PIENSA AZUL, CUENTA HASTA DOS
Cordwainer Smith
Título original: Instrumentality of Mankind
Traducción: Carlos
Gardini
©1975 by Cordwainer
Smith
©1991 Ediciones B
Rocafort 104 -
Barcelona
ISBN: 84-406-2063-2
Edición digital: Walter
López
Revisión: Watco
Watson-Codorniz
Introducción: Cordwainer Smith: El
creador de mitos. Por J.J. Pierce
¡No, no, Rogov, no!, (No, No, Not Rogov!,
1959)
Cuando
llovió gente, (When People Fell, 1959)
Mark
Elf, (Mark Elf, 1957)
La reina de la tarde, (The Queen of the
Afternoon, 1978)
Los observadores viven
en vano,
(Scanners Live in Vain, 1950)
La dama que llevó el
alma,
(The Lady Who Sailed, 1960)
Piensa azul, cuenta
hasta dos, (Think Blue, Count Two, 1963)
El
coronel volvió de la nada, (The Colonel Come Back from
Nothing-at-All, 1979)
El juego de la rata y
el dragón, (The Game of Rat and Dragon, 1955)
El
abrasamiento del cerebro, (The Burning of the Brain,
1958)
Del planeta gustible, (From Gustible's
Planet, 1962)
Solo
en Anacrón, (Himself in Anachron, 1946)
El crimen y la gloria
del comandante Suzdal, (The Crime and Glory of Commander Suzdal, 1964)
Dorada era la nave... ¡Oh!,
¡Oh!, ¡Oh!, (Golden the Ship Was, Oh!, Oh!, Oh!,
1959)
INTRODUCCIÓN:
CORDWAINER SMITH - EL CREADOR DE MITOS
En
1950 una oscura y malograda revista llamada Fantasy Book publicó un
cuento titulado Los observadores viven en vano.
Nadie
había oído hablar del autor, Cordwainer Smith. Y, durante un tiempo, pareció
que nunca más se volvería a hablar de él en el mundo de la ciencia ficción.
Pero
Los observadores viven en vano era un cuento que se negaba a morir, y su
reedición en dos antologías alentó al huidizo Smith a presentar material en otros
mercados de ciencia ficción.
Hoy
se lo reconoce como uno de los autores de ciencia ficción mas creativos de los tiempos
modernos. Pero, paradójicamente, es uno de los menos leídos y comprendidos.
Hasta poco antes de su muerte, su identidad misma constituía un secreto
celosamente guardado.
No
es que el doctor Paúl Myron Anthony Linebarger (1913 y 1966) se
avergonzara de la ciencia ficción. Se sentía orgulloso del genero, e incluso
había declarado al Baltimore Sun que la ciencia ficción había atraído a
más gente con título de doctor que ninguna otra rama de la ficción.
Pero
Smith era un escritor sensible y emocional —y reacio a comprometerse con los
lectores— y rehusaba «explicarse» de un modo que pudiera destruir la
espontaneidad de su obra.
Al
margen de eso, quizá disfrutaba al ser un hombre misterioso, tan evasivo como
algunas alusiones de sus cuentos. Smith era un creador de mitos en la ciencia
ficción, y quizá sea necesaria una Figura algo mítica para crear verdaderos
mitos.
Un
recién llegado que no supiera cuántas sílabas tenía el apellido Linebarger
recibía por respuesta un ademán señalando los tres caracteres chinos de la
corbata del doctor, y sólo después se enteraba de que los símbolos significaban
Lin Bah Loh, «Floresta del Júbilo Incandescente», el nombre que le dio su
padrino Sun Yat Sen, fundador de la República China.
La
vida del doctor Linebarger no fue, por cierto, una vida común. A los
diecisiete años, negoció un préstamo en plata para China en nombre de su padre,
asesor legal de Sun y uno de los financiadores de la Revolución de 1911. Luego
llegó a ser coronel de Inteligencia del Ejército de Estados Unidos, a pesar de
su ceguera parcial y de su mala salud (una vez escandalizó a los invitados de
una cena ingiriendo un «cóctel» de ácido clorhídrico para facilitar su digestión).
