éste es el aspecto de mi galopín marino. Se siente extrañada
por la belleza de todo lo que contempla en su habitación. Se levanta, avanza,
tambaleándose al principio, agarrándose, ganando después, mágicamente, posición
y equilibrio, aprendiendo a caminar de esta nueva forma, juzgando las
posiciones de las cosas no por los ecos y por las corrientes de aire, sino por
la utilización de sus propios ojos… La información la inunda. Se mueve
alrededor de toda la nave, descubriendo cómo son los rostros de sus compañeros
de viaje. Tú eres Roy, tú eres Sylvia, tú eres Heinz, tú eres el capitán.
Sorprendentemente, todos ellos se parecen mucho a la imagen que se había hecho
de ellos: Roy, carnoso y de cara enrojecida; Sylvia, frágil; el capitán, flaco
y de mirada penetrante; Heinz así, Elliot asá, todos adaptándose a lo que ella
esperaba. Todos hermosos.
Se dirige hacia
el ventanal visor del que hablan todos y mira hacia el famoso gris. Si, sí, es
tal y como ellos dicen: un cosmos de maravillas, un milagro de complejos tonos
pulsantes, nivel tras nivel de reverberación incandescente ondulando hacia el
borde del universo sin fronteras. Permanece durante una hora ante esa densa
explosión de energías ondulantes, entregándose a ella y absorbiéndola en sí
misma, y entonces, y entonces… en el instante en que llega sobre ella el último
momento de iluminación, se da cuenta de que algo está mal. Yvonne no está con
ella. Extiende su mente y no encuentra a Yvonne al otro lado. De algún modo, ha
cambiado su poder por el don de la vista. ¿Yvonne? ¿Yvonne? Todo permanece en
silencio. ¿Dónde está Yvonne? Yvonne no está con ella. Esto es sólo un sueño,
se dice Noelle a sí misma, y no tardaré en despertarme. Pero no puede
despertarse. Llena de terror, grita.
—Todo está bien
—le susurra Yvonne—. Estoy aquí, amor. Estoy aquí, estoy aquí, como siempre.
Sí. Noelle
siente el estrecho contacto. Temblando, abraza a su hermana. La mira. ¡Puedo
ver, Yvonne! ¡Puedo ver! Noelle se da cuenta de que, en su primer rapto de
alegría, se ha olvidado por completo de mirarse a sí misma, aunque fue
precipitadamente de un lado a otro, mirándolo todo. Los espejos nunca han
formado parte de su mundo. Mira a Yvonne, que es como mirarse a sí misma, e
Yvonne le parece hermosa, con su pelo negro, sedoso y lustroso, su rostro suave
y pálido, sus rasgos de finas características, sus ojos… sus ojos ciegos, vivos
y chispeantes. Noelle le dice a Yvonne lo hermosa que es, e Yvonne asiente y
las dos se echan a reír y se abrazan y empiezan a llorar de alegría y de amor,
y Noelle se despierta, y el mundo es negro a su alrededor.
—Tengo el nuevo
comunicado para enviar —dice débilmente el capitán—. ¿Te sientes con fuerzas
para intentarlo de nuevo?
—Desde luego —y
le dirige una sonrisa valiente—. Ni siquiera aludas a la posibilidad de
abandonar, capitán. Tiene que haber,
absolutamente, algún modo de evitar esta interferencia.
—Absolutamente
—refuerza él, mientras revuelve incansable sus papeles—. Muy bien, Noelle.
Empecemos. Día de navegación 128. Velocidad…
—Dame un
momento más para prepararme —pide Noelle.
Él se detiene,
y ella cierra los ojos y comienza a penetrar en estado de transmisión. Está
consciente, como siempre, de la presencia de Yvonne. Aun cuando no fluya
ninguna información específica entre ellas, siempre existe un contacto
permanente a bajo nivel, y una sensación de que la otra está cerca, y esa
propia conciencia cálida, propia, receptiva, como la que tiene una persona de
su propio brazo, pierna o labio. Pero entre ese contacto subliminal impalpable
y la verdadera transmisión de contenido específico hay varios pasos clave que
dar. Yvonne y Noelle son resonadores biopsíquicos humanos que constituyen una
red de comunicación de amplio alcance; existe un procedimiento de llamada para
ellas, como lo hay para cualquier persona que transmite y recibe. Noelle se
abre al radiante espectro de energía, vibrador, pulsante, que llevará su
mensaje a su hermana, atada a la Tierra. Como circuito transmisor en este
intercambio, ella tiene que ser la que mantenga un máximo de flujo energético.
Rápida, intuitivamente, Noelle activa sus propios centros de energía, el de la
espina dorsal, el del plexo solar, el situado en la parte superior del cráneo;
la energía surge de ella y se expande instantáneamente por la galaxia. Pero hoy
hay un extraño y problemático efecto de rechazo; al controlar el circuito, se da
cuenta inmediatamente de que la señal no ha podido llegar hasta Yvonne. Yvonne
está ahí, Yvonne está sintonizada y expectante, pero algo está obstruyendo el
canal y nada pasa a través de él, ni una sola sílaba.
—La
interferencia es peor que nunca —le dice al capitán—. Tengo la sensación de que
podría extender la mano y tocar a
Yvonne. Pero ella no me está leyendo y yo no recibo tampoco nada de ella.
Con un pequeño
estremecimiento de los hombros, Noelle cambia la frecuencia de emisión. Nota un
ajuste correspondiente por parte de Yvonne, al otro extremo de la conexión,
pero una vez más se ven perturbadas, una vez más se encuentran con un bloqueo
total. Su señal está siendo enviada y absorbida por… ¿qué? ¿Cómo puede ocurrir
algo así?
Ahora hace un
esfuerzo decidido para forzar la salida del sistema. Se dirige al centro
neurálgico de su propia espina dorsal, excitando sus propias energías,
utilizándolas para impulsar el siguiente centro para que alcance un tono
vibracional más intenso, y empleándolo para empujar al centro más elevado de
todos hacia su mayor capacidad armónica. Su conciencia recorre arriba y abajo
las bandas de energía. Nada. Nada. Se estremece; se encoge; ha quedado
físicamente agotada por el esfuerzo.
—No puedo pasar
—murmura—. Ella está ahí, la puedo sentir ahí, sé que está trabajando para
alcanzarme. Pero no puedo transmitir ningún mensaje coherente e inteligible.
A casi
diecisiete años luz de la Tierra, y ha quedado bloqueado el único canal de
comunicación. El capitán se siente abrumado por helados terrores. La nave,
autosuficiente y autónoma, se ha convertido en un simple mosquito en medio de
un huracán. Los viajeros se adentran ciegamente hacia las profundidades de un
universo desconocido, solos, solos, solos. Presumió de no necesitar ninguna
conexión con la Tierra, pero ahora que se ha roto la conexión, se estremece y
se siente acobardado. Todo parece haber adquirido una nueva perspectiva. No hay
reglas. Los seres humanos no han estado nunca tan lejos de su hogar. Se aprieta
contra el ventanal visor y contra el famoso color gris que hay al otro lado,
girando y arremolinándose, como si se mofara de él con su inmensidad. Salta
hacia mí, dice, salta, salta, déjate suelto en mí, húndete en mí.
Detrás de él,
escucha el sonido de unos pasos suaves. Es Noelle. Le toca sus hombros tensos y
hundidos.
—Todo está bien
—le susurra ella—. Estás experimentando una reacción excesiva. No lo hagas todo
tan trágico.
Pero lo es. Es
su propia tragedia más que la de nadie; de Noelle y de Yvonne. Pero también la
de él, la de ellos, la de todos. Separados. Perdidos en un silencio neblinoso.
Abajo, en la
sala, la gente está cantando. Son voces bulliciosas: Elliot, Chiang, León.
Viajando, iba un hombre espacial
que saltó al tubo del no-espacio…
El capitán se
vuelve, mira a Noelle, la aprieta contra sí. Nota su temblor. La consuela,
cuando hace apenas un momento ella le estaba consolando a él.
—Sí, sí… —le
murmura.
Con el brazo en
los hombros de ella, se vuelve, de modo que los dos quedan frente al ventanal
visor. Como si ella pudiera ver. El no-espacio baila y se retuerce a un par de
centímetros de su nariz. Siente como un viento cálido soplando a través de la
nave: el khamsin, el siroco, el simún, el leveche; un viento bochornoso, un
viento mortal surge del extraño gris…, y se obliga a sí mismo a no temer a ese
viento. Es un viento de vida, se dice a sí mismo; un viento de alegría, un
viento frío y dulce, el mistral, la tramontana. ¿Por qué iba a pensar que
habría algo que temer en el reino situado más allá de la plancha del visor?
¡Qué hermoso es lo que hay ahí fuera, qué estáticamente hermoso! ¡Qué triste
que no se lo podamos contar a nadie, excepto a nosotros mismos!
Inesperadamente,
una extraña paz desciende sobre él. Todo va a estar bien, insiste para sí
mismo. De lo que ha sucedido no se derivará daño alguno. Y quizá pueda
derivarse algún bien. El beneficio se esconde en los lugares más oscuros.
Ella juega
obsesivamente al Go, derrotándolos a todos. Parece como si viviera en la sala
durante veinte horas al día. A veces se enfrenta al mismo tiempo a dos
contrincantes —un hecho increíble, considerando que debe retener en su memoria
los intrincados y constantes cambios que se producen en ambos tableros—, y
derrota a los dos: dos días después de haber perdido el contacto a nivel verbal
con Yvonne, triunfa simultáneamente sobre Roy y Heinz ante un grupo de treinta
compañeros que contemplan las partidas. Parece sentirse animada y alegre; tiene
mucho cuidado en mantener oculta la pena que debe sentir por la pérdida del contacto.
Los otros sospechan que la expresa sólo a través de su maníaco jugar al Go.
El capitán es
uno de sus más frecuentes adversarios, ocupando su turno ante el tablero
durante el tiempo que debería haber dedicado a componer y dictar los
comunicados para la Tierra. Había pensado que hacía años que el Go se había
terminado para él, pero también está jugando obsesivamente ahora, construyendo
muros y esas fortalezas inasaltables conocidas como ojos. Se siente una cierta confianza escuchando el sonido familiar
de las piedras negras y blancas chocando contra el tablero. Noelle le gana
todas las partidas; cubre el tablero de ojos.
¿Quién puede
explicar la interferencia? Nadie cree que el problema sea función de algo tan
evidente como la distancia. Noelle se ha mostrado muy convencida al respecto:
una señal que se propaga perfectamente durante los primeros dieciséis años luz
de un viaje no debería deteriorarse tan repentinamente. Se tendrían que haber
producido al menos signos previos de deterioro, y no hubo ninguna atenuación;
sólo ruidos que interferían y que, finalmente, destruyeron la señal. Alguna
fuerza está interviniendo entre las dos hermanas, pero ¿qué puede ser? Al final
hubo que rechazar la idea de que se trate de algún efecto físico análogo a la
estática producida por las manchas solares, el producto de la radiación emitida
por alguna estrella gigantesca. No hay energía de superficie de contacto entre
el espacio real y el no-espacio, no existe oportunidad de que se produzca
intrusión electromagnética de ninguna clase. Eso ya había sido ampliamente
demostrado mucho antes de que se emprendiera cualquier viaje tripulado. El tubo
de no-espacio es una pared impermeable; nada que tenga masa o carga puede
saltar la barrera existente entre el universo de los fenómenos aceptados y el
capullo de la nada que ha tejido el mecanismo de impulsión de la nave alrededor
de ellos. Ni siquiera un fotón puede atravesarlo, ni siquiera un neutrino
deslizante.
Los viajeros se
sienten excitados por numerosas especulaciones. La única fuerza que puede atravesar la barrera, señala Roy,
es el pensamiento: intangible, inconmensurable, ilimitado. ¿Qué pasaría si el
sector de espacio real correspondiente a esta región del no-espacio estuviera
habitado por seres de poderosa capacidad telepática, cuyas transmisiones,
fluyendo hacia el exterior a través de una esfera con un radio de muchos años
luz, fueran capaces de cruzar la barrera con la misma facilidad que las
transmisiones de Yvonne? Roy supone que las extrañas emanaciones mentales estarían
sofocando la señal procedente de la Tierra.
Heinz amplía
esta teoría hacia una posibilidad diferente: que la interferencia sea causada
por alienígenas del no-espacio. Existe una aparente paradoja en esto, puesto
que se ha demostrado matemáticamente que el tubo de no-espacio tiene que estar
completamente libre de materia, a excepción de la nave que viaja a través de
él; de otro modo, un cuerpo que se moviera a velocidades superiores a las de la
luz generaría resonancias destructoras a medida que su masa excediera la
infinitud. Pero quizá las ecuaciones hayan sido comprendidas de un modo
imperfecto. Heinz imagina gigantescos seres incorpóreos, tan grandes como
asteroides, tan grandes como planetas, como masas de energía pura e incluso de
fuerza mental pura que se desplazan libremente a través del tubo. Estos seres
pueden ser la fuente de las transmisiones biopsíquicas que perturban el
circuito Yvonne-Noelle, o quizás estén alimentándose de la energía mental de
las hermanas, postula Heinz. Les llama «ángeles». Se trata de un concepto poco
plausible, pero extraño, que fascina a todos durante varios dias.
La cuestión de
si los «ángeles» viven dentro del tubo, como propone Heinz, o en algún otro
mundo situado en el exterior, como imagina Roy, es algo que no tiene
importancia por el momento; en la nave todo el mundo está de acuerdo en que la
interferencia es obra de una inteligencia extraña, y eso despierta admiración
en todos ellos.
¿Qué hacer?
León, que se inclina por la hipótesis de Roy, propone que abandonen
inmediatamente el no-espacio y busquen el mundo o mundos donde habitan los
«ángeles». El capitán se opone, observando que el plan del viaje les obliga a
alcanzar una distancia de cien años luz de la Tierra antes de iniciar su
búsqueda de planetas habitables. Roy y León argumentan que el plan es una
simple guía, concebida arbitrariamente, y no una orden por escrito; tienen
libertad para dejar de cumplirla si se presenta alguna razón con la suficiente
urgencia. Heinz, que apoya al capitán, observa que en realidad no hay necesidad
alguna de abandonar e! no-espacio, al margen de cuál pueda ser la fuente de las
transmisiones extrañas; si los pensamientos de tales criaturas pueden llegar
desde más allá del tubo, quiere decir que los pensamientos de Noelle pueden
avanzar seguramente por el tubo hacia ellos, y que se puede establecer contacto
sin necesidad de desviarse del plan. Después de todo, si la interferencia es
obra de seres que comparten el tubo con ellos y los viajeros los buscan
inútilmente fuera del tubo, puede resultarles imposible encontrarlos de nuevo
cuando la nave regrese al no-espacio.
Esta
aproximación a la cuestión pareció razonable, y se le planteó a Noelle la
pregunta: ¿puedes intentar establecer un diálogo con estos seres?
—No garantizo
nada —dice ella, echándose a reír—. Nunca he intentado hablar antes con
ángeles. Pero lo intentaré, amigos míos. Lo intentaré.
NEGRAS BLANCAS Las negras mantienen la ofensiva
hasta el
(Capitán) (Noelle) movimiento
89. Entonces, las blancas
R16 Q4 irrumpen a través de las débiles
piedras
C4 E3
situadas
al norte y cierran un gran territorio
D17 D15 central. Las negras son incapaces de
contestar
E16 K17 adecuadamente y las blancas sitúan
una
O17 E15 cadena de piedras a lo largo de la
línea 19.
H17 M17 A partir del movimiento 141, las
negras
R6 Q6
lanzan
un ataque a la desesperada,
Q7 P6
fácilmente
desbaratado por las blancas en
R5 R4
el
interior de su propio territorio.
D6 C11
El
juego termina en e! movimiento 196,
K3 H3
después
de que las negras se ven atrapadas
N4 O4
en
la trampa del gato en la cesta, por
la
N3 O3
que
perderían un gran número en el proceso
R10 C8 de capturar una sola piedra.
O15… M15… Puntuación: Blancas 81; Negras 62.
Ella nunca ha
hecho nada similar antes. Parece casi un acto de infidelidad, esta apertura de
su mente hacia algo o alguien que no es Yvonne. Pero se tiene que hacer.
Extiende una tenue prolongación de pensamiento que tantea, como un lento
riachuelo de mercurio. A través de la pared de la nave, en todo lo gris que les
rodea, hacia arriba, hacia fuera, hacia, hacia…
…¿ángeles?…
Angeles. ¡Oh!
Luminosidad. Fortaleza. Magnetismo. Sí. Conciencia ahora de una poderosa masa
de energía concentrada, muy cerca. Una masa en movimiento, ejerciendo una
terrible presión sobre el tejido del cosmos: el ángel tiene un momento angular.
Gira pesadamente sobre su colosal eje. ¿Quién habría imaginado que un ángel
pudiera ser tan enorme? Noelle se siente oprimida por el desplazamiento de peso
a medida que realiza su lento giro axial.
Ella se acerca
más. ¡Oh! Se siente aturdida. ¡Demasiada luz!
¡Demasiada energía! Retrocede,
abrumada por la intensidad del rendimiento del otro ser. Es una mente tan
poderosa que ella se siente enormemente empequeñecida. Si la toca con su mente,
será destruida. Debe descender gradualmente por la abertura, establecer alguna
clase de transformador que la proteja contra toda la explosión de energía que
procede de él. Eso requiere tiempo y disciplina. Ella trabaja con firmeza, haciendo
ajustes, dominando nuevas técnicas, descubriendo capacidades que ni siquiera
sabía que poseyera. Y ahora… sí. Vuelve a intentarlo. Con lentitud, despacio,
muy despacio, con el máximo cuidado. Hacia fuera va su extensión de
pensamiento.
Sí.
Aproximándose
al ángel.
¿Ves? Aquí estoy yo. Noelle. Noelle. Me acerco a ti
llena de amor y temor. Tócame ligeramente. Sólo tócame…
Un ligero
contacto…
Contacto…
¡Oh! ¡Oh!
Te veo. La luz… ojo de cristal… fuentes de lava…
¡oh! La luz… tu luz… Comprendo… comprendo…
¡Oh! Como un
dios…
…y Semele deseó contemplar a Zeus en toda su
luminosidad, y Zeus la había desanimado; pero
Semele insistió y Zeus, que la amaba, no pudo rechazarla; así es que se acercó
a ella con toda su majestuosidad y Semele fue consumida por su gloria, de modo
que sólo quedaron cenizas de ella; pero el hijo concebido con Zeus, el pequeño
Dionisos, no quedó destruido y Zeus salvó a Dionisos y se lo llevó,
herméticamente cerrado en un muslo, volviéndolo a traer después y otorgándole
la divinidad…
…¡Oh, Dios, yo
soy Semele!…
Ella se vuelve
a retirar. Descansa, reagrupa sus poderes. La fuerza de este ser es aterradora.
Pero hay formas de aislarse a sí misma contra la destrucción, de permitir que
el superflujo de energía se disipe por sí mismo. Lo intentará una vez más. Sabe
que se encuentra al borde del mayor milagro de todos. Ahora. Ahora. La mente
interrogante se extiende hacia adelante.
Yo soy Noelle. Me acerco a ti llena de amor, ángel.
Contacto.
El universo
está ardiendo. Explosiones de una feroz luz plateada atraviesan la bóveda
metálica del cielo. Las palabras se convierten en cenizas. Los muros se
derrumban y se transforman en cenizas llameantes. Hay contacto. Un danzante
resplandor solar… una corriente de fuego líquido… una marea de brillante resplandor,
irresistible, sin fin, introduciéndose en ella, rodeándola, penetrándola. Luz
por todas partes.
…Semele.
El ángel sonríe
y ella tiembla. Ábrete a mí, grita la
vasta voz, y ella se abre y la fuerza penetra por completo, inundándola.
quiasma óptico
fisura silviana tálamo
médula
oblongata hipotálamo
sistema
ramificado
sistema
reticular
pons varolii
corpus callosum sulcus
cingulatus
cuneus gyri orbitales
gyrus
cingulatus nucleus caudatus
¡cerebro!
claustro operculum
putamen fornix
glomus cloroide
lemnisco medio
¡MESENCEFALO!
dura mater
sinus dural
granulación
aracnoidea
espacio
subaracnoideo
pia mater
cerebelo
cerebelo
cerebelo
Ella ha estado
en coma durante días, errante en su delirio. Preocupado, temeroso, el capitán
mantiene una sombría vigilia a la cabecera de la cama. A veces, ella parece
despertar a la conciencia; balbucea unas palabras inteligibles, incluso frases
enteras, procedentes de su sueño. Habla de luz, de un brillo blanco
insoportablemente brillante, de arcos de energía, de intensas erupciones
solares. Una estrella me retiene, murmura. Le dice al capitán que ha estado
conversando con una estrella. ¡Qué poético!, piensa el capitán; ¡qué metáfora
tan maravillosa! Hablando con una estrella. Pero ¿dónde está ella? ¿Qué le está
sucediendo?
El rostro de
Noelle aparece encendido; sus ojos se mueven con rapidez de un lado a otro,
precipitándose como peces atrapados bajo los párpados cerrados. De mente a
mente, murmura, la estrella y yo, de mente a mente. Empieza a tararerar algo…
es un sonido agudo, que asciende hasta hacerse casi inaudible, cercano a la
alta frecuencia. Al capitán le produce dolor escucharlo: una dura radiación
áurea. Después, ella permanece en silencio.
Su cuerpo se
pone rígido. ¿Una convulsión de alguna clase? No. Se está despertando. El
capitán observa rayas de percepción relampagueando a través de la temblorosa
musculatura de Noelle, como una rana galvanizada, retorciéndose en sus
extremidades. Sus pestañas tiemblan. Produce un pequeño sonido, como un gemido.
Abre los ojos y
le mira.
Con suavidad,
el capitán le dice:
—Tienes los
ojos abiertos, Noelle. Creo que ahora puedes verme. Tus ojos me están
siguiendo, ¿verdad?
—Puedo verte,
sí.
Su voz es
vacilante, se desvanece, resulta ajena por un momento, como si fuera una voz extraña;
pero después se hace más su propia voz, cuando pregunta:
—¿Cuánto tiempo
he estado fuera?
—Ocho días de
navegación. Estábamos preocupados.
—Tienes un
aspecto exactamente igual a como me lo imaginaba —dice ella—. Tu rostro es
duro, pero no es sombrío. No es un rostro hostil.
—¿Quieres
hablar sobre dónde estuviste, Noelle?
—Estuve
hablando… —sonríe—…con un ángel.
—¿Ángel?
—En realidad,
no es un ángel, capitán. No es un ser físico tampoco, ni nada de una especie
extraña. Se trata más bien de las criaturas energéticas de las que habla Heinz.
Pero mayores. Mucho mayores. No sé lo que es, capitán.
—Me dijiste que
estabas hablando con una estrella.
—…¡una
estrella!
—En tu delirio.
Eso fue lo que dijiste.
Los ojos de
Noelle brillan, llenos de excitación.
—¡Una estrella!
¡Sí! ¡Sí, capitán! Creo que hablé con ella, ¡sí!
—¿Pero qué
significa eso de hablar con una estrella?
—Pues —dice,
sonriendo—, significa hablar con una estrella, capitán. Una enorme bola de gas,
y tiene una mente, tiene una conciencia. Creo que eso es lo que es. Ahora estoy
segura. ¡Estoy segura!
—¿Pero cómo
puede una…?
La luz
desaparece abruptamente de los ojos de Noelle. Vuelve a estar viajando; ya no
está con él.
El capitán
espera, junto a la cabecera de la cama. Transcurre una hora, dos. Medio día.
¿En qué poderoso reino ha penetrado Noelle? Su respiración es distante, con una
monotonía impersonal. Ahora se halla tan lejos, tan lejos de cualquier lugar
que él sea capaz de comprender… Finalmente, los ojos de Noelle vuelven a
parpadear. Los abre. Su rostro parece transfigurado. Al capitán le parece que
ella sigue estando parcialmente en ese otro mundo situado más allá de la nave.
—Sí —dice
ella—. No es un ángel, capitán. Es un sol. Un sol vivo e inteligente —los ojos
de Noelle están radiantes—. Un sol, una estrella, un sol —murmura—. He tocado
la conciencia de un sol. ¿Cree lo que le digo, capitán? He encontrado una red
de estrellas que viven, que piensan, que tienen mentes, que tienen almas. Que
se comunican. Todo el universo está vivo.
—Una estrella
—dice él sordamente—. Las estrellas, ¿tienen mentes?
—Sí.
—Todas ellas?
¿Incluyendo a nuestro propio sol?
—Todas ellas.
