MURIENDO EN BANGKOK
DAN SIMMONS
Probablemente
Dan Simmons (1948) sea uno de los escritores más eclécticos surgidos de la
literatura fantástica en las últimas décadas. capaz de abordar cualquiera de sus
tres ramas: el terror, la fantasía y la ciencia ficción, con notable maestria.
Asi ha producido incursiones —las más reiteradas— en el terror como La canción
de KaIi (1985), Los vampiros de la mente (1989) o Un verano tenebroso (1991),
la fantasía —en varias de las historias de Pravers to broken stones (1990)— y
la CF, donde ha producido dos de las novelas más importantes del último cuarto
de siglo: Hyperion (1989) y La caída de Hvperion (1990), a la que seguirá en el
cercano futuro Endymion. Estos libros articulan en un contexto de space-opera
temas tan diversos como la búsqueda religiosa, el viaje en el tiempo, el
ciberespacio, ecología, bioingenieria, el desarrollo de inteligencias
artificiales y muchos otros más. Simmons también se ha acercado al mainstream
con su novela Fases de gravedad (1989).
Muriendo
en Bangkok recoge la tradición de Clive Barker trasladándola al Lejano Oriente,
como lo hizo en La canción de Kali. Con este relato obtuvo los premios Bram
Stoker y Locus en 1993.
Regreso a Asia en avión, a finales de la
primavera de 1992, parto de una Ciudad de Los Angeles que acaba de exorcizar a
sus espíritus malignos en una orgia de saqueos y llamas, y llego a otra donde
los demonios de la sangre se están congregando en el horizonte como nubes de
monzón. Hace un mes, mi ciudad natal, Los Angeles, se ha deshecho en llamas y
en saqueos demenciales; Bangkok —conocida localmente como Krung Thep, la Ciudad
de Los Angeles— se está preparando para masacrar a sus hijos en las calles,
cerca del Monumento a la Democracia.
Todo eso me resulta irrelevante.
Tengo mi propia cuenta de sangre que saldar.
Apenas salgo de las bóvedas con aire
acondicionado del Aeropuerto Internacional Don Muang de Bangkok, todo vuelve a
mi mente: el calor, rnás de 40 ºC; la humedad, lo más parecido al aire líquido
que la atmósfera es capaz de ofrecer, el hedor dcl monóxído de carbono, la
contaminación industrial y las cloacas abiertas de 10 millones de personas, que
convierte al aire en un cóctel tan espeso que podría beberse. La combinación
del olor con el calor, la humedad y el intenso sol tropical hace de la respiración
un esfuerzo físico, como si uno tratara de inhalar oxígeno a través de una
frazada humedecida con querosén. Y eso que el aeropuerto está a 25 kilómetros
del centro de la ciudad.
Siento que me inquieto y que tengo
una erección por el solo hecho de estar aquí.
—¿Dr. Merrick? —dice un tailandés
con uniforme de chofer.
Asiento. Me espera un Mercedes
amarillo del Hotel Oriental. Hoy en día no hay rutas de ingreso a Bangkok que
ofrezcan buenos paisajes, a menos que uno viaje río arriba, en un sampán, hasta
alcanzar el corazón de la ciudad. La ruta que entra en el sector viejo de
Bangkok ahora es pura locura capitalista: embotellamientos de tránsito,
palacios asiáticos que en realidad son centros comerciales, batahola
industrial, nuevas autopistas rápidas elevadas, torres de departamentos de
ferrocemento, carteleras que pregonan productos electrónicos japoneses, el
rugido de las motocicletas, el constante destello de la soldadura y los golpes
de martillo neumático de las obras en construcción. Igual que sucede en todas
las nuevas megalópolís asiáticas, Bangkok se demuele y se vuelve a construir
todos los días, con un frenesí que hace que las ciudades occidentales como Nueva
York parezcan tan permanentes como las pirámides.
De soslayo, veo la calle Silom,
repleta de gente pero de aspecto vacío y letárgico comparado con su habitual
apretujamiento de muchedumbres maniáticas. Echo un vistazo a mi reloj. Son las
ocho de la noche del viernes, hora de Los Angeles; 11 en punto de la mañana del
sábado, aquí en Bangkok. La calle Silom está descansando, aguardando la
excitación nocturna que emana del distrito de entretenimientos de Patpong como
el aroma de una puta caliente... un aroma urgente que es como el de un perfume
exótico mezclado sutilmente con el tufo a Clorox del semen y con el sabor a
cobre de la sangre.
Apresuradamente, dejo atrás los
corteses saludos, los wais con
reverencias y el afable trámite de registrarme en el Hotel Oriental —quizás el
mejor hotel del mundo— deseando solamente llegar a mi suite, ducharme y fingir
el sueño, quedarme allí acostado y contemplar el cielorraso de teca y yeso
hasta que la luz del sol se desvanezca y comience la noche. La oscuridad traerá
vida a esta singular Ciudad de Los Angeles, o al menos hará que su cadáver
comience a revolverse con movimientos lentos y eróticos. Cuando la oscuridad es
completa y auténtica, me levanto, me pongo mis ropas de calle de Bangkok y
salgo a la noche.
Vi Bangkok
por primera vez hace 22 años, en mayo de 1970. Tres y yo habíamos elegido
Bangkok como destino de la licencia de siete días, lejos del frente, que pronto
tomaríamos. En realidad, no conozco a muchos soldados que en ese entonces la
llamaran «licencia». Muchos la llamaban «C&I»: coito e intoxicación. Los
oficiales casados usaban sus días de permiso para encontrarse con sus esposas
en Hawai, pero al resto de nosotros el Ejército nos ofrecía una amplia gama de
destinos que iban de Tokio a Sydney. Muchos elegíamos Bangkok, por cuatro
razones: 1) era fácil llegar y no desperdiciábamos demasiado tiempo viajando,
2) el sexo barato, 3) el sexo barato y 4) el sexo barato.
A decir verdad, Tres había elegido
Bangkok por otros motivos, y yo lo seguí, confiando en su buen juicio, casi de
la misma forma en que lo seguía cuando estábamos en patrulla de reconocimiento.
Tres —Robert William Tindale III— era sólo un año mayor que yo, pero era más
alto, más fuerte, más inteligente e infinitamente mejor educado. Yo había abandonado
la Universidad Midwestem en primer año y me había dedicado a vagar de aquí para
allá hasta caer en las garras de la conscripción. Tres se había recibido con
honores en la Universidad de Kenyon y luego, en vez de continuar con los
estudios de postgrado, se había enrolado en la infantería. Su sobrenombre
provenía de la traducción al castellano de la palabra «three». En el pelotón,
casi todos teníamos apodos —el mio era Prick, debido a la pesada radio PRC-25
que había tenido que acarrear durante mi breve desempeño como operador de
radioteléfono— pero Tres ya traía el sobrenombre de antes.
Tres sentía un profundo interés por
las culturas asiáticas y tenía facilidad para los idiomas. Era el único soldado
de la compañía que hablaba vietnamita en serio. La mayoría pensábamos que beaucoup era vietnamita y nos creíamos
muy inteligentes por saber decir di di
mau y otra media docena de frases locales distorsionadas. Tres sí hablaba
vietnamita, aunque evitaba que ese hecho llegara a oídos de cualquier oficial
que no fuese nuestro Teniente Coronel. «No permitirá que me pongan de
dactilógrafo o secretario», solía decirme. «Antes muerto que dejar que me
conviertan en un asqueroso interrogador».
Tres nunca había estudiado la lengua
tailandesa, pero aprendió rápido.
—Cuéntame cómo se dice «chupada» en
tailandés —le dije durante el vuelo que nos llevaba de Saigón a Bangkok.
—No sé —dijo Tres—. Pero la frase
para decir «mastúrbame con la mano» es shak
wao.
—No bromees —le dije.
—No es broma —dijo Tres. Estaba
leyendo un libro y no levantó la vista— Significa «tira del hilo del
barrilete».
Pensé en esa imagen un minuto. El
transporte estaba perdiendo altitud, atravesando las nubes a los sacudones,
rumbo a Bangkok.
—Creo que prefiero que me la chupen
—dije. Todavía no había cumplido los 20 y había experimentado el sexo oral sólo
una vez, con una novia de la facultad que, obviamente, tampoco lo había
intentado antes. Pero rebosaba de hormonas y de actitudes machistas que había
aprendido de los muchachos del pelotón, para no mencionar la completa oleada de
adrenalina que me provocaba el hecho de estar vivo después de pasarme seis
meses en el culo del mundo—. Definitivamente, que me la chupen —dije.
Tres gruñó y siguió leyendo. Era un
libro lleno de polvo que trataba de las costumbres, o la mitología, o la
religión, o algo de Tailandia.
Ahora advierto que si yo hubiese
sabido qué era lo que leía y por qué había elegido Bangkok, probablemente no me
habría bajado del avión.
El valet del piso, el ascensorista, el conserje
y los porteros del Oriental no levantan las cejas al ver mis pantalones chinos
arrugados y mi manchado chaleco de fotógrafo. A 350 dólares norteamericanos la
noche, los huéspedes pueden vestirse como quieran. Sin embargo, antes de que
abandone la sanidad del aire acondicionado del hotel, el conserje se adelanta
para hablarme.
—Dr. Merrick —dice suavemente—,
¿está al tanto de las... eh... tensiones que existen en Bangkok en la
actualidad?
Asiento. —¿Los tumultos
estudiantiles? ¿La crisis militar?
El conserje sonríe y hace una ligera
reverencia, obviamente agradecido por no tener que educar al farangen
una materia que parece resultar embarazosa.
—Si, señor. Lo menciono simplemente
porque, aunque los problemas se han estado concentrando cerca de la universidad
y del Gran palacio, han ocurrido... eh... disturbios en la calle Silom.
Vuelvo a asentir.
—Pero todavía no hay toque de queda
—digo—. Patpong sigue abierta.
El conserje sonríe sin mostrar
señales de malicia.
—Oh, sí, señor. Patpong y los clubes
nocturnos están abiertos. La ciudad está abierta en su mayor parte.
No es difícil reconocerla cuando
llego. Las callejuelas angostas que conectan las calles Silom y Suriwong están
repletas de carteles de neón: MASAJE MARAVILLOSO, CONCHAS A GRANEL, CHICAS
A-GO-GO, SUPERCHICA, SHOWS DE SEXO EN VIVO, ¡CONCHAS EN VIVO! y treintenas más.
Las callejuelas del distrito de Patpong son tan estrechas que sólo las
transitan los peatones, pero el rugido de los tuk-tuks de tres ruedas que
circulan por los bulevares sirve de telón de fondo constante para la música de
rock-and-roll que aturde desde los parlantes y las puertas abiertas. Apenas
doblo por la calleja llamada Patpong Uno, hombres o mujeres jóvenes —a veces es
difícil diferenciarlos en la andrógina Tailandia— comienzan a tironearme de la
manga y a gesticular hacia los umbrales.
—Señor, los mejores shows de sexo en
vivo, los mejores shows de conchas.
—Eh, señor, por aquí. las chicas más
lindas, los mejores precios
—¿Quiere ver la concha afeitada más
linda? ¿Conocer linda chica?
—¿Quiere chicas? ¿No? ¿Quiere
chicos?
Sigo avanzando, ignorando los suaves
tirones en la manga. Esa última pregunta llega cuando entro en la calleja
llamada Patpong Dos. La zona nocturna está dividida en tres áreas: Patpong Uno,
para los heterosexuales, Patpong Dos, que ofrece delicias tanto para heteros
como para homosexuales: y Patpong Tres, toda para homosexuales. La mayor parte
de la actividad, aquí en Patpong Dos, sigue siendo para heterosexuales, aunque
casi todos los bares, además de chicas, tienen sonrientes muchachos.
Hago una pausa frente a un bar llamado Delicia de Conchas. Un
hombrecito con un solo brazo y la cara azul por la luz intermitente del neón da
un paso adelante y me entrega una larga tarjeta de plástico.
—¿Menú concha? —dice, con una voz
que es el epitome de la de un maitre.
Tomo la mugrienta tarjeta de
plástico y la examino:
BANANAS CONCHA, COCA-COLA CONCHA,
PALILLOS CONCHA, HOJAS DE AFEITAR CONCHA, CIGARRILLOS CONCHA.
Asintiendo, entro en el concurrido
club nocturno. El maitre de un solo brazo se apresura a alcanzarme y recupera
la tarjeta.
