JUEGOS DE CAPRICORNIO

Robert Silverberg

 

 

 

Título original: Capricorn Games

Traducción: J. M. Pomares

© 1973 by Robert Silverberg

© 1979 Luis de Caralt Editor S.A.

Rosellón 246 - Barcelona

ISBN: 84-217-5130-1

Edición digital: Carlos Palazón

Revisión: abur_chocolat

 

 

Para Ted y Wina Sturgeon

 

 

ÍNDICE

 

Juegos de Capricornio (Capricorn Games ©1974)

El Salón de la Fama de la Ciencia Ficción (The Science Fiction Hall of Fame ©1973)

La señorita Found en una máquina del tiempo abandonada (Ms. Found in an Abandoned Time Machine ©1973)

Nave-hermana, estrella-hermana (Ship-Sister, Star-Sister ©1973)

Un mar de rostros (A Sea of Faces ©1974)

El Dybbuk de Mazel Tov IV (The Dybbuk of Mazel Tov IV ©1974)

Un pequeño burócrata (Getting Across ©1973)

 

 

 

JUEGOS DE CAPRICORNIO

 

 

Nikki penetró en el campo cónico del limpiador ultrasónico, moviéndose de modo que el inaudible zumbido del achaparrado morro de la máquina pudiera eliminar de su piel con mayor efectividad el tejido epidérmico muerto, los glóbulos de sudor seco, las gotitas del perfume de ayer y otros restos; tres minutos después salía completamente limpia, activa y lista para la fiesta. Programó el vestido para la velada: pieles de bu, túnica amarillo-limón de película de gasa, capa de color naranja pálido tan blanda como una almeja, y nada más debajo excepto la propia Nikki, la suave, reluciente y tersa Nikki. Su cuerpo era moreno y delgado. La fiesta se celebraba en su honor, aunque ella era la única en saberlo. Hoy era su cumpleaños, el siete de enero de 1999; veinticuatro años y ni un solo signo de envejecimiento en el cuerpo.

El viejo Steiner había reunido a una extraordinaria variedad de invitados: prometió qne acudirían un lector de mentes, un multimillonario, un auténtico duque bizantino, un rabino árabe, un hombre que se había casado con su propia hija, y otras maravillas. Todos ellos, desde luego, subordinados al verdadero invitado de honor, al premio de la noche, al famoso Nicholson, que había vivido mil años y que decía poder ayudar a otros a hacer lo mismo. Nikki… Nicholson. Feliz asonancia, portentosa e íntima armonía. Me mostrarás, querido Nicholson, cómo puedo vivir para siempre, sin hacerme vieja nunca. Una idea acogedora y tranquilizadora.

El cielo, más allá de la lustrosa curva de su ventana, aparecía negro, salpicado de motillas de nieve; imaginó poder escuchar el mohoso aullido del viento y sentir el balanceo del edificio envuelto por el frío, a noventa pisos de altura. Este era el peor invierno que había conocido jamás. Nevaba casi todos los días; era una nieve planetaria, un escalofrío global del que ni siquiera se libraban los trópicos. El hielo, tan duro como placas de hierro, cubría las calles de Nueva York. Las paredes eran resbaladizas y el aire tenía un filo cortante. Esta noche Júpiter brillaba ferozmente en la oscuridad, como un diamante en la frente de un cuervo. Gracias a Dios, no tenía que salir.

Podía esperar a que transcurriera el invierno dentro de esta torre. La correspondencia le llegaba por tubo neumático. El restaurante de la azotea la alimentaba. Tenía amigos en una docena de pisos. El edificio era un mundo en sí mismo, cálido, cómodo y abrigado. Que nevara. Que soplaran los cortantes ventarrones.

Nikki comprobó su aspecto, observándose en el espejo tridimensional: muy atractiva; muy, muy atractiva. Dulces pliegues de película amarilla. Al descubierto, un poco de los muslos, otro poco de los pechos. Se vería algo más que un poco cuando tuviera una fuente de luz tras de ella. Notó una sensación de bienestar. Se arregló el pelo corto, de color negro brillante. Se perfumó un poco. Todo el mundo la quería. La belleza es como un imán: repele a algunos, atrae a muchos, pero no deja a nadie inmóvil. Eran las nueve de la noche.

—Arriba —le dijo al ascensor—. Habitaciones de Steiner.

—Piso ochenta y ocho —comunicó el ascensor.

—Ya lo sé. Eres muy dulce.

Música en el pasillo: Mozart, cristalino y sinuoso. La puerta del apartamento de Steiner aparecía semiabombada con acero cromado, como la entrada a la bóveda de un banco. Nikki sonrió en dirección al detector-explorador. La puerta se abrió. Steiner formó una especie de cáliz con sus manos, a pocos centímetros del pecho, a modo de saludo.

—Maravillosa —murmuró.

—Me siento muy contenta de que me invitara.

—Prácticamente ya está todo el mundo. Es una fiesta maravillosa, amor.

Ella le besó la velluda mejilla. Se había encontrado con él en octubre, en el ascensor; tenía más de sesenta años y aparentaba menos de cuarenta. Cuando le tocó, su cuerpo le pareció como un objeto enmarcado en hielo lechoso, como un mamut recién sacado de los hielos permanentes de Siberia. Fueron amantes durante dos semanas. El otoño dio paso al invierno y Nikki pasó de largo por su vida, pero él había mantenido su palabra en cuanto a las fiestas: allí estaba ella, invitada.

—Alexius Ducas —dijo un hombre bajo de estatura y ancho de hombros, con una densa barba negra partida en el centro.

El hombre se inclinó. Un buen ademán. Steiner se evaporó y ella quedó en manos del duque bizantino. La dirigió inmediatamente, atravesando la estancia sobre una espesa alfombra blanca, hacia un lugar donde un grupo de pequeñas luces, como hongos enojados que surgieran de la pared, revelaba los contornos de su cuerpo. Otros invitados se volvieron para mirarla. El duque Alexius la favoreció con una penetrante mirada, pero ella no sintió la menor excitación. Ya hacia mucho tiempo que había pasado lo de Bizancio. Le trajo una pequeña copa de vino verde y frío y dijo:

—¿Ha estado alguna vez en el Mar Egeo? Mi familia posee su ancestral castillo en una isla situada a dieciocho kilómetros al este de…

—Discúlpeme, pero ¿quién es el hombre llamado Nicholson?

—Nicholson sólo es el nombre que utiliza ahora. Afirma haber tenido una tienda en Constantinopla durante el reinado de mi antepasado, el basileo Manuel Comneno —un chasqueo protector de la lengua, para añadir—: Sólo es un tendero —y los ojos bizantinos brillaron con ferocidad—. ¡Qué hermosa es usted!

—¿Quién de ellos es?

—Allí. En el sofá.

Nikki sólo vio un muro de espaldas. Se inclinó un poco hacia la izquierda y miró. No pudo ver nada. Se acercaría más tarde. Alexius Ducas continuó ofreciéndole su cuerpo con los ojos. Ella susurró lánguidamente y pidió:

—Cuénteme cosas de Bizancio.

Llegó hasta Constantino el Grande antes de aburrirla. Ella terminó de beberse el vino, extendió fríamente la copa y convenció a un suave joven que pasaba por allí para que se la volviera a llenar. El bizantino parecía triste.

—Entonces —dijo—, el imperio fue dividido entre…

—Hoy es mi cumpleaños —anunció ella.

—¿También el suyo? Felicidades. ¿Es usted tan vieja como…?

—Ni con mucho. Ni siquiera la mitad. No llegaré a los quinientos años hasta dentro de algún tiempo —contestó, volviéndose para recoger su copa.

El joven suave no esperó a ser capturado. La fiesta se lo tragó como si se tratara de una avalancha. Sesenta, ochenta invitados, todos en movimiento. Se retiraron las cortinas, poniendo de manifiesto toda la furia de la tormenta. Nadie la contemplaba. El apartamento de Steiner era como una escena de película: grandes sillas de jardín, en porcelana Ming o incluso Sung; paredes pintadas con hojas planas de bronce y escarlata; artefactos precolombinos en nichos iluminados; esculturas como telarañas de aluminio; grabados de Durero… El botín del tiempo. Sirvientes de cabeza rapada, mayas o khmers o quizás olmecas, circulaban impasiblemente, ofreciendo bandejas de golosinas: caviar, galopines de mar, trocitos de carne asada, pequeñas salchichas, burritos en una salsa de chile. Las manos iban incansablemente de las bandejas a los labios. Esta era una fiesta de comilones vitales, de personas dispuestas a tragarse el mundo. El duque Alexius, acariciando su brazo, le dijo con suavidad:

—Me marcharé a medianoche. Sería delicioso que se viniera usted conmigo.

—Tengo otros planes —le dijo.

—Entonces —se inclinó cortésmente, sin mostrar desilusión exterior—, quizá en otra ocasión. ¿Quiere mi tarjeta?

Apareció en su mano, como por un movimiento mágico: una tarjeta en relieve, elaboradamente grabada. Se la colocó en el bolso, y después la sala se lo tragó. Instantáneamente un hombre grande, de mirada salvaje, ocupó su lugar ante ella.

—¿No ha oído hablar nunca de mí? —empezó.

—¿Es eso una fanfarronada o una disculpa?

—Soy bastante simple. Trabajo para Steiner. Pensó que seria divertido invitarme a una de sus fiestas.

—¿Qué hace usted?

—Facturas y embarques. ¿No le parece un lugar divertido?

—¿Cuál es su signo? —le preguntó Nikki.

—Libra.

—Yo soy Capricornio. Esta noche es mi cumpleaños, asi como el de él. Si es usted realmente un libriano, está perdiendo su tiempo conmigo. ¿Se llama de algún modo?

—Martin Bliss.

—Nikki.

—No existe ninguna señora Bliss… ¡Ja, ja!

Nikki se lamió los labios.

—Tengo hambre, ¿quiere traerme unos canapés?

En cuanto él se marchó para buscar lo pedido, ella se alejó de allí. Dio una vuelta por la larga sala, pasó junto al quinteto de cuerdas, junto al puesto del barman, junto a la ventana… hasta que pudo ver bien al hombre llamado Nicholson. No le desagradó. Era delgado, flexible, no muy alto, de hombros fuertes. Un hombre con presencia y autoridad. Quería poner los labios sobre él y sorber inmortalidad. Su cabeza era como un triángulo, con unos brutales huesos en las mejillas, labios delgados, oscura mata de pelo rizado, sin barba, sin bigote. Sus ojos eran penetrantes, eléctricos, intolerablemente sabios. Tiene que haberla visto dos veces, por lo menos.

Nikki había leído su libro. Todos lo habían leído. Él había sido un rey, un lama, un traficante de esclavos, un esclavo. Siempre llevando gran cuidado de ocultar su increíble longevidad, y ahora ofreciendo libremente su terrible secreto a los miembros del Club del Libro del Mes. ¿Por qué había preferido salir a la luz y revelarse? Porque éste es el momento necesario de la revelación, había dicho. El momento a partir del cual tiene que ser lo que es, de modo que pueda impartir su don a otros, antes de perderlo. Antes de perderlo. En el momento del nacimiento del nuevo siglo, debe compartir su premio de vida.

Una docena de personas le rodeaban, captando su mirada brillante. Él atravesó con la mirada una muralla de hombros y puso sus ojos en los de ella; Nikki se sintió atravesada, exaltada, elegida. Un súbito calor se fue extendiendo sobre su cuerpo, como un río de tungsteno fundido, como una corriente de miel caliente. Le devolvió fijamente la mirada. Empezó a caminar hacia él.

Entonces, un cuerpo se interpuso en su camino. Cabeza de muerto, piel de pergamino, ojos de pesadilla. Una mano escamosa rozó sus bíceps desnudos. Una voz terriblemente desgastada preguntó, con un gruñido:

—¿Cuántos años cree usted que tengo?

—¡Oh, Dios!

—¿Cuántos?

—¿Dos mil?

—Tengo cincuenta y ocho. No viviré para ver mi cumpleaños número cincuenta y nueve. Tome, fúmese uno de estos.

Con manos temblorosas, le ofreció un diminuto tubo marfileño. Cerca de uno de los extremos se veía un monograma gótico —FXB— y una cápsula verde translúcida en el otro. Ella apretó la cápsula y surgió una flameante llama azul. Inhaló el humo.

—¿Qué es? —preguntó.

—Mi propia mezcla. Soma número cinco. ¿Le gusta?

—Estoy sucia —dijo—. Absolutamente sucia. ¡Oh, Dios!

Las paredes se movían. La nieve se había convertido en trozos de estaño. Un golpe instantáneo. El cuerpo tenía un halo dorado. Los signos del dólar se elevaban a la vista, como estigmas, sobre su frente surcada de arrugas. Nikki escuchó el estruendo de las olas, el rugido de la espuma. El puente oscilaba. Los mástiles se agrietaban. Mujer a bordo, gritó, y escuchó su voz inaudible, desapareciendo hacia abajo por un túnel de ecos, boing, boing, boing. Se agarró a los frágiles puños de él.

—¡Bastardo! ¿Qué me ha hecho?

—Soy Francis Xavier Byrne.

¡Oh! El millonario. Las Industrias Byrne, el gran conglomerado de empresas. Steiner le había prometido un multimillonario para esta noche.

—¿Va usted a morir pronto? —le preguntó Nikki.

—No creo que pase de pascua. Ahora el dinero no me sirve de nada. Soy una metástasis andante.

Se abrió la camisa arrugada. Algo brillante y metálico, como una cota de malla, cubría su pecho.

—Sistema vital auxiliar —le confió—. Me permite funcionar. Si me lo quitara durante media hora, estaría acabado. ¿Es usted capricorniana?

—¿Cómo lo sabía?

—Puede que vaya a morirme, pero no soy estúpido. Tiene usted el brillo de los de Capricornio en sus ojos. ¿Qué soy yo?

Ella dudó. Sus ojos también brillaban. Un hombre de los que se han hecho a sí mismos, un fantástico sentido para los negocios, energía, arrogancia. Capricornio, desde luego. No…, demasiado fácil.

—Leo —dijo.

—No. Vuélvalo a intentar.

Colocó otro tubo con monograma en su mano y se marchó. Ella no había regresado aún del todo del último, aunque los efectos más espectaculares ya se habían disipado. Los invitados a la fiesta giraban y flotaban a su alrededor. Ya no podía ver a Nicholson. La nieve parecía ir convirtiéndose en granizo, en pequeñas partículas duras que salpicaban los amplios ventanales, dejando unas raspaduras blancas. ¿O es que su percepción era ahora más aguda? El rugido de las conversaciones parecía ascender y decaer, como si alguien estuviera ajustando un control de volumen. Las luces fluctuaban con un ritmo contrastado. Se sintió mareada. Una bandeja de cócteles pasó junto a ella y preguntó:

—¿Dónde está el baño?

Al final del pasillo. Cinco extrañas salían arracimadas de él, hablando en susurros escamosos. Flotó a través de ellas, se agarró al frío borde del lavabo, adelantó la cabeza hacia el espejo oval cóncavo. Una cabeza de muerto, piel apergaminada, ojos de pesadilla. ¡No! ¡No!

Parpadeó, y volvieron a aparecer sus propios gestos. Temblando, hizo un esfuerzo por recobrarse. El armario de medicamentos contenía una tentadora colección de drogas, los remedios de Steiner para todos los males. Sin mirar las etiquetas, Nikki tomó un puñado de frascos y engulló pastillas tomadas al azar. Una roja y plana, una verde y ahusada, una suculenta cápsula amarilla de gelatina. Quizá se tratara de remedios contra el dolor de cabeza, quizá de alucinógenos. ¿Quién sabía? ¿A quién le interesaría? Nosotros, los capricornianos, no siempre somos tan precavidos como se pudiera imaginar.

Alguien llamó a la puerta del baño. Ella contestó y se encontró con el rostro redondo, blando y esperanzado de Martin Bliss, flotando cerca del techo. Los ojos se abombaban débilmente; las mejillas aparecían rojizas.

—Me dijeron que usted se sentía mal. ¿Puedo ayudarla en algo?

Tan amable. Tan dulce. Ella le tocó el brazo, rozó su mejilla con los labios. Más allá, en el vestíbulo, estaba un hombre de cuerpo ancho, de pelo rubio cortado al rape, de glaciales ojos azules, con un perfecto y rollizo rostro. Su sonrisa era intensa y brillante.

—Eso es fácil —dijo el hombre—. Capricornio.

—¿Puede adivinar mi… —se detuvo asombrada—…signo? —terminó de preguntar, con voz débil—. ¿Cómo lo hizo? ¡Oh!

—Sí. Soy ése.

Ella se sintió más que desnuda, desprendida de todo hasta los ganglios, hasta la sinapsis.

—¿Cuál es el truco?

—No hay truco. Escucho. Oigo.

—¿Oye usted pensar a la gente?

—Más o menos. ¿Cree usted que se trata de un juego de salón?

Él era hermoso, pero aterrorizador, como la espada de un samurai en movimiento. Ella le quería, pero no se atrevía. Tiene mi número, pensó. No tendré nunca ningún secreto con él. Y él dijo tristemente:

—No me importa eso. Sé que asusto a mucha gente. A algunos no les importa.

—¿Cómo se llama?

—Tom —contestó él—. Encantado de conocerla, Nikki.

—Siento mucha lástima por usted.

—No es eso, en realidad. Puede engañarse a sí misma si necesita hacerlo. Pero no puede engañarme a mí. En cualquier caso, no se acuesta usted con hombres por los que siente lástima.

—No me he acostado con usted.

—Lo hará —dijo él.

—Creí que sólo era capaz de leer la mente. No me dijeron que también hacía profecías.

Él se inclinó acercándose y sonrió. Aquella sonrisa la destruyó. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no caer.

—Tengo su número, muy bien —dijo él, en un tono de voz bajo y duro—. La llamaré el próximo martes —y, cuando ya se alejaba, añadió—. Se equivoca. Soy de Virgo, lo crea o no.

Nikki regresó, aturdida, hacia el salón.

—…la figura del mandala —estaba diciendo Nicholson; su voz era oscura, enfocada, como un cantante basso puro—. Lo esencial es que cada mandala tiene su centro: el lugar donde nace todo, el ojo de la mente de Dios, el corazón de la oscuridad y de la luz, el ojo de la tormenta. Muy bien: deben moverse hacia el centro, encontrar el vértice en los límites del Yang y del Yin, situarse justo en el punto central del mandala. Centrarse a ustedes mismos. ¿Siguen la metáfora? Centrarse ustedes mismos en el ahora, en el eterno ahora. Salirse del centro es moverse hacia la muerte, adelante, y hacia el nacimiento, atrás. Siempre con las fatales oscilaciones polares; pero si son capaces de situarse constantemente en el foco del mandala, justo en el centro, tendrán acceso a la fuente de la renovación, se convertirán en un organismo capaz de una autocuración constante, de una autorenovación constante, de una constante expansión hacia las regiones situadas más allá del yo. ¿Me siguen? El poder de…

Steiner, junto a su codo, le dijo tiernamente:

—¡Qué hermosa está usted en los primeros momentos de la fijación erótica!

—Es una fiesta maravillosa —dijo Nikki.

—¿Está encontrando gente interesante?

—¿Hay de alguna otra clase? —preguntó ella.

De repente, Nicholson se apartó del círculo de quienes le escuchaban y cruzó la sala, solo, con un movimiento rápido y decisivo hacia el bar. Nikki se apresuró para interceptarlo y tropezó con un sirviente de cabeza rapada que llevaba una bandeja. La bandeja se deslizó suavemente de los gruesos dedos del hombre y se elevó en el aire, como un escudo en rotación; una lluvia de trozos de carne inmersos en una aceitosa salsa verde cayó, salpicando, sobre la alfombra blanca. El sirviente se quedó completamente inmóvil, helado, como una especie de ídolo mexicano de piedra, grueso y desnudo, con la nariz chata, durante un largo y doloroso momento; después volvió la cabeza lentamente hacia la izquierda y contempló lastimeramente su rígida mano extendida, sin su bandeja. Finalmente, adelantó la cabeza hacia Nikki, y su rostro de granito, normalmente inexpresivo, mostró por un fugaz instante una expresión de odio total, una emanación fulgurante de desprecio y disgusto que se desvaneció inmediatamente. El hombre relinchó con una risa disimulada: ¡Ju, ju, ju! Su superioridad era abrumadora. Nikki se sintió hundida en movedizas arenas de humillación. Escapó apresuradamente, zigzagueando alrededor de la carne derramada, siguiendo su camino hacia el bar.

Nicholson seguía estando solo. Nikki enrojeció. Sentía como si le faltara el aire. Buscaba ávidamente las palabras, con la lengua desmañada. Finalmente, como una catapulta, dijo:

—Feliz cumpleaños.

—Gracias —dijo él con solemnidad.

—¿Está disfrutando de su fiesta?

—Mucho.

—Me extraña que no le aburran. Quiero decir, después de haber hablado con tantos de ellos.

—No me aburro con facilidad.

Parecía solemne y sereno, como extrayendo fuerzas de alguna reserva sin fondo de paciencia. Lanzó hacia Nikki una mirada que era al mismo tiempo cálida e impersonal.

—Todo me parece interesante —dijo.

—Eso resulta curioso. Hace un momento le dije a Steiner más o menos lo mismo. Es que, ¿sabe?, hoy también es mi cumpleaños.

—¿De veras?

—Nací el siete de enero de 1975.

—¡Vaya! En 1975. Yo… —se echó a reír—. Parece completamente absurdo, ¿verdad?

—El siete de enero del 982 —dijo Nikki.

—Ha estado tomando notas, ¿eh?

—He leído su libro —confesó—. ¿Me permite hacerle una observación tonta? ¡Dios mío! ¡No parece usted tener mil diecisiete años!

—¿Qué aspecto cree que debería tener?

—Más bien como él —contestó Nikki, señalando hacia Francis Xavier Byrne.

Nicholson se echó a reír entre dientes. Nikki se preguntó si le gustaría. Quizá. Quizá. Se arriesgó a mirarle a los ojos. Apenas tenía un centímetro más de altura que ella, lo que convirtió su acción en una experiencia terriblemente íntima. Él la miró con firmeza, centradamente; Nikki le imaginó rodeado por un palpitante mandala, con luminosas manchas turquesas emanando de su corazón, conectadas con radiantes hilos de telaraña en colores rojo y verde. Enderezándose un poco, lanzó un rizo de deseo alrededor de él. Sus ojos eran muy explícitos. Los de Nicholson aparecían velados. Sintió cómo el hombre se retiraba tranquilamente. Llévame dentro, rogó ella, llévame a una de las habitaciones del fondo. Vierte tu vida en mí.

—¿Cómo va a elegir a las personas que quiere instruir en el secreto? —preguntó.

—Intuitivamente.

—Rechazando a cualquiera que se lo pida directamente, desde luego.

—Rechazando a quien lo pida.

—¿Ha preguntado usted?

—Dijo que había leído mi libro.

—¡Oh! Sí. Ya recuerdo. No sabía usted lo que estaba sucediendo, no comprendió nada hasta que todo pasó.

—Yo era una persona muy simple. Eso fue hace mucho tiempo.

Sus ojos volvían a ser vivos. Lo estoy atrayendo. Ve que soy de su clase, que me lo merezco. Capricornio, Capricornio, Capricornio, tú y yo, él y ella, los dos cabras. Juega a mi juego, Capricornio.

—¿Cómo se llama usted? —preguntó.

—Nikki.

—Un nombre hermoso, para una mujer hermosa.

La vacuidad del cumplido la devastó. Se dio cuenta de que había llegado con una misteriosa rapidez a un momento de necesaria retirada táctica; la retirada era obligatoria, a menos que apretara demasiado y destruyera el tenue contacto tan tensamente establecido. Le dio las gracias con una mirada y se apartó graciosamente, dirigiéndose hacia Martin Bliss, pasando su brazo por el suyo. Bliss se estremeció ante el gesto, enrojeció y se encontró en un estado de mayor energía. Ella hizo resonar sus vibraciones, elevándolas más y más. Se sentía en el corazón de la fiesta, como el centro del mandala: de pie, con ambos pies bien asentados, las piernas ligeramente abiertas, convirtiendo su cuerpo en un eje polar, con las líneas de fuerza surgiendo de la tierra, elevándose desde el fondo del edificio, atravesando ochenta y ocho pisos, para pasar por su sexo, su corazón, su cabeza. Asi es como una se debe sentir, pensó ella, cuando le ha sido concedida la inmortalidad. Un momento de gracia espontánea, el balbuceo de una luz interior. Miró amorosamente hacia el pobre y bobo de Bliss. Querido corazón, querido juego andante mudo. El quinteto de cuerdas emitía unos sonidos fundidos.

—¿Qué es eso? —preguntó ella—. ¿Brahms?

Bliss se ofreció para averiguarlo. Sola, era vulnerable para Francis Xavier Byrne, quien la abatió con una sola mirada cadavérica.

—¿Lo ha adivinado ya? —preguntó él—. El signo.

Se le quedó mirando fijamente, a través de su harapiento cuerpo canceroso, llameante de descomposición.

—Escorpión —le contestó con voz ronca.

—¡Correcto! ¡Correcto! —exclamó, sacándose un medallón del pecho y pasando su cadena de oro sobre la cabeza de Nikki—. Para usted —dijo con voz áspera, y se marchó.

Nikki lo acarició. Una piedra verde y suave al tacto. ¿Jade? ¿Esmeralda? Ligeramente grabada sobre su cara abovedada, se percibía la cruz rizada, la cruz ansata. Maravilloso. El regalo de la vida, entregado por un moribundo. Le saludó con la mano por entre un bosque de cabezas y le guiñó un ojo. Bliss regresó.

—Están interpretando algo de Schonberg —informó—. Verklärte Nacht.

—¡Qué encantador! —levantó el medallón y lo volvió a dejar caer sobre su pecho—. ¿Le gusta?

—Estoy seguro de que no lo tenía hace un momento.

—Ha brotado muy rápidamente —le dijo ella.

Se sentía muy animada, pero no tanto como se sintiera un momento después de haber dejado a Nicholson. La había abandonado aquella sensación de ser el punto focal. La fiesta parecía caótica. Se estaban formando parejas, disolviéndose, volviéndose a formar; las figuras se deslizaban subrepticiamente en grupos de dos y de tres hacia las habitaciones; los sirvientes ofrecían más obsesivamente sus bandejas de bebidas y comida a los invitados que quedaban; el granizo se había convertido de nuevo en nieve y sus masas algodonosas chocaban silenciosamente contra las ventanas, quedándose allí, revelando sus brillantes estructuras mandálicas durante un momento dolorosamente breve antes de fundirse. Nikki se esforzó por recuperar su posición centrada. Se abandonó a una cálida fantasía: Nicholson acercándose a ella, acariciándole formalmente la mejilla, diciéndole: «serás una de las elegidas». En menos de doce meses, llegaría el momento en que él se reuniría con sus siete discípulos, aún desconocidos, para ver el nacimiento del nuevo siglo, y él tomaría las manos en las suyas, bombearía la vitalidad de lo inmortal en sus cuerpos, compartiendo con ellos el secreto que a él le habían transmitido mil años antes. ¿Quién? ¿Quién? ¿Quién? A mí. A mí. A mí.

Pero… ¿adónde se había marchado Nicholson? Su aura, su brillo, ese cono de luz imaginaria que parecía haberle rodeado… no estaba en ninguna parte.

Un hombre, con una peluca lacada de color naranja, empezó a discutir casi ante la misma Nikki con una mujer mucho más joven que llevaba adornos de perlas bioluminiscentes. Evidentemente, un matrimonio. Ambos poseían rasgos muy agudos, con ojos brillantes y protuberantes, rostros rígidos, con los músculos de la barbilla actuando intensamente. Habían vivido juntos el tiempo suficiente como para parecerse. Su disputa tenía un matiz anticuado, ritual, como si la hubieran ensayado en muchas ocasiones anteriores: se estaban explicando mutuamente los acontecimientos causantes de la disputa, interpretándolos, recapitulándolos, matizándolos, justificando, atacando, defendiendo… dijiste esto porque tal y tal cosa y eso me llevó a responderte de tal y tal modo porque… no, al contrario, yo dije eso porque tú dijiste tal otra cosa… todo ello expresado en un tranquilo tono chirriante, nauseabundo, angustioso, como la pura muerte.

—Él es su padre biológico —dijo un hombre, al lado de Nikki—. Ella fue una de las primeras niñas en nacer in vitro y él fue el donante. Hace cinco años, siguió su pista y se casó con ella. Un hueco sin cubrir en la ley.

¿Cinco años? Discutían como si estuvieran casados desde hacía cincuenta. Estaban enjaulados por paredes de dolor y aburrimiento. Sólo sus ojos aparecían vivos. A Nikki le resultó imposible imaginárselos en la cama, con los cuerpos entrelazados en el acto del amor. Acto de amor, pensó, y se echó a reír. ¿Dónde estaba Nicholson?

El duque Alexius, enrojecido y cubierto de sudor, se inclinó ante ella.

—Me marcharé pronto —anunció.

Y ella recibió el anuncio con gravedad, pero sin reaccionar, como si él se hubiese limitado a expresar algún comentario sobre las fluctuaciones de la tormenta, o como si hubiera hablado en griego. El duque se volvió a inclinar y se marchó. ¿Y Nicholson? ¿Dónde estaba Nicholson? Volvió a recuperar la calma, tratando de encontrar su centro. Vendrá a mí cuando esté preparado. Ya se ha producido el contacto entre nosotros y fue un contacto real y bueno.

Bliss, junto a ella, hace un gesto y dice:

—Un rabino de nacimiento sirio, antiguo musulmán, muy altamente considerado entre los teólogos judíos.

Ella asintió con un gesto, pero no miró.

—Un astronauta que acaba de regresar de Marte. Nunca he visto a nadie con la piel curtida con ese color.

El astronauta no sentía ningún interés por ella. Se esforzó por animarse de nuevo. La fiesta se aproximaba a un clímax, y ella se daba cuenta; un momento en el que se aceptaban compromisos y se tomaban decisiones. El tintineo del hielo en las copas, los brumosos vapores de los inhalantes psicodélicos, la presión de la carne cálida rodeándola… se encontraba inmersa en todo, viva y receptiva. Estaba llegando a la hora retorcida, la hora de las bromas galvánicas. Se sintió extravagante e imprudente. Impulsivamente, besó a Bliss, alzándose sobre las puntas de los pies, introduciendo profundamente su lengua en la asombrada boca del hombre. Después, se soltó.

Alguien estaba jugando con las luces; se hicieron más rojas, después adquirieron fuerza y oscilaron a un blanco azulado con gran ferocidad. Al otro lado de la sala, un grupo se agitaba y se ondulaba alrededor de la figura de Francis Xavier Byrne, que había caído flojamente contra la base del bar. Sus ojos estaban abiertos, pero eran vidriosos. Nicholson estaba inclinado sobre él, con las manos en su camisa, efectuando delicados ajustes en los controles de la cota de malla que llevaba debajo.

—Está bien —decía Steiner—. Denle un poco de aire. Está bien.

Confusión. Barahúnda. Un torrente de empujones por mirar.

—…dicen que ha habido un cambio permanente en las condiciones atmosféricas. Inviernos más fríos a partir de ahora, debido a las acumulaciones de polvo en la atmósfera, que actúan como pantalla ante los rayos del sol. Hasta que nos helemos todos juntos, hacia el año 2200…

—…pero se supone que el anhídrido carbónico debía iniciar un efecto de invernadero haciendo que el tiempo fuera más cálido. Eso es lo que pensé, y…

—…la propuesta de generar energía eléctrica a partir de…

—…la falla de San Andrés…

—…financiado por obligaciones convertibles en…

—…cápsulas de toxina del botulismo…

—…a distribuirse a razón de una por cada mil familias por toda la zona de Groenlandia y metropolitana de Kamchatka…

—…en el siglo XVI, cuando uno podía confiar en encontrar su propio imperio en algún lugar desconocido de…

—…conflictos no resueltos de la personalidad de Capricornio…

—…intensa concentración y meditación sobre el mandala completado, de modo que los contenidos del trabajo son transferidos e identificados con la mente y el cuerpo del observador. Quiero decir que, técnicamente, lo que se produce es la reabsorción de fuerzas cósmicas. En el proceso de construcción de esas fuerzas…

—…mariposas que ya no se encuentran en ninguna parte…

—…fueron proyectadas fuera del caos del inconsciente; en el proceso de absorción, los poderes son recuperados de nuevo…

—…reflejando las transformaciones del ADN en el órgano colector de luz, que…

—…la nieve…

—…hace mil años, ¿se lo imagina? Y…

—…el cuerpo de ella…

—…antiguamente un sapo…

—…acaba de regresar de Marte, y tiene esa mirada en sus ojos…

—Sujétame —dijo Nikki—. Simplemente, sujétame. Me siento muy mareada.

—¿Quieres tomar una copa?

—Sólo sujétame.

Se aprieta contra la tela fría de dulce olor. El pecho del hombre inflexible debajo. Steiner. Muy masculino. La sostuvo, pero sólo durante un momento. Otras responsabilidades le llamaban. Cuando la dejó, ella se balanceó. Él llamó por señas a alguien, rubio, de rostro blando. El lector de mentes, Tom. La pasó a lo largo de la cadena, de un hombre a otro.

—Ahora se siente mejor —le dijo el telépata.

—¿Está seguro de eso?

—Por completo.

—¿Puede leer cualquier mente de los que están aquí? —preguntó.

El asintió con un gesto.

—¿Incluyendo la de él?

—Él es el más claro de todos —volvió a asentir—. La ha estado utilizando durante tanto tiempo que todos los canales llegan muy profundamente.

—Entonces, ¿tiene de veras mil años?

—¿No lo creía usted?

—A veces no sé lo que creer —contestó Nikki, encogiéndose de hombros.

—Es viejo.

—Usted debería saberlo.

—Es un fenómeno. Es absolutamente extraordinario —una pausa, y a continuación, rápida, penetrante, la pregunta—: ¿Le gustaría ver el interior de su mente?

—¿Cómo puedo hacerlo?

—Yo le abriré el camino, si quiere que lo haga —los ojos glaciales brillan con un calor repentino y engañoso—. ¿Quiere?

—No estoy segura de querer.

—Está muy segura. Siente una curiosidad enorme. No me engañe. No juegue, Nikki. Usted quiere ver en su interior.

—Quizá —de mala gana.

—Quiere hacerlo. Créame, lo quiere. Venga aquí. Relájese, deje caer un poco los hombros, déjelos sueltos, sea receptiva y yo estableceré el lazo.

—Espere… —dijo ella.

Pero ya era demasiado tarde. Serenamente, el lector de mentes dividió su conciencia como si fuera un Moisés apartando las aguas del Mar Rojo, y apretó algo en su frente, algo espeso, pero insustancial, como una porra de niebla. Ella se estremeció y retrocedió. Se sintió violada. Fue como la primera vez que estuvo en la cama con alguien, durante ese momento en que desaparecía todo lo tonto que le rodea a uno, los besos, los mordiscos, las caricias y, de pronto, se encontraba con ese objeto profundamente introducido en su cuerpo. Nunca había olvidado aquella sensación de ser atravesada. Pero, desde luego, no sólo había sido una intrusión, sino también una fuente de éxtasis. Como lo era esto. El objeto que estaba dentro de ella era la conciencia de Nicholson.

Maravillada, exploró su superficie, rígida y curvada, marcada con una miríada de ablaciones de reentrada. Recorrió su bronceada aspereza con sus manos temblorosas. Permanecía fuera de ella. Tom, el lector de mentes, la empujó ligeramente. Vamos, vamos. Más profundamente. No te retraigas. Ella se plegó alrededor de Nicholson y penetró en él como ectoplasma filtrándose en la arena. De repente, perdió la compostura. Los límites discretos e impermeables que marcaban el final de sí misma y el principio de lo que empezaba a ser él, se confundieron. Resultaba imposible distinguir entre su experiencia y la de él, y tampoco podía separar las pulsaciones de su propio sistema nervioso de los impulsos que viajaban a lo largo del de él. Recuerdos fantasmagóricos la asaltaron, tragándosela. Se sintió transformada en un nudo de percepción pura, en un ojo aislado y frío que examinaba y registraba.

Las imágenes parpadearon. Estaba subiendo penosamente a lo largo de una deslumbrante cresta nevada, con puntiagudos colmillos del Himalaya colgando sobre ella en el cielo blanco, y la cálida y suave piel de yak arropándola. La acompañaba un pelotón de hombres pequeños, de piel atezada, ojos rasgados, pesados abrigos, gruesas botas. El olor de la manteca rancia, el borde cortante de un viento casi imposible de soportar… y allí, brillando a la repentina luz, un montón de enlucido amarillento, encendido por el sol, con mil ventanas parpadeantes: un edificio, una residencia de los lamas, extendida sobre la cresta de una montaña. El sonido nasal de cuernos y trompetas distantes. Los cantos roncos de los monjes. ¿Qué estaban cantando? ¿Om? ¿Om? ¡Om! Om, y unas moscas zumbaban alrededor de su nariz mientras ella permanecía encogida en una endeble canoa, descendiendo silenciosamente y a medianoche por un río, en el corazón del África, envuelta por la humedad. Hombres desnudos, con pieles de un negro púrpura, acercándose. Sudorosas frondas colgando de unos matorrales excesivamente exuberantes; los hocicos de los cocodrilos elevándose sobre las aguas oscuras como flores dentadas; grandes y nauseabundas orquídeas floreciendo alto en los árboles bordeados de tallos. Y en la orilla, cinco hombres blancos con vestidos isabelinos, sombreros de ala ancha con lazos y elegantes bucles, con cuellos sudorosos y ensortijadas barbas rojizas. Errol Flynn como Sir Francis Drake, con el trabuco descansando en el ángulo del brazo. Los hombres blancos riendo, llamando por señas, gritando hacia los hombres de la canoa. ¿Soy un esclavo, o un dueño de esclavos?

No hay respuesta. Sólo una nebulosa, y una nueva visión: hojas de otoño soplando a través de las puertas abiertas de cabañas con techo de paja, bueyes temblorosos encogidos en campos pelados y cubiertos de rastrojos, hombres de aspecto ceñudo y largos bigotes, con el pelo al rape, dirigiendo miradas hacia el horizonte. ¿Son cruzados? ¿O guerreros húngaros en marcha para enfrentarse con los terribles mongoles? ¿Defensores del reino anglosajón en peligro, que se dirigen contra los invasores normandos? Podrían ser cualesquiera de aquéllos. Pero siempre ese ojo frío y firme, esa inconmovible conciencia en el centro de cada escena. Él, eterno y perdurable.

Y entonces: el tren marchando hacia el oeste, envuelto en humo, las llanuras extendiéndose infinitamente, los grandes bisontes marrones de ojos fieros en manadas, a la derecha de la vía, y el hombre con pelo turbulento, hasta los hombros, riéndose, arrojando una moneda de oro de veinte dólares sobre la mesa, recogiendo su rifle —un Springfield calibre.50 con recámara—, apuntando casualmente a través de la puerta del tren en movimiento y lanzando un disparo y otro y otro. Tres cuerpos tumbados que se quedan atrás, mientras el tren sigue su marcha, haciendo sonar el silbato de modo estridente. Notando cómo su brazo y su hombro le hormiguean con el impacto de aquellos disparos.

Después: las orillas fétidas del agua, fardos de clavo y canela, hombres pequeños de piel morena con turbantes y con taparrabos, discutiendo bajo un sol terrible. Pequeñas e irregulares monedas de plata brillando en la palma de su mano. El chapurreo de algún dialecto de Malabar, contrapunteado con un fluido y burlón portugués. ¿Navegamos ahora con Vasco da Gama? Quizá. Y a continuación, una gris calle teutónica, barrida por el viento, medieval, rostros luteranos poco afables asomándose a las ventanas. Y a continuación la estepa de Gobi, con jinetes y fogatas de campamento y oscuras tiendas de campaña. Y la ciudad de Nueva York, la inconfundible ciudad de Nueva York, con automóviles negros y cuadrados corriendo a toda prisa entre los polvorientos rascacielos, como brillantes escarabajos, como una escena surgida de alguna película muda. Y entonces. Y entonces. En todas partes, en todo, en todos los tiempos, en todos los lugares, un fluir discontinuo de acontecimientos, siempre acompañados por esa claridad de visión, por esa percepción tan firme como una roca, por esa mente sólida situada en el centro, por esa inconmovible identidad, por ese yo incambiable…

…¿con quién estoy inextricablemente enredado?…

No había «yo», ni había «él»; sólo había un punto de vista perceptor de todo. Pero, bruscamente, percibió un cambio de foco, un efecto de distanciación, una separación de un yo y del otro, de modo que se encontró mirándole cómo él vivía sus muchas vidas, viéndole desde fuera, viéndole cambiar sencillamente de identidades como otros podian cambiar de ropas, dejándose crecer barbas y bigotes, afeitándolos, cortándose el pelo, dejándoselo crecer, adoptando nuevas posturas, aprendiendo lenguas, falsificando documentos. Le vio en todos sus mil años de disfraces y subterfugios; le vio real y unificado y centrado por debajo de todos aquellos camuflajes obligatorios…

…y le vio viéndola a ella…

El contacto se rompió instantáneamente. Ella se tambaleó. Unos brazos la sujetaron. Se apartó de la sonriente cara redonda, del hombre rubio, murmurando:

—¿Qué ha hecho? No me avisó que me mostraría a él.

—¿De qué otro modo puede producirse una unión? —preguntó el telépata.

—No me lo dijo. Tendría que habérmelo dicho.

Ahora, todo estaba perdido. No podía soportar encontrarse en la misma sala que Nicholson. Tom extendió un brazo hacia ella, pero Nikki pasó junto a él dando traspiés, tropezando con la gente. Todos la miraron. Alguien acarició su pierna. Ella se abrió paso por entre las molestias, tres mujeres y dos sirvientes, cinco hombres y un mantel. Una puerta de cristal, un brillante pomo plateado; empujó. Detrás de ella, débiles gritos sofocados, unos pocos gritos agudos, comentarios de extrañeza.

—¡Cierren eso!

Sola en la noche, a ochenta y ocho pisos de altura sobre la calle, se ofreció a sí misma a la tormenta. Su débil túnica no la protegía en absoluto. Los copos de nieve le quemaban contra los pechos. Los pezones se endurecieron y se elevaron como feroces faros, sobresaliendo contra el blando tejido. La nieve aguijoneó su cuello, sus hombros, sus brazos. Muy abajo, el viento agitaba los cristales recién caídos, convirtiéndolos en galaxias en espiral. La calle era invisible. Las confusiones termales hicieron surgir vientos en dirección ascendente que agarraron los bordes de su túnica y se la arrancaron del cuerpo. Partículas ferozmente frías de granizo volaron impulsadas contra sus pálidos y desnudos muslos. Permaneció de pie, de espaldas a la fiesta. ¿Alguien de los que permanecían adentro se daría cuenta de su presencia allí? ¿Pensaría alguien que estaba contemplando la idea del suicidio, y acudiría presuroso y galante a salvarla? Los capricornianos no cometían suicidios. Podían amenazar con él, sí, podían incluso decirse a sí mismos con toda seriedad que iban a hacerlo realmente, pero sólo se trataba de un juego, sólo un juego. Nadie acudió a ella. Y ella no se volvió. Agarrándose de la barandilla, luchó por tranquilizarse.

No sirvió de nada. Ni siquiera el amargo viento podía ayudarla. Había escarcha en sus párpados, nieve en sus labios. El medallón regalado por Byrne brillaba entre sus senos. El aire parecía blanco, con un ligero y estremecedor brillo verde. Le abrasó los ojos. Estaba descentrada y se debatía. Se sintió reverberando aún a través de los siglos, avanzando y retrocediendo por la órbita de la vida interminable de Nicholson. ¿Qué año era éste? ¿Es 1386, 1912, 1532, 1779, 1043, 1977, 1235, 1129, 1836? Hace tantos siglos. Tantas vidas. Y, sin embargo, siempre su verdadero yo, incambiado, incambiable.

Las resonancias fueron desapareciendo gradualmente. Las interminables épocas de Nicholson ya no llenaban su mente con terribles ruidos. Empezó a estremecerse, no por el miedo sino simplemente de frío, y se dio un estirón a la mojada túnica, tratando de cubrir su desnudez. La nieve fundida dejaba huellas calientes y pegajosas a través de su pecho y de su vientre. Un halo de vapor la rodeaba. Su corazón latía con violencia.

Se preguntó si lo que acababa de experimentar había sido un verdadero contacto con el alma de Nicholson, o más bien sólo un truco de Tom, una simulación de contacto. Después de todo, ¿era posible que Tom pudiera establecer una unión entre dos mentes no telepáticas como la suya y la de Nicholson? Quizá Tom lo había fabricado todo, utilizando imágenes tomadas de prestado del libro de Nicholson.

En tal caso, podía haber una esperanza para ella.