Hemos llegado al lugar de la galaxia donde vive esta estrella y está emitiendo
en mi misma longitud de onda, y su energía empezó a perturbar mi conexión con
Yvonne. Esa era la interferencia, capitán. La gran estrella estaba emitiendo.
Esta
conversación ha tomado para él la textura de un sueño. Ahora, pregunta
tranquilamente:
—¿Y por qué el
sol de la Tierra no se interfirió entre tú e Yvonne cuando estabais allí?
—No tiene la
edad suficiente —contesta ella, encogiéndose de hombros—. Se tarda… no lo sé,
miles de millones de años… hasta que han madurado, hasta que pueden transmitir.
Nuestro sol aún no tiene la edad suficiente, capitán. Ninguna de las estrellas
cercanas a la Tierra tiene la edad suficiente. Pero aquí…
—¿Estás ahora
en contacto con él?
—Sí. Con él y
con muchos otros. Y con Yvonne.
—¿Con Yvonne
también?
—Ella ha vuelto
a establecer contacto conmigo. Está en el circuito —Noelle se detiene un
momento—. Puedo hacer entrar a otros en el circuito. Podría conectarte a ti,
capitán.
—¿A mí?
—Sí, a ti. ¿Te
gustaría tocar una estrella con tu mente?
—¿Qué me
ocurrirá? ¿Me hará daño?
—¿Acaso me ha
hecho daño a mí, capitán?
—¿Seguiré siendo
yo mismo después?
—¿Sigo siendo
yo misma ahora, capitán?
—Tengo miedo.
—Ábrete a mí.
Inténtalo. Observa lo que sucede.
—Tengo miedo.
—Toca una
estrella, capitán.
Él coloca su
mano sobre la de ella.
—Adelante —dice
el capitán.
Y su alma se
convierte en un solarium.
Después, con
las pulsaciones solares aún reverberando en los espejos de su mente, con
destellos blanco-azulados saltando en sus sinapsis, el capitán dice:
—¿Qué hay de
los otros?
—También les
pondré en contacto.
Él nota un
parpadeo de resentimiento momentáneo. No desea compartir la iluminación. Pero
rechaza ese resentimiento en el mismo instante en que lo concibe. Que ellos también entren.
—Toma mi mano
—dice Noelle.
Todos extienden
las manos. Uno tras otro, se van tocando entre sí. Roy. Sylvia. Heinz. Elliot.
El capitán siente a Noelle agitándose en tándem con él, siente a Yvonne, siente
presencias mayores, luminosas, eternas. Todo está unido. Nave-hermana,
estrella-hermana: todo se convierte en una sola cosa. El capitán se da cuenta
de que los días del juego al Go se han terminado. Ahora son todos una sola
persona; todos están más allá de los juegos.
—Y ahora
—susurra Noelle—. Ahora nos extenderemos hacia la Tierra. Pondremos nuestra
fuerza en Yvonne, y ella…
Yvonne conecta
a los siete mil millones de seres de la Tierra con la red.
La nave avanza
como un rayo a través del tubo de no-espacio.
Dentro de poco,
el capitán iniciará la búsqueda de un planeta habitable. Si descubren uno, se
instalarán allí. Si no, continuarán, y no importará en absoluto, y la nave y
sus siete mil millones de pasajeros seguirá su curso eternamente, calentada por
la luz amiga de las estrellas.
UN MAR DE ROSTROS
¿No se trata de tales fragmentos flotantes del mar
del inconsciente llamados naves freudianas?
Josephine Saxton
Cayendo.
Supongo que es
muy parecido a ir muriendo. Esa conciencia de descenso infinito, ese
conocimiento de ausencia total de apoyo. Aquí arriba todo es cielo. Allá abajo
no hay tierra ni mar, sólo color sin forma, tan distante que ni siquiera puedo
ponerle un nombre al color. El cosmos se ha abierto y yo caigo a plomo de
cabeza, con los brazos y las piernas girando frenéticamente, con la materia
gris de mi cráneo centrifugándose hacia mis oídos. Estoy cayendo como Lucifer.
«Cayó desde la mañana a la tarde, de la tarde a la oscuridad, en un día de
verano; y con la puesta del sol, cayó desde el cenit, como una estrella caída».
Ése es Milton. Incluso ahora sigo conservando mi vieja educación en artes
liberales. «Y cuando cae, lo hace como Lucifer, para nunca esperar de nuevo».
Ese es Shakespeare. Todo forma parte de la misma cosa. Toda la literatura
inglesa fue escrita por un solo hombre, cuya astuta voz persuasiva pulsa en mi
cabeza mareada mientras caigo. Oue Dios me conceda un aterrizaje suave.
—Ella se parece
un poco a ti —le dije a Irene—. Al menos, así me pareció en un momento rápido,
cuando se volvió hacia la ventana de mi despacho y la luz del sol le dio de
lleno en la cara. Claro que sólo se trata de la más superficial de las
semejanzas, una cuestión de estructura ósea, de situación de los ojos, de corte
de pelo. Pero vuestras expresiones, vuestras personalidades externas son
totalmente distintas. Tú irradias una ilimitada buena salud y vitalidad,
mientras que ella se desliza con demasiada facilidad hacia las fantasías
esquizoides, con los ojos alternativamente soñadores y de movimientos rápidos,
con la frente pálida cubierta de sudor. Ella está muy preocupada.
—¿Cómo se
llama?
—Lowry. April Lowry.
—Un nombre
bonito, April. ¿Es joven?
—Unos veintitrés.
—¡Qué triste,
Richard! ¿Has dicho que es esquizoide?
—Se retira
hacia la nada sin la menor provocación. Dios sabe lo que pone en marcha su
mecanismo. Cuando le sucede, puede pasarse seis y hasta ocho meses sin decir
una palabra. El último ataque la afectó hace un año. Estos días se está
sintiendo mucho mejor; se muestra dispuesta a hablar un poco de sí misma. Dice
que es como si hubiera una zona de debilidad en las paredes de su mente, una
abertura, una trampilla, un embudo, algo así. Y, de vez en cuando, su alma se
ve irresistiblemente arrastrada hacia esa abertura y se vierte por ella y
desaparece hacia Dios sabe qué, y no queda en ella nada, excepto el cascarón.
Finalmente, regresa a través del mismo pasaje. Está convencida de que en una de
esas ocasiones ya no podrá regresar.
—¿Hay alguna
forma de ayudarla? —preguntó Irene—. ¿Qué intentarás hacer? ¿Drogas? ¿Hipnosis?
¿Electrochoques? ¿Privación sensorial?
—Ya se ha
intentado todo eso.
—¿Entonces,
qué, Richard? ¿Qué harás?
Suponte que hay
un camino. Pretendamos que hay un camino. ¿Es ésa una hipótesis aceptable?
Pretendámoslo. Sólo tenemos que suponerlo y ver lo que sucede.
El vasto océano
existente por debajo de mí ocupa todo mi campo de visión. Su superficie es
convexa, abultada en el centro y curvándose vertiginosamente y alejándose de mí
en la periferia: la caída es tan fuerte que me pregunto por qué no se desliza
hacia los bordes e inunda el horizonte. No muy lejos, por debajo de esa
reluciente e hinchada superficie, se ve un modelo gigantesco de incubaciones
cruzadas y contratexturas, como un inmenso mural que flotara ligeramente
sumergido en el agua. Por un momento, mientras me zambullo, el modelo se
resuelve y se transforma en algo coherente: veo el rostro de Irene, una serena
máscara pálida, los firmes ojos azules enfocados amorosamente sobre mí. Ella
llena el océano. Su semblante cubre una zona mayor que la de cualquier masa
continental. Mandíbula firme, labios fuertes y carnosos, nariz delicadamente
respingona. De ella emana un aura serena de paz interior que me mantiene a
flote como una red invisible; estoy cayendo, ahora con facilidad,
agradablemente, con los brazos extendidos, el rostro hacia abajo, con todo mi
cuerpo relajado.
¡Qué hermosa
es! Continúo descendiendo y el modelo se estremece; el mar se llena bruscamente
de fragmentos y astillas metálicas, resplandeciendo con un dorado brillante a
través del oscuro azul-verdoso; después, cuando me encuentro quizás unos mil
metros más abajo, todo el modelo se reorganiza de repente. Y nuevamente aparece
un rostro colosal. Me alegra el regreso de Irene, pero no, el rostro pertenece
a April, mi silenciosa y afligida April. Es un rostro obsesionado, un rostro
lleno de sombras: ojos oscuros y aterrorizados, temblorosas ventanas de la
nariz, mejillas hundidas. Un atisbo de incisivo se ve sobre el delgado labio
inferior.
¡Oh, mi pobre y
dulce Taciturna! Agujas del reflejado resplandor de la luz del sol brillan en
su pelo extendido en el agua. La manifestación de April sustituye la serenidad
por la turbulencia; una vez más, vuelvo a caer a plomo, sin control; una vez
más me encuentro en el centrifugado cósmico, se me desgarra la respiración y un
escalofrío mortal recorre mi tembloroso cuerpo. Desesperadamente, lucho por
recobrar la compostura y el equilibrio.
Finalmente lo
consigo, y miro hacia abajo. El modelo ha vuelto a romperse; allí donde estaba
April, sólo veo ahora bandas paralelas de luz ámbar, distorsionadas por
agitadas refracciones. Puntos blancos diminutos —supongo que islas— son ahora
evidentes en el mar reluciente.
¡Qué extraña
semejanza existe a veces entre April e Irene! Qué doloroso resulta para mí el
confundirlas. ¡Qué peligroso es para mí!
—Es la terapia
más arriesgada que podría haber elegido, doctor Björnstrand.
—¿Arriesgada
para mí, o para ella?
—Yo diría que
tan arriesgada para usted como para su paciente.
—¿Y qué hay de
nuevo en eso?
—Me pidió usted
una valoración imparcial, doctor Björnstrand. Si no le importa mi opinión…
—Valoro en
mucho su opinión, Erik.
—Pero… ¿va a
llevar adelante la terapia tal y como se ha planeado?
—Desde luego
que sí.
Éste es el
momento del chapuzón.
Penetro en el
agua perfectamente y continúo cortando la brillante superficie del mar con
precisión quirúrgica, profundizando cincuenta metros, ochenta, cien, cortando
con suavidad a través del epitelio oceánico y de la vigorosa musculatura
situada debajo. Muy bien hecho, doctor Björnstrand. Elevada puntuación en
cuanto a forma.
Quizás esto ya
sea lo bastante profundo.
Giro con
rapidez, me vuelvo hacia arriba, me agarro a la luminosidad que hay sobre mí.
Me doy cuenta de que puedo haberme extendido demasiado. Mis pulmones están
ardiendo y el cielo, que hasta hace tan poco era mi hogar, parece hallarse
terriblemente alejado. Pero, con unos golpes vigorosos, me impulso hacia arriba
y surjo en el aire, como un corcho recién soltado.
Floto
inútilmente por un momento, conteniendo la respiración. Después, miro a mi
alrededor. El ojo feroz del sol me contempla desde una altura de últimas horas
de la mañana. El mar está cálido y suave, ondulándose seductoramente. Hay una
isla a sólo unos pocos cientos de metros de distancia; una playa invitadora de
arena brillante, con una hilera de delicadas palmeras un poco más atrás. Nado
hacia ella. A medida que me acerco a la orilla, las oscuras profundidades sin
fondo dan paso a las aguas superficiales, y el color del mar cambia de un azul
oscuro a un verde claro. Sin embargo, necesito más tiempo del calculado para
llegar a la orilla. Quizás estimé la distancia con excesivo optimismo; a pesar
de todos mis esfuerzos, la isla no parece acercarse. Hay momentos en que
incluso parece alejarse de mí. Mis brazos se hacen cada vez más pesados. Los
movmientos de mis pies se hacen cada vez más perezosos. Estoy jadeando,
resollando, farfullando; algo me empuja por detrás de mi frente. Pero, de
repente, siento debajo de mi la arena acariciada por el sol. Mis pies tocan
fondo. Me dirijo vadeando hacia la orilla, agotado, y caigo de rodillas al
borde del agua.
—¿La puedo
llamar April, Miss Lowry?
—Como quiera.
—No creo que
esto sea un nivel amenazador de intimidad terapeuta-paciente, ¿no cree?
—En realidad,
no.
—¿Se encoge
usted de hombros cada vez que contesta una pregunta?
—No sabía que
lo hiciera.
—Se encoge de
hombros. También evita de forma estudiada cualquier muestra de expresión
facial. Trata usted de ser ilegible, April.
—Quizás me
sienta más segura de ese modo.
—Pero ¿quién es
el enemigo?
—Usted sabrá de
eso mucho más que yo, doctor.
—¿De veras lo
piensa así? Yo estoy aquí todo el tiempo. Usted está ahí, dentro de su propia
cabeza. Sabrá usted de sí misma mucho más que yo.
—Siempre podría
usted penetrar en mi cabeza, cuando quisiera.
—¿No sentiría
miedo por eso?
—Eso me
mataría.
—Lo dudo,
April. Es usted mucho más fuerte de lo que piensa. También es muy hermosa,
April. Ya sé, eso no tiene nada que ver con el asunto. Pero lo es.
Se trata de una
isla pequeña; lo sé por la forma rápida en que la costa desaparece a los lados.
Permanezco tumbado cerca del borde del agua, con el rostro hacia abajo,
exhausto, hundiendo tensamente mis dedos en la arena cálida y húmeda. El sol
brilla con fuerza; noto las oleadas de calor pasando dratatá dratatá sobre mi espalda desnuda. Sólo llevo puestos un par
de pantalones vaqueros andrajosos y descoloridos, muy apretados, cortados a la
altura de las rodillas. Mi cinturón está empapado y cubierto de una costra de
sal, como si hubiera estado a la deriva durante días antes de llegar aquí.
Quizás lo estuve. Resulta difícil mantener un confiado sentido del tiempo en este
lugar.
Debería
levantarme. Debería explorar.
Sí. Me levanto
ahora. Un poco aturdido, ¿eh? Sí. Pero camino con firmeza, remontando el suave
declive de la playa. Cincuenta metros hacia el interior, la compactada arena se
transforma en suelo arenoso, suelto, superficial, redondeado como cantos
rodados de coral surgidos desde abajo. Un suelo sediento. A pesar de todo, esto
es muy exuberante, un verdadero muro de parras y enredaderas entrelazadas.
Largas y brillantes hojas verdes y tropicales, de bordes suaves y grandes
venas. Los ondulados troncos de las palmeras. El suave sonido del oleaje, fuisssh, fuisssh, como fondo de
todo lo demás. ¡Qué azul es el mar! ¡Qué verde es el cielo! Fuisssh.
¿Es ésa la
imagen de un rostro en el cielo?
Sí, es el
rostro de una mujer. ¿Irene? Los rasgos son confusos. Pero finalmente los veo,
sí, balanceándose a unos pocos cientos de metros sobre el agua, como si fueran
proyectados por la piel del océano; un brillo, un resplandor, que tiene la
forma de un rostro delicado: las ventanas de la nariz, labios, cejas, mejillas…
Sí, se trata de un rostro, y no sólo de uno, porque con la intensidad de mi
fija mirada lo divido, y lo vuelvo a dividir, de modo que una hilera de rostros
permanece suspendida en el aire, diez rostros, cien, mil rostros, rostros por
todas partes, un mar de rostros. Parecen bastante serios.
¡Sonreíd! Ante mi orden, los rostros
sonríen. Mucho mejor. Hasta el aire se hace más luminoso con esa sonrisa. Los
rostros se mezclan, se hacen borrosos, nítidos, de nuevo borrosos, se
superponen en parte, danzan, tiemblan, se fusionan, fluyen. Ilusiones nacidas
del corazón. Hijas del sol. Dulces espejismos.
Miro más allá
de ellos, más alto, hacia las zonas claras del cielo sin nubes. ¡Halcones!
¿Halcones aquí?
¿No debería estar viendo gaviotas? Las aves giran y planean, como figuras
oscuras contra el cielo cegador, con las alas extendidas, con plumas como
dedos. Veo sus feroces picos curvados. Atrapan grandes escarabajos del aire
vaporoso y remontan el vuelo, deglutiendo. Después ya no hay aves, sólo rostros
que aún sonríen. Les doy la espalda y me muevo lentamente a través de la maleza
baja para inspeccionar a qué clase de lugar me ha arrojado el mar.
Mientras
permanezco cerca de la orilla, no tengo dificultades para moverme; pero atravesar
la densa vegetación del interior ya puede ser otra cosa. Giro hacia la
izquierda, siguiendo la mordisqueada línea de la playa. Antes de haber dado
cien pasos más. hago un nuevo descubrimiento: la isla está a la deriva.
Mirando hacia
el mar, observo que en el horizonte hay una costa oscura, bordeada por negras
montañas triangulares, a uno o dos días de navegación. Hace unos minutos sólo
veía mar abierto en esa dirección. Quizá las montañas han surgido en este
preciso momento, pero es más probable que la isla, girando con lentitud en las
corrientes, sólo se haya vuelto, permitiéndome ver las montañas. Esa debe ser
la respuesta. Me quedo quieto durante un largo rato y me parece que ahora
observo esas montañas desde un ángulo y poco después desde otro distinto. ¿De
qué otra forma explicar esos efectos de paralaje? La isla va libremente a la
deriva. Se mueve, y yo me muevo con ella, sobre el pecho del mar invariable.
El famoso y
joven terapeuta norteamericano Richard Björnstrand inició su tratamiento experimental
de Miss April Lowry el 3 de agosto de 1987. Quince dias después se había
identificado el punto de perturbación y el doctor Björnstrand recomendó un
tratamiento de penetración de conciencia, una técnica que ha ido ganando
popularidad en los Estados Unidos. Inicialmente, el médico de cabecera de Miss
Lowry se opuso a la sugerencia, pero posteriores consultas demostraron el valor
potencial de tal aproximación y los procedimientos de entrada se iniciaron el
19 de septiembre. Esperamos otros informes del doctor Björnstrand a medida que
se desarrolla el proyecto.
—¿Pero qué
ocurrirá si te enamoras de ella? —preguntó Leonie.
—¿Y qué?
—repliqué yo—. Los terapeutas siempre se están enamorando de sus pacientes.
Reich se casó con una de sus pacientes y lo mismo hizo Fenichel, y docenas de
otros analistas tuvieron asuntos amorosos con sus pacientes. Hasta Freud, que
no los tuvo, se sabe que observó…
—Freud vivió
hace mucho tiempo —dijo Leonie.
Ahora ya he
dado la vuelta a la isla. He tardado cuatro horas en circunvalarla, puesto que
el sol estaba casi directamente sobre mí cuando empecé, y ahora ha descendido
más de medio camino en el horizonte. Supongo que en estas latitudes el sol se
pone bastante pronto, quizás a las seis y media, incluso en verano.
Durante toda mi
caminata de esta tarde la isla mantuvo un curso firme, con uno de sus lados
vuelto constantemente hacia el mar, y el otro hacia esa oscura costa bordeada
de montañas. Sin embargo ha seguido a la deriva, puesto que se han producido
pequeñas oscilaciones en la posición de las montañas con respecto a la isla, y
porque la propia costa montañosa parece ir acercándose gradualmente, aunque eso
puede ser una ilusión. Los rostros aparecen y desaparecen y vuelven a surgir en
las zonas bajas del cielo, sin ningún programa predecible de acontecimiento o
identidad: April, Irene, April, Irene, Irene, April, April, Irene. A veces me
sonríen, otras veces no. En una de esas ocasiones creí ver a Irene guiñándome
un ojo; volví a mirar y el rostro era el de April.
La isla, aunque
bastante pequeña, posee varias zonas geográficas distintas. En el lado al que
llegué primero procedente del mar, hay una hilera de palmeras muy apretadas
cuyas copas se tocan, más allá de la cual la playa desciende hacia el mar.
Arbitrariamente he considerado que esa parte de la isla es el este. La parte occidental es baja y
seca, y la vegetación es una maraña de matorrales bajos. En la parte norte hay
una elevada cresta de coral, de cara aplanada y torcida hacia dentro, que
desciende profundamente en el agua. Pequeñas olas blancas baten incansablemente
contra las redondeadas agujas y bóvedas de ese elevado muro de coral.
La costa sur de
la isla tiene dunas muy similares a las del Sahara, con sus crestas
amarillo-rosadas desplazándose muy ligeramente mientras las observo. Hacia el
interior, la isla se eleva hasta un pequeño pico que quizás tenga cincuenta
metros sobre el nivel del mar, y evidentemente hay profundas bolsas de agua de
lluvia retenida en la piedra arcillosa, porosa y erosionada de la zona situada
bajo la superficie, porque la vegetación es profusa y vigorosa. En varios
puntos he emprendido breves inspecciones hacia el interior, llegando en un
sitio a una zona pantanosa de ruidosas y sorbentes arenas movedizas, en otro
lugar a un frío y oscuro claro entrecruzado con túneles y túmulos de termitas,
y en otro a un bosquecillo de árboles de ramas anchas y frutos pequeños.
En conjunto, el
lugar es maravilloso. Dispondré de alimentos y bebida suficiente, y también hay
refugios. Pero a pesar de todo, ya suspiro por llegar al fin del viaje. Los
desnudos y agudos picos de las montañas del continente se acercan cada vez más;
algún día llegaré a la costa, y entonces empezará mi verdadero trabajo.
La esencia de
la terapia de esta clase es el riesgo. El terapeuta debe estar preparado para
enfrentarse con fuerzas que están mucho más allá de su propia resistencia,
esforzándose por resolver los problemas sabiendo que éstos pueden muy bien
vencerle. La paciente, por su parte, tiene que aceptar el conocimiento de que
la intrusión del terapeuta en su conciencia puede producir amplias alteraciones
de la personalidad, y no todas ellas para mejorar.
Un día
desconcertante. El amanecer ha estado manchado de rojo con venas púrpuras, y
mostraba un cielo hinchado, grotesco, traumático. Después se levantaron grandes
vientos; las palmeras se doblaron y rozaron, y muchas palmas fueron arrancadas.
Siguió luego un período de calma. Temía que hubiera árboles derribados y
grandes olas de marea, y penetré hacia el interior de la isla durante media
hora, instalándome finalmente en una especie de anfiteatro natural de viejo
coral muerto, como un amplio cuenco erosionado por el tiempo y surgido del mar
hacía milenios. Aquí esperé la mañana.
Hacia el
mediodía unas nubes grises y espesas oscurecieron el cielo. Tuve una sensación
de amenaza, como si unos poderes irresistibles estuvieran reuniendo sus
fuerzas, tal y como siento a veces cuando escucho ese tenso y corto pasaje
orquestal en el Agnus Dei de la Missa
Solemnis. Instantes después descendían sobre mí el granizo, la lluvia,
aguanieve, viento fuerte, furioso calor, incluso nieve… Toda clase de meteoros
a la vez. Pensé que la tierra iba a abrirse lanzando sobre mí su magma.
Pero pasó todo
en cinco minutos, y se desvaneció todo rastro de la tormenta. Las nubes se
abrieron. Salió el sol, con aspecto suave e inocente; pájaros de muchos
plumajes revoloteaban en el aire, gorjeando dulcemente. Los rostros de Irene y
April, infinitamente reduplicados, parpadeaban contra el fondo del cielo. La
costa montañosa parecía clavada en el horizonte, sin acercarse más, sin
alejarse tampoco, como si los tumultos del día hubiesen hecho que la
aterrorizada isla echara raíces.
Lluvia durante
la noche, cálida y vaporosa. Nubes de mosquitos. Un diabólico sonido zumbante,
resbaladizamente resonante, invadiéndolo todo. Me quedé finalmente dormido. Me
despertó un sonido como un poderoso trueno, y observé un sol enormemente
distorsionado elevándose lentamente por el oeste.
Estábamos
sentados ante la mesa de madera roja, en el patio de Donald: Irene, Donald,
Erik, Paul, Anna, Leonie y yo. Paul y Erik bebían bourbon, y el resto de nosotros sorbíamos shine, la nueva bebida, esencia de cannabis mezclada
―creo― con gaseosa y jarabe de fresa. Estábamos muy entonados.
—No hay razón
alguna —dije— para que no aprovechemos los últimos progresos técnicos. Aquí
está esta joven desafortunada, sufriendo una enfermedad psicológica
indeterminada pero paralizadora, y dispongo de la posibilidad de penetrar en su
alma y…
—¿Entrar dónde?
—preguntó Donald.
—En su
conciencia, en su ánimo, en su espíritu, en su mente, en su como quieras
llamarle.
—No le
interrumpas —dijo Leonie, dirigiéndose a Donald.
—Por lo menos
—preguntó Irene—, ¿estarás dispuesto a traérsela a Erik para que dé primero una
opinión imparcial?