El club es pequeño y está lleno de
humo: hay cuatro mostradores dispuestos en forma de cuadrado que rodean un
tosco escenario. La chica que está en el escenario —no parece tener más de 16 ó
17 años, está arqueada hacia atrás de modo que la parte superior de su cabeza
casi toca la áspera madera del suelo; sus brazos y piernas la sostienen en una
postura similar a la de un cangrejo. Está desnuda: se ha afeitado a
entrepierna. A través del humo, descienden columnas de luces de colores que
caen sobre ella como suaves láseres. El centro del escenario es giratorio; la
chica mantiene la postura arqueada mientras su cuerpo va rotando para que todos
puedan ver sus genitales expuestos. Alguien le ha puesto un cigarrillo
encendido entre los labios vaginales. A medida que el escenario gira hacia cada
sector del bar, su vulva sopla humo, como si lo estuviera exhalando.
Ocasionalmente, alguno de los clientes borrachos aplaude. La mayoría de los
hombres del bar son tailandeses, pero hay muchos farang desparramados
por ahí: alemanes arrogantes vestidos de color caqui, con el pelo engominado
hacia atrás; británicos hocicudos, prestándole más atención a sus bebidas que a
la chica del escenario; algún ocasional chino de Hong Kong, con el ceño
fruncido, tratando de ver a través de los vasos; algunos gordos norteamericanos
con copas intactas y ojos desorbitados.
Me dirijo a la barra grande y ocupo
una banqueta vacía, La cara de la chica, cabeza abajo, pasa girando a noventa
centímetros de mí. Tiene los ojos abiertos pero no enfocados. Sus pequeños
senos parecen poco más que una hinchazón, Puedo contarle las costillas.
Se me acerca una joven tailandesa,
tocando mi antebrazo desnudo con su seno izquierdo cubierto por un delgado top
de algodón. Aunque no es mayor que la chica cuyos genitales están girando hacia
nosotros, parece más grande por el denso maquillaje que, bajo la cambiante luz
azul, refulge con colores de necrosis.
—Llamarme Nok —grita por encima del
rock-and-roll—. ¿Cuál ser tu nombre?
Está tan cerca que distingo su dulce
aroma a talco y transpiración a pesar del humo de cigarrillo. El pueblo
tailandés es uno de los más limpios del mundo; se bañan varias veces por día.
Ignorando su pregunta, le digo:
—Nok significa pájaro. ¿Eres un
pájaro, Nok? Abre más los ojos.
—¿Hablas tailandés? —me pregunta en
tailandés. No demuestro comprensión.
—¿Eres un pájaro, Nok? —vuelvo a
preguntarle.
Suspira y me dice, en inglés: —Sí,
pájaro con sed. ¿Invitarme un trago?
Asiento y el barman llega una
fracción de segundo después, sirviéndole el «whisky» más caro de este lugar. Es
98 por ciento té, por supuesto.
—¿Ser de los Estados Unidos? —me
pregunta, mientras sus ojos comienzan a animarse un poco—. Gustarme mucho los
Estados Unidos,
Le aparto el largo cabello de los
ojos y bebo un poco de cerveza,
—Si eres un pájaro —le dijo—, ¿eres
un khai long? —La frase significa
«pequeño pollito perdido», pero con frecuencia se aplica a las chicas de la
calle de Bangkok.
Nok echa la cabeza hacia atrás y
cruza los brazos, como si le hubiese dado una bofetada. Comienza a darse
vuelta, pero yo aferro su brazo delgado y de un tirón la atraigo hacia mí.
—Termina el whisky —le digo.
Nok hace un puchero pero bebe un
poco de té. Miramos a su amiga del escenario cuando la vulva sin vello de la
chica vuelve a girar hacia nosotros. El cigarrillo se ha consumido hasta casi
tocar los labios vaginales. Sorbiendo cerveza, me maravillo —y no es la primera
vez— por la forma en que los seres humanos son capaces de convertir los
paisajes más íntimos en los más grotescos. Finalmente. un segundo antes de que
el cigarrillo la queme, la chica estira la mano, lo toma le da una pitada con
los labios que corresponden, lo tira entre el escenario y la barra y abandona
su postura de yoga. Sólo aplauden uno o dos hombres de la barra. La chica
abandona el escenario de un salto y una mujer tailandesa, mayor que ella y
también desnuda, sube a la plataforma giratoria, se pone en cuclillas y agíta
cuatro hojas de afeitar de doble filo para someterlas a la aprobación del
público.
Me vuelvo hacia Nok,
—Perdóname si herí tus sentimientos
—le digo—. Eres un pájaro muy bello. ¿Te gustaría ayudarme a pasarla bien esta
noche?
Nok me dedica una sonrisa forzada.
—Me encanta divertirte esta noche.
—Simula fruncir el entrecejo, como si se le acabara de ocurrir algo—. Pero el
Sr. Diang —señala con la cabeza a un hombre flaco, tailandés, con el pelo
teñido de rojo, que está parado en las sombras—ponerse muy enojado con Nok si
Nok no trabajar todo el turno. Deber pagarle a él si irme a divertir.
Asiento y saco un grueso rollo de
baht que obtuve a cambio de dólares en el aeropuerto.
—Ya entiendo —le digo, separando
cuatro billetes de 500 baht... casi 80 dólares. Antes, ni las putas de los bares
de alta categoría de Bangkok solían cobrar más 200 ó 300 baht, pero el gobierno
lo arruinó todo hace unos años, al emitir el billete de 500 baht. A la gente le
pareció poco elegante comenzar a exigir el vuelto, así que ahora la mayoría de
las chicas cobran 500 baht, y 500 más para pagarles a los señores Diang.
Le echa un vistazo al viejo de pelo
rojo y él hace un levísimo gesto afirmativo con la cabeza. Nok me sonríe.
—Sí, tener lugar para mucha
diversión.
Retengo el dinero —Pensé que
podríamos tratar de encontrar a alguien para que se divierta con nosotros —le
digo, por encima del ensordecedor rock-and-roll. Por el rabillo del ojo, veo
que la mujer del escenario está insertándose las hojas de afeitar.
Nok hace un mohín. Si comparte la
noche con otras chicas, sus ganancias serán menores,
—Sakha bue din —dice con suavidad. Sonrío
burlonamente y le pregunto:
—¿Eso qué significa?
—Significar que tener bastante
diversión con Nok sola, que amarte mucho —dice ella, volviendo a sonreír.
En realidad, la frase es la
abreviatura de un adagio de un pueblo del norte, que reza: «Tu verga está en el
suelo. Yo la pisoteo como si fuera una víbora». Sonrío para demostrarle que
aprecio su amabilidad.
—Este dinero va a ser sólo para ti,
claro —le digo, poniéndole los 2000 baht cerca de la mano—. Y va a haber más si
encontramos a la chica indicada.
Ahora sonriendo más ampliamente, Nok
me estudia.
—¿Tener alguna chica en mente?
¿Alguien que conocer o alguien que yo encontrar? ¿Buena amiga que también
amarte mucho?
—Alguien que conozco —le digo,
tomando aliento—. ¿Oíste hablar de una mujer de nombre Mara? ¿O quizás de su
hija, Tanha?
Nok queda paralizada y, por un
instante, es un pájaro, un pájaro aterrado, capturado. Trata de apartarse pero yo
todavía la estoy sujetando del brazo.
—¡Na! —grita con voz de
niñita—. Na, na...
—Hay más dinero —comienzo,
deslizando los baht hacia ella.
—¡Na! —grita Nok. con
lágrimas en los ojos.
El Sr. Diang avanza rápidamente un
paso y hace una seña con la cabeza a dos enormes tailandeses que están cerca de
la puerta. Los hombres se abren camino por el gentío rumbo a nosotros, como
tiburones partiendo las aguas poco profundas.
Suelto el brazo de Nok y ella se
escabulle entre la gente. Levanto las dos manos, mostrando las palmas, y los
gorilas de seguridad se detienen a cinco pasos de mí. El viejo de pelo rojo
inclina la cabeza hacia la puerta y yo asiento, indicándole que estoy dispuesto
a irme.
Tengo otros lugares en la lista.
Habrá alguien que sienta más amor por el dinero que miedo de Mara. Tal vez.
Veintidós años atrás, Patpong existía, pero los
soldados norteamericanos no podían pagar sus servicios. El gobierno tailandés y
el Ejército de los EE.UU. habían improvisado un distrito de burdeles, con bares
baratos, hoteles más baratos todavía y salones de masaje, en la calle New
Petchbun, a kilómetros de la más comercial Patpong.
Durante el primer día y la primera
noche que pasé en Bangkok con Tres, descubrí lo que era un bar sin manos. La
comida era espantosa y la bebida excesivamente cara, pero la novedad de que las
chicas nos dieran de comer y llevaran los vasos hasta nuestros labios fue
memorable. Entre bocado y trago que nos daban en la boca, nos decían cosas
tiernas., nos hacían guiños y recorrían la parte interna de nuestros muslos con
sus dedos de largas uñas. Era difícil reconciliartodo esto con el hecho de que
24 horas antes habiamos estado ascendiendo las colinas de jungla y arcilla roja
del valle A Shau con las mochilas a cuestas.
De todos modos, bebimos y putañeamos
por todo el distrito de burdeles durante 48 horas. Tres y yo habíamos reservado
habitaciones separadas para poder llevarnos chicas, y eso fue lo que hicimos.
En ese entonces, el precio de una noche de favores sexuales era menor del que
habría pagado por una caja de cerveza fría en la proveeduría de la base... que
no era mucho. Regalar una remera o un jean a nuestras nenitas cubría el costo
de una semana de mia chaos, «esposas alquiladas». No solo cojían y
obedecían órdenes, sino que además nos lavaban la ropa y ordenaban la
habitación del hotel mientras nosotros salíamos en busca de otras chicas.
Deben recordar que esto ocurría en
1970, Entonces nadie soñaba siquiera con el SIDA. Sí, el Ejército nos obligaba
a llevar forros y nos hicieron ver una decena de películas que nos prevenían
sobre las enfermedades venéreas, pero la mayor amenaza a nuestra salud era la
Rosa de Saigón, una cepa muy rebelde de sífilis traída al país por los soldados
norteamericanos. Así y todo, ahora me doy cuenta de que nuestras chicas eran
tan jóvenes y estúpidas que ni siquiera nos pedían que usáramos forro. Tal vez
pensaban que tener un hijo de un farang traía buena suerte o que, de
algún modo milagroso, las haría viajar a los Estados Unidos. No sé. Nunca les
pregunté.
Pero pasados cuatro días de nuestra
licencia de siete, hasta la atracción ejercida por la marihuana tailandesa
barata y por el sexo más barato todavía estaba empalideciendo un poco. Yo
seguía haciéndolo porque Tres lo hacía; para mí, seguirlo a todas partes se
había convertido en una forma de supervivencia, allá en el culo del mundo,
Pero Tres quería otra cosa. Y yo lo
seguí.
—Averigüé algo interesante —me dijo, en las
primeras horas de nuestra cuarta noche en la ciudad—. Realmente interesante.
Asentí. Tang, mi pequeña mía chaos, estaba encaprichada con
que quería salir a cenar, pero cuando Tres me llamó yo la ignoré y bajé a
encontrarme con él en el bar.
—Vamos a necesitar bastante dinero
—dijo Tres—. ¿Cuánto tienes?
Revolví mi billetera. Tang y yo
habíamos estado fumando porros tailandeses en la habitación; veia las cosas
descentradas y con algo de luminiscencia.
—Un par de
cientos de baht —le dije.
Tres meneó
la cabeza. —Para esto se necesitan dólares —dijo—. Tal vez cuatrocientos o
quinientos.
Lo miré
con ojos desorbitados. No habíamos gastado ni una fracción de esa cantidad en
todos los días de licencia transcurridos hasta ese momento. Nada de Bangkok
costaba más que un par de dólares.
—Esto es
algo especial —dijo él—. Verdaderamente especeial. ¿No me dijiste que ibas a
traer los trescientos dólares que te envió tu tío?
Asentí,
atontado. El dinero estaba embutido en una zapatilla, en el fondo do mi bolso
marinero, arriba.
—Quería
comprarle algo bueno a mamá —le dije—. Seda, o un kimono, o algo así... repuse
débilmente.
Tres
sonrió.
—Esto te
va a gustar más que un kimono para tu mamá. Ve a buscar el dinero. Apúrate.
Me apuré.
Cuando llegué abajo había un tailandés joven esperando en la puerta, con Tres.
—Johnny —me
dijo Tres—, te presento a Maladung. Maladung, te presento a Johnny Merrick. En
el pelotón le decimos Prick.
Maladung me dedicó una sonrisa
tonta.
