TRASPLANTE OBLIGATORIO

 

ROBERT SILVERBERG

 

 

Mira ahí abajo, Kate, junto al paseo. Dos espléndidos mayores que pasean uno al lado del otro junto al agua. Irradian poder, autoridad, riqueza, seguridad. El hombre es, sin duda, un juez, un senador o un presidente de corporación. ¿Y ella... ? Ella debe ser, pongamos por caso, una profesora emérita de Derecho Internacio­nal. Caminan hacia la plaza con movimientos serenos, sonriendo y asintiendo con graciosos gestos de cabeza como saludo a los vian­dantes. ¡Cómo se refleja el sol en sus blancos cabellos! Casi resulta irresistible el fulgor del aura que emiten: me ciega, me causa dolor en los ojos. ¿Qué edad tendrán? ¿Ochenta, noventa, cien años...? A esta distancia parecen mucho más jóvenes: caminan erguidos, con las espaldas rectas. Podrían pasar fácilmente por personas de cincuenta o sesenta años, pero yo sé distinguir la verdad. Su con­fianza, su pose, les destacan como lo que son. Más de cerca, se pueden apreciar sus mejillas marchitas y sus ojos hundidos. No hay cosmético que pueda ocultar los detalles. Esa pareja tiene edad para ser nuestros bisabuelos. Ya habían pasado con mucho de los sesenta cuando nosotros no habíamos nacido aún, Kate. ¡Qué fun­cionamiento tan soberbio el de su organismo! ¿Por qué no iba a ser así? Podríamos adivinar sus historiales médicos. Ella ha tenido al menos tres corazones y él utiliza ya su cuarto juego de pulmones, solicitan riñones nuevos cada cinco años, sus frágiles huesos están reforzados con cientos de injertos procedentes de brazos y piernas de desventurados jóvenes, su aparato sensorial en decadencia está ayudado por incontables injertos nerviosos obtenidos del mismo modo, y sus viejas arterias están recién cubiertas de teflón. Conjun­tos ambulantes de piezas humanas de repuesto, salpicadas aquí y allá de órganos sustitutorios sintéticos o mecánicos, eso es lo que son. ¿Y qué soy yo, entonces, o tú? Dos jóvenes de diecinueve años, dos seres vulnerables. A los ojos de los ancianos, no soy sino una reserva de órganos sanos, a punto para servir a sus necesidades. Ven, hijo. ¡Eres un joven muy fornido! ¿No podrías darme un riñón? ¿Un pulmón? ¿Un pequeño segmento de intestino de buena calidad? ¿Diez centímetros de tu nervio cubital? Necesito unas cuantas partes de tu cuerpo, joven. No vas a negarle a un anciano dirigente de mi importancia lo que te pide, ¿verdad? ¿Verdad?

 

Hoy, al pulsar el control para recibir mi correo matutino, ha aparecido por la ranura el aviso de reclutamiento, un pequeño do­cumento de papel crujiente y de aspecto muy oficial. Llevaba tiempo esperando que apareciera: no he sentido sorpresa ni conmo­ción alguna; más bien, en realidad, un anticlímax ahora que ha llegado por fin. Dentro de seis semanas tengo que presentarme en la Casa del Trasplante para el último examen físico, una mera formali­dad, pues no me habrían reclutado si no constara ya en los archivos como una potencial fuente de órganos. A partir de entonces, me podían llamar en cualquier momento. Normalmente transcurre un plazo de unos dos meses. En otoño me estarán trinchando. A co­mer, a beber y a disfrutar, porque pronto tendré el cirujano a la puerta.

 

Un diseminado grupo de mayores se manifiesta ante la sede central de la Liga para la Santidad del Cuerpo. Es una contramani­festación, una protesta contra los opuestos a los trasplantes, la peor especie de posición política, que se alimenta de las opiniones negati­vas más rastreras. Los manifestantes llevan carteles visibles que dicen:

 

¿SANTIDAD DEL CUERPO O EGOÍSMO DEL CUERPO?