Un engaño, lo sabía. Una fantasía nacida del desesperado optimismo del desesperanzado. Pero, a pesar de todo…

Encontró el pomo, y regresó de nuevo a la fiesta. Una ráfaga de viento la acompañó, introduciendo nieve en el interior de la sala. La gente la miraba fijamente. Era como la muerte llegando al festín. Dócilmente, se sacudió los punzantes copos de nieve.

Sus ropas estaban empapadas y pegadas a la piel. Podría haber estado desnuda, y hubiera sido lo mismo.

—Pobre, está temblando —dijo una mujer.

Abrazó estrechamente a Nikki. Era la mujer de rostro agudo, la de ojos abultados nacida en una probeta, esposa de su propio padre. Sus manos se deslizaron rápidamente sobre el cuerpo de Nikki, acariciando sus pechos, tocándole las mejillas, el antebrazo, los muslos.

—Venga dentro conmigo —le dijo en voz baja—. La calentaré.

Sus labios buscaron los de Nikki. Una lengua juguetona buscó la suya. Por un momento, necesitada de calor, Nikki se entregó al abrazo. Después, se apartó.

—No —dijo—, en cualquier otro momento, por favor.

Librándose con un movimiento de serpenteo, comenzó a atravesar el salón. Un recorrido interminable. Era como cruzar el Sahara apoyándose en un bastón. Voces, rostros, risas. Una sequedad en su cuello. Entonces, se encontró frente a Nicholson.

Bueno. Ahora o nunca.

—Tengo que hablar con usted —le dijo.

—Desde luego.

Los ojos de él tenían una mirada despiadada. No había ira en ellos, ni siquiera desdén; sólo una paciencia increíble, más terrorífica que la cólera o el desprecio. Pero ella no se doblegaría ante aquella fría mirada.

—Hace unos minutos —le dijo—, ¿sintió usted una experiencia extraña, una sensación de que alguien estaba… bueno, mirando en su mente? Sé que parece tonto, pero…

—Sí. Sucedió —le llegó la serena respuesta.

¿Cómo podía estar él tan cerca de su propio centro? Ese ojo inamovible, esa personalidad únicamente autocontenida, percibiéndolo todo… la residencia de los lamas, el depósito de esclavos, el tren, todo, con todo el tiempo pasado, con todo el tiempo por venir… ¿cómo se las arreglaba para permanecer tan tranquilo? Ella sabía que no podría aprender nunca a mantener tanta serenidad. Y se daba cuenta de que él también lo sabía. Me conoce. Muy bien. Se encontró mirando las mandíbulas de él, su frente, sus labios. Pero no sus ojos.

—Tiene usted una imagen equivocada de mí —le dijo.

—No es una imagen. Lo que tengo es a usted misma.

—No.

—Vamos, Nikki, sea realista. Si puede imaginarse hacia dónde mirar.

Se echó a reír. Con suavidad. Pero ella se sintió destruida.

Y entonces, sucedió algo extraño. Se obligó a sí misma a mirarle a los ojos y sintió una brusca conciencia de pasar de un estado de ánimo a otro y él se convirtió en un anciano. Aquella máscara de incambiable y prematura madurez se disolvió, y ella vio los terribles y amarillentos ojos, el laberinto de arrugas y barrancos, las encías sin dientes, los babeantes labios, la garganta hueca, el yo que había debajo del rostro. ¡Mil años, mil años! Y cada uno de los momentos de aquellos mil años era bien visible.

—Es usted un viejo —susurró—. Me disgusta. No me gustaría ser como usted, ¡por nada del mundo! —y se volvió de espaldas, temblando—. Un hombre viejo, viejo, viejo. ¡Es usted una mascarada!

—¿No es patético? —preguntó él, sonriendo.

—¿Para mí, o para usted? ¿Para mí, o para usted?

Él no contestó. Y Nikki se sintió desconcertada. Cuando estuvo a cinco pasos de él, le llegó otro cambio de conciencia, un segundo cambio de fase y, repentinamente, volvió a sentirse él mismo, con la piel tirante, erecto, aparentando quizás unos treinta y cinco años. Un globo de silencio parecía colgar entre ellos. La fuerza del rechazo de Nicholson fue aplastante. Y ella recogió sus últimas fuerzas para lanzarle una mirada de despedida. Yo tampoco te quería, amiga, ni una sola parte de ti. Él la saludó cordialmente. Despedida.

Martin Bliss, sonriendo con un aire ausente, se encontraba cerca del bar.

—Vámonos —le dijo ella, salvajemente—. ¡Llévame a casa!

—Pero…

—Sólo son unos cuantos pisos más abajo.

Y pasó su brazo por el de él. El hombre parpadeó, se encogió de hombros y empezó a caminar.

—Te llamaré el martes, Nikki —le dijo Steiner, cuando pasaron junto a él.

Abajo, sobre el césped de su apartamento, se sintió mejor. Ya en la habitación, se desnudaron con rapidez. El cuerpo de él era rosado, peludo, servicial. Encendió la cama y ésta empezó a murmurar y agitarse.

—¿Cuántos años crees que tengo? —le preguntó.

—¿Veintiséis? —dijo Bliss vagamente.

—¡Bastardo!

Ella lo arrastró, colocándolo sobre su cuerpo. Sus manos rascaron la piel del hombre. Sus muslos se abrieron. Vamos. Como un animal, pensó Nikki. ¡Como un animal! Se iba haciendo vieja por momentos. Estaba muriendo en los brazos de Bliss.

—Eres mucho mejor de lo que esperaba —dijo ella al final.

Y él la miró desde arriba, desconcertado, extrañado.

—No podías haber elegido a nadie en esa fiesta. A nadie.

Casi a nadie —rectificó ella.

Cuando él se quedó dormido, Nikki se deslizó fuera de la cama. Seguía cayendo la nieve. Escuchó el estampido de las balas y el quejido del bisonte herido. Escuchó el estrépito de las espadas chocando contra los escudos. Escuchó a los lamas cantando: Om, Om, Om. No habría sueño para ella esta noche, ninguno. El reloj hacía tic-tac como una bomba. El siglo se deslizaba implacablemente hacia su fin. Escudriñó su rostro en el espejo del baño, en busca de arrugas. Suave, suave, todo muy suave bajo el brillo fluorescente de color azulado. Sus ojos aparecían sangrientos. Sus pezones seguían estando duros. Tomó una pequeña jarra de alabastro de uno de los armarios del baño y de ella salieron tres delicadas cápsulas rojas que cayeron sobre la palma de su mano. Feliz cumpleaños, querida Nikki. Feliz cumpleaños. Se tragó las tres. Regresó a la cama. Esperó, escuchando los ligeros golpes de la nieve sobre el cristal; esperó que llegaran las visiones y se la llevaran.

 

 

 

EL SALÓN DE LA FAMA DE LA CIENCIA FICCIÓN

 

 

La mirada que había en sus remotos ojos grises era obsesionada, aterrorizada y vencida cuando llegó corriendo, procedente del Proyectorium. Sus hombros aparecían abatidos; nunca le había visto traicionar el menor signo de rendirse a la desesperación, pero ahora sentí escalofríos al contemplar su capitulación. Con una mano temblorosa, me tendió una delicada hoja amarilla de información, marcada en rojo con los arcanos símbolos del cómputo cósmico.

—No vale la pena —murmuró—. No sirve absolutamente de nada tratar de seguir luchando.

—¿Acaso quieres decir…?

—Esta noche —dijo con brusquedad—, esta misma noche, el universo penetra irrevocablemente en la penumbra del punto cero.

 

El día en que Armstrong y Aldrin descendieron sobre la superficie de la luna —era el domingo 20 de julio de 1969, ¿recuerdan?—, me quedé en casa, con la intención de observarlo todo en la televisión. Pero ocurrió que en la fiesta que dieron la noche anterior León y Helena me encontré con una mujer interesante, y ella se vino a casa conmigo. Su nombre se ha borrado de mi mente, si es que lo supe alguna vez; pero recuerdo muy bien el aspecto que tenía: pelo largo, suave y dorado, rostro en forma de corazón, con mejillas rojizas y prominentes, suaves ojos de un gris azulado, pechos rollizos, piernas delicadas. También recuerdo cómo deambuló por mi apartamento, estudiando las estanterías abarrotadas de viejos libros encuadernados en rústica y revistas.

—Trabajas realmente en cosas de ciencia ficción, ¿verdad? —me preguntó al final. Se echó a reír y añadió—: Supongo que éste debe ser tu gran fin de semana. ¡Vaya! ¡La luna!

Pero, para ella, seguía siendo una gran burla que los hombres estuvieran divirtiéndose por allá arriba, mientras que aún había tantas cosas que faltaba por hacer en la tierra. Nos duchamos, preparé algo de comer y nos sentamos frente al aparato de televisión, en espera de que los hombres salieran de su módulo y —muy fácilmente, sin sensación de transición—, nos encontramos apretándonos y seguimos haciéndolo, en uno de esos apretones imposibles, impersonales, mecánicos, en que el cuerpo se aprieta contra el otro durante siglos, sin sensaciones, sin excitación, y mientras me balanceaba rítmicamente sobre ella, incapaz de llegar al final ni de separarme, escuché a Walter Cronkite comunicándole al mundo que se acababa de abrir la escotilla del módulo. Deseaba librarme de ella para poder observar, pero ella se aferraba a mi espalda. Con un esfuerzo inequívoco, me elevé sobre mis codos, giré la parte superior del cuerpo, de modo que pudiera ver la pantalla, y esperé a sentirme invadido por el éxtasis. En el instante en que apareció en la pantalla la primera imagen oscilante de un hombre del espacio, tomado desde arriba hacia abajo, ella gimió y apretó los labios furiosamente y experimentó un climax frenético. Yo no sentí nada. Nada. Finalmente ella me dejó, y yo me duché, tomé algo frío y observé la imagen repetida del paseo sobre la luna en el noticiario de las once. Y seguía sin sentir nada.

 

—¿Cuál es la respuesta? —preguntó Gertrude Stein, a punto de morir.

Alice B. Toklas guardó silencio.

—En tal caso —siguió diciendo la Stein—, ¿cuál es la pregunta?

 

Extracto de la Historia del Imperio, Koeckert y Hallis, tercera edición (revisada):

 

El imperio galáctico fue organizado hace 190 siglos universales estandarizados mediante la resolución unida, simultánea y unánime de los cuerpos gubernamentales de mil cien mundos. En la actualidad, la hegemonía del imperio se ha extendido a trece sectores galácticos y abarca a muchos miles de planetas, todos los cuales entraron voluntariamente y con satisfacción a formar parte del imperio. El permanecer fuera del imperio significa confesar una locura cívica, puesto que el imperio es considerado incuestionablemente en todo el cosmos como la construcción más completamente cuerda jamás creada por mentes sensibles. Los procesos de toma de decisiones en el imperio vienen determinados invariablemente por el recurso de las ecuaciones de Hermosillo, que proporcionan una guía perfectamente clara e incontrovertiblemente racional en cualquier cuestión de política pública. Así, los numerosos mundos del imperio forman una sola unidad coherente, tan perfectamente relacionada desde los puntos de vista social, político y económico como están interrelacionados sus mundos componentes por las tareas de las leyes universales de la gravitación.

 

Quizá pasé demasiado tiempo en otros planetas y en galaxias remotas. Es un molesto y morboso hábito este de la ciencia ficción ―¡horrible tintineo! Suena discordantemente en mi cerebro como la canción monótona de un idiota―. Sólo hay que ver mis estanterías de libros: cientos de gastadas obras encuadernadas en rústica, ordenadas alfabéticamente por autores: Aschenbach-Barger Capwell-De Soto-Friedrich… todos los grandes del género hasta Waldman y Zenger. La colección de revistas, con todos los números de todo, remontándose hasta el verano de 1953, una edición completa de Nova, la mayoría de los números de Espacio Profundo, una abultada hilera de Mañana. Supongo que algunas de esas revistas son raras en la actualidad, aunque nunca he investigado de cerca el mundo febril de los coleccionistas de ciencia ficción. Me limito, simplemente, a acumular las publicaciones que compro en el quiosco, no desprendiéndome nunca de ninguna. ¿Cómo podría separarme de ellas? Son fragmentos de mi pasado esas revistas, esos libros.

Puedo citar fechas de cambios en mi espíritu, de alteraciones en mi conciencia, simplemente tomando viejas revistas y reflexionando sobre las asociaciones que evocan en mi mente. Este número muestra el monstruo púrpura armado de viscosidad: se vendió el mismo mes en que descubrí el sexo. Este otro número, con la cubierta llena de naves espaciales pintadas en explosión: lo leí el primer mes que acudí a la universidad, como contraste y alivio frente a Aquino y Platón. Postes miliares, mojones, líneas de flotación. Sí, un molesto y morboso hábito.

Mis amigos se lo toman con buen humor. Creen que la ciencia ficción es una literatura para niños —Dios sabe que pueden tener razón— y soportan mi afición a ella de un modo afectuoso, regalándome alguna gruesa antología para Navidad, dejando un montón de revistas actuales sobre mi mesa de despacho, mientras he salido a almorzar. Pero se plantean preguntas con respecto a mí. A veces, yo también me las hago. A la edad de treinta y cuatro años, ¿debería ser capaz de reaccionar con un entusiasmo tan juvenil ante, digamos, las novelas de la Liga Solar de Capwell, o ante la series de las sanguijuelas mentales de Waldman? ¿Qué existe en el presente que me impulse tan obsesivamente hacia el futuro? El presente gris y vacío; el futuro atormentador e inaccesible.

 

Sus ojos brillaban con una excitación irreprimible mientras le tendió a ella el brillante cuenco amarillento que era el casco de transferencia de pensamiento.

—Póntelo —le dijo, cariñosamente.

—Siento miedo, Riik.

—No lo tengas. ¿Qué hay que temer?

—A mí misma. A mi verdadero yo. Estaré completamente abierta, Riik. Temo lo que puedas ver en mí, lo que eso puede significar para ti, para nosotros.

—¿Acaso es tan feo lo que hay en tu interior? —preguntó él.

—A veces… creo que sí.

—A veces todos pensamos eso de nosotros mismos, Juun. Es el viejo brote de odio neurótico contra uno mismo, los desperdicios a los que no podemos escapar a menos que estemos totalmente cuerdos. Tú también encontrarás esa clase de cosas en mí, una vez que nos hayamos puesto los cascos. Ignóralas; no son reales. No van a ser un factor determinante en nuestras vidas.

—¿Me quieres, Riik?

—El casco te contestará a eso mejor de lo que yo pueda hacerlo.

—Está bien. Está bien.

Ella sonrió con nerviosismo. Después, con un cuidado exagerado, ella levantó el casco, lo colocó en su lugar, lo ajustó, se llevó hacia atrás un dorado rizo suelto por debajo del borde del casco. Él asintió con un gesto y se colocó el suyo.

—¿Preparada? —preguntó.

—Preparada.

—Ahora…

Apretó el conmutador. Sus mentes fluyeron la una en dirección de la otra.

Entonces…

¡Unicidad!

 

Mi mente está llena con las fantasías de otros hombres: robots, androides, naves estelares, computadoras gigantes, globos de energía depredadora, mesías falsos, mesías verdaderos, visitantes de mundos distantes, máquinas del tiempo, ahuyentadores de gravedad. Apriétame los botones y te ofrezco parábolas de las obras de Hartzell o de Marcus, apropiadas gemas filosóficas extraídas de las manifestaciones editoriales coleccionadas de David Coughlin, o conceptos obtenidos de mis propias meditaciones sobre De Soto. Soy como una masa andante de imaginación de segunda mano. Soy la personificación en carne y hueso del Salón de la Fama de la Ciencia Ficción.

 

—¡Al fin! —gritó con aire triunfal el profesor Kholgoltz—. ¡La máquina está terminada! ¡Ya se ha instalado el último solenoide! Ahora, poder de alimentación, Hagley. ¡Poder de alimentación! ¡Ahora tendremos la Respuesta que hemos buscado durante tantos años!

Hizo gestos hacia su ayudante, quien gradualmente fue dando vida palpitante a la gran computadora. Un brillo sutil, apenas perceptible, llenó el aire de energía: el flujo de neutrinos que ya habían predicho las ecuaciones maestras. En el anfiteatro situado junto al laboratorio, diez mil personas permanecían sentadas, tensamente heladas. Por todo el mundo, otros muchos millones de personas, unidas vía satélite, esperaban con una intensidad similar. El profesor hizo un gesto de asentimiento. Otro gesto y Hagley, con un ademán de grandeza, introdujo la cinta de preguntas —programada bajo la supervisión de un cuerpo de filósofos especialistas en distintas materias—, en el estómago abierto de la ranura de absorción.

—El significado de la vida —murmuró Kholgoltz—. La solución del último enigma. Dentro de un instante estará en nuestras manos.

Un zumbido amenazador surgió de las profundidades de la poderosa máquina del pensamiento. Y entonces…

 

Mi pesadilla recurrente: un haz de densa luz esmeralda penetra en mi dormitorio y me eleva con una fuerza irresistible de la cama. Floto a través de la ventana y permanezco en suspensión muy por encima de la ciudad. Una zona de oscuridad me traga y me encuentro transportado a una especie de vestíbulo-pasillo infinito, como un túnel con paredes de ónice. Estoy solo. Espero y no sucede nada. Después de un tiempo interminable empiezo a caminar hacia adelante, manteniéndome cerca del lado izquierdo del vestíbulo. Me doy cuenta ahora de que seres cuya parte superior tiene forma de cono, con ojos como saleros de color naranja y cuerpos elásticos, están pasando junto a mí, por la derecha, sin prestarme atención alguna. Camino durante días. Finalmente, el largo pasillo se divide: me encuentro ante nueve túneles idénticos. Dejándome dirigir por el azar, elijo el que está más a mi izquierda. Es exactamente igual que el anterior, excepto que los seres que se mueven hacia mí ahora son animadas estrellas de mar de color púrpura, de piel sinuosa, dotadas de muchos tentáculos, con un globo de fuego blanco pálido brillando en su núcleo. Vuelven a transcurrir días. No siento hambre, ni fatiga; simplemente, continúo caminando. El túnel se divide, una vez más. Me encuentro ante diecisiete opciones. Elijo la situada más a mi derecha. No se produce cambio alguno en la textura del túnel —suave como siempre, liso, brillante, con una inexplicable radiación interior—, pero ahora los seres que pasan junto a mí son esféricos, translúcidos, cosas paramecioides llenas con órganos lechosos y brumosos. Y continúo así hasta la siguiente bifurcación. Y continúo. Y continúo. Una desviación tras otra, una elección tras otra, no siendo nada lo mismo, no siendo nada nunca diferente. Continúo andando. Y sigo. Sigo. Sigo. Camino eternamente. No abandono nunca el túnel.

 

En cualquier caso, ¿cuál es el propósito de la vida? Si alguien nos puso aquí alguna vez, ¿quién fue, y por qué? ¿Acaso el cosmos no es más que un simple y gigantesco accidente? ¿O hubo una Causa Primera, consciente y determinada? ¿Qué hay del libre albedrío? ¿Disponemos de alguno, o nos limitamos a actuar de acuerdo con los dictados de algún programa inimaginable e inalterable que fue esparcido en la fábrica de la realidad hace miles de millones de años?

Grandes y resonantes preguntas. La clase de preguntas que se hace un adolescente cuando empieza a luchar por primera vez con la naturaleza del universo. ¿Qué estoy haciendo a mi edad, meditando tristemente sobre estas cosas? ¿A quién quiero engañar?

 

Éste es el lugar. He llegado al centro del universo, donde se encuentran todos los vértices, donde todo está tranquilo, la zona sin tormentas. Me desplazo serenamente, moviéndome en una órbita poco profunda. Ésta es la paz última. Éste es el borde de la unión con el Todo. En mi tranquilidad, experimento una visión del alborotado y tempestuoso universo que me rodea. En cada cuadrante hay guerras, disputas, conspiraciones, asesinatos, accidentes aéreos, pérdidas friccionales, soles que se apagan, transferencias de energía, planetas que chocan, una multitud de intercambios entrópicos. Pero aquí, todo está perfectamente tranquilo.

Aquí es donde deseo estar. ¡Sí! Si pudiera permanecer aquí para siempre…

Sin embargo, ¿cómo? No hay manera. Ya siento el tirón de fuerzas inexorables, y sólo acabo de llegar. No hay paz que dure para siempre. Constantemente pasamos junto a ese milagroso centro, hacia una zona de turbulencia u otra, impulsados siempre hacia la periferia, impulsados, impulsados, desamparados. Me siento apartado del lugar de paz. Giro frenéticamente. El ego centrífugo me mantiene agitándome. ¡Déjame regresar! ¡Déjame ir! ¡Déjame perderme en ese lugar, en el corazón de las galaxias desplomadas!

 

No morir nunca. Eso forma parte de la atracción. Vivir en miles de civilizaciones aún por venir; ver cómo se despliegan los milenios futuros; participar emocionadamente en la evolución última de la humanidad. ¿Cómo conseguir todo eso, excepto a través de estos libros y revistas? Eso es lo que me proporcionan: vida eterna, y una perspectiva cósmica. En cualquier caso, eso es lo que me dan de una página a la otra.

 

La señal acelera a través del cuenco oscuro de la noche, recogida una y otra vez por las estaciones repetidoras de ultraondas, que la pasan a estados más elevados de energía. Mil temblorosos nudos láser fueron convertidos en vapor para acelerar el mensaje hacia el centro de comunicaciones galáctico de Manipool VI, donde el emperador esperaba noticias de la revuelta. A través de las informaciones llegadas al final, la historia se agitó: ¡mundos en llamas! ¡Millones de muertos! ¡Pisoteados los talismanes del imperio!

—No nos queda otra elección —dijo el emperador con tranquilidad—. Destruyan inmediatamente todo el sistema de Rigel.

 

El problema que surge cuando se trata de considerar la ciencia ficción como literatura para adultos, es que se encuentra doblemente apartada de nuestras preocupaciones «reales». La corriente principal de nuestra ficción ordinaria, con sus Faulkner, Dostoievsky y Hemingway, es, por definición, material inventado… el primer apartamiento. Pero eso, al menos, deriva directamente de la experiencia, de la contemplación del mundo empírico de los fenómenos cotidianos tangibles. Y así, mientras que somos capaces de aceptar Los poseídos, por ejemplo, como algo abstracto, como un objeto verbal, como una construcción de nombres, verbos, adjetivos y adverbios, y mientras podemos aceptarlo puramente como una historia, como una agregación de incidentes y conversaciones y pasajes de exposición que describen a individuos y acontecimientos inventados, también podemos hacer uso de ello como una guía para ciertos aspectos de la sensibilidad rusa del siglo XIX y como una clave para comprender el pensamiento radical pre-revolucionario. O sea, se trata de la naturaleza de un artefacto histórico, de un legado de su propia era, con valores extraliterarios reales e identificables. Como quiera que estimula a la gente actual a moverse en el seno de una situación humana perteneciente a un mundo real, plausible y comprensible, podemos obtener información de la obra de Dostoievsky; una información que, concebiblemente, podría ayudarnos a comprender nuestras propias vidas.

Sin embargo, ¿qué sucede con la ciencia ficción, que trata de situaciones irreales, desarrolladas en lugares que no existen y en épocas que no se han producido todavía? ¿Podemos considerar las aventuras del capitán Zap en el siglo 80 como un anteproyecto de autodescubrimiento? ¿Podemos aceptar la colisión de federaciones estelares en la nebulosa de Andrómeda como una interpretación de la relación de los Estados Unidos y la Unión Soviética hacia 1950? Supongo que sí, siempre y cuando podamos aceptar una historia de ciencia ficción en un rarificado nivel metafórico, como una serie de estructuras simbólicas generadas de alguna forma por la experiencia del autor en el mundo real. Pero es mucho más fácil quedarse ahí, con el capitán Zap, a su propio nivel, disfrutando simplemente del placer de hacerlo así. Y eso es material para jóvenes.

En consecuencia, tenemos dos posibles evaluaciones de la ciencia ficción:

que se trata de una literatura simplista de evasión, a la que le falta la relevancia de la vida diaria y que sólo es útil como diversión independiente;

que su valor es sutil y elusivo, únicamente accesible a aquellos que son capaces y tienen la voluntad necesaria para penetrar en la subestructura de experiencias oculta tras esas grandes metáforas de imperios galácticos y de poderes supranormales.

Yo oscilo entre las dos actitudes. A veces, abarco las dos simultáneamente. Se trata de un truco que aprendí casualmente de la propia ciencia ficción: «lógica multi-extensible», según se denominó en la famosa novela de Zenger, La Planicie Mental. Al héroe de la obra le costó veinte años de estudio ascético en los claustros de los Hermanos de Aldebarán, el llegar a dominar el truco. Yo lo he conseguido en veinte años de leer Nova, Espacio profundo y Trimestral Solar. Sí, la lógica multi-extensible. Sí. El arte de aceptar tesis contradictorias. Quizás «esquizofrenia dinámica» sería un término más expresivo, no lo sé.

 

¿Es esto el centro? ¿Estoy ahí? Lo dudo. ¿Lo sabré cuando llegue, o lo negaré como hago con frecuencia, diciéndome qué más hay ahí, hacia dónde más he de mirar.

 

El extraño era una cosa repelente, con todas las líneas y ángulos, con todos los tendones estremeciéndose amenazadoramente, con sus ojos rasgados y abiertos revelando una sombría y sangrienta curiosidad. Mortenson fue incapaz de enfocar claramente su mirada sobre la criatura; se le seguía deslizando por los bordes hacia algún otro plano del ser, con un extraño efecto de rizo que le resultó mórbidamente inquietante. Ahora no estaba a más de cincuenta metros de distancia, y avanzaba continua y firmemente. Cuando llegue a diez metros de distancia, pensó, le voy a disparar, no importe lo que pase.

Cinco pasos más; y entonces, una fantástica metamorfosis. En lugar de esa cosa amenazadora duramente angulosa, allí estaba un sonriente y feliz golkón. La pequeña y rolliza criatura movió sus gordinflones tentáculos y le envió un alegre saludo.

—Yo soy amor —declaró el golkón—. ¡Soy el portador de la felicidad! ¡Te doy la bienvenida a este mundo, querido amigo!

 

¿Qué es lo que temo? Temo al futuro. Temo las infinitas posibilidades que se encuentran adelante. Me fascinan, y me aterrorizan. No creí que llegara nunca a admitirlo, ni siquiera ante mí mismo, pero ¿qué otra interpretación puedo hacer de mi sueño? Esa multitud de túneles, esa infinidad de seres extraños, todos ellos desplazándose hacia mí a medida que yo continúo y continúo mi camino. Eso es la personificación de mi temor básico. De ahí se deriva mi lectura compulsiva de obras de ciencia ficción: coloco señales en los caminos. Deseo disponer de un mapa del territorio en el que tengo que entrar. En el que todos tenemos que entrar. Sin embargo, los propios mapas son aterrorizadores. Quizás, en lugar de hacerlo así, tendría que mirar hacia atrás. Sería menos terrorífico leer novelas históricas. No obstante, me alimento de estas fantasías que me obsesionan y aterrorizan. Obtengo energía de ellas. Si renunciara a ellas, ¿de qué me alimentaría?

 

Los recogedores de sangre estuvieron fuera esta noche, deambulando en grupos sedientos por la tierra destruida. Desde la seguridad de la pared de piedra de su celda, les pudo escuchar aullando, y también pudo escuchar los terribles gritos de las víctimas, las viejas mujeres, los niños dispersos. Cuatro, cinco noches, hace ya una semana, se desataron los monstruos con colmillos y se dedicaron al merodeo, y cada noche quedaban menos seres humanos para contener la marea. Eso ya era bastante malo, pero aún había cosas peores: su propia ansia. ¿Durante cuánto tiempo más podría mantenerse encerrado aquí, por su propia voluntad? ¿Cuánto tiempo transcurriría antes de que él también saliera de aquí, en busca de presas, sediento de sangre?

 

Cuando acudí al quiosco a la hora del almuerzo para recoger el último número de Mañana, me encontré con el primer número de una nueva revista: Mundos de maravilla. Eso me asombró. Hacia ya nueve o diez años que nadie se arriesgaba a editar un nuevo título de ciencia ficción. Disponemos de nuestro puñado de títulos establecidos desde hace tiempo, la mayoría de ellos fundados en la década de los treinta, e incluso en la de los veinte, los que parecen continuar para siempre. Pero el fracaso de todas las nuevas revistas aparecidas en los años cincuenta fue tan enfático que supongo llegué a estar convencido de que ya nunca aparecerían nuevos títulos. Y, sin embargo, aquí está hoy Mundos de maravilla. No hay nada de extraordinario en ello. Excepto por el nombre, podría tratarse perfectamente de Espacio profundo o de Solar. El formato es el habitual, el mismo tamaño que The Reader's Digest. Sin que me sorprendiera mucho, la cubierta estaba dibujada por Greenstone. Las historias, escritas por Aschenbach, Marcus y algunos otros nombres de menor importancia. El editor es Roy Schaefer, a quien recuerdo como un escritor competente pero poco espectacular de los años cincuenta y sesenta. Supongo que me debería sentir encantado por disponer de otros seis números anuales para entretenerme. Pero, de hecho, me siento vagamente amenazado, como si el túnel de mis sueños se hubiese encontrado con una bifurcación inesperada.

 

La máquina del tiempo se encuentra suspendida ante mí, en el laboratorio, como un brillante y lustroso ovoide suspendido sobre puntales de ébano. Richards y Halleck sonríen nerviosamente cuando me acerco a ella; éste, después de todo, es el momento culminante de nuestros años de investigación, y hay tanta emoción depositada en el éxito del viaje que estoy a punto de emprender, que cada uno de los momentos parece sobrecargado de una pesada importancia simbólica. Nuestros experimentos con ratas y conejos parecieron tener éxito, pero ¿cómo podemos saber lo que significa viajar en el tiempo hasta que los seres humanos hayan hecho el viaje?

Muy bien. Entro en la máquina. Crispados, intercambiamos instrucciones a través del intercomunicador. ¿Determinación de fecha? Cinco de mayo del 2500 d.C… un salto de casi tres siglos y medio. ¿Nivel de energía? ¿Alimentación de energía? Adelante.

Adelante. ¿Activada la dislocación del circuito? Sí. Todos los sistemas funcionando. ¡Bon voyage!

El panel de control enloquece. Los cuadrantes giran. Las luces parpadean. Todo se arremolina inmediatamente. Doy un salto hacia adelante en el tiempo, ¡marchando, marchando, marchando!

Cuando todo vuelve a recuperar la calma, inicio los procesos rutinarios de emergencia. La cápsula del tiempo debe abrirse así, sin precipitación alguna. Mis manos tiemblan de expectación ante el extraño nuevo mundo que me espera. Mil y una hipótesis cruzan agitadamente por mi mente. Por fin, se abre la escotilla.

—Hola —me saluda Richards.

—¿Qué tal? —dice Halleck.

Seguimos estando en el laboratorio.

—No entiendo —digo—. Mis cálculos y manómetros indican una transferencia temporal definitiva.

—La ha habido —me dice Richards—. Te dirigiste hacia el año 2500 d.C., tal y como planeamos. Pero sigues estando aquí.

—¿Dónde?

Aquí.

Halleck se echó a reír.

—¿Sabes lo que ha pasado, Mike? Tú viajaste en el tiempo. Diste un salto de tres siglos y medio. Pero te llevaste contigo todo el presente. Arrastraste contigo todo nuestro tiempo hacia el futuro. Es como arrastrar un buñuelo a través de su propio agujero, ¿comprendes? Nuestro trabajo ha fracasado, Mike. Hemos obtenido nuestra respuesta. El presente está siempre con nosotros, independientemente de lo lejos que podamos ir.

 

Una vez, hace aproximadamente unos cinco años, tomé algo de ácido, una pequeña pastilla púrpura que un amigo mío me envió desde Nuevo México. Había leído bastante acerca de las drogas psicodélicas, y no sentía el menor miedo; en realidad, sentía ansiedad, verdadera sed por la experiencia. Iba a flotar en el cosmos, abarcándolo todo. Iba a convertirme en una parte de las nebulosas y de las supernovas, y ellas se iban a convertir en parte de mí mismo; o, más bien, por fin iba a darme cuenta de que habíamos formado parte las unas del otro y viceversa durante todo el tiempo. En otras palabras, imaginé que el LSD sería como una absorción de quinientas novelas de ciencia ficción, todo ello en un instante: una carga mental de imágenes, emoción, extrañeza y transporte a lugares increíblemente irreconocibles. La droga tardó aproximadamente una hora en causarme efecto; vi cómo las paredes empezaban a fluir y a ondularse, y cascadas de luz entraron a torrentes por el techo. El tiempo se convirtió en algo confuso y pensé que habían transcurrido tres horas, pero sólo fueron unos veinte minutos. Holly estaba conmigo.

—¿Cuáles son tus sensaciones? —me preguntó—. ¿Es algo místico? ―me hizo un montón de preguntas así.

—No lo sé —le contesté—. Es muy bonito, pero no lo sé.

Los efectos de la droga desaparecieron en unas siete horas, pero mi sistema nervioso estaba emocionado y las luces seguían explotando tras de mis ojos cuando traté de irme a dormir. Y así, permanecí sentado toda la noche y leí las novelas de Llama Estelar de Marcus, las dos, antes del amanecer.

 

No hay imperio galáctico. No existirá nunca un imperio galáctico. Todo es caos. Todo se produce al azar. Los imperios galácticos son pueriles fantasías de poder. ¿Creo realmente en esto? Si no es así, ¿por qué lo digo? ¿Acaso disfruto abatiéndome a mí mismo?

 

—¡Mira allí! —susurró el mutante.

Carter miró. Toda una esquina de la habitación había desaparecido, fundido, como si se hubiera borrado. Carter podía ver la calle en el exterior, el tráfico, el propio interior del edificio.

—¡Mira allá! —dijo el mutante—. ¡Mira!

La silla había desaparecido.

—¡Mira!

El techo se esfumó.

—¡Mira! ¡Mira! ¡Mira!

La cabeza de Carter giró de un lado a otro. Todo se iba esfumando y desapareciendo, ante la orden del inexorable mutante de ojo dorado.

—¿Ves las estrellas? —preguntó el mutante, chasqueando los dedos.

—¡No! —gritó Carter—. ¡Eso no!

Pero ya era demasiado tarde. Las estrellas también habían desaparecido.

 

A veces, me deslizo hacia lo que considero como la experiencia de la ciencia ficción en la vida cotidiana. Quiero decir que puedo estar sentado ante mi mesa mecanografiando un informe, o esperando el metro mientras termina la larga fila de gente sudorosa, cuando siento de pronto un zumbido, una precipitación, un movimiento ascendente del alma, similar al que sentí la vez en que tomé la droga y, bruscamente, me veo a mí mismo desde una perspectiva completamente nueva… como un visitante procedente de algún otro tiempo, de algún otro lugar, aislado en un mundo de seres extraños, conocido como Tierra. Todo me parece extraño y desconcertante. Noto entonces esa sensación de doblez, de déja vu, como si ya hubiese leído algo sobre esta estación de metro en alguna novela de ciencia ficción, como si ya hubiera visto este despacho descrito en una lejana historia de fantasía, hace muchísimo tiempo. De este modo, el mundo real se transforma para mí en algo de ciencia ficción durante veinte o treinta segundos, en cualquier momento. La textura se desliza; lo sólido se tensa. En ocasiones, cuando me ha sucedido eso, pienso que es mucho más excitante que el conseguir que un mundo de fantasía se convierta en algo «real» mientras leo. Y, a veces, pienso que me estoy separando en varios componentes.

 

Mientras estábamos durmiendo se había producido una tragedia a bordo de nuestra poderosa nave estelar. Nuestro capitán, nuestro líder, nuestro guía durante dos generaciones completas, ¡había sido asesinado en su cama!

—¡Permíteme verlo de nuevo! —insistí, y Timothy me tendió el holograma.

¡Sí! ¡No cabía la menor duda! Podía ver las manchas de sangre en su espeso pelo blanco. Podía contemplar la helada máscara de angustia sobre su rostro de rasgos fuertes. ¡Muerto! ¡El capitán estaba muerto!

—¿Qué hacemos ahora? —pregunté—. ¿Qué ocurrirá?

—La guerra civil ya ha comenzado en el puente E —me informó Timothy.

 

Quizás lo que temo realmente no es tanto una mareante multiplicidad de futuros como la ausencia de futuros. Cuando yo termine, ¿terminará conmigo el universo? La nada, la vaciedad, la nulidad que nos espera a todos, el túnel que conduce no a todas partes sino a ninguna… ¿es ése el único destino? Si es así, ¿hay alguna razón para sentir temor? ¿Por qué iba a tenerlo? “La nada es paz. Nuestra nada que tiene su arte en la nada, cuyo nombre es la nada, tu reino de la nada, tu voluntad será nada, en la nada, como es en la nada. No grites nunca de nada, porque nada está contigo”. Ése es Hemingway; él sintió la nada presionándole desde todas partes. Hemingway no escribió nunca una palabra de ciencia ficción. Finalmente, se desplazó cariñosamente a sí mismo hacia la gran nada con un tiro de escopeta.

 

Mi amigo León me recuerda de alguna forma a Henry Darkdawn en la clásica trilogía Cosmos, de De Soto. Si hubiera dicho que me recordaba a Stephen Dedalus, o a Raskolnikov o a Julien Sorel, no habrían necesitado, naturalmente, mayores descripciones para saber lo que quiero decir; pero Henry Darkdawn se halla probablemente fuera de su experiencia literaria. La trilogía de De Soto trata sobre la formación, expansión y ocaso de un movimiento casi religioso que abarcó varias galaxias entre los años 30.000 a 35.000 d.C., y Darkdawn es un profeta carismático, humano pero inmortal ―o, en cualquier caso, de una extraordinaria longevidad―, que combina en sí mismo las funciones de Moisés, Jesús y San Pablo: profeta, intermediario con elevados poderes, organizador, líder, y finalmente mártir. Lo que hace que la serie sea tan hermosa es la forma en que De Soto se introduce en el interior del carácter de Darkdawn, de modo que no es simplemente un alejado bajorrelieve —el Profeta—, sino un ser humano cálido, que respira como nosotros. O sea, se le ve con verrugas y todo: un concepto sofisticado para la ciencia ficción, que tiende a presentarnos pesadas estatuas marmóreas en lugar de protagonistas vivos.

León, desde luego, es muy poco probable que haya encontrado un culto que se extienda por la galaxia; pero posee buena parte de la intensidad que yo asocio con Darkdawn. Extrañamente, es bastante alto —yo diría que un metro ochenta y cinco—, y tiene un buen aspecto convencional; las personas de su tipo no suelen poseer un elevado voltaje interno, según he observado. Pero, a pesar de sus ventajas físicas naturales, algo debe haber comprimido y redirigido el alma de León cuando era joven, porque es un triste meditador, un soñador, alguien que respira fuego, saliendo siempre con planes visionarios para la reorganización de nuestro despacho, de nuestro personal y cosas así. Suele ser él quien deja las revistas de ciencia ficción sobre mi mesa, como regalos; pero también es quien me lanza los más divertidos aguijonazos por leer lo que él considera no es más que basura. En eso mismo se puede observar su naturaleza contradictoria. Es timido y agresivo, tenaz y vulnerable, confidencial y vacilante; tiene en él toda la loca mezcla humana, todo está en él.

El pasado martes cené en su casa. Acudo allí a menudo; su esposa Helene es una cocinera excelente. Ella y yo tuvimos un asunto amoroso hace cinco años, que duró seis meses. León lo supo después de nuestro tercer encuentro, pero nunca me ha dicho una sola palabra. A juzgar por el desesperado ardor de Helene, ella y León no deben tener una relación sexual muy buena; cuando estaba conmigo en la cama, parecia quererlo todo inmediatamente, cada posición, cada clase de sensación, como si hubiera estado privada de todo ello durante demasiado tiempo. Posiblemente León hasta se sintiera agradecido por el hecho de que yo le quitara una parte de la presión sexual que se ejercía sobre él, y lamentó silenciosamente que ya no siguiera acostándome con su esposa. Terminé el asunto porque ella me estaba quitando demasiada energía, y porque estaba teniendo dificultades para encontrarme con la mirada franca y abierta de León.

El pasado martes, justo antes de la cena, Helene se dirigió a la cocina para comprobar la marcha del horno. León se disculpó y se dirigió al cuarto de baño. Solo, permanecí un momento ante una estantería de libros, comprobando, de acuerdo con mi forma automática de hacer las cosas, si tenían algo de ciencia ficción, y después seguí a Helene a la cocina para llenar mi vaso de la jarra de martini preparado que había en el refrigerador. De repente ella se acercó a mí, apretándome estrechamente, buscando mis labios. Susurró mi nombre; introdujo las puntas de sus dedos en mi espalda.

—¡Eh! —dije, blandamente—. Espera un momento… ¡Acordamos que no volveríamos a empezar otra vez con lo mismo!

—¡Te deseo!

—No, Helene —rogué con suavidad, tratando de liberarme—. No compliques las cosas, por favor.

Logré zafarme. Ella se apartó de mí bajando la cabeza y de mal humor regresó al horno. Al volverme, vi a León en el umbral de la puerta. Tuvo que haber sido testigo de toda la escena. Sus ojos oscuros brillaban con lágrimas medio contenidas; sus labios se estremecían. Sin decir una sola palabra, me cogió la jarra, se llenó su vaso de martini y lo bebió de un trago. Después se dirigió hacia la sala de estar… y diez minutos después estábamos hablando de asuntos de la oficina, como si nada hubiera ocurrido.

Sí, León, tú eres un Henry Darkdawn hasta el último centímetro de tu cuerpo. Los profetas fueron creados de la misma materia que tú, León. De la misma materia que tú están hechos los mártires cósmicos.

 

Ya nadie pudo decir cuál era la diferencia. El lustroso y viscoso androide había absorbido por completo la personalidad de su creador.

 

Permanecí al borde del acantilado, contemplando con horror aquella cosa roja e hinchada que había sido el sol otorgador de vida de la Tierra.

 

La horda de robots…

 

La nave espacial extraña, hundiéndose en una frenética espiral…

Riendo, ella abrió su puño. La bomba Q estaba en el centro de la palma de su mano.

—Diez segundos —dijo ella.

 

¡Qué calor hace esta noche! Un malsano guante de humedad me envuelve. Sé que no podré dormir. Noto una terrible presión a mi alrededor. ¡Sí! ¡El haz de luz verde! ¡Al fin, al fin, al fin! Meciéndome, elevándome, haciéndome flotar a través de las ventanas abiertas. Muy alto, sobre la ciudad a oscuras. Adelante, adelante, a través del vacío, fuera del espacio y del tiempo. Hacia el túnel. Dejándome abajo. Aquí. Aquí. Sí, exactamente como yo había imaginado que sería: las paredes de ónice, el brillo apagado sin fuente, la bóveda curvada muy por encima de mi cabeza, las silenciosas figuras extrañas pasando junto a mí. Aquí. El túnel, por fin. Doy el primer paso hacia adelante. Y otro. Y otro. Estoy lanzado en mi viaje.

 

 

 

LA SEÑORITA FOUND EN UNA MáQUINA DEL TIEMPO ABANDONADA

 

 

Para que de la vida valga la pena de vivirse, tenemos que poseer al menos la ilusión de que somos capaces de efectuar cambios profundos en el mundo en que vivimos. Y digo: al menos la ilusión. Evidentemente, sería preferible la verdadera capacidad para efectuar los cambios; pero no todos podemos llegar a ese nivel, e incluso la ilusión del poder ofrece esperanza, y la esperanza sustenta la vida. La cuestión es no ser una marioneta, no ser una cosa de karma juguetón y pasivo. Supongo que todos estarán de acuerdo en que se deben introducir profundos cambios en la sociedad. Y ¿quién los hará, sino usted y yo? Si nos decimos a nosotros mismos que nos encontramos desamparados, que toda reforma significativa resulta imposible, que el statu quo existente llegó para mantenerse…, entonces lo mismo podríamos dejar de preocuparnos por seguir viviendo, ¿no cree? Quiero decir: si el autobús está resbalando y el conductor está perdiendo la guía, y todas las puertas están atascadas, es mucho más frío tomar cianuro que esperar el inevitable destrozo. Pero, naturalmente, no queremos creer que nos encontramos indefensos. Queremos creer que seremos capaces de agarrar el volante y enderezar el autobús en su ruta, y conducirlo con seguridad al taller de reparaciones. ¿No es así? Correcto. Eso es lo que deseamos pensar, aún cuando sólo se trate de una ilusión. Porque a veces —¿quién sabe?— puede uno mantener firme una ilusión y convertirla en algo real.