Antes de que pudiera explicarle que
a la radio PRC25 le decían «prick-25», y que yo había llevado una de ésas a
cuestas durante un mes y medio, hasta que encontraron a un operador de
radioteléfono más corpulento, Maladung nos hizo una seña con la cabeza y nos
guió hacia la noche de afuera. Tomamos un tuk-tuk y navegamos río abajo.
Técnicamente, el ancho río, que bajaba de los Himalayas y partía en dos el
corazón de la parte vieja de Bangkok, se llamaba Chao Phraya, pero lo único que
escuché de boca de los lugareños fue que lo llamaban Mae Nam, «el Río».
Desembarcamos en un muelle oscuro y
Maladung le escupió algunas palabras a un hombre que estaba de pie sobre un
barco alargado y angosto que no era más que una simple sombra debajo del
muelle. El hombre respondió algo y Tres dijo:
—Dame un billete de cien baht,
Johnny.
Tres le pagó a Maladung, que con un
gesto nos indicó que subiéramos a la proa del estrecho bote. Ahora sé que esos
botecitos se llaman «taxis de cola larga» y que hay cientos para alquilar. Su
nombre proviene del largo eje propulsor, sobre el que está montado un motor de
automóvil. Esa noche, advertí que el eje estaba tan bien balanceado que nuestro
piloto podía elevar la escora fuera del agua con una sola mano; el pesado
motor, ubicado en el medio, daba la impresión de ser ingrávido.
Bangkok es una ciudad con pequeños
canales o klongs. Nos dirigimos corriente abajo, pasando las luces del Hotel
Oriental —un lugar del que Tres y yo habíamos oído pero que nunca habíamos
soñado que podríamos pagar— y por debajo del puente de una autopista muy
transitada. Con un rugido de su motor V8, nuestro taxi de cola larga se
precipitó por delante de un enorme ferry, cruzó hacia la orilla occidental y
luego tomó un klong, no más ancho que alguno de los estrechos sois del
distrito de Patpong. El pequeño canal estaba negro como un pozo, a excepción
del débil resplandor de la luz de los faroles de los sampanes amarrados y las
casuchas colgantes. Nuestro piloto había encendido un farol rojo y lo tenía
colgado de una armella, cerca de popa, pero yo no entendía cómo era posible que
otros botes evitaran chocar con nosotros al tiempo que el nuestro avanzaba
rugiendo, tomaba las curvas ciegamente y pasaba por debajo de puentes poco
elevados. A veces, estaba seguro de que el techo de loneta de nuestro taxi se
iba a golpear contra la parte inferior de los combados puentes, pues aunque
Tres y yo nos agachábamos, apenas esquivábamos por unos centímetros las maderas
en descomposición. Unos pocos taxis pasaban rugiendo junto a nosotros como
ruidosas almas en pena; sus estelas cacheteaban nuestra proa y nos salpicaban
las rodillas. Miré a Tres cuando pasábamos cerca de un sampán pobremente
iluminado y vi en sus ojos una mirada extraviada. Tenía una amplia sonrisa.
Durante media hora o más, avanzamos por
tortuosos y estrechos klongs de mano única. El hedor de las cloacas era
tan fuerte que me lagrimeaban los ojos. Varias veces, oí voces provenientes de
los sampanes escorados, sin luces, que se alineaban a lo largo del canal como
otras tantas ruinas anegadas.
—Allí vive gente —le susurré a Tres
al pasar por una masa negra donde unas chozas destartaladas y unos sampanes
medio hundidos angostaban tanto el klong que nuestro piloto suicida se
vio forzado a disminuir la velocidad del bote hasta convertirla en un paso de
tortuga. Tres no me contestó.
Justo cuando estaba seguro de que el
piloto se había extraviado en el laberinto de canales, llegamos a una zona de
agua abierta rodeada de depósitos abandonados montados sobre pilotes y de
partes traseras de chozas incendiadas. El efecto era el de un gran patio
flotante, oculto de las calles de la ciudad y de los canales públicos. En el
centro de esta plaza acuática había varias barcazas y sampanes negros atados
entre si, y vi los tenues faroles de varios taxis de cola larga que estaban
amarrados al sampán más cercano.
El piloto apagó el motor y avanzamos
con el impulso hasta el improvisado muelle, en medio de un silencio tan
repentino que me hizo doler los oídos.
Acababa de darme cuenta de que el
muelle era sólo una plataforma flotante hecha de tambores de petróleo y tablas
de madera atadas al sampán cuando aparecieron dos hombres, salidos de un
agujero cortado desprolijamente en el costado de loneta de la embarcación, que
se quedaron parados sobre las tablas a mirar cómo nos deteníamos al golpear
contra el muelle. Incluso con esa oscuridad, pude advertir que tenían físico de
luchadores o de guardias de seguridad. El que estaba más cerca de los dos nos
ladró algo en tailandés.
Maladung le contestó y uno de ellos
tomó nuestras amarras de proa, mientras el otro se apartaba para permitirnos
ascender al pequeño espacio. Desembarqué del taxi yo primero y percibí el
débil resplandor de un farol a través de la abertura deshilachada; estaba a
punto de atravesarla cuando uno de los hombres me tocó el pecho con tres dedos
que me parecieron más fuertes que todo mi brazo.
—Deber pagar pnmero —siseó Maladung
desde su lugar, en el taxi.
¿Pagar qué?, quería preguntar yo,
pero Tres se inclinó hacía mí y me susurró:
—Dame los trescientos dólares,
Johnny.
Mi tío me había enviado el dinero
en billetes de cincuenta nuevos. Se los di a Tres, quien le entregó dos
billetes a Maladung y los otros cuatro al hombre del muelle que tenía más
cerca.
Los
hombres se apartaron y me señalaron la abertura. Apenas me agaché para poder
pasar por el pequeño orificio, me sobresaltó el sonido del motor de nuestro
bote, volviendo a la vida con un rugido.
Me
enderecé, justo a tiempo para ver que el farol rojo desaparecía por un angosto klong.
—Mierda
—dije—. ¿Y ahora cómo volvemos?
La voz de
Tres sonó tensa por algo mucho más importante que la tensión nerviosa.
—Nos
preocuparemos de eso después —dijo—. Adelante.
Miré la
abertura deshilachada que parecía dar a un pasillo que conectaba una serie de
sampanes y barcazas. De allí venían fuertes olores y había un sonido sordo,
como si un inmenso animal estuviera respirando en algún sitio, al final de ese
túnel.
—¿En serio
queremos hacer esto? —le susurré a Tres. Los dos tailandeses del muelle
parecían tan inanimados como las estatuas de esos perros-leones chinos que
vigilan las entradas de los edificios importantes de toda Asia—. ¿Tres? —dije.
—Sí —dijo
él—. Vamos. —Apartándome de un empujón, pasó adelante de mi y se introdujo por la
abertura. Acostumbrado a seguirlo en las patrullas, en las emboscadas nocturnas
y en las misiones especiales, bajé la cabeza y fui detrás de él.
Estoy mirando un show de sexo en vivo en el
Conchas A Granel cuando me rodean cuatro tailandeses. El show de sexo es típico
de Bangkok: una pareja joven cojiendo sobre dos Harley-Davidson idénticas que
cuelgan de alambres por encima del escenario central. Se están dedicando al
coito desde hace más de diez minutos. Sus rostros no denotan ninguna fingida
pasión, pero sus cuerpos son expertos en lograr que el acoplamiento se vea
desde todos los rincones del bar. El público no parece centrar sus expectativas
primarias en el coito, sino en el hecho de que ambos se caigan de las
motocicletas suspendidas.
Estoy ignorando el show,
interrogando a una chica del bar llamada Lah, cuando a mi alrededor aparecen los
tailandeses. Lah se pierde entre el gentío. El bar está oscuro, pero los cuatro
hombres llevan anteojos de sol. Tomo un trago de cerveza insulsa y no digo
nada, mientras ellos se acercan más.
—¿Usted se llama Merrick? —me
pregunta el más bajo. Su cara es delgada como el filo de un hacha y está
poceada de acné o de cicatrices de viruela.
Asiento.
El hombre poceado avanza un paso.
—¿Usted estuvo preguntando por una
mujer llamada Mara?
—Sí.
—Venga —dice él. No opongo
resistencia y los cinco salimos del bar en formación de cuña. Ya afuera, se
abre un espacio entre los fornidos hombres que están a mi izquierda y puedo
optar por salir corriendo. Pero no opto por eso. Hay una Iimusina negra
estacionada al final del callejón y el hombre que está a mi derecha abre la
puerta de atrás. Cuando lo hace, veo la empuñadura de madreperla de un revólver
que tiene metido en el cinturón.
Me subo al asiento trasero. Los dos
hombres más altos se sientan junto a mí, uno de cada lado. Observo al hombre
poceado mientras se acomoda en el asiento del acompañante: el hombre del
revólver se acomoda detrás del volante. La limusina avanza por calles
laterales. Sé que es algún momento después de las tres de a mañana, pero los sois
todavía están vacíos, cosa extraña estando tan cerca de Patpong. Al principio
me doy cuenta de que nos desplazamos hacia el norte, paralelamente al río, pero
luego pierdo el sentido de la orientación en ese laberinto de
estrechas callejuelas. Sólo los oscuros carteles en chino me hacen saber que
estamos en la zona norte de Patpong conocida como el Barrio Chino.
—No pases por Sanam Luang ni por
Ratchadamnoen Klang —le dice el hombre poceado al conductor en tailandés. Esta
noche el ejército está fusilando manifestantes.
Echo una mirada a mi derecha y sobre los techos veo el resplandor anaranjado de las llamas.
Por encima del siseo del aire acondicionado del auto, se oyen ruidos de
metralla y explosiones distantes. casi suaves, producidas por armas pequeñas.
Nos detenemos en una zona de
edificios abandonados.
Aquçi no hay iluminación pública y
lo único que me permite ver los terrenos baldíos y los depósitos a medio
demoler al final de la calle es el resplandor anaranjado reflejado en las nubes
bajas. Huelo el río, que debe estar en algún lado, en esa oscuridad,
El hombre poceado se da vuelta y
hace una seña con la cabeza. El tailandés que está a mi derecha abre la puerta
y me tironea del chaleco para hacerme salir. El conductor se queda en el auto,
mientras los otros tres me arrastran hacia las sombras que están cerca del río.
Quiero comenzar a hablar cuando el
hombre que está detrás de mi entrelaza sus dedos con mi pelo y me tira la
cabeza hacia atrás, fuertemente, El tercer hombre me agarra los brazos,
mientras el hombre que me sostiene la cabeza me apoya el filo de una navaja en
la garganta. De repente, el hombre poceado se me acerca tanto que percibo el
olor a pescado y cerveza de su aliento.
—¿Por qué pregunta por una mujer
llamada Mara con una hija llamada Tanha? —me pregunta en tailandés.
Pestañeo para indicarle que no
comprendo. La navaja extrae sangre de un punto que está por debajo de mi nuez.
Me están tirando de la cabeza tan atrás que me resulta casi imposible respirar.
—¿Por qué pregunta por una mujer
llamada Mara con una hija llamada Tanha? —vuelve a preguntarme, en inglés.
Mis palabras son poco más que una
gárgara ronca.
—Tengo algo para ellas. —Trato de
liberar mi mano derecha, pero el tercer hombre me aprieta la muñeca—. En el
bolsillo izquierdo.
El hombre poceado vacila sólo un
segundo, antes de abrir el chaleco de un tirón y tantearlo en busca del
bolsillo escondido. Saca veinte billetes.
Vuelvo a sentir su aliento en mí
cara, mientras él ríe suavemente.
—¿Veinte mil dólares? Mara no
necesita veinte mil dólares. Mara no existe —concluye en inglés. En tailandés,
le dice al hombre de la navaja—: Mátalo.
No es la primera vez que hacen esto.
El primer hombre me empuja la cabeza más atrás todavía, el otro hombre me da un
fuerte tirón en los brazos mientras el poceado retrocede, apartándose con
fastidio del rocío arterial por venir. Un segundo antes de que la navaja me
tajee el cuello, jadeo tres palabras.
—Busque otra vez,
Siento que la tensión aumenta en la
mano y el brazo del que empuña el cuchillo cuando el corte comienza a
profndizarse, pero el hombre poceado levanta una mano autoritaria. La navaja ha
producido tanta sangre que tengo el cuello de la camisa y del chaleco
empapados, pero no sigue cortando más. El hombre poceado tiene un billete en la
mano levantada, lo escruta bajo la lúgubre iluminación y luego hace aparecer la
llama de un encendedor de cigarillos. Masculla algo entre dientes,
—¿Qué? —dice el tercer hombre, en
tailandés.