Y:

DEBÉIS A LOS DIRIGENTES HASTA LA PROPIA VIDA.

Y:

ATENDED A LA VOZ DE LA EXPERIENCIA.

 

Los participantes en la protesta eran mayores de bajo escala­fón, que apenas superaban la línea de calificación y no podían estar muy seguros, en realidad, de seguir obteniendo trasplantes. No es extraño que se sientan inquietos contra la Liga. Algunos van en sillas de ruedas y otros van enfundados hasta las cejas en sistemas portátiles de mantenimiento vital. Gruñen y lanzan amargas invecti­vas y agitan los puños. Mientras contemplo el espectáculo desde una ventana superior del edificio de la Liga, me estremezco de temor y desánimo. Esos de abajo no querrían sólo mis pulmones o mis riñones. Me sacarían los ojos, el hígado, el páncreas, el corazón, todo lo que pudieran necesitar.

 

He vuelto a hablar con mi padre. Tiene cuarenta y cinco años: es demasiado viejo para verse afectado personalmente por el recluta­miento de órganos, y demasiado joven para necesitar ya algún tras­plante. Ello le pone, por así decirlo, en una situación neutral, salvo por un pequeño detalle: su carta de trasplante es 5-G. Eso significa estar muy arriba en la lista de elegibilidad; no en la cúspide, pero bastante cerca de ella. Si mañana cayera enfermo y la Junta de Trasplantes decidiera que su vida corre peligro de no recibir un corazón, o un riñón o un pulmón nuevo, podría contar con uno de tales órganos prácticamente de inmediato. Un estatus así ha de tener alguna influencia en su objetividad respecto al tema de los órganos. De todos modos, le he dicho que pensaba hacer una apela­ción e incluso, quizá, resistirme. «Sé razonable —me ha contes­tado—. Sé racional y no dejes que tus emociones te dominen. ¿Crees que merece la pena arriesgar tu futuro por algo así? Después de todo, los reclutados no pierden órganos vitales.»

Yo le he pedido que me mostrara las estadísticas, pero no lo ha hecho. Según sus cálculos, sólo una cuarta o quinta parte de los reclutados eran llamados para hacer una donación. Eso te demues­tra lo poco en contacto que están con la realidad de la situación las generaciones de más edad. Y eso que mi padre es un hombre educado y bien informado. Nadie de más de treinta y cinco años con quien haya hablado ha sabido mostrarme alguna estadística. Así que soy yo quien se las enseño. Son folletos de la Liga, es cier­to, pero se basan en datos comprobados del Instituto Nacional de la Salud. No escapa nadie. Una vez eres alistado, siempre te seleccionan. La necesidad de órganos jóvenes se extiende inexora­blemente para cubrir la demanda de cuerpos por reparar. Al final, nos cogerán y nos cortarán en pedacitos. Al fin y al cabo, eso es probablemente lo que quieren: librarse de los miembros más jóve­nes de la especie, siempre tan problemáticos. Nos canibalizarán para sacar piezas de repuesto y nos reciclarán, pulmón a pulmón, páncreas a páncreas, a través de sus propios organismos en deca­dencia.

 

Fig. 4. El 23 de marzo de 1964 le fue extirpado al perro el hígado, reemplazándolo por el de un donante, un perro cruzado no emparen­tado con el primero. El animal fue tratado con azathioprina durante cuatro meses y después cesó toda terapia. Su salud sigue siendo per­fecta a los 6 2/3 años del trasplante.

 