El reparto de personajes. Thomas C…, nuestro principal protagonista, de veinte años de edad; la primera vez que lo encontramos está dormido, con fibras de su propio y largo pelo moreno enmarañado casualmente sobre la boca. Vaqueros muy ajustados y una camisa de ¡ECOLOGÍA AHORA!, completamente arrugados a los pies de la cama. Fue educado en Elephant Mound, Wisconsin, y éste es el tercer año que pasa en la universidad. Parece estar durmiendo tranquilamente, pero a través de su mente, llena de sueños, se filtran fantasmas inquietantes: Lee Harvey Oswald, George Lincoln Rockwell, Neil Armstrong, Arthur Bremer, Sirhan Sirhan, Hubert Humphrey, Mao Tsé-Tung, el teniente William Caley, John Lennon. Cada uno de ellos se va anunciando a sí mismo, efectúa un ligero baile expresivo de su personaje, desaparece y vuelve a surgir en alguna otra parte del córtex cerebral de Thomas.

En la pared de la habitación de Thomas hay varios tótems contemporáneos: una fotografía gigantesca de Spiro Agnew jugando al golf, una llamativa etiqueta engomada que dice: VOTE POR MC GOVERN, y pancartas que proclaman variadamente LIBERTAD PARA ANGELA, APOYE A SU FUERZA LOCAL, PODER PARA EL PUEBLO y ¡EL CHE VIVE!

Thomas posee una sensibilidad extremadamente contemporánea hacia los años 1970-72. Para 1997 se sentirá terriblemente nostálgico por las causas y artefactos de su juventud, como siente ahora su abuelo por los abrigos de mapache, los baños de ginebra y las astas de bandera. Dirá cosas como: «Inténtalo, te gustará», o bien: «¡Pégame!», y nadie menor de cuarenta años se reirá.

Dormida, cerca de él, está Katherine F…, rubia, de diecinueve años. Habitualmente lleva gafas de montura acerada, pantalones acampanados verdes ajustados a la cadera, un sedoso poncho púrpura y un chal de macramé, pero ahora no lleva ninguna de esas cosas. Katherine no está soñando, pero su próximo ciclo de sueño profundo llegará dentro de poco. Procede de Mosse Valley, Minnesota, y perdió su virginidad a los catorce años, mientras contemplaba una película de flirteo entre Mastroianni y la Loren, en el cine al aire libre Estrella del Norte. Durante su seducción, no apartó nunca los ojos de la pantalla durante un periodo superior a los treinta segundos. En la actualidad es mucho más responsable en esas cosas de la capacidad de respuesta, pero años atrás trataba enérgicamente de ser fría. Hace cuatro horas, ella y Thomas llevaron a cabo un acto de mutua estimulación oral-genital que es ilegal en diecisiete Estados y en la República de Vietnam (sur), aunque hay esperanzas de que eso pueda cambiar dentro de poco.

En el suelo, junto a la cama, está el perro de Thomas, Fidel, parte sabueso y parte terrier. También él está durmiendo. Adherida al collar de Fidel hay una serpentina que dice TRES TRENZAS PARA DOMESTICADO LIB.

 

«Sin Dios», dijo uno de los hermanos Karamazov, «todo es posible». Supongo que eso es cierto si uno concibe a Dios como la fuerza que lo mantiene todo junto, que impide que el agua caiga hacia arriba y que el sol salga por el oeste, pero… ¡qué concepto tan limitado de Dios es ése! Au contraire, Fyodor: con Dios, todo es posible. Y me gustaría ser Dios durante un ratito.

 

P. ¿Qué hizo usted?

R. Le grité al sargento Bacon, y le dije que fuera a buscar licores y que su gente empezara a moverse inmediatamente, no hacia los licores, sino hacia los bunkers. Y me dirigí adonde estaba Mitchell. Regresé poco después. Meadlo aún estaba allí con un grupo de vietnamitas, y le grité a Meadlo pidiéndole… Le pregunté si no podía mover a toda aquella gente, si no podía librarse de ella.

P. ¿Disparó usted contra ese grupo de gente?

R. No, señor, no lo hice.

P. Después de ese incidente, ¿qué hizo usted?

R. Bueno, les dije a mis hombres que cruzaran la zanja y que se colocaran en posición después de que yo hubiera pegado fuego a la zanja.

P. ¿Tuvo usted oportunidad de observar lo que había en el interior de aquella zanja?

R. Sí, señor.

P. ¿Y qué vio usted?

R. Gente muerta, señor.

P. ¿Observó alguna apariencia de que hubiera alguien vivo?

R. No, señor.

 

Ahora habla Thomas. Escúchame. Simplemente, escúchame. Suponte que tuvieras una máquina que te permitiera arreglar todo lo que está mal en el mundo. Digamos, una máquina que contuviera todos los recursos de la tecnología moderna, por no mencionar los poderes de una imaginación rica y bien provista, y de un sentido ético altamente desarrollado. La máquina puede hacer cualquier cosa. Te puede hacer invisible; te proporciona una forma de deslizarte hacia atrás y hacia adelante en el tiempo; te proporciona el acceso telepático a las mentes de otros; te permite llegar a esas mentes y c-a-m-b-i-a-r-l-a-s. Y así sucesivamente. Llama a esa máquina como quieras. Llámala, por ejemplo, Actualizador de la Fantasía de Todo el Mundo. Llámala Máquina del Tiempo Mark Nueve. Llámala Caja Divina. Llámala Varita Mágica, si quieres. Muy bien. Yo te entrego una varita mágica. Y tú también me entregas una varita mágica, porque lector y escritor tienen que ser aliados, tienen que conspirar juntos. Tú y yo, con nuestras varitas mágicas. ¿Qué harías tú con la tuya? ¿Qué haría yo con la mía? Empecemos.

 

La venganza de los indios. En las llanuras, a quince kilómetros al oeste de Grand Otter Falls, Nebraska, se reúnen las tribus. Haciendo auto-stop, en camión, con tiendas de campaña, en Chevrolet, bicicleta y microbús, llegan desde todos los rincones de la nación. Son las delegaciones de los enojados pieles rojas. Aqui están los onondagas, los aglalas, los hunkpapas, los jicarillas, los punxsatawneys, los kickapoos, los gros ventres, los nez percés, los lenni lenapes, los wepawaugs, los pamunkeys, los penobscots, y toda esa multitud. Van vestidos con los símbolos que el hombre blanco espera ver en ellos: sombreros de plumas, pantalones polainas de cuero de ante, rostros pintados, tomahawks… ¡Mira cómo arde la gran hoguera! ¡Mira cómo los bravos, cubiertos de brillante sudor, bailan la danza de la cabellera cortada! ¡Escucha sus fantásticos gritos bárbaros! ¡Qué terror deben inspirar estos salvajes en los bien alimentados barrios residenciales que les observan por el canal cuatro!

Ahora empieza la reunión del Consejo. La pipa pasa de unas manos a otras. Se escuchan gruñidos de aprobación. El poderoso jefe navajo, Hosteen Dollars, es el principal orador. Habla en nombre de la más fuerte de las tribus, porque los poderosos navajos son propietarios de moteles, tiendas de regalos, pozos de petróleo, bancos, minas de carbón y supermercados. Tienen en sus manos la lucrativa distribución nacional de la excelente cerámica de sus vecinos, los hopi y los pueblo. Tranquilamente han ido acumulando grandes riquezas y poder, que han dedicado subrepticiamente al bienestar de sus parientes menos afortunados de otras tribus. Ahora el arsenal está completamente abarrotado: los tanques, los lanzallamas, los rifles automáticos, los camiones semi-orugas, las recolectoras llenas de napalm. Sólo falta la Big Bang. Pero esa falta, declara Hosteen Dollars, se ha remediado ahora gracias a una intervención milagrosa.

—¡Este es nuestro momento! —grita—. ¡Hiawatha! ¡Hiawatha!

Solemnemente desciendo de los cielos, trazando una lenta espiral hacia abajo, aterrizando suavemente sobre mis pies. Estoy desnudo excepto por un taparrabos; mi piel cobriza brilla lustrosamente. Guardada entre mis brazos, sostengo una bomba de hidrogeno, armada y preparada.

—¡La Big Bang! —grito—. ¡Aqui está, hermanos!

A la caída de la noche, Washington es un montón de cenizas radiactivas. Al amanecer, el presidente en funciones capitula. Hosteen Dollars aparece en la televisión nacional para explicar cuál será el nuevo sistema de reservas, y se inicia la redada de rostros pálidos.

 

Bruce Bales, fiscal del distrito del condado de Marin, que se incapacitó a si mismo como fiscal acusador de Angela Davis, dijo ayer que se sentía «absolutamente conmocionado» ante la absolución.

Dejándose llevar por una amarga reacción, Bales dijo:

—Creo que el jurado cayó en la trampa emocional ofrecida por la defensa. Ella ni siquiera subió al estrado para negar su culpabilidad. A pesar de lo ocurrido, sigo manteniendo que ella fue la responsable de la muerte del juez Haley y de la mutilación de mi ayudante, Gary Thomas, como Jonathan Jackson. Indudablemente, esto es tanto más así debido a la edad de ella, a su experiencia e inteligencia.

Según dijo un portavoz en la capital, el gobernador Ronald Reagan no estaba disponible para hacer ningún comentario sobre el veredicto.

 

El día que inutilizamos el Pentágono fue sencillamente maravilloso, un hito en la historia del Movimiento. Nos costó años de planificación y un tremendo esfuerzo cooperativo, pero los resultados demostraron que valió la pena realizar el heroico esfuerzo.

Así es como lo hicimos:

Con la ayuda de nuestra IBM 2020 multifásica establecimos un anillo de puntos de acceso alrededor de todo el distrito de Columbia. Había tres lugares en Maryland —Hyattsville, Suitland y Wheaton— y otros dos del lado de Virginia, en McLean y Merrifield. En cada uno de los puntos de acceso, excavamos un pozo vertical de doscientos metros de profundidad, utilizando nuestro escariador rotativo Hughes de absorción de fluido, acoplado con una unidad extractora de núcleo gemelo de la General Motors. Cada noche transportábamos los residuos a Kentucky y Tennessee por camión, desembarazándonos de ellos en antiguos vertederos de minas.

Cuando alcanzamos el nivel de los doscientos metros, empezamos a tender una tubería de noventa y un centímetros que se dirigía rectamente hacia el Pentágono a partir de nuestros cinco puntos de acceso, para lo que empleamos un compactor molecular LTV para convertir el terreno en forma semi-líquida. Los desperdicios los bombeamos a cinco enormes depósitos subterráneos adyacentes que excavamos con nuestra excavadora retroactiva hemisférica de sub-superficie, del tipo Gardner-Denver. Una vez tendidas las tuberías, empezamos a bombear los residuos almacenados hacia el Pentágono, a una velocidad constante calculada por nuestra pequeña computadora XDS y controlada a intervalos de quinientos metros a lo largo de la ruta por un sistema sensor Control Data 106a.

Las bombas, desde luego, eran del tipo pesado, de Briggs y Stratton, 580. Durante un período de ocho meses, tuvimos éxito en ir sustituyendo el subsuelo debajo del Pentágono por un inmenso estanque de desperdicios, llevando cuidado, sin embargo, de evitar el causar cualquier perturbación sismológica que pudiera detectar el propio equipo del Pentágono. Para esta parte de la operación empleamos espectrofotómetros de Bausch & Lomb y exploradores Perkin-Elmer, conectados en serie con un integrador de vibración-amortiguación Honeywell 990.

Nuestro esquema de tiempo era perfecto. La noche del 3 de julio derribamos los tres puntos clave de sostenimiento. Ahora, el Pentágono estaba flotando sobre un lago de barro de cerca de un kilómetro de diámetro. Un banco triple de estabilizadores autónomos Dow mantuvieron el edificio a su elevación normal; utilizamos un equipo de homeostasis Ampex para regular las presiones de flotación.

Al mediodía del cuatro de julio, Katherine y yo celebramos una conferencia de prensa en las escalinatas de la Biblioteca del Congreso, a la que asistieron principalmente representantes de los medios de comunicación underground, aunque también había unos pocos periodistas casuales. Exigí que se pusiera fin inmediatamente a todas las aventuras militares norteamericanas en el exterior y concedí al presidente una hora de tiempo para contestar. No hubo respuesta de la Casa Blanca, desde luego, y a la una menos cinco activé los diques de contención silbando tres estrofas de Estrellas y Barras en un teléfono público situado en las afueras del cuartel general del FBI. Al hacerlo, inicié un proceso de desplazamiento de residuos de barro, y a la una y cinco el Pentágono ya se estaba hundiendo. Lo fue haciendo con la lentitud suficiente como para que no hubiera pérdida de vidas: la evacuación se completó en el término de dos horas, y el piso más alto del edificio no se hundió en el barro hasta las cinco de la tarde.

 

Dos leones que mataron a un joven en el Zoológico de Portland, el sábado por la noche, aparecieron muertos hoy, víctimas de un tirador nocturno provisto de un rifle.

Roger Dean Adams, de diecinueve años de edad, natural de Portland, fue el joven devorado. El Zoológico estaba cerrado el sábado por la noche, cuando él y dos compañeros penetraron en el recinto saltando una verja.

Los compañeros dijeron que el joven Adams se descolgó sobre la parte del foso del oso pardo, agarrándose con las manos al borde del muro, y después elevándose a pulso. Después de haber permanecido sentado en el borde del muro del foso de los leones, intentó hacer lo mismo allí.

Kenneth Franklin Bowers, de Portland, uno de los compañeros del joven Adams, dijo que éste se descolgó sobre el borde del foso y que, mientras permanecía colgado allí, agarrándose al borde con las manos, tiró una patada a los leones. Uno de ellos le lanzó un palmetazo, dándole en un pie, y el joven cayó al suelo del foso, cinco metros más abajo del borde del muro. Entonces los leones lo destrozaron, y al parecer se desangró hasta morir, después de que le desgarraran una arteria en el cuello.

Uno de los leones ―César, un macho de dieciséis años― fue muerto la pasada noche de dos balas disparadas por un rifle de fabricación extranjera. Sis, una hembra de once años, fue alcanzada por un tiro en la espina dorsal. Murió esta mañana.

La policía dijo que disponía de muy pocas pistas para encontrar al tirador.

Jack Marks, el director del Zoológico, dijo que se perseguiría legalmente a cualquier persona que fuera acusada de haber hecho los disparos. «Tiene que estar uno enfermo para disparar contra un animal que no ha hecho otra cosa que seguir sus propias normas de conducta», dijo Mr. Marks. «Ninguna persona en su sano juicio entraría en el Zoológico en plena noche para matar a un animal en cautividad».

 

¿Quieres que te diga realmente quién soy? Puede que pienses que soy un estudiante de universidad de la segunda mitad del siglo XX, pero en realidad soy un visitante procedente del lejano futuro, nacido en un año que, según vuestro sistema de cálculo, diríais que es el año 2806 d.C. Puedo intentar describirte mi zona nativa, pero hay muy pocas similitudes como para que comprendieras lo que te dijese. Por ejemplo, ¿significaría algo para ti si te digo que tengo dos madres, una ovárica y la otra intrauterina, y que mi padre espermático por línea somática fue, hablando estrictamente, en parte delfín y en parte ocelote? ¿O que celebré mi quinta elevación neurónica tomando parte en una expedición a Proxy Nueve, donde aprendí los once ejercicios impulsores del alma y los siete mantrams contrarios?

El problema consiste en que, desde tu punto de vista, nosotros nos hemos movido desde lo tecnológico hacia lo incomprensible. Tú puedes explicarle la televisión a un hombre del siglo XI, de tal modo que éste comprenderá el concepto esencial, aunque no los verdaderos principios operativos: «Disponemos de esta caja en la que somos capaces de hacer imágenes de lugares muy distantes, y lo hacemos dominando el mismo poder que hace que el relámpago cruce el cielo». Pero ¿cómo puedo encontrar siquiera las palabras básicas para ayudarte a visualizar el más simple de nuestros juguetes?

En cualquier caso, era época de festival-ojo, y para mi proyecto elegí vivir en el año 1972. Esto requería una buena dosis de preparación. Se hacía necesario llevar a cabo ciertas alteraciones físicas —como, por ejemplo, la sintetización del pelo del cuerpo—, pero la parte realmente difícil fue la creación del camuflaje cultural. Tuve que recoger modelos de lenguaje, pasado histórico, todo un sentido del contexto.

También tuve que crearme una autobiografía convincente. El efecto de cambio de tiempo proporciona a los viajeros como yo una instantánea existencia retroactiva en el pasado, un pasado bien establecido de escolaridad, de padres y todo aquello que desee extenderse sobre un período dado anterior al punto de llegada, pero sólo en el caso de que se realice la programación adecuada. Aproveché los servicios de nuestros principales historiadores y arqueólogos, que me proporcionaron todo aquello que necesitaba, incluyendo un intenso entrenamiento en cultura juvenil de finales del siglo XX.

¡En qué persona tan elocuente me convertí! Puedo hablar todos vuestros dialectos: macrobiótica, ecología, alucinógenos, movimientos lib y sub, rock, astrología, yoga… ¿Eres tú un Capricornio sonpaku? ¿Estás plagado de sexismo, de viajes de vagabundeo, de inseguro karma, de malignas conjunciones planetarias? Solicita mi consejo. Conozco muy bien toda esa materia. Estoy al tanto de todo lo que es corriente. Estoy con la revolución.

¿Quieres saber otra cosa? Creo que no soy el único viajero del tiempo que está aquí ahora. Estoy empezando a formar una teoría, según la cual toda esta generación podría haber llegado aquí procedente del futuro.

 

Belfast, Irlanda del Norte. 28 de mayo. Seis personas resultaron muertas a primeras horas de hoy a causa de una gran explosión de bomba en Short Strand, un barrio católico de Belfast.

Tres de los muertos, todos hombres, fueron posteriormente identificados como miembros del Ejército Republicano Irlandés (IRA). Las fuerzas de seguridad dijeron que, en su opinión, la bomba explotó accidentalmente mientras estaba siendo transportada a otra parte de la ciudad.

Uno de los muertos fue identificado como un bien conocido experto del IRA en explosivos, que había ocupado un puesto importante en la lista de los buscados por el ejército inglés. Las tres otras víctimas, dos hombres y una mujer, no pudieron ser identificados inmediatamente.

Diecisiete personas, entre ellas varios niños, fueron heridas a causa de la explosión, y veinte de las casas de la estrecha calle donde se produjo quedaron tan dañadas que tendrán que ser derribadas.

 

Un día, me desperté y no pude respirar. Durante todo ese día y los siguientes, en los parques verdes y en las casas de los amigos, e incluso al lado del mar, no pude respirar. El aire estaba contaminado. Cada cosa que veía que era fea, y comprendí que era fea a causa del hombre: hecha por el hombre, o tocada por el hombre. Así es que abandoné a mis amigos y viví solo.

 

Eugene, Oregon (UPI). Un jubilado y su perro fueron enterrados juntos recientemente por expreso deseo del amo del perro.

Horace Lee Edwards, de setenta y un años de edad, había vivido solo con su perro durante veintidós años, desde que éste era un cachorro. Expresó su deseo de que, al morir, el perro fuera enterrado con él.

Los miembros de la familia de Mr. Edwards mataron al perro tras el fin de la enfermedad de Mr. Edwards. Después fue colocado a los pies de su amo, en el ataúd.

 

Yo acepto el caos. Pero no estoy seguro de si el caos me acepta a mí.

 

Un memorándum para el Actualizador:

 

Querida máquina:

Necesitamos más asesinos. En sí mismo el sistema es fundamentalmente violento, y hemos intentado transformarlo a través del amor, pero eso no ha funcionado. Les entregamos flores, y nos recibieron con balas. Muy bien. Hemos llegado a un punto tan miserable, que la única forma en que podemos combatir su violencia es con la violencia, con nuestra propia violencia. Ha llegado el momento de eliminar a los que eliminan. En consecuencia, vieja máquina, tu tarea para hoy consiste en crear un cuerpo de asesinos capaces, un cuadro de seres humanos convencionales, y de aspecto convencional, que sirvan a las necesidades del Movimiento. Matar a los androides, eso es lo que queremos.

Estas son las características:

EDAD: entre diecinueve y veinticinco años.

ALTURA: entre 1,65 y 1,75 mts.

PESO: más bien bajo, o bien muy pesado.

RAZA: blanca, más o menos.

RELIGIÓN: antiguamente cristiano, ahora agnóstico o ateo. Los ex-fundamentalistas serían estupendos.

PERFIL PSICOLÓGICO: nervioso, extraño, un solitario, un perdedor. Mala historia sexual: impotencia, eyaculación prematura, incapacidad para encontrar compañeras voluntariosas. Mala relación con los parientes (si conserva alguno) y con los padres. El sujeto debe tener alguna afición (colección de sellos o monedas, chismes, carreras a campo traviesa, etc.) pero no debe ser un "intelectual". Sería deseable un toque de paranoia. También que le resultara imposible cumplir con sus libres ambiciones.

CONVICCIONES POLÍTICAS: cualquiera. Preferiblemente muy flexibles. Dispuesto a declararse un anarquista libertario el martes y un marxista convencido el jueves si piensa que eso le llevará a alguna parte que le permita realizar el cambio. Dispuesto a disparar con igual entusiasmo contra candidatos presidenciales, senadores actuales, jugadores de baseball, estrellas del rock, policías de tráfico o cualquier otro componente del misterioso “ellos” que ostentan la gloria e “impiden” al sujeto que ocupe su verdadero lugar en el universo.

Muy bien. Tú misma puedes suministrar los accesorios, máquina. Cualquier color en los ojos, siempre y cuando sean un poco brillantes e hipertiroideos. Cualquier color del pelo, aunque ayudaría que fuera prematuramente escaso y que el sujeto se quejara de que su falta de éxito con las mujeres se debe en parte a eso. Cualquier historia matrimonial (soltero, divorciado, viudo, casado) que demuestre que cualquier enlace que pudo haber existido demostró ser insátisfactorio. El resto depende de ti. Empieza a trabajar y utiliza tu creatividad. Empieza a grabar sus nombres en cantidad:

 

Oswald Sirhan Bremer Ray Czolgosz Guiteau

Oswald Sirhan Bremer Ray Czolgosz Guiteau

Oswald Sirhan Bremer Ray Czolgosz Guiteau

Oswald Sirhan Bremer Ray Czolgosz Guiteau

Oswald Sirhan Bremer Ray Czolgosz Guiteau

Oswald Sirhan Bremer Ray Czolgosz Guiteau

Oswald Sirhan Bremer Ray Czolgosz Guiteau

Oswald Sirhan Bremer Ray Czolgosz Guiteau

 

Danos los hombres. Nosotros encontraremos en qué utilizarlos. Y cuando hayan cumplido con su sucio trabajo, les arrojaremos al esperanzador kármico para que sean reciclados, y que Dios nos ayude a todos.

 

Cada día, miles de naves contaminan rutinariamente el mar con desechos petrolíferos. Cuando un petrolero ha descargado, tiene que añadir peso de cualquier otra clase para mantener la estabilidad; esto suele hacerse llenando alguno de los tanques de almacenamiento del buque con agua del mar. Antes de poder recoger una nueva carga de petróleo, el barco tiene que deshacerse de este lastre acuoso existente en sus tanques; y, a medida que se bombea el agua hacia el exterior, se lleva consigo la escoria petrolífera que permaneció en los tanques cuando se descargó el último cargamento.

Hasta 1964, la limpieza de un petrolero medio de 40.000 toneladas enviaba al mar ochenta y tres toneladas de petróleo. La mejora en los procedimientos de limpieza de los tanques ha reducido la descarga habitual de petróleo a unas tres toneladas. Pero existen tantos petroleros —más de 4.000— que, a pesar de todo, se lanzan al mar varios millones de toneladas al año. Los 44.000 barcos de pasajeros, de carga, militares y de placer que existen ahora en servicio añaden una cantidad similar de contaminación, deshaciéndose de los desechos petrolíferos de sus pantoques. En conjunto, y según una estimación científica, el hombre puede estar arrojando al mar la cantidad de diez millones de toneladas de petróleo al año.

Cuando el explorador Thor Heyerdahl realizó su viaje de 3.200 millas marinas utilizando un bote de papiro en el verano de 1970, desde el norte de África hasta las Indias Occidentales, vio «una continua extensión de por lo menos 1.400 millas contaminadas por masas informes de petróleo solidificado flotantes, como asfalto, en Atlántico abierto». El oceanógrafo Jacques Yves Cousteau calcula que el 40 por ciento de la vida marina mundial ha desaparecido en el presente siglo. Las playas cercanas al puerto de Boston contienen una acumulación media de petróleo de diez kilos por milla cuadrada, una cifra que se eleva a 793 kilos por milla en un área del cabo Cod.

El Centro Científico de Mónaco informa: «En la costa mediterránea, prácticamente todas las playas están manchadas por las refinerías de petróleo, así como el fondo del mar, que sirve como reserva alimenticia para la fauna marina y que está quedando esterilizado debido a los mismos factores».

 

Es un frío día de primavera y aquí estoy, en Washington D.C. Allá abajo está el Capitolio y también la Casa Blanca. No puedo ver el monumento a Washington, porque no lo han terminado todavía y, desde luego, no hay ningún Lincoln Memorial porque el Honorable Abe está vivo y se encuentra muy bien en la avenida Pennsylvania. Hoy es viernes 14 de abril de 1865. Y aquí estoy. ¡Lejos!

—Disponemos del poder para efectuar el cambio. Muy bien, ¿qué debemos cambiar? ¿Toda la fea cuestión racial?

—Eso es demasiado frío. Pero ¿qué hacemos al respecto?

—Bien, ¿qué tal sería desenraizar toda la institución de la esclavitud retrocediendo al siglo XVI y bloqueándola en sus inicios?

—No. Habría demasiadas ramificaciones. Tendríamos que alterar la dinámica de todo el impulso imperialista-colonial, y eso es un trabajo demasiado grande, incluso para un puñado de dioses. Podemos ser omnipotentes, pero no infatigables. Si bloqueamos ese impulso allí, no haría más que surgir en cualquier otro momento a lo largo de la línea del tiempo; una fuerza tan poderosa no puede ser sofocada inmediatamente.

—Lo que necesitamos es un punto preciso para invertir todo el barullo racial. Hemos de encontrar un acontecimiento individual, ubicado en un nexo crucial en la historia de las relaciones entre negros y blancos en los Estados Unidos y que no haya sucedido todavía. ¿Alguna sugerencia?

—Es claro, Thomas. El asesinato de Lincoln.

—¡Estupendo! Hacedlo pasar por la máquina; veamos cuáles serían las consecuencias.

Llevamos a cabo las estimulaciones necesarias y veinte veces de cada veinte dan como resultado una recomendación para que desasesinemos a Lincoln. Cualquier tonto con un rifle puede cometer un asesinato, pero sólo nosotros podemos llevar a cabo un desasesinato. Alors: Lincoln continúa hasta completar su segundo mandato; el débil e ineficaz Andrew Johnson sigue siendo vicepresidente, y la facción radical republicana del Congreso tiene éxito en decretar su «humillación de los orgullosos traidores» de la política del Sur. Bajo la guía uniforme de Lincoln, el Sur será reconstruido sanamente y se le dará la bienvenida de regreso a la Unión; no se producirá ninguna era vengativa de reconstrucción, y tampoco existirá la reacción, igualmente vengativa, de un Jim Crow contra los aventureros políticos que condujeron a todos los linchamientos y las leyes restrictivas, y quizá podamos impedir un siglo de amargura racial. Quizás.

Ahí está el Teatro Ford. Se está representando esta noche Nuestro primo americano. En estos momentos John Wilkes Booth se encuentra alojado en algún hotel céntrico, supongo, engrasando su arma, ensayando sus palabras. «¡Sic semper tyrannis!» es lo que gritará, y eliminará para siempre al pobre y viejo Abe.

—Una entrada para la obra de esta noche, por favor.

Mira a las damas y caballeros elegantes que descienden de sus carruajes. Saben que el presidente acudirá al teatro, y se han puesto sus más finas alhajas y vestidos. Y… ¡sí! ¡Esa es la carroza de la Casa Blanca! ¿Es Mary Todd Lincoln esa dama de aspecto tan imponente? Tiene que serlo. Y ahí está el presidente, extendiendo el billete de cinco dólares: barba grisácea, hombros caídos, ojos cansados, agotados, rostro arrugado. ¡Pobre viejo Abe! ¿Te estoy haciendo un gran favor salvándote esta noche? ¿No quieres abandonar tu carga? Pero la historia te necesita, hombre. Todos los niños y niñas negros te necesitan.

El presidente saluda con un gesto de la mano; yo le devuelvo el saludo. Saludos desde el siglo XX, Mr. Lincoln. ¡Estoy aquí para evitarle su martirio!

Se levanta el telón. Abe sonríe en su palco. No puedo seguir la representación; palabras, sólo palabras. El tiempo se arrastra: tic-tac, tic-tac, tic-tac. Finalmente, las diez. Se está acercando el momento. Allí, ¿lo ves? Allí: el hombre de ojos frenéticos con el arma de fuego. ¡Vaya! ¡Tiene el tamaño de un cañón! Se ha levantado y se dirige hacia el presidente. ¿Por qué no se da cuenta nadie? ¿Acaso la obra es tan malditamente interesante que nadie…?

—¡Eh! ¡En, tú, John Wilkes Booth! ¡Mira aquí, hombre! ¡Mírame!

Todo el mundo se vuelve cuando disparo. Booth también se gira, mientras yo elevo y extiendo mi brazo y disparo sin necesidad de apuntar siquiera, simplemente girando el arma como una extensión de mi brazo que señala, como me han enseñado a hacer los ejercicios Zen. El sonido del disparo se extiende, llena el teatro con un buuum terrible que parece reverberar por toda la sala, y Booth da un traspiés, con la sangre surgiendo de su pecho. Ahora, finalmente, los guardaespaldas del presidente rompen su actitud helada y se acercan corriendo. Lo siento, John. No hay nada personal en esto. La historia está necesitada de algún cambio, eso es todo. Adiós, 1865. Adiós, presidente Abe. Has conseguido una ampliación de tu mandato, gracias a mí. El resto depende de ti.

 

Nuestra libertad, nuestra liberación… sólo puede llegar a través de una transformación de las estructuras y las relaciones sociales… Ningún grupo puede ser libre mientras algún otro se halle sujeto. Queremos construir un mundo en el que la gente pueda elegir su futuro, donde se pueda amar sin juegos de dependencia, donde no se muera de hambre. Queremos crear un mundo donde los hombres y las mujeres puedan relacionarse entre sí y con los niños, como seres iguales que lo comparten todo. Debemos eliminar a los dobles opresores… el capitalismo jerárquico y explotador, y sus mitos, que nos mantienen tan firmemente sujetos… sexismo, racismo y otros males, creados por quienes gobiernan sólo para mantenernos separados a todos.

 

—Alexander, ¿quieres a este hombre como fiel y legítimo esposo?

—Sí, quiero.

—George, ¿quieres a este hombre como fiel y legítimo esposo?

—Sí, quiero.

—Entonces, George y Alexander, por el poder que me ha sido conferido por el Estado de Nueva York, como ministro ordenado de la Primera Comunión Congregacional Gay del Alto Manhattan, yo os declaro esposo y esposo, desposados ante Dios y ante los ojos de los hombres, y os deseo que viváis felices en vuestro amor.

 

Se ha hecho todo con la ayuda de un montón de instrumentos de ciencia ficción. No voy a pedir disculpas por lo que se refiere a esa parte; las disculpas no son necesarias. Si se necesitan artilugios para salir y librarse, pues se utilizan esos artilugios; los superficiales no pasan a considerar en momento alguno cómo lograste llegar adonde deseabas llegar, procedente desde donde estás. El objetivo consiste en erradicar los bien conocidos males de nuestra sociedad; y si tenemos que llegar a eso por medio de máquinas del tiempo, por bandas mentales de amplificación del pensamiento, por rayos antiimpermeables, por haces moleculares interpenetradores, por barras de levitación superheterodinas y por medio de todo el resto de brillantes instrumentos de cómics, que sea así. Son los resultados los que cuentan.

Tal y como digo, tomen por ejemplo el día que le volé la mente al presidente. ¿Creen que podría haberlo hecho sin disponer de todos esos artilugios? Escuchen: el simple hecho de entrar en la Casa Blanca ya es todo un problema. No puede uno prescindir de un mapa de toda confianza del interior de la Casa Blanca, de esa parte que no se permite ver a los turistas; los mapas que existen son falsos y, en realidad, están cambiando continuamente las habitaciones, de modo que los agentes de espionaje y los asesinos no encuentren el camino que deben seguir. Lo que hace un mes era un dormitorio, se ha convertido al mes siguiente en un despacho y en una sala de conexiones al otro mes. Algunas habitaciones pueden ser recogidas y cambiadas al mismo tiempo, y en un instante. Todo cambia frenéticamente. Así es que instalamos nuestra pantalla ultrasónica de intercavitación en el Parque Lafayette, y obtuvimos una representación holográfica digna de toda confianza del interior del edificio. Esta información me permitió saber dónde me encontraba, y qué camino debía seguir una vez allí.

Pero también necesitaba encontrar al presidente con rapidez. Nuestro método consistió en colocarle un diminuto emisor-receptor bip en su cuerpo. Y así lo hicimos, cogiendo al jefe ensaladero de la Casa Blanca, envolviéndole en aromas narcolépticos y programándole para que ocultara la diminuta pieza en el interior de un tomate. El presidente se comió el tomate en la cena, y a partir de este momento pudimos seguir sus pasos con facilidad. El modelo de interferencia comunicado por el emisor-receptor también nos indicaba si había alguien con él.

Asi es que esperé a que estuviera solo una noche, en la Sala Malva, repasando su archivo de fotografías autografiadas de estrellas de fútbol americano, y levité entonces hacia un punto situado justo a treinta metros por encima de aquella habitación, utilizando nuestro desintetizador de flujo de neutrinos para eliminar el escudo de seguridad electrónica de la Casa Blanca. A continuación, descendí directamente por medio del haz interpenetrador. Aterricé justo delante de él.

Pueden creerme una cosa: ni siquiera empezó a gritar. Se retiró un poco hacia atrás y quiso mover una mano hacia un botón de alarma, pero yo le dije:

—Déjelo, señor presidente. No va a sufrir usted ningún daño; sólo quiero hablar. ¿Puede dedicarme cinco minutos? Hemos de mantener una pequeña charla —y le lancé el rayo conceptutrón para relajarle y hacerle receptivo a mis deseos—. ¿De acuerdo, jefe?

—Puedes hablar, hijo —replicó—. Siento verdadera ansiedad por escuchar la voz del público y me siento particularmente preocupado por ser responsable de las necesidades y problemas de nuestra generación más joven, nuestra galante gente joven que…

—Con calma, Dick. Muy bien, escucha esto. El país se está desmoronando, ¿de acuerdo? La ecología se deteriora; las ciudades se desmoronan, los negros se levantan en armas, la ultraderecha está almacenando napalm, los jóvenes están siendo diezmados en una loca guerra extranjera tras otra, las prisiones no hacen más que crear criminales en lugar de rehabilitarlos, los códigos sexuales victorianos están transformando a millones de seres humanos potencialmente hermosos en enfermos mentales, las leyes contra la droga no tienen ningún sentido, las mujeres siguen realizando un papel de madre-chófer-cocinera-criada, mientras que los hombres cumplen un papel de borrachos-huevudos-fulaneros, la población sigue aumentando y llenando los limpios espacios abiertos, la estructura económica es de naturaleza autodestructora, puesto que el capital y la mano de obra actúan de acuerdo para atornillar al consumidor, y así sucesivamente.

»Estoy seguro de que conoce usted los problemas, puesto que es el presidente y lee un montón de periódicos. Muy bien. ¿Cómo nos hemos metido en este embrollo? ¿Por accidente? No. ¿A través de un mal karma? Realmente, no lo creo así. ¿A través de fuerzas deterministas, de las que no podemos escapar? ¡Qué tontería! Nos hemos metido en todo esto por estupidez, avaricia e inercia. Somos tan avariciosos que ni siquiera nos damos cuenta de que nos estamos robando a nosotros mismos. Pero todo eso se puede arreglar, Dick, ¡se puede arreglar! ¡Sólo tenemos que despertarnos! Y tú eres el hombre que puede hacerlo.

»¿No quieres pasar a la historia como el hombre que ayudó a este gran país a recuperarse a sí mismo? Tú, y treinta congresistas con influencia, y cinco miembros de la Corte Suprema podéis hacerlo. Todo lo que debéis hacer es empezar a reformar la conciencia nacional a través de algunas directrices ejecutivas apoyadas por la acción del Congreso. Vamos, hombre, empieza a trabajar y dile a tu mayoría silenciosa que comience a adquirir forma. Proclama el reino del amor. Nada de guerras, ¿me oyes? Ya es pasado mañana. Nada de un mayor crecimiento económico: simplemente nos arreglaremos con lo que tenemos, y empezaremos a limpiar los ríos, los lagos y los bosques. Nada de tener más niños para utilizarlos como símbolos de status y pacificadores para las aburridas amas de casa; a partir de ahora, la gente sólo tendrá niños por el placer de traer al mundo a seres humanos sanos y nuevos, con un máximo de dos o tres por pareja. En cuanto a mañana mismo, aboliremos todas las leyes que vayan en contra de la gente, de lo que hace la gente sin causar daño alguno a otra gente. Y así sucesivamente. Proclamaremos una nueva Carta de Derechos, garantizando a cada individuo el derecho a llevar una vida plena y productiva, de acuerdo con su propio estilo. ¿Harás todo eso?

—Bueno…

—Déjame que te aclare perfectamente una cosa —le dije—: vas a hacerlo. Vas a decretar un final a todos los desperdicios que se están produciendo en este país. ¿Y sabes cómo sé yo que lo vas a hacer? Porque tengo en mi mano este pequeñito tubo de metal que emite vibraciones. Es una cosa realmente fuerte; vibraciones que te van a poner la cabeza en su sitio en cuanto apriete este botón. Así es que, preparado o no, allá voy… Uno, dos, tres… zap.

—Muy bien muchacho —dijo el presidente.

El resto, ya es historia.

 

¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! ¡Oh, Dios! ¡Si pudiera ser así de fácil! Uno, dos, tres, zap. Pero no funciona así. No poseo ninguna varita mágica. ¿Qué te hizo pensar que la poseía? ¿Cómo fui capaz de engañarte y pasar a una suspensión de incredulidad? Me dirijo a ti, lector, sentado ahí, sobre tu trasero: ¿qué te crees que soy realmente? ¿Un hombre milagroso? ¿Alguna clase de superser, procedente de la Galaxia Diez? Te voy a decir quién soy realmente: yo, Thomas C…, soy un montón de símbolos sobre un trozo de papel. Sólo soy algo abstracto atrapado en una simple ficción. Un «héroe» en una «historia». Desamparado, incorpóreo, irreal. ¡IRREAL! Mientras que tú, ahí… tú tienes ojos, pulmones, pies, brazos, un cerebro, una boca y todo eso. Tú puedes funcionar. Tú puedes moverte. Tú puedes actuar. ¡Trabajar para la revolución! ¡Esforzarte por el cambio! Tú estás actuando en el mundo real; ¡tú eres el único que puede hacerlo, si es que alguien puede! Esfuérzate por avanzar hacia… ¡Eh!… ¿qué es esto?… ¡Eh! Aparte sus sucias manos de encima… ¡Poder para el pueblo! ¡Abajo los cerdos fascistas!… ¡Eh! ¡Suélteme!… ¡Socorro!… ¡SOCORRO!

 

 

 

NAVE-HERMANA, ESTRELLA-HERMANA

 

 

Dieciséis años-luz de la Tierra hoy, en el quinto mes del viaje, y el impulso silencioso de la aceleración continúa aumentando la velocidad. Tres juegos de Go se están desarrollando en el salón de la nave. El capitán del año permanece de pie a la entrada del salón, observando casualmente a los jugadores: Roy y Sylvia, León y Chiang, Heinz y Elliot. El Go está muy de moda en la nave desde hace varias semanas. Los jugadores —por ahora se han sentido atraídos por la manía del juego unos dieciocho a veinte miembros de la expedición— permanecen sentados hora tras hora, contemplando las estrategias, inventando variaciones, cogiendo las piedras negras o blancas entre los dedos índice y medio, dejando caer las suaves piedras contra el tablero de madera, con ese característico y agudo sonido que producen. El capitán del año no juega, aunque el Go llegó a interesarle casi hasta la obsesión, hace ya mucho tiempo; nota que sus responsabilidades son tan acuciantes que no le atrae ahora ninguna clase de ejercicio en conquista territorial simulada. Sin embargo, viene aquí para observar, quedándose cinco o diez minutos, dedicándose después a sus deberes.

El mejor de los jugadores es Roy, el matemático, un hombre grande y pesado con un rostro suave y dormilón. Está sentado con los ojos cerrados, esperando con tranquilidad a que le llegue el turno para jugar.

—Me depuro a mí mismo contra la necesidad de ganar —le dijo ayer al capitán del año, cuando éste le preguntó en qué ocupaba su mente mientras esperaba.

Depurado o no, Roy gana más de la mitad de los juegos en que participa, aun cuando concede a la mayoría de sus contrincantes una ventaja de cuatro o cinco piedras.

A Sylvia sólo le concede una ventaja de dos. Ella es una mujer delicada, delgada y tímida; es genetista y juega bien, aunque con lentitud. Hace ahora su movimiento. Al escuchar el sonido, Roy abre los ojos. Estudia el tablero, señala y dice:

Atari.

Es la forma convencional de llamar la atención al contrincante sobre el hecho de que su movimiento le va a permitir capturar varias de sus piedras. Sylvia sonríe ligeramente y retrasa su movimiento. Un momento después, vuelve a mover. Roy asiente con un gesto y recoge una piedra blanca, que sostiene en la mano durante casi un minuto antes de colocarla en el tablero.

Al capitán del año le gustaría hablar con Sylvia sobre uno de sus experimentos, pero comprende que estará ocupada con el juego durante una hora o más. La conversación puede esperar. En la nave nadie tiene prisa. Disponen de mucho tiempo para todo: toda una vida, quizá, si no pueden encontrar ningún planeta habitable. El universo es suyo. Examina el tablero y trata de anticipar cuál será el siguiente movimiento de Sylvia.

Tras él suenan unos pasos suaves; el capitán del año se vuelve. Noelle, la comunicadora de la nave, se aproxima al salón. Es una joven delgada y ciega de largo pelo negro, y habitualmente camina por los pasillos sin ayuda alguna: sin sensores, sin utilizar siquiera un bastón. Ocasionalmente tropieza, pero su equilibrio suele ser excelente, y su sentido de la situación de los obstáculos es extraordinario. Quizá para la ciega sea una especie de arrogancia el evitar toda clase de ayuda; pero también es una especie de poesía desesperada.

—Buenos días, capitán del año —saluda, al acercarse.

Noelle es infalible cuando se trata de hacer tales identificaciones. Ella afirma ser capaz de distinguir a los miembros de la expedición por pequeñísimos sonidos característicos que hace cada uno de ellos: la forma de respirar, las toses, el roce de las ropas. Entre los otros reina un cierto escepticismo al respecto. Muchos de quienes viajan a bordo de la nave creen que Noelle lee sus mentes. Ella no niega que posea el poder de la telepatía, pero insiste en afirmar que la única mente a la que tiene acceso directo es la de su hermana gemela Yvonne, que se ha quedado en la Tierra.

Se vuelve hacia ella y los ojos de ambos se encuentran; es un acto automático, una costumbre. Los de ella, oscuros y límpidos, miran con una fijeza desconcertante a través de la frente de él.

—Tendré un informe para que lo transmitas dentro de un par de horas —le dice él.

—Estoy dispuesta en cualquier momento —dice, sonriendo débilmente; a continuación escucha un momento el sonido de las piedras del Go y añade—: ¿Se están jugando tres juegos?

—Sí.

—Qué extraño que el juego no haya empezado a perder ya la afición que le tienen.

—Su atracción es poderosa —dice el capitán del año.

—Tiene que serlo. ¡Qué bonito es poder entregarse de ese modo a un juego!

—Lo dudo. El jugar al Go consume una gran cantidad de tiempo valioso.

—¿Tiempo? —Noelle se echó a reír—. ¿Qué podemos hacer con el tiempo, excepto consumirlo? —tras una pausa, pregunta—: ¿Es un juego difícil?

—Las reglas son bastante simples. La aplicación de esas reglas ya es una cuestión totalmente aparte. Creo que es un juego más profundo y sutil que el ajedrez.

Los ojos de ella recorren su rostro y de repente se detienen en los suyos.

—¿Cuánto tiempo tardaría yo en aprender a jugar?

—¿Tú?

—¿Y por qué no? También necesito algo de distracción, capitán del año.

—El tablero tiene cientos de intersecciones. Se pueden hacer movimientos en cualesquiera de ellas. Los modelos que se forman son complejos y están cambiando constantemente. Para alguien que no puede ver…

—Mi memoria es excelente —dijo Noelle—. Puedo visualizar el tablero y hacer las correcciones necesarias a medida que avance el juego. Sólo necesitas decirme dónde colocas tus piedras. Y, supongo, también deberías guiar mi mano cuando hiciera mis movimientos.