El hombre poceado responde en el
mismo idioma,
—Es un bono al portador por diez mil
dólares. Son todos bonos de diez mil dólares. Hay veinte.
Los otros dos resoplan.
—Hay más —les digo en tailandés—.
Mucho más. Pero tengo que ver a Mara.
Nos quedamos ahí, inmóviles, durante
al menos un minuto, hasta que el hombre poceado gruñe algo, la navaja desciende,
me sueltan el pelo y regresamos a la limusina, que nos está esperando.
Seguí a Tres a través del túnel excavado bajo
los toldos arqueados que forman los techos de los sampanes.
Cuando entramos en la barcaza
cubierta, varios hombres tailandeses nos miraron, y luego volvieron a mirarnos,
obviamente sorprendidos de que hubiesen dejado pasar a dos farang. Pero entonces su atención volvió a fijarse en el precario
escenario ubicado en el centro de la embarcación. Me quedé quieto, pestañeando,
tratando de ver a través de la pesada nube de humo de cigarrillo y marihuana.
El escenario no tenía más de 1,80 x 1,20 metros, y estaba iluminado únicamente
por dos faroles siseantes que colgaban de vigas, sobre nuestras cabezas. Estaba
vacío, a no ser por dos mujeres que se hacían mutuos cunnilingus. Había
cuatro filas de bancos burdos a cada lado del escenario y los aproximadamente
veinte hombres tailandeses ubicados allí eran poco más que formas oscuras en la
niebla de humo,
—¿Qué...? —comencé, pero Tres me hizo
callar y me guié hasta un banco vacío que estaba a nuestra izquierda. Dos
hombres tailandeses delgados, muchachos jóvenes en realidad, se unieron a las
mujeres del escenario; las ignoraron y se dedicaron a acariciarse mutuamente
para lograr la excitación. Estaba cansado de que me hicieran callar. Me incliné
hacia Tres y le dije:
—¿Por qué carajo tuvimos que pagar
trescientos dólares norteamericanos por esto, cuando podemos mirar lo mismo por
un par de dólares en cualquier bar de la calle New Petchburi?
Tres meneó la cabeza,
—Esto es sólo un show preliminar,
Johnny —susurró—. Un precalentamiento. Pagamos por ver el espectáculo
principal.
Un par de hombres que estaban
delante de nosotros se dieron vuelta y fruncieron el ceño, como si estuviésemos
haciendo demasiado ruido en un cine. En el escenario, los dos muchachos habían
terminado de prepararse y se habían enredado con las jóvenes mujeres y también
entre si. Las combinaciones eran complicadas.
Me senté y crucé las piernas. En
Vietnan no usábamos ropa interior porque nos salían hongos en los genitales, y
yo, al igual que muchos otros soldados, me había acostumbrado a no usarla,
incluso cuando llevaba ropas de civil durante una licencia. Esa noche, deseé
haberme puestc calzoncillos debajo de los livianos pantalones de algodón. Me
parecía de mal gusto tener esa evidente erección frente a todos esos hombres.
Los cuatro jóvenes del escenario
exploraron combinaciones durante más o menos diez minutos más. Cuando acabaron
—todos casi al mismo tiempo—, los orgasmos de las mujeres pudieron ser
fingidos, pero no hubo dudas de que los de los hombres fueron sinceros. Una de
las chicas tailandesas recibió semen sobre los senos, mientras la otra untaba
la leche del segundo muchacho sobre las nalgas del primero. Lo bisexual me
perturbaba y me excitaba al mismo tiempo. En ese entonces no me entendía bien,
Al finalizar, los cuatro jóvenes,
sencillamente, se pusieron de pie y salieron por una puerta que daba a un
túnel, ubicada en la pared del fondo. Los parroquianos no aplaudieron. El
escenario quedó vacío por varios minutos, pero entonces un tailandés de baja
estatura, vestido con pantalones y camisa de seda negra, avanzó hacia el
escenario y dijo algo en voz baja, seria. Entendí la palabra Mara, dos veces.
Repentinamente, el salón se llenó de tensión.
—¿Qué dijo? —comencé.
—Shhh —dijo Tres, con los ojos
remachados al escenario.
—A la mierda —dije. Había pagado por
esta basura. Merecía saber qué me iban a dar a cambio de ese dinero—¿Qué es una
Mara?
Tres suspiró.
—Mara es el phanyaa mahn, Johnny. El príncipe de los demonios. El envió a sus
tres hijas, Aradi, el descontento, Tanha, el deseo, y Raka, el amor, para
tentar a Buda. Pero Buda triunfó.
Entrecerré los ojos para escudriñar,
a través del humo, el escenario vacío y el farol que se balanceaba lentamente.
—¿Entonces Mara es un hombre?
Tres meneó la cabeza. —No cuando el
espíritu del phanyaa mahn se combina con el naga en una
reencarnación demoníaco-humana —me dijo.
Miré a Tres de arriba abajo. Desde
nuestra llegada a Bangkok ambos habíamos estado fumando buena mierda —el porro
tailandés era casi gratis— pero era obvio que Tres había estado fumando más de
lo que le convenía. Notó mi mirada y sonrió levemente.
—Mara es la parte del mundo que
muere Johnny... el principio de la muerte. La única cosa a la que le tenemos
más miedo que a los vietnamitas cuando salimos de patrulla nocturna. El naga es una especie de dios serpiente
que se asocia con el agua. El río. Puede darte o quitarte la vida. Cuando se le
concede el espíritu del naga a
alguien poseído por el poder del phanyaa
mahn, es decir de Mara. la criatura demoníaca puede ser masculina o
femenina. Pero lo que pagamos por ver es un Mara femenino que se supone que es phanyaa mahn naga kio. Eso no ocurre ni
una vez en diez mil reencarnaciones.
—¿Qué es un kio? —susurré.
Tenía la deprimente sensación de que había dilapidado 300 dólares para nada.
—Un kio es... shhh —siseó
Tres, señalando el escenario.
Sobre el escenario apareció una
mujer. Estaba vestida con seda tailandesa tradicional y traía una beba en los
brazos. Tenía un rostro afilado, casi masculino, y su pelo era un aureola negra
y enredada. Era de más edad que los actores sexuales que habíamos visto antes,
pero no tendría mucho más que 20 años. La beba lloriqueaba y tironeaba de la
seda que cubría los pequeños senos de la mujer. Me di cuenta de que los
tailandeses que estaban en el salón hacían una leve reverencia desde donde
estaban sentados. Algunos hacían el tradicional wai, con las palmas juntas, que indicaba sumisión. Parecía raro que
lo hicieran ante una actriz sexual. Miré a Tres con el ceño fruncido, pero él
también estaba haciendo el wai. Meneé
la cabeza y volví a mirar el escenario. Casi todos los hombres habían apagado
sus cigarrillos, pero en la barcaza había tanto humo que era como tratar de
entrever algo en medio de la niebla.
La mujer se había arrodillado en el
escenario. La beba colgaba flácidamente de sus brazos. El hombre de seda negra
subió al escenario y dijo algo en voz baja, inexpresiva.
Hubo un largo silencio. Finalmente,
un tailandés gordo que estaba en primera fila se puso de pie, se volvió para
mirar una sola vez al público y luego subió al escenario. Hubo una exhalación
general de aire y pude sentir que la tensión que había en el salón se
concentraba en otro lado, aunque en realidad no disminuyera.
—¿Qué? —susurré.
Tres meneó la cabeza y señaló. El
gordo le estaba entregando un grueso rollo de baht al hombre de seda negra.
Como si les hubieran dado el pie,
las dos mujeres jóvenes que habíamos visto antes volvieron a salir. Vestían una
especie de indumentaria ceremonial que yo asocié con una danza tailandesa
formal que había visto en fotos. Ambas llevaban sombreros altos, terminados en
pico, hombreras extrañas y blusa y pantalones de seda dorada. Comencé a
preguntarme si había pagado 300 dólares para ver a cuatro personas teniendo
relaciones sexuales con la ropa puesta.
Los dos muchachos, con sus
correspondientes trajes, volvieron al escenario trayendo un sillón ornamentado.
Temí que volvieran a ofrecer más espectáculos de maricas y lesbianas, pero los
muchachos se limitaron a colocar el sillón en su lugar y desaparecer. Las dos
chicas comenzaron a desvestir al gordo, mientras la mujer llamada Mara miraba
fijamente a ningún lado, sin prestar atención al hombre, ni a sus asistentes,
ni al público.
Luego de haber desvestido al cliente
de una manera casi ritual y de haber doblado sus ropas, las chicas lo empujaron
hasta sentarlo en el sillón. Vi que el sudor perlaba el labio superior y el
pecho del hombre. Me pareció que sus piernas temblaban ligeramente. Si él había
pagado por alguna clase de servicio erótico, por cierto no parecía estar de
humor para recibirlo. La verga del tipo estaba arrugada, reducida a casi nada,
y el escroto parecía haberse encogido al tamaño de una nuez.
Las jóvenes se inclinaron y
comenzaron a trabajar sobre él, con las manos y la boca. Demoraron un rato,
pero eran muy buenas: en el lapso de unos minutos la verga del gordo estaba
dura y tan alta que el glande casi le tocaba el vientre. Mientras tanto, Mara
seguía mirando la nada y la beba se agitaba suavemente en sus brazos. La mujer
parecía indiferente al punto de la catatonia.
Mi corazón comenzó a latir con
fuerza. Tuve miedo de que fueran a hacerle algo a la beba y la idea me hizo
sentir físicamente asqueado. Meneé la cabeza. Toda esta mierda era muy rara.
Las dos jóvenes se fueron. El
escenario quedó vacío, a excepción del gordo, sentado en el sillón con su
modesta erección, y de la mujer con su beba. Lentamente, Mara se volvió hacia
el hombre y una ilusión óptica causada por la luz del farol hizo que en sus
ojos refulgiera un color casi amarillo. De repente, todo pareció quedar
demasiado silencioso, como si todos hubiesen dejado de respirar.
Mara se puso de pie, avanzó tres
pasos hacia el hombre y luego volvió a arrodillarse. Estaba tan lejos del tipo
que iba a tener que inclinarse hacia adelante para poder siquiera apoyarle la
mano en el muslo. Advertí que sus uñas eran muy rojas y muy largas. En ese
punto, la erección del gordo comenzó a flaquear visiblemente y advertí que las
bolas comenzaban a elevarse de nuevo, como si quisieran buscar protección en su
cuerpo.
Mara pareció sonreír ante ese
panorama. Se inclinó hacia adelante, sin dejar de acunar a la beba, y abrió la
boca.
Entonces supuse que habría sexo
oral, pero su cabeza en ningún momento se acercó a los genitales del hombre más
de 45 centímetros. En vez de eso, la mujer asomó la lengua entre sus dientes
afilados, perfectamente blancos, hasta que la lengua se arqueó tanto que con
ella podía tocarse el mentón. Los ojos del gordo ahora estaban muy abiertos, y
pude ver que sus brazos y su vientre se sacudían levemente. La erección se
había repuesto.
Mara movió la cabeza, la sacudió
como si estuviera aflojándose el cuello, y su lengua continuó deslizándose
hacia afuera. Quince centímetros de lengua. Después veinte. Treinta centímetros
de lengua carnosa saliendo de su boca abierta, como un serpiente rosada
desenrollándose y saliendo de su oscuro nido.
Cuando unos 45 ó 50 centímetros de
gruesa lengua habían salido de la boca, se habían arrastrado por el muslo del
gordo y habían comenzado a envolverse alrededor de su miembro, traté de tragar
saliva y descubrí que no podía. Traté de cerrar los ojos y descubrí que mis párpados
se rehusaban a cerrarse. Con la boca abierta, respirando con dificultad,
sencillamente seguí mirando.
La lengua de Mara se deslizó
alrededor de la cabeza del pene no circuncidado del hombre, empujando el
prepucio hacia atrás con su movimiento. La luz del farol se reflejaba en la
rosada humedad de esa lengua y hacía resplandecer la erección del hombre donde
ya estaba lubricada.
Se desenrolló más lengua; la punta
describía espirales descendentes, como si estuviera explorando la cabeza de una
serpiente de cuerpo muy ancho. El gordo cerró los ojos en el mismo momento en
que la larga lengua terminaba de encerrar completamente su miembro: la angosta
punta de esa cinta de carne se hamacaba y se sacudía de arriba abajo hacia sus
tensos testículos. Las pestañas de Mara también habían descendido, pero vi el
centelleo blanco y amarillo debajo de sus párpados cuando el hombre comenzó a
mover la cadera.