—¿Y qué te hace
pensar que Erik es imparcial? —preguntó Anna.
—Al menos trato
de serlo —dijo Erik con frialdad—. Sí, tráemela, doctor Björnstrand.
—Sé muy bien lo
que me dirás.
—De todos
modos, tráemela.
—¿No es esto
terriblemente peligroso? —preguntó Leonie—. Quiero decir, supón que tu mente se
queda empantanada en medio de la suya, Richard.
—¿Empantanada?
—¿No es eso
posible? En realidad, no sé nada sobre el proceso, pero…
—Sólo penetraré
en ella en el sentido más metafórico —dije.
Irene se echó a
reír. Anna preguntó:
—¿Crees de
veras en eso?
Dirigió una
tímida mirada hacia Irene y ésta se limitó a sacudir la cabeza.
—No me preocupo
por la fidelidad de Richard —dijo, arrastrando las palabras.
Hoy, su rostro
llena el cielo. April, Irene, quien sea. Ella eclipsa el sol e ilumina el día
con su propia y extraordinaria luminosidad.
El curso de la
isla se ha invertido, y ahora navega a la deriva hacia el mar. Durante tres
días he observado cómo las montañas del continente se fueron haciendo cada vez
más pequeñas. Evidentemente las corrientes han cambiado, o quizás hay zonas de
resistencia cerca de la costa, destinadas a mantener alejadas a las islas
errantes como la mía. Tengo que encontrar un camino para enfrentarme con esto.
Estoy convencido de que no puedo hacer nada por April a menos que llegue al
continente.
He penetrado en
un lugar tranquilo donde el mar es un espejo y el aire sofocante refleja las
imágenes reflejadas, en una regresión infinitamente desconcertante. Ahora, no veo
ningún otro rostro excepto el mío, y lo veo en cualquier parte. Un millón de
versiones de mí mismo danzando en la vaporosa neblina. Mis mandíbulas muestran
barba de varios días, y hay una luminosa banda roja de quemadura solar a través
de mi nariz y de la parte superior de mis mejillas. Sonrío burlonamente, y las
multitudinarias imágenes me sonríen burlonamente. Extiendo la mano hacia ellas,
y ellas extienden las manos hacia mí. No hay tierra a la vista, no hay otras
islas… no hay nada, a excepción de este muro de reflexiones. Me siento como si
estuviera acorralado dentro de una caja de metal pulimentado. Mi brillante
imagen infesta la ardiente atmósfera. Tengo una constante sensación sofocante;
me siento invadido por una terrible languidez; rezo para que se produzcan
huracanes, trombas de agua, convulsiones del lecho oceánico, cualquier clase de
cataclismo que rompa esta salvaje tensión de claustrofobia.
¿Es Irene mi
esposa? ¿Mi amante? ¿Mi compañera? ¿Mi amiga? ¿Mi hermana?
Estoy dentro de
la conciencia de April, e Irene es una quimera.
Se me ha
empezado a ocurrir que esto puede ser mi terapia, antes que la de April.
Me he puesto a
trabajar para crear maquinaria que me devuelva hacia el continente. Durante
toda esta semana he estado derribando concienzudamente palmeras utilizando una
serie de blandas hachas de mano despuntadas, tomadas de bloques de coral
muerto. Llevando los árboles hacia un promontorio situado en la cara sur de la
isla, enlazándolos con lianas, colocándolos en el agua de modo que se proyectaran
desde ambos lados del promontorio, forman como los remos de una galera. Tirando
de una liana insólitamente gruesa que corre por el centro de toda la
construcción, soy capaz de hacerlos funcionar como remos; y he atado esa liana
maestra a una palmera insólitamente masiva que surge del risco central del
promontorio. En realidad, lo que he construido es una especie de máquina que se
impulsa a sí misma; las corrientes, agitando las copas de mis palmeras caídas,
imprimen una tensión a las lianas que las unen, y la resistencia del enorme
árbol central al estirón de la liana maestra hace que los árboles caídos barran
el agua, impulsando a toda la isla hacia la costa. A través de una actividad
llena de propósito, dijo Goethe, justificamos nuestra existencia a los ojos de
Dios.
Los «remos»
trabajan bien. Una vez más, me dirijo hacia el continente, muy rápidamente
hacia el continente. Incluso parece que demasiado rápidamente. Creo que puedo
haberme visto atrapado en una poderosa corriente.
La corriente ha
tomado definitivamente por su cuenta a mi isla, y estoy siendo impulsado
rápido, lo quiera o no. Me aproximo a la isla donde espera Escila. Esa es
seguramente Escila: esa criatura que está ahí delante. No hay forma de
evitarla; la fuerza del agua es inexorable y mis desamparados remos cuelgan
lánguidamente. El monstruo de muchos cuellos está sentado a la vista, sobre una
roca desnuda, enrollado en sí mismo, esperando. ¿Dónde me ocultaré? ¿Debo
arrastrarme hasta quedar situado debajo de los matorrales y acurrucarme allí
hasta que haya pasado junto a ella?
Mira ahí: seis
cabezas, cada una de ellas con tres filas de dientes puntiagudos y doce
extremidades tortuosas. Supongo que podría ocultarme, pero qué cobarde, qué
inútil sería. Me mostraré a ella.
Y permanezco de
pie en la orilla. Escucho sus terribles ladridos. ¿Cómo puedo defenderme contra
los colmillos de Escila? Irene me sonríe desde las bajas y lanosas nubes. Hay
un camino, parece decirme. Agarro una nube y le doy forma, hasta convertirla en
un simulacro de mí mismo. Mirad: aquí hay otro Björnstrand, tostado por el sol,
medio desnudo. Hago una segunda réplica, una tercera, completas, hasta la
barba; completas, hasta los lunares. Hago una docena. Son réplicas pasivas,
vacías, sin alma. ¿Lograrán engañarla? Ya veremos.
Ahora los
ladridos son feroces. Está cerca. Mi isla se mueve con rapidez por el canal.
¡Ataca, Escila, ataca! Los largos cuellos se elevan y caen, se elevan y caen.
Escucho los gritos de mis otros yos; veo sacudirse los brazos y piernas
mientras ella los agarra y los levanta. Después los devora. A mí, en cambio, me
perdona. Floto, pasando con seguridad ante la horrible bestia. El rostro de
April, infinitamente reduplicado en la bóveda azul situada sobre mí, está
sonriendo. He obtenido poder gracias a este encuentro. No necesito tener más
temores: me he hecho invulnerable. ¡Haz lo peor, océano! Llévame a Caribdis,
estoy preparado. Sí. Llévame a Caribdis.
El todo,
escribió D. H. Lawrence, es un extraño conjunto de partes aparentemente
incongruentes, que se deslizan las unas junto a las otras. Estoy de acuerdo.
Pero, desde luego, la incongruencia es más aparente que real, puesto que de
otro modo no habría todo.
Creo que ahora
ejerzo un control completo sobre la isla. Puedo volverla a diseñar para que
sirva a mis propósitos, y la he aerodinamizado, haciendo que adopte figura de
barco, puntiagudo en la proa, embotado en la popa. He sustituído mi
conglomerado de palmeras caídas; ahora, unas flexibles proyecciones de la
propia isla golpean el mar, impulsándome firmemente hacia el continente. Los
árboles de hoja ancha hacen más soportable el calor de! día. A una orden mía,
unas corrientes de agua fresca surgen de la arena, frías, relucientes.
Poco a poco,
voy extendiendo la esfera de mi control más allá del perimetro de la isla. He
establecido una zona libre de tiburones cercana a la costa, con un arrecife que
la rodea. En esa zona nado con perfecta seguridad, y cuando tengo hambre
acorralo tranquilamente a los peces con las manos, impulsándolos hacia la orilla.
Imagino
imágenes a partir de las nubes: April, Irene. Simulo los rasgos del doctor
Richard Björnstrand en el cielo junto a April e Irene, y las dos se me muestran
borrosas y se convierten en una sola mujer.
Acercándome
ahora a la costa. Dentro de un día o dos, estaré allí.
Esto es el
continente. Guío mi isla hacia una amplia ensenada en forma de media luna,
sobre la que desciende la sombra de las grandes montañas desnudas, que se
elevan desde el cercano interior como afilados dientes negros. La isla expulsa
un robusto cable leñoso que se ata a su propio amarradero; utilizando e! cable
como una plancha, desembarco en la orilla. El aire es más frío aquí. La
vegetación escasa y cactiforme: tambores espesos y carnosos, repletos de
espinas, de color púrpura, la mayoría de ellos más altos que yo. Golpeo uno con
un palo, y de él surge un fluido rosado pálido: lo pruebo y lo noto frío,
azucarado, vagamente intoxicante.
El fluido de
los cactos me mantiene durante un viaje de cinco días hacia la cumbre de la montaña
más próxima. Mis pies desnudos golpean contra la roca desnuda. Calor durante el
día, y un frío lunar por la noche; los cantos rodados crujen en el crepúsculo
cuando desaparece el calor. A mi espalda se extiende el mar, infinito,
silencioso. El aire está sembrado de rostros de mujeres ceñudas. Asciendo por
una lenta ruta espiral, deteniéndome con frecuencia a descansar y tomando
impulso hacia delante, hasta que al final me encuentro de través la espina más
elevada de la montaña.
Por el lado de
la isla, la montaña desciende gradualmente hacia un valle irregular y
tormentoso, salpicado de cantos rodados y hielo, y rasgado por brillantes lagos
blancos, como si fueran numerosas lesiones estrechas. Más allá hay una zona de
colinas en forma de senos bajos, poblada de árboles; desciende hacia las
tierras bajas centrales, de las que surge una temblorosa fuente de luz. Rápidas
explosiones fosforescentes de azul, dorado, verde y rojo se impulsan hacia el
aire, se atenúan y se pierden. No me atrevo a aproximarme a esa fuente; sé que
quedaría consumido por su feroz intensidad, puesto que es ahí donde se halla la
esencia de April, el furioso núcleo del alma que no debe ser invadido nunca por
otro.
Me vuelvo hacia
el mar y miro a mi izquierda, abajo, hacia la costa. Al principio no veo nada
extraordinario: una fila de bahías festoneadas, trozos de playa arenosa, una
línea blanca de oleaje, una revoloteante bandada de pájaros oscuros. Pero
entonces, a lo lejos en la costa, detecto un rasgo más notable. Dos largos y
delicados promontorios que surgen como dedos curvados, como un dedo gordo y un
índice que se inclinan el uno hacia el otro; y en el amplio golfo que forman,
el mar se agita frenéticamente, como si hirviera. En el vértice de la
perturbación, sin embargo, todo está tranquilo.
¡Allí! Allí
está Caribdis… ¡El vórtice del remolino!
Tardaría días
en llegar allí por tierra; la ruta marina será más rápida. Bajo apresuradamente
por las vertientes, regreso a mi isla y corto el cable que la sujeta a la
costa. Perversamente, el cable vuelve a unirse; alguna influencia maligna está
oponiéndose a mi poder. Corto; y el cable se une de nuevo. Corto; se une. Una y
otra y otra vez. Exasperado, produzco una fisura para fragmentar la isla de un
borde al otro, para aislar la zona donde se halla enraizado mi cable; todo el
segmento que rodea el anclaje se rompe, separándose, y permanece en la
ensenada, firmemente sujeto, mientras el resto de la isla se desplaza hacia el
mar abierto.
Espera…, el
proceso de fisión continúa por su propio impulso. La isla está criando como un
glaciar, desintegrándose, rompiéndose y separándose en enormes fragmentos.
Salto desesperadamente de un lado a otro evitando las grietas, manteniéndome
siempre en el sector más grande, esforzándome por reconstruir mi hogar
flotante, hasta que me doy cuenta de que no queda nada significativo de la
isla, sólo un trozo de roca coralina que cada vez disminuye más, partiéndose
una y otra vez.
Mi isla ahora
sólo tiene unos diez metros cuadrados. Cinco. Menos de cinco. Desaparecida.
Siempre le tuve
miedo al océano. Ese gran cuenco invertido de aguas frías, resonando con
estruendosos sonidos salados, infestado de oscuras plantas elásticas, habitado
por monstruos dentados… devoró mi espíritu, me consumió, llenándose a sí mismo
de mí. Desde luego, era el mismo mar septentrional que conocía y odiaba, el
triste y sucio Atlántico, lamiendo lentamente la costa de Massachusetts. Una
línea costera rocosa y negra, misterios impenetrables del agua, una línea de
desechos matinales, amontonándose en las escasas cuevas arenosas; una multitud
de cangrejos y corredores menores arrastrándose por todas partes. Mientras
nado, imagino bestias marinas poco amistosas husmeando alrededor de mis
colgantes piernas. Miré con disgusto hacia esa invisible y temblorosa confusión
de planctoncitos de garras peludas, esa quimera de filamentos fibrosos y
pequeñas antenas. Y temía sobre todo la lenta y perezosa agitación del kraken,
extendiendo con lentitud sus enormes tentáculos hacia arriba, hacia los botes
de la superficie. Y aquí estoy, a la deriva sobre los mares de mi propio pecho.
El rostro de April, en el cielo, muestra una sonrisa. El rostro de Irene se
contrae en un guiño.
Soy arrastrado
hacia el vórtice del remolino. Resulta innecesario nadar; el agua me lleva
hacia mi objetivo. Sin embargo, nado ―da lo mismo―, brazada tras
brazada, no entregándome para nada a la fuerza del mar. El primer promontorio
está surgiendo a la vista. Nado con más energía. No permitiré que el remolino
me capture; tengo que acudir a él por voluntad propia.
Ahora, nado y
nado alrededor de los giros exteriores de Caribdis. Éste es el lugar a través
del cual se filtra el espíritu: puedo ver el rostro pálido de April como una
máscara de plástico vacía, balanceándose, atraído hacia abajo, desapareciendo
con la barbilla por delante a través del vórtice del remolino, reapareciendo,
descendiendo una vez más, en un ciclo infinito de descensos y reapariciones,
regresos y resurrecciones. Tengo que seguirla.
No vale la pena
tratar de nadar aquí. Sólo puedo mantener los brazos y las piernas apretados y
someterme, mientras soy tragado nivel tras nivel por el vórtice del remolino,
hasta que llego al corazón del mismo y entonces… ¡suuussh!, el último
descenso. No una caída a plomo. La caída dura siempre. Y cayó desde la mañana hasta la tarde y desde la tarde hasta el
anochecer. Desciendo a través del corazón hueco del remolino, atrapado por
la monstruosa succión, hasta que bruscamente me encuentro en una oscura región
de aguas tranquilas y frías, muy por debajo de la superficie del mar. Me duelen
los pulmones; mi tórax, dilatado por una hinchada masa de aire caliente y
consumido, lanza enojadas protestas hacia mis sobacos. Me deslizo a lo largo de
la suave cara vertical de una montaña sumergida. Mis pies encuentran apoyo en
una repisa; continúo mi camino sobre ella y llego finalmente a la boca de una
cueva, situada en ángulo agudo contra la pared de piedra. Me caigo en su
interior.
Allí dentro
encuentro una habitación que es una bolsa llena de aire, húmeda, resbaladiza,
iluminada por algún inexplicable brillo interior. April está allí, acurrucada
contra el fondo de la cueva. Está desnuda, temblorosa, malhumorada, con el pelo
pegado en húmedas hebras a la pálida columna de su cuello. Al verme se levanta,
pero no avanza hacia mí. Sus pechos son pequeños, sus caderas estrechas, sus
muslos delgados; es el cuerpo de una niña.
Extiendo una
mano hacia ella.
—Vamos.
Salgamos de aquí nadando los dos juntos, April.
—No, es
imposible. Me ahogaré.
—Yo estaré
contigo.
—Aún así —me
replica—. Me ahogaré. Lo sé.
—¿Qué vas a
hacer entonces? ¿Simplemente quedarte aquí?
—Por el momento
sí.
—¿Hasta cuándo?
—Hasta que sea
seguro salir —me contesta.
—¿Y cuándo será
eso?
—Lo sabré.
—Entonces,
esperaré contigo, ¿de acuerdo?
No le doy
ninguna prisa. Finalmente, ella dice:
—Vamonos ahora.
En esta
ocasión, y ante mi propia sorpresa, soy yo quien duda. Es como si se hubiera
producido un intercambio de fortalezas en el interior de esta cueva, y yo
hubiera quedado debilitado. Retrocedo, pero ella me toma de la mano y me
conduce con firmeza hacia la boca de la cueva. Veo el agua girando en el
exterior, contenido ante nosotros porque no tiene forma de expeler la burbuja
de aire que llena nuestra bolsa en la cueva. April comienza a deslizarse por el
resbaladizo pasaje que nos aparta de la cueva. Se siente excitada, radiante,
con los ojos muy brillantes, respirando agitadamente.
—Vamos —dice—.
Ahora. ¡Ahora!
Salimos juntos
de la cueva.
El agua me
martillea. Boqueo, me sofoco, tropiezo. La presión es abrumadora. Mis tímpanos
gritan agudas quejas. Columnas de agua se introducen a la fuerza en las
ventanas de mi nariz. Noto el torbellino girando locamente muy por encima de
mí. Lleno de terror, me vuelvo y trato de alcanzar de nuevo la cueva, pero ésta
no me quiere admitir y reboto impotente contra un escudo de aire. Me dejo
engullir entonces por el agua. Estoy empezando a ahogarme, pienso; mis ojos no
producen imágenes. Débilmente, soy consciente de que April estira de mí,
sujetándome, impulsándome hacia arriba. ¿Qué hará, nadar a través del
torbellino desde abajo?
Todo es
oscuridad. Sólo percibo el contacto de su mano. Me esfuerzo por enfocar la
vista y por fin la veo, a través de un caos de color púrpura. ¡Cómo se parece a
Irene! ¿Quién es ella, April o Irene? Apenas importa. Ahora, mi única
preocupación es mi ahogo. No tardará en pasar. Déjame, le digo, déjame, déjame
ahogarme y sal tú de aquí. Sálvate. Sálvate tú. Sálvate tú. Pero ella no me
presta atención y continúa tirando de mí.
Salimos bruscamente
a la luz del sol.
Agitándonos en
la superficie, nos tostamos a un calor glorioso.
—¡Mira! —me
grita ella—. ¡Hay una isla! ¡Nada, Richard, nada! Estaremos allí en diez
minutos. Podremos descansar allí.
El rostro de
Irene llena el cielo.
—¡Nada! —me
urge April.
Lo intento. Me
he quedado sin fuerzas. Unas pocas brazadas, y caigo en un estado de estupor.
April, que al parecer no se ha dado cuenta, se encuentra muy por delante de mí,
avanzando enérgicamente sobre el agua, nadando hacia la isla. April, grito, April, April, ayúdame.
Pienso
en la playa, en la arena húmeda y caliente, en la fila de palmeras, en la
intrincada disposición de los blancos cantos del coral. Sí. Ya es hora de
regresar a casa. Irene me está esperando. ¡April! ¡April!
Ella se arrastra
sobre la orilla. Su forma, delgada y desnuda, brilla bajo la cálida luz del
sol.
¿April?
El mar se
apodera de mí. Me alejo, flotando estúpidamente, atraído de nuevo hacia el
vórtice del torbellino.
Abajo. Abajo.
No hay forma de luchar. April ha desaparecido. Sólo veo a Irene, temblando en
las olas. Abajo.
Esta fría y
oscura cueva. ¿Dónde estoy? No lo sé.
¿Quién soy? ¿El
doctor Richard Björnstrand? ¿April Lowry? ¿Ambos? ¿Ninguno de los dos? Creo que
soy Björnstrand. Lo era. Aquí, Dickie, Dickie, Dickie.
¿Cómo salgo de
aquí? No lo sé.
Esperaré. Tarde
o temprano, tendré la fuerza suficiente para salir nadando. Antes. O después.
Ya veremos.
¿Irene?
¿April?
Aquí, Dickie,
Dickie, Dickie. Aquí.
¿Dónde?
Aquí.
EL DYBBUK DE MAZEL TOV IV
Mi nieto David
pasará por su bar mitzvah la próxima
primavera. En nuestra familia, nadie ha pasado por este rito desde hace por lo
menos trescientos años; desde luego, no se ha hecho desde que nosotros, los
Levin, nos instalamos en el Antiguo Israel, el Israel de la Tierra, poco
después del holocausto europeo. No hace mucho tiempo, mi amigo Eliahu me
preguntó cómo me sentía con respecto al bar
mitzvah de David, si el pensar en ello me enojaba, si lo veía como un
elemento perturbador. No, le contesté: el chico es judío, después de todo; que
lo haga si lo desea. Estos son tiempos de transición y trastorno, como lo han
sido todos los tiempos. A David no lo atan las actitudes de sus antepasados.
—¿Desde cuando
no está atado un judío a las actitudes de sus antepasados? —preguntó Eliahu.
—Ya sabes lo
que quiero decir —repliqué.
En efecto, lo
sabía. Estamos ligados, pero seguimos siendo libres. Si hay algo que nos
gobierna desde el pasado es la propia atadura tribal, y no las filosofías de
aquellos que ya desaparecieron. Aceptamos aquello que elegimos aceptar; a pesar
de todo seguimos siendo judíos.
Yo procedo de
una familia a la que ha gustado siempre decir —especialmente a los gentiles—
que somos judíos, pero no judaicos. O sea que reconocemos y sentimos cariño por
nuestra antigua herencia, pero que no nos importa enredarnos en rituales
pasados de moda y en formas folklóricas periclitadas. Eso fue lo que declararon
mis propios antepasados, hasta aquellos Levin seculares que, hace tres siglos,
lucharon para ganar y conservar la libertad de la tierra de Israel ―me
refiero al Antiguo Israel―. Yo diría lo mismo aquí, si hubiera en este
mundo algún gentil a quien se le tuvieran que explicar estas cosas. Pero, desde
luego, en este Nuevo Israel situado en las estrellas, sólo estamos nosotros, no
hay gentiles en una docena de años luz a la redonda, a menos que se cuenten
como tales a nuestros vecinos los kunivaru.
¿Se puede
llamar propiamente gentiles a criaturas que no son humanas? No estoy seguro de
que el término pueda aplicarse en tal sentido. Además, los kunivaru insisten
ahora en que son judíos. La cabeza me da vueltas. Es un tema de gran
complejidad talmúdica, y Dios sabe bien que no soy talmudista. Hillel, Akiva,
Rashi, ¡ayudadme!
En cualquier
caso, cuando llegue el quinto día de Sivan, el hijo de mi hijo tendrá su bar mitzvah, y yo representaré el papel
de orgulloso abuelo tan piadosamente como hicieron los antiguos judíos durante
seis mil años.
Todas las cosas
están relacionadas. El que mi nieto vaya a pasar por un bar mitzvah es simplemente el último eslabón de una cadena de
acontecimientos que se remontan a… ¿cuándo? ¿Al día en que los kunivaru
decidieron abrazar el judaísmo? ¿Al día en que el dybbuk entró en el cuerpo del kunivaru Seúl? ¿Al día en que
nosotros, refugiados de la Tierra, descubrimos el fértil planeta que a veces
llamamos Nuevo Israel y que otras veces denominamos Mazel Tov IV? ¿Al día en
que se produjo el pogrom final en la
Tierra? Reb Yossele el Hasid diría que el bar
mitzvah de David quedó determinado el día en que el Señor Dios formó a Adán
del barro, pero creo que eso sería exagerar un poco las cosas.
El día en que
el dybbuk tomó posesión del cuerpo de
Seúl, el kunivaru, fue probablemente cuando todo empezó. Hasta entonces, las
cosas se habían desarrollado sin demasiadas complicaciones aquí. Los Hasidim
tenían su asentamiento, nosotros los israelitas teníamos el nuestro, y los
nativos, los kunivaru, disponían del resto del planeta; y en general, todos nos
manteníamos apartados del camino de los demás. Pero todo cambió cuando el dybbuk llegó.
Eso sucedió
hace más de cuarenta años, en la primera generación después de la Llegada, el
noveno día del Tishri, en el año 6302. Yo estaba trabajando en los campos,
porque el Tishri es un mes de recolección. Hacía calor y yo trabajaba con
rapidez, cantando y tarareando. Mientras me movía por las largas hileras de
vainas crepitantes, tirando de las que estaban listas para ser recogidas, un
kunivaru apareció en la cresta de la colina desde la que se domina nuestro kibbutz. Parecía sentirse muy
angustiado, porque bajó la ladera de la colina tambaleándose y dando traspiés
con una extraordinaria torpeza, tropezando con sus cuatro patas, como si apenas
supiera manejarlas. Cuando llegó a unos cien metros de donde me encontraba,
gritó:
—¡Shimon! ¡Ayúdame, Shimon! ¡En el nombre de Dios, ayúdame!