—Dudo que eso funcione, Noelle.

—De todos modos, ¿me enseñarás?

 

La nave es lisa y brillante, ahusada, elegante: una bala de plata cruzando el universo como un rayo, a una velocidad que en estos momentos excede ya el millón de kilómetros por segundo… Bueno, no. De hecho, la nave no es una bala, sino algo bastante rechoncho y solemne, tan desgarbado como cualquier vehículo espacial ordinario, dotada de una elaborada superestructura de brazos extensores, antenas, botalones de observación y otros artilugios externos. Pero, debido a su increíble velocidad, el capitán del año insiste en pensar en ella como algo liso y brillante, ahusado y elegante. Le lleva sin fricción alguna a través de la vasta capa gris y vacía del no-espacio, a una velocidad superior a la de la luz. Él sabe cómo es, pero se siente incapaz de eliminar de su mente esa imagen aerodinámica.

La expedición ya se encuentra a dieciséis años luz de la Tierra. Eso es algo que no le resulta fácil comprender. Percibe la fuerza, pero no el verdadero significado. Se puede decir a sí mismo: «ya estamos a dieciséis kilómetros de casa»; eso lo puede comprender. «Ya estamos a mil seiscientos kilómetros de casa»… sí, eso también puede comprenderlo. ¿Qué pasaría con «ya estamos a dieciséis millones de kilómetros de casa»? Eso ya le exige un esfuerzo a su capacidad de comprensión —un abismo, un abismo, un terrible, vacío y negro abismo—, pero cree poder llegar a comprender incluso una distancia tan grande. Pero… ¿dieciséis años luz? ¿Cómo puede explicárselo a sí mismo?

Brillantes estrellas flanquean el tubo de no-espacio a través del cual viaja ahora la nave, y él sabe que su barba, salpicada de canas, se habrá hecho completamente blanca antes de que la luz de esas estrellas brille en el cielo nocturno de la Tierra. Sólo han transcurrido unos pocos meses desde la partida de la expedición. Qué milagroso es, piensa, haber llegado tan lejos y de un modo tan rápido.

Aún así, existe un milagro todavía mayor. Le pedirá a Noelle que transmita un mensaje a la Tierra una hora después de comer, y sabe que obtendrá acuse de recibo del Control Central situado en Brasil antes de la cena. Para él, eso parece un milagro aún mayor.

 

Su cabina está limpia y es austera, con pocos muebles; no hay pinturas, ni esculturas de luz, nada que halague al sentido de la vista; sólo unas pequeñas estatuillas de bronce, un suave bloque ovalado de piedra verde, y algunos objetos evidentemente elegidos por sus ricas texturas: una banda de trozos de tejido extendidos a través de un marco, un análisis pétreo de galopín marino, una colección de fragmentos bastos de piedra arenisca. Todo está meticulosamente dispuesto. ¿Le ayuda alguien a mantener en orden el lugar?

Ella se mueve con serenidad de un lado a otro de la pequeña habitación, no corriendo nunca peligro de tropezar con nada; la confianza que tiene en sus movimientos acobarda al capitán del año, que permanece pacientemente sentado, en espera de que ella haga lo mismo. Noelle está pálida, aunque muy elegante, con su pelo oscuro peinado apretadamente hacia atrás a partir de la frente y sujetado con un complicado broche de marfil. Sus labios son abultados y la nariz redondeada. Lleva puesto un suave vestido ondulante. Su cuerpo resulta atractivo; la ha visto en los baños y conoce sus pechos, erguidos y llenos, la amplia curva de sus caderas, su piel cremosa y perfecta. Por lo que ha oído decir hasta ahora, no ha tenido ninguna relación amorosa a bordo. ¿Será porque es ciega?

Quizá tienda uno a no pensar en una ciega como una compañera sexual en potencia. ¿Por qué debe ser así? Quizá porque dude uno de aprovecharse de una ciega en una relación sexual, se sugiere a sí mismo, e inmediatamente se contiene, asombrado, preguntándose por qué razón ha tenido que pensar en una relación sexual en la que se aproveche uno de alguien. Bueno, entonces quizás sea porque la compasión para con su ceguera se interpone en las sensaciones eróticas; la lástima se convierte con facilidad en protectora y mata el deseo. Rechaza esa teoría: es poco sincera, nada plausible. ¿Podría ser que la gente temiera aproximarse a ella, sospechando que es capaz de leer los pensamientos más íntimos? Ella ha negado repetidamente cualquier capacidad para penetrar las mentes de otras personas, excepto la de su hermana. Además, si uno no tiene nada que ocultar, ¿por qué dejarse derrotar por su telepatía?

No, tiene que ser algo más, y ahora que lo piensa, ha logrado aislarlo: Noelle es tan independiente, tan serena, se halla tan envuelta en su ceguera, en su poder mental y en su insondable comunicación con su distante hermana, que nadie se atreve a romper las barricadas cristalinas que protegen su yo interno. Nadie se ha aproximado a ella, porque parece inabordable; su extraña perfección anímica la aisla, manteniendo a los demás a esa distancia a que la extraordinaria belleza física puede mantener a veces a los demás. No despierta deseo porque no parece ser humana. Ella brilla. Es como una máquina impecable, como una parte integral de la nave.

Él despliega el texto del informe de hoy a la Tierra.

—No es que haya nada nuevo que decirles —comenta—, pero supongo que, de todos modos, tenemos que cumplir con el comunicado diario.

—Sería cruel si no lo hiciéramos. Significamos mucho para ellos.

—Lo dudo.

—¡Oh, sí! Yvonne dice que toman los mensajes de ella en cuanto llegan, y los transmiten por todos los canales disponibles. Las palabras que les llegan de nosotros son terriblemente importantes para ellos.

—Como una diversión, nada más. Algo así como la última novedad: «Intrépidos exploradores aventurándose por las zonas no exploradas del no-espacio interestelar»…

Su voz suena dura incluso para él, y su forma de hablar es ronca. Las palabras le sorprenden a él mismo; no sabía que fuera capaz de sentir de este modo con respecto a la Tierra. Sin embargo, continúa:

—Eso es todo lo que representamos: novedad, aventura experimentada por otros, un momento de entretenimiento.

—¿Lo dices en serio? ¡Suena tan terriblemente cínico!

—Dentro de otros seis meses —dice, encogiéndose de hombros—, se sentirán completamente aburridos de nosotros y de nuestras comunicaciones. Quizás incluso antes. Dentro de un año se habrán olvidado de nosotros.

—No te concibo como un hombre cínico —observa ella—. Y, sin embargo, a menudo dices esas… —titubea—… esas cosas tan…

—¿Tan francas? Supongo que soy un realista. ¿Significa eso lo mismo que ser cínico?

—No trates de etiquetarte a ti mismo, capitán del año.

—Sólo trato de considerar las cosas de un modo realista.

—No sabes qué es lo real. No sabes lo que eres, capitán.

De repente, la conversación parece haber perdido el control: demasiado densa, demasiado íntima. Ella nunca había hablado así antes. Es como si hubiera una malsana electricidad en el aire, un campo algo malhumorado que distorsionara sus personalidades normales, convirtiéndoles en sujetos antinaturalmente tensos y agresivos. Él siente pánico: si perturba el delicado equilibrio de conciencia de Noelle, ¿seguirá siendo capaz de establecer contacto con la lejana Yvonne? Pero no puede dejar de defenderse.

—¿Sabes entonces lo que soy yo?

—Eres un hombre en busca de sí mismo —le dice ella—. Ésa es la razón por la que te presentaste voluntario para llegar hasta aquí.

—¿Y por qué te presentaste tú voluntaria, Noelle? —pregunta, sin poderlo evitar.

Ella deja que los párpados se cierren lentamente sobre sus ojos invidentes, y no ofrece ninguna respuesta. Y él trata de salvar las cosas un poco diciendo, algo más tranquilamente, en medio del tenso silencio de ella:

—No te enojes. No era mi intención molestarte. ¿Transmitimos el informe?

—Espera.

—Muy bien.

Noelle parecía estar concentrándose. Al cabo de un momento dijo, con un tono menos cortante:

—¿Cómo crees que nos ven a nosotros, allá en casa? ¿Como seres humanos ordinarios que hacen un trabajo insólito, o como criaturas sobrehumanas comprometidas en un viaje épico?

—En estos momentos, como criaturas sobrehumanas en un viaje épico.

—Y más tarde, ¿seremos más ordinarios ante sus ojos?

—Más tarde, nos convertiremos en nada para ellos. Nos olvidarán.

—¡Qué triste! —el tono de Noelle muestra una graciosa nota de ironía; puede que se esté riendo de él—. ¿Y tú, capitán del año? ¿Te imaginas a ti mismo como un ser ordinario o sobrehumano?

—Algo intermedio. Algo bastante más que ordinario, pero sin llegar a un semidiós.

—Yo me considero a mí misma como una persona bastante ordinaria, exceptuando dos aspectos —dice, con dulzura.

—Uno de ellos es tu comunicación telepática con tu hermana, y el otro… —duda, sintiéndose misteriosamente incómodo al tener que nombrarlo—. El otro es tu ceguera.

—Desde luego —confirma ella, sonriente, radiante—. ¿Transmitimos el informe ahora?

—¿Has establecido contacto con Yvonne?

—Sí. Está esperando.

—Muy bien, entonces —mirando sus notas empieza a leer lentamente—: Dia de navegación 117. Velocidad… Situación aparente…

 

Ella se echa a dormir un rato después de cada transmisión. Eso la agota; estaba empezando a desvanecerse incluso antes de que él llegara al final del mensaje de hoy. Ahora, al salir al pasillo, sabe que se habrá quedado dormida antes de que cierre la puerta. Se marcha con el ceño fruncido, preocupado por la extraña tensión surgida entre ellos, así como por su misterioso ataque de «realismo».

¿Con qué derecho dice él que la Tierra se irá aburriendo de los viajeros? Durante todos los años de preparación de este primer viaje interestelar no descendió nunca el interés del público; de hecho, ese mismo interés estimuló a los propios viajeros cuando sus interminables rutinas de entrenamiento, en ocasiones, amenazaban con aburrirles a ellos. Los mensajes de la Tierra, transmitidos por Yvonne a Noelle, vibraban de ansiosas preguntas; la curiosidad demostrada por el mundo hogar ha sido abrumadora desde el principio: ¡Cuéntanos! ¡Cuéntanos! ¡Cuéntanos!

Pero, en realidad, hay tan pocas cosas que contar… a excepción de esa zona tan trascendental, en la que sí que hay mucho. ¿Y cómo se podría contar algo de eso?

¿Cómo puede esto…?

Se detiene ante el ventanal visor del pasillo de tránsito central. Es rectangular, de doce metros de longitud, y permite un acceso directo al ambiente externo. La vaciedad gris perla del no-espacio, denso y omnipresente, se aprieta con fuerza contra la piel de la nave. Durante el período de entrenamiento, se había advertido a los miembros de la expedición que no contaran con vistas exteriores mientras cruzaban la galaxia; se verían lanzados a través de un vacío de longitud infinita, un tubo libre de toda materia, y no habría ninguna vista con la que entretenerse: ni remotas nebulosas de fondo, ni parpadeantes estrellas, ni raudos meteoros, ni siquiera un par de átomos en colisión produciendo el más mínimo chispazo momentáneo; sólo una uniformidad eterna, como una pared negra. Se les habían enseñado métodos para enfrentarse con esto: volverse hacia adentro, no esperar encanto alguno del universo situado más allá de la propia nave, convertir la nave en su universo. Y, sin embargo, ¡qué equivocadas habían sido aquellas advertencias!

El no-espacio no era una pared, sino más bien una ventana. Para quienes permanecían en la Tierra resultaba imposible comprender las revelaciones existentes en aquella aparente vaciedad. El capitán, con la cabeza palpitándole a causa de su encuentro con Noelle, se siente ahora en su más profundo placer. Un vistazo por el ventanal visor revela el lugar donde lo inmanente se convierte en trascendente: ve una vez más las infinitas ondas de energía reverberante que cruzan lo grisáceo. Lo que hay más allá de la nave no es ni una pared negra, ni un tubo vacío: es una asombrosa profusión de campos energéticos interrelacionados que lo unen todo con todo; es música que también es luz, es luz que también es música, y los que se encuentran a bordo de la nave son partículas sensibles completamente inmersas en esa vasta reverberación que lo abarca todo, en esa canción radiante de satisfacción que es el universo. Los viajeros se desplazan alegremente hacia el centro de todas las cosas, entregándose con alegría al cuidado de las fuerzas cósmicas que sobrepasan con mucho el control y la comprensión humanas.

Aprieta las manos contra el frío cristal, acerca la cara a él. ¿Qué veo, qué siento, qué estoy experimentando? En cada ocasión, es una revelación instantánea. Es casi, casi… la búsqueda de la unidad. Las barreras permanecen, y a pesar de todo es consciente de un sentido alterado del espacio y del tiempo, de un conocimiento de ese algo impresionante que se oculta en los vacíos, entre los rayos del cosmos, algo majestuoso y poderoso; pero sabe que ese algo forma parte de sí mismo, y que él es parte de ello. Cuando permanece ante el ventanal visor, ansía abrir la gran escotilla de la nave y lanzarse hacia lo eterno. Pero todavía no, todavía no. Sigue habiendo barreras. El viaje no ha hecho más que empezar. Cada día que pasa se acercan más hacia aquello que buscan, pero el viaje no ha hecho más que empezar.

¿Cómo podríamos transmitir algo de esto a quienes han quedado atrás? ¿Cómo les podríamos hacer comprender? No con palabras. Nunca podría ser con palabras. Que vengan ellos aquí y lo vean por sí mismos…

Sonríe. Tiembla, y nota un ligero estremecimiento de delicia. Se aparta del ventanal visor, agotado, extático.

 

Noelle tiene sueños inquietos. Se encuentra a bordo de un velero, una arcaica nave de tres mástiles que se debate en un mar de hielo. Los aparejos centellean con violentos carámbanos, que de vez en cuando libera el cruel ventarrón, estrellándolos contra el puente con tintineo de cristal. El puente tiene una dura, resbaladiza y brillante capa de hielo, y cualquier paso es traicionero. Grandes icebergs erosionados empujan furiosamente en el agua gris, elevándose, golpeando las olas con fuerza, hundiéndose. Si uno de esos icebergs chocara contra el casco, la nave se hundirá. Hasta el momento han tenido suerte al respecto, pero ahora se cierne sobre ellos una amenaza más sutil: el mar se está helando. Se congela, se coagula, se convierte en un fluido viscoso, agitándose perezosamente. Anchas placas brillantes se mueven sobre las olas; flotan nuevos trozos de hielo, chocando, rechinando, agitándose; los témpanos parecen haberse declarado la guerra, destruyéndose los bordes unos a otros; pero algunos parecen haber establecido tratados, uniéndose para formar un solo escudo implacable.

Cuando el mar se hiele por completo, la nave será triturada. Y ahora se está helando; el barco apenas puede avanzar. Las velas se hinchan inútilmente, tensando sus lonas. El viento hace sonar su música; las cuerdas y las telas se expanden y cantan. El casco cruje como un anciano; el apretón del hielo es fuerte. El maderamen está cediendo. El fin está cerca. Todos perecerán. Todos ellos perecerán. Noelle sale de su cabina, sube arriba, observa la barandilla, las sacudidas, reza y se pregunta cuándo atravesará el puño del viento las rígidas lonas heladas de las velas. Nada puede salvarles.

Pero… ¡ahora! ¡Sí, sí! ¡Un resplandor por encima de su cabeza! Es Yvonne… ¡Yvonne! Ella acude. Permanece suspendida como una diosa en el cielo negro moteado de estrellas; una suave luz dorada irradia de ella. Está sonriendo, y su sonrisa derrite el hielo del mar. El hielo cede. El aire se suaviza. La nave se libera. Y sigue navegando, sin impedimento alguno, hacia los perfumados trópicos.

 

A últimas horas de la tarde, Noelle penetra silenciosa como un fantasma en la sala de control, donde está trabajando el capitán. Parece tan agotada que casi es translúcida; tiene un aspecto insólitamente vulnerable, como si hasta un sonido fuerte pudiera conmocionarla. Trae consigo la respuesta de la Tierra al capitán, a su mensaje de esta mañana. El capitán coge el pequeño y claro cubo de información en que ella ha registrado su última conversación con su hermana. A medida que Yvonne habla en su mente, Noelle repite el mensaje en alta voz, grabándolo en un disco sensor que es captado a continuación en el cubo.

Él se pregunta por qué parece tan agotada.

—¿Algo anda mal?

Ella le dice que ha tenido algunas dificultades para recibir el mensaje; la señal de la Tierra le ha llegado extrañamente borrosa. Y se siente perturbada por eso.

—Era algo así como estática —dice.

—¿Estática mental?

Se siente aturdida. El tono de Yvonne siempre ha sido puro, cristalino, sin la menor perturbación. Noelle nunca ha pasado antes por una experiencia como ésta.

—Quizá te sentías cansada —sugiere él—. O quizá lo estaba ella.

Introduce el cubo en la ranura, y la voz de Noelle surge por los altavoces. El sonido de su voz es poco familiar, forzado e incómodo; con frecuencia balbucea las palabras y a menudo pide a Yvonne que repita. En cuanto al mensaje ―lo que puede comprender de él―, es el cariñoso material de siempre: noticias preseleccionadas del mundo hogar. Política, deportes, el tiempo planetario, comentarios sobre las artes y las ciencias, saludos especiales para tres o cuatro miembros de la expedición, expresiones de buenos deseos generales… Todo es claro, superficial, amable.

La estática le molesta. ¿Qué sucedería si fallara alguna vez la comunicación telepática? ¿Qué ocurriría si, de pronto, perdieran el contacto con la Tierra? Se pregunta a sí mismo por qué debería preocuparle tanto eso. La nave es autosuficiente; no necesita guía alguna de la Tierra para funcionar adecuadamente, ni los viajeros necesitan tampoco disponer de información diaria sobre lo que acontece en el planeta madre. Entonces, ¿por qué precuparse si se produce el silencio? ¿Por qué no aceptar el hecho de que ya no están unidos a la Tierra de ningún modo, de que se han convertido virtualmente en una nueva especie mientras viajan hacia las estrellas, a una velocidad superior a la de la luz?

No. Se preocupa. La unión importa. Llega a la conclusión de que tiene algo que ver con lo que están experimentando en relación con el intenso gris del exterior, con ese intercambio de energías, con esa creciente sensación de conexión universal. Están haciendo descubrimientos a cada día que transcurre. No son astronómicos, sino… bueno, espirituales… y el capitán piensa que sería una verdadera lástima que nada de esto pudiera ser comunicado a los que han quedado detrás. Tenemos que mantener abierto el contacto.

—Quizá deberíamos permitir que tú e Yvonne descansarais unos días —dice.

 

Me miran como si fuera una especie de monja, porque soy ciega y especial. Odio eso, pero no puedo hacer nada para cambiarlo. Soy lo que ellos creen que soy. Permanezco despierta, imaginando que los hombres tocan mi cuerpo, que el capitán se tiende sobre mí. Veo su rostro con claridad, con la piel enrojecida y sudorosa, con los ojos brillantes. Me acaricia los senos. Aprieta sus labios contra los míos. De repente, terriblemente, me abraza y yo grito. ¿Por qué grito?

 

—Me has prometido enseñarme a jugar —dice ella, poniendo mala cara.

Están en la sala de la nave. Se desarrollan cuatro juegos: Elliot y Sylvia, Roy y Paco, David y Heinz, Mike y Bruce. Aquella ligera mala cara le fascina: un gesto tan de niña pequeña, tan encantador, tan humano. Parece encontrarse hoy mucho mejor, aún cuando hubo problemas de nuevo con la transmisión, con Yvonne quejándose de que el informe de la mañana le habia llegado confusa y ruidosamente. Noelle ha llegado a la conclusión de que el ruido se debe a alguna especie de fenómeno local, algo así como un efecto de manchas solares, y que se desvanecerá en cuanto se hayan alejado lo suficiente de este sector del no-espacio. Él no se siente tan seguro al respecto, pero probablemente ella comprende esas cosas mucho mejor.

—Enséñame, capitán —insiste—. De veras que quiero aprender a jugar. Ten fe en mí.

—Está bien —admite él; después de todo, quizás el juego sea relajante para Noelle, como una distracción pasajera—. Éste es el tablero. Tiene diecinueve lineas horizontales y diecinueve líneas verticales. Las piedras se juegan en las intersecciones de estas líneas, no en los cuadrados que forman.

Le toma la mano y, con la punta de los dedos de Noelle, va trazando el modelo de las líneas que se cruzan. Han sido impresas con una tinta espesa, fácilmente discernibles de la plana uniformidad del tablero.

—A estos nueve puntos se les llama salidas —le dice—. Sirven como puntos de orientación —y hace que las puntas de los dedos de ella toquen las nueve estrellas—. Numeramos las líneas en esta dirección, del uno al diecinueve, y a las otras líneas, en esta otra dirección, les damos letras, de la A a la T, dejando fuera la I. De este modo podemos identificar las posiciones en el tablero. Ésta es la B10, ésta la D18, ésta la J4, ¿me sigues?

El capitán siente desesperación. ¿Cómo podrá ella memorizar todo el tablero? Pero ella no parece tener el menor problema mientras recorre con su mano a lo largo de los bordes del tablero, murmurando:

—A, B, C, D…

El curso de los otros juegos se ha detenido. Todos los presentes en la sala les están observando. El guía su mano hacia las dos filas de piedras, la blanca y la negra, y le muestra la forma tradicional de coger una piedra entre dos dedos y dejarla caer contra el tablero.

—Los jugadores más fuertes utilizan las piedras blancas —le dice—. Las negras siempre mueven primero. Los jugadores juegan alternativamente la colocación de las piedras, una en cada ocasión, situándola en una intersección no ocupada. Una vez que se ha colocado una piedra ya no se puede mover, a menos que sea capturada, en cuyo caso es apartada inmediatamente del tablero.

—¿Y cuál es el propósito del juego? —pregunta ella.

—Controlar la zona más amplia posible con el menor número posible de piedras. Se construyen muros. La media se obtiene contando el número de intersecciones vacías situadas dentro de los muros propios, más el número de prisioneros que has cogido.

Metódicamente, le va explicando la técnica del juego: la colocación de las piedras, la valoración del tamaño del territorio ocupado, el apresamiento de las piedras del adversario. Lo ilustra imaginando situaciones ficticias sobre el tablero, nombrando en voz alta la situación de cada piedra a medida que las coloca:

—Negras tienen P12, Q12, R12, S12, T12 y también P11, P10, P9, Q8, R8, S8, T8. Las blancas tienen…

De algún modo, ella va visualizando las posiciones; repite el modelo que forman las piedras sobre el tablero, y hace preguntas que demuestran que ve el tablero con toda claridad en su mente. Al cabo de veinte minutos ya ha comprendido las estratagemas básicas. En varias ocasiones, al describirle maniobras, él le ha dado una coordenada errónea —después de todo, el tablero no está marcado con números y letras, y de vez en cuando se equivoca—, pero en cada ocasión ella le corrige con suavidad, diciendo: «¿N13? ¿No querrás decir N12?»

—Creo —dice ella finalmente— que ahora ya lo puedo seguir todo. ¿Te gustaría jugar una partida?

 

Considera tu situación cuidadosamente. Tienes veinte años, eres mujer y ciega. No te has casado nunca, ni has formado nunca una pareja básica. Tu único contacto realmente humano lo has mantenido con tu hermana gemela, que es como tú: soltera y ciega. Su mente está totalmente abierta a la tuya. La tuya es de ella. Tú y ella sois dos mitades de una misma alma, inexplicablemente personificada en cuerpos separados. Con ella ―y sólo con ella― te sientes completa. Te han pedido que formes parte de un viaje hacia las estrellas sin ella, un viaje que estás segura te apartará de ella para siempre. Te han dicho que si abandonas la Tierra a bordo de esa nave espacial, no hay posibilidades de que vuelvas a ver de nuevo a tu hermana. También te han dicho que tu presencia es importante para el éxito del viaje, porque sin tu ayuda se necesitarían décadas, e incluso siglos, para que las noticias de la nave espacial llegaran a la Tierra, mientras que si tú estás a bordo sería posible mantener una comunicación instantánea a través de cualquier distancia. ¿Qué debes hacer? Piénsalo. Considéralo.

Y lo consideras. Y te presentas voluntaria para ir, desde luego. Se te necesita; ¿cómo podrías negarte? En cuanto a tu hermana, evidentemente perderás toda oportunidad de tocarla, de estrecharla entre tus brazos, de obtener un consuelo directo de su presencia. Pero, por lo demás, no pierdes nada. ¿No volver a «verla» nunca más? No. Tú puedes «verla», incluso desde una distancia de un millón de años luz, del mismo modo que la puedes ver desde la habitación contigua. De eso no puede haber la menor duda.

 

La transmisión de la mañana. Noelle, sentada de espaldas al capitán, escucha lo que él lee y lo transmite a través de un abismo de más de dieciséis años luz.

—Espera —dice ella—. Yvonne me pide que repita. Desde «metabólico».

El capitán se detiene. Retrocede y lee de nuevo:

—Los equilibrios metabólicos permanecen normales, aunque, como ya se ha informado antes, algunos de los miembros de mayor edad de la expedición han empezado a mostrar deficiencias de manganeso y potasio. Estamos dando los pasos correctores necesarios, y…

Noelle le detiene con un gesto brusco. Él espera, mientras ella se inclina hacia adelante, con la frente contra la mesa y las manos fuertemente apretadas contra las sienes.

—Otra vez la estática —dice Noelle—. Y hoy es peor.

—¿Estás consiguiendo pasar?

—Si, estoy consiguiendo pasar; pero tengo que empujar, empujar, empujar. Y aún así, Yvonne me pide que repita. No sé lo que está sucediendo, capitán.

—La distancia…

—No.

—Mejor que dieciséis años luz…

—¡No! —vuelve a negar ella—. Ya hemos demostrado que los efectos de la distancia no son un factor. Si no se produce el menor debilitamiento de la señal después de un millón de kilómetros, de un año luz, de diez años luz, si con esas distancias no se ha notado ningún descenso perceptible en la claridad y exactitud…, entonces no debería producirse una repentina disminución de calidad a los dieciséis años luz. ¿Acaso no crees que ya hemos pensado en esto?

—Noelle…

—La atenuación de la señal es una cosa, y la interferencia otra. Una curva de atenuación es un declive gradual, pero Yvonne y yo hemos mantenido un contacto perfecto desde el día en que abandonamos la Tierra, hasta hace sólo unos pocos días. Y ahora… No, capitán, ¡no puede ser atenuación! Tiene que tratarse de alguna clase de interferencia. Algún efecto local.

—Sí, como las manchas solares, lo sé. Pero…

—Empecemos de nuevo. Yvonne está pidiendo la señal. Continúa a partir de manganeso y potasio.

—…manganeso y potasio. Estamos dando los pasos correctores necesarios y…

 

El jugar al Go parece aliviar la tensión de Noelle. Hacía años que él no jugaba, y al principio se muestra un poco tosco; pero al cabo de pocos minutos recupera las antiguas asociaciones y se encuentra disponiendo cadenas de piedras con habilidad. Aunque espera que el juego de Noelle sea pobre, por lógicas dificultades al recordar los modelos del tablero después de los primeros movimientos, ella demuestra no tener la menor dificultad en mantener todo el despliegue de piezas en su mente. Sólo en un aspecto se ha sobreestimado: a pesar de toda la precisión de su coordinación, es incapaz de colocar las piedras con exactitud, tendiendo a perturbar las piedras ya situadas sobre el tablero cuando hace sus movimientos. Al cabo de un rato Noelle admite su fracaso en este sentido, y a partir de entonces pronuncia en voz alta las jugadas que desea hacer: MI7, Q6, P6, R4, C11; él le coloca las piedras en el lugar correspondiente.

Al principio el capitán juega sin la menor agresividad, suponiendo que, como novata que es, ella jugará un poco tanteando y con debilidad; pero no tarda en darse cuenta de que Noelle está extendiendo y protegiendo hábilmente su territorio, al mismo tiempo que lanza un ataque en profundidad contra el suyo. Entonces empieza a buscar estrategias más atrevidas. Juegan durante dos horas, y él termina por ganar con una diferencia de dieciséis puntos: un margen bastante cómodo, pero nada de lo que poder fanfarronear, considerando que fue un jugador experto y adicto y que ella es la primera vez que juega.

 

Los otros se muestran escépticos en cuanto a la habilidad instantánea de Noelle.

—Claro que juega bien —murmura Heinz—. Está leyendo tu mente, ¿no? Puede ver el tablero a través de tus ojos y sabe lo que estás planeando.

—La única mente que le está abierta es la de su hermana —replica el capitán con vehemencia.

—¿Cómo puedes estar seguro de que dice la verdad?

—Juega tú mismo con ella —dice el capitán, frunciendo el ceño—. Ya verás si se trata de habilidad o de lectura de mente.

Heinz, con aspecto malhumorado, asiente. Esa misma noche desafia a Noelle; más tarde, acude a ver al capitán, avergonzado.

—Juega muy bien. Casi me derrota, y lo hizo honradamente.

El capitán juega una segunda partida con ella. Noelle permanece sentada, casi inmóvil, con los ojos cerrados, los labios apretados, pronunciando las coordenadas de sus movimientos con un tono monótono y tranquilo, como si se tratara de una especie de mecanismo jugador. Raras veces tarda mucho tiempo en decidir sus movimientos, y no comete equivocaciones que tenga que corregir después. Su capacidad para imaginar modelos de juego ha aumentado de modo asombroso; en esta ocasión, casi le arroja del centro del tablero, pero él recupera la iniciativa y se las arregla para lograr una estrecha victoria. Más tarde, Noelle vuelve a perder con Heinz, aunque despliega una creciente capacidad, y por la noche ya consigue derrotar a Chiang, que es un jugador respetado.

Finalmente, se convierte en la jugadora invencible. Participa en dos o tres partidas al día y vence sobre Heinz, Sylvia, el capitán y León; el Go se ha convertido en algo inmenso para ella, en algo mucho más importante que un simple juego, que una simple prueba de fortaleza; enfoca su energía en el tablero con tal intensidad, que su juego se aproxima al nivel de una disciplina religiosa, de una especie de meditación. Al cuarto dia derrota a Roy, el campeón de la nave, y lo hace con tal holgura que todos quedan asombrados. Roy apenas si puede hablar de otra cosa. Exige la celebración de una nueva partida… y vuelve a ser derrotado.

 

Cuando la nave se elevó de la Tierra, Noelle se preguntó si realmente podría mantener el contacto con Yvonne a través de la vasta extensión del espacio interestelar. No disponía más que de la fe para apoyar su creencia en que el poder que unía sus mentes no quedaría en modo alguno afectado por la distancia. A menudo se habían hablado la una a la otra desde puntos opuestos del planeta, pero… ¿sería así de sencillo cuando estuvieran a media galaxia de distancia? Durante las primeras horas del viaje mantuvieron un contacto casi continuo, y la señal permaneció clara y nítida, sin ningún descenso perceptible en la recepción a medida que la nave se alejaba. Salieron de la órbita lunar, atravesaron la marca del millón de kilómetros, pasaron la órbita de Marte: claro y nítido, claro y nítido. Habían pasado, pues, la primera prueba: la claridad de la señal no era una función cuantitativa de la distancia.

Pero Noelle siguió mostrándose insegura sobre lo que podría ocurrir una vez que la nave abandonara el poder impulsor convencional y se lanzara hacia el no-espacio para alcanzar una velocidad superior a la de la luz. Entonces se encontraría en el espacio, alejada de Yvonne; de hecho, estaría en otro universo… ¿Seguiría siendo capaz de alcanzar la mente de su hermana? La tensión aumentó en su interior a medida que se aproximaba el momento de la maniobra, pues no tenía la menor idea de cómo podría ser la vida para ella en ausencia de Yvonne. Enfrentarse con ese terrible silencio, encontrarse inmersa en un aislamiento tan terrible…

Pero no sucedió nada de eso. Penetraron en el no-espacio, y su conciencia de Yvonne ni siquiera parpadeó. «Aquí estamos, estemos donde estemos», dijo ella, y momentos depués le llegaba la respuesta de Yvonne, un cariñoso saludo desde el viejo continuum. Claro y nítido. Claro y nítido. La señal tampoco se atenuó durante las semanas que siguieron. Clara y nítida, clara y nítida… hasta que empezó a notarse la perturbación estática.

 

El capitán visualiza el contacto entre las dos hermanas como una flecha que silba de una estrella a otra, como fuego avanzando a toda velocidad a través de un tubo brillante, como un río de pura fuerza que sigue el curso de una onda-guía celestial. Ve la unión de esas dos mentes como una corriente de luz pura, que pone en contacto el lejano mundo madre con la nave en movimiento. A veces sueña con Yvonne y Noelle, y el brillante lazo que se extiende entre las hermanas emite una radiación tan brillante que se agita, gime y aprieta la frente contra la almohada.

 

La interferencia empeora; ni Noelle ni Yvonne pueden explicarse lo que está sucediendo. Noelle se aferra sin demasiada convicción a su analogía de la mancha solar. Aún consiguen establecer contacto dos veces al día, pero eso representa un creciente esfuerzo para los recursos de las dos hermanas, puesto que cada frase debe repetirse dos o tres veces y ahora hay bloques enteros de palabras que no consiguen pasar. Noelle tiene un aspecto delgado y agotado. El Go la reconforta, o al menos la distrae de este descenso de sus poderes. Se ha convertido en una verdadera maestra del juego, concediendo a Roy incluso una ventaja de dos piedras; aunque pierde ocasionalmente, su juego siempre se distingue, siempre resulta extraordinariamente original en su concepción y alcance. Cuando no juega, muestra tendencia a sentirse remota y reservada. Se ha convertido, en todos los aspectos, en una persona más esquiva de lo que lo era antes de la iniciación de esta crisis de comunicación.

 

Noelle sueña que le ha desaparecido la ceguera. De repente, se ve rodeada por la luz, y abre los ojos, se sienta, mira a su alrededor, con respeto y admiración, diciéndose a sí misma: esto es una mesa, esto es una silla, éste es el aspecto que tienen mis estatuillas, éste es el aspecto de mi galopín marino. Se siente extrañada por la belleza de todo lo que contempla en su habitación. Se levanta, avanza, tambaleándose al principio, agarrándose, ganando después, mágicamente, posición y equilibrio, aprendiendo a caminar de esta nueva forma, juzgando las posiciones de las cosas no por los ecos y por las corrientes de aire, sino por la utilización de sus propios ojos… La información la inunda. Se mueve alrededor de toda la nave, descubriendo cómo son los rostros de sus compañeros de viaje. Tú eres Roy, tú eres Sylvia, tú eres Heinz, tú eres el capitán. Sorprendentemente, todos ellos se parecen mucho a la imagen que se había hecho de ellos: Roy, carnoso y de cara enrojecida; Sylvia, frágil; el capitán, flaco y de mirada penetrante; Heinz así, Elliot asá, todos adaptándose a lo que ella esperaba. Todos hermosos.

Se dirige hacia el ventanal visor del que hablan todos y mira hacia el famoso gris. Si, sí, es tal y como ellos dicen: un cosmos de maravillas, un milagro de complejos tonos pulsantes, nivel tras nivel de reverberación incandescente ondulando hacia el borde del universo sin fronteras. Permanece durante una hora ante esa densa explosión de energías ondulantes, entregándose a ella y absorbiéndola en sí misma, y entonces, y entonces… en el instante en que llega sobre ella el último momento de iluminación, se da cuenta de que algo está mal. Yvonne no está con ella. Extiende su mente y no encuentra a Yvonne al otro lado. De algún modo, ha cambiado su poder por el don de la vista. ¿Yvonne? ¿Yvonne? Todo permanece en silencio. ¿Dónde está Yvonne? Yvonne no está con ella. Esto es sólo un sueño, se dice Noelle a sí misma, y no tardaré en despertarme. Pero no puede despertarse. Llena de terror, grita.

—Todo está bien —le susurra Yvonne—. Estoy aquí, amor. Estoy aquí, estoy aquí, como siempre.

Sí. Noelle siente el estrecho contacto. Temblando, abraza a su hermana. La mira. ¡Puedo ver, Yvonne! ¡Puedo ver! Noelle se da cuenta de que, en su primer rapto de alegría, se ha olvidado por completo de mirarse a sí misma, aunque fue precipitadamente de un lado a otro, mirándolo todo. Los espejos nunca han formado parte de su mundo. Mira a Yvonne, que es como mirarse a sí misma, e Yvonne le parece hermosa, con su pelo negro, sedoso y lustroso, su rostro suave y pálido, sus rasgos de finas características, sus ojos… sus ojos ciegos, vivos y chispeantes. Noelle le dice a Yvonne lo hermosa que es, e Yvonne asiente y las dos se echan a reír y se abrazan y empiezan a llorar de alegría y de amor, y Noelle se despierta, y el mundo es negro a su alrededor.

 

—Tengo el nuevo comunicado para enviar —dice débilmente el capitán—. ¿Te sientes con fuerzas para intentarlo de nuevo?

—Desde luego —y le dirige una sonrisa valiente—. Ni siquiera aludas a la posibilidad de abandonar, capitán. Tiene que haber, absolutamente, algún modo de evitar esta interferencia.

—Absolutamente —refuerza él, mientras revuelve incansable sus papeles—. Muy bien, Noelle. Empecemos. Día de navegación 128. Velocidad…

—Dame un momento más para prepararme —pide Noelle.

Él se detiene, y ella cierra los ojos y comienza a penetrar en estado de transmisión. Está consciente, como siempre, de la presencia de Yvonne. Aun cuando no fluya ninguna información específica entre ellas, siempre existe un contacto permanente a bajo nivel, y una sensación de que la otra está cerca, y esa propia conciencia cálida, propia, receptiva, como la que tiene una persona de su propio brazo, pierna o labio. Pero entre ese contacto subliminal impalpable y la verdadera transmisión de contenido específico hay varios pasos clave que dar. Yvonne y Noelle son resonadores biopsíquicos humanos que constituyen una red de comunicación de amplio alcance; existe un procedimiento de llamada para ellas, como lo hay para cualquier persona que transmite y recibe. Noelle se abre al radiante espectro de energía, vibrador, pulsante, que llevará su mensaje a su hermana, atada a la Tierra. Como circuito transmisor en este intercambio, ella tiene que ser la que mantenga un máximo de flujo energético. Rápida, intuitivamente, Noelle activa sus propios centros de energía, el de la espina dorsal, el del plexo solar, el situado en la parte superior del cráneo; la energía surge de ella y se expande instantáneamente por la galaxia. Pero hoy hay un extraño y problemático efecto de rechazo; al controlar el circuito, se da cuenta inmediatamente de que la señal no ha podido llegar hasta Yvonne. Yvonne está ahí, Yvonne está sintonizada y expectante, pero algo está obstruyendo el canal y nada pasa a través de él, ni una sola sílaba.

—La interferencia es peor que nunca —le dice al capitán—. Tengo la sensación de que podría extender la mano y tocar a Yvonne. Pero ella no me está leyendo y yo no recibo tampoco nada de ella.

Con un pequeño estremecimiento de los hombros, Noelle cambia la frecuencia de emisión. Nota un ajuste correspondiente por parte de Yvonne, al otro extremo de la conexión, pero una vez más se ven perturbadas, una vez más se encuentran con un bloqueo total. Su señal está siendo enviada y absorbida por… ¿qué? ¿Cómo puede ocurrir algo así?

Ahora hace un esfuerzo decidido para forzar la salida del sistema. Se dirige al centro neurálgico de su propia espina dorsal, excitando sus propias energías, utilizándolas para impulsar el siguiente centro para que alcance un tono vibracional más intenso, y empleándolo para empujar al centro más elevado de todos hacia su mayor capacidad armónica. Su conciencia recorre arriba y abajo las bandas de energía. Nada. Nada. Se estremece; se encoge; ha quedado físicamente agotada por el esfuerzo.

—No puedo pasar —murmura—. Ella está ahí, la puedo sentir ahí, sé que está trabajando para alcanzarme. Pero no puedo transmitir ningún mensaje coherente e inteligible.

 

A casi diecisiete años luz de la Tierra, y ha quedado bloqueado el único canal de comunicación. El capitán se siente abrumado por helados terrores. La nave, autosuficiente y autónoma, se ha convertido en un simple mosquito en medio de un huracán. Los viajeros se adentran ciegamente hacia las profundidades de un universo desconocido, solos, solos, solos. Presumió de no necesitar ninguna conexión con la Tierra, pero ahora que se ha roto la conexión, se estremece y se siente acobardado. Todo parece haber adquirido una nueva perspectiva. No hay reglas. Los seres humanos no han estado nunca tan lejos de su hogar. Se aprieta contra el ventanal visor y contra el famoso color gris que hay al otro lado, girando y arremolinándose, como si se mofara de él con su inmensidad. Salta hacia mí, dice, salta, salta, déjate suelto en mí, húndete en mí.

Detrás de él, escucha el sonido de unos pasos suaves. Es Noelle. Le toca sus hombros tensos y hundidos.

—Todo está bien —le susurra ella—. Estás experimentando una reacción excesiva. No lo hagas todo tan trágico.

Pero lo es. Es su propia tragedia más que la de nadie; de Noelle y de Yvonne. Pero también la de él, la de ellos, la de todos. Separados. Perdidos en un silencio neblinoso.

Abajo, en la sala, la gente está cantando. Son voces bulliciosas: Elliot, Chiang, León.

 

Viajando, iba un hombre espacial

que saltó al tubo del no-espacio…

 

El capitán se vuelve, mira a Noelle, la aprieta contra sí. Nota su temblor. La consuela, cuando hace apenas un momento ella le estaba consolando a él.

—Sí, sí… —le murmura.

Con el brazo en los hombros de ella, se vuelve, de modo que los dos quedan frente al ventanal visor. Como si ella pudiera ver. El no-espacio baila y se retuerce a un par de centímetros de su nariz. Siente como un viento cálido soplando a través de la nave: el khamsin, el siroco, el simún, el leveche; un viento bochornoso, un viento mortal surge del extraño gris…, y se obliga a sí mismo a no temer a ese viento. Es un viento de vida, se dice a sí mismo; un viento de alegría, un viento frío y dulce, el mistral, la tramontana. ¿Por qué iba a pensar que habría algo que temer en el reino situado más allá de la plancha del visor? ¡Qué hermoso es lo que hay ahí fuera, qué estáticamente hermoso! ¡Qué triste que no se lo podamos contar a nadie, excepto a nosotros mismos!

Inesperadamente, una extraña paz desciende sobre él. Todo va a estar bien, insiste para sí mismo. De lo que ha sucedido no se derivará daño alguno. Y quizá pueda derivarse algún bien. El beneficio se esconde en los lugares más oscuros.

 

Ella juega obsesivamente al Go, derrotándolos a todos. Parece como si viviera en la sala durante veinte horas al día. A veces se enfrenta al mismo tiempo a dos contrincantes —un hecho increíble, considerando que debe retener en su memoria los intrincados y constantes cambios que se producen en ambos tableros—, y derrota a los dos: dos días después de haber perdido el contacto a nivel verbal con Yvonne, triunfa simultáneamente sobre Roy y Heinz ante un grupo de treinta compañeros que contemplan las partidas. Parece sentirse animada y alegre; tiene mucho cuidado en mantener oculta la pena que debe sentir por la pérdida del contacto. Los otros sospechan que la expresa sólo a través de su maníaco jugar al Go.

El capitán es uno de sus más frecuentes adversarios, ocupando su turno ante el tablero durante el tiempo que debería haber dedicado a componer y dictar los comunicados para la Tierra. Había pensado que hacía años que el Go se había terminado para él, pero también está jugando obsesivamente ahora, construyendo muros y esas fortalezas inasaltables conocidas como ojos. Se siente una cierta confianza escuchando el sonido familiar de las piedras negras y blancas chocando contra el tablero. Noelle le gana todas las partidas; cubre el tablero de ojos.

 

¿Quién puede explicar la interferencia? Nadie cree que el problema sea función de algo tan evidente como la distancia. Noelle se ha mostrado muy convencida al respecto: una señal que se propaga perfectamente durante los primeros dieciséis años luz de un viaje no debería deteriorarse tan repentinamente. Se tendrían que haber producido al menos signos previos de deterioro, y no hubo ninguna atenuación; sólo ruidos que interferían y que, finalmente, destruyeron la señal. Alguna fuerza está interviniendo entre las dos hermanas, pero ¿qué puede ser? Al final hubo que rechazar la idea de que se trate de algún efecto físico análogo a la estática producida por las manchas solares, el producto de la radiación emitida por alguna estrella gigantesca. No hay energía de superficie de contacto entre el espacio real y el no-espacio, no existe oportunidad de que se produzca intrusión electromagnética de ninguna clase. Eso ya había sido ampliamente demostrado mucho antes de que se emprendiera cualquier viaje tripulado. El tubo de no-espacio es una pared impermeable; nada que tenga masa o carga puede saltar la barrera existente entre el universo de los fenómenos aceptados y el capullo de la nada que ha tejido el mecanismo de impulsión de la nave alrededor de ellos. Ni siquiera un fotón puede atravesarlo, ni siquiera un neutrino deslizante.