Aunque
nació en Milwaukee —su padre quería que su hijo fuera ciudadano nativo para que
pudiera optar a la candidatura de la presidencia—, Linebarger pasó su adolescencia
y juventud en Japón, China, Francia y Alemania. Al llegar a la edad adulta
dominaba seis idiomas y conocía a la perfección varias culturas, tanto
orientales como occidentales.
Tenía
sólo veintitrés años cuando obtuvo el doctorado en Ciencias Políticas en la
Johns Hopkins university, donde luego fue profesor de Política Asiática durante
muchos años. Poco después, dejó de editar los libros de su padre para publicar
muy respetables trabajos sobre el Lejano Oriente.
Cuando
estalló la Segunda Guerra Mundial, se sirvió de su posición en el Directorio de
Planificación e Inteligencia de Operaciones para determinar ciertas
características para un espía en China que sólo él podía reunir, y así fue a
Chungking como teniente del Ejército. Al final de la guerra tenía el grado de
mayor.
El
doctor Linebarger volcó sus experiencias bélicas en Psicológica Warfare,
que todavía hoy se considera el texto más autorizado en su especialidad.
Traducido al castellano como Guerra psicológica. (Editorial Círculo
Militar, Biblioteca del Oficial, vol. 399, Buenos Aires, 1951.) (N. del T.)
Como
coronel, fue asesor de las fuerzas británicas en Malasia y del Octavo Ejército
de Estados Unidos en Corea. Pero este «asesor en pequeñas guerras», como le gustaba
llamarse, no intervino en Vietnam, pues consideró que la participación norteamericana
era un error.
Sus
viajes lo llevaron a Australia, Grecia, Egipto y muchos otros países; y su
habilidad fue tan valorada que se convirtió en un miembro importantísimo de la
Asociación de Política Exterior y en asesor del presidente Kennedy.
Pero
ya desde la infancia le interesaba la ficción, e incluso la ciencia ficción.
Como muchos incipientes escritores de ciencia ficción, descubrió el género a
muy temprana edad. Como en ese momento vivía en Alemania, añadió el Gigantón
de Alfred Doblin a su lista de favoritos, que ya incluía los clásicos de Verne,
Wells y Doyle.
Tenía
sólo quince años cuando se publicó su primer cuento de ciencia ficción, La
guerra número 81-Q. Pero, por desgracia, nadie parece recordar dónde. Según
su viuda, Genevieve, el cuento iba firmado con el nombre Anthony Bearden, un
pseudónimo que utilizó más tarde para publicar poemas en revistas. [Las
declaraciones de Genevieve Linebarger desorientaron a J. J. Pierce. En
realidad, el cuento se publicó en una publicación estudiantil (The Adjutant,
vol. IX, n.° 1, junio de 1928) bajo el pseudónimo de Karloman Jungahr. (N.
del T.)] Dos ejemplos de su poesía aparecen en la novela Norstrilia.
Durante
la década de los treinta, el doctor Linebarger empezó a escribir un cuaderno
secreto, en parte diario personal y en parte notas para relatos. En 1937 empezó
a escribir cuentos serios, la mayoría ambientados en la antigua o la moderna
China, o en otros ámbitos contemporáneos. No se publicó ninguno, pero su
variedad es notable, y algunos se sirven de las técnicas narrativas chinas que
luego surgen en trabajos de ciencia ficción como La dama muerta de Clown
Town.
Al
regresar a China adoptó el nombre Félix C. Forrest —un anagrama de su nombre
chino— para dos novelas psicológicas que envió a Estados Unidos en entregas y
que se publicaron después de la guerra. Ria y Carola eran novelas
notables por su punto de vista femenino y por la sutil interacción de
influencias culturales que subyacía tras la interacción de los personajes. Bajo
el nombre Carmichael Smith, el doctor Linebarger escribió Atomsk, una
novela de espionaje ambientada en la Unión Soviética.