Observé varias
cosas extrañas en este grito y las percibí de modo gradual, siendo la primera
la más trivial. Parecia extraño que un kunivaru se dirigiera a mí por mi
nombre, pues suelen ser gentes muy formales. Aún parecía más extraño que un
kunivaru me hablara en un hebreo bastante decente, porque en aquella época
ninguno había aprendido aún nuestra lengua. Pero lo más extraño de todo —y eso
fue lo que percibí con mayor lentitud— fue que el kunivaru tuviera la misma
voz, profunda y resonante, de mi querido amigo muerto Joseph Avneri.
El kunivaru
penetró tambaleándose en la parte cultivada del campo y se detuvo, temblando
terriblemente. Su fina piel verde se hallaba empastada en grumos llenos de
sudor y sus grandes ojos dorados rodaban y bizqueaban de un modo
fantasmagórico. Permaneció allí, asentado sobre sus cuatro patas,
desplegándolas bajo las cuatro esquinas de su fornido cuerpo, como las patas de
una mesa y apretando sus largos y poderosos brazos alrededor de su pecho.
Reconocí al kunivaru como a Seúl, un subjefe del pueblo local, con quien
nosotros, los del kibbutz, habíamos mantenido tratos ocasionales.
—¿Qué ayuda
puedo ofrecerte? —le pregunté—. ¿Qué te ha ocurrido, Seúl?
—Shimon…
Shimon… —un terrible gemido me llegó, procedente del kunivaru—. ¡Oh, Dios!
Shimon, ¡no se puede creer! ¿Cómo puedo soportar esto? ¿Cómo puedo siquiera
comprenderlo?
No cabia la
menor duda. El kunivaru estaba hablando con la voz de Joseph Avneri.
—¿Seúl?
—pregunté, con vacilación.
—Mi nombre es
Joseph Avneri.
—Joseph Avneri
murió hace un año, el último Elul. No me había dado cuenta de que eras un mimo
tan excelente, Seúl.
—¿Mimo? ¿Y tú
me hablas de mímica, Shimon? No se trata de mímica alguna. Soy tu Joseph,
muerto, pero todavía consciente, arrojado por mis pecados en este monstruoso
cuerpo extraño. ¿Eres lo bastante judío como para saber lo que es un dybbuk, Shimon?
—Un fantasma
errante, sí, que toma posesión del cuerpo de un ser vivo.
—Pues me he
convertido en un dybbuk.
—Ya no hay
dybbuks. Son fantasmas surgidos del folklore medieval —le dije.
—Pues estás
escuchando la voz de uno.
—Eso es
imposible —repliqué.
—Estoy de
acuerdo, Shimon, estoy de acuerdo —su voz sonaba ahora más tranquila—. Es
completamente imposible. Yo tampoco creo en los dybbuks, como no creo en Zeus,
ni en el Minotauro, ni en los hombres-lobo o las gorgonas. Pero ¿de qué otro
modo puedes explicar mi existencia?
—Tú eres Seúl,
el kunivaru, que está representando un truco muy hábil.
—¿De veras lo
crees así? Escúchame Shimon: te conocí cuando éramos jóvenes en Tiberias. Te
rescaté cuando estábamos pescando en el lago y nuestro bote se dio media
vuelta. Estaba contigo el día en que te encontraste con Leah, con la que te
casaste. Fui el padrino de tu hijo Yigal. Estudié contigo en la universidad de
Jerusalén. Huí contigo en los feroces días del pogrom final. Permanecí contigo, vigilando a bordo del Arca,
durante los años de nuestro vuelo fuera de la Tierra. ¿Recuerdas, Shimon?
¿Recuerdas Jerusalén? La Ciudad Vieja, el monte de los Olivos, la tumba de
Absalón, el Muro de los Lamentos… ¿Acaso crees que un kunivaru puede conocer el
Muro de los Lamentos, Shimon?
—No hay
supervivencia de la conciencia después de la muerte —repliqué, con tenacidad.
—Hace un año,
habría estado de acuerdo contigo. ¿Quién soy yo, sin embargo, si no soy el
espíritu de Joseph Avneri? ¿Cómo puedes explicar mi existencia de otro modo?
¡Dios mío! ¿Crees que yo deseo creer
esto, Shimon? Ya sabes lo burlón que yo era… Pero esto es real.
—Quizás estoy
experimentando una alucinación muy vívida.
—Entonces llama
a los otros. Si diez personas tienen la misma alucinación, ¿seguirá siendo una
alucinación? ¡Sé razonable, Shimon! Aquí estoy, ante ti, contándote cosas que
sólo yo podría saber, y tú niegas quién soy…
—¿Qué sea
razonable? —pregunté—. ¿Y qué tiene que ver la razón con esto? ¿Acaso esperas
que crea en fantasmas, Joseph, en demonios errantes, en dybbuks? ¿Acaso soy un
campesino supersticioso, recién salido de los bosques polacos? ¿Acaso estamos en
los tiempos medievales?
—Me acabas de
llamar Joseph —observó, con tranquilidad.
—Difícilmente
puedo llamarte Seúl si hablas con esa voz.
—¡Entonces me
crees!
—No.
—Mira, Shimon,
¿has conocido alguna vez a un escéptico mayor que Joseph Avneri? La Torá no servía
de nada para mí; siempre decía que Moisés era un personaje ficticio. Aré los
campos en el Yom Kippur, reí acerca
del rostro no existente de Dios. ¿Qué es la vida, decía yo? Y yo mismo me
contestaba: un simple accidente, un fenómeno biológico transitorio. Y, sin
embargo, aquí estoy. Recuerdo el momento de mi muerte. Durante todo un año, he
estado errando por este mundo, sin cuerpo, percibiendo las cosas, incapaz de
comunicarme. Y hoy me encuentro atrapado en el cuerpo de esta criatura, y sé
que soy un dybbuk. Si yo creo,
Shimon, ¿cómo puedes dudarlo tú? En nombre de nuestra amistad, ¡ten fe en lo
que te digo!
—¿Te has
convertido de veras en un dybbuk?
—Me he
convertido en un dybbuk —me contestó.
Me encogí de
hombros.
—Muy bien,
Joseph. Eres un dybbuk. Es una locura, pero te creo.
Miré entonces
con asombro al kunivaru. ¿Le creía? ¿O creía que estaba creyendo? Pero… ¿cómo
podía no creer? No había otra forma de explicar el hecho de que la voz de
Joseph Avneri procediera de la garganta de un kunivaru. El sudor empezó a
recorrerme el cuerpo. Me encontraba frente a frente con lo imposible, y toda mi
filosofía se vio conmocionada. Ahora, cualquier cosa sería posible: Dios podría
aparecer en una zarza ardiente, el sol podría detenerse en el cielo…
No, me dije. Cree
solamente en una cosa irracional a la vez, Shimon. Evidentemente, hay dybbuks;
pues muy bien: hay dybbuks. No obstante, todo lo demás, lo que pertenece al
mundo invisible, sigue siendo irreal, al menos hasta que se manifieste.
—¿Por qué crees
que te ha ocurrido esto precisamente a ti? —le pregunté.
—Sólo puede
tratarse de un castigo.
—¿Por qué,
Joseph?
—Por mis
experimentos. Ya sabías que estaba haciendo investigaciones sobre el
metabolismo de los kunivaru, ¿verdad?
—Sí, desde
luego, pero…
—¿Sabías que llevé
a cabo experimentos quirúrgicos con kunivarus vivos en nuestro hospital? ¿Que
utilicé pacientes sin informarles, ni a ellos ni a nadie más, para efectuar
estudios prohibidos? Se trató de vivisecciones, Shimon.
—¿De qué?
—Había cosas
que necesitaba saber, y sólo existía un medio de poder descubrirlas. La sed de
conocimientos me condujo al pecado. Me dije a mí mismo que aquellas criaturas
estaban enfermas, que, de todos modos, no tardarían en morir, y que podría
beneficiar a todo el mundo el que las abriera mientras seguían viviendo,
¿comprendes? Además… no eran seres humanos, Shimon, sólo eran animales.
Animales muy inteligentes, cierto, pero aún así…
—No, Joseph.
Puedo creer con mayor facilidad en los dybbuks de lo que puedo creer esto que
me dices. ¿Tú, haciendo esas cosas? ¿Mi sereno y racional amigo, un científico,
un sabio? —me estremecí y me aparté unos pasos de él—. ¡Auschwitz! —grité—.
¡Büchenwald! ¡Dachau! ¿Significan esos nombres algo para ti? «Ellos no eran
seres humanos», dijo el cirujano nazi. «Sólo eran judíos, y era mucha nuestra
necesidad de conocimientos científicos»… Eso ocurrió hace sólo trescientos
años, Joseph. Y ahora tú, un judío, un judío del pueblo, haces…
—Lo sé, Shimon.
Lo sé. Ahórrame esa filípica. Pequé terriblemente, y por mis pecados se me ha
dado este cuerpo grotesco, este cuerpo grande, horrible y pesado, estas cuatro
patas que apenas si puedo coordinar, esta espina encorvada, este caliente y estúpido pelaje. Sigo sin creer en
Dios, Shimon, pero me parece que creo en alguna especie de fuerza compensadora
que equilibra las cuentas en este universo, y la cuenta se ha equilibrado en
mí…
»¡Oh, sí,
Shimon! Hoy he pasado seis horas de terror y aversión, como jamás había soñado
que podría llegar a experimentar. Entrar en este cuerpo, freírme en este calor,
errar por esas colinas atrapado en tal masa de carne, sentirme bombardeado por
las percepciones sensoriales de un ser tan extraño… ha sido un verdadero
infierno, te lo aseguro sin la menor exageración. De no haber sido ya cadáver,
me habría muerto por la conmoción durante los diez primeros minutos. Sólo
ahora, al verte, al hablarte, empiezo a poder controlarme. Ayúdame, Shimon.
—¿Qué quieres
que haga?
—Sácame de
aquí. Esto es un tormento. Soy un hombre muerto; tengo derecho a descansar del
mismo modo que descansan los otros muertos. Libérame, Shimon.
—¿Cómo?
—¿Cómo, dices?
¿Cómo? ¿Acaso crees que lo sé yo? ¿Es que soy un experto en dybbuks? ¿Debo
dirigir mi propio exorcismo? Si supieras el esfuerzo que exige simplemente el
mantener este cuerpo erecto, el hacer que esta lengua forme las palabras
hebreas, el decir cosas de modo que tú puedas comprenderlas…
De pronto, el
kunivaru cayó sobre sus rodillas, un proceso lento, complejo y difícil de
realizar, que me recordó la forma en que se posaban sobre el suelo los camellos
de la Vieja Tierra. La extraña criatura empezó a farfullar, gemir y mover sus
brazos de un lado a otro; apareció espuma en sus amplios y elásticos labios.
—¡Por el amor
del cielo, Shimon! —gritó Joseph—. ¡Libérame!
Llamé a mi hijo
Yigal, que llegó corriendo desde el otro extremo de los campos; es un joven
flaco y saludable, de sólo once años de edad, pero dotado ya de piernas largas
y un cuerpo fuerte. Sin entrar en detalles, le señalé al sufriente kunivaru y
le dije que pidiera ayuda al kibbutz. Pocos minutos después regresó, al frente
de siete u ocho hombres —Abrasha, Itzhak, Uri, Nahum y algunos otros―;
necesitamos de todas nuestras fuerzas para elevar al kunivaru hasta el vagón de
una recolectora y transportarlo al hospital. Dos de los médicos —Moshe Shiloah
y algún otro— empezaron a examinar al extraño enfermo, y envié a Yigal al
pueblo kunivaru para decirle al jefe que Seúl había sufrido un colapso en
nuestros campos.
Los médicos
diagnosticaron el problema con rapidez: un caso de postración debido al calor.
Estaban discutiendo la clase de inyección que deberían aplicarle al kunivaru
cuando Joseph Avneri, rompiendo un silencio que duraba desde que Seúl se
cayera, anunció su presencia en el cuerpo del kunivaru. Uri y Nahum habían
permanecido en la sala del hospital, conmigo; no deseando que esta locura se
convirtiera en materia de conocimiento general en el kibbutz, me los llevé
afuera y les pedí que olvidaran los delirios que acababan de escuchar. Cuando
regresé, los médicos estaban muy ocupados con sus preparativos y Joseph les
explicaba pacientemente que él era un dybbuk que había tomado posesión
involuntaria del cuerpo del kunivaru.
—El calor ha
vuelto completamente loca a esta pobre criatura —murmuró Moshe Shiloah, introduciendo
una enorme aguja en uno de los muslos de Seúl.
—¡Haz que me
escuchen! —me pidió Joseph.
—Ustedes
conocen esa voz —les dije a los médicos—. Algo muy insólito ha sucedido aquí.
Pero no estaban
más dispuestos a creer en dybbuks que en ríos capaces de discurrir hacia
arriba. Joseph siguió protestando, y los médicos continuaron llenando
metódicamente el cuerpo de Seúl con sedantes, restauradores y otros
medicamentos. Ni siquiera le prestaron atención cuando Joseph empezó a hablar
de los chismes del kibbutz correspondientes al año anterior: quién había estado
acostándose con quién y a espaldas de quién; quién había estado sacando
ilícitamente mercancías del almacén de la comunidad para vendérselas a los
kunivaru, etc. Era como si tuvieran tanta dificultad en creer que un kunivaru
pudiera hablar hebreo, que ya se sentían incapaces de aceptar algún sentido a
lo que él estaba diciendo y que Seúl, en su delirio, adoptaba la voz de Joseph.
De repente, Joseph elevó su voz por primera vez, diciendo en un tono muy alto y
enojado:
—¡Usted, Moshe Shiloah! A bordo del Arca le encontré en la cama con la
esposa de Teviah Kohn, ¿recuerda? ¿Cree que un kunivaru habría sabido eso?
Moshe Shiloah
abrió la boca, sin decir nada, enrojeció y dejó caer la aguja hipodérmica. El
otro médico se quedó casi tan asombrado como él.
—¿Qué es esto?
—preguntó Moshe Shiloah—. ¿Cómo puede ser?
—¡Niegúeme
ahora! —rugió Joseph—. ¿Me puede negar ahora?
Los médicos
tenían ahora el mismo problema de aceptación con el que yo me había enfrentado,
y hasta con el que el propio Joseph había tenido que superar. Todos nosotros
éramos hombres racionales de este kibbutz,
y lo sobrenatural no ocupaba lugar alguno en nuestras vidas. Pero no había
forma de argumentar en contra del fenómeno. Escuchábamos la voz de Joseph
Avneri surgiendo de la garganta de Seúl, el kunivaru, y la voz decía cosas que
sólo Joseph podría haber dicho, y ya hacía más de un año que Joseph estaba
muerto. Se le podía llamar un dybbuk, una alucinación, o cualquier otra cosa.
Pero no podía ignorarse la presencia de Joseph allí.
Mientras
cerraba la puerta con llave, Moshe Shiloah me dijo:
—Tenemos que
solucionar esto de algún modo.
Tensamente
discutimos la situación. Estuvimos de acuerdo en que se trataba de una cuestión
delicada y difícil. Joseph, rabioso y torturado, exigía que le exorcisaran y
que se le permitiera dormir el sueño de los muertos; a menos que le
aplacáramos, podía hacernos sufrir a todos. En su dolor, en su furia, podía
decir cualquier cosa, podía revelar todo lo que sabía sobre nuestras vidas
privadas; un hombre muerto se encuentra más allá de todas las reglas de común
decencia de la sociedad. No podíamos exponernos a eso.
Pero ¿qué
podíamos hacer con él? ¿Encadenarlo en algún edificio apartado y ocultarlo en
un solitario confinamiento? Difícilmente. El desgraciado Joseph se merecía un
trato mejor por nuestra parte, y también había que considerar a Seúl, al pobre
y suplantado Seúl, al involuntario anfitrión del dybbuk. No podíamos mantener a
un kunivaru en el kibbutz, ya fuera prisionero o libre, aún cuando su cuerpo
alojara el espíritu de uno de los nuestros; y tampoco podíamos permitir que el
cuerpo de Seúl regresara al pueblo de los kunivaru con Joseph como furioso
pasajero atrapado en su interior.
¿Qué hacer?
Separar el alma del cuerpo, de algún modo: devolver a Seúl a su totalidad y
enviar a Joseph al limbo de los muertos. Pero ¿cómo? En la farmacopea habitual
no existía nada sobre los dybbuks… ¿Qué hacer? ¿Qué hacer?
Envié a buscar
a Shmarya Asch y a Yakov Ben-Zion, que se encontraban ese mes a la cabeza del
consejo del kibbutz, así como a Shlomo Feig, nuestro rabino, un hombre sagaz y
enérgico, muy poco ortodoxo en su ortodoxia, casi tan secular como el resto de
nosotros. Interrogaron ampliamente a Joseph Avneri y él les explicó todo el
cuento, sus escandalosos experimentos secretos, su año post mortem como espíritu errante y su repentina y dolorosa
encarnación en el interior de Seúl. Finalmente, Shmarya Asch se volvió hacia
Moshe Shiloah y le espetó:
—Tiene que haber
alguna terapia para un caso así.
—No conozco
ninguna.
—Esto es
esquizofrenia —dijo Shmarya Asch con su actitud habitual, firme y dogmática—. Y
existen curas para la esquizofrenia. Hay drogas, electrochoques, hay… Usted
conoce mejor que yo esas cosas, Moshe.
—Esto no es
esquizofrenia —replicó Moshe Shiloah—. Esto es un caso de posesión demoníaca.
No poseo la menor experiencia en el tratamiento de tales casos.
—¿Posesión
demoníaca? —gritó Shmarya—. ¿Es que ha perdido la razón?
—Serenidad,
serenidad, por favor —pidió Shlomo Feig, cuando todo el mundo empezó a gritar
al mismo tiempo. La voz del rabino sonó agudamente entre el tumulto y nos
silenció a todos. Era un hombre de gran fortaleza, tanto física como moral.
Todo el kibbutz se volvía inevitablemente hacia él en busca de guía, aunque no
había entre nosotros prácticamente ninguno que observara los grandes ritos del
judaísmo—. A mí esto me resulta tan difícil de comprender como a ustedes
—dijo—, pero la evidencia triunfa sobre mi escepticismo. ¿Cómo podemos negar
que Joseph Avneri ha regresado como un dybbuk? Moshe, ¿no conoce usted algún
medio para lograr que este intruso abandone el cuerpo del kunivaru?
—Ninguno
—contestó Moshe Shiloah.
—Quizás los
propios kunivarus conozcan un medio —sugirió Yakov Ben-Zion.
—Exactamente
—dijo el rabino—. Es mi siguiente punto. Estos kunivaru son un pueblo
primitivo. Viven más cercanos que nosotros al mundo de la magia y de la
brujería, de los demonios y los espíritus; nuestras mentes han sido educadas en
los hábitos de la razón. Quizás entre ellos se produzcan con cierta frecuencia
tales casos de posesión. Quizá conozcan técnicas para alejar a los espíritus no
deseados… Dirijámonos a ellos y permitamos que sean ellos mismos quienes curen
a alguien de su propia raza.
Yigal no tardó
mucho en llegar, trayendo consigo a seis kunivaru, incluyendo a Gyaymar, el
jefe del pueblo. Llenaron la pequeña sala del hospital, moviéndose de un lado a
otro como una delegación de enormes y peludos centauros. Me sentí oprimido por
el olor acre que producían tantos de ellos en un espacio tan reducido, y aunque
siempre se habían mostrado amistosos para con nosotros ―no oponiendo ni
una sola objeción cuando aparecimos como refugiados para asentarnos en su
planeta―, entonces sentí miedo de ellos como no lo había sentido nunca
con anterioridad. Arremolinándose alrededor de Seúl, hicieron preguntas sobre
él y su propia flexibilidad de lenguaje, y cuando Joseph Avneri contestó en
hebreo, murmuraron cosas entre sí, de modo ininteligible para nosotros.
Entonces, inesperadamente, se escuchó la voz de Seúl, hablando en contenidos
monosílabos espásticos que revelaban la terrible conmoción que debía haber
sufrido su sistema nervioso; a continuación, el extraño ser se desvaneció y fue
Joseph Avneri quien habló una vez más por los labios del kunivaru, pidiendo
perdón y solicitando la liberación de su estado.
Volviéndose
hacia Gyaymar, Shlomo Feig preguntó:
—¿Han sucedido
antes estas cosas en este mundo?
—¡Oh, sí, sí!
—replicó el jefe—. Muchas veces. Cuando muere uno de nosotros teniendo un alma
culpable se le niega el reposo, y el espíritu puede emprender extrañas
migraciones antes de que le llegue el perdón. ¿Cuál fue la naturaleza del
pecado de este hombre?
—Sería difícil
de explicar a alguien que no sea judío —contestó el rabino apresuradamente,
desviando la mirada—. Lo importante es saber si ustedes disponen de algún medio
de deshacer lo que ha caído sobre el infortunado Seúl, cuyo sufrimiento
lamentamos todos.
—Disponemos de
un medio, sí —contestó Gyaymar, el jefe.
Los seis
kunivaru elevaron a Seúl sobre sus hombros y se lo llevaron del kibbutz; se nos
dijo que podíamos acompañarles si nos atrevíamos a hacerlo. Fuimos con ellos
Moshe Shiloah, Shmarya Asch, Yakov Ben-Zion, el rabino, yo y algunos otros.
Los kunivaru no
llevaron a su camarada hacia el pueblo, sino a una pradera situada varios
kilómetros al este, en dirección hacia el lugar donde vivían los Hasidim. Poco
después de nuestra Llegada, los kunivaru nos habían hecho saber que aquella
pradera era sagrada para ellos, y ninguno de nosotros había penetrado jamás
allí.
Se trataba de
un lugar encantador, verde y húmedo: una cuenca en suave declive, cruzada por
una docena de pequeñas y frías corrientes. Depositaron a Seúl junto a una de
las corrientes y después se internaron en los bosques que bordeaban la pradera,
para recoger leña y hierbas. Nosotros nos mantuvimos cerca de Seúl.
—Esto no
servirá de nada —murmuró Joseph Avneri más de una vez—. Es una pérdida de
tiempo, un estúpido gasto de energía.
Tres de los
kunivaru empezaron a construir una fogata. Dos de ellos permanecían sentados
cerca, desmenuzando las hierbas, haciendo montones de hojas, tallos y raíces.
Gradualmente fueron apareciendo más ejemplares de su raza, hasta que la pradera
quedó llena de ellos; parecía como si todo el pueblo, compuesto por unos
cuatrocientos kunivaru, se hubiera reunido allí para observar o participar en
el rito. Muchos llevaban consigo instrumentos musicales, trompetas y tambores,
carracas y badajos, liras y laúdes, arpas, tablas de percusión, flautas de
madera, todo ello muy intrincado y de caprichoso diseño; no habíamos sospechado
siquiera la existencia de tal complejidad cultural. Los sacerdotes —supongo que
eran sacerdotes, altos de estatura y dignos— llevaban ornados cascos
ceremoniales y pesados mantos dorados, hechos de la piel de una bestia marina.
Las gentes sencillas del pueblo llevaban cintas y. gallardetes, trozos de
tejidos brillantes, espejos pulimentados de piedra y otros elementos
ornamentales. Cuando se dio cuenta de lo elaborada que iba a ser la función,
Moshe Shiloah, antropólogo aficionado de corazón, regresó corriendo al kibbutz
para coger la cámara y el magnetofón. Regresó, sin respiración, en el justo
momento en que se iniciaba el rito.
Y fue un rito
glorioso: una enorme fogata, la picante fragancia de hierbas recién recogidas,
algunos bailes de movimientos pesados y casi orgiásticos, y un coro de melodías
duras, arrítmicas y a veces de tonos agudos. Gyaymar y el alto sacerdote del
pueblo ejecutaron un elegante canto antifonal, pronunciando largos melismas que
se entrelazaban unos con otros y rociando a Seúl con un fluido rosado de olor
dulzón que extraían de un incensario de madera barrocamente labrado. Nunca he
visto tan agitados a unos seres primitivos.
Pero la triste
predicción de Joseph demostró ser correcta; todo fue en vano. Dos horas de
intenso exorcismo no ejercieron el menor efecto. Cuando terminó la ceremonia
—las últimas señales de puntuación fueron cinco terribles gritos pronunciados
por el alto sacerdote—, el dybbuk seguía firmemente posesionado de Seúl.
—No me habéis
conquistado —declaró Joseph, con tono poco afable.
—Me parece
—admitió Gyaymar— que no tenemos poder para mandar sobre un alma terrena.