La guerra continúa. Éste es, creo, el año decimocuarto. Natural­mente, ahora ya no se trata de causar muertes. No ha habido una batalla campal desde el noventa y tres, es decir, desde que entró en vigor la legislación sobre donación obligatoria de órganos. Los ma­yores no pueden permitirse el lujo de desperdiciar nuestros precio­sos cuerpos jóvenes en el campo de batalla. Así pues, los robots libran las luchas territoriales por nosotros, abriendo cabezas con un gran crujido metálico, tendiendo minas explosivas y aplicando sus sensores a las minas enemigas, cavando túneles bajo sus pantallas, etc. Y, por supuesto, la actividad paramilitar: sanciones económi­cas, bloqueos de terceras potencias, emisiones propagandísticas di­rigidas imparablemente desde satélites orbitales despiadados, y todo ese tipo de cosas. Es una guerra más sutil de la que solía librarse antes, pues en esa no muere nadie, aunque devora los re­cursos nacionales. Los impuestos suben año tras año, ya van cinco o seis seguidos, y acaban de decretar un Recargo por la Paz especial sobre todos los bienes que contengan metal, a causa de la escasez de cobre. Hubo una época en que podía esperarse que nuestros locos dirigentes acabarían por morirse o, al menos, por retirarse por moti­vos de salud a sus villas campestres con sus úlceras, sus herpes, sus sarnas o sus escrúpulos, dejando que nuevos pacificadores más jó­venes tomaran el relevo. Hoy, sin embargo, nuestros senadores y miembros del gabinete, nuestros generales y planifícadores, siguen en sus puestos, inmortales y locos. Y su guerra sigue; su absurda, incomprensible, diabólica y autogratifícante guerra jamás termina.

 

Conozco gente de mi edad o un poco mayor que han conseguido asilo en Bélgica, en Suecia, en Paraguay o en alguno de los otros países donde se han aprobado leyes respetuosas con la Santidad del Cuerpo. En total hay unos veinte de esos países, la mitad entre los más progresistas del mundo y la otra mitad entre los más reacciona­rios. Sin embargo, ¿qué sentido tiene huir? No deseo vivir en el exilio. Me quedaré y lucharé.

 

Naturalmente, no se pide a los reclutados que cedan el corazón o el hígado o alguno de los órganos esenciales para la vida como, por ejemplo, el bulbo raquídeo. Todavía no hemos llegado al punto de iluminación política en el que el gobierno se crea capaz de legislar sobre reclutamiento para donaciones que representen la muerte del donante. Por ahora, los principales objetivos son los riñones y pul­mones, los órganos que poseemos por pares y de los que en parte podemos prescindir. Sin embargo, si estudias la historia de los reclu­tamientos obligatorios a lo largo de los años, verás que siempre puede dibujarse una curva que va desde una necesidad racional al más absoluto disparate. Dales el dedo y se tomarán el brazo. Dales un centímetro de intestino y te sacarán las entrañas. Dentro de cincuenta años estarán injertando corazones y estómagos y hasta cerebros vivos, recuerda bien lo que te digo; espera a que consigan la tecnología para el trasplante de cerebro y ya no quedará ningún cráneo a salvo. Habremos regresado a los sacrificios humanos. La única diferencia entre nosotros y los aztecas es de método: nosotros tenemos anestesia, antisépticos y asepsia, y utilizamos bisturís en lugar de planchas de obsidiana para quitarles el corazón a nuestras víctimas.

 

MEDIOS PARA SUPERAR LA REACCIÓN AL INJERTO

El camino que ha llevado desde la demostración de la naturaleza inmunológica de la reacción del injerto y su universalidad hasta el desarrollo de unos medios relativamente eficaces aunque en modo alguno completamente satisfactorioscon propósitos terapéuticos significa una serie de avances que sólo podemos mencionar con bre­vedad en estas líneas. El año 1950 significó el inicio de una nueva era en la inmunobiología y en los trasplantes con el descubrimiento de diversos sistemas para debilitar o suprimir la respuesta del receptor al injerto (como la exposición subletal del organismo entero a una dosis alta de rayos X o el tratamiento mediante ciertas hormonas de corti-coesteroides, en especial la cortisona), que empezaron a tener in­fluencia en la corriente principal de las investigaciones y a generar la confianza en que no estaba lejana una solución clínica funcional. A finales de esa década, unos poderosos fármacos inmunodepresores, como la 6-mercaptopurina, habían demostrado su capacidad para mantener latente la reactividad de los perros a los injertos renales, y poco después pudo aplicarse este principio al hombre con un éxito generalizado.