Ver esa lengua húmeda bajo la luz
amarilla del farol era terrible —nauseabundo— pero no era lo peor. Lo peor eran
las lesiones que había en esa lengua y que por un instante pude ver: aberturas,
tajos oblongos, en la carnosa parte interna de la lengua, como si alguien
hubiese tomado un escalpelo muy afilado y hubiese practicado una serie de
incisiones incruentas, de un centímetro de largo.
Pero no eran incisiones. Incluso con
esa pobre iluminación, pude ver que esas aberturas carnosas latían, abriéndose
y cerrándose por su propia voluntad, como las bocas de alimentación de alguna
anémona hambrienta que flota con la suave corriente de la marea. Entonces, la
lengua apretó con más fuerza el ya estrangulado pene del hombre, y vi las
contracciones casi peristálticas de esa cinta de carne rosada que tiraba y
apretaba, apretaba y tiraba. Mara cerró los labios, echó la cabeza hacia atrás
como un pescador que trata de sacar un anzuelo profundamente encajado y el
gordo gimió de éxtasis. Se aferró de los apoyabrazos del sillón y se puso a
sacudir las caderas más violentamente, con los ojos a medio abrir pero
obviamente sin ver nada, salvo el rojo oleaje de su propio placer.
La lengua de Mara se enrolló más
apretadamente y continuó tironeando y doblándose. La cara del gordo se puso más
roja y continuó sacudiendo las caderas de atrás para adelante. Sus ojos seguían
abiertos, pero ahora sólo se le veía lo blanco. La cabeza de la verga, apenas
visible a la luz del farol, parecía hinchada al punto de explotar. Una gruesa
vuelta de lengua se deslizó por encima y alrededor de ella.
El hombre entró en lo que ahora sé
que son las etapas finales de la respuesta eyaculatoria: espasmos musculares,
pérdida del control voluntario de los músculos faciales, ritmo de respiración
que excede las 40 inhalaciones por minuto, rubor corporal masivo y frenético
movimiento de caderas. Si alguien le hubiese tomado el pulso, habría
descubierto que los latidos de su corazón se habían elevado a un ritmo de entre
100 y 175 pulsaciones por minuto. Su presión sistólica estaría disparándose a
un valor cercano a los 80 mm Hg, mientras la diastólica debía haberse elevado a
alrededor de 40 mm Hg o más.
Pero, en aquellos días, para mí no
era otra cosa que un polvo.
La cabeza de Mara descendió, como si
la lengua extendida se estuviera enrollando. Sus ojos ahora estaban abiertos y
muy amarillos. Veinte centímetros o más de lengua seguían envolviendo el
miembro cuando Mara hizo descender su boca de labios rojos hasta la entrepierna
del gordo.
El tailandés continuó retorciéndose
con la agonía del orgasmo. De los veinte hombres que estaban en ese salón
colmado de humo no provenía ningún sonido. Los gemidos del gordo eran el único
ruido. Su orgasmo no tenía fin, continuaba por mucho más tiempo del que demora
cualquier hombre en eyacular. El distendido rostro de Mara se elevaba y
descendía, y cada vez que se elevaba veíamos que su lengua seguía envolviendo
apretadamente el pene aún rígido del hombre.
—Dios mío —susurré.
Ahora sé que la destumefacción del
pene en la fase de resolución es rápida e involuntaria. A los pocos segundos de
expulsar el liquido seminal, el pene comienza a sufrir una involución en dos
etapas, que comienza con la pérdida de alrededor del 50 por ciento de la
erección en los primeros 30 segundos. Aun si persiste cierta vasocongestión
—“mantenerla parada” habría dicho yo en mis días de Vietnam—, ésta no es, ni
puede ser, igual que una erección pre-eyaculatoria completa.
Pero este tailandés tenía una
erección completa. La veíamos cada vez que la boca de Mara se elevaba por
encima de su lengua enroscada. Parecía que el tailandés era víctima de un
ataque de epilepsia: agitaba violentamente los brazos y las piernas, tenía los
ojos dados vuelta, tenía la boca abierta y le corría baba por el mentón y la
mandíbula. El polvo no terminaba nunca. Pasaron los minutos... cinco, diez. Me
froté la cara con la mano y mi palma quedó grasienta de sudor. Tres respiraba
por la boca y miraba todo fijamente, con una expresión que sugería horror.
Finalmente, Mara retiró la boca. La
lengua se desenroscó del miembro del tailandés y volvió deslizarse entre los
dientes, hacia atrás, como si se enrollara en un riel. El tailandés dejó
escapar un gemido final y se cayó del sillón: su pene erecto siguió embistiendo
en el vacío.
—Santo Dios —susurré para mis
adentros, aliviado de que todo hubiera terminado.
No había terminado.
Los labios de Mara estaban
hinchados; sus mejillas, tan infladas como hacía un segundo. Se me apareció una
imagen momentánea de su boca y sus mejillas llenas de lengua enrollada y casi
vomito el almuerzo en ese mismo instante, en la oscuridad colmada de humo.
Mara echó la cabeza más atrás
todavía y advertí que sus labios pintados parecían ponerse más rojos, como si
se las hubiera ingeniado para aplicarse una gruesa capa de lápiz labial
satinado mientras practicaba el sexo oral. Entonces abrió la boca un poco más y
lo rojo le chorreó de los labios, le goteó por el mentón y se derramó sobre su
blusa de seda dorada.
Sangre. Me di cuenta de que su boca
y sus mejillas estaban llenas de sangre; su lengua obscena estaba ahíta de
sangre. Se atragantó con ella y algo parecido a una sonrisa colmó sus rasgos
afilados.
Luché contra las náuseas, bajé la
cabeza y pensé:
Ahora ya terminó. Terminó.
No había terminado.
Durante la fellatio sin fin, había
sostenido a la beba con el brazo izquierdo: la niña había quedado fuera de
nuestra vista, oculta por la cabeza de Mara y el muslo del gordo. Pero ahora
podíamos ver a la beba, cuyos bracitos se aferraban a la blusa salpicada de
sangre de Mara. Al mismo tiempo que la mujer arqueaba la cabeza todavía más
atrás, como si estuviera degustando la sangre que tenía en la boca igual que si
fuese un vino fino, la beba comenzó a ascender por su pecho con los puños
hundidos en la seda dorada, frunciendo y abriendo la boca, lloriqueando.
Miré a Tres, descubrí que era
incapaz de hablarle y volví a mirar al escenario. Los jóvenes habían
transportado al gordo, aún inconsciente, fuera del tablado, y bajo la luz del
farol sólo quedaban Mara y su hija. La beba continuó trepando hasta que su
mejilla tocó la de la madre. Pensé en una película que había visto, donde un
canguro bebé a medio formar, casi un embrión, trepaba por la pelambre de su
madre en un viaje de vida o muerte, recorriendo el trayecto desde el canal de
parto hasta la bolsa.
La beba comenzó a lamer las mejillas
y la boca de su madre. Vi que la lengua de la beba era muy larga, y cómo se
deslizaba, igual que un gusano rosado, por el mentón y los labios de Mara, y
traté de cerrar los ojos o de apartar la vista. No pude.
Mara pareció salir del trance,
levantó a la beba hasta tenerla más cerca de la cara y apoyó su boca sobre la
de la niña. Vi que la beba abría la boca bien grande, y todavía más grande, y
pensé en las crías de los pájaros cuando exigen que se las alimente.
Mara vomitó sangre en el interior de
la boca abierta de la beba. Vi que a la niña se le llenaban las mejillas y que
movía la garganta, tratando de tragar el repentino aluvión de líquido espeso.
El proceso fue de una prolijidad pasmosa: en las ropas doradas de la beba y en
la seda de Mara se derramó muy poca de esa sangre densa.
En mi campo visual bailaban unas
manchas y bajé la cabeza hasta apoyarla en las manos.
Repentinamente, el salón se volvió
muy caluroso y mi campo visual se redujo hasta quedar convertido en un angosto
túnel. Sentía pegajosa la piel de la frente. A mi lado, Tres hizo un ruido,
pero no apartó la vista del escenario.
Cuando levanté la vista, la beba
casi había terminado de comer. Vi su larga lengua lamiendo los labios y las
mejillas de Mara en buscado cualquier residuo de alimento regurgitado.
Años más tarde, me topé con un
articulo de la Scientific American, titulado «Los Murciélagos Vampiros
Comparten su Alimento», que hablaba del altruismo recíproco demostrado por los
murciélagos donantes, que regurgitan sangre para sus compañeros de bandada. Los
murciélagos vampiros, parece, mueren de hambre si no consiguen consumir una
ración de 20 a 30 mililitros de sangre cada 60 horas. Sucede que, después de
recibir el estímulo adecuado —es decir, después de que sus compañeros de
bandada lo lamen debajo de las alas y en los labios— el donante regurgita
sangre, pero únicamente para los congéneres que van a morir en un lapso de 24
horas si no se alimentan. El sistema de intercambio recíproco beneficia la
supervivencia, decía el autor del artículo, porque permite que el murciélago
receptor tenga otra noche más de vida para salir a buscar sangre, mientras que
las reservas del murciélago donante se ven afectadas en sólo 12 horas menos de
sangre.
Y fue ese dibujo de la Scientific American, que representaba
al murciélago más pequeño lamiéndole los labios al donante —las correosas alas
de ambos entrelazadas, las bocas sin labios moviéndose una hacia la otra en ese
beso-vómito de sangre— lo que finalmente me hizo vomitar en el cesto de papeles
de mi consultorio, 20 años después de aquella noche en Bangkok.
Tengo presente que saqué a Tres de
ese lugar a la rastra y el vago recuerdo de haber puesto un rollo de baht en
las manos del piloto del taxi de cola larga que estaba afuera, en el muelle.
Recuerdo que me fui solo a mi habitación y que cerré la puerta con llave. Tang,
mi mia chao, había desaparecido,
cosa que agradecí. Recuerdo que me quedé mirando los lentos giros del
ventilador a la hora que antecede al amanecer y que me reí al tratar de
elaborar una traducción sencilla. A diferencia de Tres, yo nunca había tenido
facilidad para los idiomas, pero esta traducción de repente me pareció obvia. Phanyaa mahn naga kio. Si
phanyaa mahn era Mara, el príncipe de los demonios, y si naga era la serpiente-demonio, entonces
kio sólo podía significar una cosa: vampiro.
Me reí y esperé a que saliera el sol
para poder dormir.
La ciudad
sigue en llamas y oigo disparos
aislados de armas automáticas provenientes de las tropas del gobierno que están
matando estudiantes, mientras los cuatro hombres me llevan a ver a Mara. La
limusina cruza el río, se desplaza hacia el sur a lo largo de la costa opuesta
al Hotel Oriental y se detiene en un edificio alto, sin terminar, cerca del
puente de la autopista. El hombre poceado nos conduce hasta un ascensor externo
de la obra en construcción, acciona un interruptor y subimos con estruendo
hacia el aire nocturno. El ascensor no tiene paredes; a medida que ascendemos
30 pisos y más rumbo a la noche espesa, puedo ver, con una claridad propia de
los sueños, el río y la ciudad ubicada en la orilla opuesta. El río está tan
vacío de transito corno jamás lo he visto; sólo unos cuantos ferries luchan
contra la oscura corriente, río abajo. Río arriba, hacia el Gran Palacio y la
universidad. las llamas iluminan la noche.
Llegarnos a uno de los niveles
superiores y el burdo ascensor se detiene con un chillido. Se eleva una puerta
y el hombre poceado me me hace señas de que salga. En algçún sitio, por encima
de nosotros, una máquina de soldar fulgura, relampaguea y echa chispas. En las
obras en construcción de la moderna Bangkok, los trabajos no se interrumpen a
la hora de dormir. El edificio no tiene muros, sólo plásticos transparentes
colgados de las vigas para separar cada sección de cemento de la otra. El
viento caliente le arranca crujidos al plástico, un sonido no muy diferente del
batir de unas alas correosas.
De las vigas cuelgan luces de
emergencia y se ven más luces a través de las paredes de plástico a nuestra
izquierda. Los cinco caminamos hacia la luz y el sonido. En la entrada, una
especie de túnel hecho de crujientes sábanas de plástico, los tres
guardaespaldas se quedan afuera, mientras el hombre poceado levanta el
plástico, me hace señas de que avance y me sigue adentro.