Los viajeros se sienten excitados por numerosas especulaciones. La única fuerza que puede atravesar la barrera, señala Roy, es el pensamiento: intangible, inconmensurable, ilimitado. ¿Qué pasaría si el sector de espacio real correspondiente a esta región del no-espacio estuviera habitado por seres de poderosa capacidad telepática, cuyas transmisiones, fluyendo hacia el exterior a través de una esfera con un radio de muchos años luz, fueran capaces de cruzar la barrera con la misma facilidad que las transmisiones de Yvonne? Roy supone que las extrañas emanaciones mentales estarían sofocando la señal procedente de la Tierra.

Heinz amplía esta teoría hacia una posibilidad diferente: que la interferencia sea causada por alienígenas del no-espacio. Existe una aparente paradoja en esto, puesto que se ha demostrado matemáticamente que el tubo de no-espacio tiene que estar completamente libre de materia, a excepción de la nave que viaja a través de él; de otro modo, un cuerpo que se moviera a velocidades superiores a las de la luz generaría resonancias destructoras a medida que su masa excediera la infinitud. Pero quizá las ecuaciones hayan sido comprendidas de un modo imperfecto. Heinz imagina gigantescos seres incorpóreos, tan grandes como asteroides, tan grandes como planetas, como masas de energía pura e incluso de fuerza mental pura que se desplazan libremente a través del tubo. Estos seres pueden ser la fuente de las transmisiones biopsíquicas que perturban el circuito Yvonne-Noelle, o quizás estén alimentándose de la energía mental de las hermanas, postula Heinz. Les llama «ángeles». Se trata de un concepto poco plausible, pero extraño, que fascina a todos durante varios dias.

La cuestión de si los «ángeles» viven dentro del tubo, como propone Heinz, o en algún otro mundo situado en el exterior, como imagina Roy, es algo que no tiene importancia por el momento; en la nave todo el mundo está de acuerdo en que la interferencia es obra de una inteligencia extraña, y eso despierta admiración en todos ellos.

¿Qué hacer? León, que se inclina por la hipótesis de Roy, propone que abandonen inmediatamente el no-espacio y busquen el mundo o mundos donde habitan los «ángeles». El capitán se opone, observando que el plan del viaje les obliga a alcanzar una distancia de cien años luz de la Tierra antes de iniciar su búsqueda de planetas habitables. Roy y León argumentan que el plan es una simple guía, concebida arbitrariamente, y no una orden por escrito; tienen libertad para dejar de cumplirla si se presenta alguna razón con la suficiente urgencia. Heinz, que apoya al capitán, observa que en realidad no hay necesidad alguna de abandonar e! no-espacio, al margen de cuál pueda ser la fuente de las transmisiones extrañas; si los pensamientos de tales criaturas pueden llegar desde más allá del tubo, quiere decir que los pensamientos de Noelle pueden avanzar seguramente por el tubo hacia ellos, y que se puede establecer contacto sin necesidad de desviarse del plan. Después de todo, si la interferencia es obra de seres que comparten el tubo con ellos y los viajeros los buscan inútilmente fuera del tubo, puede resultarles imposible encontrarlos de nuevo cuando la nave regrese al no-espacio.

Esta aproximación a la cuestión pareció razonable, y se le planteó a Noelle la pregunta: ¿puedes intentar establecer un diálogo con estos seres?

—No garantizo nada —dice ella, echándose a reír—. Nunca he intentado hablar antes con ángeles. Pero lo intentaré, amigos míos. Lo intentaré.

 

NEGRAS BLANCAS             Las negras mantienen la ofensiva hasta el

(Capitán)  (Noelle)             movimiento 89. Entonces, las blancas

R16             Q4                   irrumpen a través de las débiles piedras

C4             E3                   situadas al norte y cierran un gran territorio

D17             D15                central. Las negras son incapaces de contestar

E16             K17                 adecuadamente y las blancas sitúan una

O17             E15                 cadena de piedras a lo largo de la línea 19.

H17             M17                A partir del movimiento 141, las negras

R6             Q6                   lanzan un ataque a la desesperada,

Q7             P6                   fácilmente desbaratado por las blancas en

R5             R4                   el interior de su propio territorio.

D6             C11                El juego termina en e! movimiento 196,

K3             H3                   después de que las negras se ven atrapadas

N4             O4                   en la trampa del gato en la cesta, por la

N3             O3                   que perderían un gran número en el proceso

R10             C8                   de capturar una sola piedra.

O15…             M15…             Puntuación: Blancas 81; Negras 62.

 

Ella nunca ha hecho nada similar antes. Parece casi un acto de infidelidad, esta apertura de su mente hacia algo o alguien que no es Yvonne. Pero se tiene que hacer. Extiende una tenue prolongación de pensamiento que tantea, como un lento riachuelo de mercurio. A través de la pared de la nave, en todo lo gris que les rodea, hacia arriba, hacia fuera, hacia, hacia…

…¿ángeles?…

Angeles. ¡Oh! Luminosidad. Fortaleza. Magnetismo. Sí. Conciencia ahora de una poderosa masa de energía concentrada, muy cerca. Una masa en movimiento, ejerciendo una terrible presión sobre el tejido del cosmos: el ángel tiene un momento angular. Gira pesadamente sobre su colosal eje. ¿Quién habría imaginado que un ángel pudiera ser tan enorme? Noelle se siente oprimida por el desplazamiento de peso a medida que realiza su lento giro axial.

Ella se acerca más. ¡Oh! Se siente aturdida. ¡Demasiada luz! ¡Demasiada energía! Retrocede, abrumada por la intensidad del rendimiento del otro ser. Es una mente tan poderosa que ella se siente enormemente empequeñecida. Si la toca con su mente, será destruida. Debe descender gradualmente por la abertura, establecer alguna clase de transformador que la proteja contra toda la explosión de energía que procede de él. Eso requiere tiempo y disciplina. Ella trabaja con firmeza, haciendo ajustes, dominando nuevas técnicas, descubriendo capacidades que ni siquiera sabía que poseyera. Y ahora… sí. Vuelve a intentarlo. Con lentitud, despacio, muy despacio, con el máximo cuidado. Hacia fuera va su extensión de pensamiento.

Sí.

Aproximándose al ángel.

¿Ves? Aquí estoy yo. Noelle. Noelle. Me acerco a ti llena de amor y temor. Tócame ligeramente. Sólo tócame…

Un ligero contacto…

Contacto…

¡Oh! ¡Oh!

Te veo. La luz… ojo de cristal… fuentes de lava… ¡oh! La luz… tu luz… Comprendo… comprendo…

¡Oh! Como un dios…

…y Semele deseó contemplar a Zeus en toda su luminosidad, y Zeus la había desanimado; pero Semele insistió y Zeus, que la amaba, no pudo rechazarla; así es que se acercó a ella con toda su majestuosidad y Semele fue consumida por su gloria, de modo que sólo quedaron cenizas de ella; pero el hijo concebido con Zeus, el pequeño Dionisos, no quedó destruido y Zeus salvó a Dionisos y se lo llevó, herméticamente cerrado en un muslo, volviéndolo a traer después y otorgándole la divinidad…

…¡Oh, Dios, yo soy Semele!…

Ella se vuelve a retirar. Descansa, reagrupa sus poderes. La fuerza de este ser es aterradora. Pero hay formas de aislarse a sí misma contra la destrucción, de permitir que el superflujo de energía se disipe por sí mismo. Lo intentará una vez más. Sabe que se encuentra al borde del mayor milagro de todos. Ahora. Ahora. La mente interrogante se extiende hacia adelante.

Yo soy Noelle. Me acerco a ti llena de amor, ángel.

Contacto.

El universo está ardiendo. Explosiones de una feroz luz plateada atraviesan la bóveda metálica del cielo. Las palabras se convierten en cenizas. Los muros se derrumban y se transforman en cenizas llameantes. Hay contacto. Un danzante resplandor solar… una corriente de fuego líquido… una marea de brillante resplandor, irresistible, sin fin, introduciéndose en ella, rodeándola, penetrándola. Luz por todas partes.

…Semele.

El ángel sonríe y ella tiembla. Ábrete a mí, grita la vasta voz, y ella se abre y la fuerza penetra por completo, inundándola.

 

quiasma óptico

fisura silviana                       tálamo

médula oblongata            hipotálamo

sistema ramificado

sistema reticular

pons varolii

corpus callosum                    sulcus cingulatus

cuneus                               gyri orbitales

gyrus cingulatus                  nucleus caudatus

¡cerebro!

claustro                             operculum

putamen                            fornix

glomus cloroide lemnisco medio

 

¡MESENCEFALO!

 

dura mater

sinus dural

granulación aracnoidea

espacio subaracnoideo

pia mater

cerebelo

cerebelo

cerebelo

 

Ella ha estado en coma durante días, errante en su delirio. Preocupado, temeroso, el capitán mantiene una sombría vigilia a la cabecera de la cama. A veces, ella parece despertar a la conciencia; balbucea unas palabras inteligibles, incluso frases enteras, procedentes de su sueño. Habla de luz, de un brillo blanco insoportablemente brillante, de arcos de energía, de intensas erupciones solares. Una estrella me retiene, murmura. Le dice al capitán que ha estado conversando con una estrella. ¡Qué poético!, piensa el capitán; ¡qué metáfora tan maravillosa! Hablando con una estrella. Pero ¿dónde está ella? ¿Qué le está sucediendo?

El rostro de Noelle aparece encendido; sus ojos se mueven con rapidez de un lado a otro, precipitándose como peces atrapados bajo los párpados cerrados. De mente a mente, murmura, la estrella y yo, de mente a mente. Empieza a tararerar algo… es un sonido agudo, que asciende hasta hacerse casi inaudible, cercano a la alta frecuencia. Al capitán le produce dolor escucharlo: una dura radiación áurea. Después, ella permanece en silencio.

Su cuerpo se pone rígido. ¿Una convulsión de alguna clase? No. Se está despertando. El capitán observa rayas de percepción relampagueando a través de la temblorosa musculatura de Noelle, como una rana galvanizada, retorciéndose en sus extremidades. Sus pestañas tiemblan. Produce un pequeño sonido, como un gemido.

Abre los ojos y le mira.

Con suavidad, el capitán le dice:

—Tienes los ojos abiertos, Noelle. Creo que ahora puedes verme. Tus ojos me están siguiendo, ¿verdad?

—Puedo verte, sí.

Su voz es vacilante, se desvanece, resulta ajena por un momento, como si fuera una voz extraña; pero después se hace más su propia voz, cuando pregunta:

—¿Cuánto tiempo he estado fuera?

—Ocho días de navegación. Estábamos preocupados.

—Tienes un aspecto exactamente igual a como me lo imaginaba —dice ella—. Tu rostro es duro, pero no es sombrío. No es un rostro hostil.

—¿Quieres hablar sobre dónde estuviste, Noelle?

—Estuve hablando… —sonríe—…con un ángel.

—¿Ángel?

—En realidad, no es un ángel, capitán. No es un ser físico tampoco, ni nada de una especie extraña. Se trata más bien de las criaturas energéticas de las que habla Heinz. Pero mayores. Mucho mayores. No sé lo que es, capitán.

—Me dijiste que estabas hablando con una estrella.

—…¡una estrella!

—En tu delirio. Eso fue lo que dijiste.

Los ojos de Noelle brillan, llenos de excitación.

—¡Una estrella! ¡Sí! ¡Sí, capitán! Creo que hablé con ella, ¡sí!

—¿Pero qué significa eso de hablar con una estrella?

—Pues —dice, sonriendo—, significa hablar con una estrella, capitán. Una enorme bola de gas, y tiene una mente, tiene una conciencia. Creo que eso es lo que es. Ahora estoy segura. ¡Estoy segura!

—¿Pero cómo puede una…?

La luz desaparece abruptamente de los ojos de Noelle. Vuelve a estar viajando; ya no está con él.

 

El capitán espera, junto a la cabecera de la cama. Transcurre una hora, dos. Medio día. ¿En qué poderoso reino ha penetrado Noelle? Su respiración es distante, con una monotonía impersonal. Ahora se halla tan lejos, tan lejos de cualquier lugar que él sea capaz de comprender… Finalmente, los ojos de Noelle vuelven a parpadear. Los abre. Su rostro parece transfigurado. Al capitán le parece que ella sigue estando parcialmente en ese otro mundo situado más allá de la nave.

—Sí —dice ella—. No es un ángel, capitán. Es un sol. Un sol vivo e inteligente —los ojos de Noelle están radiantes—. Un sol, una estrella, un sol —murmura—. He tocado la conciencia de un sol. ¿Cree lo que le digo, capitán? He encontrado una red de estrellas que viven, que piensan, que tienen mentes, que tienen almas. Que se comunican. Todo el universo está vivo.

—Una estrella —dice él sordamente—. Las estrellas, ¿tienen mentes?

—Sí.

—Todas ellas? ¿Incluyendo a nuestro propio sol?

—Todas ellas. Hemos llegado al lugar de la galaxia donde vive esta estrella y está emitiendo en mi misma longitud de onda, y su energía empezó a perturbar mi conexión con Yvonne. Esa era la interferencia, capitán. La gran estrella estaba emitiendo.

Esta conversación ha tomado para él la textura de un sueño. Ahora, pregunta tranquilamente:

—¿Y por qué el sol de la Tierra no se interfirió entre tú e Yvonne cuando estabais allí?

—No tiene la edad suficiente —contesta ella, encogiéndose de hombros—. Se tarda… no lo sé, miles de millones de años… hasta que han madurado, hasta que pueden transmitir. Nuestro sol aún no tiene la edad suficiente, capitán. Ninguna de las estrellas cercanas a la Tierra tiene la edad suficiente. Pero aquí…

—¿Estás ahora en contacto con él?

—Sí. Con él y con muchos otros. Y con Yvonne.

—¿Con Yvonne también?

—Ella ha vuelto a establecer contacto conmigo. Está en el circuito —Noelle se detiene un momento—. Puedo hacer entrar a otros en el circuito. Podría conectarte a ti, capitán.

—¿A mí?

—Sí, a ti. ¿Te gustaría tocar una estrella con tu mente?

—¿Qué me ocurrirá? ¿Me hará daño?

—¿Acaso me ha hecho daño a mí, capitán?

—¿Seguiré siendo yo mismo después?

—¿Sigo siendo yo misma ahora, capitán?

—Tengo miedo.

—Ábrete a mí. Inténtalo. Observa lo que sucede.

—Tengo miedo.

—Toca una estrella, capitán.

Él coloca su mano sobre la de ella.

—Adelante —dice el capitán.

Y su alma se convierte en un solarium.

 

Después, con las pulsaciones solares aún reverberando en los espejos de su mente, con destellos blanco-azulados saltando en sus sinapsis, el capitán dice:

—¿Qué hay de los otros?

—También les pondré en contacto.

Él nota un parpadeo de resentimiento momentáneo. No desea compartir la iluminación. Pero rechaza ese resentimiento en el mismo instante en que lo concibe. Que ellos también entren.

—Toma mi mano —dice Noelle.

Todos extienden las manos. Uno tras otro, se van tocando entre sí. Roy. Sylvia. Heinz. Elliot. El capitán siente a Noelle agitándose en tándem con él, siente a Yvonne, siente presencias mayores, luminosas, eternas. Todo está unido. Nave-hermana, estrella-hermana: todo se convierte en una sola cosa. El capitán se da cuenta de que los días del juego al Go se han terminado. Ahora son todos una sola persona; todos están más allá de los juegos.

—Y ahora —susurra Noelle—. Ahora nos extenderemos hacia la Tierra. Pondremos nuestra fuerza en Yvonne, y ella…

Yvonne conecta a los siete mil millones de seres de la Tierra con la red.

La nave avanza como un rayo a través del tubo de no-espacio.

Dentro de poco, el capitán iniciará la búsqueda de un planeta habitable. Si descubren uno, se instalarán allí. Si no, continuarán, y no importará en absoluto, y la nave y sus siete mil millones de pasajeros seguirá su curso eternamente, calentada por la luz amiga de las estrellas.

 

 

 

UN MAR DE ROSTROS

 

 

¿No se trata de tales fragmentos flotantes del mar

del inconsciente llamados naves freudianas?

Josephine Saxton

 

Cayendo.

Supongo que es muy parecido a ir muriendo. Esa conciencia de descenso infinito, ese conocimiento de ausencia total de apoyo. Aquí arriba todo es cielo. Allá abajo no hay tierra ni mar, sólo color sin forma, tan distante que ni siquiera puedo ponerle un nombre al color. El cosmos se ha abierto y yo caigo a plomo de cabeza, con los brazos y las piernas girando frenéticamente, con la materia gris de mi cráneo centrifugándose hacia mis oídos. Estoy cayendo como Lucifer. «Cayó desde la mañana a la tarde, de la tarde a la oscuridad, en un día de verano; y con la puesta del sol, cayó desde el cenit, como una estrella caída». Ése es Milton. Incluso ahora sigo conservando mi vieja educación en artes liberales. «Y cuando cae, lo hace como Lucifer, para nunca esperar de nuevo». Ese es Shakespeare. Todo forma parte de la misma cosa. Toda la literatura inglesa fue escrita por un solo hombre, cuya astuta voz persuasiva pulsa en mi cabeza mareada mientras caigo. Oue Dios me conceda un aterrizaje suave.

 

—Ella se parece un poco a ti —le dije a Irene—. Al menos, así me pareció en un momento rápido, cuando se volvió hacia la ventana de mi despacho y la luz del sol le dio de lleno en la cara. Claro que sólo se trata de la más superficial de las semejanzas, una cuestión de estructura ósea, de situación de los ojos, de corte de pelo. Pero vuestras expresiones, vuestras personalidades externas son totalmente distintas. Tú irradias una ilimitada buena salud y vitalidad, mientras que ella se desliza con demasiada facilidad hacia las fantasías esquizoides, con los ojos alternativamente soñadores y de movimientos rápidos, con la frente pálida cubierta de sudor. Ella está muy preocupada.

—¿Cómo se llama?

—Lowry. April Lowry.

—Un nombre bonito, April. ¿Es joven?

—Unos veintitrés.

—¡Qué triste, Richard! ¿Has dicho que es esquizoide?

—Se retira hacia la nada sin la menor provocación. Dios sabe lo que pone en marcha su mecanismo. Cuando le sucede, puede pasarse seis y hasta ocho meses sin decir una palabra. El último ataque la afectó hace un año. Estos días se está sintiendo mucho mejor; se muestra dispuesta a hablar un poco de sí misma. Dice que es como si hubiera una zona de debilidad en las paredes de su mente, una abertura, una trampilla, un embudo, algo así. Y, de vez en cuando, su alma se ve irresistiblemente arrastrada hacia esa abertura y se vierte por ella y desaparece hacia Dios sabe qué, y no queda en ella nada, excepto el cascarón. Finalmente, regresa a través del mismo pasaje. Está convencida de que en una de esas ocasiones ya no podrá regresar.

—¿Hay alguna forma de ayudarla? —preguntó Irene—. ¿Qué intentarás hacer? ¿Drogas? ¿Hipnosis? ¿Electrochoques? ¿Privación sensorial?

—Ya se ha intentado todo eso.

—¿Entonces, qué, Richard? ¿Qué harás?

 

Suponte que hay un camino. Pretendamos que hay un camino. ¿Es ésa una hipótesis aceptable? Pretendámoslo. Sólo tenemos que suponerlo y ver lo que sucede.

 

El vasto océano existente por debajo de mí ocupa todo mi campo de visión. Su superficie es convexa, abultada en el centro y curvándose vertiginosamente y alejándose de mí en la periferia: la caída es tan fuerte que me pregunto por qué no se desliza hacia los bordes e inunda el horizonte. No muy lejos, por debajo de esa reluciente e hinchada superficie, se ve un modelo gigantesco de incubaciones cruzadas y contratexturas, como un inmenso mural que flotara ligeramente sumergido en el agua. Por un momento, mientras me zambullo, el modelo se resuelve y se transforma en algo coherente: veo el rostro de Irene, una serena máscara pálida, los firmes ojos azules enfocados amorosamente sobre mí. Ella llena el océano. Su semblante cubre una zona mayor que la de cualquier masa continental. Mandíbula firme, labios fuertes y carnosos, nariz delicadamente respingona. De ella emana un aura serena de paz interior que me mantiene a flote como una red invisible; estoy cayendo, ahora con facilidad, agradablemente, con los brazos extendidos, el rostro hacia abajo, con todo mi cuerpo relajado.

¡Qué hermosa es! Continúo descendiendo y el modelo se estremece; el mar se llena bruscamente de fragmentos y astillas metálicas, resplandeciendo con un dorado brillante a través del oscuro azul-verdoso; después, cuando me encuentro quizás unos mil metros más abajo, todo el modelo se reorganiza de repente. Y nuevamente aparece un rostro colosal. Me alegra el regreso de Irene, pero no, el rostro pertenece a April, mi silenciosa y afligida April. Es un rostro obsesionado, un rostro lleno de sombras: ojos oscuros y aterrorizados, temblorosas ventanas de la nariz, mejillas hundidas. Un atisbo de incisivo se ve sobre el delgado labio inferior.

¡Oh, mi pobre y dulce Taciturna! Agujas del reflejado resplandor de la luz del sol brillan en su pelo extendido en el agua. La manifestación de April sustituye la serenidad por la turbulencia; una vez más, vuelvo a caer a plomo, sin control; una vez más me encuentro en el centrifugado cósmico, se me desgarra la respiración y un escalofrío mortal recorre mi tembloroso cuerpo. Desesperadamente, lucho por recobrar la compostura y el equilibrio.

Finalmente lo consigo, y miro hacia abajo. El modelo ha vuelto a romperse; allí donde estaba April, sólo veo ahora bandas paralelas de luz ámbar, distorsionadas por agitadas refracciones. Puntos blancos diminutos —supongo que islas— son ahora evidentes en el mar reluciente.

¡Qué extraña semejanza existe a veces entre April e Irene! Qué doloroso resulta para mí el confundirlas. ¡Qué peligroso es para mí!

 

—Es la terapia más arriesgada que podría haber elegido, doctor Björnstrand.

—¿Arriesgada para mí, o para ella?

—Yo diría que tan arriesgada para usted como para su paciente.

—¿Y qué hay de nuevo en eso?

—Me pidió usted una valoración imparcial, doctor Björnstrand. Si no le importa mi opinión…

—Valoro en mucho su opinión, Erik.

—Pero… ¿va a llevar adelante la terapia tal y como se ha planeado?

—Desde luego que sí.

 

Éste es el momento del chapuzón.

Penetro en el agua perfectamente y continúo cortando la brillante superficie del mar con precisión quirúrgica, profundizando cincuenta metros, ochenta, cien, cortando con suavidad a través del epitelio oceánico y de la vigorosa musculatura situada debajo. Muy bien hecho, doctor Björnstrand. Elevada puntuación en cuanto a forma.

Quizás esto ya sea lo bastante profundo.

Giro con rapidez, me vuelvo hacia arriba, me agarro a la luminosidad que hay sobre mí. Me doy cuenta de que puedo haberme extendido demasiado. Mis pulmones están ardiendo y el cielo, que hasta hace tan poco era mi hogar, parece hallarse terriblemente alejado. Pero, con unos golpes vigorosos, me impulso hacia arriba y surjo en el aire, como un corcho recién soltado.

Floto inútilmente por un momento, conteniendo la respiración. Después, miro a mi alrededor. El ojo feroz del sol me contempla desde una altura de últimas horas de la mañana. El mar está cálido y suave, ondulándose seductoramente. Hay una isla a sólo unos pocos cientos de metros de distancia; una playa invitadora de arena brillante, con una hilera de delicadas palmeras un poco más atrás. Nado hacia ella. A medida que me acerco a la orilla, las oscuras profundidades sin fondo dan paso a las aguas superficiales, y el color del mar cambia de un azul oscuro a un verde claro. Sin embargo, necesito más tiempo del calculado para llegar a la orilla. Quizás estimé la distancia con excesivo optimismo; a pesar de todos mis esfuerzos, la isla no parece acercarse. Hay momentos en que incluso parece alejarse de mí. Mis brazos se hacen cada vez más pesados. Los movmientos de mis pies se hacen cada vez más perezosos. Estoy jadeando, resollando, farfullando; algo me empuja por detrás de mi frente. Pero, de repente, siento debajo de mi la arena acariciada por el sol. Mis pies tocan fondo. Me dirijo vadeando hacia la orilla, agotado, y caigo de rodillas al borde del agua.

 

—¿La puedo llamar April, Miss Lowry?

—Como quiera.

—No creo que esto sea un nivel amenazador de intimidad terapeuta-paciente, ¿no cree?

—En realidad, no.

—¿Se encoge usted de hombros cada vez que contesta una pregunta?

—No sabía que lo hiciera.

—Se encoge de hombros. También evita de forma estudiada cualquier muestra de expresión facial. Trata usted de ser ilegible, April.

—Quizás me sienta más segura de ese modo.

—Pero ¿quién es el enemigo?

—Usted sabrá de eso mucho más que yo, doctor.

—¿De veras lo piensa así? Yo estoy aquí todo el tiempo. Usted está ahí, dentro de su propia cabeza. Sabrá usted de sí misma mucho más que yo.

—Siempre podría usted penetrar en mi cabeza, cuando quisiera.

—¿No sentiría miedo por eso?

—Eso me mataría.

—Lo dudo, April. Es usted mucho más fuerte de lo que piensa. También es muy hermosa, April. Ya sé, eso no tiene nada que ver con el asunto. Pero lo es.

 

Se trata de una isla pequeña; lo sé por la forma rápida en que la costa desaparece a los lados. Permanezco tumbado cerca del borde del agua, con el rostro hacia abajo, exhausto, hundiendo tensamente mis dedos en la arena cálida y húmeda. El sol brilla con fuerza; noto las oleadas de calor pasando dratatá dratatá sobre mi espalda desnuda. Sólo llevo puestos un par de pantalones vaqueros andrajosos y descoloridos, muy apretados, cortados a la altura de las rodillas. Mi cinturón está empapado y cubierto de una costra de sal, como si hubiera estado a la deriva durante días antes de llegar aquí. Quizás lo estuve. Resulta difícil mantener un confiado sentido del tiempo en este lugar.

Debería levantarme. Debería explorar.

Sí. Me levanto ahora. Un poco aturdido, ¿eh? Sí. Pero camino con firmeza, remontando el suave declive de la playa. Cincuenta metros hacia el interior, la compactada arena se transforma en suelo arenoso, suelto, superficial, redondeado como cantos rodados de coral surgidos desde abajo. Un suelo sediento. A pesar de todo, esto es muy exuberante, un verdadero muro de parras y enredaderas entrelazadas. Largas y brillantes hojas verdes y tropicales, de bordes suaves y grandes venas. Los ondulados troncos de las palmeras. El suave sonido del oleaje, fuisssh, fuisssh, como fondo de todo lo demás. ¡Qué azul es el mar! ¡Qué verde es el cielo! Fuisssh.

¿Es ésa la imagen de un rostro en el cielo?

Sí, es el rostro de una mujer. ¿Irene? Los rasgos son confusos. Pero finalmente los veo, sí, balanceándose a unos pocos cientos de metros sobre el agua, como si fueran proyectados por la piel del océano; un brillo, un resplandor, que tiene la forma de un rostro delicado: las ventanas de la nariz, labios, cejas, mejillas… Sí, se trata de un rostro, y no sólo de uno, porque con la intensidad de mi fija mirada lo divido, y lo vuelvo a dividir, de modo que una hilera de rostros permanece suspendida en el aire, diez rostros, cien, mil rostros, rostros por todas partes, un mar de rostros. Parecen bastante serios.

¡Sonreíd! Ante mi orden, los rostros sonríen. Mucho mejor. Hasta el aire se hace más luminoso con esa sonrisa. Los rostros se mezclan, se hacen borrosos, nítidos, de nuevo borrosos, se superponen en parte, danzan, tiemblan, se fusionan, fluyen. Ilusiones nacidas del corazón. Hijas del sol. Dulces espejismos.

Miro más allá de ellos, más alto, hacia las zonas claras del cielo sin nubes. ¡Halcones!

¿Halcones aquí? ¿No debería estar viendo gaviotas? Las aves giran y planean, como figuras oscuras contra el cielo cegador, con las alas extendidas, con plumas como dedos. Veo sus feroces picos curvados. Atrapan grandes escarabajos del aire vaporoso y remontan el vuelo, deglutiendo. Después ya no hay aves, sólo rostros que aún sonríen. Les doy la espalda y me muevo lentamente a través de la maleza baja para inspeccionar a qué clase de lugar me ha arrojado el mar.

Mientras permanezco cerca de la orilla, no tengo dificultades para moverme; pero atravesar la densa vegetación del interior ya puede ser otra cosa. Giro hacia la izquierda, siguiendo la mordisqueada línea de la playa. Antes de haber dado cien pasos más. hago un nuevo descubrimiento: la isla está a la deriva.

Mirando hacia el mar, observo que en el horizonte hay una costa oscura, bordeada por negras montañas triangulares, a uno o dos días de navegación. Hace unos minutos sólo veía mar abierto en esa dirección. Quizá las montañas han surgido en este preciso momento, pero es más probable que la isla, girando con lentitud en las corrientes, sólo se haya vuelto, permitiéndome ver las montañas. Esa debe ser la respuesta. Me quedo quieto durante un largo rato y me parece que ahora observo esas montañas desde un ángulo y poco después desde otro distinto. ¿De qué otra forma explicar esos efectos de paralaje? La isla va libremente a la deriva. Se mueve, y yo me muevo con ella, sobre el pecho del mar invariable.

 

El famoso y joven terapeuta norteamericano Richard Björnstrand inició su tratamiento experimental de Miss April Lowry el 3 de agosto de 1987. Quince dias después se había identificado el punto de perturbación y el doctor Björnstrand recomendó un tratamiento de penetración de conciencia, una técnica que ha ido ganando popularidad en los Estados Unidos. Inicialmente, el médico de cabecera de Miss Lowry se opuso a la sugerencia, pero posteriores consultas demostraron el valor potencial de tal aproximación y los procedimientos de entrada se iniciaron el 19 de septiembre. Esperamos otros informes del doctor Björnstrand a medida que se desarrolla el proyecto.

 

—¿Pero qué ocurrirá si te enamoras de ella? —preguntó Leonie.

—¿Y qué? —repliqué yo—. Los terapeutas siempre se están enamorando de sus pacientes. Reich se casó con una de sus pacientes y lo mismo hizo Fenichel, y docenas de otros analistas tuvieron asuntos amorosos con sus pacientes. Hasta Freud, que no los tuvo, se sabe que observó…

—Freud vivió hace mucho tiempo —dijo Leonie.

 

Ahora ya he dado la vuelta a la isla. He tardado cuatro horas en circunvalarla, puesto que el sol estaba casi directamente sobre mí cuando empecé, y ahora ha descendido más de medio camino en el horizonte. Supongo que en estas latitudes el sol se pone bastante pronto, quizás a las seis y media, incluso en verano.

Durante toda mi caminata de esta tarde la isla mantuvo un curso firme, con uno de sus lados vuelto constantemente hacia el mar, y el otro hacia esa oscura costa bordeada de montañas. Sin embargo ha seguido a la deriva, puesto que se han producido pequeñas oscilaciones en la posición de las montañas con respecto a la isla, y porque la propia costa montañosa parece ir acercándose gradualmente, aunque eso puede ser una ilusión. Los rostros aparecen y desaparecen y vuelven a surgir en las zonas bajas del cielo, sin ningún programa predecible de acontecimiento o identidad: April, Irene, April, Irene, Irene, April, April, Irene. A veces me sonríen, otras veces no. En una de esas ocasiones creí ver a Irene guiñándome un ojo; volví a mirar y el rostro era el de April.

La isla, aunque bastante pequeña, posee varias zonas geográficas distintas. En el lado al que llegué primero procedente del mar, hay una hilera de palmeras muy apretadas cuyas copas se tocan, más allá de la cual la playa desciende hacia el mar. Arbitrariamente he considerado que esa parte de la isla es el este. La parte occidental es baja y seca, y la vegetación es una maraña de matorrales bajos. En la parte norte hay una elevada cresta de coral, de cara aplanada y torcida hacia dentro, que desciende profundamente en el agua. Pequeñas olas blancas baten incansablemente contra las redondeadas agujas y bóvedas de ese elevado muro de coral.

La costa sur de la isla tiene dunas muy similares a las del Sahara, con sus crestas amarillo-rosadas desplazándose muy ligeramente mientras las observo. Hacia el interior, la isla se eleva hasta un pequeño pico que quizás tenga cincuenta metros sobre el nivel del mar, y evidentemente hay profundas bolsas de agua de lluvia retenida en la piedra arcillosa, porosa y erosionada de la zona situada bajo la superficie, porque la vegetación es profusa y vigorosa. En varios puntos he emprendido breves inspecciones hacia el interior, llegando en un sitio a una zona pantanosa de ruidosas y sorbentes arenas movedizas, en otro lugar a un frío y oscuro claro entrecruzado con túneles y túmulos de termitas, y en otro a un bosquecillo de árboles de ramas anchas y frutos pequeños.

En conjunto, el lugar es maravilloso. Dispondré de alimentos y bebida suficiente, y también hay refugios. Pero a pesar de todo, ya suspiro por llegar al fin del viaje. Los desnudos y agudos picos de las montañas del continente se acercan cada vez más; algún día llegaré a la costa, y entonces empezará mi verdadero trabajo.

 

La esencia de la terapia de esta clase es el riesgo. El terapeuta debe estar preparado para enfrentarse con fuerzas que están mucho más allá de su propia resistencia, esforzándose por resolver los problemas sabiendo que éstos pueden muy bien vencerle. La paciente, por su parte, tiene que aceptar el conocimiento de que la intrusión del terapeuta en su conciencia puede producir amplias alteraciones de la personalidad, y no todas ellas para mejorar.

 

Un día desconcertante. El amanecer ha estado manchado de rojo con venas púrpuras, y mostraba un cielo hinchado, grotesco, traumático. Después se levantaron grandes vientos; las palmeras se doblaron y rozaron, y muchas palmas fueron arrancadas. Siguió luego un período de calma. Temía que hubiera árboles derribados y grandes olas de marea, y penetré hacia el interior de la isla durante media hora, instalándome finalmente en una especie de anfiteatro natural de viejo coral muerto, como un amplio cuenco erosionado por el tiempo y surgido del mar hacía milenios. Aquí esperé la mañana.

Hacia el mediodía unas nubes grises y espesas oscurecieron el cielo. Tuve una sensación de amenaza, como si unos poderes irresistibles estuvieran reuniendo sus fuerzas, tal y como siento a veces cuando escucho ese tenso y corto pasaje orquestal en el Agnus Dei de la Missa Solemnis. Instantes después descendían sobre mí el granizo, la lluvia, aguanieve, viento fuerte, furioso calor, incluso nieve… Toda clase de meteoros a la vez. Pensé que la tierra iba a abrirse lanzando sobre mí su magma.

Pero pasó todo en cinco minutos, y se desvaneció todo rastro de la tormenta. Las nubes se abrieron. Salió el sol, con aspecto suave e inocente; pájaros de muchos plumajes revoloteaban en el aire, gorjeando dulcemente. Los rostros de Irene y April, infinitamente reduplicados, parpadeaban contra el fondo del cielo. La costa montañosa parecía clavada en el horizonte, sin acercarse más, sin alejarse tampoco, como si los tumultos del día hubiesen hecho que la aterrorizada isla echara raíces.

Lluvia durante la noche, cálida y vaporosa. Nubes de mosquitos. Un diabólico sonido zumbante, resbaladizamente resonante, invadiéndolo todo. Me quedé finalmente dormido. Me despertó un sonido como un poderoso trueno, y observé un sol enormemente distorsionado elevándose lentamente por el oeste.

 

Estábamos sentados ante la mesa de madera roja, en el patio de Donald: Irene, Donald, Erik, Paul, Anna, Leonie y yo. Paul y Erik bebían bourbon, y el resto de nosotros sorbíamos shine, la nueva bebida, esencia de cannabis mezclada ―creo― con gaseosa y jarabe de fresa. Estábamos muy entonados.

—No hay razón alguna —dije— para que no aprovechemos los últimos progresos técnicos. Aquí está esta joven desafortunada, sufriendo una enfermedad psicológica indeterminada pero paralizadora, y dispongo de la posibilidad de penetrar en su alma y…

—¿Entrar dónde? —preguntó Donald.

—En su conciencia, en su ánimo, en su espíritu, en su mente, en su como quieras llamarle.

—No le interrumpas —dijo Leonie, dirigiéndose a Donald.

—Por lo menos —preguntó Irene—, ¿estarás dispuesto a traérsela a Erik para que dé primero una opinión imparcial?

—¿Y qué te hace pensar que Erik es imparcial? —preguntó Anna.

—Al menos trato de serlo —dijo Erik con frialdad—. Sí, tráemela, doctor Björnstrand.

—Sé muy bien lo que me dirás.

—De todos modos, tráemela.

—¿No es esto terriblemente peligroso? —preguntó Leonie—. Quiero decir, supón que tu mente se queda empantanada en medio de la suya, Richard.

—¿Empantanada?

—¿No es eso posible? En realidad, no sé nada sobre el proceso, pero…

—Sólo penetraré en ella en el sentido más metafórico —dije.

Irene se echó a reír. Anna preguntó:

—¿Crees de veras en eso?

Dirigió una tímida mirada hacia Irene y ésta se limitó a sacudir la cabeza.

—No me preocupo por la fidelidad de Richard —dijo, arrastrando las palabras.

 

Hoy, su rostro llena el cielo. April, Irene, quien sea. Ella eclipsa el sol e ilumina el día con su propia y extraordinaria luminosidad.

El curso de la isla se ha invertido, y ahora navega a la deriva hacia el mar. Durante tres días he observado cómo las montañas del continente se fueron haciendo cada vez más pequeñas. Evidentemente las corrientes han cambiado, o quizás hay zonas de resistencia cerca de la costa, destinadas a mantener alejadas a las islas errantes como la mía. Tengo que encontrar un camino para enfrentarme con esto. Estoy convencido de que no puedo hacer nada por April a menos que llegue al continente.

He penetrado en un lugar tranquilo donde el mar es un espejo y el aire sofocante refleja las imágenes reflejadas, en una regresión infinitamente desconcertante. Ahora, no veo ningún otro rostro excepto el mío, y lo veo en cualquier parte. Un millón de versiones de mí mismo danzando en la vaporosa neblina. Mis mandíbulas muestran barba de varios días, y hay una luminosa banda roja de quemadura solar a través de mi nariz y de la parte superior de mis mejillas. Sonrío burlonamente, y las multitudinarias imágenes me sonríen burlonamente. Extiendo la mano hacia ellas, y ellas extienden las manos hacia mí. No hay tierra a la vista, no hay otras islas… no hay nada, a excepción de este muro de reflexiones. Me siento como si estuviera acorralado dentro de una caja de metal pulimentado. Mi brillante imagen infesta la ardiente atmósfera. Tengo una constante sensación sofocante; me siento invadido por una terrible languidez; rezo para que se produzcan huracanes, trombas de agua, convulsiones del lecho oceánico, cualquier clase de cataclismo que rompa esta salvaje tensión de claustrofobia.

 

¿Es Irene mi esposa? ¿Mi amante? ¿Mi compañera? ¿Mi amiga? ¿Mi hermana?

 

Estoy dentro de la conciencia de April, e Irene es una quimera.

Se me ha empezado a ocurrir que esto puede ser mi terapia, antes que la de April.

Me he puesto a trabajar para crear maquinaria que me devuelva hacia el continente. Durante toda esta semana he estado derribando concienzudamente palmeras utilizando una serie de blandas hachas de mano despuntadas, tomadas de bloques de coral muerto. Llevando los árboles hacia un promontorio situado en la cara sur de la isla, enlazándolos con lianas, colocándolos en el agua de modo que se proyectaran desde ambos lados del promontorio, forman como los remos de una galera. Tirando de una liana insólitamente gruesa que corre por el centro de toda la construcción, soy capaz de hacerlos funcionar como remos; y he atado esa liana maestra a una palmera insólitamente masiva que surge del risco central del promontorio. En realidad, lo que he construido es una especie de máquina que se impulsa a sí misma; las corrientes, agitando las copas de mis palmeras caídas, imprimen una tensión a las lianas que las unen, y la resistencia del enorme árbol central al estirón de la liana maestra hace que los árboles caídos barran el agua, impulsando a toda la isla hacia la costa. A través de una actividad llena de propósito, dijo Goethe, justificamos nuestra existencia a los ojos de Dios.

Los «remos» trabajan bien. Una vez más, me dirijo hacia el continente, muy rápidamente hacia el continente. Incluso parece que demasiado rápidamente. Creo que puedo haberme visto atrapado en una poderosa corriente.

La corriente ha tomado definitivamente por su cuenta a mi isla, y estoy siendo impulsado rápido, lo quiera o no. Me aproximo a la isla donde espera Escila. Esa es seguramente Escila: esa criatura que está ahí delante. No hay forma de evitarla; la fuerza del agua es inexorable y mis desamparados remos cuelgan lánguidamente. El monstruo de muchos cuellos está sentado a la vista, sobre una roca desnuda, enrollado en sí mismo, esperando. ¿Dónde me ocultaré? ¿Debo arrastrarme hasta quedar situado debajo de los matorrales y acurrucarme allí hasta que haya pasado junto a ella?

Mira ahí: seis cabezas, cada una de ellas con tres filas de dientes puntiagudos y doce extremidades tortuosas. Supongo que podría ocultarme, pero qué cobarde, qué inútil sería. Me mostraré a ella.

Y permanezco de pie en la orilla. Escucho sus terribles ladridos. ¿Cómo puedo defenderme contra los colmillos de Escila? Irene me sonríe desde las bajas y lanosas nubes. Hay un camino, parece decirme. Agarro una nube y le doy forma, hasta convertirla en un simulacro de mí mismo. Mirad: aquí hay otro Björnstrand, tostado por el sol, medio desnudo. Hago una segunda réplica, una tercera, completas, hasta la barba; completas, hasta los lunares. Hago una docena. Son réplicas pasivas, vacías, sin alma. ¿Lograrán engañarla? Ya veremos.

Ahora los ladridos son feroces. Está cerca. Mi isla se mueve con rapidez por el canal. ¡Ataca, Escila, ataca! Los largos cuellos se elevan y caen, se elevan y caen. Escucho los gritos de mis otros yos; veo sacudirse los brazos y piernas mientras ella los agarra y los levanta. Después los devora. A mí, en cambio, me perdona. Floto, pasando con seguridad ante la horrible bestia. El rostro de April, infinitamente reduplicado en la bóveda azul situada sobre mí, está sonriendo. He obtenido poder gracias a este encuentro. No necesito tener más temores: me he hecho invulnerable. ¡Haz lo peor, océano! Llévame a Caribdis, estoy preparado. Sí. Llévame a Caribdis.

 

El todo, escribió D. H. Lawrence, es un extraño conjunto de partes aparentemente incongruentes, que se deslizan las unas junto a las otras. Estoy de acuerdo. Pero, desde luego, la incongruencia es más aparente que real, puesto que de otro modo no habría todo.

 

Creo que ahora ejerzo un control completo sobre la isla. Puedo volverla a diseñar para que sirva a mis propósitos, y la he aerodinamizado, haciendo que adopte figura de barco, puntiagudo en la proa, embotado en la popa. He sustituído mi conglomerado de palmeras caídas; ahora, unas flexibles proyecciones de la propia isla golpean el mar, impulsándome firmemente hacia el continente. Los árboles de hoja ancha hacen más soportable el calor de! día. A una orden mía, unas corrientes de agua fresca surgen de la arena, frías, relucientes.

Poco a poco, voy extendiendo la esfera de mi control más allá del perimetro de la isla. He establecido una zona libre de tiburones cercana a la costa, con un arrecife que la rodea. En esa zona nado con perfecta seguridad, y cuando tengo hambre acorralo tranquilamente a los peces con las manos, impulsándolos hacia la orilla.

Imagino imágenes a partir de las nubes: April, Irene. Simulo los rasgos del doctor Richard Björnstrand en el cielo junto a April e Irene, y las dos se me muestran borrosas y se convierten en una sola mujer.

 

Acercándome ahora a la costa. Dentro de un día o dos, estaré allí.