—¿Qué haremos
ahora? —preguntó Yakov Ben-Zion, sin dirigirse a nadie en concreto—. Han
fracasado nuestra ciencia y su brujería.
Joseph Avneri
señaló hacia el este, donde se encontraba el poblado de los Hasidim, y murmuró
algo confuso.
—¡No! —gritó el
rabino Shlomo Feig que se encontraba cerca del dybbuk en ese momento.
—¿Qué ha dicho?
—pregunté.
—No era nada
—contestó el rabino—. Una tontería. Esta larga ceremonia le ha dejado fatigado
y su mente se extravía. No le presten atención.
Me acerqué más
a mi viejo amigo.
—Dime, Joseph.
—Dije —replicó
lentamente el dybbuk— que quizás deberíamos enviar a buscar al Baal Shem.
—¡Tonterías!
—volvió a decir Shlomo Feig, escupiendo.
—¿Por qué ese
enojo? —quiso saber Shmarya Asch—. Usted, rabino Shlomo, usted fue uno de los
primeros en defender el empleo de hechicheros kunivaru en este asunto. No
siente el menor escrúpulo en juntar extraños con médicos, y sin embargo se
enoja cuando alguien sugiere que a su compañero judío se le podría dar una
oportunidad para sacar el demonio. ¡Sea consecuente, Shlomo!
La fuerte
expresión del rostro del rabino Shlomo se vio salpicada de rabia. Resultaba
extraño ver tan excitado a este hombre tranquilo y siempre afable.
—¡No quiero
tener nada que ver con los Hasidim! —exclamó.
—Creo que se
trata de una cuestión de rivalidades profesionales —comentó Moshe Shiloah.
—El dar
reconocimiento a todo eso —dijo el rabino— es aún más supersticioso en el
judaísmo, porque es de lo más irracional, grotesco, anticuado y medieval que
existe. ¡No! ¡No!
—Pero los
dybbuks somos irracionales,
grotescos, anticuados y medievales —dijo Joseph Avneri—. ¿Quién mejor para
exorcizarme que un rabino cuya alma sigue enraizada en las antiguas creencias?
—¡Prohibo eso!
—espetó Shlomo Feig—. Si se llama al Baal Shem, yo… yo…
—Rabino —dijo
Joseph, gritando ahora—, esto es una cuestión de mi alma torturada contra su
ofendido orgullo espiritual. ¡Acceda! ¡Acceda! ¡Tráiganme a Baal Shem!
—¡Me niego!
—¡Miren! —gritó
entonces Yakov Ben-Zion.
La disputa se
habia hecho repentinamente académica. Sin haber sido invitados, nuestros primos
Hasidim estaban llegando en larga procesión a la pradera sagrada. Eran extrañas
figuras de aspecto prehistórico, vestidas con sus tradicionales túnicas largas,
con sombreros de ala ancha, con pobladas barbas y rizos laterales; y al frente
del grupo marchaba su tzaddik, su
hombre santo, su profeta, su líder: Reb Shmuel, el Baal Shem.
Desde luego, no
fue idea nuestra el traer con nosotros a los Hasidim, sacándolos de las
humeantes ruinas de la Tierra de Israel. Nuestra intención consistía en
abandonar la Tierra, dejando atrás todas sus lamentaciones, para empezar de
nuevo en otro mundo, donde al fin pudiéramos construir una duradera patria
judía, libre por una vez de nuestros eternos enemigos, los gentiles, y libre
también de los fanáticos religiosos existentes entre nosotros mismos y cuya
presencia había sido desde hacía tiempo un obstáculo a nuestra vitalidad. No necesitábamos
místicos, ni extáticos, ni lamentadores, ni gemidores, ni saltarines, ni
cantantes; sólo necesitábamos trabajadores, granjeros, maquinistas, ingenieros,
constructores.
Pero ¿cómo
podíamos negarles un lugar en el Arca? Se trató simplemente de su buena fortuna
el que llegaran justo cuando hacíamos los preparativos finales para nuestro
vuelo. La pesadilla que había oscurecido nuestro sueño durante tres siglos
había sido muy real: toda la patria yacía envuelta en llamas, nuestros
ejércitos habían sido destrozados en emboscadas, los filisteos, blandiendo
largos puñales, asolaron nuestras devastadas ciudades. Nuestra nave estaba
dispuesta para dar el salto hacia las estrellas. No éramos cobardes, sino
simplemente realistas; resultaba estúpido pensar que seríamos capaces de seguir
luchando, y si tenía que sobrevivir algún fragmento de nuestra antigua nación,
sólo podría hacerlo lejos de aquel amargo mundo. Así es que estábamos
dispuestos para marchar… y entonces llegaron ellos, Reb Shmuel y sus treinta seguidores,
suplicando que los lleváramos. ¿Cómo podíamos rechazarlos, sabiendo que sin
duda alguna perecerían? Eran seres humanos, eran judíos. A pesar de todos
nuestros recelos, les permitimos subir a bordo.
Y entonces
erramos por los cielos, año tras año, y luego llegamos a una estrella que no
tenía nombre ―sólo un número―, y descubrimos que su cuarto planeta
era dulce y fértil, un mundo más feliz que la Tierra, y dimos gracias a Dios,
en quien no habíamos creído, por la buena suerte que Él nos deparó, y nos
gritamos saludos de felicitación los unos a los otros. ¡Mazel tov! ¡Mazel tov! ¡Buena suerte! ¡Buena suerte! ¡Buena suerte!
Y alguien
consultó un viejo libro y vio que, antiguamente, mazel había sido una connotación astrológica, y que en los tiempos
de la Biblia no sólo había significado «buena suerte», sino también «estrella
de la suerte», y así denominamos Mazel Tov a nuestra estrella y descendimos
sobre Mazel Tov IV, que iba a convertirse en el Nuevo Israel. Y aquí no
encontramos enemigos: ni egipcios, ni asirios, ni romanos, ni cosacos, ni
nazis, ni árabes; únicamente a los kunivaru, gente amable y de naturaleza
simple, que estudiaron solemnemente nuestras explicaciones hechas con señas y
que nos replicaron, también por señas, diciéndonos: «bienvenidos, aquí hay más
tierra de la que nosotros necesitaremos jamás». Y así construimos nuestro kibbutz.
Pero no
teníamos el menor deseo de vivir cerca de aquellas gentes del pasado, los
Hasidim, y ellos sentían un escaso amor por nosotros, puesto que nos veían como
paganos, como judíos sin Dios que eran peores que los gentiles, por lo que se
marcharon para construir un fangoso pueblo propio. A veces en las noches claras
escuchábamos sus fuertes cánticos, pero por lo demás había muy pocos contactos
entre los pueblos.
Yo podía
comprender la hostilidad del rabino Shlomo ante la idea de la intervención del
Baal Shem. Estos Hasidim representaban la parte mística del judaísmo, el lado
dionisíaco oscuro e incontrolable, el esqueleto en la estructura tribal. Shlomo
Feig podía extrañarse o sentirse encantado con un rito de exorcismo realizado
por centauros cubiertos de pelo, pero le resultaba penoso que unos judíos
tomaran parte en la misma clase de supernaturalismo. También había que
considerar el triste hecho de que el razonable y sensible rabino Shlomo no
contaba virtualmente con ningún seguidor entre los razonables y secularizados
judíos de nuestro kibbutz, por lo que el hasidim Reb Shmuel era mirado con
respeto y se le consideraba como un trabajador milagroso, un vidente, un santo.
Dejando a un lado los comprensibles celos y prejuicios del rabino Shlomo,
Joseph Avneri tenía razón: los dybbuks eran vapores procedentes del reino de lo
fantástico…, y lo fantástico era el reino de Baal Shem.
Era una figura
enormemente alta, angulosa, casi esquelética; mejillas flacas, una barba blanda
y espesamente rizada y unos suaves ojos soñadores. Supongo que tenía unos
cincuenta años de edad, aunque si me hubieran dicho que tenía treinta, o
setenta, o noventa, me lo hubiese creído. Su sentido de lo dramático era
inagotable; ahora que ya eran las últimas horas de la tarde, adoptó una
posición que dejaba el sol a sus espaldas ―de modo que su larga sombra se
extendía sobre todos nosotros―, extendió sus manos hacia adelante y dijo:
—Hemos recibido
informes de que hay un dybbuk entre ustedes.
—¡Los dybbuk no
existen! —replicó irritado el rabino Shlomo.
—Pero hay un
kunivaru que habla con voz israelita, ¿no es cierto? —preguntó el Baal Shem,
sonriendo.
—Si, se ha
producido una extraña transformación —admitió el rabino Shlomo—, pero en estos
tiempos, y en este planeta, nadie puede tomar en serio a los dybbuk.
—Querrá decir
que usted no podrá tomarlos en serio
—dijo el Baal Shem.
—¡Yo sí! —gritó
Joseph Avneri, lleno de desesperación—. ¡Yo! ¡Yo soy el dybbuk! Yo, Joseph
Avneri, muerto hace un año, en el último Elul, condenado por mis pecados a
habitar una estructura de kunivaru. Un judío, Reb Shmuel, un judío muerto, un
judío lastimero, pecador y miserable. ¿Quién me sacará de aquí? ¿Quién me liberará?
—¿No hay ningún
dybbuk? —preguntó el Baal Shem amablemente.
—Este kunivaru
se ha vuelto loco —contestó Shlomo Feig.
Carraspeamos y
nos apoyamos en otro pie. Si alguien se había vuelto loco era nuestro rabino,
al negar de ese modo un fenómeno que él mismo ―aunque de mala gana―
había reconocido como genuino, hacía tan sólo unas horas. La envidia, el
orgullo herido y la testarudez habían desequilibrado su buen juicio. Joseph
Avneri, enfurecido, empezó a gritar el Aleph Beth Gimel, el Shma Yisroel,
cualquier cosa que pudiera demostrar que era un dybbuk. El Baal Shem esperó con
paciencia, con los brazos extendidos, sin decir nada. El rabino Shlomo, situado
frente a él, con su poderosa y robusta figura empequeñecida por el Hasidim de
piernas largas, sostuvo enérgicamente que tenía que haber alguna explicación
racional para la metamorfosis del kunivaru Seúl.
Cuando
finalmente Shlomo Feig guardó silencio, el Baal Shem dijo:
—Hay un dybbuk
en este kunivaru. ¿Acaso cree, rabino Shlomo, que los dybbuks dejaron de errar
cuando se destruyeron los shtetls de
Polonia? Nada se pierde a la vista de Dios, rabino. Los judíos han ido a las
estrellas; la Torá, el Talmud y el Zohar también han ido a las estrellas. Los
dybbuks también pueden encontrarse en estos mundos extraños. Rabino, ¿puedo
traer la paz a este espíritu atribulado y a este débil kunivaru?
—Haga lo que
quiera —murmuró Shlomo Feig con el ceño fruncido, alejándose lleno de disgusto.
Reb Shmuel
inició inmediatamente el exorcismo. Primero solicitó a un minyan. Ocho de sus Hasidim avanzaron hacia él. Intercambié una
mirada con Shmarya Asch y nos encogimos de hombros y también dimos un paso
adelante, pero el Baal Shem, sonriendo, nos rechazó e hizo señas a otros dos de
los suyos para que entraran a formar parte del circulo. Empezaron a cantar;
para vergüenza propia, no tengo la menor idea de lo que cantaron, porque las
palabras eran yiddish de una especie
de Galitzia, casi tan extrañas para mi como la lengua de los kunivaru. Cantaron
durante diez o quince minutos; los Hasidim se fueron animando, dando palmadas
con las manos, danzando alrededor de su Baal Shem; de repente, Reb Shmuel bajó
sus manos hacia los costados, silenciándolos, y empezó a recitar tranquilamente
frases hebreas que, al cabo de un momento, reconocí como las pertenecientes al
Salmo 91: «El Señor es mi refugio y mi fortaleza, y en Él confiaré».
El salmo fue
avanzando melodiosamente hasta su final, con la promesa de liberación y
salvación. Durante un largo rato, todo quedó en silencio. Después, con una voz
terrorífica ―no muy fuerte, pero tremendamente conminatoria―, el
Baal Shem ordenó al espíritu de Joseph Avneri que se separara del cuerpo de
Seúl, el kunivaru.
—¡Fuera!
¡Fuera! ¡En el nombre de Dios, sal y dirígete hacia tu descanso eterno!
Uno de los Hasidim
entregó un shofar a Reb Shmuel. El
Baal Shem se llevó a sus labios el cuerno de carnero y dio un solo y titánico
soplido.
Joseph Avneri
gimió. El kunivaru que le contenía dio tres pasos débiles y tambaleantes.
—¡Oh, madre,
madre! —gritó Joseph.
La cabeza del
kunivaru se echó hacia atrás; sus patas delanteras golpearon directamente sus
propios flancos, y cayó torpemente sobre sus cuatro rodillas. Un eón pasó ante
nosotros. Después, Seúl se levantó —en esta ocasión con suavidad, con la gracia
natural de los kunivaru—, se dirigió hacia el Baal Shem, se arrodilló ante él y
le tocó la vestidura negra del tzaddik.
Así supimos que ya se había hecho todo.
Instantes
después se desató la tensión. Dos de los sacerdotes kunivaru se apresuraron a
acercarse al Baal Shem, y después Gyaymar, y a continuación algunos de los
músicos y finalmente toda la tribu se apretaba contra él, tratando de tocar al
hombre santo. Los Hasidim parecían preocupados y murmuraban su inquietud, pero
el Baal Shem, elevando su estatura sobre la apretada multitud, bendijo
tranquilamente a los kunivaru, acariciando el denso pelaje de sus lomos. Tras
unos minutos, los kunivaru iniciaron un canto rítmico, y tardé algún tiempo en
darme cuenta de lo que estaban diciendo. Moshe Shiloah y Yakov Ben-Zion
captaron su sentido al mismo tiempo que yo y nos echamos a reír, hasta que
nuestras risas se desvanecieron.
—¿Qué
significan sus palabras? —preguntó el Baal Shem.
—Están diciendo
—le informé— que han quedado convencidos del poder de tu Dios. Quieren convertirse
en judíos.
Por primera vez
observé conmocionado en su postura y serenidad a Reb Shmuel. Sus ojos
fulguraron ferozmente, y se abrió paso por entre la multitud de los kunivaru.
Creando un pasillo entre ellos y acercándose a mí, me espetó:
—¡Eso es absurdo!
—De todos
modos, mírelos. Le rinden culto a usted, Reb Shmuel.
—¡Yo rechazo su
culto!
—Ha obrado
usted un milagro. ¿Les puede culpar por adorarle y sentir verdadera ansia por
su fe?
—Que adoren lo
que quieran —dijo el Baal Shem—, pero ¿cómo pueden convertirse en judíos? Sería
una burla.
—¿Qué fue lo
que le dijo usted al rabino Shlomo? —le pregunté, sacudiendo mi cabeza—. Que
nada se perdía a los ojos de Dios. Siempre ha habido convertidos al judaísmo;
nunca les invitamos, pero tampoco les rechazamos si son sinceros, ¿no es así,
Reb Shmuel? Incluso aquí, en las estrellas, hay una continuidad de la
tradición; y nuestra tradición dice que no endurezcamos nuestros corazones para
con aquellos que buscan la verdad de Dios. Ésta es buena gente: permítales ser
recibidos en Israel.
—No —dijo el
Baal Shem—. Antes que nada, un judío debe ser humano.
—Muéstreme
dónde dice eso en la Torá.
—¡La Torá! Está
burlándose de mí. Antes que nada, un judío debe ser humano. ¿Acaso se permitió
a los gatos convertirse en judíos? ¿Y a los caballos?
—Estas gentes
no son ni gatos ni caballos, Reb Shmuel. Son seres tan humanos como nosotros.
—¡No! ¡No!
—Si puede haber
un dybbuk en Mazel Tov IV —observé—, también puede haber judíos con cuatro
patas y pelaje verde.
—No. No, no. ¡No!
El Baal Shem ya
no quería saber nada más de esta discusión. Apartando de un modo muy poco santo
las manos de los kunivaru que se extendían hacia él, reunió a sus seguidores y
se marchó como una torre de dignidad ofendida, sin despedirse siquiera.
Pero ¿cómo
puede negarse la verdadera fe? Los Hasidim no ofrecieron estímulo alguno, de
modo que los kunivaru acudieron a nosotros; aprendieron hebreo y les prestamos
libros, y el rabino Shlomo les dio instrucción religiosa. A su debido tiempo y
siguiendo su propia forma, los kunivaru se convirtieron al judaísmo. Todo esto
sucedió hace años, en la primera generación después de la Llegada. Ahora, la
mayoría de quienes vivieron aquellos tiempos ya han muerto —el rabino Shlomo,
el Baal Shem Reb Shmuel, Moshe Shiloah, Shmarya Asen. Yo era entonces muy
joven. Ahora sé muchas cosas más, y si no estoy más cerca de Dios de lo que
jamás estuve, quizás Él se ha acercado más a mí. Como carne y mantequilla en la
misma comida, y aro mi tierra en el Sabbath, pero ésas son viejas costumbres
que tienen muy poco que ver con las creencias, o con la ausencia de fe.
También nos
sentimos mucho más cerca de los kunivaru de lo que estábamos en aquellos
primeros tiempos. Ya no parecen ser criaturas extrañas, sino simplemente
vecinos cuyos cuerpos poseen una forma diferente. Los más jóvenes de nuestro kibbutz se sienten especialmente
atraídos hacia ellos. El año pasado, el último rabino Lhaoyir, un kunivaru,
sugirió a algunos de nuestros jóvenes que acudieran a recibir lecciones a la
Talmud Torá, la escuela religiosa que él dirige en el pueblo kunivaru; desde la
muerte de Shlomo Feig no ha habido en el kibbutz nadie capaz de impartir esa
instrucción. Cuando Reb Yossele ―el hijo y sucesor del Baal Shem Reb
Shmuel― se enteró de eso, opuso fuertes objeciones. «Si vuestros jóvenes
toman instrucción», dijo, «al menos enviádnoslos a nosotros, y no a unos
monstruos verdes». Mi hijo Yigal le expulsó del kibbutz. Yigal le dijo a Reb Yossele que preferíamos que nuestros
jóvenes aprendieran la Torá de monstruos verdes que permitir que fueran
educados por los Hasidim.
Y así el hijo
de mi hijo ha recibido sus lecciones en la escuela Talmud Torá del rabino
Lhaoyir, el kunivaru, y a la próxima primavera pasará su bar mitzvah. En otros tiempos me habría sentido desconcertado por
tales cuestiones, pero ahora sólo digo: ¡qué extraño! ¡Qué inesperado! ¡Qué
interesante!
Desde luego, el
Señor, si es que existe, debe tener un agudo sentido del humor. Me gusta un
Dios capaz de sonreír y hacer una mueca, que no se tome a sí mismo con excesiva
seriedad. ¡Los kunivaru son judíos! ¡Sí! ¡Están preparando a David para su bar mitzvah! ¡Sí! Hoy es el Yom Kippur y escucho el sonido del shofar procedente de su pueblo. ¡Sí! Que
así sea. Que así sea, sí, y que todo sean alabanzas para Él.
UN PEQUEÑO BURÓCRATA
1
El primer día
del verano, mi esposa del mes, Silena Ruiz, robó el programa maestro del
distrito del centro de computadoras de Ganfield Hold y desapareció con él. Un
guardia del Hold ha confesado que ella logró entrar seduciéndole, y después le
administró una droga. Algunos dicen que está ahora en Conning Town; otros han
oído rumores según los cuales ha sido vista en Morton Court, y otros mantienen
que su destino era Mill. Supongo que no importa mucho hacia dónde se haya marchado.
Lo que verdaderamente importa es que nos hemos quedado sin nuestro programa.
Hemos vivido
sin él durante once días, y las cosas están empezando a desmoronarse. El calor
es abominable, pero tenemos que cambiar todos los termostatos a control manual
antes de poder utilizar nuestro sistema de refrigeración; creo que herviremos
dentro de nuestras pieles antes de haber terminado el trabajo. Un mal
funcionamiento de los exploradores que controlan nuestro compactador de
desechos ha dejado sin funcionar nuestros recogedores de basura, los que ya no
funcionarán a menos que dispongan de un lugar donde arrojar lo que recogen.
Como nadie sabe cuál es la orden adecuada que debe darse al compactador, los
desperdicios se acumulan formando montones pestilentes en cada calle, y densos
enjambres de moscas ―o cosas peores― vuelan sobre ellos.
Al principio
del cuarto día nuestra policia también empezó a quedar inmovilizada —¿quién
podría decir por qué?—, y a estas alturas todos ellos se encuentran detenidos
en sus vehículos. Algunos ya han empezado a oxidarse, puesto que los programas
de mantenimiento están desfasados. Se ha extendido la noticia de que nos
encontramos sin protección, y los extranjeros se introducen en el distrito con
toda impunidad, molestando a nuestras mujeres, secuestrando a nuestros hijos,
robando nuestras reservas de alimentos. En Ganfield Hold, equipos de
debilitados y sudorosos técnicos trabajan constantemente para sustituir el
programa que falta, pero pueden transcurrir meses e incluso años antes de que
puedan desarrollar un programa nuevo.
En teoría debía
haber duplicados almacenados en varios lugares de la comunidad, precisamente
para impedir una calamidad como ésta; pero en realidad no disponemos de
ninguno. El que se conservaba en el despacho del capitán del distrito resultó
estar anticuado unos veinte años; el que se guardaba en la casa del padre de
almas había sido devorado por las ratas; el programa mantenido en las bóvedas
subterráneas del edificio de hacienda pareció hallarse intacto, pero cuando se
le introdujo en la ranura de absorción falló misteriosamente en el proceso de
activar a las computadoras. Así pues, nos hallamos indefensos: un distrito
entero ―cientos de miles de seres humanos― abandonado a las
caprichosas mareas de la suerte. Silena, Silena, ¡Silena! Dejar incapacitado a
todo Ganfield, hacer más difíciles nuestras vidas ya sobrecargadas, exponerme
al odio de mis vecinos… ¿Por qué, Silena? ¿Por qué?
La gente me
mira ferozmente por las calles. En cierto modo, me consideran responsable de
todo esto. Me señalan y murmuran; unos días más y me escupirán y maldecirán, y
si no se produce pronto alguna especie de alivio, puede que hasta lleguen a
arrojarme piedras. Y yo quisiera gritarles: «Mirad, sólo era mi esposa del mes,
y actuó completamente por cuenta propia. Os aseguro que no tenía la menor idea
de que pensara hacer una cosa así». Y, sin embargo, ellos me acusan. En las
ricas casas de Morton Court, cenarán criaturas robadas en Ganfield hoy mismo, y
a mí se me considera el responsable.
¿Qué haré?
¿Hacia dónde puedo volverme?
Puede que tenga
que huir. Pero el pensamiento de cruzar los límites del distrito me produce
escalofríos. ¿Temo el peligro de la muerte, o sólo la pérdida de todo lo que me
resulta familiar? Probablemente ambas cosas: no tengo ningún ansia de morir y
ningún deseo de abandonar Ganfield. Y, sin embargo, me iré para encontrar
refugio. No importa lo difícil que pueda ser, si es que puedo cruzar los
límites sano y salvo. Si continúan acusándome a mí del crimen cometido por
Silena, no me quedará otra elección. Creo que preferiría morir a manos de
extraños, que perecer a manos de mi propia gente.
2
Esta noche
sofocante me encuentro en la parte superior de la Torre Ganfield, buscando un
poco de brisa fresca y el refugio de la oscuridad. Medio distrito ha tenido la
idea de escapar del calor viniendo esta noche aquí arriba; para alejarme de los
ojos furibundos y de los labios apretados, he subido al quinto parapeto, donde
habitualmente sólo trepan los atrevidos y los tontos. Yo no soy ninguna de
ambas cosas, y sin embargo aquí estoy.
Mientras me
muevo lentamente alrededor del borde de la torre, sujetándome débilmente de la
estropeada barandilla, puedo contemplar todo nuestro distrito. Ganfield es un
cuenco playo en cuanto a su forma, elevándose lentamente a partir del punto
central que es la torre, hasta una altura situada en el perímetro del distrito.
Dicen que antiguamente un amplio lago ocupaba el lugar donde ahora se encuentra
Ganfield; fue drenado y cubierto hace siglos, cuando se agudizó la necesidad de
encontrar nuevos espacios para vivir. Ayer oí decir que se están utilizando
grandes bombas para impedir que el antiguo lago penetre a través de nuestros
sótanos, y que no tardarán mucho en fallar o quedar fuera de servicio por
cuestiones de mantenimiento, y entonces nos veremos inundados. Quizás suceda
así. Antiguamente, Ganfield devoró el lago; ¿devorará ahora el lago a Ganfield?