En una zona despejada, donde una
extensa alfombra persa cubre el polvoriento piso de cemento, han colocado
alrededor de una docena de sillas plegadizas. La lámpara de arriba tiene
pantalla, de modo que el lugar está más en sombras que bajo la luz directa. Hay
seis hombres sentados en las sillas plegadizas, todos tailandeses y vestidos de
impecable smoking, pero yo sólo tengo ojos para las dos mujeres que están
sentadas del otro lado del espacio abierto, en macizos sillones de rattan. La
mujer madura podría tener mi edad o un poco más; ha envejecido bien. Su cabello
sigue siendo negro, pero ahora está peinado hacia arriba, formando un elegante
arco. Sus rasgos asiáticos no tienen arrugas, sus mejillas y mentón aun son
fuertes, y sólo el aspecto algo correoso del cuello y de las manos sugiere que tiene
más de cuarenta. Lleva una vestimenta de seda negra y roja, obviamente muy
costosa; sobre el chaleco rojo se apoya un colgante de oro y diamantes, que
resalta contra la blusa de seda negra. La mujer más joven que está a su lado es
infinitamente más hermosa. De piel aceitunada, ojos oscuros, con cabellera
lustrosa y corta, a la última moda occidental, dotada de un largo cuello y de
manos que exudan gracia aún estando en reposo, esta joven es bella de un modo
que ninguna actriz ni modelo podrían igualar jamás. Resulta obvio que ella es,
simultáneamente, consciente de su propia belleza e indiferente a ella.
Sé que estoy viendo a Mara y a su
hija, Tanha.
El hombre poceado se acerca a ellas,
se arrodilla del modo en que lo hacen los tailandeses cuando quieren expresar
deferencia ante la realeza, realiza un elaborado wai y luego le ofrece a Mara mi rollo de 20 bonos, sin levantar su
cabeza inclinada. Ella le habla suavemente y él le responde con respeto.
Mara coloca el dinero a un costado y
me mira. Sus ojos reflejan el resplandor amarillo de la lámpara apantallada que
está arriba.
El hombre poceado levanta la vista,
me hace una seña con la cabeza para que avance y estira la mano para empujarme
hacia abajo, para que me arrodille. Hago una genuflexión por mi cuenta antes de
que llegue a tomarme de la manga. Bajo la cabeza y mantengo la vista fija en
los pies de Mara, calzados con chinelas.
En tailandés elegante, ella dice:
—¿Sabe qué es lo que está pidiendo?
—Sí —le contesto en tailandés. Mi
voz es firme.
Mara arruga los labios.
—Si usted sabe de mí —dice con mucha
suavidad—, entonces debe saber que ya no brindo este... servicio.
—Sí —le digo, con la cabeza
inclinada en actitud reverente.
Ella espera, en medio de un silencio
que, advierto, no es más que una orden para que yo continúe hablando.
—La Venerable Tanha —digo por fin.
—Levante la cabeza —me dice Mara. A
su hija, le murmura que tengo el jai
ron... el corazón caliente.
—Jai bau dee —dice
Tanha con una suave sonrisa, sugiriendo que la mente del farang no funciona bien.
—Le costará trescientos mil conocer
a mi hija —dice Mara. Su voz no denota un ánimo de negociación, el precio es
definitivo.
Asiento con respeto, introduzco la
mano en el bolsillo secreto que está en la espalda de mi chaleco y saco 100.000
dólares en efectivo y en bonos al portador.
Uno de los guardaespaldas toma el
dinero y Mara hace un leve gesto afirmativo con la cabeza.
—¿Cuándo desea que ocurra? —me
dice en tono líquido. Sus ojos no demuestran ni aburrimiento ni interés.
—Ahora —le digo—. Esta noche.
La mujer madura mira a su hija. El
gesto afirmativo de Tanha es casi imperceptible, pero hay algo en esos
lustrosos ojos marrones: hambre, tal vez.
Los seis hombres de smoking se
inclinan hacia adelante con un brillo en la mirada.
Tres y yo nos
encontramos para desayunar en un sitio barato, cerca del río, a la mañana
siguiente. Hablamos en voz baja, con vergüenza, casi igual que cuando mataban a
algún tipo del pelotón y nadie quería mencionar su nombre durante un tiempo, a
menos que fuese para hacer un chiste. No hicimos chistes sobre esto.
—¿Viste la verga de ese tipo...
después? —susurró Tres—Tenía unas lesiones. Como las marcas que le vi una vez,
cuando era guardavidas en Cape, a un tipo que chocó contra una medusa mientras
nadaba.
Sorbí el café frío y me concentré en
no tener escalofríos.
Tres se quitó los lentes y se frotó
los ojos. Parecía que él tampoco había dormido.
—Jobnny, tú querías ser médico.
¿Cuánta sangre tiene el cuerpo humano0
—No sé —le dije.
Volvió a colocarse los anteojos de
marco metálico.
—Creo que son unos cinco o seis
litros —dijo—, dependiendo del tamaño del cuerpo de cada uno.
Asentí, incapaz de imaginarme cuánto
era un litro. Años más tarde, cuando comenzaron a vender gaseosas en botellas
de litro, siempre me imaginaba que cinco o seis de esas botellas llenas de
sangre igualaban la cantidad que transportamos en las venas todos los días.
—lmagínate un orgasmo en el que
eyaculas sangre —susurró Tres.
Cerré los ojos.
Tres me tocó la muñeca. —No, piénsalo,
Johnny. Cuando se lo llevaron, el tipo todavía estaba vivo. Estos hombres no
pagarían un montón de dólares si supieran que corren peligro de muerte.
¿No?, pensé. Era la primera vez que
tomaba conciencia de que alguien podía querer cojer aunque eso implicara alguna
forma de muerte. De algún modo, esa revelación, en 1970, me preparó para la
vida de los ‘90.
—¿Cuanta sangre se puede perder para
continuar vivo sin recurrir a una transfusión? —susurró Tres. Yo sabía, por su
tono de voz, que no esperaba una respuesta mía, que sólo estaba pensando en voz
alta, como siempre lo hacía cuando planeábamos una emboscada.
En ese momento yo no conocía la
respuesta, pero he tenido la oportunidad de conocerla muchas veces desde
entonces, especialmente durante la residencia como médico interno. Una persona
herida puede perder hasta alrededor de un litro de sangre y recobrarse sola. Si
se pierde más de un sexto del volumen total de sangre, también se pierde a la
víctima. Con transfusiones, una persona puede perder hasta un 40 por ciento de
sangre y seguir teniendo alguna esperanza de recuperación.
No sabía todo eso entonces, y no
sentía curiosidad por saberlo. Estaba muy ocupado tratando de imaginarme cómo
sería eyacular sangre, en un orgasmo que durara varios minutos en vez de
segundos. Esta vez si tuve un escalofrío.
Tres le hizo una seña al mozo y pagó
la cuenta.
—Tengo que irme. Necesito conseguir
un taxi para ir a la Western Union.
—¿Para qué? —le dije. Tenía tanto
sueño que el aire caliente y denso parecía borronear mis palabras.
—Haré que me envíen un giro desde
Estados Unidos —dijo Tres.
Me enderecé, ya sin sentir sueño.
—¿Para qué?
Tres se volvió a quitar los anteojos
para limpiarlos. Sus pálidos ojos tenían una mirada miope y extraviada.
—Voy a volver esta noche, Johnny. No
espero que tú hagas lo mismo, pero yo voy a volver.
Las mujeres han terminado de desvestirme y la
criatura llamada Tanha se ha acercado para acariciarme cuando, de repente, todo
se interrumpe. Mara les ha dado una señal.
—Nos olvidamos de algo —dice Mara.
Es la primera vez que me habla en inglés. Hace un gesto elegante pero irónico—.
La epoca actual nos exige precauciones adicionales. Lamento no habérselo
preguntado antes —Echa una mirada a su hija y veo una media sonrisa burlona en
la cara de las dos—Temo que debemos aguardar hasta mañana, para poder hacer los
análisis correspondientes —suspira Mara, volviendo al tailandés. Me doy cuendta
de que las dos mujeres han representado esta escena muchas veces. Sólo se me
ocurre pensar que el verdadero objetivo de todo esto es que la demora inflame
más el deseo poder subir el prccio.
Yo también sonrio. —¿Para conseguir
la credencial de buena salud? —le digo —. ¿Para que alguna de las clínicas
certifique que estoy libre de HIV?
Tanha está sentada decorosamente
sobre la alfombre persa. cerca de mí. Ahora se me acerca más, sonríe con burla
y hace pequeño mohín.
—Es lamentable —me dice con una voz
delicada como el tintineo de una campana de cristal—, pero necesario en los
terribles tiempos que corren.
Asiento. He visto las estadísticas.
En Tailandia, la epidemia de SIDA comenzó tarde, pero en 1997—menos de cinco
años a partir de ahora—, habrán muerto 150.000 tailandeses a causa de la
enfermedad. Tres años después, en el 2000, 5 de los 56 millones de tailandeses
serán portadores de la enfermedad, y al menos 1 millón habrá muerto. Después de
eso, la progresión logarítmica será inexorable.
Tailandia, con su combinación letal
de ubicuas prostitutas, compañeros sexuales promiscuos y resistencia a los
condones, será un matadero retroviral que rivalizará con Uganda por el primer
puesto.
—Me enviará a una de las clínicas
locales que hacen mil análisis de HIV por semana, a las apuradas —le digo con
calma, como si estuviera habituado a estar desnudo entre dos hermosas mujeres
totalmente vestidas y ante un público de extraños de smoking.
Mara abre sus estilizados dedos para
que las largas uñas rojas reflejen la luz.
—Hay algunas alternativas —susurra.
—Tal vez yo pueda ofrecerle una —le
digo y voy a buscar mi chaleco, que ha sido cuidadosamente doblado y colocado
encima de mi otra ropa. Saco tres documentos y se los entrego a Tanha. La
muchacha arruga el entrecejo encantadoramente al mirados y luego se los da a su
madre. Supongo que la joven no sabe leer inglés, quizás ni siquiera tailandés.
Mara sí revisa los documentos. Son
certificados de dos prominentes hospitales de Los Angeles y de una
universidad de clínica médica, que garantizan que mi sangre ha sido
repetidamente analizada y que se la hallado libre de contaminación con HIV.
Cada uno de los documentos está firmado por varios médicos y lleva el sello de
la institución. Las hojas en las que están impresos son de papel pesado,
cremoso y caro. Todos los documentos tienen fecha de la semana pasada.
Mara me mira con los ojos
entrecerrados. Su sonrisa deja ver los dientes pequeños y afilados y sólo un
tenue atisbo de su lengua.
—¿Cómo sabemos que son válidos?
Me encojo de hombros.
—Soy médico, quiero vivir. Para conseguir
un certificado falso, me resultaría más fácil sobornar a un clínico tailandés,
si quisiera engañarla. No tengo motivos para engañarla.
Mara vuelve a mirar los papeles,
sonríe y me los entrega.
—Lo pensaré —me dice.
Sentado en la silla, me inclino
hacia adelante.
—Yo también corro un riesgo —le
digo.
Mara arquea una elegante ceja. —¿Ah,
si? ¿Cómo es posible?
—Sangre gingival —le digo en
inglés—. Encías que sangran. Cualquier herida abierta que ella tenga en la
boca.
Mara reacciona con una sonrisa
pequeña, burlona, como si yo le hubiese hecho una broma.
Tanha vuelve su exquisito rostro
hacia su madre.
—~Qué dijo? —le exige en tailandés—.
Este farang es incoherente.
Mara la ignora.
—No hay nada de qué preocuparse —me
dice. Le hace una seña con la cabeza a su hija.
Tanha comienza a acariciarme otra
vez.
Era contra el
reglamento llevar armas cuando salíamos de licencia, pero en aquellos días no
existían los detectores de metal, y ni qué hablar de la seguridad en los
aeropuertos. Algunos pocos nos llevábamos cuchillos o pistolas de mano cuando
viajábamos fuera del país. Yo había traído una .38 de caño largo que le había
ganado a un muchacho negro llamado Newport Johnson en una partida de póker,
tres días antes de que él se subiera a un Bouncing Betty. Cuando Tres se fue,
esa segunda noche, saqué la .38 del fondo del bolso marinero, la revisé para
asegurarme de que estuviese cargada y me quedé sentado en mi habitación cerrada
con llave, sin nada puesto salvo los pantalones de fajina, bebiendo whisky y escuchando
los ruidos de la calle, contemplando el lento girar de las paletas del
ventilador por encima de mi cabeza.
Tres regresó a eso de las cuatro de
la mañana. A través de la pared, escuché durante unos minutos unos ruidos de
golpes y cosas que se quebraban en su baño y luego regresé a la cama y cerré
los ojos. Tal vez ahora podría dormir. Su alarido me despertó y me arrancó de
la cama, con la .38 en la mano. Me precipité al pasillo, descalzo; golpeé
fuertemente su puerta una sola vez, la abrí de un empujón y entré en el cuarto.
