LA MARCHA DE AFRODITA
CLARK ASHTON SMITH
Por todas las tierras de Illarión, desde los valles y montañas coronadas con
nieves perpetuas, hasta las poderosas colinas cuyo reflejo oscurece un mar
tranquilo y tibio, estaban encendidos los antiguos fuegos verdes y amatistas del
verano. Se aspiraban especias en el viento que azotaba el rostro de los
montañeros al escalar los altos glaciares, y el más antiguo bosque de cipreses,
que se deslizaba ceñudamente sobre una bahía de límpido cielo, estaba iluminado
por las orquídeas de color escarlata... Pero el corazón del poeta Phaniol era
una urna de negro jade fraguada por el amor con cenizas apagadas. Deseoso de
olvidar por algún tiempo la socarronería de las zarzamoras, Phaniol caminaba
solitario por el desierto que rodeaba a Illarión; era un lugar ennegrecido
tiempo atrás por grandes hogueras, y que nunca había conocido los pinos, las
violetas, los cipreses o las zarzamoras. Al caer la tarde llegó a un océano
virgen, de aguas oscuras y estáticas bajo el sol poniente, exento del murmullo
inmemorial propio de otros mares. Phaniol se paró y anduvo distraído por la
costa cenicienta, soñando de cuando en cuando con ese mar llamado Oblivion .
Entonces, bajo el sol yacente cuya cegadora luz iluminaba su frente,
apareció una barca que suavemente se deslizó hasta tierra; pero no había viento
y los remos colgaban inertes sobre olas sin cresta espumosa. Phaniol advirtió
que la barca estaba construida con madera de ébano, decorada con extraños
anaglifos y lujosamente tallada con imágenes de dioses y bestias, sátiros,
diosas y mujeres, siendo la figura principal la de un Eros negro, de serios
labios carnosos y llenos, e implacables ojos de zafiro de mirada extraviada,
como si estuviesen contemplando intensamente cosas innombrables o desconocidas.
A bordo venían dos mujeres, una de ellas pálida como la luna polar, y la otra
tan negra como una noche ecuatoriana. Ambas llevaban vestidos imperiales, y su
talante era el propio de las diosas, o de quienes habitan con ellas. Sin
pronunciar una sola palabra y sin un solo gesto, contemplaron a Phaniol, quien a
pesar de su asombro preguntó:
—¿Qué buscáis?
Entonces, con una voz que
más parecía la voz del jardín de las Hespérides entre las palmeras, durante un
anochecer en las islas Afortunadas, respondieron:
—Esperamos a la diosa
Afrodita, quien presa de tristeza y desolación abandona Illarión, así como todos
los países de este mundo de amores fugaces y mortales efímeros. Vos, puesto que
sois poeta y habéis conocido la gran tiranía del amor, contemplaréis su marcha.
Pero ellos, los cortesanos, mercaderes y sacerdotes no recibirán ningún mensaje,
ninguna señal de su partida, y en modo alguno podrán imaginarse que se ha
marchado... Ahora, oh Phaniol, están próximos el tiempo, la diosa y la
despedida.
Apenas habían terminado de hablar, cuando a través del desierto
llegó Afrodita, y su llegada provocó una luz sobre las colinas, y por donde
caminaba disminuían las sombras, y las arenas grises producían amapolas granates
y el profundo verdor del césped que luciera cuando las reinas eran jóvenes,
antes de que pasaran a formar parte de una oscura leyenda y los siglos las
convirtieran en momias polvorientas. Llegó hasta la orilla y quedó en pie ante
Phaniol, mientras la puesta del sol se extendía, llenando el cielo y el mar con
un color aterciopelado de capullo recién abierto, y lo más profundo de la concha
que en tiempos remotos le fuera consagrada se elevaba para recibirla. No llevaba
ropajes, ni coronas, ni guirnaldas, arropada y coronada únicamente por el
crepúsculo solar, tan hermosa como los sueños de un mortal, pero mucho más
hermosa que todos los sueños. La diosa aguardaba, sonriente y tranquila, símbolo
de la vida y de la muerte, de la desesperación y de la pasión, ensueño de carne
y hueso para dioses y poetas y galaxias jamás conocidas. Pero también reflejaba
el asombro del amor, de algo mucho más que el amor, y cuyo sentido no podía
entender el poeta.
—¡Hasta siempre, oh Phaniol! —exclamó, y su voz recordaba
el suspiro de aguas lejanas, el murmullo de aguas de plenilunio, arrullando no
sin tristeza una orgullosa isla coronada de altas palmeras—. Me has conocido y
adorado durante toda tu vida hasta este momento, pero ha llegado la hora de mi
partida; me voy, y cuando me haya marchado me seguirás adorando, pero ya no me
conocerás. Así es el destino, y estaba dispuesto que ningún hombre, ni ningún
mundo, ni ningún dios me poseyera completamente hasta la eternidad. Cuando yo ya
no exista regresarán el otoño y la primavera, el primero cuajado de hojas
amarillas, y la segunda de violetas igualmente amarillas; los pájaros se
refugiarán en las zarzamoras renovadas, y conocerás nuevos y fugaces amores.
Jamás volverán a tus ojos o a los de cualquier otro mortal la perfecta imagen y
el perfecto cuerpo de la diosa.
Finalizando así su despedida, saltó del
muelle ceniciento a la oscura proa de la barca; y de la misma manera en que
había llegado, sin necesidad del viento ni de los remos, la barca se hizo a la
mar cuajada de los descoloridos pétalos del anochecer. Desapareció
inmediatamente de la vista, mientras el desierto perdía las antiguas amapolas y
el rico verdor que luciera de nuevo por unos instantes. La oscuridad se adueñó
de Illarión, siguiendo furtivamente el camino trazado por Afrodita; las sombras
retornaron a las colinas, y el corazón del poeta Phaniol seguía siendo una urna
de negro jade fraguada por el amor con cenizas apagadas.