¿Caeremos en las aguas oscuras, seremos tragados, y no habrá nadie que se
lamente por nosotros?
Extiendo mi
vista sobre Ganfield. Esas altas cajas de ladrillos son nuestros habitáculos;
de veinte pisos de altura, parecen enanas desde el punto dominante en que me
encuentro. Esa franja de tierra, negra a la humeante luz de la luna, es nuestro
pequeño y lastimoso parque comunitario. Esos edificios de techos bajos son
nuestras tiendas, reunidas atropelladamente en un racimo. Esa es nuestra zona
industrial, si es que lo es. Esa enorme sombra rechoncha situada hacia el norte
de la torre es Ganfield Hold, donde nuestras computadoras van quedando fuera de
servicio una tras otra.
He pasado casi
toda mi vida dentro de estos estrechos ámbitos que forman Ganfield. Cuando era
un niño y las cuestiones no parecían tan duras entre un distrito y sus vecinos,
mi padre me llevó de vacaciones a Morton Court, y en otra ocasión a Mill. De
joven, fui enviado por asuntos de negocios a Parley Close, pasando por tres
distritos. Recuerdo aquellos viajes con tanta claridad y vividez como si los
hubiera soñado.
Pero ahora todo
es diferente, y ya han transcurrido veinte años desde la última vez que
abandoné Ganfield. No soy uno de los privilegiados viajantes que transitan
alegremente de una zona a otra. Todo el mundo es una gran ciudad, según se
dice, con los desiertos colonizados, los ríos cruzados por innumerables puentes
y todos los lugares abiertos llenos de gente, como una ciudad universal que ha
abolido los antiguos límites. Pero, no obstante, hace veinte años que no he
pasado de un distrito a otro. Y me pregunto: ¿somos una sola ciudad, o
simplemente miles de enemistados y diminutos estados fragmentados?
Mira allí, a lo
largo del perímetro. Ya no hay límites, pero ¿qué es eso? Esos son nuestros
límites, el Ganfield Crescent, ese amplio y curvado boulevard que rodea el distrito. ¿Eres un hombre de alguna otra
zona? Entonces… cruza el Crescent a riesgo de tu vida. ¿Ves nuestras máquinas
de policía, de brillante hocico, lustrosas, formidables y poderosas,
desparramadas como cantos rodados por la amplia avenida? Ellas te interrogarán,
y si tus contestaciones no son claras, pueden destruirte. Claro que esta noche
no pueden hacerle daño a nadie.
Mira hacia
fuera ahora, hacia nuestra horda de alborotados vecinos. Más allá del Crescent,
hacia el este, veo las severas agujas de Conning Town, y hacia el oeste,
descendiendo gradualmente hacia el confuso valle, se pueden ver los estropeados
edificios de paredes oscuras de Mill, con el feliz Morton Court en el extremo
más alejado. Y en alguna otra parte, en la humeante distancia, hay otros
lugares. Folkstone y Budleigh y Hawk Nest y Parley Close y Kingston y Old Grove
y todos los demás distritos, la miríada de distritos que forman parte de la
cadena que se extiende de un océano a otro, de una costa a otra, ocupando
nuestro continente palmo a palmo. Los distritos, los trozos de llamativo
cristal que configuran el mosaico global, las comunidades infinitamente
numerosas que son los segmentos de la ciudad-mundial que lo abarca todo.
Esta noche, en
la capital, están planificando los modelos de lluvia del próximo mes para unos
distritos que los propios planificadores no han visto nunca. Los lugares de
alimento de los distritos —inadecuados, siempre inadecuados— están siendo
diseñados por hombres para quienes nuestros apetitos no son más que entidades
puramente abstractas. Allá, en la capital, ¿creen realmente en nuestra
existencia? ¿Piensan realmente que hay un lugar como Ganfield? ¿Qué ocurriría
si les enviáramos una delegación de ciudadanos notables para pedirles ayuda con
objeto de sustituir nuestro programa perdido? ¿Les importaría algo? ¿Nos
escucharían siquiera? De no ser así, ¿existe una capital? ¿Cómo puedo yo, que
nunca he visto e! cercano distrito de Old Grove, aceptar, basándome sólo en la
fe, que existe un centro lejano de gobierno, solitario, inaccesible, rodeado
por el mito?
Quizás sólo se
trate de una construcción compuesta por alguna astuta máquina subterránea, que
sea nuestro verdadero dirigente. Eso no me sorprendería. Nada me sorprende. No
hay capital. No hay planificadores centrales. Más allá del horizonte, todo es
neblina.
3
En el despacho,
al menos, nadie se atreve a mostrarme hostilidad alguna. No hay ceños
fruncidos, ni miradas furiosas, ni referencias despreciativas por la falta del
programa. Después de todo, soy diputado jefe del Comisionado del Distrito para
la Nutrición; y como el Comisionado suele estar ausente, en realidad estoy yo a
cargo del departamento. Si el delito de Silena no destruye mi carrera, a la
larga podría ser imprudente para mis subordinados el tratarme con desdén. En
cualquier caso, estamos tan ocupados que no queda tiempo para tales tácticas.
Somos los
responsables de mantener a la comunidad adecuadamente alimentada, y nuestras
tareas se han visto muy complicadas por la pérdida del programa, pues ahora no
hay forma segura de procesar nuestras hojas de situación, y tenemos que
requisar y distribuir la comida mediante suposiciones y memoria. ¿Cuántas balas
de cubos de plancton consumimos cada semana? ¿Cuántos kilos de mezcla proteica?
¿Cuánto pan para las tiendas de Ganfield Inferior? ¿Cuántas novedades de dieta
es probable que se extiendan este mes por el distrito?
Si la demanda y
el suministro quedan desequilibrados como consecuencia de un fallo en nuestros
cálculos, podrían producirse actos de violencia, incursiones en los distritos
vecinos, e incluso renovadas explosiones de canibalismo dentro del propio
Ganfield. Así pues, tenemos que efectuar nuestras estimaciones con la mayor
precisión. ¡Qué terrible aislamiento espiritual sentimos decidiendo estas cosas
sin la ayuda de ninguna computadora!
4
En el
catorceavo día de la crisis, el capitán del distrito me convoca. Su mensaje me
llega a últimas horas de la tarde, cuando todos estamos mareados de fatiga,
sofocados por la humedad. He permanecido durante varias horas envuelto en
complejos tratos telefónicos con un alto funcionario del Consejo de Nutrientes
de la Marina; se trata de una organización perteneciente al gobierno de la
Ciudad Central y, por lo tanto, debo mostrar el más exquisito de los tactos si
no quiero que las cuotas de plancton de Ganfield sean drástica y
arbitrariamente reducidas debido a la repentina molestia de un burócrata. El
contacto telefónico es inseguro —el Consejo de Nutrientes de la Marina tiene su
cuartel general en Melrose New Port, a medio continente de distancia, en la costa
sudoriental—, y la línea chisporrotea y se desvanece con distorsiones. Nuestras
computadoras eliminarían normalmente esos ruidos, si estuviera actuando el
programa maestro.
En el momento
en que llegamos a una crisis en la negociación, mi subdiputado me entrega una
nota: «El capitán de distrito quiere verle». Ahora no, le digo silenciosamente,
moviendo los labios. Continúan las negociaciones. Pocos minutos después, me
llega otra nota: «Es urgente». Sacudo la cabeza y aparto la nota de mi mesa. El
subdiputado se retira a la antesala del despacho, donde le veo enzarzado en una
frenética discusión con un hombre que lleva el uniforme gris y verde del
personal del capitán de distrito. El mensajero señala hacia mí con vehemencia.
En ese preciso instante, se corta la comunicación telefónica. Dejo el
instrumento de un golpe y llamo al mensajero.
—¿Qué ocurre?
—El capitán,
señor. Debe usted dirigirse inmediatamente a su despacho, por favor.
—Imposible.
Me muestra una
autorización que lleva el sello del capitán.
—Exige su
presencia inmediata.
—Dígale que
debo terminar un asunto muy delicado —replico—. Quizás dentro de unos quince
minutos.
—No se me ha
autorizado para permitir retraso alguno —me dice, sacudiendo la cabeza.
—¿Se trata de
un arresto, entonces?
—De una convocatoria.
—¿Pero con la
fuerza de un arresto?
—Sí;
con la fuerza de un arresto —me contesta.
Me encojo de
hombros y cedo. Todas las responsabilidades desaparecen de mí. Que sea el
subdiputado quien trate con el Consejo de Nutrientes de la Marina; que lo haga
el empleado del despacho exterior, o que no lo haga nadie; que todo el distrito
se muera de hambre. Ya no me importa. Se me ha convocado. Se me ha descargado
de mis responsabilidades. Entrego mi despacho al subdiputado y le sintetizo en
quizás unas cien palabras el resultado actual de mis intrincadas horas de
negociación. Ahora, todo forma parte del problema de otra persona.
El mensajero me
conduce desde el edificio a la calle, calurosa y húmeda. El cielo está oscuro y
pesado, amenazando lluvia; evidentemente ha estado lloviendo durante un rato,
porque el contenido de las alcantarillas retrocede y se forman remolinos de
agua fangosa en los canalones. El sistema de drenaje también se controla desde
Ganfield Hold, y ahora debe de estar fallando. Nos apresuramos a cruzar la
estrecha plaza situada frente a mi despacho, evitamos un riachuelo de aguas
residuales, y nos abrimos paso por entre una multitud de apretados e irritados
trabajadores que regresan a sus casas.
El uniforme del
mensajero crea una invisible esfera de intocabilidad a nuestro alrededor; la
multitud se abre presurosa, cerrándose tras nosotros. Sin una sola palabra, soy
conducido al edificio con fachada de piedra del capitán de distrito, pasando
rápidamente a su despacho. No es un lugar que me resulte desconocido, pero
llegar aquí como prisionero es algo muy distinto a asistir a una reunión del
consejo del distrito. Tengo los hombros caídos y mis ojos miran hacia la
gastada alfombra.
Aparece el
capitán de distrito. Es un hombre de sesenta años, de cabello plateado,
erguido, con un mirar franco y directo, y sus rasgos reflejan poca de la
tensión que debe imponerle su cargo. Ha gobernado nuestro distrito durante diez
años. Me saluda por mi nombre, pero no efusivamente, y dice:
—¿No ha tenido
noticias de su esposa?
—Habría
informado, de haberlas tenido.
—Quizá, quizá.
¿Tiene alguna idea de dónde se encuentra?
—Sólo sé los
rumores que circulan por ahí —contesto—. Que está en Conning Town, en Morton
Court, en Mill.
—No está en
ninguno de esos lugares.
—¿Está usted
seguro?
—He consultado
con los capitanes de esos distritos —me dice—. Niegan tener conocimiento alguno
de su presencia. Claro que no tenemos razón alguna para confiar en sus
palabras, pero, por otro lado, ¿por qué razón se molestarían en engañarme? —sus
ojos se fijan en los míos—. ¿Qué parte jugó usted en el robo del programa?
—Ninguna,
señor.
—¿Ella no le
habló nunca de cometer una traición?
—Nunca.
—En todo
Ganfield existe la fuerte convicción de que hubo una conspiración.
—De ser asi, yo
no sabía nada al respecto.
Me juzga con
una mirada penetrante. Después de una prolongada pausa, me dice con pesadez:
—Nos ha
destruído, y usted lo sabe. Tal como están las cosas, sólo podremos funcionar
durante otras seis semanas sin el programa, y sólo si no se produce ninguna
plaga, si no nos vemos inundados, si no nos desbordan los bandidos procedentes
del exterior. Después de ese tiempo, los efectos acumulados de tantos fallos y
paralizaciones terminarán por paralizarnos a todos. Caeremos en el caos. Nos esforzaremos
inútilmente en medio de nuestros propios desechos, muertos de hambre,
sofocados, entregados al salvajismo… y viviremos como bestias hasta el final…
¿quién sabe? Estamos perdidos sin el programa maestro. ¿Por qué ella nos hizo
esto?
—No tengo ninguna
teoría —contesto—. Era una mujer muy reservada. Fue precisamente su
independencia de espíritu lo que me atrajo.
—Muy bien. Que
sea su independencia de espíritu lo que le atraiga ahora. Encuéntrela, y traiga
de nuevo el programa.
—¿Encontrarla?
¿Dónde?
—Eso lo tiene
que descubrir usted.
—¡Pero si no
conozco nada del mundo fuera de Ganfield!
—Aprenderá
usted —me dice fríamente el capitán—. Hay aquí quienes estarían dispuestos a
condenarle por traición, pero yo no veo nada valioso en eso. ¿De qué nos sirve
el castigarlo a usted? Sin embargo, le podemos utilizar. Es usted un hombre
inteligente y con recursos; puede abrirse paso a través de distritos hostiles,
y puede reunir información y tener éxito en descubrir su paradero.
»Si hay alguien
capaz de influir sobre ella, es usted; y si la encuentra, quizá pueda inducirla
a devolver el programa. Ninguna otra persona podría confiar en lograrlo.
Vayase. Le ofrecemos inmunidad de persecución, a cambio de su colaboración.
El mundo giraba
rápidamente a mi alrededor. Mi piel quemaba de la conmoción.
—¿Dispondré de
un salvoconducto para atravesar los distritos vecinos? —le pregunto.
—En la medida
que podamos arreglarlo. Y me temo que no será mucho.
—Entonces, ¿me
proporcionará una escolta? ¿Dos o tres hombres?
—Creemos que
viajará mucho mejor si va solo. Un grupo de varios hombres tiene el carácter de
una fuerza invasora; se le trataría con recelo y aún peor.
—¿Dispondré al
menos de credenciales diplomáticas?
—Llevará una
carta de identificación en la que se pide a todos los capitanes que respeten su
misión y le traten con cortesía.
Sé muy bien el
valor que podría tener una carta así en Hawk Nest, o en Folkstone.
—Esto me asusta
—digo.
Él asiente,
mostrando cierta amabilidad.
—Lo comprendo.
Sin embargo, alguien debe buscarla, y ¿qué otro mejor que usted? Le concedemos
un día para hacer sus preparativos. Partirá a primeras horas de pasado mañana…,
y que Dios acelere su regreso.
5
Preparativos,
dijo. ¿Cómo puedo prepararme? ¿Qué mapas puedo recoger, si no conozco cuál es
mi destino? Es impensable regresar al despacho; voy directamente a casa y
deambulo durante cuatro horas de una habitación a otra, como si me enfrentara
con mi ejecución al amanecer. Finalmente consigo reponerme, y me preparo una
frugal comida, aunque dejo la mayor parte en el plato. Ni una llamada de los
amigos; tampoco yo llamo a nadie. Desde la desaparición de Silena, mis amigos
se han separado de mí.
Apenas duermo.
Durante la noche, escucho gritos roncos y agudas alarmas en la calle; en las
noticias de la mañana siguiente me entero de que cinco hombres de Conning Town,
que habían acudido a saquear, fueron atrapados por uno de los nuevos grupos de
vigilantes que han sustituido a las máquinas de policía, siendo ejecutados
sumariamente. Y eso no me gusta nada, pensando que dentro de un día puedo
encontrarme yo mismo en Conning Town.
¿De qué pistas
puedo disponer para dar con Silena? Pido hablar con el guardia a través del
cual consiguió penetrar en Ganfield Hold. Está detenido desde entonces; el
capitán está demasiado ocupado como para decidir ahora su destino y, mientras
tanto, el pobre hombre languidece. Es un hombre pequeño, de cuerpo grueso, con
un cerdoso pelo rojo y una frente sudorosa; le brillan los ojos de temor y le
tiemblan las ventanillas de la nariz.
—¿Qué puedo
decir? —me pide—. Estaba de servicio en el Hold. Llegó ella. No la había visto
antes, aunque sabía que debía ser de alta posición. Llevaba la capa abierta.
Por debajo, parecía ir desnuda. Estaba excitada.
—¿Qué le dijo a
usted?
—Que me deseaba.
Esas fueron sus primeras palabras.
Sí. Pude
imaginarme a Silena haciendo eso, aunque ya tuve más dificultades en
imaginármela, con su delicada figura, envuelta por el abrazo de este hombre
pequeño y cuadrado.
—Me dijo que me
conocía, y que estaba ansiosa de que la poseyera.
—¿Y después?
—Cerré la
puerta. Fuimos a una habitación interior donde hay un catre. Era un momento
tranquilo del día; pensé que no sucedería nada. Ella se quitó la capa. Su
cuerpo…
—Su cuerpo no
importa.
Yo también
podía verlo demasiado bien con los ojos de mi mente: los delgados muslos, el
vientre tenso, los pequeños y elevados senos, la cascada de cabello color
chocolate cayendo sobre sus hombros.
—¿De qué
hablaron ustedes? ¿Dijo ella algo de tipo político? ¿Algún eslogan, quizá
algunas palabras contra el gobierno?
—Nada.
Permanecimos juntos, desnudos, tumbados un rato, sólo acariciándonos. Entonces
me dijo que traía consigo una droga que aumentaría diez veces las sensaciones
del acto sexual. Se trataba de unos polvos negros. Me los bebí con agua; ella
tambien bebió, o pareció hacerlo. Me quedé dormido instantáneamente. Cuando me
desperté, todo el Hold estaba excitado y me habían detenido —me mira, con ojos
furiosos—. Tendría que haber sospechado desde el principio que era un truco.
Esa clase de mujeres no sienten deseos de un hombre como yo. ¿Qué daño le he
hecho a usted? ¿Por qué me eligió como víctima de su plan?
—Será el de
ella —corregí—, no el mío. Yo no he tomado parte en esto. La motivación de ella
es un misterio incluso para mí. Si pudiera descubrir a dónde ha ido, la
buscaría y obtendría esas respuestas. Cualquier ayuda que pueda usted prestarme
puede garantizarle el perdón y la libertad.
—No sé nada
—dice, tristemente—. Ella llegó, me engañó, me drogó y robó el programa.
—Piense. ¿Ni
una palabra? Quizá mencionara el nombre de algún otro distrito.
—Nada.
Un payaso, eso
es lo que es, un inocente, un inútil. Al marcharme me grita que interceda por
él, pero ¿qué puedo hacer yo?
—Ella nos ha
perdido a todos —le contesto.
Ante mi
solicitud, un fiscal del distrito me acompaña al apartamento de Silena, que se
encuentra cerrado oficialmente desde su desaparición. Su contenido ha sido
detalladamente examinado, pero quizá haya alguna clave de la que sólo yo pueda
darme cuenta. Al entrar, noto un agudo dolor de pérdida, pues la vista de las
pertenencias de Silena me recuerda tiempos más felices. Todas estas cosas me
son dolorosamente familiares: sus hileras de libros bien arreglados y
dispuestos, sus ropas, sus muebles, su cama. Sólo la conocía desde hacía once
semanas, y era mi esposa del mes desde hacía dos. No me había dado cuenta de
que hubiera llegado a significar tanto para mí, y de un modo tan rápido.
El fiscal y yo
estuvimos echando un vistazo. Los libros demostraban la agilidad de su
incansable mente: pequeñas y ligeras obras de ficción, obras serias de
historia, análisis de problemas sociales, previsiones de las condiciones que se
presentarían. La Era de la Ciudad Mundial,
de Holman; Megalópolis Triunfante, de
Sawtelle; El nuevo mundo del hombre
urbano, de Doxiadis; Cincuenta mil
millones de vidas, de Heggebend; Calcuta
se encuentra en todas partes, de Marks; La
Nueva Comunidad, de Chasin. Cojo algunos de los libros, acariciándolos como
si fueran la propia Silena. Muchas de las noches que pasé aquí, Silena tomó uno
de estos libros, Sawteller o Heggebend, o Marks o Chasin, para leerme un pasaje
que resaltaba algún punto de vista particular que ella estaba defendiendo en
aquel momento. Voy pasando las páginas perezosamente. Docenas de líneas están
subrayadas con un trazo fino y preciso, y también abundan los largos
comentarios marginales.
—Hemos
analizado todo eso para tratar de encontrar un posible significado —dice el
fiscal—; la única conclusión a que hemos llegado es que ella cree que el mundo
está superpoblado —una sonrisa raquítica, y añade—: ¿Y quién no lo piensa?
—luego me señala hacia un montón de folletos verdes que están en el extremo de
una estantería inferior, diciendo—: Esto, por otra parte, le puede ser útil en
su búsqueda. ¿Sabe algo de ellos?
El paquete
consiste en nueve copias de algo llamado Walden
Tres. Se trata de una fantasía utópica situada, al parecer, en un terreno
idílico de corrientes de agua y bosques. Los folletos no me son conocidos;
Silena tuvo que haberlos obtenido hace poco tiempo. ¿Por qué nueve copias?
¿Estaba actuando como distribuidora? Llevan el pie de imprenta de una editorial
de Kingston. Ganfíeld y Kingston cortaron toda relación comercial hace mucho
tiempo; el material publicado allí es raro de encontrar aquí ahora.
—No los he
visto nunca —digo—. ¿Dónde cree usted que los consiguió?
—Existen tres
rutas principales a través de las cuales llega la literatura subversiva de
Kingston. Una de ellas es…
—Entonces,
¿este panfleto es subversivo?
—¡Oh, sí,
bastante! Argumenta en favor de una inversión completa de las tendencias
sociales de los últimos cien años. Como le estaba diciendo, hay tres rutas
principales para que pase la literatura subversiva que se origina en Kingston.
Le hemos seguido la pista a una cadena de distribuidores que corre por Wisleigh
y Cedar Mall; otra que pasa por Old Grove, Hawk Nest y Conning Town, y una
tercera que pasa por Parley Close y Mill. Es muy plausible que su esposa se
encuentre ahora mismo en Kingston, después de haber viajado por cualquiera de
esas tres rutas clandestinas de distribución, oculta y ayudada durante todo el
camino por sus compañeros de subversión. Pero no tenemos forma alguna de
confirmar esto —sonríe con expresión vacia y añade—: Podría estar en cualquiera
de las otras comunidades, a lo largo de las rutas. O en ninguna de ellas.
—Sin embargo,
debería pensar en Kingston como mi objetivo último, a menos que me entere de
algo que me indicara lo contrario. ¿No es cierto?
—¿Qué otra cosa
puede hacer?
Sí, ¿qué otra
cosa puedo hacer? Tengo que buscar, dejándome dirigir por el azar a través de
un número desconocido de distritos hostiles, sin disponer de ninguna clave,
excepto esta pista vaga, implícita en el lugar de origen de estos nueve
folletos, mientras el tiempo sigue pasando y Ganfield se desliza cada vez más
profundamente hacia la confusión total.
La oficina del
fiscal me suministra algunas cosas valiosas: mapas, cartas de introducción, un
pasaporte de conmutadora que, al menos, debería permitirme atravesar algunas
líneas de distrito sin ser molestado, y una serie de monedas locales así como
billetes emitidos por el banco central y que, en consecuencia, son válidos en
la mayoría de los distritos. En contra de mis deseos, se me entrega también un
arma —una pequeña pistola de calor—, además de una cápsula que puedo tragarme
en el caso de que sea deseable una muerte rápida y fácil. Como fase final de mi
preparación, me paso una hora conferenciando con un agente secreto, ahora
retirado, cuya carrera de espionaje le permitió estar en cientos de comunidades
muy alejadas, como Threadmuir y Reed Meadow. ¿Qué consejo puede darle a alguien
que intenta cruzar al otro lado?
—Mantenga
siempre su dignidad —me dice—. Sea confiado y tenga seguridad en sí mismo, como
si perteneciera a cualquier lugar en el que se encuentre. Nunca camine como un
furtivo. Mire a todos los hombres a los ojos. Sin embargo, no diga nada más que
lo estrictamente necesario. Manténgase vigilante en todo momento. No relaje
nunca su guardia.
Todos estos consejos
los podría haber pensado yo mismo. Pero no me dice nada sobre la naturaleza de
corazonadas específicas que ayuden a la supervivencia. Cada distrito, dice,
presenta problemas únicos, que están cambiando constantemente. No se puede
anticipar nada; tiene uno que enfrentarse con todo a medida que vaya surgiendo.
¡Qué confortante!
Por la noche
acudo a la casa del padre de almas, a la sombra de la Torre Ganfield. Marcharme
sin su bendición no sería prudente. Pero hay algo de teatral y poco espontáneo
en mi visita, y mi fe me abandona en el mismo momento en que entro. Una vez en
la antecámara en penumbras, enciendo las nueve luces y cojo los nueve puñados
de hierba del vaso ceremonial. Realizo todos los demás actos rituales, pero mi
espíritu permanece frío y vacío, y me siento incapaz de rezar. El propio padre
de almas, informado de mi misión, me concede una audiencia —es un viejo
delgado, con unos ojos impenetrables insertos en profundas y ásperas cuencas— y
me favorece con un ligero abrazo.