La única luz encendida era la del
baño, que proyectaba una delgada faja de luz fluorescente sobre el piso desnudo
y la cama revuelta. Había sangre en el suelo y un reguero de trozos de sábana
que también estaban impregnados de sangre. Parecía que Tres había roto las
sábanas para hacer vendas. Avancé un paso hacia el baño, oí un quejido en la
oscuridad de la cama y giré, todavía sosteniendo la .38 contra mi costado.
—¿Johnny? —El tono de Tres era seco,
cascado e indiferente. Me acerqué y encendí la pequeña lámpara que se
encontraba cerca de la cama.
Tres estaba desnudo, a excepción de
una camiseta. Estaba desparramado sobre el colchón empapado de sangre, rodeado
de tiras de sábana sucias, impregnadas de sangre. Sus calzoncillos estaban
tirados en el suelo, cerca. Estaban negros de sangre seca. Tres se cubría la
entrepierna con las manos. Tenía las uñas bordeadas de sangre.
—Johnny —susurró—. No para.
En Vietnam hay una sanguijuela que
se cría en las aguas con poco movimiento y que se especializa en ascender por
las uretras de los hombres que vadean el agua. Una vez que está firmemente
alojada en el pene, la sanguijuela comienza a alimentarse en su interior y el
miembro se hincha hasta llegar a tener el grosor de medio puño. Todos sabíamos
de ese maldito bicho. Todos pensábamos en él cada vez que vadeábamos un arroyo
o un arrozal, lo cual ocurría una docena de veces por día.
La verga de Tres tenía el aspecto de
haber sufrido los ataques de una sanguijuela. No, era peor. Además de estar
hinchado y aparentemente en carne viva, el pene tenía una serie de pequeñas
lesiones que lo recorrían en espiral, como si alguien hubiese tomado una
máquina de coser de enorme aguja y hubiese practicado una costura de estigmas
en sus genitales. Las lesiones sangraban profusamente.
—No puedo detenerla —susurró Tres.
Su rostro estaba pálido y pegajoso de sudor. Había visto ese aspecto en los
rostros de los soldados heridos, justo antes de que la marea de la
inconsciencia se los llevara flotando.
—Vamos —le dije, rodeándolo con un
brazo—, nos vamos al hospital.
Tres se zafó y volvió a caer sobre
las almohadas.
—No, no, no. Sólo detén la
hemorragia. —Sacó algo de abajo de la almohada y me di cuenta de que en la mano
tenía el cuchillo KA-bar, de hoja negra, que usaba en las patrullas nocturnas.
Levanté la .38 y por un segundo hubo un silencio, roto únicamente por el
susurro de las paletas del ventilador.
Finalmente, me reí. Esto era una
locura. Aquí estábamos, a cientos de kilómetros de Vietnam y de la guerra, yo
con mi arma de mano y Tres con su cuchillo de grupo comando, listos para
matarnos entre nosotros. Era una maldita locura.
Bajé la pistola.
—Traje algunas porquerías de
primeros auxilios —le dije —voy a buscarlas.
Ahora Tres estaba sentado, tapado
con la sábana ensangrentada. Le alcancé las vendas y le enjugué el sudor de la
cara.
—¿Por qué no puedo parar la
hemorragia? —me dijo.
Meneé la cabeza. En ese entonces no
lo sabía. Ahora lo sé.
Los murciélagos vampiros y algunas
sanguijuelas exudan el mismo anticoagulante: la hirudina. Los murciélagos la
secretan con la saliva; las sanguijuelas la fabrican en sus tripas y la
desparraman en la superficie de la herida. La sustancia evita que la herida se
cierre y mantiene a la sangre fluyendo libremente durante todo el tiempo que el
chupasangre desee alimentarse. Los murciélagos vampiros «maman» del cuello de
un caballo o de una vaca durante horas, y con frecuencia regresan más tarde con
otros murciéldgos para continuar con la comida.
Pasado un rato, Tres se quedó
dormido y yo me senté en la desvencijada silla cercana a la ventana, vigilando
la puerta y sosteniendo la .38 en el regazo. Tuve la idea de obligar a Maladung
a llevarme otra vez hasta Mara y de matarlos a los dos de un tiro. Y también a la beba, agregué mentalmente.
Me quedé dormido rumiando opciones.
Cuando desperté, la habitación estaba oscura. El ventilador seguía girando
caprichosamente, pero los sonidos del otro lado de la ventana se habían
modificado y tenían el volumen de las horas nocturnas. Las sábanas estaban
empapadas de sangre nueva; había sangre en el suelo y el baño estaba sucio de
toallas ensangrentadas, pero Tres había desaparecido.
Corrí al pasillo y me precipité por
los escalones que llevaban a la recepción, antes de darme cuenta del panorama
que estaba ofreciendo: la mirada trastornada, descalzo y con el pecho al aire,
los arrugados pantalones de fajina manchados de sangre, la .38 de caño largo en
la mano. Las putas tailandesas y los proxenetas que estaban en el vestíbulo me
miraron.
Casi logré alcanzar a Tres. Lo vi en
el mismo muelle del que habíamos partido dos noches antes. La sombría figura
que estaba con él debía ser Maladung. Acababan de abordar el taxi de cola larga
cuando comencé a correr por el muelle. El bote se alejó con un rugido.
Tres me vio. Se puso de pie y casi
se cae del bote que aceleraba. Levantó el brazo en dirección a mí, con los
dedos extendidos, como si quisiera tocarme a pesar de los 15 metros de agua que
nos separaban. Oí que le gritaba al piloto: ¡Yout! ¡Phuen yowlg mai ma! ¡Yout!, cosa que entonces no entendí, pero que ahora
traduzco como «¡Deténgase! ¡Mi amigo todavía no llegó! ¡Deténgase!».
Vi que Maladung tironeaba de él para
volverlo a sentar en el bote. Seguí sosteniendo la inservible pistola en la
mano, mientras el taxi se alejaba rebotando por el río, desaparecía detrás de
una barcaza que iba corriente arriba y luego reaparecía como un simple farol
distante, antes de desaparecer definitivamente por un klong que estaba en la orilla opuesta del Chao Phraya.
Supe que nunca volvería a ver vivo a
Tres.
Mara baja la vista mientras Tanha
acerca la boca a mi entrepierna. No hay caricias de lengua. Todavía no. La
joven usa la boca para excitarme hasta la erección completa.
Aunque los hombres hablen y escriban
mucho sobre los placeres del sexo oral, siempre existe una ligera ambigüedad en
la respuesta masculina a la fellatio. Para algunos, una boca es algo muy
poco especifico, genéricamente hablando, para permitir que el subconsciente se
relaje y disfrute del acto. A otras, la descontrolada intensidad de la
sensación les provoca un cosquilleo de alarma en medio de la catarata de
placer. Y a muchos, sólo les inspira la indeseable idea de unos dientes
afilados. Afortunadamente, el órgano masculino es uno de los mecanismos de
estímulo-respuesta más simples que existen en la naturaleza. La boca de Tanha
es suave y está bien entrenada, mi nivel de excitación describe el inevitable
arco de placer.
Cierro los ojos y trato de no pensar
en ignorar a los hombres de smoking que están detrás de mí. Alguien ha
disminuido la intensidad de la luz de arriba, de modo que lo único que ilumina
la escena es el destello de las chispas que despide el soldador, dos pisos más
arriba, provocando relámpagos de magnesio en el interior de mis párpados.
Mara susurra algo y de repente
siento frío porque la tibia boca de Tanha se aparta. La impresión que me
provoca el aire fresco permanece en mí sólo un segundo, antes de que regrese
una sensación de humedad de especie diferente.
Abro los ojos sólo lo suficiente
para ver la lengua de Tanha deslizándose fuera de su boca, enrollándose a mi
alrededor. El relampagueo de las chispas de la soldadura hace que la carne
veteada de su lengua parezca más violácea que rosada. En su textura satinada,
atisbo los tajos pulsantes, semejantes a diminutos orificios de alimentación.
Clausuro mis pensamientos antes de que vengan a mi mente las imágenes de las
glotonas bocas-tripas de las sanguijuelas. Me estuve entrenando durante años
para estar a la altura de este momento.
La sensación se parece más a un
pequeña descarga eléctrica que a la picadura de una medusa. Jadeo y abro los
ojos. Tanha me observa a través de la cortina de sus pestañas. Vuelvo a sentir
que la descarga recorre el exquisito sistema nervioso del pene hasta llegar a
la columna vertebral y luego a los centros de placer del cerebro. Cierro los
ojos otra vez y gimo. Mi escroto se contrae de placer. La espiral de suaves
descargas eléctricas se remonta por mi cuerpo y regresa al pene, como si fuese
la suave caricia una mano enguantada de terciopelo. Comienzo a mover las
caderas involuntariamente.
Mi corazón late con tanta violencia
que la presión que ejerce parece convertir su sonido en el único ruido del
universo. Mi cráneo sirve de cámara de eco para el ritmo de mis pulsaciones.
Las pequeñas descargas eléctricas independientes que me recorren la entrepierna
se han unido para formar una perfecta espiral de sensación placentera. Es como
si estuviera cojiéndome al sol. Sin embargo, mientras mis caderas comienzan a
agitarse violéntamente y mis manos buscan la cabeza de Tanha para acercar a mí
ese calor, una parte distante de mi mente examina los síntomas clásicos del
inicio del orgasmo y cavila sobre los niveles de taquicardia, miotonia e
híperventilación.
Un segundo después, cualquier
consciencia clínica que aún conserve desaparece, para dar paso a nueva y más
intensa oleada de puro placer. La lengua de Tanha se está contrayendo,
ascendiendo desde la base del escroto hasta el glande, apretando al tiempo que
se contrae y se relaja, se contrae y se relaja. Las descargas eléctricas se han
tornado un solo circuito cerrado de sensación casi insoportable.
Eyaculo casi sin darme cuenta, tan
grande es la presión ahora. Por debajo del aleteo de mis párpados, veo que el semen
cae como una bandada de pétalos blancos sobre el pelo y los hombros de Tanha.
Su lengua no desiste ni un instante. Sus ojos ahora están tan amarillos como
los de su madre. El orgasmo pasa sin que se alivie la creciente presión. Mi
corazón, haciendo un gran esfuerzo, bombea más sangre hacia mi miembro
dilatado. ¡Sí! Lo deseo, aunque mi
cabeza se arquee hacía atrás, se me acalambre el cuello y la expresión de mi
cara se distorsione. ¡Sí! Opto por algo en lo que ahora ya no tengo opción.
Un segundo después, acabo. La punta
de mi pene eyacula sangre que baña el rostro y los senos de Tanha. Con
glotonería, ella vuelve a bajar la boca, no está dispuesta de desperdiciar ni
una gota. Mis caderas se sacuden violentamente mientras yo sigo latiendo. El
momento no termina nunca.
Mara se inclina más.
Fue la policía tailandesa la que vino a
buscarme apenas amaneció, a la mañana siguiente, hace 22 años. Pensé que me
arrestarían por vagar por los pasillos del hotel hasta altas horas de la
madrugada, gritándole a nadie en especial y blandiendo una .38 sin seguro En
vez de arrestarme, me llevaron a ver a Tres.
La morgue de Bangkok era pequeña y
estaba insuficientemente refrigerada. El olor me recordó al de una huerta cuando
hay demasiadas frutas caídas de los árboles que han estado pudriéndose al sol.
No había gabinetes de metal ni camillas rodantes, como en las películas
norteamericanas. Tres estaba en un mostrador de acero, igual que los demás
cadáveres que había en la pequeña sala. No le habían cubierto el rostro.
Parecía vulnerable sin los anteojos.
—Está tan... blanco —le dije al
único policía que hablaba inglés.
—Lo encontraron en el río —dijo el
hombre de chaqueta blanca y cinturón de Sam Browne.
—No se ahogó —dije. No era una
pregunta.
El policía meneó la cabeza.
—Su amigo perdió mucha sangre. —Se
ajustó más el guante blanco, tocó el mentón de Tres e hizo girar la cabeza del
cadáver para que yo pudiera ver el navajazo que iba desde la oreja izquierda
hasta la nuez.
Dejé escapar el aliento y me apoyé,
para no caerme. contra a plataforma de acero.