 

Esto es el continente. Guío mi isla hacia una amplia ensenada en forma de media luna, sobre la que desciende la sombra de las grandes montañas desnudas, que se elevan desde el cercano interior como afilados dientes negros. La isla expulsa un robusto cable leñoso que se ata a su propio amarradero; utilizando e! cable como una plancha, desembarco en la orilla. El aire es más frío aquí. La vegetación escasa y cactiforme: tambores espesos y carnosos, repletos de espinas, de color púrpura, la mayoría de ellos más altos que yo. Golpeo uno con un palo, y de él surge un fluido rosado pálido: lo pruebo y lo noto frío, azucarado, vagamente intoxicante.

El fluido de los cactos me mantiene durante un viaje de cinco días hacia la cumbre de la montaña más próxima. Mis pies desnudos golpean contra la roca desnuda. Calor durante el día, y un frío lunar por la noche; los cantos rodados crujen en el crepúsculo cuando desaparece el calor. A mi espalda se extiende el mar, infinito, silencioso. El aire está sembrado de rostros de mujeres ceñudas. Asciendo por una lenta ruta espiral, deteniéndome con frecuencia a descansar y tomando impulso hacia delante, hasta que al final me encuentro de través la espina más elevada de la montaña.

Por el lado de la isla, la montaña desciende gradualmente hacia un valle irregular y tormentoso, salpicado de cantos rodados y hielo, y rasgado por brillantes lagos blancos, como si fueran numerosas lesiones estrechas. Más allá hay una zona de colinas en forma de senos bajos, poblada de árboles; desciende hacia las tierras bajas centrales, de las que surge una temblorosa fuente de luz. Rápidas explosiones fosforescentes de azul, dorado, verde y rojo se impulsan hacia el aire, se atenúan y se pierden. No me atrevo a aproximarme a esa fuente; sé que quedaría consumido por su feroz intensidad, puesto que es ahí donde se halla la esencia de April, el furioso núcleo del alma que no debe ser invadido nunca por otro.

Me vuelvo hacia el mar y miro a mi izquierda, abajo, hacia la costa. Al principio no veo nada extraordinario: una fila de bahías festoneadas, trozos de playa arenosa, una línea blanca de oleaje, una revoloteante bandada de pájaros oscuros. Pero entonces, a lo lejos en la costa, detecto un rasgo más notable. Dos largos y delicados promontorios que surgen como dedos curvados, como un dedo gordo y un índice que se inclinan el uno hacia el otro; y en el amplio golfo que forman, el mar se agita frenéticamente, como si hirviera. En el vértice de la perturbación, sin embargo, todo está tranquilo.

¡Allí! Allí está Caribdis… ¡El vórtice del remolino!

Tardaría días en llegar allí por tierra; la ruta marina será más rápida. Bajo apresuradamente por las vertientes, regreso a mi isla y corto el cable que la sujeta a la costa. Perversamente, el cable vuelve a unirse; alguna influencia maligna está oponiéndose a mi poder. Corto; y el cable se une de nuevo. Corto; se une. Una y otra y otra vez. Exasperado, produzco una fisura para fragmentar la isla de un borde al otro, para aislar la zona donde se halla enraizado mi cable; todo el segmento que rodea el anclaje se rompe, separándose, y permanece en la ensenada, firmemente sujeto, mientras el resto de la isla se desplaza hacia el mar abierto.

Espera…, el proceso de fisión continúa por su propio impulso. La isla está criando como un glaciar, desintegrándose, rompiéndose y separándose en enormes fragmentos. Salto desesperadamente de un lado a otro evitando las grietas, manteniéndome siempre en el sector más grande, esforzándome por reconstruir mi hogar flotante, hasta que me doy cuenta de que no queda nada significativo de la isla, sólo un trozo de roca coralina que cada vez disminuye más, partiéndose una y otra vez.

Mi isla ahora sólo tiene unos diez metros cuadrados. Cinco. Menos de cinco. Desaparecida.

 

Siempre le tuve miedo al océano. Ese gran cuenco invertido de aguas frías, resonando con estruendosos sonidos salados, infestado de oscuras plantas elásticas, habitado por monstruos dentados… devoró mi espíritu, me consumió, llenándose a sí mismo de mí. Desde luego, era el mismo mar septentrional que conocía y odiaba, el triste y sucio Atlántico, lamiendo lentamente la costa de Massachusetts. Una línea costera rocosa y negra, misterios impenetrables del agua, una línea de desechos matinales, amontonándose en las escasas cuevas arenosas; una multitud de cangrejos y corredores menores arrastrándose por todas partes. Mientras nado, imagino bestias marinas poco amistosas husmeando alrededor de mis colgantes piernas. Miré con disgusto hacia esa invisible y temblorosa confusión de planctoncitos de garras peludas, esa quimera de filamentos fibrosos y pequeñas antenas. Y temía sobre todo la lenta y perezosa agitación del kraken, extendiendo con lentitud sus enormes tentáculos hacia arriba, hacia los botes de la superficie. Y aquí estoy, a la deriva sobre los mares de mi propio pecho. El rostro de April, en el cielo, muestra una sonrisa. El rostro de Irene se contrae en un guiño.

 

Soy arrastrado hacia el vórtice del remolino. Resulta innecesario nadar; el agua me lleva hacia mi objetivo. Sin embargo, nado ―da lo mismo―, brazada tras brazada, no entregándome para nada a la fuerza del mar. El primer promontorio está surgiendo a la vista. Nado con más energía. No permitiré que el remolino me capture; tengo que acudir a él por voluntad propia.

Ahora, nado y nado alrededor de los giros exteriores de Caribdis. Éste es el lugar a través del cual se filtra el espíritu: puedo ver el rostro pálido de April como una máscara de plástico vacía, balanceándose, atraído hacia abajo, desapareciendo con la barbilla por delante a través del vórtice del remolino, reapareciendo, descendiendo una vez más, en un ciclo infinito de descensos y reapariciones, regresos y resurrecciones. Tengo que seguirla.

 

No vale la pena tratar de nadar aquí. Sólo puedo mantener los brazos y las piernas apretados y someterme, mientras soy tragado nivel tras nivel por el vórtice del remolino, hasta que llego al corazón del mismo y entonces… ¡suuussh!, el último descenso. No una caída a plomo. La caída dura siempre. Y cayó desde la mañana hasta la tarde y desde la tarde hasta el anochecer. Desciendo a través del corazón hueco del remolino, atrapado por la monstruosa succión, hasta que bruscamente me encuentro en una oscura región de aguas tranquilas y frías, muy por debajo de la superficie del mar. Me duelen los pulmones; mi tórax, dilatado por una hinchada masa de aire caliente y consumido, lanza enojadas protestas hacia mis sobacos. Me deslizo a lo largo de la suave cara vertical de una montaña sumergida. Mis pies encuentran apoyo en una repisa; continúo mi camino sobre ella y llego finalmente a la boca de una cueva, situada en ángulo agudo contra la pared de piedra. Me caigo en su interior.

Allí dentro encuentro una habitación que es una bolsa llena de aire, húmeda, resbaladiza, iluminada por algún inexplicable brillo interior. April está allí, acurrucada contra el fondo de la cueva. Está desnuda, temblorosa, malhumorada, con el pelo pegado en húmedas hebras a la pálida columna de su cuello. Al verme se levanta, pero no avanza hacia mí. Sus pechos son pequeños, sus caderas estrechas, sus muslos delgados; es el cuerpo de una niña.

Extiendo una mano hacia ella.

—Vamos. Salgamos de aquí nadando los dos juntos, April.

—No, es imposible. Me ahogaré.

—Yo estaré contigo.

—Aún así —me replica—. Me ahogaré. Lo sé.

—¿Qué vas a hacer entonces? ¿Simplemente quedarte aquí?

—Por el momento sí.

—¿Hasta cuándo?

—Hasta que sea seguro salir —me contesta.

—¿Y cuándo será eso?

—Lo sabré.

—Entonces, esperaré contigo, ¿de acuerdo?

 

No le doy ninguna prisa. Finalmente, ella dice:

—Vamonos ahora.

En esta ocasión, y ante mi propia sorpresa, soy yo quien duda. Es como si se hubiera producido un intercambio de fortalezas en el interior de esta cueva, y yo hubiera quedado debilitado. Retrocedo, pero ella me toma de la mano y me conduce con firmeza hacia la boca de la cueva. Veo el agua girando en el exterior, contenido ante nosotros porque no tiene forma de expeler la burbuja de aire que llena nuestra bolsa en la cueva. April comienza a deslizarse por el resbaladizo pasaje que nos aparta de la cueva. Se siente excitada, radiante, con los ojos muy brillantes, respirando agitadamente.

—Vamos —dice—. Ahora. ¡Ahora!

Salimos juntos de la cueva.

El agua me martillea. Boqueo, me sofoco, tropiezo. La presión es abrumadora. Mis tímpanos gritan agudas quejas. Columnas de agua se introducen a la fuerza en las ventanas de mi nariz. Noto el torbellino girando locamente muy por encima de mí. Lleno de terror, me vuelvo y trato de alcanzar de nuevo la cueva, pero ésta no me quiere admitir y reboto impotente contra un escudo de aire. Me dejo engullir entonces por el agua. Estoy empezando a ahogarme, pienso; mis ojos no producen imágenes. Débilmente, soy consciente de que April estira de mí, sujetándome, impulsándome hacia arriba. ¿Qué hará, nadar a través del torbellino desde abajo?

Todo es oscuridad. Sólo percibo el contacto de su mano. Me esfuerzo por enfocar la vista y por fin la veo, a través de un caos de color púrpura. ¡Cómo se parece a Irene! ¿Quién es ella, April o Irene? Apenas importa. Ahora, mi única preocupación es mi ahogo. No tardará en pasar. Déjame, le digo, déjame, déjame ahogarme y sal tú de aquí. Sálvate. Sálvate tú. Sálvate tú. Pero ella no me presta atención y continúa tirando de mí.

Salimos bruscamente a la luz del sol.

Agitándonos en la superficie, nos tostamos a un calor glorioso.

—¡Mira! —me grita ella—. ¡Hay una isla! ¡Nada, Richard, nada! Estaremos allí en diez minutos. Podremos descansar allí.

El rostro de Irene llena el cielo.

—¡Nada! —me urge April.

Lo intento. Me he quedado sin fuerzas. Unas pocas brazadas, y caigo en un estado de estupor. April, que al parecer no se ha dado cuenta, se encuentra muy por delante de mí, avanzando enérgicamente sobre el agua, nadando hacia la isla. April, grito, April, April, ayúdame. Pienso en la playa, en la arena húmeda y caliente, en la fila de palmeras, en la intrincada disposición de los blancos cantos del coral. Sí. Ya es hora de regresar a casa. Irene me está esperando. ¡April! ¡April!

Ella se arrastra sobre la orilla. Su forma, delgada y desnuda, brilla bajo la cálida luz del sol.

¿April?

El mar se apodera de mí. Me alejo, flotando estúpidamente, atraído de nuevo hacia el vórtice del torbellino.

 

Abajo. Abajo. No hay forma de luchar. April ha desaparecido. Sólo veo a Irene, temblando en las olas. Abajo.

Esta fría y oscura cueva. ¿Dónde estoy? No lo sé.

¿Quién soy? ¿El doctor Richard Björnstrand? ¿April Lowry? ¿Ambos? ¿Ninguno de los dos? Creo que soy Björnstrand. Lo era. Aquí, Dickie, Dickie, Dickie.

¿Cómo salgo de aquí? No lo sé.

Esperaré. Tarde o temprano, tendré la fuerza suficiente para salir nadando. Antes. O después. Ya veremos.

¿Irene?

¿April?

Aquí, Dickie, Dickie, Dickie. Aquí.

¿Dónde?

Aquí.

 

 

 

EL DYBBUK DE MAZEL TOV IV

 

 

Mi nieto David pasará por su bar mitzvah la próxima primavera. En nuestra familia, nadie ha pasado por este rito desde hace por lo menos trescientos años; desde luego, no se ha hecho desde que nosotros, los Levin, nos instalamos en el Antiguo Israel, el Israel de la Tierra, poco después del holocausto europeo. No hace mucho tiempo, mi amigo Eliahu me preguntó cómo me sentía con respecto al bar mitzvah de David, si el pensar en ello me enojaba, si lo veía como un elemento perturbador. No, le contesté: el chico es judío, después de todo; que lo haga si lo desea. Estos son tiempos de transición y trastorno, como lo han sido todos los tiempos. A David no lo atan las actitudes de sus antepasados.

—¿Desde cuando no está atado un judío a las actitudes de sus antepasados? —preguntó Eliahu.

—Ya sabes lo que quiero decir —repliqué.

En efecto, lo sabía. Estamos ligados, pero seguimos siendo libres. Si hay algo que nos gobierna desde el pasado es la propia atadura tribal, y no las filosofías de aquellos que ya desaparecieron. Aceptamos aquello que elegimos aceptar; a pesar de todo seguimos siendo judíos.

Yo procedo de una familia a la que ha gustado siempre decir —especialmente a los gentiles— que somos judíos, pero no judaicos. O sea que reconocemos y sentimos cariño por nuestra antigua herencia, pero que no nos importa enredarnos en rituales pasados de moda y en formas folklóricas periclitadas. Eso fue lo que declararon mis propios antepasados, hasta aquellos Levin seculares que, hace tres siglos, lucharon para ganar y conservar la libertad de la tierra de Israel ―me refiero al Antiguo Israel―. Yo diría lo mismo aquí, si hubiera en este mundo algún gentil a quien se le tuvieran que explicar estas cosas. Pero, desde luego, en este Nuevo Israel situado en las estrellas, sólo estamos nosotros, no hay gentiles en una docena de años luz a la redonda, a menos que se cuenten como tales a nuestros vecinos los kunivaru.

¿Se puede llamar propiamente gentiles a criaturas que no son humanas? No estoy seguro de que el término pueda aplicarse en tal sentido. Además, los kunivaru insisten ahora en que son judíos. La cabeza me da vueltas. Es un tema de gran complejidad talmúdica, y Dios sabe bien que no soy talmudista. Hillel, Akiva, Rashi, ¡ayudadme!

En cualquier caso, cuando llegue el quinto día de Sivan, el hijo de mi hijo tendrá su bar mitzvah, y yo representaré el papel de orgulloso abuelo tan piadosamente como hicieron los antiguos judíos durante seis mil años.

 

Todas las cosas están relacionadas. El que mi nieto vaya a pasar por un bar mitzvah es simplemente el último eslabón de una cadena de acontecimientos que se remontan a… ¿cuándo? ¿Al día en que los kunivaru decidieron abrazar el judaísmo? ¿Al día en que el dybbuk entró en el cuerpo del kunivaru Seúl? ¿Al día en que nosotros, refugiados de la Tierra, descubrimos el fértil planeta que a veces llamamos Nuevo Israel y que otras veces denominamos Mazel Tov IV? ¿Al día en que se produjo el pogrom final en la Tierra? Reb Yossele el Hasid diría que el bar mitzvah de David quedó determinado el día en que el Señor Dios formó a Adán del barro, pero creo que eso sería exagerar un poco las cosas.

El día en que el dybbuk tomó posesión del cuerpo de Seúl, el kunivaru, fue probablemente cuando todo empezó. Hasta entonces, las cosas se habían desarrollado sin demasiadas complicaciones aquí. Los Hasidim tenían su asentamiento, nosotros los israelitas teníamos el nuestro, y los nativos, los kunivaru, disponían del resto del planeta; y en general, todos nos manteníamos apartados del camino de los demás. Pero todo cambió cuando el dybbuk llegó.

Eso sucedió hace más de cuarenta años, en la primera generación después de la Llegada, el noveno día del Tishri, en el año 6302. Yo estaba trabajando en los campos, porque el Tishri es un mes de recolección. Hacía calor y yo trabajaba con rapidez, cantando y tarareando. Mientras me movía por las largas hileras de vainas crepitantes, tirando de las que estaban listas para ser recogidas, un kunivaru apareció en la cresta de la colina desde la que se domina nuestro kibbutz. Parecía sentirse muy angustiado, porque bajó la ladera de la colina tambaleándose y dando traspiés con una extraordinaria torpeza, tropezando con sus cuatro patas, como si apenas supiera manejarlas. Cuando llegó a unos cien metros de donde me encontraba, gritó:

—¡Shimon! ¡Ayúdame, Shimon! ¡En el nombre de Dios, ayúdame!

Observé varias cosas extrañas en este grito y las percibí de modo gradual, siendo la primera la más trivial. Parecia extraño que un kunivaru se dirigiera a mí por mi nombre, pues suelen ser gentes muy formales. Aún parecía más extraño que un kunivaru me hablara en un hebreo bastante decente, porque en aquella época ninguno había aprendido aún nuestra lengua. Pero lo más extraño de todo —y eso fue lo que percibí con mayor lentitud— fue que el kunivaru tuviera la misma voz, profunda y resonante, de mi querido amigo muerto Joseph Avneri.

El kunivaru penetró tambaleándose en la parte cultivada del campo y se detuvo, temblando terriblemente. Su fina piel verde se hallaba empastada en grumos llenos de sudor y sus grandes ojos dorados rodaban y bizqueaban de un modo fantasmagórico. Permaneció allí, asentado sobre sus cuatro patas, desplegándolas bajo las cuatro esquinas de su fornido cuerpo, como las patas de una mesa y apretando sus largos y poderosos brazos alrededor de su pecho. Reconocí al kunivaru como a Seúl, un subjefe del pueblo local, con quien nosotros, los del kibbutz, habíamos mantenido tratos ocasionales.

—¿Qué ayuda puedo ofrecerte? —le pregunté—. ¿Qué te ha ocurrido, Seúl?

—Shimon… Shimon… —un terrible gemido me llegó, procedente del kunivaru—. ¡Oh, Dios! Shimon, ¡no se puede creer! ¿Cómo puedo soportar esto? ¿Cómo puedo siquiera comprenderlo?

No cabia la menor duda. El kunivaru estaba hablando con la voz de Joseph Avneri.

—¿Seúl? —pregunté, con vacilación.

—Mi nombre es Joseph Avneri.

—Joseph Avneri murió hace un año, el último Elul. No me había dado cuenta de que eras un mimo tan excelente, Seúl.

—¿Mimo? ¿Y tú me hablas de mímica, Shimon? No se trata de mímica alguna. Soy tu Joseph, muerto, pero todavía consciente, arrojado por mis pecados en este monstruoso cuerpo extraño. ¿Eres lo bastante judío como para saber lo que es un dybbuk, Shimon?

—Un fantasma errante, sí, que toma posesión del cuerpo de un ser vivo.

—Pues me he convertido en un dybbuk.

—Ya no hay dybbuks. Son fantasmas surgidos del folklore medieval —le dije.

—Pues estás escuchando la voz de uno.

—Eso es imposible —repliqué.

—Estoy de acuerdo, Shimon, estoy de acuerdo —su voz sonaba ahora más tranquila—. Es completamente imposible. Yo tampoco creo en los dybbuks, como no creo en Zeus, ni en el Minotauro, ni en los hombres-lobo o las gorgonas. Pero ¿de qué otro modo puedes explicar mi existencia?

—Tú eres Seúl, el kunivaru, que está representando un truco muy hábil.

—¿De veras lo crees así? Escúchame Shimon: te conocí cuando éramos jóvenes en Tiberias. Te rescaté cuando estábamos pescando en el lago y nuestro bote se dio media vuelta. Estaba contigo el día en que te encontraste con Leah, con la que te casaste. Fui el padrino de tu hijo Yigal. Estudié contigo en la universidad de Jerusalén. Huí contigo en los feroces días del pogrom final. Permanecí contigo, vigilando a bordo del Arca, durante los años de nuestro vuelo fuera de la Tierra. ¿Recuerdas, Shimon? ¿Recuerdas Jerusalén? La Ciudad Vieja, el monte de los Olivos, la tumba de Absalón, el Muro de los Lamentos… ¿Acaso crees que un kunivaru puede conocer el Muro de los Lamentos, Shimon?

—No hay supervivencia de la conciencia después de la muerte —repliqué, con tenacidad.

—Hace un año, habría estado de acuerdo contigo. ¿Quién soy yo, sin embargo, si no soy el espíritu de Joseph Avneri? ¿Cómo puedes explicar mi existencia de otro modo? ¡Dios mío! ¿Crees que yo deseo creer esto, Shimon? Ya sabes lo burlón que yo era… Pero esto es real.

—Quizás estoy experimentando una alucinación muy vívida.

—Entonces llama a los otros. Si diez personas tienen la misma alucinación, ¿seguirá siendo una alucinación? ¡Sé razonable, Shimon! Aquí estoy, ante ti, contándote cosas que sólo yo podría saber, y tú niegas quién soy…

—¿Qué sea razonable? —pregunté—. ¿Y qué tiene que ver la razón con esto? ¿Acaso esperas que crea en fantasmas, Joseph, en demonios errantes, en dybbuks? ¿Acaso soy un campesino supersticioso, recién salido de los bosques polacos? ¿Acaso estamos en los tiempos medievales?

—Me acabas de llamar Joseph —observó, con tranquilidad.

—Difícilmente puedo llamarte Seúl si hablas con esa voz.

—¡Entonces me crees!

—No.

—Mira, Shimon, ¿has conocido alguna vez a un escéptico mayor que Joseph Avneri? La Torá no servía de nada para mí; siempre decía que Moisés era un personaje ficticio. Aré los campos en el Yom Kippur, reí acerca del rostro no existente de Dios. ¿Qué es la vida, decía yo? Y yo mismo me contestaba: un simple accidente, un fenómeno biológico transitorio. Y, sin embargo, aquí estoy. Recuerdo el momento de mi muerte. Durante todo un año, he estado errando por este mundo, sin cuerpo, percibiendo las cosas, incapaz de comunicarme. Y hoy me encuentro atrapado en el cuerpo de esta criatura, y sé que soy un dybbuk. Si yo creo, Shimon, ¿cómo puedes dudarlo tú? En nombre de nuestra amistad, ¡ten fe en lo que te digo!

—¿Te has convertido de veras en un dybbuk?

—Me he convertido en un dybbuk —me contestó.

Me encogí de hombros.

—Muy bien, Joseph. Eres un dybbuk. Es una locura, pero te creo.

Miré entonces con asombro al kunivaru. ¿Le creía? ¿O creía que estaba creyendo? Pero… ¿cómo podía no creer? No había otra forma de explicar el hecho de que la voz de Joseph Avneri procediera de la garganta de un kunivaru. El sudor empezó a recorrerme el cuerpo. Me encontraba frente a frente con lo imposible, y toda mi filosofía se vio conmocionada. Ahora, cualquier cosa sería posible: Dios podría aparecer en una zarza ardiente, el sol podría detenerse en el cielo…

No, me dije. Cree solamente en una cosa irracional a la vez, Shimon. Evidentemente, hay dybbuks; pues muy bien: hay dybbuks. No obstante, todo lo demás, lo que pertenece al mundo invisible, sigue siendo irreal, al menos hasta que se manifieste.

—¿Por qué crees que te ha ocurrido esto precisamente a ti? —le pregunté.

—Sólo puede tratarse de un castigo.

—¿Por qué, Joseph?

—Por mis experimentos. Ya sabías que estaba haciendo investigaciones sobre el metabolismo de los kunivaru, ¿verdad?

—Sí, desde luego, pero…

—¿Sabías que llevé a cabo experimentos quirúrgicos con kunivarus vivos en nuestro hospital? ¿Que utilicé pacientes sin informarles, ni a ellos ni a nadie más, para efectuar estudios prohibidos? Se trató de vivisecciones, Shimon.

—¿De qué?

—Había cosas que necesitaba saber, y sólo existía un medio de poder descubrirlas. La sed de conocimientos me condujo al pecado. Me dije a mí mismo que aquellas criaturas estaban enfermas, que, de todos modos, no tardarían en morir, y que podría beneficiar a todo el mundo el que las abriera mientras seguían viviendo, ¿comprendes? Además… no eran seres humanos, Shimon, sólo eran animales. Animales muy inteligentes, cierto, pero aún así…

—No, Joseph. Puedo creer con mayor facilidad en los dybbuks de lo que puedo creer esto que me dices. ¿Tú, haciendo esas cosas? ¿Mi sereno y racional amigo, un científico, un sabio? —me estremecí y me aparté unos pasos de él—. ¡Auschwitz! —grité—. ¡Büchenwald! ¡Dachau! ¿Significan esos nombres algo para ti? «Ellos no eran seres humanos», dijo el cirujano nazi. «Sólo eran judíos, y era mucha nuestra necesidad de conocimientos científicos»… Eso ocurrió hace sólo trescientos años, Joseph. Y ahora tú, un judío, un judío del pueblo, haces…

—Lo sé, Shimon. Lo sé. Ahórrame esa filípica. Pequé terriblemente, y por mis pecados se me ha dado este cuerpo grotesco, este cuerpo grande, horrible y pesado, estas cuatro patas que apenas si puedo coordinar, esta espina encorvada, este caliente y estúpido pelaje. Sigo sin creer en Dios, Shimon, pero me parece que creo en alguna especie de fuerza compensadora que equilibra las cuentas en este universo, y la cuenta se ha equilibrado en mí…

»¡Oh, sí, Shimon! Hoy he pasado seis horas de terror y aversión, como jamás había soñado que podría llegar a experimentar. Entrar en este cuerpo, freírme en este calor, errar por esas colinas atrapado en tal masa de carne, sentirme bombardeado por las percepciones sensoriales de un ser tan extraño… ha sido un verdadero infierno, te lo aseguro sin la menor exageración. De no haber sido ya cadáver, me habría muerto por la conmoción durante los diez primeros minutos. Sólo ahora, al verte, al hablarte, empiezo a poder controlarme. Ayúdame, Shimon.

—¿Qué quieres que haga?

—Sácame de aquí. Esto es un tormento. Soy un hombre muerto; tengo derecho a descansar del mismo modo que descansan los otros muertos. Libérame, Shimon.

—¿Cómo?

—¿Cómo, dices? ¿Cómo? ¿Acaso crees que lo sé yo? ¿Es que soy un experto en dybbuks? ¿Debo dirigir mi propio exorcismo? Si supieras el esfuerzo que exige simplemente el mantener este cuerpo erecto, el hacer que esta lengua forme las palabras hebreas, el decir cosas de modo que tú puedas comprenderlas…

De pronto, el kunivaru cayó sobre sus rodillas, un proceso lento, complejo y difícil de realizar, que me recordó la forma en que se posaban sobre el suelo los camellos de la Vieja Tierra. La extraña criatura empezó a farfullar, gemir y mover sus brazos de un lado a otro; apareció espuma en sus amplios y elásticos labios.

—¡Por el amor del cielo, Shimon! —gritó Joseph—. ¡Libérame!

 

Llamé a mi hijo Yigal, que llegó corriendo desde el otro extremo de los campos; es un joven flaco y saludable, de sólo once años de edad, pero dotado ya de piernas largas y un cuerpo fuerte. Sin entrar en detalles, le señalé al sufriente kunivaru y le dije que pidiera ayuda al kibbutz. Pocos minutos después regresó, al frente de siete u ocho hombres —Abrasha, Itzhak, Uri, Nahum y algunos otros―; necesitamos de todas nuestras fuerzas para elevar al kunivaru hasta el vagón de una recolectora y transportarlo al hospital. Dos de los médicos —Moshe Shiloah y algún otro— empezaron a examinar al extraño enfermo, y envié a Yigal al pueblo kunivaru para decirle al jefe que Seúl había sufrido un colapso en nuestros campos.

Los médicos diagnosticaron el problema con rapidez: un caso de postración debido al calor. Estaban discutiendo la clase de inyección que deberían aplicarle al kunivaru cuando Joseph Avneri, rompiendo un silencio que duraba desde que Seúl se cayera, anunció su presencia en el cuerpo del kunivaru. Uri y Nahum habían permanecido en la sala del hospital, conmigo; no deseando que esta locura se convirtiera en materia de conocimiento general en el kibbutz, me los llevé afuera y les pedí que olvidaran los delirios que acababan de escuchar. Cuando regresé, los médicos estaban muy ocupados con sus preparativos y Joseph les explicaba pacientemente que él era un dybbuk que había tomado posesión involuntaria del cuerpo del kunivaru.

—El calor ha vuelto completamente loca a esta pobre criatura —murmuró Moshe Shiloah, introduciendo una enorme aguja en uno de los muslos de Seúl.

—¡Haz que me escuchen! —me pidió Joseph.

—Ustedes conocen esa voz —les dije a los médicos—. Algo muy insólito ha sucedido aquí.

Pero no estaban más dispuestos a creer en dybbuks que en ríos capaces de discurrir hacia arriba. Joseph siguió protestando, y los médicos continuaron llenando metódicamente el cuerpo de Seúl con sedantes, restauradores y otros medicamentos. Ni siquiera le prestaron atención cuando Joseph empezó a hablar de los chismes del kibbutz correspondientes al año anterior: quién había estado acostándose con quién y a espaldas de quién; quién había estado sacando ilícitamente mercancías del almacén de la comunidad para vendérselas a los kunivaru, etc. Era como si tuvieran tanta dificultad en creer que un kunivaru pudiera hablar hebreo, que ya se sentían incapaces de aceptar algún sentido a lo que él estaba diciendo y que Seúl, en su delirio, adoptaba la voz de Joseph. De repente, Joseph elevó su voz por primera vez, diciendo en un tono muy alto y enojado:

—¡Usted, Moshe Shiloah! A bordo del Arca le encontré en la cama con la esposa de Teviah Kohn, ¿recuerda? ¿Cree que un kunivaru habría sabido eso?

Moshe Shiloah abrió la boca, sin decir nada, enrojeció y dejó caer la aguja hipodérmica. El otro médico se quedó casi tan asombrado como él.

—¿Qué es esto? —preguntó Moshe Shiloah—. ¿Cómo puede ser?

—¡Niegúeme ahora! —rugió Joseph—. ¿Me puede negar ahora?

Los médicos tenían ahora el mismo problema de aceptación con el que yo me había enfrentado, y hasta con el que el propio Joseph había tenido que superar. Todos nosotros éramos hombres racionales de este kibbutz, y lo sobrenatural no ocupaba lugar alguno en nuestras vidas. Pero no había forma de argumentar en contra del fenómeno. Escuchábamos la voz de Joseph Avneri surgiendo de la garganta de Seúl, el kunivaru, y la voz decía cosas que sólo Joseph podría haber dicho, y ya hacía más de un año que Joseph estaba muerto. Se le podía llamar un dybbuk, una alucinación, o cualquier otra cosa. Pero no podía ignorarse la presencia de Joseph allí.

Mientras cerraba la puerta con llave, Moshe Shiloah me dijo:

—Tenemos que solucionar esto de algún modo.

Tensamente discutimos la situación. Estuvimos de acuerdo en que se trataba de una cuestión delicada y difícil. Joseph, rabioso y torturado, exigía que le exorcisaran y que se le permitiera dormir el sueño de los muertos; a menos que le aplacáramos, podía hacernos sufrir a todos. En su dolor, en su furia, podía decir cualquier cosa, podía revelar todo lo que sabía sobre nuestras vidas privadas; un hombre muerto se encuentra más allá de todas las reglas de común decencia de la sociedad. No podíamos exponernos a eso.

Pero ¿qué podíamos hacer con él? ¿Encadenarlo en algún edificio apartado y ocultarlo en un solitario confinamiento? Difícilmente. El desgraciado Joseph se merecía un trato mejor por nuestra parte, y también había que considerar a Seúl, al pobre y suplantado Seúl, al involuntario anfitrión del dybbuk. No podíamos mantener a un kunivaru en el kibbutz, ya fuera prisionero o libre, aún cuando su cuerpo alojara el espíritu de uno de los nuestros; y tampoco podíamos permitir que el cuerpo de Seúl regresara al pueblo de los kunivaru con Joseph como furioso pasajero atrapado en su interior.

¿Qué hacer? Separar el alma del cuerpo, de algún modo: devolver a Seúl a su totalidad y enviar a Joseph al limbo de los muertos. Pero ¿cómo? En la farmacopea habitual no existía nada sobre los dybbuks… ¿Qué hacer? ¿Qué hacer?

 

Envié a buscar a Shmarya Asch y a Yakov Ben-Zion, que se encontraban ese mes a la cabeza del consejo del kibbutz, así como a Shlomo Feig, nuestro rabino, un hombre sagaz y enérgico, muy poco ortodoxo en su ortodoxia, casi tan secular como el resto de nosotros. Interrogaron ampliamente a Joseph Avneri y él les explicó todo el cuento, sus escandalosos experimentos secretos, su año post mortem como espíritu errante y su repentina y dolorosa encarnación en el interior de Seúl. Finalmente, Shmarya Asch se volvió hacia Moshe Shiloah y le espetó:

—Tiene que haber alguna terapia para un caso así.

—No conozco ninguna.

—Esto es esquizofrenia —dijo Shmarya Asch con su actitud habitual, firme y dogmática—. Y existen curas para la esquizofrenia. Hay drogas, electrochoques, hay… Usted conoce mejor que yo esas cosas, Moshe.

—Esto no es esquizofrenia —replicó Moshe Shiloah—. Esto es un caso de posesión demoníaca. No poseo la menor experiencia en el tratamiento de tales casos.

—¿Posesión demoníaca? —gritó Shmarya—. ¿Es que ha perdido la razón?

—Serenidad, serenidad, por favor —pidió Shlomo Feig, cuando todo el mundo empezó a gritar al mismo tiempo. La voz del rabino sonó agudamente entre el tumulto y nos silenció a todos. Era un hombre de gran fortaleza, tanto física como moral. Todo el kibbutz se volvía inevitablemente hacia él en busca de guía, aunque no había entre nosotros prácticamente ninguno que observara los grandes ritos del judaísmo—. A mí esto me resulta tan difícil de comprender como a ustedes —dijo—, pero la evidencia triunfa sobre mi escepticismo. ¿Cómo podemos negar que Joseph Avneri ha regresado como un dybbuk? Moshe, ¿no conoce usted algún medio para lograr que este intruso abandone el cuerpo del kunivaru?

—Ninguno —contestó Moshe Shiloah.

—Quizás los propios kunivarus conozcan un medio —sugirió Yakov Ben-Zion.

—Exactamente —dijo el rabino—. Es mi siguiente punto. Estos kunivaru son un pueblo primitivo. Viven más cercanos que nosotros al mundo de la magia y de la brujería, de los demonios y los espíritus; nuestras mentes han sido educadas en los hábitos de la razón. Quizás entre ellos se produzcan con cierta frecuencia tales casos de posesión. Quizá conozcan técnicas para alejar a los espíritus no deseados… Dirijámonos a ellos y permitamos que sean ellos mismos quienes curen a alguien de su propia raza.

Yigal no tardó mucho en llegar, trayendo consigo a seis kunivaru, incluyendo a Gyaymar, el jefe del pueblo. Llenaron la pequeña sala del hospital, moviéndose de un lado a otro como una delegación de enormes y peludos centauros. Me sentí oprimido por el olor acre que producían tantos de ellos en un espacio tan reducido, y aunque siempre se habían mostrado amistosos para con nosotros ―no oponiendo ni una sola objeción cuando aparecimos como refugiados para asentarnos en su planeta―, entonces sentí miedo de ellos como no lo había sentido nunca con anterioridad. Arremolinándose alrededor de Seúl, hicieron preguntas sobre él y su propia flexibilidad de lenguaje, y cuando Joseph Avneri contestó en hebreo, murmuraron cosas entre sí, de modo ininteligible para nosotros. Entonces, inesperadamente, se escuchó la voz de Seúl, hablando en contenidos monosílabos espásticos que revelaban la terrible conmoción que debía haber sufrido su sistema nervioso; a continuación, el extraño ser se desvaneció y fue Joseph Avneri quien habló una vez más por los labios del kunivaru, pidiendo perdón y solicitando la liberación de su estado.

Volviéndose hacia Gyaymar, Shlomo Feig preguntó:

—¿Han sucedido antes estas cosas en este mundo?

—¡Oh, sí, sí! —replicó el jefe—. Muchas veces. Cuando muere uno de nosotros teniendo un alma culpable se le niega el reposo, y el espíritu puede emprender extrañas migraciones antes de que le llegue el perdón. ¿Cuál fue la naturaleza del pecado de este hombre?

—Sería difícil de explicar a alguien que no sea judío —contestó el rabino apresuradamente, desviando la mirada—. Lo importante es saber si ustedes disponen de algún medio de deshacer lo que ha caído sobre el infortunado Seúl, cuyo sufrimiento lamentamos todos.

—Disponemos de un medio, sí —contestó Gyaymar, el jefe.

Los seis kunivaru elevaron a Seúl sobre sus hombros y se lo llevaron del kibbutz; se nos dijo que podíamos acompañarles si nos atrevíamos a hacerlo. Fuimos con ellos Moshe Shiloah, Shmarya Asch, Yakov Ben-Zion, el rabino, yo y algunos otros.

Los kunivaru no llevaron a su camarada hacia el pueblo, sino a una pradera situada varios kilómetros al este, en dirección hacia el lugar donde vivían los Hasidim. Poco después de nuestra Llegada, los kunivaru nos habían hecho saber que aquella pradera era sagrada para ellos, y ninguno de nosotros había penetrado jamás allí.

Se trataba de un lugar encantador, verde y húmedo: una cuenca en suave declive, cruzada por una docena de pequeñas y frías corrientes. Depositaron a Seúl junto a una de las corrientes y después se internaron en los bosques que bordeaban la pradera, para recoger leña y hierbas. Nosotros nos mantuvimos cerca de Seúl.

—Esto no servirá de nada —murmuró Joseph Avneri más de una vez—. Es una pérdida de tiempo, un estúpido gasto de energía.

Tres de los kunivaru empezaron a construir una fogata. Dos de ellos permanecían sentados cerca, desmenuzando las hierbas, haciendo montones de hojas, tallos y raíces. Gradualmente fueron apareciendo más ejemplares de su raza, hasta que la pradera quedó llena de ellos; parecía como si todo el pueblo, compuesto por unos cuatrocientos kunivaru, se hubiera reunido allí para observar o participar en el rito. Muchos llevaban consigo instrumentos musicales, trompetas y tambores, carracas y badajos, liras y laúdes, arpas, tablas de percusión, flautas de madera, todo ello muy intrincado y de caprichoso diseño; no habíamos sospechado siquiera la existencia de tal complejidad cultural. Los sacerdotes —supongo que eran sacerdotes, altos de estatura y dignos— llevaban ornados cascos ceremoniales y pesados mantos dorados, hechos de la piel de una bestia marina. Las gentes sencillas del pueblo llevaban cintas y. gallardetes, trozos de tejidos brillantes, espejos pulimentados de piedra y otros elementos ornamentales. Cuando se dio cuenta de lo elaborada que iba a ser la función, Moshe Shiloah, antropólogo aficionado de corazón, regresó corriendo al kibbutz para coger la cámara y el magnetofón. Regresó, sin respiración, en el justo momento en que se iniciaba el rito.

Y fue un rito glorioso: una enorme fogata, la picante fragancia de hierbas recién recogidas, algunos bailes de movimientos pesados y casi orgiásticos, y un coro de melodías duras, arrítmicas y a veces de tonos agudos. Gyaymar y el alto sacerdote del pueblo ejecutaron un elegante canto antifonal, pronunciando largos melismas que se entrelazaban unos con otros y rociando a Seúl con un fluido rosado de olor dulzón que extraían de un incensario de madera barrocamente labrado. Nunca he visto tan agitados a unos seres primitivos.

Pero la triste predicción de Joseph demostró ser correcta; todo fue en vano. Dos horas de intenso exorcismo no ejercieron el menor efecto. Cuando terminó la ceremonia —las últimas señales de puntuación fueron cinco terribles gritos pronunciados por el alto sacerdote—, el dybbuk seguía firmemente posesionado de Seúl.

—No me habéis conquistado —declaró Joseph, con tono poco afable.

—Me parece —admitió Gyaymar— que no tenemos poder para mandar sobre un alma terrena.

—¿Qué haremos ahora? —preguntó Yakov Ben-Zion, sin dirigirse a nadie en concreto—. Han fracasado nuestra ciencia y su brujería.

Joseph Avneri señaló hacia el este, donde se encontraba el poblado de los Hasidim, y murmuró algo confuso.

—¡No! —gritó el rabino Shlomo Feig que se encontraba cerca del dybbuk en ese momento.

—¿Qué ha dicho? —pregunté.

—No era nada —contestó el rabino—. Una tontería. Esta larga ceremonia le ha dejado fatigado y su mente se extravía. No le presten atención.

Me acerqué más a mi viejo amigo.

—Dime, Joseph.

—Dije —replicó lentamente el dybbuk— que quizás deberíamos enviar a buscar al Baal Shem.

—¡Tonterías! —volvió a decir Shlomo Feig, escupiendo.

—¿Por qué ese enojo? —quiso saber Shmarya Asch—. Usted, rabino Shlomo, usted fue uno de los primeros en defender el empleo de hechicheros kunivaru en este asunto. No siente el menor escrúpulo en juntar extraños con médicos, y sin embargo se enoja cuando alguien sugiere que a su compañero judío se le podría dar una oportunidad para sacar el demonio. ¡Sea consecuente, Shlomo!

La fuerte expresión del rostro del rabino Shlomo se vio salpicada de rabia. Resultaba extraño ver tan excitado a este hombre tranquilo y siempre afable.

—¡No quiero tener nada que ver con los Hasidim! —exclamó.

—Creo que se trata de una cuestión de rivalidades profesionales —comentó Moshe Shiloah.

—El dar reconocimiento a todo eso —dijo el rabino— es aún más supersticioso en el judaísmo, porque es de lo más irracional, grotesco, anticuado y medieval que existe. ¡No! ¡No!

—Pero los dybbuks somos irracionales, grotescos, anticuados y medievales —dijo Joseph Avneri—. ¿Quién mejor para exorcizarme que un rabino cuya alma sigue enraizada en las antiguas creencias?

—¡Prohibo eso! —espetó Shlomo Feig—. Si se llama al Baal Shem, yo… yo…

—Rabino —dijo Joseph, gritando ahora—, esto es una cuestión de mi alma torturada contra su ofendido orgullo espiritual. ¡Acceda! ¡Acceda! ¡Tráiganme a Baal Shem!

—¡Me niego!

—¡Miren! —gritó entonces Yakov Ben-Zion.

La disputa se habia hecho repentinamente académica. Sin haber sido invitados, nuestros primos Hasidim estaban llegando en larga procesión a la pradera sagrada. Eran extrañas figuras de aspecto prehistórico, vestidas con sus tradicionales túnicas largas, con sombreros de ala ancha, con pobladas barbas y rizos laterales; y al frente del grupo marchaba su tzaddik, su hombre santo, su profeta, su líder: Reb Shmuel, el Baal Shem.

Desde luego, no fue idea nuestra el traer con nosotros a los Hasidim, sacándolos de las humeantes ruinas de la Tierra de Israel. Nuestra intención consistía en abandonar la Tierra, dejando atrás todas sus lamentaciones, para empezar de nuevo en otro mundo, donde al fin pudiéramos construir una duradera patria judía, libre por una vez de nuestros eternos enemigos, los gentiles, y libre también de los fanáticos religiosos existentes entre nosotros mismos y cuya presencia había sido desde hacía tiempo un obstáculo a nuestra vitalidad. No necesitábamos místicos, ni extáticos, ni lamentadores, ni gemidores, ni saltarines, ni cantantes; sólo necesitábamos trabajadores, granjeros, maquinistas, ingenieros, constructores.

Pero ¿cómo podíamos negarles un lugar en el Arca? Se trató simplemente de su buena fortuna el que llegaran justo cuando hacíamos los preparativos finales para nuestro vuelo. La pesadilla que había oscurecido nuestro sueño durante tres siglos había sido muy real: toda la patria yacía envuelta en llamas, nuestros ejércitos habían sido destrozados en emboscadas, los filisteos, blandiendo largos puñales, asolaron nuestras devastadas ciudades. Nuestra nave estaba dispuesta para dar el salto hacia las estrellas. No éramos cobardes, sino simplemente realistas; resultaba estúpido pensar que seríamos capaces de seguir luchando, y si tenía que sobrevivir algún fragmento de nuestra antigua nación, sólo podría hacerlo lejos de aquel amargo mundo. Así es que estábamos dispuestos para marchar… y entonces llegaron ellos, Reb Shmuel y sus treinta seguidores, suplicando que los lleváramos. ¿Cómo podíamos rechazarlos, sabiendo que sin duda alguna perecerían? Eran seres humanos, eran judíos. A pesar de todos nuestros recelos, les permitimos subir a bordo.

Y entonces erramos por los cielos, año tras año, y luego llegamos a una estrella que no tenía nombre ―sólo un número―, y descubrimos que su cuarto planeta era dulce y fértil, un mundo más feliz que la Tierra, y dimos gracias a Dios, en quien no habíamos creído, por la buena suerte que Él nos deparó, y nos gritamos saludos de felicitación los unos a los otros. ¡Mazel tov! ¡Mazel tov! ¡Buena suerte! ¡Buena suerte! ¡Buena suerte!