 

¿Se basa mi resistencia al reclutamiento en un desagrado innato y abstracto por cualquier forma de tiranía, o es más bien un deseo de mantener intacto mi cuerpo? ¿Podrían ser ambas cosas a la vez?

¿Necesito acaso algún tipo de racionalización idealista? ¿No tengo acaso el derecho inalienable a vivir mi vida con mis riñones natales intactos?

 

La ley fue sancionada por una administración de mayores. Pue­des tener la seguridad de que todas las leyes que afectan al bienestar de los jóvenes son obra de mayores seniles y moribundos afectados de anginas de pecho, arteriosclerosis, prolapsos de infundíbulos, ventriculitis fulminantes o problemas de dilatación de conductos. El problema se plantea del siguiente modo: los muertos jóvenes y sanos, víctimas de accidentes de tráfico, intentos de suicidio consu­mados, errores en saltos de trampolín, electrocuciones y lesiones deportivas no abundan y, por tanto, se produce una escasez de órganos trasplantables. El intento de restaurar la pena de muerte con vistas a crear un suministro estable de cadáveres controlados por el estado no es aprobado por los tribunales. Los programas de donación voluntaria de órganos no tienen un gran resultado, ya que la mayoría de tales voluntarios procede de las cárceles, cuyos reclu­sos intentan con ello una reducción en sus penas: un pulmón acorta la sentencia en cinco años, un riñón equivale a tres años menos de cárcel, etc. El éxodo de presos de los centros de detención a que da lugar esta cláusula no es muy bien recibido por los votantes de los suburbios. Mientras tanto, la necesidad de órganos se hace urgente y perentoria; muchos mayores de gran relevancia pueden llegar a morir si no se hace algo rápido. Así pues, una coalición de senado­res de los cuatro partidos presentan la moción sobre el recluta­miento obligatorio de donantes de órganos en la Cámara Alta ante el intento obstruccionista de un puñado de senadores defensores de los jóvenes. En la Cámara de Representantes, la moción es apro­bada con muchos menos problemas ya que nadie en esta Cámara presta gran atención al texto de las leyes que se votan. Además, se ha hecho circular el rumor de que, con la aprobación de la ley, todo aquel que tenga un cargo político reconocido y más de sesenta y cinco años puede contar con veinticinco o treinta años más de vida, lo que para un miembro de la Cámara Baja significa un período de diez o quince años más en el cargo. Naturalmente, ha habido apelaciones a los tribunales, pero, ¿de qué sirven? El promedio de edad de los once jueces del Tribunal Supremo es de setenta y ocho años. Son seres humanos y mortales, y necesitan nuestra carne. Si derogaran la ley de donaciones obligatorias, estarían firmando su propia sentencia de muerte.

Durante un año y medio he sido presidente de la campaña con­tra la donación obligatoria en nuestro campos universitario. Éramos la sexta o séptima fracción local de la Liga por la Santidad del Cuerpo que se organizaba en el país, y éramos auténticos activistas. Sobre todo, nos dedicábamos a manifestarnos frente a las oficinas de reclutamiento, arriba y abajo, con pancartas que proclamaban consignas como éstas:

 

RIÑONES AL PODER.

Y:

EL CUERPO DEL HOMBRE ES SU CASTILLO.

Y:

LA LEY DE DONACIÓN OBLIGATORIA DE ÓRGANOS

ES UN ATAQUE AL DERECHO A LA VIDA.

 

Sin embargo, nunca recurrimos a actitudes violentas como poner bombas en los centros de trasplantes o secuestrar camiones refrige­rados conteniendo injertos. Nuestro método de lucha era la agita­ción pacífica. Cuando alguno de los miembros de la Liga intentó llevarnos a una política más violenta, pronuncié un discurso impro­visado de dos horas apelando a la moderación. Naturalmente, la Junta de Trasplante me reclutó en el mismo instante en que cumplí las condiciones para ser elegido.