—Vaya con seguridad
—me dice—. Dios lo observa.
Quisiera
sentirme seguro de eso. Al regresar a casa, sigo la ruta más tortuosa posible,
como si quisiera apurar tanto como me fuese posible de Ganfield en esta última
noche aquí. Todo el pasado cruza mi mente, como si se tratara de un río que
empezara a correr por una cuenca seca. Mi lugar de nacimiento, mi escuela, las
calles donde jugué, el dormitorio donde pasé mi adolescencia, la casa de mi
primera esposa del mes. Adiós. Adiós.
Mañana cruzaré
los límites. Regreso solo a mi apartamento; una vez más, mi sueño es inquieto.
Una hora después del amanecer, ante mi propio asombro, me encuentro esperando
ante la boca del tubo de tránsito que enlaza con Conning Town. Y asi empieza el
cruce de los límites.
6
A bordo del
tubo, nadie habla. Los rostros son tensos, los cuerpos se mantienen rígidos en
los asientos de plástico. Ocasionalmente, alguien situado al otro lado me
dirige una mirada como si se preguntara quién puede ser este recién llegado al
grupo de gente que viaja con regularidad, pero sus ojos se apartan rápidamente
en cuanto me doy cuenta. No conozco a ninguna de estas personas, aunque deben
haber vivido en Ganfield desde hace mucho tiempo; sus vidas no me han
interesado nunca con anterioridad. Son ingenieros, comerciantes, diplomáticos,
cualquier cosa; sus carreras están atadas a otros distritos distintos del suyo.
Es una de las anomalías de nuestra sociedad, aún más fragmentada y
estratificada por el hecho de que siga existiendo un cierto contacto regular
entre una comunidad y otra; un cierto número de personas tienen que viajar cada
día a distritos distintos, donde trabajan encapsulados, aislados, entre
personas extrañas y de actitudes poco amistosas.
Avanzamos hacia
el este a una velocidad inimaginable; seguramente ya hemos cruzado los límites
de Ganfield y estamos en territorio extraño. Un anuncio luminoso en la pared
del vehículo anuncia nuestra ruta:
CONNING TOWN - HAWK NEST - OLD GROVE - KINGSTON - FOLKSTONE - PARLEY
CLOSE - BUDLEIGH - CEDAR MALL - EL MILL - MORTON COURT - GANFIELD.
Es una amplia
curva a través de nuestros más inmediatos vecinos. Trato de visualizar los
lazos separados en esta cadena de distritos, cada uno de los cuales forma una
comunidad de trescientos o cuatrocientos mil ciudadanos leales y patrióticos,
cada uno con su tono especial, su distinción, su calidad propia, su aparato de
gobierno, sus costumbres y rituales. Pero sólo me los puedo imaginar como un
montón de Ganfields, siendo cada lugar muy parecido al que acabo de abandonar.
Sé que esto no
es así. La ciudad mundial no es una colección homogénea de uniformidades, ni un
montón global de suburbios que no pueden distinguirse unos de otros. No, hay
una diversidad increíble, una enorme cantidad de núcleos urbanos distintos
agrupados por la necesidad común en una frágil unidad. Ningún plan maestro los
dio a luz; cada uno de los distritos evolucionó en un momento separado para
servir las necesidades de un propósito particular. Esta comunidad se extiende a
lo largo de la curva de un río; aquella otra remonta las laderas de una
escarpada colina; aquí, la arquitectura dominante refleja un clima suave,
mientras que en otras partes se enfrenta a una naturaleza poco agradable; la
forma sigue la topografía y la función local, creando individualidad.
El mundo es de
una gran riqueza; ¿por qué entonces sólo imagino la existencia de diez mil
Ganfields iguales? Desde luego, no es así de simple. Nos hallamos atrapados en
la tensión entre las fuerzas que estimulan las distinciones entre unos y otros,
y las fuerzas que quieren forzar a todas las comunidades hacia una misma
identidad. Las fuerzas centrífugas desmembraron las enormes ciudades antiguas,
como Londres, Tokio y Nueva York, en comunidades de vecinos que disponían de
poderes casi autónomos.
Esas ciudades
gigantescas eran demasiado grandes para sobrevivir; la densidad de la
población, que dificultaba el transporte a larga distancia y las
comunicaciones, terminó por conmocionar todo el tejido urbano, destruyó la
autoridad del gobierno central y dejó a la sub-ciudad, estrechamente unida y a
pequeña escala, como la única entidad viable. Entonces, se afirmaron por sí
mismos dos procesos dinámicos y contradictorios. El orgullo y la búsqueda de
ventajas locales condujeron a cada comunidad hacia la especialización: una se
convirtió en un centro primordial de producción industrial; la otra se dedicó a
la educación avanzada; ésta a las finanzas; aquélla al procesado de las
materias primas; la otra al comercio al por mayor de servicios; la otra a la
distribución al por menor, etcétera, con lo que la configuración y textura de
cada distrito quedó definida por la función elegida.
Y, sin embargo,
la nueva descentralización exigió un elevado grado de redundancia, de
duplicación de estructuras gubernamentales, de empresas y servicios
comunitarios. Teniendo en cuenta su propia seguridad, cada distrito sintió la
necesidad de transformarse en un microcosmos de la antigua gran ciudad.
Idealmente, deberíamos haber mantenido un equilibrio entre la especialización y
la redundancia, con todas las comunidades esforzándose por cumplir las
necesidades de las demás comunidades con la menor coincidencia posible y con la
menor pérdida de recursos; de hecho, nuestra fragilidad humana ha hecho nacer
estas irreversibles tendencias de rivalidad y de temor irracional, apartando a
un distrito del otro, de tal modo que, frente a nuestros propios intereses,
cortamos año tras año nuestros lazos de interdependencia, y buscamos tenazmente
la autosuficiencia a nivel de distrito. Como quiera que esto es imposible,
nuestras vidas se empobrecen constantemente. Al final, todos los distritos
serán iguales y habremos creado un mundo de Ganfields dramáticamente lánguidos,
sin gracia alguna, y a los que les faltará variedad.
El tren-tubo se
detiene. Esto es Conning Town. He cruzado la primera línea del distrito. Salgo
junto con una fila de viajeros habituales, con caras serias. Les imito y me
aproximo a una ciclópea máquina de exploración, presentándole mi pasaporte. No
está marcado por los visados; los pasaportes de ellos aparecen repletos de
visados. Tiemblo ligeramente, pero la máquina me acepta y me imprime un sello
en el pasaporte que muestra una fluorescencia brillante, de un tembloroso
carmesí, contra el color lavanda pálido de la página:
* DISTRITO DE CONNING TOWN *
* VISADO DE
ENTRADA *
* VALIDEZ 24
HORAS *
Fechado con la
hora, el minuto y el segundo. Bienvenido, extranjero, pero ¡vete de nuestra
ciudad antes de que salga el sol!
Subo por la
rampa ronroneante, saliendo a la calle. Es una mañana luminosa sobre las torres
de Conning Town, construidas unas muy cerca de otras. El aire es frío y dulce,
algo extraño para mí después de tantos días de sofoco en la desmecanizada
Ganfield sin programa. ¿Se desplazará nuestro pesado aire a través de la
frontera, molestándoles? Ojos tristes me estudian: quienes me rodean saben que
soy extranjero. Sus ropas me resultan extrañas en cuanto a estilo, con puntas
en los hombros, acampanadas en el talle. Me encuentro esbozando una necia
sonrisa en respuesta a sus severas miradas.
Camino durante
una hora por la parte central, sin objetivo concreto, hasta que se funden mis
primeros temores y una cómica agudeza se apodera de mí: pretendo, ante mí
mismo, que soy un nativo, y disfruto de esta endeble impostura. Este lugar no
se distingue mucho de Ganfield y, sin embargo, nada es del todo igual. Las
aceras son más anchas; los faroles de las calles tienen cuellos arqueados en
lugar de angulares; los hidrantes contraincendios son verdes y dorados, y no
azules y naranja. Las máquinas de policía tiene cúpulas más planas que las
nuestras y están rodeadas por diez o doce ojos de espías, mientras que las
nuestras disponen de seis a ocho. Diferente, diferente, todo es diferente.
En tres
ocasiones soy detenido por máquinas de policía. Presento mi pasaporte, muestro
mi visado y se me permite continuar. Por lo menos hasta ahora, el pasar al otro
lado ha resultado más fácil de lo que pensaba. Nadie me molesta aquí. Supongo
que tengo un aspecto inofensivo. ¿Por qué razón pensé que mi condición de extranjero
llevaría a estas gentes a atacarme? Después de todo, Ganfield no está en guerra
con sus vecinos.
Caminando hacia
el este en busca de una librería, cruzo por un viejo vecindario residencial y
por unas sombrías fábricas antes de llegar a una zona de pequeñas tiendas.
Después, a últimas horas de la tarde, descubro tres librerías en el mismo
bloque, pero son lugares asépticos y no la clase de tiendas donde se podría
encontrar propaganda subversiva del tipo de Walden
Tres. Las dos primeras están completamente automatizadas, con paredes
negras, placa de carga y operaciones de exploración. La tercera tiene un
empleado humano, un hombre de unos treinta años, con un caído bigote amarillo y
unos ojos alertas y azules. Reconoce mi estilo de ropas y dice:
—De Ganfield,
¿eh? Hay muchos problemas por allá.
—¿Se ha
enterado?
—Sólo rumores.
Se ha estropeado la computadora, ¿verdad?
—Sí, algo así
—contesto, asistiendo.
—Sin policía,
sin retirada de las basuras, sin control del tiempo, es bastante difícil
trabajar… Eso es lo que dicen.
No parece ni
sorprendido ni perturbado por el hecho de tener a un extranjero en su tienda.
Su actitud es amable y relajada. ¿Está tratando de obtener información sobre
nuestra vulnerabilidad? Tengo que cuidarme de no decirle nada que pueda ser
utilizado contra nosotros. Pero, evidentemente, aquí ya se han enterado de
todo.
—Supongo —dice—
que para ustedes es un poco como entrar en la Edad de Piedra. Debe ser algo
realmente traumático.
—Nos las
estamos arreglando —digo, con naturalidad.
—De todos
modos, ¿cómo sucedió?
Me encojo de
hombros, con un gesto de ignorancia.
—No estoy muy
seguro al respecto.
Sigo sin
revelar nada. Pero entonces, algo en su tono de un momento antes me llega
tardíamente y neutraliza algo de las sospechas automáticas y reflexivas con las
que me he enfrentado a sus preguntas. Miro a mi alrededor; no hay nadie más en
la tienda. Dejo que mi voz suene con un cierto tono de conspiración y le digo:
—En realidad,
puede que no sea tan traumático, una vez que nos hayamos acostumbrado a la
nueva situación. Quiero decir que hubo antes un tiempo en el que no dependíamos
tanto de las máquinas que piensan por nosotros, y sin embargo sobrevivíamos, e
incluso nos las arreglábamos bastante bien para vivir. La semana pasada estuve
leyendo un pequeño libro en el que, según me pareció, se decía que podríamos
aprovecharnos de la situación si intentábamos regresar al antiguo estilo de
vida. Era un libro publicado en Kingston.
—Walden Tres.
No fue una
pregunta, sino una afirmación.
—Exacto —admito,
escudriñándole con mis ojos—. ¿Lo ha leído?
—Lo he visto.
—Creo que ese
libro tiene mucho sentido.
—Yo también lo
creo —me dice, sonriendo cálidamente—. ¿Reciben ustedes mucho material de
Kingston allá en Ganfield?
—En realidad,
muy poca cosa.
—Aquí tampoco
llega mucho.
—Pero debe
haber algo, ¿no?
—Sí, algo sí
—me confirma.
¿Me he
encontrado con un miembro del movimiento subterráneo de Silena? Ávidamente, le
digo:
—¿Sabe? Quizás
pueda usted ayudarme a encontrar a unas personas que…
—No.
—¿No?
—No —la expresión
de sus ojos sigue siendo amistosa, pero las facciones de su rostro aparecen
tensas—. Por aquí no se hace nada de eso —dice, con un tono de voz
repentinamente uniforme y remoto—. Tendrá usted que ir Hawk Nest.
—Me han dicho
que se trata de un lugar horrible.
—Aún así, Hawk
Nest es donde usted debe ir. A la tienda de Nate y Holly Borden, en la Box
Street —bruscamente, su actitud cambia, adoptando la de un empleado
exageradamente amable—. ¿Puedo servirle en algo más, señor? Si está interesado
en alguna supernovela, disponemos de un par de casettes nuevos, doblemente
amplificados. Acaban de llegar. Quizás desee que se los muestre…
—No, gracias.
Sonrío, sacudo
la cabeza con un gesto negativo y abandono la tienda. Una máquina de policía
espera fuera. Su cúpula gira, y cada uno de sus ojos me explora intensamente;
finalmente, la resonante voz me dice:
—Su pasaporte,
por favor.
Ahora, esta
rutina ya me resulta familiar. Saco el documento. A través del escaparate de la
librería veo al empleado observando disimuladamente. La máquina de policía
dice:
—¿Cuál es su
lugar de residencia en Conning Town?
—No tengo
ninguno. Estoy aquí con un visado para veinticuatro horas.
—¿Y dónde
pasará la noche?
—En un hotel,
supongo.
—Por favor,
muéstreme su reserva de habitación.
—Aún no he
reservado nada —le comunico.
Un largo
momento de silencio; la máquina está conferenciando con su central, sin duda,
explorando el programa maestro de Conning Town, en busca de instrucciones.
Finalmente, dice:
—Se le advierte
que debe obtener una reserva legítima y mostrarla a un monitor de control a la
primera oportunidad que tenga dentro de las próximas cuatro horas siguientes.
El no hacerlo así representará una cancelación de su visado y una expulsión
inmediata de Conning Town —desde las profundidades de la máquina escucho
algunos clics siniestros—. Ahora se encuentra usted bajo vigilancia formal —me
anuncia.
Rebosante de
preguntas, regreso apresuradamente a la tienda. El empleado muestra cierto
disgusto al volver a verme. Cualquier persona que atraiga a los monitores hacia
su tienda —«monitores» es el nombre con que se conocen aquí las máquinas de
policía— no es bien recibida.
—¿Puede usted
decirme dónde encontrar el hotel más próximo y decente posible? —le pregunto.
—No encontrará
ninguno.
—¿No hay
hoteles decentes?
—No hay
hoteles. Al menos, no hay ninguno en el que pueda encontrar una habitación.
Sólo disponemos de dos o tres casas de transeúntes, y los alojamientos son
reservados con meses de antelación a los viajeros habituales.
—¿Sabe eso el
monitor?
—Desde luego.
—Entonces,
¿dónde se supone que deben permanecer los extranjeros?
—Aquí no hay
ningún programa estructural para esa clase de extranjeros —me dice el empleado,
encogiéndose de hombros—. Los viajeros habituales disponen de reservas
regulares. Los intrusos no autorizados no pertenecen en absoluto a este
distrito. Supongo que a usted se le puede considerar como algo intermedio. Para
usted, no hay forma legal alguna de pasar la noche en Conning Town.
—Pero mi
visado…
—Ni aún así.
—Entonces,
supongo que lo mejor sería irme a Hawk Nest.
—Es tarde para
eso. Ha perdido el último tubo. No le queda más remedio que permanecer aquí, a
menos que desee intenta el cruzar la frontera a pie, en la oscuridad. Y eso no
se lo recomiendo.
—¿Quedarme? ¿Pero
dónde?
—Duerma en la
calle. Si tiene suerte, los monitores le dejarán tranquilo.
—Supongo que en
alguna avenida retirada y tranquila, ¿no?
—No —dice—. Si
duerme en algún lugar apartado, seguramente se encontrará con los bandidos
nocturnos. Vaya a una de las calles designadas donde se puede dormir. En medio
de una gran multitud puede usted pasar desapercibido, aunque se encuentre bajo
vigilancia.
Mientras habla,
se mueve por la tienda, cerrándola para la noche. Tiene aspecto de sentirse
intranquilo e incómodo. Cojo mi mapa de Conning Town y él me indica hacia dónde
dirigirme. El mapa tiene varios años y quedó anticuado; él lo corrige con
irritados trazos de su lápiz. Abandonamos juntos la tienda. Le invito a que se
venga conmigo a algún restaurante como invitado mío, pero él me mira como si
tuviera alguna enfermedad contagiosa.
—Adiós —me dice
por toda respuesta—. Buena suerte.
7
Solo, alejado
de otros comensales, ceno en una precaria cafetería, débilmente iluminada y
automatizada, situada en los límites del centro de la ciudad. Las máquinas
silenciosas me ofrecen sopa acre, pan pálido y esponjoso, y un estofado de
color plomizo que contiene unos ingredientes de un origen indeterminable en
forma de grumos, por lo que pago con cuentas de plástico amarillas que
corresponden a la moneda vigente en Conning Town. Al salir, muy poco
satisfecho, observo un brillo rojizo en el cielo por la parte oeste; puede ser
una maravillosa puesta de sol o, según lo que sé, una señal de que Ganfield
puede estar ardiendo.
Miro a mi
alrededor, en busca de monitores. Mi período de cuatro horas de gracia ya casi
ha expirado. Tengo que desaparecer inmediatamente entre la multitud. Parece aún
demasiado pronto para irse a dormir, pero sólo me encuentro a unas pocas
manzanas del lugar donde el empleado de la librería me sugirió que debería
pasar la noche, así es que me dirijo hacia allí.
Es lo mismo;
cuando llego a mi destino —una plaza ancha, bordeada por edificios grises de
fachada ornamentada— lo encuentro lleno de personas que se disponen a dormir en
la calle. Debe haber unas ochocientas, hombres, mujeres, grupos familiares,
todos ellos instalados en pequeños cuadrados de territorio empedrado a los que
evidentemente se aspira noche tras noche, de acuerdo con algún sistema de derechos
habituales. Otras personas están llegando constantemente, penetrando en la
plaza por las tres entradas de que dispone, encontrando sus lugares,
extendiendo cojines de espuma o montones de ropa a modo de colchones.
Se trata de una
multitud amistosa: esta gente se siente unida por lazos de vecindad, por una
pobreza común. Ríen, se abrazan, participan en juegos de azar, intercambian
confidencias susurradas, discuten, llevan a cabo transacciones, y se unen en
los ritos de la religión local, realizando una rutina en la que participan seis
personas que dan palmadas y cantan.
Aquí, la
intimidad parece algo anticuado. Se desnudan tranquilamente los unos delante de
los otros y se producen casos de emparejamiento abierto. La alegría de la
escena —que a mi me sugiere un carnaval medieval, un juego de Brueghel— sólo se
ve estropeada por mi conciencia de que esta horda de juerguistas no dispone de
casa alguna bajo los inhóspitos cielos, siendo vulnerables a la lluvia, la
nevisca, la húmeda niebla, la nieve y otras inclemencias invernales y
veraniegas que se dan en estas latitudes. En Ganfield sólo tenemos a unas
cuantas personas que duermen en las calles: son aquellos que han perdido sus
licencias residenciales y que se ven forzados temporalmente a vivir al aire
libre. Pero aquí parece tratarse de una institución establecida, como si
Conning Town hubiera declarado una moratoria hace varios años para una nueva
construcción residencial, sin comprobar al mismo tiempo el incremento de la
población.
Caminando
entre, alrededor, y sobre la gente, llego al centro de la plaza y selecciono un
trozo de pavimento que no está
ocupado. Pero, al cabo de un momento, llega una pequeña mujer de rostro
rubicundo, muy excitada y animada ―hablando con un acento tan fuerte de
Conning Town que apenas si puedo entender―, que afirma tener derecho
sobre este lugar. Sus ojos brillan con amenaza; sus manos no están muy lejos de
convertirse en garras. Algunas personas cercanas se sientan y me observan
amenazadoramente. Pido disculpas por mi error y me retiro, tropezando con un
niño y estando a punto de tirar una burbujeante cacerola de cocina.
Continúo. No
encuentro sitio ni aquí, ni allá. Una mano surge de entre un montón de mantas y
me acaricia la pierna mientras estoy mirando a mi alrededor, lleno de
perplejidad. Tampoco aquí. Un hombre con el rostro pintado surge de una tienda
verde en miniatura y me habla en un lenguaje que no entiendo. Tampoco aquí.
Continúo mi camino una y otra vez, pensando que terminaré por ser completamente
expulsado de la plaza, excluido, descalificado incluso para dormir en las
calles de este distrito; pero finalmente encuentro un pequeño rincón donde los
ocupantes me indican que soy bien recibido.
—¿Sí?
—pregunto.
Me sonríen
burlonamente y me hacen gestos. Agradecidamente, tomo posesión del lugar.
Ha llegado la
oscuridad. La plaza sigue llenándose; después de mí han llegado por lo menos
mil personas, introduciéndose en cada hueco, y no cesa de llegar gente. Escucho
fuertes risotadas, una continua cháchara, la más seria de las persuasiones
románticas, el agudo sonido de la disputa doméstica. Alguien pasa una jarra de
vino, incluso a mí; es un vino amargo, probablemente zumo de almeja fermentado,
pero aprecio el gesto. La noche es cálida, casi pegajosa. En el aire se nota un
extraño olor a comida; es algo fuerte, muy picante. ¿Será curry? ¿Es esto
entonces la verdadera Calcuta?
Cierro los ojos
y me encojo sobre mí mismo. Las duras piedras están frías debajo de mí. No
tengo colchón alguno, y me siento incapaz de quitarme las ropas delante de
tantas personas extrañas. Me será muy difícil dormir en esta casa de locos.
Pero gradualmente va disminuyendo el rumor de las conversaciones y, agotado,
consumido, me deslizo hacia un sueño profundo e inquieto.
Tengo sueños
terribles. La presión asfixiante de una multitud ávida. Los ríos saltando por
encima de sus canales. Las torres desmoronándose. Fuentes de barro surgiendo
por mil ventanas bajas. Anillas de acero rodeando mis muslos; mis piernas,
dejándolas inservibles, aplastándolas. Un torrente de piojos abalanzándose
sobre mí. Una mano helada que me toca. Que me toca. Que me toca, despertándome
de mi sueño.
Una dura luz
blanca me empapa. Parpadeo, me encojo, me cubro los ojos. Poco después, me doy
cuenta de que sobre mí hay un monitor. A mi alrededor, quienes dormían se han
despertado, apartándose, murmurando, señalando.
—Su permiso
para dormir en la calle, por favor.
Atrapado.
Murmuro excusas, argumento ignorancia de la ley, ruego perdón. Pero una máquina
de policía no es ni malévola, ni compasiva; simplemente, sigue su programa. Me
pide mi pasaporte y examina mi visado. Entonces, me recuerda que he estado bajo
vigilancia. No habiendo obtenido una habitación del hotel, como se me había
ordenado, habiendo descuidado el informar a un monitor dentro del intervalo de
tiempo prescrito, soy sujeto de expulsión.
—Muy bien
—digo—. Condúzcame a la frontera con Hawk Nest.
—Regresará
usted inmediatamente a Ganfield.
—Tengo cosas
que hacer en Hawk Nest.
—Quienes entran
ilegalmente son devueltos a su distrito de origen.
—¿Qué más le da
dónde yo vaya, siempre y cuando salga de Conning Town?
—Quienes entran
ilegalmente son devueltos a su distrito de origen —vuelve a decir la máquina,
inexorablemente.
No me atrevo a
regresar, habiendo conseguido tan poco. Mientras continúo mi discusión con el
monitor, soy alejado de la plaza y conducido a través de cavernosas calles
oscuras hacia la boca de un tubo de tránsito. Al nivel de la estación, se
encarga de mí un segundo monitor.
—El tren con
destino a Ganfield —me informa el monitor que me aprehende—, llegará dentro de
tres horas.
El primer
monitor se marcha.
Demasiado
tarde, me doy cuenta de que a la máquina se le ha olvidado devolverme mi
pasaporte.
8
El segundo
monitor muestra muy poco interés por mí. Patrullando la estación del tubo,
describe un amplio arco a mi alrededor, mientras mantiene uno de sus ojos
exploradores superficialmente dirigido hacia mí, pero sin realizar ningún
intento para interferir con lo que hago. Si trato de escapar, indudablemente me
destruirá. Estudio mis mapas con inquietud. Hawk Nest se halla situado al
noreste de Conning Town; si ésta es la estación de tubo que yo creo que es, la
frontera no debe estar muy lejos. Cinco minutos andando, quizá. Sin pasaporte,
no puedo ir a ningún lado, excepto a Ganfield; ha quedado revocado mi status de
viajero habitual. Pero las cuestiones legales sirven de poco en Hawk Nest.