Y alguien consultó un viejo libro y vio que, antiguamente, mazel había sido una connotación astrológica, y que en los tiempos de la Biblia no sólo había significado «buena suerte», sino también «estrella de la suerte», y así denominamos Mazel Tov a nuestra estrella y descendimos sobre Mazel Tov IV, que iba a convertirse en el Nuevo Israel. Y aquí no encontramos enemigos: ni egipcios, ni asirios, ni romanos, ni cosacos, ni nazis, ni árabes; únicamente a los kunivaru, gente amable y de naturaleza simple, que estudiaron solemnemente nuestras explicaciones hechas con señas y que nos replicaron, también por señas, diciéndonos: «bienvenidos, aquí hay más tierra de la que nosotros necesitaremos jamás». Y así construimos nuestro kibbutz.

Pero no teníamos el menor deseo de vivir cerca de aquellas gentes del pasado, los Hasidim, y ellos sentían un escaso amor por nosotros, puesto que nos veían como paganos, como judíos sin Dios que eran peores que los gentiles, por lo que se marcharon para construir un fangoso pueblo propio. A veces en las noches claras escuchábamos sus fuertes cánticos, pero por lo demás había muy pocos contactos entre los pueblos.

Yo podía comprender la hostilidad del rabino Shlomo ante la idea de la intervención del Baal Shem. Estos Hasidim representaban la parte mística del judaísmo, el lado dionisíaco oscuro e incontrolable, el esqueleto en la estructura tribal. Shlomo Feig podía extrañarse o sentirse encantado con un rito de exorcismo realizado por centauros cubiertos de pelo, pero le resultaba penoso que unos judíos tomaran parte en la misma clase de supernaturalismo. También había que considerar el triste hecho de que el razonable y sensible rabino Shlomo no contaba virtualmente con ningún seguidor entre los razonables y secularizados judíos de nuestro kibbutz, por lo que el hasidim Reb Shmuel era mirado con respeto y se le consideraba como un trabajador milagroso, un vidente, un santo. Dejando a un lado los comprensibles celos y prejuicios del rabino Shlomo, Joseph Avneri tenía razón: los dybbuks eran vapores procedentes del reino de lo fantástico…, y lo fantástico era el reino de Baal Shem.

 

Era una figura enormemente alta, angulosa, casi esquelética; mejillas flacas, una barba blanda y espesamente rizada y unos suaves ojos soñadores. Supongo que tenía unos cincuenta años de edad, aunque si me hubieran dicho que tenía treinta, o setenta, o noventa, me lo hubiese creído. Su sentido de lo dramático era inagotable; ahora que ya eran las últimas horas de la tarde, adoptó una posición que dejaba el sol a sus espaldas ―de modo que su larga sombra se extendía sobre todos nosotros―, extendió sus manos hacia adelante y dijo:

—Hemos recibido informes de que hay un dybbuk entre ustedes.

—¡Los dybbuk no existen! —replicó irritado el rabino Shlomo.

—Pero hay un kunivaru que habla con voz israelita, ¿no es cierto? —preguntó el Baal Shem, sonriendo.

—Si, se ha producido una extraña transformación —admitió el rabino Shlomo—, pero en estos tiempos, y en este planeta, nadie puede tomar en serio a los dybbuk.

—Querrá decir que usted no podrá tomarlos en serio —dijo el Baal Shem.

—¡Yo sí! —gritó Joseph Avneri, lleno de desesperación—. ¡Yo! ¡Yo soy el dybbuk! Yo, Joseph Avneri, muerto hace un año, en el último Elul, condenado por mis pecados a habitar una estructura de kunivaru. Un judío, Reb Shmuel, un judío muerto, un judío lastimero, pecador y miserable. ¿Quién me sacará de aquí? ¿Quién me liberará?

—¿No hay ningún dybbuk? —preguntó el Baal Shem amablemente.

—Este kunivaru se ha vuelto loco —contestó Shlomo Feig.

Carraspeamos y nos apoyamos en otro pie. Si alguien se había vuelto loco era nuestro rabino, al negar de ese modo un fenómeno que él mismo ―aunque de mala gana― había reconocido como genuino, hacía tan sólo unas horas. La envidia, el orgullo herido y la testarudez habían desequilibrado su buen juicio. Joseph Avneri, enfurecido, empezó a gritar el Aleph Beth Gimel, el Shma Yisroel, cualquier cosa que pudiera demostrar que era un dybbuk. El Baal Shem esperó con paciencia, con los brazos extendidos, sin decir nada. El rabino Shlomo, situado frente a él, con su poderosa y robusta figura empequeñecida por el Hasidim de piernas largas, sostuvo enérgicamente que tenía que haber alguna explicación racional para la metamorfosis del kunivaru Seúl.

Cuando finalmente Shlomo Feig guardó silencio, el Baal Shem dijo:

—Hay un dybbuk en este kunivaru. ¿Acaso cree, rabino Shlomo, que los dybbuks dejaron de errar cuando se destruyeron los shtetls de Polonia? Nada se pierde a la vista de Dios, rabino. Los judíos han ido a las estrellas; la Torá, el Talmud y el Zohar también han ido a las estrellas. Los dybbuks también pueden encontrarse en estos mundos extraños. Rabino, ¿puedo traer la paz a este espíritu atribulado y a este débil kunivaru?

—Haga lo que quiera —murmuró Shlomo Feig con el ceño fruncido, alejándose lleno de disgusto.

Reb Shmuel inició inmediatamente el exorcismo. Primero solicitó a un minyan. Ocho de sus Hasidim avanzaron hacia él. Intercambié una mirada con Shmarya Asch y nos encogimos de hombros y también dimos un paso adelante, pero el Baal Shem, sonriendo, nos rechazó e hizo señas a otros dos de los suyos para que entraran a formar parte del circulo. Empezaron a cantar; para vergüenza propia, no tengo la menor idea de lo que cantaron, porque las palabras eran yiddish de una especie de Galitzia, casi tan extrañas para mi como la lengua de los kunivaru. Cantaron durante diez o quince minutos; los Hasidim se fueron animando, dando palmadas con las manos, danzando alrededor de su Baal Shem; de repente, Reb Shmuel bajó sus manos hacia los costados, silenciándolos, y empezó a recitar tranquilamente frases hebreas que, al cabo de un momento, reconocí como las pertenecientes al Salmo 91: «El Señor es mi refugio y mi fortaleza, y en Él confiaré».

El salmo fue avanzando melodiosamente hasta su final, con la promesa de liberación y salvación. Durante un largo rato, todo quedó en silencio. Después, con una voz terrorífica ―no muy fuerte, pero tremendamente conminatoria―, el Baal Shem ordenó al espíritu de Joseph Avneri que se separara del cuerpo de Seúl, el kunivaru.

—¡Fuera! ¡Fuera! ¡En el nombre de Dios, sal y dirígete hacia tu descanso eterno!

Uno de los Hasidim entregó un shofar a Reb Shmuel. El Baal Shem se llevó a sus labios el cuerno de carnero y dio un solo y titánico soplido.

Joseph Avneri gimió. El kunivaru que le contenía dio tres pasos débiles y tambaleantes.

—¡Oh, madre, madre! —gritó Joseph.

La cabeza del kunivaru se echó hacia atrás; sus patas delanteras golpearon directamente sus propios flancos, y cayó torpemente sobre sus cuatro rodillas. Un eón pasó ante nosotros. Después, Seúl se levantó —en esta ocasión con suavidad, con la gracia natural de los kunivaru—, se dirigió hacia el Baal Shem, se arrodilló ante él y le tocó la vestidura negra del tzaddik. Así supimos que ya se había hecho todo.

Instantes después se desató la tensión. Dos de los sacerdotes kunivaru se apresuraron a acercarse al Baal Shem, y después Gyaymar, y a continuación algunos de los músicos y finalmente toda la tribu se apretaba contra él, tratando de tocar al hombre santo. Los Hasidim parecían preocupados y murmuraban su inquietud, pero el Baal Shem, elevando su estatura sobre la apretada multitud, bendijo tranquilamente a los kunivaru, acariciando el denso pelaje de sus lomos. Tras unos minutos, los kunivaru iniciaron un canto rítmico, y tardé algún tiempo en darme cuenta de lo que estaban diciendo. Moshe Shiloah y Yakov Ben-Zion captaron su sentido al mismo tiempo que yo y nos echamos a reír, hasta que nuestras risas se desvanecieron.

—¿Qué significan sus palabras? —preguntó el Baal Shem.

—Están diciendo —le informé— que han quedado convencidos del poder de tu Dios. Quieren convertirse en judíos.

Por primera vez observé conmocionado en su postura y serenidad a Reb Shmuel. Sus ojos fulguraron ferozmente, y se abrió paso por entre la multitud de los kunivaru. Creando un pasillo entre ellos y acercándose a mí, me espetó:

—¡Eso es absurdo!

—De todos modos, mírelos. Le rinden culto a usted, Reb Shmuel.

—¡Yo rechazo su culto!

—Ha obrado usted un milagro. ¿Les puede culpar por adorarle y sentir verdadera ansia por su fe?

—Que adoren lo que quieran —dijo el Baal Shem—, pero ¿cómo pueden convertirse en judíos? Sería una burla.

—¿Qué fue lo que le dijo usted al rabino Shlomo? —le pregunté, sacudiendo mi cabeza—. Que nada se perdía a los ojos de Dios. Siempre ha habido convertidos al judaísmo; nunca les invitamos, pero tampoco les rechazamos si son sinceros, ¿no es así, Reb Shmuel? Incluso aquí, en las estrellas, hay una continuidad de la tradición; y nuestra tradición dice que no endurezcamos nuestros corazones para con aquellos que buscan la verdad de Dios. Ésta es buena gente: permítales ser recibidos en Israel.

—No —dijo el Baal Shem—. Antes que nada, un judío debe ser humano.

—Muéstreme dónde dice eso en la Torá.

—¡La Torá! Está burlándose de mí. Antes que nada, un judío debe ser humano. ¿Acaso se permitió a los gatos convertirse en judíos? ¿Y a los caballos?

—Estas gentes no son ni gatos ni caballos, Reb Shmuel. Son seres tan humanos como nosotros.

—¡No! ¡No!

—Si puede haber un dybbuk en Mazel Tov IV —observé—, también puede haber judíos con cuatro patas y pelaje verde.

—No. No, no. ¡No!

El Baal Shem ya no quería saber nada más de esta discusión. Apartando de un modo muy poco santo las manos de los kunivaru que se extendían hacia él, reunió a sus seguidores y se marchó como una torre de dignidad ofendida, sin despedirse siquiera.

 

Pero ¿cómo puede negarse la verdadera fe? Los Hasidim no ofrecieron estímulo alguno, de modo que los kunivaru acudieron a nosotros; aprendieron hebreo y les prestamos libros, y el rabino Shlomo les dio instrucción religiosa. A su debido tiempo y siguiendo su propia forma, los kunivaru se convirtieron al judaísmo. Todo esto sucedió hace años, en la primera generación después de la Llegada. Ahora, la mayoría de quienes vivieron aquellos tiempos ya han muerto —el rabino Shlomo, el Baal Shem Reb Shmuel, Moshe Shiloah, Shmarya Asen. Yo era entonces muy joven. Ahora sé muchas cosas más, y si no estoy más cerca de Dios de lo que jamás estuve, quizás Él se ha acercado más a mí. Como carne y mantequilla en la misma comida, y aro mi tierra en el Sabbath, pero ésas son viejas costumbres que tienen muy poco que ver con las creencias, o con la ausencia de fe.

También nos sentimos mucho más cerca de los kunivaru de lo que estábamos en aquellos primeros tiempos. Ya no parecen ser criaturas extrañas, sino simplemente vecinos cuyos cuerpos poseen una forma diferente. Los más jóvenes de nuestro kibbutz se sienten especialmente atraídos hacia ellos. El año pasado, el último rabino Lhaoyir, un kunivaru, sugirió a algunos de nuestros jóvenes que acudieran a recibir lecciones a la Talmud Torá, la escuela religiosa que él dirige en el pueblo kunivaru; desde la muerte de Shlomo Feig no ha habido en el kibbutz nadie capaz de impartir esa instrucción. Cuando Reb Yossele ―el hijo y sucesor del Baal Shem Reb Shmuel― se enteró de eso, opuso fuertes objeciones. «Si vuestros jóvenes toman instrucción», dijo, «al menos enviádnoslos a nosotros, y no a unos monstruos verdes». Mi hijo Yigal le expulsó del kibbutz. Yigal le dijo a Reb Yossele que preferíamos que nuestros jóvenes aprendieran la Torá de monstruos verdes que permitir que fueran educados por los Hasidim.

Y así el hijo de mi hijo ha recibido sus lecciones en la escuela Talmud Torá del rabino Lhaoyir, el kunivaru, y a la próxima primavera pasará su bar mitzvah. En otros tiempos me habría sentido desconcertado por tales cuestiones, pero ahora sólo digo: ¡qué extraño! ¡Qué inesperado! ¡Qué interesante!

Desde luego, el Señor, si es que existe, debe tener un agudo sentido del humor. Me gusta un Dios capaz de sonreír y hacer una mueca, que no se tome a sí mismo con excesiva seriedad. ¡Los kunivaru son judíos! ¡Sí! ¡Están preparando a David para su bar mitzvah! ¡Sí! Hoy es el Yom Kippur y escucho el sonido del shofar procedente de su pueblo. ¡Sí! Que así sea. Que así sea, sí, y que todo sean alabanzas para Él.

 

 

 

UN PEQUEÑO BURÓCRATA

 

 

1

 

El primer día del verano, mi esposa del mes, Silena Ruiz, robó el programa maestro del distrito del centro de computadoras de Ganfield Hold y desapareció con él. Un guardia del Hold ha confesado que ella logró entrar seduciéndole, y después le administró una droga. Algunos dicen que está ahora en Conning Town; otros han oído rumores según los cuales ha sido vista en Morton Court, y otros mantienen que su destino era Mill. Supongo que no importa mucho hacia dónde se haya marchado. Lo que verdaderamente importa es que nos hemos quedado sin nuestro programa.

Hemos vivido sin él durante once días, y las cosas están empezando a desmoronarse. El calor es abominable, pero tenemos que cambiar todos los termostatos a control manual antes de poder utilizar nuestro sistema de refrigeración; creo que herviremos dentro de nuestras pieles antes de haber terminado el trabajo. Un mal funcionamiento de los exploradores que controlan nuestro compactador de desechos ha dejado sin funcionar nuestros recogedores de basura, los que ya no funcionarán a menos que dispongan de un lugar donde arrojar lo que recogen. Como nadie sabe cuál es la orden adecuada que debe darse al compactador, los desperdicios se acumulan formando montones pestilentes en cada calle, y densos enjambres de moscas ―o cosas peores― vuelan sobre ellos.

Al principio del cuarto día nuestra policia también empezó a quedar inmovilizada —¿quién podría decir por qué?—, y a estas alturas todos ellos se encuentran detenidos en sus vehículos. Algunos ya han empezado a oxidarse, puesto que los programas de mantenimiento están desfasados. Se ha extendido la noticia de que nos encontramos sin protección, y los extranjeros se introducen en el distrito con toda impunidad, molestando a nuestras mujeres, secuestrando a nuestros hijos, robando nuestras reservas de alimentos. En Ganfield Hold, equipos de debilitados y sudorosos técnicos trabajan constantemente para sustituir el programa que falta, pero pueden transcurrir meses e incluso años antes de que puedan desarrollar un programa nuevo.

En teoría debía haber duplicados almacenados en varios lugares de la comunidad, precisamente para impedir una calamidad como ésta; pero en realidad no disponemos de ninguno. El que se conservaba en el despacho del capitán del distrito resultó estar anticuado unos veinte años; el que se guardaba en la casa del padre de almas había sido devorado por las ratas; el programa mantenido en las bóvedas subterráneas del edificio de hacienda pareció hallarse intacto, pero cuando se le introdujo en la ranura de absorción falló misteriosamente en el proceso de activar a las computadoras. Así pues, nos hallamos indefensos: un distrito entero ―cientos de miles de seres humanos― abandonado a las caprichosas mareas de la suerte. Silena, Silena, ¡Silena! Dejar incapacitado a todo Ganfield, hacer más difíciles nuestras vidas ya sobrecargadas, exponerme al odio de mis vecinos… ¿Por qué, Silena? ¿Por qué?

La gente me mira ferozmente por las calles. En cierto modo, me consideran responsable de todo esto. Me señalan y murmuran; unos días más y me escupirán y maldecirán, y si no se produce pronto alguna especie de alivio, puede que hasta lleguen a arrojarme piedras. Y yo quisiera gritarles: «Mirad, sólo era mi esposa del mes, y actuó completamente por cuenta propia. Os aseguro que no tenía la menor idea de que pensara hacer una cosa así». Y, sin embargo, ellos me acusan. En las ricas casas de Morton Court, cenarán criaturas robadas en Ganfield hoy mismo, y a mí se me considera el responsable.

¿Qué haré? ¿Hacia dónde puedo volverme?

Puede que tenga que huir. Pero el pensamiento de cruzar los límites del distrito me produce escalofríos. ¿Temo el peligro de la muerte, o sólo la pérdida de todo lo que me resulta familiar? Probablemente ambas cosas: no tengo ningún ansia de morir y ningún deseo de abandonar Ganfield. Y, sin embargo, me iré para encontrar refugio. No importa lo difícil que pueda ser, si es que puedo cruzar los límites sano y salvo. Si continúan acusándome a mí del crimen cometido por Silena, no me quedará otra elección. Creo que preferiría morir a manos de extraños, que perecer a manos de mi propia gente.

 

2

 

Esta noche sofocante me encuentro en la parte superior de la Torre Ganfield, buscando un poco de brisa fresca y el refugio de la oscuridad. Medio distrito ha tenido la idea de escapar del calor viniendo esta noche aquí arriba; para alejarme de los ojos furibundos y de los labios apretados, he subido al quinto parapeto, donde habitualmente sólo trepan los atrevidos y los tontos. Yo no soy ninguna de ambas cosas, y sin embargo aquí estoy.

Mientras me muevo lentamente alrededor del borde de la torre, sujetándome débilmente de la estropeada barandilla, puedo contemplar todo nuestro distrito. Ganfield es un cuenco playo en cuanto a su forma, elevándose lentamente a partir del punto central que es la torre, hasta una altura situada en el perímetro del distrito. Dicen que antiguamente un amplio lago ocupaba el lugar donde ahora se encuentra Ganfield; fue drenado y cubierto hace siglos, cuando se agudizó la necesidad de encontrar nuevos espacios para vivir. Ayer oí decir que se están utilizando grandes bombas para impedir que el antiguo lago penetre a través de nuestros sótanos, y que no tardarán mucho en fallar o quedar fuera de servicio por cuestiones de mantenimiento, y entonces nos veremos inundados. Quizás suceda así. Antiguamente, Ganfield devoró el lago; ¿devorará ahora el lago a Ganfield? ¿Caeremos en las aguas oscuras, seremos tragados, y no habrá nadie que se lamente por nosotros?

Extiendo mi vista sobre Ganfield. Esas altas cajas de ladrillos son nuestros habitáculos; de veinte pisos de altura, parecen enanas desde el punto dominante en que me encuentro. Esa franja de tierra, negra a la humeante luz de la luna, es nuestro pequeño y lastimoso parque comunitario. Esos edificios de techos bajos son nuestras tiendas, reunidas atropelladamente en un racimo. Esa es nuestra zona industrial, si es que lo es. Esa enorme sombra rechoncha situada hacia el norte de la torre es Ganfield Hold, donde nuestras computadoras van quedando fuera de servicio una tras otra.

He pasado casi toda mi vida dentro de estos estrechos ámbitos que forman Ganfield. Cuando era un niño y las cuestiones no parecían tan duras entre un distrito y sus vecinos, mi padre me llevó de vacaciones a Morton Court, y en otra ocasión a Mill. De joven, fui enviado por asuntos de negocios a Parley Close, pasando por tres distritos. Recuerdo aquellos viajes con tanta claridad y vividez como si los hubiera soñado.

Pero ahora todo es diferente, y ya han transcurrido veinte años desde la última vez que abandoné Ganfield. No soy uno de los privilegiados viajantes que transitan alegremente de una zona a otra. Todo el mundo es una gran ciudad, según se dice, con los desiertos colonizados, los ríos cruzados por innumerables puentes y todos los lugares abiertos llenos de gente, como una ciudad universal que ha abolido los antiguos límites. Pero, no obstante, hace veinte años que no he pasado de un distrito a otro. Y me pregunto: ¿somos una sola ciudad, o simplemente miles de enemistados y diminutos estados fragmentados?

Mira allí, a lo largo del perímetro. Ya no hay límites, pero ¿qué es eso? Esos son nuestros límites, el Ganfield Crescent, ese amplio y curvado boulevard que rodea el distrito. ¿Eres un hombre de alguna otra zona? Entonces… cruza el Crescent a riesgo de tu vida. ¿Ves nuestras máquinas de policía, de brillante hocico, lustrosas, formidables y poderosas, desparramadas como cantos rodados por la amplia avenida? Ellas te interrogarán, y si tus contestaciones no son claras, pueden destruirte. Claro que esta noche no pueden hacerle daño a nadie.

Mira hacia fuera ahora, hacia nuestra horda de alborotados vecinos. Más allá del Crescent, hacia el este, veo las severas agujas de Conning Town, y hacia el oeste, descendiendo gradualmente hacia el confuso valle, se pueden ver los estropeados edificios de paredes oscuras de Mill, con el feliz Morton Court en el extremo más alejado. Y en alguna otra parte, en la humeante distancia, hay otros lugares. Folkstone y Budleigh y Hawk Nest y Parley Close y Kingston y Old Grove y todos los demás distritos, la miríada de distritos que forman parte de la cadena que se extiende de un océano a otro, de una costa a otra, ocupando nuestro continente palmo a palmo. Los distritos, los trozos de llamativo cristal que configuran el mosaico global, las comunidades infinitamente numerosas que son los segmentos de la ciudad-mundial que lo abarca todo.

Esta noche, en la capital, están planificando los modelos de lluvia del próximo mes para unos distritos que los propios planificadores no han visto nunca. Los lugares de alimento de los distritos —inadecuados, siempre inadecuados— están siendo diseñados por hombres para quienes nuestros apetitos no son más que entidades puramente abstractas. Allá, en la capital, ¿creen realmente en nuestra existencia? ¿Piensan realmente que hay un lugar como Ganfield? ¿Qué ocurriría si les enviáramos una delegación de ciudadanos notables para pedirles ayuda con objeto de sustituir nuestro programa perdido? ¿Les importaría algo? ¿Nos escucharían siquiera? De no ser así, ¿existe una capital? ¿Cómo puedo yo, que nunca he visto e! cercano distrito de Old Grove, aceptar, basándome sólo en la fe, que existe un centro lejano de gobierno, solitario, inaccesible, rodeado por el mito?

Quizás sólo se trate de una construcción compuesta por alguna astuta máquina subterránea, que sea nuestro verdadero dirigente. Eso no me sorprendería. Nada me sorprende. No hay capital. No hay planificadores centrales. Más allá del horizonte, todo es neblina.

 

3

 

En el despacho, al menos, nadie se atreve a mostrarme hostilidad alguna. No hay ceños fruncidos, ni miradas furiosas, ni referencias despreciativas por la falta del programa. Después de todo, soy diputado jefe del Comisionado del Distrito para la Nutrición; y como el Comisionado suele estar ausente, en realidad estoy yo a cargo del departamento. Si el delito de Silena no destruye mi carrera, a la larga podría ser imprudente para mis subordinados el tratarme con desdén. En cualquier caso, estamos tan ocupados que no queda tiempo para tales tácticas.

Somos los responsables de mantener a la comunidad adecuadamente alimentada, y nuestras tareas se han visto muy complicadas por la pérdida del programa, pues ahora no hay forma segura de procesar nuestras hojas de situación, y tenemos que requisar y distribuir la comida mediante suposiciones y memoria. ¿Cuántas balas de cubos de plancton consumimos cada semana? ¿Cuántos kilos de mezcla proteica? ¿Cuánto pan para las tiendas de Ganfield Inferior? ¿Cuántas novedades de dieta es probable que se extiendan este mes por el distrito?

Si la demanda y el suministro quedan desequilibrados como consecuencia de un fallo en nuestros cálculos, podrían producirse actos de violencia, incursiones en los distritos vecinos, e incluso renovadas explosiones de canibalismo dentro del propio Ganfield. Así pues, tenemos que efectuar nuestras estimaciones con la mayor precisión. ¡Qué terrible aislamiento espiritual sentimos decidiendo estas cosas sin la ayuda de ninguna computadora!

 

4

 

En el catorceavo día de la crisis, el capitán del distrito me convoca. Su mensaje me llega a últimas horas de la tarde, cuando todos estamos mareados de fatiga, sofocados por la humedad. He permanecido durante varias horas envuelto en complejos tratos telefónicos con un alto funcionario del Consejo de Nutrientes de la Marina; se trata de una organización perteneciente al gobierno de la Ciudad Central y, por lo tanto, debo mostrar el más exquisito de los tactos si no quiero que las cuotas de plancton de Ganfield sean drástica y arbitrariamente reducidas debido a la repentina molestia de un burócrata. El contacto telefónico es inseguro —el Consejo de Nutrientes de la Marina tiene su cuartel general en Melrose New Port, a medio continente de distancia, en la costa sudoriental—, y la línea chisporrotea y se desvanece con distorsiones. Nuestras computadoras eliminarían normalmente esos ruidos, si estuviera actuando el programa maestro.

En el momento en que llegamos a una crisis en la negociación, mi subdiputado me entrega una nota: «El capitán de distrito quiere verle». Ahora no, le digo silenciosamente, moviendo los labios. Continúan las negociaciones. Pocos minutos después, me llega otra nota: «Es urgente». Sacudo la cabeza y aparto la nota de mi mesa. El subdiputado se retira a la antesala del despacho, donde le veo enzarzado en una frenética discusión con un hombre que lleva el uniforme gris y verde del personal del capitán de distrito. El mensajero señala hacia mí con vehemencia. En ese preciso instante, se corta la comunicación telefónica. Dejo el instrumento de un golpe y llamo al mensajero.

—¿Qué ocurre?

—El capitán, señor. Debe usted dirigirse inmediatamente a su despacho, por favor.

—Imposible.

Me muestra una autorización que lleva el sello del capitán.

—Exige su presencia inmediata.

—Dígale que debo terminar un asunto muy delicado —replico—. Quizás dentro de unos quince minutos.

—No se me ha autorizado para permitir retraso alguno —me dice, sacudiendo la cabeza.

—¿Se trata de un arresto, entonces?

—De una convocatoria.

—¿Pero con la fuerza de un arresto?

—Sí; con la fuerza de un arresto —me contesta.

Me encojo de hombros y cedo. Todas las responsabilidades desaparecen de mí. Que sea el subdiputado quien trate con el Consejo de Nutrientes de la Marina; que lo haga el empleado del despacho exterior, o que no lo haga nadie; que todo el distrito se muera de hambre. Ya no me importa. Se me ha convocado. Se me ha descargado de mis responsabilidades. Entrego mi despacho al subdiputado y le sintetizo en quizás unas cien palabras el resultado actual de mis intrincadas horas de negociación. Ahora, todo forma parte del problema de otra persona.

El mensajero me conduce desde el edificio a la calle, calurosa y húmeda. El cielo está oscuro y pesado, amenazando lluvia; evidentemente ha estado lloviendo durante un rato, porque el contenido de las alcantarillas retrocede y se forman remolinos de agua fangosa en los canalones. El sistema de drenaje también se controla desde Ganfield Hold, y ahora debe de estar fallando. Nos apresuramos a cruzar la estrecha plaza situada frente a mi despacho, evitamos un riachuelo de aguas residuales, y nos abrimos paso por entre una multitud de apretados e irritados trabajadores que regresan a sus casas.

El uniforme del mensajero crea una invisible esfera de intocabilidad a nuestro alrededor; la multitud se abre presurosa, cerrándose tras nosotros. Sin una sola palabra, soy conducido al edificio con fachada de piedra del capitán de distrito, pasando rápidamente a su despacho. No es un lugar que me resulte desconocido, pero llegar aquí como prisionero es algo muy distinto a asistir a una reunión del consejo del distrito. Tengo los hombros caídos y mis ojos miran hacia la gastada alfombra.

Aparece el capitán de distrito. Es un hombre de sesenta años, de cabello plateado, erguido, con un mirar franco y directo, y sus rasgos reflejan poca de la tensión que debe imponerle su cargo. Ha gobernado nuestro distrito durante diez años. Me saluda por mi nombre, pero no efusivamente, y dice:

—¿No ha tenido noticias de su esposa?

—Habría informado, de haberlas tenido.

—Quizá, quizá. ¿Tiene alguna idea de dónde se encuentra?

—Sólo sé los rumores que circulan por ahí —contesto—. Que está en Conning Town, en Morton Court, en Mill.

—No está en ninguno de esos lugares.

—¿Está usted seguro?

—He consultado con los capitanes de esos distritos —me dice—. Niegan tener conocimiento alguno de su presencia. Claro que no tenemos razón alguna para confiar en sus palabras, pero, por otro lado, ¿por qué razón se molestarían en engañarme? —sus ojos se fijan en los míos—. ¿Qué parte jugó usted en el robo del programa?

—Ninguna, señor.

—¿Ella no le habló nunca de cometer una traición?

—Nunca.

—En todo Ganfield existe la fuerte convicción de que hubo una conspiración.

—De ser asi, yo no sabía nada al respecto.

Me juzga con una mirada penetrante. Después de una prolongada pausa, me dice con pesadez:

—Nos ha destruído, y usted lo sabe. Tal como están las cosas, sólo podremos funcionar durante otras seis semanas sin el programa, y sólo si no se produce ninguna plaga, si no nos vemos inundados, si no nos desbordan los bandidos procedentes del exterior. Después de ese tiempo, los efectos acumulados de tantos fallos y paralizaciones terminarán por paralizarnos a todos. Caeremos en el caos. Nos esforzaremos inútilmente en medio de nuestros propios desechos, muertos de hambre, sofocados, entregados al salvajismo… y viviremos como bestias hasta el final… ¿quién sabe? Estamos perdidos sin el programa maestro. ¿Por qué ella nos hizo esto?

—No tengo ninguna teoría —contesto—. Era una mujer muy reservada. Fue precisamente su independencia de espíritu lo que me atrajo.

—Muy bien. Que sea su independencia de espíritu lo que le atraiga ahora. Encuéntrela, y traiga de nuevo el programa.

—¿Encontrarla? ¿Dónde?

—Eso lo tiene que descubrir usted.

—¡Pero si no conozco nada del mundo fuera de Ganfield!

—Aprenderá usted —me dice fríamente el capitán—. Hay aquí quienes estarían dispuestos a condenarle por traición, pero yo no veo nada valioso en eso. ¿De qué nos sirve el castigarlo a usted? Sin embargo, le podemos utilizar. Es usted un hombre inteligente y con recursos; puede abrirse paso a través de distritos hostiles, y puede reunir información y tener éxito en descubrir su paradero.

»Si hay alguien capaz de influir sobre ella, es usted; y si la encuentra, quizá pueda inducirla a devolver el programa. Ninguna otra persona podría confiar en lograrlo. Vayase. Le ofrecemos inmunidad de persecución, a cambio de su colaboración.

El mundo giraba rápidamente a mi alrededor. Mi piel quemaba de la conmoción.

—¿Dispondré de un salvoconducto para atravesar los distritos vecinos? —le pregunto.

—En la medida que podamos arreglarlo. Y me temo que no será mucho.

—Entonces, ¿me proporcionará una escolta? ¿Dos o tres hombres?

—Creemos que viajará mucho mejor si va solo. Un grupo de varios hombres tiene el carácter de una fuerza invasora; se le trataría con recelo y aún peor.

—¿Dispondré al menos de credenciales diplomáticas?

—Llevará una carta de identificación en la que se pide a todos los capitanes que respeten su misión y le traten con cortesía.

Sé muy bien el valor que podría tener una carta así en Hawk Nest, o en Folkstone.

—Esto me asusta —digo.

Él asiente, mostrando cierta amabilidad.

—Lo comprendo. Sin embargo, alguien debe buscarla, y ¿qué otro mejor que usted? Le concedemos un día para hacer sus preparativos. Partirá a primeras horas de pasado mañana…, y que Dios acelere su regreso.

 

5

 

Preparativos, dijo. ¿Cómo puedo prepararme? ¿Qué mapas puedo recoger, si no conozco cuál es mi destino? Es impensable regresar al despacho; voy directamente a casa y deambulo durante cuatro horas de una habitación a otra, como si me enfrentara con mi ejecución al amanecer. Finalmente consigo reponerme, y me preparo una frugal comida, aunque dejo la mayor parte en el plato. Ni una llamada de los amigos; tampoco yo llamo a nadie. Desde la desaparición de Silena, mis amigos se han separado de mí.

Apenas duermo. Durante la noche, escucho gritos roncos y agudas alarmas en la calle; en las noticias de la mañana siguiente me entero de que cinco hombres de Conning Town, que habían acudido a saquear, fueron atrapados por uno de los nuevos grupos de vigilantes que han sustituido a las máquinas de policía, siendo ejecutados sumariamente. Y eso no me gusta nada, pensando que dentro de un día puedo encontrarme yo mismo en Conning Town.

 

¿De qué pistas puedo disponer para dar con Silena? Pido hablar con el guardia a través del cual consiguió penetrar en Ganfield Hold. Está detenido desde entonces; el capitán está demasiado ocupado como para decidir ahora su destino y, mientras tanto, el pobre hombre languidece. Es un hombre pequeño, de cuerpo grueso, con un cerdoso pelo rojo y una frente sudorosa; le brillan los ojos de temor y le tiemblan las ventanillas de la nariz.

—¿Qué puedo decir? —me pide—. Estaba de servicio en el Hold. Llegó ella. No la había visto antes, aunque sabía que debía ser de alta posición. Llevaba la capa abierta. Por debajo, parecía ir desnuda. Estaba excitada.

—¿Qué le dijo a usted?

—Que me deseaba. Esas fueron sus primeras palabras.

Sí. Pude imaginarme a Silena haciendo eso, aunque ya tuve más dificultades en imaginármela, con su delicada figura, envuelta por el abrazo de este hombre pequeño y cuadrado.

—Me dijo que me conocía, y que estaba ansiosa de que la poseyera.

—¿Y después?

—Cerré la puerta. Fuimos a una habitación interior donde hay un catre. Era un momento tranquilo del día; pensé que no sucedería nada. Ella se quitó la capa. Su cuerpo…

—Su cuerpo no importa.

Yo también podía verlo demasiado bien con los ojos de mi mente: los delgados muslos, el vientre tenso, los pequeños y elevados senos, la cascada de cabello color chocolate cayendo sobre sus hombros.

—¿De qué hablaron ustedes? ¿Dijo ella algo de tipo político? ¿Algún eslogan, quizá algunas palabras contra el gobierno?

—Nada. Permanecimos juntos, desnudos, tumbados un rato, sólo acariciándonos. Entonces me dijo que traía consigo una droga que aumentaría diez veces las sensaciones del acto sexual. Se trataba de unos polvos negros. Me los bebí con agua; ella tambien bebió, o pareció hacerlo. Me quedé dormido instantáneamente. Cuando me desperté, todo el Hold estaba excitado y me habían detenido —me mira, con ojos furiosos—. Tendría que haber sospechado desde el principio que era un truco. Esa clase de mujeres no sienten deseos de un hombre como yo. ¿Qué daño le he hecho a usted? ¿Por qué me eligió como víctima de su plan?

—Será el de ella —corregí—, no el mío. Yo no he tomado parte en esto. La motivación de ella es un misterio incluso para mí. Si pudiera descubrir a dónde ha ido, la buscaría y obtendría esas respuestas. Cualquier ayuda que pueda usted prestarme puede garantizarle el perdón y la libertad.

—No sé nada —dice, tristemente—. Ella llegó, me engañó, me drogó y robó el programa.

—Piense. ¿Ni una palabra? Quizá mencionara el nombre de algún otro distrito.

—Nada.

Un payaso, eso es lo que es, un inocente, un inútil. Al marcharme me grita que interceda por él, pero ¿qué puedo hacer yo?

—Ella nos ha perdido a todos —le contesto.

 

Ante mi solicitud, un fiscal del distrito me acompaña al apartamento de Silena, que se encuentra cerrado oficialmente desde su desaparición. Su contenido ha sido detalladamente examinado, pero quizá haya alguna clave de la que sólo yo pueda darme cuenta. Al entrar, noto un agudo dolor de pérdida, pues la vista de las pertenencias de Silena me recuerda tiempos más felices. Todas estas cosas me son dolorosamente familiares: sus hileras de libros bien arreglados y dispuestos, sus ropas, sus muebles, su cama. Sólo la conocía desde hacía once semanas, y era mi esposa del mes desde hacía dos. No me había dado cuenta de que hubiera llegado a significar tanto para mí, y de un modo tan rápido.

El fiscal y yo estuvimos echando un vistazo. Los libros demostraban la agilidad de su incansable mente: pequeñas y ligeras obras de ficción, obras serias de historia, análisis de problemas sociales, previsiones de las condiciones que se presentarían. La Era de la Ciudad Mundial, de Holman; Megalópolis Triunfante, de Sawtelle; El nuevo mundo del hombre urbano, de Doxiadis; Cincuenta mil millones de vidas, de Heggebend; Calcuta se encuentra en todas partes, de Marks; La Nueva Comunidad, de Chasin. Cojo algunos de los libros, acariciándolos como si fueran la propia Silena. Muchas de las noches que pasé aquí, Silena tomó uno de estos libros, Sawteller o Heggebend, o Marks o Chasin, para leerme un pasaje que resaltaba algún punto de vista particular que ella estaba defendiendo en aquel momento. Voy pasando las páginas perezosamente. Docenas de líneas están subrayadas con un trazo fino y preciso, y también abundan los largos comentarios marginales.

—Hemos analizado todo eso para tratar de encontrar un posible significado —dice el fiscal—; la única conclusión a que hemos llegado es que ella cree que el mundo está superpoblado —una sonrisa raquítica, y añade—: ¿Y quién no lo piensa? —luego me señala hacia un montón de folletos verdes que están en el extremo de una estantería inferior, diciendo—: Esto, por otra parte, le puede ser útil en su búsqueda. ¿Sabe algo de ellos?

El paquete consiste en nueve copias de algo llamado Walden Tres. Se trata de una fantasía utópica situada, al parecer, en un terreno idílico de corrientes de agua y bosques. Los folletos no me son conocidos; Silena tuvo que haberlos obtenido hace poco tiempo. ¿Por qué nueve copias? ¿Estaba actuando como distribuidora? Llevan el pie de imprenta de una editorial de Kingston. Ganfíeld y Kingston cortaron toda relación comercial hace mucho tiempo; el material publicado allí es raro de encontrar aquí ahora.

—No los he visto nunca —digo—. ¿Dónde cree usted que los consiguió?

—Existen tres rutas principales a través de las cuales llega la literatura subversiva de Kingston. Una de ellas es…

—Entonces, ¿este panfleto es subversivo?

—¡Oh, sí, bastante! Argumenta en favor de una inversión completa de las tendencias sociales de los últimos cien años. Como le estaba diciendo, hay tres rutas principales para que pase la literatura subversiva que se origina en Kingston. Le hemos seguido la pista a una cadena de distribuidores que corre por Wisleigh y Cedar Mall; otra que pasa por Old Grove, Hawk Nest y Conning Town, y una tercera que pasa por Parley Close y Mill. Es muy plausible que su esposa se encuentre ahora mismo en Kingston, después de haber viajado por cualquiera de esas tres rutas clandestinas de distribución, oculta y ayudada durante todo el camino por sus compañeros de subversión. Pero no tenemos forma alguna de confirmar esto —sonríe con expresión vacia y añade—: Podría estar en cualquiera de las otras comunidades, a lo largo de las rutas. O en ninguna de ellas.

—Sin embargo, debería pensar en Kingston como mi objetivo último, a menos que me entere de algo que me indicara lo contrario. ¿No es cierto?

—¿Qué otra cosa puede hacer?

 

Sí, ¿qué otra cosa puedo hacer? Tengo que buscar, dejándome dirigir por el azar a través de un número desconocido de distritos hostiles, sin disponer de ninguna clave, excepto esta pista vaga, implícita en el lugar de origen de estos nueve folletos, mientras el tiempo sigue pasando y Ganfield se desliza cada vez más profundamente hacia la confusión total.

La oficina del fiscal me suministra algunas cosas valiosas: mapas, cartas de introducción, un pasaporte de conmutadora que, al menos, debería permitirme atravesar algunas líneas de distrito sin ser molestado, y una serie de monedas locales así como billetes emitidos por el banco central y que, en consecuencia, son válidos en la mayoría de los distritos. En contra de mis deseos, se me entrega también un arma —una pequeña pistola de calor—, además de una cápsula que puedo tragarme en el caso de que sea deseable una muerte rápida y fácil. Como fase final de mi preparación, me paso una hora conferenciando con un agente secreto, ahora retirado, cuya carrera de espionaje le permitió estar en cientos de comunidades muy alejadas, como Threadmuir y Reed Meadow. ¿Qué consejo puede darle a alguien que intenta cruzar al otro lado?

—Mantenga siempre su dignidad —me dice—. Sea confiado y tenga seguridad en sí mismo, como si perteneciera a cualquier lugar en el que se encuentre. Nunca camine como un furtivo. Mire a todos los hombres a los ojos. Sin embargo, no diga nada más que lo estrictamente necesario. Manténgase vigilante en todo momento. No relaje nunca su guardia.

Todos estos consejos los podría haber pensado yo mismo. Pero no me dice nada sobre la naturaleza de corazonadas específicas que ayuden a la supervivencia. Cada distrito, dice, presenta problemas únicos, que están cambiando constantemente. No se puede anticipar nada; tiene uno que enfrentarse con todo a medida que vaya surgiendo. ¡Qué confortante!

 

Por la noche acudo a la casa del padre de almas, a la sombra de la Torre Ganfield. Marcharme sin su bendición no sería prudente. Pero hay algo de teatral y poco espontáneo en mi visita, y mi fe me abandona en el mismo momento en que entro. Una vez en la antecámara en penumbras, enciendo las nueve luces y cojo los nueve puñados de hierba del vaso ceremonial. Realizo todos los demás actos rituales, pero mi espíritu permanece frío y vacío, y me siento incapaz de rezar. El propio padre de almas, informado de mi misión, me concede una audiencia —es un viejo delgado, con unos ojos impenetrables insertos en profundas y ásperas cuencas— y me favorece con un ligero abrazo.

—Vaya con seguridad —me dice—. Dios lo observa.

Quisiera sentirme seguro de eso. Al regresar a casa, sigo la ruta más tortuosa posible, como si quisiera apurar tanto como me fuese posible de Ganfield en esta última noche aquí. Todo el pasado cruza mi mente, como si se tratara de un río que empezara a correr por una cuenca seca. Mi lugar de nacimiento, mi escuela, las calles donde jugué, el dormitorio donde pasé mi adolescencia, la casa de mi primera esposa del mes. Adiós. Adiós.

Mañana cruzaré los límites. Regreso solo a mi apartamento; una vez más, mi sueño es inquieto. Una hora después del amanecer, ante mi propio asombro, me encuentro esperando ante la boca del tubo de tránsito que enlaza con Conning Town. Y asi empieza el cruce de los límites.

 

6

 

A bordo del tubo, nadie habla. Los rostros son tensos, los cuerpos se mantienen rígidos en los asientos de plástico. Ocasionalmente, alguien situado al otro lado me dirige una mirada como si se preguntara quién puede ser este recién llegado al grupo de gente que viaja con regularidad, pero sus ojos se apartan rápidamente en cuanto me doy cuenta. No conozco a ninguna de estas personas, aunque deben haber vivido en Ganfield desde hace mucho tiempo; sus vidas no me han interesado nunca con anterioridad. Son ingenieros, comerciantes, diplomáticos, cualquier cosa; sus carreras están atadas a otros distritos distintos del suyo. Es una de las anomalías de nuestra sociedad, aún más fragmentada y estratificada por el hecho de que siga existiendo un cierto contacto regular entre una comunidad y otra; un cierto número de personas tienen que viajar cada día a distritos distintos, donde trabajan encapsulados, aislados, entre personas extrañas y de actitudes poco amistosas.

Avanzamos hacia el este a una velocidad inimaginable; seguramente ya hemos cruzado los límites de Ganfield y estamos en territorio extraño. Un anuncio luminoso en la pared del vehículo anuncia nuestra ruta:

CONNING TOWN - HAWK NEST - OLD GROVE - KINGSTON - FOLKSTONE - PARLEY CLOSE - BUDLEIGH - CEDAR MALL - EL MILL - MORTON COURT - GANFIELD.