 

«Comprendo tu hostilidad al decreto —me dijo el tutor en la universidad—. Desde luego, es normal sentirse inquieto ante la donación de órganos importantes de tu cuerpo, pero debes tener en cuenta también las ventajas que lleva consigo. Una vez hayas do­nado un órgano, recibes la clasificación 6-A, Receptor Preferente, y continúas para siempre en la categoría 6-A. Estoy seguro de que te das cuenta de lo que eso significa: si alguna vez necesitas un tras­plante, optarás automáticamente a él, incluso si tus demás califica­ciones personales y profesionales no se sitúan en el nivel óptimo. Supón que tus proyectos de terminar la carrera no se cumplen y acabas como obrero manual, por ejemplo. Normalmente, no ten­drías derecho ni siquiera a un primer examen en caso de sufrir alguna enfermedad cardiaca. En cambio, tu estatus de Receptor Preferente te salvaría. Contarías con un nuevo seguro de vida, hijo mío.»

Yo le señalé la falacia que tales palabras llevan implícita: cada vez es mayor el número de reclinados que es sometido a la donación obligatoria. A este paso, terminará por abarcar a la mayoría de la población o incluso a la totalidad, y llegará un momento en que todo el mundo tendrá el estatus de Receptor Preferente por haber realizado la donación. En ese momento, el término Receptor Prefe­rente carecerá de sentido. Finalmente, se producirá una carestía de órganos trasplantabas cuando cada donante reclame el derecho a un trasplante ante una enfermedad o un riesgo de muerte. Para entonces, habrán tenido que regular de todos modos a los Recepto­res Preferentes según sus logros personales y profesionales para establecer un orden de prioridades dentro de la clase 6-A. Con ello, habremos vuelto a la situación actual.

 

Fig. 7. Curso de un paciente que recibió antilinfocitoglobulina (ALG) antes y durante los cuatro meses siguientes a un trasplante renal. El donante era un hermano mayor. No hubo rechazo inme­diato. Se inició la administración de prednisona cuarenta días des­pués de la operación. Se apunta inicio de rechazo tardío tras supre­sión de la terapia de globulina. El rechazo se trató con un aumento moderado de las dosis de esferoides de mantenimiento. Esta compli­cación tardía se observó en sólo dos de los veinte primeros recepto­res de injertos intrafamiliares tratados con ALG. En casos posterio­res se ha observado una baja incidencia de complicaciones similar a la expuesta. (Con permiso de Cirugía Ginec. y Obstet. 126 [1968]: p. 1023.)

 

Bien, hoy he acudido a la Casa de Trasplantes, a la hora seña­lada, para pasar el examen físico. Un par de amigos míos conside­raban que al presentarme estaba cayendo en un error táctico; si pensaba resistir, decían, era mejor que lo hiciera desde el primer momento. Debía obligarles a llevarme al examen físico por la fuerza. En términos puramente idealistas (e ideológicos), supongo que tenían razón, pero todavía no había ninguna necesidad de empezar a armar un alboroto. Esperaré a que me digan realmente: «Necesitamos un riñón suyo, joven». Entonces me resistiré, si me decido finalmente por esta posición. (¿A qué vienen esos titubeos? ¿Acaso tengo miedo de las repercusiones en la carrera que pueda acarrearme el resistirme? ¿Estoy totalmente convencido de la in­justicia del sistema de reclutamiento obligatorio de donantes? No lo sé. Ni siquiera estoy seguro de estar titubeando. Presentarse al examen físico no es realmente venderse al sistema.) Finalmente, he ido. Me han mirado por aquí y por allá, me han estudiado por rayos X y poco más. Abra la boca, por favor. Inclínese, por favor. Tosa, por favor. Levante el brazo izquierdo, por favor. Me han colocado frente a una batería de máquinas  diagnosticadotas  y  me he quedado  allí plantado, aguardando a que se encendiera  la luz roja —¡tilt, fuera de aquí!— pero, como esperaba, estoy en perfecta forma física y en situación disponible. Después me he reunido con Kate y hemos paseado por el parque cogidos de las manos. Hemos contemplado el encanto del atardecer y hemos hablado de qué haré cuando llegue o si llega la llamada. ¿Si llega? ¡Qué iluso!