—No fue el navajazo lo que lo mató
—dijo el inspector. levantando la sábana. Los órganos sexuales de Tres habían
sido cruda y completamente seccionados. El efecto era parecido al de un muñeco
Ken sobre el que alguien hubiese derramado esmalte para uñas.
El inspector se acercó y me tomó del
antebrazo, no se si para que no me cayera o para impedir que saliera corriendo.
—Pensamos que fue, como ustedes
dicen, un asunto de maricas. Una pelea de putos. No es la primera vez que vemos
este tipo de heridas. Y siempre tienen que ver con peleas de maricas. Celos.
—Peleas de maricas —repetí.
El inspector me soltó el brazo.
—Sabemos que usted no estaba
presente en el momento del asesinato, soldado Merrick. El jefe del muelle de
Phulong lo vio gritándole al bote que se llevaba al cabo Tindale. El gerente
del hotel testificará que usted regresó apenas unos minutos después. que se
emborrachó y que fue visible y audible para todos durante toda la noche. No
pudo estar presente cuando asesinaron al cabo, pero ¿tiene alguna idea de quién
pudo hacerlo? Sus oficiales superiores exigirán que se lo informemos.
Tomé la sábana, tapé el cadáver de
Tres y me alejé de los hombres.
—No —les dije—. No tengo la más
mínima idea.
Mara le lame los labios a su hija.
Sus brazos descansan a los costados, con las manos crispadas como las de un
paralítico. Imagino a los murciélagos vampiros colgando del frío techo de una
caverna, con las alas fuertemente cerradas; únicamente sus labios y lenguas
están activos y entrelazados.
Tanha arquea la cabeza y el denso líquido rojo sale
propulsado de sus labios distendidos hacia el interior de la expectante cavidad
que es la boca de su madre. Oigo claramente el sonido de los lengüetazos, de
los gorgoteos. La lengua de Tanha no ha renunciado a su presa y yo sigo
sufriendo espasmos bajo sus garras. Mi corazón está exhausto por el esfuerzo.
La vista se me pone negra y ya no puedo ver cómo se alimentan y comparten su
comida, sino tan solo escuchar los espesos y líquidos sonidos que producen al
hacerlo.
Mis músculos faciales siguen
trabados en una mueca involuntaria producto del espasmo miotóníco. Sonreiría si
pudiera.
Encontré a Maladung en otoño de 1975, no mucho
después de finalizar mis estudios en la facultad de medicina. El pequeño
proxeneta se había jubilado muy rico y había regresado a su ciudad del norte,
Chiang Mai. Le pagué al detective tailandés que había contratado con la primera
cuota de mi herencia y pasé dos días vigilando a Maladung antes de
secuestrarlo, Estaba casado y tenía dos hijos grandes y una hija de diez años.
Maladung estaba caminando hacia el
pequeño comercio que tenía, en la zona vieja de la ciudad, cuando yo me le
acerqué con un jeep, le mostré una 9 mm automática y le dije que subiera. Lo
llevé al campo, a la casita que había alquilado. Le prometí que viviría si me
contaba todo lo que sabía.
Creo que me cantó todo lo que sabía.
Mara y su hija habían salido de circulación y ahora sólo realizaban su acto frente
a la gente muy adinerada. Habían asesinado a Tres por simple precaución: él y
yo habíamos sido los primeros norteamericanos en ser admitidos ante la
presencia de Mara y tenían miedo de las consecuencias en caso de que el pelotón
se enterara de la existencia del espectáculo. Habían planeado matarme esa misma
noche, pero los dos hombres enviados a cometer el asesinato me vieron borrachoy
gritando en el pasillo del piso superior del hotel, advirtieron que llevaba una
pistola y decidieron retirarse. Cuando enviaron a otros, yo ya estaba de vuelta
en Saigón.
Maladung me juró que no había tenido
conocimiento del asesinato de Tres hasta después de cometido. Me lo juró.
Maladung nunca había sospechado que el phanyaa
mahn naga kio tuviera intenciones de hacerle daño al farang, más allá de los servicios que
le brindara. Le apoyé la Browning contra la frente y le dije que confesara,
bajo pena de muerte, qué solía ocurrirles a los que recibían los servicios de
Mara.
Maladung temblaba como un anciano.
—Mueren —dijo en tailandés y luego
repitió en inglés—. Primero pierden el alma —khwan hai fue la frase que usó, que significa «su espíritu de
mariposa se aleja volando»y luego se les escurre el winjan, el espíritu vital. Vuelven una y otra vez, hasta que mueren
—dijo, con voz vacilante—. Pero eso es por propia elección.
Bajé el arma y le dije
—Te creo Maladung. Tú no sabías que
iban a matar a Tres.
Después, levanté rápidamente la
Browning y lo maté de dos tiros en la cabeza
Ese mismo otoño comencé a buscar a
Mara.
Abro los ojos y veo que los hombres de smoking
se fueron. Tanha está cerca de mí, en una silla que está junto a su madre, y
las dos mujeres jóvenes están terminando la tarea de limpiarme y vestirme.
Siento que tengo vendas debajo de los pantalones. Tengo la sensación de estar
usando pañales. Mi entrepierna está húmeda de sangre, pero apenas advierto la
incomodidad debido a la prolongada pulsación de placer que me invade, como si
fuera el eco de una música hermosa.
—El señor Noi me intorma que usted
dijo que tenía más dinero —dice Mara suavemente
Asiento, demasiado débil para
hablar. Ahora, aunque ignorara que los hombres de Mara están esperando detrás
del plástico agitado por el viento, me sería imposible atacar a la mujer. Mara
y Tanha son fuentes de placer infinito. Ahora nunca podría pensar en hacerles
daño, en interrumpir lo que va a acontecer en las próximas noches.
—La limusina lo irá a buscar a su
hotel mañana a la medianoche —dice Mara. Mueve los dedos y entran cuatro
hombres para llevarme. Me sorprendo moderadamente al descubrir que no puedo
caminar sin su ayuda.
Las calles están vacias y
silenciosas como una tumba. Hasta el ruido de los disparos se ha acallado.
Hacia el norte, siguen ardiendo llamas anaranjadas. Cierro los ojos y saboreo
el éxtasis cada vez más tenue, mientras ellos me llevan de vuelta al Oriental.
Creo que cuando estaba en Vietnam yo no sabía que era homosexual. Disfrazaba el amor que sentía por Tres de otras cosas:
de lealtad hacia el amigo, de admiración, e incluso de ese cariño masculino que
se supone sienten los soldados por sus compañeros de combate. Pero era amor.
Nunca dejé que nadie se enterara. No
públicamente. Mientras estaba en la facultad de medicina, aprendí a frecuentar
los bares más discretos, a tratarme con los hombres más discretos y a organizar
lo más discretamente posible las relaciones transitorias. Más tarde, mientras
mi persona profesional y pública se iba desarrollando, aprendí a restringir mis
merodeos a muy escasas noches, en ciudades lejanas a mi casa de Los Angeles. Y
también salía con mujeres. Los que se preguntaban por qué nunca me había casado
no tenían más que observar mi atareada vida profesional para deducir que yo
no tenía tiempo para la vida doméstica.
Y continué la cacería de Mara y
Tanha. Dos veces por año, volaba a Tailandia, aprendía el idioma y conocía las
ciudades, y dos veces por año mis operadores contratados me decían que ambas
mujeres habían desaparecido. Recién hace dos años, en 1990, volvieron a salir a
la superficie, obligadas a aceptar actuaciones a un precio muy alto al
renovarse su necesidad de dinero.
No pude hacer nada entonces. Cuanto
más averiguaba de Mara, de Tanha y de sus hábitos, más seguro estaba de que
nunca podría acercarme a ellas con un arma en la mano. Más tarde, hace sólo seis
meses, me entregaron ciertos resultados y, después de unas horas de furia casi
histérica, me di cuenta de que ya tenía la herramienta en mis manos.
Comencé a elaborar mis planes.
—Buenos días, Dr. Merrick —dice el joven valet
tailandés en la recepción. Cortésmente, ignora mi cuello ensangrentado y mi
apariencia desgreñada.
Sonrío y espero que se cierren las
puertas del ascensor para aferrarme de la barandilla de bronce y para hacer un
esfuerzo por mantenerme derecho. Siento que las vendas chorrean y que se me
mojan los pantalones. Lo único que oculta la sangre que sale de allí es el
largo chaleco de fotógrafo.
Ya en mi cuarto, me baño, trato las
lesiones con una pomada especial que traje, me inyecto un coagulante, me vuelvo
a bañar y me pongo un piyama limpio antes de meterme en la cama. Amanecerá en
pocos minutos. Dentro de 14 horas, volverá a descender la oscuridad y regresaré
con Mara y su hija.
En 1989, en
Chiang Mai, donde las putas son baratas y los muchachos celebran su ingreso en
la madurez pagándose una encamada, el análisis de HIV del 72 por ciento de las
prostitutas más pobres de la ciudad dio positivo.
En los bares y en los clubes de sexo
de Patpong, un hombre vestido con un traje de superhéroe de color rojo, azul y
dorado reparte condones gratis. Su nombre es Capitán Condón y es empleado de la
Asociación para el Desarrollo de la Población y la Comunidad. La ADPC es idea
del Senador Mechai Viravaidaya, economista y miembro de la Comisión Global para
el SIDA de la Organización Mundial de la Salud. Mechai ha invertido tanto
tiempo, energía y dinero promoviendo el uso de los condones que en Bangkok todo
el mundo llama «mechais» a los forros. Casi nadie los usa. Los hombres se
rehusan a hacerlo y las mujeres no insisten en el tema.
En Tailandia, una de cada 50
personas se gana la vida vendiendo sexo.
Creo que las proyecciones de las
computadoras para el año 2000 son erróneas. Creo que se infectarán muchos más
que 5 millones de tailandeses y que morirán muchos más que 1 millón. Creo que
los cadáveres llenarán los klongs y que quedarán tirados en las
alcantarillas de todos los sois. Creo
que sólo los ricos y los muy, muy cuidadosos se salvarán de esta plaga.
Hasta hace poco, Mara y Tanha eran
muy ricas. Y hasta ahora habían sido muy cuidadosas. Pero su necesidad de
volver a ser muy ricas las ha llevado a ser descuidadas.
Mis certificados de HIV negativo
son, desde luego, falsificados. No fue difícil. Los informes de laboratorio son
auténticos, pero antes de fotocopiarlos en papel oficial y de agregarles los
sellos, modifiqué las fechas y el nombre.
Soy facultativo de las tres
instituciones de las que tomé prestados los sellos.
Durante los seis meses que han
pasado desde que el análisis de HIV me dio positivo, mi plan fue
creciendo y, de ser un proyecto, pasó a ser una inevitabilidad.
Ellas son monstruos, Mara y su hija,
pero hasta los monstruos se descuidan. Hasta a los monstruos se los puede
matar.
No hay ventilador en el cielorraso de mi costosa
suite con aire acondicionado del Hotel Oriental. Mientras los primeros fulgores
pálidos del alba se arrastran por el techo de teca y yeso de mi cuarto, me
contento imaginando que un ventilador gira lentamente y me acuno con esa imagen
hasta que llegue el sueño.
Sonrío cuando imagino la llegada de
la actividad nocturna y la noche que seguirá a esta noche.
Veo a la mujer madura lamiéndole los
labios a la joven y luego abriendo grandes las fauces para recibir la cascada de sangre. De mi sangre. De
la sangre mortal.
Antes de quedarme dormido, arrullado
por la medicación que me he administrado y por el giro final que han tomado las
cosas, recuerdo la historia que Tres me contó, hace tantos años, sobre la
tentación de Buda por parte de las tres hijas de Mara: Aradi, el descontento,
Tanha, el deseo, y Raka, el amor. Y ahora sé que en mi vida me he rendido a los
pies de esos tres demonios demasiado humanos, pero que el único al que vale la
pena entregarse es Raka, el Amor.
Tratando de dormir, evoco la imagen que
me ha sostenido durante todos estos años y todos estos meses finales.
Imagino a Tres quitándose los lentes
y mirándome con los ojos entrecerrados, con un rostro tan vulnerable como el de
un niño, con las mejillas tan suaves como sólo pueden serlo las mejillas de la
persona amada. Y me dice: «Voy a volver, Johnny. Voy a volver esta noche».
Y tomo su mano en la mía. Y le digo,
con absoluta certeza y convicción:
«Yo también voy».
Ahora, con una sonrisa, habiendo
encontrado el lugar al que he buscado retornar durante tanto tiempo, me
abandono al sueño y al perdón.
Título original: Dying in Bangkoh
(c) Dan
Simmons 1993
Traducido por Claudia De Bella 1994
Edición digital: Celso