Es una amplia curva a través de nuestros más inmediatos vecinos. Trato de visualizar los lazos separados en esta cadena de distritos, cada uno de los cuales forma una comunidad de trescientos o cuatrocientos mil ciudadanos leales y patrióticos, cada uno con su tono especial, su distinción, su calidad propia, su aparato de gobierno, sus costumbres y rituales. Pero sólo me los puedo imaginar como un montón de Ganfields, siendo cada lugar muy parecido al que acabo de abandonar.

Sé que esto no es así. La ciudad mundial no es una colección homogénea de uniformidades, ni un montón global de suburbios que no pueden distinguirse unos de otros. No, hay una diversidad increíble, una enorme cantidad de núcleos urbanos distintos agrupados por la necesidad común en una frágil unidad. Ningún plan maestro los dio a luz; cada uno de los distritos evolucionó en un momento separado para servir las necesidades de un propósito particular. Esta comunidad se extiende a lo largo de la curva de un río; aquella otra remonta las laderas de una escarpada colina; aquí, la arquitectura dominante refleja un clima suave, mientras que en otras partes se enfrenta a una naturaleza poco agradable; la forma sigue la topografía y la función local, creando individualidad.

El mundo es de una gran riqueza; ¿por qué entonces sólo imagino la existencia de diez mil Ganfields iguales? Desde luego, no es así de simple. Nos hallamos atrapados en la tensión entre las fuerzas que estimulan las distinciones entre unos y otros, y las fuerzas que quieren forzar a todas las comunidades hacia una misma identidad. Las fuerzas centrífugas desmembraron las enormes ciudades antiguas, como Londres, Tokio y Nueva York, en comunidades de vecinos que disponían de poderes casi autónomos.

Esas ciudades gigantescas eran demasiado grandes para sobrevivir; la densidad de la población, que dificultaba el transporte a larga distancia y las comunicaciones, terminó por conmocionar todo el tejido urbano, destruyó la autoridad del gobierno central y dejó a la sub-ciudad, estrechamente unida y a pequeña escala, como la única entidad viable. Entonces, se afirmaron por sí mismos dos procesos dinámicos y contradictorios. El orgullo y la búsqueda de ventajas locales condujeron a cada comunidad hacia la especialización: una se convirtió en un centro primordial de producción industrial; la otra se dedicó a la educación avanzada; ésta a las finanzas; aquélla al procesado de las materias primas; la otra al comercio al por mayor de servicios; la otra a la distribución al por menor, etcétera, con lo que la configuración y textura de cada distrito quedó definida por la función elegida.

Y, sin embargo, la nueva descentralización exigió un elevado grado de redundancia, de duplicación de estructuras gubernamentales, de empresas y servicios comunitarios. Teniendo en cuenta su propia seguridad, cada distrito sintió la necesidad de transformarse en un microcosmos de la antigua gran ciudad. Idealmente, deberíamos haber mantenido un equilibrio entre la especialización y la redundancia, con todas las comunidades esforzándose por cumplir las necesidades de las demás comunidades con la menor coincidencia posible y con la menor pérdida de recursos; de hecho, nuestra fragilidad humana ha hecho nacer estas irreversibles tendencias de rivalidad y de temor irracional, apartando a un distrito del otro, de tal modo que, frente a nuestros propios intereses, cortamos año tras año nuestros lazos de interdependencia, y buscamos tenazmente la autosuficiencia a nivel de distrito. Como quiera que esto es imposible, nuestras vidas se empobrecen constantemente. Al final, todos los distritos serán iguales y habremos creado un mundo de Ganfields dramáticamente lánguidos, sin gracia alguna, y a los que les faltará variedad.

 

El tren-tubo se detiene. Esto es Conning Town. He cruzado la primera línea del distrito. Salgo junto con una fila de viajeros habituales, con caras serias. Les imito y me aproximo a una ciclópea máquina de exploración, presentándole mi pasaporte. No está marcado por los visados; los pasaportes de ellos aparecen repletos de visados. Tiemblo ligeramente, pero la máquina me acepta y me imprime un sello en el pasaporte que muestra una fluorescencia brillante, de un tembloroso carmesí, contra el color lavanda pálido de la página:

 

* DISTRITO DE CONNING TOWN *

* VISADO DE ENTRADA *

* VALIDEZ 24 HORAS *

 

Fechado con la hora, el minuto y el segundo. Bienvenido, extranjero, pero ¡vete de nuestra ciudad antes de que salga el sol!

Subo por la rampa ronroneante, saliendo a la calle. Es una mañana luminosa sobre las torres de Conning Town, construidas unas muy cerca de otras. El aire es frío y dulce, algo extraño para mí después de tantos días de sofoco en la desmecanizada Ganfield sin programa. ¿Se desplazará nuestro pesado aire a través de la frontera, molestándoles? Ojos tristes me estudian: quienes me rodean saben que soy extranjero. Sus ropas me resultan extrañas en cuanto a estilo, con puntas en los hombros, acampanadas en el talle. Me encuentro esbozando una necia sonrisa en respuesta a sus severas miradas.

Camino durante una hora por la parte central, sin objetivo concreto, hasta que se funden mis primeros temores y una cómica agudeza se apodera de mí: pretendo, ante mí mismo, que soy un nativo, y disfruto de esta endeble impostura. Este lugar no se distingue mucho de Ganfield y, sin embargo, nada es del todo igual. Las aceras son más anchas; los faroles de las calles tienen cuellos arqueados en lugar de angulares; los hidrantes contraincendios son verdes y dorados, y no azules y naranja. Las máquinas de policía tiene cúpulas más planas que las nuestras y están rodeadas por diez o doce ojos de espías, mientras que las nuestras disponen de seis a ocho. Diferente, diferente, todo es diferente.

En tres ocasiones soy detenido por máquinas de policía. Presento mi pasaporte, muestro mi visado y se me permite continuar. Por lo menos hasta ahora, el pasar al otro lado ha resultado más fácil de lo que pensaba. Nadie me molesta aquí. Supongo que tengo un aspecto inofensivo. ¿Por qué razón pensé que mi condición de extranjero llevaría a estas gentes a atacarme? Después de todo, Ganfield no está en guerra con sus vecinos.

Caminando hacia el este en busca de una librería, cruzo por un viejo vecindario residencial y por unas sombrías fábricas antes de llegar a una zona de pequeñas tiendas. Después, a últimas horas de la tarde, descubro tres librerías en el mismo bloque, pero son lugares asépticos y no la clase de tiendas donde se podría encontrar propaganda subversiva del tipo de Walden Tres. Las dos primeras están completamente automatizadas, con paredes negras, placa de carga y operaciones de exploración. La tercera tiene un empleado humano, un hombre de unos treinta años, con un caído bigote amarillo y unos ojos alertas y azules. Reconoce mi estilo de ropas y dice:

—De Ganfield, ¿eh? Hay muchos problemas por allá.

—¿Se ha enterado?

—Sólo rumores. Se ha estropeado la computadora, ¿verdad?

—Sí, algo así —contesto, asistiendo.

—Sin policía, sin retirada de las basuras, sin control del tiempo, es bastante difícil trabajar… Eso es lo que dicen.

No parece ni sorprendido ni perturbado por el hecho de tener a un extranjero en su tienda. Su actitud es amable y relajada. ¿Está tratando de obtener información sobre nuestra vulnerabilidad? Tengo que cuidarme de no decirle nada que pueda ser utilizado contra nosotros. Pero, evidentemente, aquí ya se han enterado de todo.

—Supongo —dice— que para ustedes es un poco como entrar en la Edad de Piedra. Debe ser algo realmente traumático.

—Nos las estamos arreglando —digo, con naturalidad.

—De todos modos, ¿cómo sucedió?

Me encojo de hombros, con un gesto de ignorancia.

—No estoy muy seguro al respecto.

Sigo sin revelar nada. Pero entonces, algo en su tono de un momento antes me llega tardíamente y neutraliza algo de las sospechas automáticas y reflexivas con las que me he enfrentado a sus preguntas. Miro a mi alrededor; no hay nadie más en la tienda. Dejo que mi voz suene con un cierto tono de conspiración y le digo:

—En realidad, puede que no sea tan traumático, una vez que nos hayamos acostumbrado a la nueva situación. Quiero decir que hubo antes un tiempo en el que no dependíamos tanto de las máquinas que piensan por nosotros, y sin embargo sobrevivíamos, e incluso nos las arreglábamos bastante bien para vivir. La semana pasada estuve leyendo un pequeño libro en el que, según me pareció, se decía que podríamos aprovecharnos de la situación si intentábamos regresar al antiguo estilo de vida. Era un libro publicado en Kingston.

—Walden Tres.

No fue una pregunta, sino una afirmación.

—Exacto —admito, escudriñándole con mis ojos—. ¿Lo ha leído?

—Lo he visto.

—Creo que ese libro tiene mucho sentido.

—Yo también lo creo —me dice, sonriendo cálidamente—. ¿Reciben ustedes mucho material de Kingston allá en Ganfield?

—En realidad, muy poca cosa.

—Aquí tampoco llega mucho.

—Pero debe haber algo, ¿no?

—Sí, algo sí —me confirma.

¿Me he encontrado con un miembro del movimiento subterráneo de Silena? Ávidamente, le digo:

—¿Sabe? Quizás pueda usted ayudarme a encontrar a unas personas que…

—No.

—¿No?

—No —la expresión de sus ojos sigue siendo amistosa, pero las facciones de su rostro aparecen tensas—. Por aquí no se hace nada de eso —dice, con un tono de voz repentinamente uniforme y remoto—. Tendrá usted que ir Hawk Nest.

—Me han dicho que se trata de un lugar horrible.

—Aún así, Hawk Nest es donde usted debe ir. A la tienda de Nate y Holly Borden, en la Box Street —bruscamente, su actitud cambia, adoptando la de un empleado exageradamente amable—. ¿Puedo servirle en algo más, señor? Si está interesado en alguna supernovela, disponemos de un par de casettes nuevos, doblemente amplificados. Acaban de llegar. Quizás desee que se los muestre…

—No, gracias.

Sonrío, sacudo la cabeza con un gesto negativo y abandono la tienda. Una máquina de policía espera fuera. Su cúpula gira, y cada uno de sus ojos me explora intensamente; finalmente, la resonante voz me dice:

—Su pasaporte, por favor.

Ahora, esta rutina ya me resulta familiar. Saco el documento. A través del escaparate de la librería veo al empleado observando disimuladamente. La máquina de policía dice:

—¿Cuál es su lugar de residencia en Conning Town?

—No tengo ninguno. Estoy aquí con un visado para veinticuatro horas.

—¿Y dónde pasará la noche?

—En un hotel, supongo.

—Por favor, muéstreme su reserva de habitación.

—Aún no he reservado nada —le comunico.

Un largo momento de silencio; la máquina está conferenciando con su central, sin duda, explorando el programa maestro de Conning Town, en busca de instrucciones. Finalmente, dice:

—Se le advierte que debe obtener una reserva legítima y mostrarla a un monitor de control a la primera oportunidad que tenga dentro de las próximas cuatro horas siguientes. El no hacerlo así representará una cancelación de su visado y una expulsión inmediata de Conning Town —desde las profundidades de la máquina escucho algunos clics siniestros—. Ahora se encuentra usted bajo vigilancia formal —me anuncia.

Rebosante de preguntas, regreso apresuradamente a la tienda. El empleado muestra cierto disgusto al volver a verme. Cualquier persona que atraiga a los monitores hacia su tienda —«monitores» es el nombre con que se conocen aquí las máquinas de policía— no es bien recibida.

—¿Puede usted decirme dónde encontrar el hotel más próximo y decente posible? —le pregunto.

—No encontrará ninguno.

—¿No hay hoteles decentes?

—No hay hoteles. Al menos, no hay ninguno en el que pueda encontrar una habitación. Sólo disponemos de dos o tres casas de transeúntes, y los alojamientos son reservados con meses de antelación a los viajeros habituales.

—¿Sabe eso el monitor?

—Desde luego.

—Entonces, ¿dónde se supone que deben permanecer los extranjeros?

—Aquí no hay ningún programa estructural para esa clase de extranjeros —me dice el empleado, encogiéndose de hombros—. Los viajeros habituales disponen de reservas regulares. Los intrusos no autorizados no pertenecen en absoluto a este distrito. Supongo que a usted se le puede considerar como algo intermedio. Para usted, no hay forma legal alguna de pasar la noche en Conning Town.

—Pero mi visado…

—Ni aún así.

—Entonces, supongo que lo mejor sería irme a Hawk Nest.

—Es tarde para eso. Ha perdido el último tubo. No le queda más remedio que permanecer aquí, a menos que desee intenta el cruzar la frontera a pie, en la oscuridad. Y eso no se lo recomiendo.

—¿Quedarme? ¿Pero dónde?

—Duerma en la calle. Si tiene suerte, los monitores le dejarán tranquilo.

—Supongo que en alguna avenida retirada y tranquila, ¿no?

—No —dice—. Si duerme en algún lugar apartado, seguramente se encontrará con los bandidos nocturnos. Vaya a una de las calles designadas donde se puede dormir. En medio de una gran multitud puede usted pasar desapercibido, aunque se encuentre bajo vigilancia.

Mientras habla, se mueve por la tienda, cerrándola para la noche. Tiene aspecto de sentirse intranquilo e incómodo. Cojo mi mapa de Conning Town y él me indica hacia dónde dirigirme. El mapa tiene varios años y quedó anticuado; él lo corrige con irritados trazos de su lápiz. Abandonamos juntos la tienda. Le invito a que se venga conmigo a algún restaurante como invitado mío, pero él me mira como si tuviera alguna enfermedad contagiosa.

—Adiós —me dice por toda respuesta—. Buena suerte.

 

7

 

Solo, alejado de otros comensales, ceno en una precaria cafetería, débilmente iluminada y automatizada, situada en los límites del centro de la ciudad. Las máquinas silenciosas me ofrecen sopa acre, pan pálido y esponjoso, y un estofado de color plomizo que contiene unos ingredientes de un origen indeterminable en forma de grumos, por lo que pago con cuentas de plástico amarillas que corresponden a la moneda vigente en Conning Town. Al salir, muy poco satisfecho, observo un brillo rojizo en el cielo por la parte oeste; puede ser una maravillosa puesta de sol o, según lo que sé, una señal de que Ganfield puede estar ardiendo.

Miro a mi alrededor, en busca de monitores. Mi período de cuatro horas de gracia ya casi ha expirado. Tengo que desaparecer inmediatamente entre la multitud. Parece aún demasiado pronto para irse a dormir, pero sólo me encuentro a unas pocas manzanas del lugar donde el empleado de la librería me sugirió que debería pasar la noche, así es que me dirijo hacia allí.

Es lo mismo; cuando llego a mi destino —una plaza ancha, bordeada por edificios grises de fachada ornamentada— lo encuentro lleno de personas que se disponen a dormir en la calle. Debe haber unas ochocientas, hombres, mujeres, grupos familiares, todos ellos instalados en pequeños cuadrados de territorio empedrado a los que evidentemente se aspira noche tras noche, de acuerdo con algún sistema de derechos habituales. Otras personas están llegando constantemente, penetrando en la plaza por las tres entradas de que dispone, encontrando sus lugares, extendiendo cojines de espuma o montones de ropa a modo de colchones.

Se trata de una multitud amistosa: esta gente se siente unida por lazos de vecindad, por una pobreza común. Ríen, se abrazan, participan en juegos de azar, intercambian confidencias susurradas, discuten, llevan a cabo transacciones, y se unen en los ritos de la religión local, realizando una rutina en la que participan seis personas que dan palmadas y cantan.

Aquí, la intimidad parece algo anticuado. Se desnudan tranquilamente los unos delante de los otros y se producen casos de emparejamiento abierto. La alegría de la escena —que a mi me sugiere un carnaval medieval, un juego de Brueghel— sólo se ve estropeada por mi conciencia de que esta horda de juerguistas no dispone de casa alguna bajo los inhóspitos cielos, siendo vulnerables a la lluvia, la nevisca, la húmeda niebla, la nieve y otras inclemencias invernales y veraniegas que se dan en estas latitudes. En Ganfield sólo tenemos a unas cuantas personas que duermen en las calles: son aquellos que han perdido sus licencias residenciales y que se ven forzados temporalmente a vivir al aire libre. Pero aquí parece tratarse de una institución establecida, como si Conning Town hubiera declarado una moratoria hace varios años para una nueva construcción residencial, sin comprobar al mismo tiempo el incremento de la población.

Caminando entre, alrededor, y sobre la gente, llego al centro de la plaza y selecciono un trozo de pavimento que no está ocupado. Pero, al cabo de un momento, llega una pequeña mujer de rostro rubicundo, muy excitada y animada ―hablando con un acento tan fuerte de Conning Town que apenas si puedo entender―, que afirma tener derecho sobre este lugar. Sus ojos brillan con amenaza; sus manos no están muy lejos de convertirse en garras. Algunas personas cercanas se sientan y me observan amenazadoramente. Pido disculpas por mi error y me retiro, tropezando con un niño y estando a punto de tirar una burbujeante cacerola de cocina.

Continúo. No encuentro sitio ni aquí, ni allá. Una mano surge de entre un montón de mantas y me acaricia la pierna mientras estoy mirando a mi alrededor, lleno de perplejidad. Tampoco aquí. Un hombre con el rostro pintado surge de una tienda verde en miniatura y me habla en un lenguaje que no entiendo. Tampoco aquí. Continúo mi camino una y otra vez, pensando que terminaré por ser completamente expulsado de la plaza, excluido, descalificado incluso para dormir en las calles de este distrito; pero finalmente encuentro un pequeño rincón donde los ocupantes me indican que soy bien recibido.

—¿Sí? —pregunto.

Me sonríen burlonamente y me hacen gestos. Agradecidamente, tomo posesión del lugar.

 

Ha llegado la oscuridad. La plaza sigue llenándose; después de mí han llegado por lo menos mil personas, introduciéndose en cada hueco, y no cesa de llegar gente. Escucho fuertes risotadas, una continua cháchara, la más seria de las persuasiones románticas, el agudo sonido de la disputa doméstica. Alguien pasa una jarra de vino, incluso a mí; es un vino amargo, probablemente zumo de almeja fermentado, pero aprecio el gesto. La noche es cálida, casi pegajosa. En el aire se nota un extraño olor a comida; es algo fuerte, muy picante. ¿Será curry? ¿Es esto entonces la verdadera Calcuta?

Cierro los ojos y me encojo sobre mí mismo. Las duras piedras están frías debajo de mí. No tengo colchón alguno, y me siento incapaz de quitarme las ropas delante de tantas personas extrañas. Me será muy difícil dormir en esta casa de locos. Pero gradualmente va disminuyendo el rumor de las conversaciones y, agotado, consumido, me deslizo hacia un sueño profundo e inquieto.

Tengo sueños terribles. La presión asfixiante de una multitud ávida. Los ríos saltando por encima de sus canales. Las torres desmoronándose. Fuentes de barro surgiendo por mil ventanas bajas. Anillas de acero rodeando mis muslos; mis piernas, dejándolas inservibles, aplastándolas. Un torrente de piojos abalanzándose sobre mí. Una mano helada que me toca. Que me toca. Que me toca, despertándome de mi sueño.

Una dura luz blanca me empapa. Parpadeo, me encojo, me cubro los ojos. Poco después, me doy cuenta de que sobre mí hay un monitor. A mi alrededor, quienes dormían se han despertado, apartándose, murmurando, señalando.

—Su permiso para dormir en la calle, por favor.

Atrapado. Murmuro excusas, argumento ignorancia de la ley, ruego perdón. Pero una máquina de policía no es ni malévola, ni compasiva; simplemente, sigue su programa. Me pide mi pasaporte y examina mi visado. Entonces, me recuerda que he estado bajo vigilancia. No habiendo obtenido una habitación del hotel, como se me había ordenado, habiendo descuidado el informar a un monitor dentro del intervalo de tiempo prescrito, soy sujeto de expulsión.

—Muy bien —digo—. Condúzcame a la frontera con Hawk Nest.

—Regresará usted inmediatamente a Ganfield.

—Tengo cosas que hacer en Hawk Nest.

—Quienes entran ilegalmente son devueltos a su distrito de origen.

—¿Qué más le da dónde yo vaya, siempre y cuando salga de Conning Town?

—Quienes entran ilegalmente son devueltos a su distrito de origen —vuelve a decir la máquina, inexorablemente.

No me atrevo a regresar, habiendo conseguido tan poco. Mientras continúo mi discusión con el monitor, soy alejado de la plaza y conducido a través de cavernosas calles oscuras hacia la boca de un tubo de tránsito. Al nivel de la estación, se encarga de mí un segundo monitor.

—El tren con destino a Ganfield —me informa el monitor que me aprehende—, llegará dentro de tres horas.

El primer monitor se marcha.

Demasiado tarde, me doy cuenta de que a la máquina se le ha olvidado devolverme mi pasaporte.

 

8

 

El segundo monitor muestra muy poco interés por mí. Patrullando la estación del tubo, describe un amplio arco a mi alrededor, mientras mantiene uno de sus ojos exploradores superficialmente dirigido hacia mí, pero sin realizar ningún intento para interferir con lo que hago. Si trato de escapar, indudablemente me destruirá. Estudio mis mapas con inquietud. Hawk Nest se halla situado al noreste de Conning Town; si ésta es la estación de tubo que yo creo que es, la frontera no debe estar muy lejos. Cinco minutos andando, quizá. Sin pasaporte, no puedo ir a ningún lado, excepto a Ganfield; ha quedado revocado mi status de viajero habitual. Pero las cuestiones legales sirven de poco en Hawk Nest.

¿Cómo escapar?

Me trazo un plan. Su simplicidad parece absurda, pero lo absurdo resulta a menudo muy útil cuando se trata con máquinas. Al monitor se le han dado instrucciones para que me ponga en el tren con dirección a Ganfield. Pero no se le ha dicho que me mantenga necesariamente en ese tren.

Espero las agotadoras horas que faltan para el amanecer. Lejos, en el túnel, escucho el estrépito del aire comprimido. Chato, tan suave como el terciopelo, el tren se desliza en el interior de la estación. El monitor me ordena que suba a él. Penetro en el vagón, lo cruzo rápidamente y salgo por la puerta abierta del extremo más alejado de la plataforma. Aún cuando el monitor haya observado la maniobra, difícilmente podrá disparar a través de un tren lleno de gente. Al abandonar el vagón inicio un trote pasando con rapidez entre los sorprendidos viajeros, y subo las escaleras a toda prisa, hasta salir a la neblinosa mañana.

En el nivel de la calle no es prudente echar a correr. Adopto un paso rápido y me mezclo con las multitudes de los trabajadores matutinos. La calle es el Crystal Boulevard. Bien. He memorizado una ruta desde el Crystal Boulevard hasta Flagstone Square, y después hasta la frontera por la Mechanic Street. Es presumible que todos los monitores, enlazados con el sistema nervioso central del que dispongan las máquinas del distrito de Conning Town, hayan sido advertidos instantáneamente de mi desaparición. Pero eso no es lo mismo que saber dónde me encuentro. Me dirijo hacia el norte por el Crystal Boulevard —su nombre muestra un oscuro sentido de la ironía, debido a las graves transformaciones que puede efectuar el paso del tiempo— y llevado por la corriente del tráfico de peatones, penetro en la Flagstone Square, una plaza sucia, de dimensiones desproporcionadas, de cuya izquierda sale la Mechanic Street. Paso sin ser interceptado ante una gran acumulación de tiendas pequeñas.

El lugar donde pueden esperarse problemas es en la frontera.

Llego allí al cabo de unos minutos. Se trata de una calle ancha y polvorienta, silenciosa y vacía, llena de una hilera de almacenes de ladrillo en el lado de Conning Town, y de una fila de edificios bajos en la parte de Hawk Nest, algunos de ellos en ruinas, y los mejores con un aspecto enormemente sucio. No hay barrera alguna. El cruzar una frontera de distrito es ilegal excepto en tiempo de guerra, y no he oído decir que haya guerra entre Conning Town y Hawk Nest.

¿Me atrevo a cruzar? Máquinas de policía de dos especies patrullan la calle: las chatas pertenecientes a Conning Town, y las negras y de cabeza hexagonal de Hawk Nest. Sin duda alguna, unas o las otras me derribarán en la tierra de nadie situada entre ambos distritos. Pero no tengo otra elección. Tengo que seguir adelante.

Empiezo a correr por la calle en el momento en que dos máquinas de policía, que se han cruzado con órbitas opuestas, han dejado un espacio sin patrullar de aproximadamente una manzana de longitud. A medio camino de mi cruce, el monitor de Conning Town me detecta y lanza una orden. Las palabras son ininteligibles para mí, y sigo corriendo y zigzagueando, con la esperanza de evitar el rayo que probablemente seguirá. Pero la máquina no dispara; debo estar ya en la parte de Hawk Nest, por lo que a la máquina de Conning Town ya no le preocupa lo que sea de mí.

La máquina de Hawk Nest ha observado mi presencia. Rueda hacia mí en el momento en que tropiezo, pasando el límite.

—¡Alto! —me grita— ¡Presente sus documentos!

En ese preciso momento, un hombre de barba roja y feroz mirada en los ojos, de amplios hombros, sale de un destartalado edificio cercano al lugar donde me encuentro. Una idea surge de mi mente. ¿Se mantendrán aún en este duro distrito las costumbres del patrocinio y el derecho de asilo?

—¡Hermano! —le grito—. ¡Qué suerte! —le abrazo y antes de que pueda deshacerse de mí, le murmuro—: Soy de Ganfield y busco derecho de asilo aquí. ¡Ayúdeme!

La máquina ha llegado junto a nosotros. Comienza inmediatamente un interrogatorio, y yo digo:

—Este es mi hermano, que me ofrece el privilegio del derecho de asilo. ¡Pregúntele! ¡Pregúntele!

—¿Es eso cierto? —pregunta la máquina.

El hombre de la barba roja, sin sonreír, escupe y murmura:

—Mi hermano, sí. Un refugiado político. Yo le patrocino. Yo me hago responsable de él. Déjele quedarse.

La máquina produce un clic, un zumbido, y asimila. Después, me dice:

—Se registrará usted como refugiado político patrocinado en el término de doce horas, o abandonará Hawk Nest.

Sin decir nada más, se aleja.

Expreso mi cálido agradecimiento a mi repentino salvador. Él frunce el ceño, escupe una vez más, sacude la cabeza y dice:

—No nos debemos nada el uno al otro.

A continuación, con brusquedad, continúa su camino calle abajo.

 

9

 

En Hawk Nest, la naturaleza ha imitado al arte. Según he oído decir, el nombre tuvo antiguamente connotaciones puramente neutrales: fue la metáfora de algún empresario de bienes raíces de alto vuelo, nada más. Sin embargo determinó el carácter del distrito, porque poco a poco Hawk Nest ―Nido de Halcón― se convirtió en el hogar de depredadores que es en la actualidad. Un lugar donde todos los hombres son extranjeros, donde cada persona es enemigo de su hermano.

Otros distritos tienen sus barrios pobres, pero Hawk Nest es un barrio pobre. Se me dice que aquí todos viven del saqueo, del engaño, de la extorsión y la manipulación. Una extraña base económica para toda una comunidad, pero quizás funcione bien para ellos.

La atmósfera resulta amenazadora. Las únicas máquinas de policía parecen ser las que patrullan a lo largo de la frontera. Percibo emanaciones de violencia por los rabillos de mis ojos: violaciones y apaleamientos en oscuras calles secundarias, relucir de navajas y gritos ahogados, ocultos festines de caníbales. Quizás sea mi imaginación que trabaja demasiado. Claro que, hasta ahora, no he notado ninguna amenaza directa; las personas con las que me encuentro en la calle no me prestan la menor atención y, en realidad, ni siquiera me devuelven la mirada que les dirijo. No obstante, mantengo mi pistola de calor cerca de la mano, mientras camino por estas afueras llenas de sombras y de edificios deteriorados. A través de ventanas con los cristales rotos, veladas por la suciedad, rostros siniestros me observan. Si soy atacado, ¿tendré que disparar para defenderme? ¡Qué Dios me evite el tener que hacerlo!

 

10

 

¿Por qué hay una librería en esta ciudad de asesinatos, escombros y decadencia? Llego a la Box Street, y aquí, entre un aceitoso depósito de repuestos y unos mostradores de comidas rápidas llenos de moscas, se encuentra la librería de Holly Borden. Cinco veces más profunda que ancha, llena de polvo, con luz mortecina, con las estanterías repletas de libros viejos y panfletos; un lugar adecuado para el siglo XIX, desplazado de algún modo en el tiempo. En el interior no hay nadie, excepto una mujer grande sentada junto al mostrador: carnosa, impasible, de rostro hinchado, inmóvil. Sus ojos, extrañamente intensos, brillan como discos de cristal colocados entre un montón de pasta. Me observa sin curiosidad.

—Estoy buscando a Holly Borden —digo.

—Pues la acaba de encontrar —replica con voz baja, de barítono.

—He venido de Ganfield, a través de Conning Town.

Ninguna respuesta de ella ante esta información.

—Estoy viajando sin pasaporte —sigo diciéndole—. Me lo confiscaron en Conning Town y crucé la frontera corriendo.

Ella asiente con un gesto. Y espera. Ninguna muestra de interés por su parte.

—Me pregunto si no podría venderme una copia de Walden Tres.

—¿Por qué quiere una?

—Siento curiosidad al respecto. No se la puede encontrar en Ganfield.

—¿Y cómo sabe que yo la tengo?

—¿Acaso es algo ilegal en Hawk Nest?

Parece extrañarse de que haya contestado una pregunta con otra.

—¿Cómo sabe usted que yo tengo una copia de ese libro?

—El empleado de una librería de Conning Town me dijo que usted podía tenerla.

Una pausa. Y después:

—Muy bien. Suponga que la tengo. ¿Ha hecho todo el viaje desde Ganfield sólo para comprar un libro?

De repente, ella se inclina hacia adelante y sonríe; es una sonrisa cálida, aguda, penetrante, que transforma por completo la expresión de su rostro; ahora está en tensión, alerta, atenta, tenaz, imponente.

—¿Cuál es su juego? —me pregunta.

—¿Mi juego?

—¿A qué está jugando? ¿Qué ha venido a hacer aquí?

Es el momento de mostrarse completamente honesto.

—Estoy buscando a una mujer llamada Silena Ruiz, de Ganfield. ¿Ha oído hablar de ella?

—Sí. No está en Hawk Nest.

—Me parece que está en Kingston. Me gustaría encontrarla.

—¿Por qué? ¿Para detenerla?

—Sólo para hablar con ella. Tengo muchas cosas que discutir con ella. Era mi esposa del mes cuando abandonó Ganfield.

—Eso del mes ya debe haber casi pasado —dice Holly Borden.

—Aún así —le replico—. ¿Puede usted ayudarme a encontrarla?

—¿Y por qué razón he de confiar en usted?

—¿Y por qué no?

Reflexiona brevemente sobre mi pregunta. Estudia mi rostro. Percibo el calor de su escrutinio. Finalmente, me dice:

—Tengo que hacer un viaje a Kingston dentro de poco. Supongo que podré llevarle conmigo.

 

11

 

Me abre una trampilla y desciendo a una habitación situada debajo de la tienda. Después de un buen montón de horas, un hombre delgado, de pelo grisáceo, me trae una bandeja de comida.

—Llámeme Nate —me dice.

Por encima de mí, escucho conversaciones que no puedo distinguir. Risas, el estrépito de las botas sobre el piso de madera. En Ganfield puede haber empezado a desatarse el hambre. Las ratas aparecerán por los alrededores del Hold. ¿Durante cuánto tiempo me mantendrán aquí? ¿Soy un prisionero? Pasan dos días. Tres. Nate no se muestra propicio a contestar preguntas. Dispongo de libros, un catre, retrete, un vaso para beber.

Al tercer día se abre la trampilla. Holly Borden mira hacia abajo.

—Estamos preparados para marcharnos —me dice.

La expedición la componemos únicamente nosotros dos. Ella va a Kingston a comprar libros, y viaja con un pasaporte comercial que le permite llevar consigo a un ayudante. Nate nos conduce hasta la boca del tubo, a media tarde. Ya no me parece nada extraño el pasar de un distrito a otro; no son lugares tan extraños y hostiles, sino simplemente diferentes del distrito que yo conozco. Me veo ligado a una odisea que me lleva a través de cientos de distritos, e incluso de miles, a través de toda la frenética red de nuestro mundo. ¿Por qué regresar a Ganfield? ¿Por qué no continuar, incluso hacia el este, hacia el gran océano y más allá, hacia la inimaginable extrañeza del extremo más alejado?

Aquí estamos, en Kingston. Un distrito viejo, uno de los más antiguos. Somos los únicos que viajamos hacia allí hoy procedentes de Hawk Nest. Sólo se lleva a cabo una revisión superficial de los pasaportes. Las máquinas de policía de Kingston son altas, de brazos largos, con cuerpos estriados, ornamentados con rayas de colores rojo y verde, lo que produce un efecto bastante alegre. Me estoy convirtiendo en un experto en cuanto a variaciones locales de diseños de máquinas de policía. El propio Kingston es un distrito de bajos edificios de color pastel, distribuidos en bulevares que irradian de la famosa universidad que es su principal empresa. Por lo que yo puedo recordar, nadie de Ganfield ha sido admitido en la universidad.

Holly espera a unos amigos que tienen que pasar a recogerla, pero no han llegado. Esperamos quince minutos.

—No importa —me dice. Caminaremos.

Yo llevo el equipaje. El aire es blando y suave; el sol, inclinándose hacia Folkstone y Budleigh, aún está alto. Me siento extrañamente sereno. Es como si hubiera percibido un propósito divino, un plan imperioso en la estructura de nuestra sociedad, en nuestra extensa ciudad de muchas ciudades, en nuestra red de acero y hormigón que se adhiere como una armadura de escamas a la piel de nuestro planeta. ¿Pero cuál es ese propósito? ¿Cuál es ese plan? Su esencia se me escapa; sólo soy consciente de que tiene que existir. Una alegre ilusión.

A unos cincuenta pasos de la estación, nos vemos bruscamente rodeados por una docena o más de alegres jóvenes que surgen de una calle lateral. Van desnudos, a excepción de unos taparrabos de color verde; sus pelos y barbas aparecen descuidados y sin peinar; tienen un aspecto feroz y bárbaro. Algunos de ellos llevan largas navajas desenfundadas, colgando de sus cinturones. Nos rodean ávidamente, golpeándonos con las puntas de sus dedos.

—¡Este es un distrito santo! —nos gritan— ¡No necesitamos extranjeros blasfemos aquí! ¿Por qué tienen que invadirnos?

—¿Qué es lo que quieren? —pregunto a Holly en un susurro—. ¿Estamos en peligro?

—Son un grupo de sacerdotes —me contesta—. Haga lo que le digan y no sufriremos el menor daño.

Ellos se aprietan más a nuestro alrededor. Brincando, danzando, nos lanzan gotitas de sudor.

—¿De dónde vienen? —preguntan.

—De Ganfield —contesto.

—De Hawk Nest —dice Holly.

Parecen juguetones, pero peligrosos. Apelotonándose a mi alrededor, me vacían los bolsillos, con una serie de alegres correrías; pierdo mi pistola de calor, mis mapas, mis inútiles cartas de introducción, mis diversas monedas, todo, incluso mi cápsula de suicidio. Se pasan estas cosas entre ellos, lanzando exclamaciones; después, me devuelven la pistola de calor y una parte del dinero.

—Ganfield —murmuran—. ¡Hawk Nest! —hay disgusto en sus voces—. Lugares sucios. Lugares malditos por Dios.

Nos cogen de las manos y nos arrastran, haciéndonos girar. El pesado cuerpo de Holly resulta ser sorprendentemente grácil, iniciando una serena danza que les hace aplaudir, maravillados.

Uno de ellos, el más alto del grupo, nos coge por las muñecas y dice:

—¿Qué han venido a hacer en Kingston?

—He venido a comprar libros —declara Holly.

—He venido a encontrar a mi esposa del mes, Silena —declaro.

—¡Silena! ¡Silena! ¡Silena! —el nombre se convierte en un jubiloso encanto en sus labios—. ¡Su esposa del mes! ¡Silena! ¡Su esposa del mes! ¡Silena! ¡Silena! ¡Silena!

El más alto acerca su rostro al mío, diciéndome:

―Te ofrecemos una alternativa: ven a rezar con nosotros o muere aquí mismo.

—Elegimos rezar —le digo.

Nos agarran por los brazos, apresurándonos para que avancemos. Calle abajo, una calle tras otra, hasta que finalmente llegamos a terreno santo: una zona ajardinada, insignificante en cuanto a espacio, plantada con matorrales que no me son familiares y con flores que desconozco, cuidados con evidente esmero. Nos empujan hacia el interior.

—Arrodillarse —nos dicen.

—Besad la sagrada tierra.

—Adorad las cosas que crecen en ella, extranjeros.

—Dad gracias a Dios por el aire que acabáis de respirar.

—Y por el aire que estáis a punto de respirar.

—¡Cantad!

—¡Llorad!

—¡Reíd!

—¡Tocad el suelo!

—¡Ofreced culto!

 

12

 

La habitación de Silena es fría y tranquila, situada en el piso superior de una residencia desde la que se dominan los terrenos de la universidad. Lleva puesto un suave vestido verde de textura basta, sin joyas, sin pintura en la cara. Su actitud es tranquila y segura de sí misma. Había olvidado la delicadeza de sus rasgos, el frío y malicioso brillo de sus ojos oscuros.

—¿El programa maestro? —me pregunta, sonriendo—. ¡Lo destruí!

Me acobarda la profundidad de mi amor por ella. Al encontrarme ante Silena, siento cómo las rodillas se me convierten en agua. Ante mis ojos se baña en una resplandeciente aura de sensualidad. Hago esfuerzos por controlarme.

—No has destruido nada —le digo—. El tono de tu voz traiciona la mentira.

—¿Crees que aún tengo el programa?

—Sé que lo tienes.

—Está bien, sí —admite, con frialdad—. Lo tengo.

Mis dedos tiemblan. Se me reseca la garganta. Una estupidez de adolescente trata de ahogarme.

—¿Por qué lo robaste? —pregunto.

—Por amor al mal.

—Veo la mentira en tu sonrisa. ¿Cuál fue la verdadera razón?

—¿Acaso importa?

—El distrito está paralizado, Silena. Miles de personas sufren. Dependemos de la benevolencia de los asaltantes de los distritos contiguos. Muchas personas ya han muerto de calor, del mal olor de los desperdicios, del fallo del equipo de los hospitales. ¿Por qué te llevaste el programa?

—Quizá tenía razones políticas.

—¿Cuáles eran?

—Demostrar a la gente de Ganfield qué tan completa era su dependencia de esas máquinas. Han permitido que se conviertan en parte de su propia naturaleza.

—Eso ya lo sabíamos —replico—. Si sólo tenías intención de dramatizar nuestra dependencia, no hacías más que poner de manifiesto lo evidente. ¿De qué servía paralizarnos? ¿Qué has ganado con eso?

—¿Diversión?

—Algo más que eso, Silena. Tú no eres una persona tan vacía.

—Muy bien, algo más que eso. Paralizando Ganfield, ayudo a que cambien las cosas. Ése es el propósito de todo acto político: demostrar la necesidad de un cambio, de modo que ese cambio pueda producirse.

—La simple demostración de la necesidad no es suficiente.

—Es algo por donde empezar.

—¿Crees que el robar nuestro programa fue un modo racional de impulsar un cambio, Silena?

—¿Eres feliz? —me replica ella—. ¿Es ésta la clase de mundo que tú deseas?

—Es el mundo en el que tenemos que vivir, nos guste o no. Y necesitamos ese programa para seguir enfrentándonos a él. Sin el programa, nos vemos arrojados al caos.

—Estupendo. Deja que venga el caos. Deja que todo se desmorone, para que así podamos reconstruirlo.

—Eso es muy fácil de decir, Silena. ¿Pero qué me dices de las víctimas inocentes de tu celo revolucionario?

—En cualquier revolución —dice, encogiéndose de hombros— siempre hay víctimas inocentes.

Se levanta con un movimiento sinuoso y se aproxima a mí. La cercanía de su cuerpo es mareante y capaz de enloquecer a cualquiera. Con exagerada voluptuosidad, me dice:

—Quédate aquí. Olvídate de Ganfield. Vivirás bien aquí. Esta gente está construyendo algo que vale la pena.

—Entrégame el programa —le digo.

—A estas alturas ya tienen que haberlo sustituido.

—La sustitución es imposible. El programa es vital para Ganfield, Silena. Entrégamelo.

Ella lanza una risa helada.

—Te lo ruego, Silena.

—¡Qué pesado eres!

—Te amo.

—Tú no amas nada, excepto el statu quo. La forma en que eran las cosas, tal y como estaban, te produce una gran alegría. Tienes el alma de un burócrata.

—Si siempre has sentido ese desprecio por mí, ¿por qué te convertiste en mi esposa del mes?

—Por espíritu deportivo, quizá —contesta, riendo.

Sus palabras son como cuchillos. De repente, ante mi propio asombro, me encuentro blandiendo la pistola de calor.

—¡Dame el programa o te mato! —le grito.

—Adelante —dice; parece estar divirtiéndose—. Dispara. ¿Podrás conseguir el programa de una Silena muerta?

—Dámelo.

—¡Qué estúpido pareces con ese arma en la mano!

—No tengo que matarte —le digo—. Puedo limitarme a herirte. Esta pistola es capaz de infligir heridas de luz que cicatrizan la piel. ¿Quieres que te deje marcada, Silena?

—Como quieras. Estoy a tu merced.

Apunto la pistola hacia su muslo. El rostro de Silena permanece inexpresivo. Mi brazo se pone rígido y después empieza a temblar. Me esfuerzo por superponerme a los rebeldes músculos, pero sólo consigo mantener el arma apuntada durante un instante, antes de que vuelva el temblor. En los ojos de Silena aparece un brillo exultante. Una oleada de excitación enrojece su rostro.

—Dispara —me dice, desafiante—. ¿Por qué no me disparas?

Me conoce demasiado bien. Nos encontramos los dos helados durante un momento, al margen del tiempo —un minuto, una hora, un segundo—, y finalmente, mi brazo desciende hacia el costado. Aparto la pistola; nunca habría podido dispararla. Me asalta la poderosa sensación de haber pasado por una especie de clímax muy sutil: a partir de este momento, todo irá hacia abajo para mí, y ambos lo sabemos. El sudor empapa mi cuerpo. Me siento derrotado, roto.

Los rasgos de Silena revelan un sarcasmo intenso. Ella ha alcanzado algún exaltado nivel de conciencia en este último tiempo, en el que todo acto se ha convirtido en algo gratuito; en que el amor, el odio, la revolución, la traición y la lealtad no se pueden distinguir los unos de los otros. Me sonríe, con la sonrisa de alguien que ha obtenido la puntuación necesaria para ganar un juego cuyas reglas nunca me fueron explicadas.

—¡Eres sólo un pequeño burócrata! —me dice, con tranquilidad—. Toma.

De un armario saca un pequeño paquete, que me arroja con desdén. Contiene un tambor de película computarizada.

—¿Es el programa? —pregunto—. Tiene que tratarse de alguna broma… En realidad, no estabas dispuesta a dármelo, Silena.

—Tienes en tus manos el programa maestro de Ganfield.

—¿De veras?

—De veras. Es todo tuyo —me dice ella—. El programa auténtico. Vamos. Vete. Sal de aquí. Salva a tu nauseabundo Ganfield.

—Silena…

—Vete.

 

13

 

El resto es tedioso, pero simple. Localizo a Holly Borden, que ha comprado un cargamento de libros. La ayudo a transportarlos y regresamos a Hawk Nest. Allí, me refugio debajo de la librería una vez más, mientras, a través de Old Grove, Parley Close, el Mill y posiblemente algún otro distrito, se dirige una llamada al capitán del distrito de Ganfield. Lleva dos días completar el circuito, puesto que las rivalidades entre distritos hacen necesario dar un rodeo. Finalmente, se me pone en comunicación con él e informo de la feliz noticia: tengo el programa en mi poder, aunque he perdido mi pasaporte y se me prohibe cruzar Conning Town.

A través de canales diplomáticos se me facilita un pasaporte nuevo pocos días más tarde, y tomo el tubo de regreso a casa, pasando por Budleigh, Cedar Mall y Morton Court. La situación en Ganfield es horrible: todo sucio y desordenado, muy cercano al punto irreversible del colapso; sus ciudadanos han entrado en un período de éxtasis mortal y esperan plácidamente el final. Pero yo he regresado con el programa.

El capitán elogia mi heroísmo. Seré recompensado, me asegura. Seré ascendido a los puestos más elevados del servicio civil, con la esperanza de llegar incluso al consejo del distrito.

Pero todas estas palabras me producen muy poco placer. El desprecio de Silena sigue gobernando mis pensamientos. Burócrata. Burócrata. Eres un pequeño burócrata.

 

14

 

Sin embargo, Ganfield se ha salvado. Las máquinas de policía han empezado a moverse de nuevo.

 

 

FIN