 

Si eres convocado como donante, quedas exento del servicio militar y cuentas con una deducción anual en los impuestos de 750 dólares, para siempre. Una gran oferta.

 

Otra cosa de la que están muy orgullosos es del programa de donación voluntaria de órganos únicos. Esto no tiene nada que ver con el reclutamiento obligatorio, que —hasta ahora, por lo menos— sólo afecta a los órganos dobles, a los órganos que nos pueden ser extirpados sin perder la vida. Desde hace doce años, resulta posible entrar en un hospital cualquiera de los Estados Unidos y firmar una simple hoja que permita a los médicos convertirle a uno en picadi­llo. En este caso, lo entregas todo: ojos, corazón, intestinos, pán­creas, hígado, todo. En otras eras más sencillas, este proceso se conocía como suicidio, era un acto rechazado socialmente, sobre todo en épocas de abundancia de trabajo. Ahora tenemos un exceso de mano de obra, pues aunque el crecimiento de la población ha sido bastante lento desde mediados de siglo, el aumento de elemen­tos mecánicos y procesos eliminadores de puestos de trabajo han sido muy rápidos, casi en progresión geométrica. En consecuencia, presentarse voluntario a este tipo de donación total es considerado como un gesto del mayor interés y utilidad social, pues al tiempo que elimina a un joven sano de una fuerza laboral excedente, pro­porciona a algún dirigente de edad ya avanzada la seguridad de que el suministro de órganos vitales no disminuye hasta límites peligro­sos. Naturalmente, hay que estar loco para presentarse voluntario, pero en nuestra sociedad no ha habido nunca escasez de lunáticos.

 

Si no te han reclutado a los veintiún años, por alguna carambola afortunada, te has salvado. Y, según me han asegurado, algunos de los llamados se cuelan también por la red. De momento somos más los donantes disponibles que los pacientes que necesitan trasplan­tes. Sin embargo, los porcentajes cambian rápidamente. La ley de reclutamiento obligatorio es aún relativamente nueva. Dentro de poco habrán acabado con el cupo de donantes disponibles, y entonces, ¿qué? Hoy, el índice de natalidad es bajo y la capacidad de suministro de donantes obligatorios es finita. Sin embargo, las tasas de mortalidad son aún menores y la demanda de órganos es, en esencia, ilimitada. Yo sólo puedo darte uno de mis riñones si quiero sobrevivir, pero tú, conforme se prolonga tu vida, puedes necesitar más de un trasplante de riñón. Algunos receptores pueden precisar hasta cinco o seis juegos de riñones, o de pulmones, antes de que su situación se convierta en irreversible, pasados los setenta años, o más. Y cuando quienes ahora ceden órganos más adelante se con­viertan en solicitantes de otros nuevos, la presión sobre el grupo de edad de menores de veintiún años se hará todavía mayor. El nú­mero de quienes necesiten trasplantes llegará a superar a los posi­bles donantes, y todos los reclutados serán utilizados sin excepción. ¿Y después? Bien, probablemente rebajarán la edad de recluta­miento a los diecisiete o dieciséis, o incluso a los catorce años. Sin embargo, incluso esto son soluciones a corto término. Tarde o tem­prano, no habrá suficientes órganos para todos los que precisen trasplantes.

 

¿Me quedaré? ¿Huiré? ¿Acudiré a los tribunales? El tiempo se acaba. Seguro que me llaman dentro de pocas semanas, De vez en cuando, tengo una sensación de cosquilleo en la espalda como si alguien, en silencio, estuviera aserrándome los riñones.