¿Cómo escapar?
Me trazo un
plan. Su simplicidad parece absurda, pero lo absurdo resulta a menudo muy útil
cuando se trata con máquinas. Al monitor se le han dado instrucciones para que
me ponga en el tren con dirección a Ganfield. Pero no se le ha dicho que me
mantenga necesariamente en ese tren.
Espero las
agotadoras horas que faltan para el amanecer. Lejos, en el túnel, escucho el estrépito
del aire comprimido. Chato, tan suave como el terciopelo, el tren se desliza en
el interior de la estación. El monitor me ordena que suba a él. Penetro en el
vagón, lo cruzo rápidamente y salgo por la puerta abierta del extremo más
alejado de la plataforma. Aún cuando el monitor haya observado la maniobra,
difícilmente podrá disparar a través de un tren lleno de gente. Al abandonar el
vagón inicio un trote pasando con rapidez entre los sorprendidos viajeros, y
subo las escaleras a toda prisa, hasta salir a la neblinosa mañana.
En el nivel de
la calle no es prudente echar a correr. Adopto un paso rápido y me mezclo con
las multitudes de los trabajadores matutinos. La calle es el Crystal Boulevard.
Bien. He memorizado una ruta desde el Crystal Boulevard hasta Flagstone Square,
y después hasta la frontera por la Mechanic Street. Es presumible que todos los
monitores, enlazados con el sistema nervioso central del que dispongan las
máquinas del distrito de Conning Town, hayan sido advertidos instantáneamente
de mi desaparición. Pero eso no es lo mismo que saber dónde me encuentro. Me
dirijo hacia el norte por el Crystal Boulevard —su nombre muestra un oscuro
sentido de la ironía, debido a las graves transformaciones que puede efectuar
el paso del tiempo— y llevado por la corriente del tráfico de peatones, penetro
en la Flagstone Square, una plaza sucia, de dimensiones desproporcionadas, de
cuya izquierda sale la Mechanic Street. Paso sin ser interceptado ante una gran
acumulación de tiendas pequeñas.
El lugar donde
pueden esperarse problemas es en la frontera.
Llego allí al
cabo de unos minutos. Se trata de una calle ancha y polvorienta, silenciosa y
vacía, llena de una hilera de almacenes de ladrillo en el lado de Conning Town,
y de una fila de edificios bajos en la parte de Hawk Nest, algunos de ellos en
ruinas, y los mejores con un aspecto enormemente sucio. No hay barrera alguna.
El cruzar una frontera de distrito es ilegal excepto en tiempo de guerra, y no
he oído decir que haya guerra entre Conning Town y Hawk Nest.
¿Me atrevo a
cruzar? Máquinas de policía de dos especies patrullan la calle: las chatas
pertenecientes a Conning Town, y las negras y de cabeza hexagonal de Hawk Nest.
Sin duda alguna, unas o las otras me derribarán en la tierra de nadie situada
entre ambos distritos. Pero no tengo otra elección. Tengo que seguir adelante.
Empiezo a
correr por la calle en el momento en que dos máquinas de policía, que se han
cruzado con órbitas opuestas, han dejado un espacio sin patrullar de
aproximadamente una manzana de longitud. A medio camino de mi cruce, el monitor
de Conning Town me detecta y lanza una orden. Las palabras son ininteligibles
para mí, y sigo corriendo y zigzagueando, con la esperanza de evitar el rayo
que probablemente seguirá. Pero la máquina no dispara; debo estar ya en la
parte de Hawk Nest, por lo que a la máquina de Conning Town ya no le preocupa
lo que sea de mí.
La máquina de
Hawk Nest ha observado mi presencia. Rueda hacia mí en el momento en que
tropiezo, pasando el límite.
—¡Alto! —me
grita— ¡Presente sus documentos!
En ese preciso
momento, un hombre de barba roja y feroz mirada en los ojos, de amplios
hombros, sale de un destartalado edificio cercano al lugar donde me encuentro.
Una idea surge de mi mente. ¿Se mantendrán aún en este duro distrito las
costumbres del patrocinio y el derecho de asilo?
—¡Hermano! —le
grito—. ¡Qué suerte! —le abrazo y antes de que pueda deshacerse de mí, le
murmuro—: Soy de Ganfield y busco derecho de asilo aquí. ¡Ayúdeme!
La máquina ha
llegado junto a nosotros. Comienza inmediatamente un interrogatorio, y yo digo:
—Este es mi
hermano, que me ofrece el privilegio del derecho de asilo. ¡Pregúntele!
¡Pregúntele!
—¿Es eso
cierto? —pregunta la máquina.
El hombre de la
barba roja, sin sonreír, escupe y murmura:
—Mi hermano,
sí. Un refugiado político. Yo le patrocino. Yo me hago responsable de él.
Déjele quedarse.
La máquina
produce un clic, un zumbido, y asimila. Después, me dice:
—Se registrará
usted como refugiado político patrocinado en el término de doce horas, o
abandonará Hawk Nest.
Sin decir nada
más, se aleja.
Expreso mi
cálido agradecimiento a mi repentino salvador. Él frunce el ceño, escupe una
vez más, sacude la cabeza y dice:
—No nos debemos
nada el uno al otro.
A continuación,
con brusquedad, continúa su camino calle abajo.
9
En Hawk Nest,
la naturaleza ha imitado al arte. Según he oído decir, el nombre tuvo
antiguamente connotaciones puramente neutrales: fue la metáfora de algún
empresario de bienes raíces de alto vuelo, nada más. Sin embargo determinó el
carácter del distrito, porque poco a poco Hawk Nest ―Nido de
Halcón― se convirtió en el hogar de depredadores que es en la actualidad.
Un lugar donde todos los hombres son extranjeros, donde cada persona es enemigo
de su hermano.
Otros distritos
tienen sus barrios pobres, pero Hawk Nest es
un barrio pobre. Se me dice que aquí todos viven del saqueo, del engaño, de la
extorsión y la manipulación. Una extraña base económica para toda una
comunidad, pero quizás funcione bien para ellos.
La atmósfera
resulta amenazadora. Las únicas máquinas de policía parecen ser las que
patrullan a lo largo de la frontera. Percibo emanaciones de violencia por los
rabillos de mis ojos: violaciones y apaleamientos en oscuras calles
secundarias, relucir de navajas y gritos ahogados, ocultos festines de
caníbales. Quizás sea mi imaginación que trabaja demasiado. Claro que, hasta
ahora, no he notado ninguna amenaza directa; las personas con las que me
encuentro en la calle no me prestan la menor atención y, en realidad, ni
siquiera me devuelven la mirada que les dirijo. No obstante, mantengo mi
pistola de calor cerca de la mano, mientras camino por estas afueras llenas de
sombras y de edificios deteriorados. A través de ventanas con los cristales
rotos, veladas por la suciedad, rostros siniestros me observan. Si soy atacado,
¿tendré que disparar para defenderme? ¡Qué Dios me evite el tener que hacerlo!
10
¿Por qué hay
una librería en esta ciudad de asesinatos, escombros y decadencia? Llego a la
Box Street, y aquí, entre un aceitoso depósito de repuestos y unos mostradores
de comidas rápidas llenos de moscas, se encuentra la librería de Holly Borden.
Cinco veces más profunda que ancha, llena de polvo, con luz mortecina, con las
estanterías repletas de libros viejos y panfletos; un lugar adecuado para el
siglo XIX, desplazado de algún modo en el tiempo. En el interior no hay nadie,
excepto una mujer grande sentada junto al mostrador: carnosa, impasible, de
rostro hinchado, inmóvil. Sus ojos, extrañamente intensos, brillan como discos
de cristal colocados entre un montón de pasta. Me observa sin curiosidad.
—Estoy buscando
a Holly Borden —digo.
—Pues la acaba
de encontrar —replica con voz baja, de barítono.
—He venido de
Ganfield, a través de Conning Town.
Ninguna
respuesta de ella ante esta información.
—Estoy viajando
sin pasaporte —sigo diciéndole—. Me lo confiscaron en Conning Town y crucé la
frontera corriendo.
Ella asiente
con un gesto. Y espera. Ninguna muestra de interés por su parte.
—Me pregunto si
no podría venderme una copia de Walden
Tres.
—¿Por qué
quiere una?
—Siento
curiosidad al respecto. No se la puede encontrar en Ganfield.
—¿Y cómo sabe
que yo la tengo?
—¿Acaso es algo
ilegal en Hawk Nest?
Parece
extrañarse de que haya contestado una pregunta con otra.
—¿Cómo sabe
usted que yo tengo una copia de ese libro?
—El empleado de
una librería de Conning Town me dijo que usted podía tenerla.
Una pausa. Y
después:
—Muy bien.
Suponga que la tengo. ¿Ha hecho todo el viaje desde Ganfield sólo para comprar
un libro?
De repente,
ella se inclina hacia adelante y sonríe; es una sonrisa cálida, aguda,
penetrante, que transforma por completo la expresión de su rostro; ahora está
en tensión, alerta, atenta, tenaz, imponente.
—¿Cuál es su
juego? —me pregunta.
—¿Mi juego?
—¿A qué está
jugando? ¿Qué ha venido a hacer aquí?
Es el momento
de mostrarse completamente honesto.
—Estoy buscando
a una mujer llamada Silena Ruiz, de Ganfield. ¿Ha oído hablar de ella?
—Sí. No está en
Hawk Nest.
—Me parece que
está en Kingston. Me gustaría encontrarla.
—¿Por qué?
¿Para detenerla?
—Sólo para
hablar con ella. Tengo muchas cosas que discutir con ella. Era mi esposa del
mes cuando abandonó Ganfield.
—Eso del mes ya
debe haber casi pasado —dice Holly Borden.
—Aún así —le
replico—. ¿Puede usted ayudarme a encontrarla?
—¿Y por qué
razón he de confiar en usted?
—¿Y por qué no?
Reflexiona
brevemente sobre mi pregunta. Estudia mi rostro. Percibo el calor de su
escrutinio. Finalmente, me dice:
—Tengo que
hacer un viaje a Kingston dentro de poco. Supongo que podré llevarle conmigo.
11
Me abre una
trampilla y desciendo a una habitación situada debajo de la tienda. Después de
un buen montón de horas, un hombre delgado, de pelo grisáceo, me trae una
bandeja de comida.
—Llámeme Nate
—me dice.
Por encima de
mí, escucho conversaciones que no puedo distinguir. Risas, el estrépito de las
botas sobre el piso de madera. En Ganfield puede haber empezado a desatarse el
hambre. Las ratas aparecerán por los alrededores del Hold. ¿Durante cuánto
tiempo me mantendrán aquí? ¿Soy un prisionero? Pasan dos días. Tres. Nate no se
muestra propicio a contestar preguntas. Dispongo de libros, un catre, retrete,
un vaso para beber.
Al tercer día
se abre la trampilla. Holly Borden mira hacia abajo.
—Estamos
preparados para marcharnos —me dice.
La expedición
la componemos únicamente nosotros dos. Ella va a Kingston a comprar libros, y
viaja con un pasaporte comercial que le permite llevar consigo a un ayudante.
Nate nos conduce hasta la boca del tubo, a media tarde. Ya no me parece nada
extraño el pasar de un distrito a otro; no son lugares tan extraños y hostiles,
sino simplemente diferentes del distrito que yo conozco. Me veo ligado a una
odisea que me lleva a través de cientos de distritos, e incluso de miles, a
través de toda la frenética red de nuestro mundo. ¿Por qué regresar a Ganfield?
¿Por qué no continuar, incluso hacia el este, hacia el gran océano y más allá,
hacia la inimaginable extrañeza del extremo más alejado?
Aquí estamos,
en Kingston. Un distrito viejo, uno de los más antiguos. Somos los únicos que
viajamos hacia allí hoy procedentes de Hawk Nest. Sólo se lleva a cabo una
revisión superficial de los pasaportes. Las máquinas de policía de Kingston son
altas, de brazos largos, con cuerpos estriados, ornamentados con rayas de colores
rojo y verde, lo que produce un efecto bastante alegre. Me estoy convirtiendo
en un experto en cuanto a variaciones locales de diseños de máquinas de
policía. El propio Kingston es un distrito de bajos edificios de color pastel,
distribuidos en bulevares que irradian de la famosa universidad que es su
principal empresa. Por lo que yo puedo recordar, nadie de Ganfield ha sido
admitido en la universidad.
Holly espera a
unos amigos que tienen que pasar a recogerla, pero no han llegado. Esperamos
quince minutos.
—No importa —me
dice. Caminaremos.
Yo llevo el
equipaje. El aire es blando y suave; el sol, inclinándose hacia Folkstone y
Budleigh, aún está alto. Me siento extrañamente sereno. Es como si hubiera
percibido un propósito divino, un plan imperioso en la estructura de nuestra
sociedad, en nuestra extensa ciudad de muchas ciudades, en nuestra red de acero
y hormigón que se adhiere como una armadura de escamas a la piel de nuestro
planeta. ¿Pero cuál es ese propósito? ¿Cuál es ese plan? Su esencia se me
escapa; sólo soy consciente de que tiene que existir. Una alegre ilusión.
A unos
cincuenta pasos de la estación, nos vemos bruscamente rodeados por una docena o
más de alegres jóvenes que surgen de una calle lateral. Van desnudos, a
excepción de unos taparrabos de color verde; sus pelos y barbas aparecen
descuidados y sin peinar; tienen un aspecto feroz y bárbaro. Algunos de ellos
llevan largas navajas desenfundadas, colgando de sus cinturones. Nos rodean
ávidamente, golpeándonos con las puntas de sus dedos.
—¡Este es un
distrito santo! —nos gritan— ¡No necesitamos extranjeros blasfemos aquí! ¿Por
qué tienen que invadirnos?
—¿Qué es lo que
quieren? —pregunto a Holly en un susurro—. ¿Estamos en peligro?
—Son un grupo
de sacerdotes —me contesta—. Haga lo que le digan y no sufriremos el menor
daño.
Ellos se
aprietan más a nuestro alrededor. Brincando, danzando, nos lanzan gotitas de
sudor.
—¿De dónde
vienen? —preguntan.
—De Ganfield
—contesto.
—De Hawk Nest
—dice Holly.
Parecen
juguetones, pero peligrosos. Apelotonándose a mi alrededor, me vacían los
bolsillos, con una serie de alegres correrías; pierdo mi pistola de calor, mis
mapas, mis inútiles cartas de introducción, mis diversas monedas, todo, incluso
mi cápsula de suicidio. Se pasan estas cosas entre ellos, lanzando
exclamaciones; después, me devuelven la pistola de calor y una parte del
dinero.
—Ganfield
—murmuran—. ¡Hawk Nest! —hay disgusto en sus voces—. Lugares sucios. Lugares
malditos por Dios.
Nos cogen de
las manos y nos arrastran, haciéndonos girar. El pesado cuerpo de Holly resulta
ser sorprendentemente grácil, iniciando una serena danza que les hace aplaudir,
maravillados.
Uno de ellos,
el más alto del grupo, nos coge por las muñecas y dice:
—¿Qué han
venido a hacer en Kingston?
—He venido a
comprar libros —declara Holly.
—He venido a
encontrar a mi esposa del mes, Silena —declaro.
—¡Silena!
¡Silena! ¡Silena! —el nombre se convierte en un jubiloso encanto en sus
labios—. ¡Su esposa del mes! ¡Silena! ¡Su esposa del mes! ¡Silena! ¡Silena!
¡Silena!
El más alto
acerca su rostro al mío, diciéndome:
―Te
ofrecemos una alternativa: ven a rezar con nosotros o muere aquí mismo.
—Elegimos rezar
—le digo.
Nos agarran por
los brazos, apresurándonos para que avancemos. Calle abajo, una calle tras
otra, hasta que finalmente llegamos a terreno santo: una zona ajardinada,
insignificante en cuanto a espacio, plantada con matorrales que no me son
familiares y con flores que desconozco, cuidados con evidente esmero. Nos
empujan hacia el interior.
—Arrodillarse
—nos dicen.
—Besad la
sagrada tierra.
—Adorad las
cosas que crecen en ella, extranjeros.
—Dad gracias a
Dios por el aire que acabáis de respirar.
—Y por el aire
que estáis a punto de respirar.
—¡Cantad!
—¡Llorad!
—¡Reíd!
—¡Tocad el
suelo!
—¡Ofreced
culto!
12
La habitación
de Silena es fría y tranquila, situada en el piso superior de una residencia
desde la que se dominan los terrenos de la universidad. Lleva puesto un suave
vestido verde de textura basta, sin joyas, sin pintura en la cara. Su actitud
es tranquila y segura de sí misma. Había olvidado la delicadeza de sus rasgos,
el frío y malicioso brillo de sus ojos oscuros.
—¿El programa
maestro? —me pregunta, sonriendo—. ¡Lo destruí!
Me acobarda la
profundidad de mi amor por ella. Al encontrarme ante Silena, siento cómo las
rodillas se me convierten en agua. Ante mis ojos se baña en una resplandeciente
aura de sensualidad. Hago esfuerzos por controlarme.
—No has
destruido nada —le digo—. El tono de tu voz traiciona la mentira.
—¿Crees que aún
tengo el programa?
—Sé que lo
tienes.
—Está bien, sí
—admite, con frialdad—. Lo tengo.
Mis dedos
tiemblan. Se me reseca la garganta. Una estupidez de adolescente trata de
ahogarme.
—¿Por qué lo
robaste? —pregunto.
—Por amor al
mal.
—Veo la mentira
en tu sonrisa. ¿Cuál fue la verdadera razón?
—¿Acaso
importa?
—El distrito
está paralizado, Silena. Miles de personas sufren. Dependemos de la
benevolencia de los asaltantes de los distritos contiguos. Muchas personas ya
han muerto de calor, del mal olor de los desperdicios, del fallo del equipo de
los hospitales. ¿Por qué te llevaste el programa?
—Quizá tenía
razones políticas.
—¿Cuáles eran?
—Demostrar a la
gente de Ganfield qué tan completa era su dependencia de esas máquinas. Han
permitido que se conviertan en parte de su propia naturaleza.
—Eso ya lo
sabíamos —replico—. Si sólo tenías intención de dramatizar nuestra dependencia,
no hacías más que poner de manifiesto lo evidente. ¿De qué servía paralizarnos?
¿Qué has ganado con eso?
—¿Diversión?
—Algo más que
eso, Silena. Tú no eres una persona tan vacía.
—Muy bien, algo
más que eso. Paralizando Ganfield, ayudo a que cambien las cosas. Ése es el
propósito de todo acto político: demostrar la necesidad de un cambio, de modo
que ese cambio pueda producirse.
—La simple
demostración de la necesidad no es suficiente.
—Es algo por
donde empezar.
—¿Crees que el
robar nuestro programa fue un modo racional de impulsar un cambio, Silena?
—¿Eres feliz?
—me replica ella—. ¿Es ésta la clase de mundo que tú deseas?
—Es el mundo en
el que tenemos que vivir, nos guste o no. Y necesitamos ese programa para
seguir enfrentándonos a él. Sin el programa, nos vemos arrojados al caos.
—Estupendo.
Deja que venga el caos. Deja que todo se desmorone, para que así podamos
reconstruirlo.
—Eso es muy
fácil de decir, Silena. ¿Pero qué me dices de las víctimas inocentes de tu celo
revolucionario?
—En cualquier
revolución —dice, encogiéndose de hombros— siempre hay víctimas inocentes.
Se levanta con
un movimiento sinuoso y se aproxima a mí. La cercanía de su cuerpo es mareante
y capaz de enloquecer a cualquiera. Con exagerada voluptuosidad, me dice:
—Quédate aquí.
Olvídate de Ganfield. Vivirás bien aquí. Esta gente está construyendo algo que
vale la pena.
—Entrégame el
programa —le digo.
—A estas
alturas ya tienen que haberlo sustituido.
—La sustitución
es imposible. El programa es vital para Ganfield, Silena. Entrégamelo.
Ella lanza una
risa helada.
—Te lo ruego,
Silena.
—¡Qué pesado
eres!
—Te amo.
—Tú no amas
nada, excepto el statu quo. La forma
en que eran las cosas, tal y como estaban, te produce una gran alegría. Tienes
el alma de un burócrata.
—Si siempre has
sentido ese desprecio por mí, ¿por qué te convertiste en mi esposa del mes?
—Por espíritu
deportivo, quizá —contesta, riendo.
Sus palabras
son como cuchillos. De repente, ante mi propio asombro, me encuentro blandiendo
la pistola de calor.
—¡Dame el
programa o te mato! —le grito.
—Adelante
—dice; parece estar divirtiéndose—. Dispara. ¿Podrás conseguir el programa de
una Silena muerta?
—Dámelo.
—¡Qué estúpido
pareces con ese arma en la mano!
—No tengo que
matarte —le digo—. Puedo limitarme a herirte. Esta pistola es capaz de infligir
heridas de luz que cicatrizan la piel. ¿Quieres que te deje marcada, Silena?
—Como quieras.
Estoy a tu merced.
Apunto la
pistola hacia su muslo. El rostro de Silena permanece inexpresivo. Mi brazo se
pone rígido y después empieza a temblar. Me esfuerzo por superponerme a los
rebeldes músculos, pero sólo consigo mantener el arma apuntada durante un
instante, antes de que vuelva el temblor. En los ojos de Silena aparece un
brillo exultante. Una oleada de excitación enrojece su rostro.
—Dispara —me
dice, desafiante—. ¿Por qué no me disparas?
Me conoce
demasiado bien. Nos encontramos los dos helados durante un momento, al margen
del tiempo —un minuto, una hora, un segundo—, y finalmente, mi brazo desciende
hacia el costado. Aparto la pistola; nunca habría podido dispararla. Me asalta
la poderosa sensación de haber pasado por una especie de clímax muy sutil: a
partir de este momento, todo irá hacia abajo para mí, y ambos lo sabemos. El
sudor empapa mi cuerpo. Me siento derrotado, roto.
Los rasgos de
Silena revelan un sarcasmo intenso. Ella ha alcanzado algún exaltado nivel de
conciencia en este último tiempo, en el que todo acto se ha convirtido en algo
gratuito; en que el amor, el odio, la revolución, la traición y la lealtad no
se pueden distinguir los unos de los otros. Me sonríe, con la sonrisa de
alguien que ha obtenido la puntuación necesaria para ganar un juego cuyas
reglas nunca me fueron explicadas.
—¡Eres sólo un
pequeño burócrata! —me dice, con tranquilidad—. Toma.
De un armario
saca un pequeño paquete, que me arroja con desdén. Contiene un tambor de
película computarizada.
—¿Es el
programa? —pregunto—. Tiene que tratarse de alguna broma… En realidad, no
estabas dispuesta a dármelo, Silena.
—Tienes en tus
manos el programa maestro de Ganfield.
—¿De veras?
—De veras. Es
todo tuyo —me dice ella—. El programa auténtico. Vamos. Vete. Sal de aquí.
Salva a tu nauseabundo Ganfield.
—Silena…
—Vete.
13
El resto es
tedioso, pero simple. Localizo a Holly Borden, que ha comprado un cargamento de
libros. La ayudo a transportarlos y regresamos a Hawk Nest. Allí, me refugio
debajo de la librería una vez más, mientras, a través de Old Grove, Parley Close,
el Mill y posiblemente algún otro distrito, se dirige una llamada al capitán
del distrito de Ganfield. Lleva dos días completar el circuito, puesto que las
rivalidades entre distritos hacen necesario dar un rodeo. Finalmente, se me
pone en comunicación con él e informo de la feliz noticia: tengo el programa en
mi poder, aunque he perdido mi pasaporte y se me prohibe cruzar Conning Town.
A través de
canales diplomáticos se me facilita un pasaporte nuevo pocos días más tarde, y
tomo el tubo de regreso a casa, pasando por Budleigh, Cedar Mall y Morton
Court. La situación en Ganfield es horrible: todo sucio y desordenado, muy
cercano al punto irreversible del colapso; sus ciudadanos han entrado en un
período de éxtasis mortal y esperan plácidamente el final. Pero yo he regresado
con el programa.
El capitán
elogia mi heroísmo. Seré recompensado, me asegura. Seré ascendido a los puestos
más elevados del servicio civil, con la esperanza de llegar incluso al consejo
del distrito.
Pero todas
estas palabras me producen muy poco placer. El desprecio de Silena sigue
gobernando mis pensamientos. Burócrata.
Burócrata. Eres un pequeño burócrata.
14
Sin embargo,
Ganfield se ha salvado. Las máquinas de policía han empezado a moverse de
nuevo.
FIN