 

Canibalismo. En Chou-kou-tien, o comía del Hueso del Dragón, a unos cuarenta kilómetros al sudoeste de Pekín, unos paleontólo­gos que realizaban investigaciones en una cueva a principios del siglo XX descubrieron los cráneos fósiles del hombre de Pekín, el Pithecantropus pekinensis. Los cráneos aparecían partidos por la base, lo que llevó a Franz Weidenreich, director de excavaciones en la colina del Hueso del Dragón, a especular con la idea de que el hombre de Pekín era un caníbal que habría matado a miembros de su propia especie para extraer a sus víctimas el cerebro a través de unas aberturas en la base de los cráneos. Esta materia cerebral le habría servido para comer y para celebrar festejos —había restos de fogatas en el lugar—, tras los cuales habría conservado los cráneos en la cueva como trofeos. Comer la carne del enemigo, absorber su fuerza, su capacidad, su conocimiento, sus progresos y virtudes. A la humanidad le ha costado cinco mil años vencer el canibalismo, pero nunca se le ha olvidado del todo esa antigua costumbre, ¿no es cierto? Hoy todavía pueden conseguirse unas fuerzas renovadas devorando a los que son más jóvenes, más fuertes y más ágiles que uno. Sólo hemos mejorado las técnicas, nada más. Y así, hoy día, los viejos, nuestros mayores, se nos comen, nos devoran órgano a órgano. ¿Hemos progresado realmente en algo? Al menos, el hom­bre de Pekín asaba la carne que comía...

 

Ésta es nuestra sociedad feliz, donde todos participamos por igual de los triunfos de la medicina, y donde nuestros eméritos mayores necesitan ver recompensados sus servicios y su prestigio no con una mera tumba fría sino recibiendo eternamente y en vida nuestras alabanzas y nuestro agradecimiento. ¡Qué feliz es todo el mundo con la ley de donación obligatoria! Salvo, naturalmente, algunos reclutados recelosos o desagradecidos.

 

La candente cuestión de las prioridades. ¿Quién recibe los órga­nos disponibles? Existe un detallado sistema de definición de las jerarquías. Se supone que procede de una computadora, la cual asegura una imparcialidad absoluta, casi divina. La salvación se consigue mediante las buenas obras: los buenos resultados en el trabajo y la buena conducta en la vida diaria le dan a uno puntos que le ascienden en la escala hasta que alcanza una de las califica­ciones de alta prioridad, 4-G o más arriba. Sin duda, el sistema de clasificación es imparcial y se administra con justicia pero, ¿es racional? ¿A qué necesidades sirve? En 1943, durante la segunda guerra mundial, entre las tropas norteamericanas en el norte de África hubo escasez de un fármaco descubierto poco antes, la penicilina. Los más necesitados de esta medicina eran dos grupos de soldados: los que padecían heridas de guerra infectadas y los que habían contraído enfermedades venéreas. Un oficial médico novato, en aplicación de unos principios morales que no parecían requerir más justificaciones, decidió que los héroes heridos mere­cían más el tratamiento que los viciosos sifilíticos. Sin embargo, el oficial médico al mando de la unidad anuló su decisión al compro­bar que los afectados de enfermedades venéreas podían, una vez tratados, reincorporarse a la actividad militar más pronto que los heridos; además, si los sifilíticos no recibían tratamiento, podían resultar agentes transmisores de nuevas infecciones. Por lo tanto, administró la penicilina a éstos y dejó a los heridos gimiendo de dolor en sus lechos. La lógica militar, incontrovertible e irreducible.

 

La gran cadena vital. Los organismos más pequeños del planc­ton son engullidos por los animalillos más grandes de éste, que a su vez son alimento de los peces pequeños, a los que se comen los de mayor tamaño, y así sucesivamente hasta alcanzar el atún, el delfín o el tiburón. Yo me como la carne del atún y crezco y me hago fuerte y acumulo grasa y energía en mis órganos vitales. Y, a la vez, soy comido por los marchitos y acartonados mayores. Forma parte de la cadena vital. Contemplo mi destino.

 

Al principio, el principal problema era el rechazo del órgano trasplantado. ¡Qué desperdicio! El cuerpo no conseguía distinguir a los microorganismos intrusos y hostiles de aquellos órganos tras­plantados que, aunque extraños, le eran beneficiosos. Tras el in­jerto, el mecanismo conocido por respuesta inmune se movilizaba para expulsar al órgano invasor. En el instante mismo de la inva­sión, entraban en juego unos enzimas que provocaban una verda­dera guerra de fuego para vencer y disolver las sustancias extrañas. Los glóbulos blancos llenaban el sistema circulatorio, como vigilan­tes en estado de alarma, dispuestos a fagocitar cuanto se pusiera a su alcance. Mediante la red de glándulas y conductos linfáticos sur­gían los anticuerpos, como proyectiles de proteína de gran potencia. Antes de llevar adelante la técnica de los trasplantes de órganos, hubo que diseñar métodos para reprimir la respuesta inmune. Dro­gas, tratamiento por radiación, shock metabólico... Por un sistema u otro, el problema del rechazo fue superado hace mucho. Yo, en cambio, no consigo superar mi problema de rechazo a la donación. Legisladores ancianos y rapaces: os rechazo a vosotros y a vuestra legislación.

 

El aviso de presentación ha llegado hoy. Necesitarán uno de mis riñones. La solicitud habitual. «Tienes suerte —ha dicho alguien en el almuerzo—. Podían haberte pedido un pulmón.»

 

Kate y yo paseamos por las colinas de un verde reluciente y nos detenemos ante las adelfas en flor, los cilantros y los francipanieros. ¡Qué alegría estar vivo, aspirar esa fragancia, exponer nues­tros cuerpos al radiante sol! La piel de Kate es tostada y relu­ciente. Su hermosura me hace llorar. Ella tampoco se librará. Ninguno de nosotros. Yo iré primero, y después ella. ¿O será al contrarío? ¿Dónde practicarán la incisión? ¿Aquí, en su espalda fina y redondeada? ¿Ahí, en su vientre liso y duro? Me parece ver al sumo sacerdote frente al altar. Con el primer destello del sol matinal su sombra la cubre. El cuchillo de obsidiana que tiene asido de su mano, alzada al cielo, tiene un brillo fiero y terrible. El coro eleva al aire un himno discordante al dios de la sangre. El cuchillo desciende...

 

Mi última oportunidad de huir cruzando la frontera. He estado levantado toda la noche, sopesando las opciones. No hay ninguna esperanza de apelación. La idea de huir me deja un regusto amargo en la boca. Mi padre, mis amigos, Kate, todos me dicen quédate, quédate, afronta la situación. Es la hora de la decisión. ¿Tengo realmente dónde escoger? No, no tengo elección. Cuando llegue el momento, me entregaré pacíficamente.

Ingreso en la Casa de Trasplantes para la intervención obligato­ria dentro de tres horas.

 

Al fin y al cabo, ¿qué es un riñón? Todavía tendré otro, ¿no? Y si éste funciona mal, siempre puedo optar a otro de repuesto. Ob­tendré una carta de Receptor Preferente 6-A, un estatus muy coti­zado. Pero no conseguiré esa carta 6-A automáticamente. He estu­diado cuál es el futuro del sistema de prioridades, y será mejor que me proteja. Me meteré en política, escalaré puestos y conseguiré una posición de constante ascenso por puro egoísmo, ¿de acuerdo? De acuerdo. Me haré tan importante que la sociedad me deberá mil trasplantes. Y un año de estos recuperaré el riñón que me falta. Tendré tres riñones, o cuatro, o cincuenta; todos los que necesite. Y un corazón o dos. Y algunos pulmones. Y un páncreas, un bazo y un hígado. No podrán negarme nada. Ya les enseñaré yo, ya les ense­ñaré. Seré más mayor que los mayores. ¿Así que Santidad del Cuerpo, eh? Supongo que tendré que darme de baja en la Liga. Adiós, idealismo. Adiós, superioridad moral. Adiós, riñón. Adiós, adiós, adiós.

 

Ya está. He pagado mi deuda a la sociedad. He entregado mi humilde libra de carne a los poderes establecidos. Dentro de un par de días, cuando abandone el hospital, llevaré una carta atestiguando mi nuevo estatus 6-A.

Prioridad absoluta durante el resto de mi vida.

Vaya, puede que viva más de mil años.

 

 

FIN

 

Edición digital: Carlos Palazón