Pero
su carrera en ciencia ficción se inició casi por accidente. Tal vez enviara
algunos relatos a Amazing mientras estaba en China durante la guerra,
pero en tal caso la revista no los publicó. Fue precisamente durante sus horas
de ocio en el Pentágono, después de su regreso, cuando transformó una idea que
lo obsesionaba en Los observadores viven en vano. Y casi lo escribió en
vano, pues el cuento fue rechazado por todas las publicaciones importantes del
género. Fantasy Book, a la cual lo envió cinco años después como último
recurso, ni siquiera le pagó por él. Aunque había escrito otro cuento como
Cordwainer Smith, Solo en Anacrón (recientemente adaptado por su viuda
para el tercer volumen de las Visiones peligrosas de Harlan Ellison, Last
Dangerous Visions) en 1946, quizás hubiese desesperado de obtener
reconocimiento en el género.
Pero
algunos lectores prestaron atención. No importó que Fantasy Book jamás
hubiera publicado un cuento de categoría. No importó que el autor fuera un
completo desconocido. Los observadores viven en vano llegó a los
lectores.
«Martel
estaba furioso. Ni siquiera se ajustó la sangre contra la furia.»
No
sólo les atrajo la extraña situación, sino el modo de abordarla. Desde las
primeras líneas, los lectores formaban parte del universo de Martel, un
universo tan real como el nuestro, a pesar de su rareza. Los lectores estaban
intrigados y, sin duda, desconcertados.
¿Qué
era esa Instrumentalidad de lo Humano que incluso los observadores
reverenciaban? ¿Qué eran las Bestias, los manshonyaggers y los No Perdonados?
El lector intuía lo importantes que eran para el héroe, pero nada más.
Era
obvio que Smith sabía acerca de ese universo más de lo que revelaba; en
realidad, más de lo que nunca reveló. Pero ese universo se había configurado en
su mente por lo menos desde que escribió su primer cuento publicado en 1928, y
fue cobrando forma en sus apuntes secretos durante los años 30 y 40.
Ya
en La guerra número 81-Q, recuerda su viuda, se alude a la
Instrumentalidad, esa poderosa jerarquía que sería central en los cuentos de
Cordwainer Smith más de veinte años después. Quizás el término tenga más
connotaciones de las que aparenta.
Linebarger
procedía de una familia perteneciente a la Alta Iglesia Episcopal —su abuelo
era pastor— y era devotamente religioso. La palabra «instrumentalidad» tiene
una clara connotación religiosa, pues en la teología católica y en la
episcopal, el sacerdote que administra los sacramentos es la «instrumentalidad»
de Dios, su agente o causa instrumental.
Cuando escribió La guerra número 81-Q, el joven Linebarger mantenía
un idilio con el comunismo, una tendencia que su padre remedió enviándolo a
recorrer la Unión Soviética cuando cumplió dieciocho años. Pero Linebarger
conservó el sentido de vocación y convicción sobre el destino
histórico al cual apelaba el comunismo.
En
la historia futura de Cordwainer Smith, la Instrumentalidad de lo Humano tiene
las características de una élite política y de una casta sacerdotal. Su
hegemonía no es la propia del imperio galáctico tan típico de la ciencia
ficción menos imaginativa, sino de algo más sutil y omnipresente, tanto
político como espiritual. Sus Señores no se consideran meros gobernantes,
burócratas o políticos, sino instrumentos del destino humano.
La
religiosidad de Linebarger influyó en su obra de otras maneras, y no sólo en
las referencias a la Vieja Religión Fuerte y la Santa Insurrección de Norstrilia
y otros escritos tardíos.
Está,
por ejemplo, el énfasis en el ritual cuasirreligioso. Comparemos, por ejemplo,
el Código de los observadores con el Recitado de la Ley en La isla del
doctor Marean de H. G. Wells. Más aún, está la fuerte vocación manifestada
por los observadores, navegantes, luminictores, capitanes de viaje y los
Señores mismos, algo muy espiritual, aunque no expresado en términos
religiosos.
Pero
Linebarger no era un mero apologista cristiano que se valió de la ciencia
ficción como vehículo para transmitir mensajes religiosos ortodoxos como, por
ejemplo, C. S. Lewis. También era un pensador social y psicológico, cuya
experiencia con diversas culturas le inspiraba ideas singulares y aparentemente
contradictorias acerca de la naturaleza humana y la moralidad.
Por
ejemplo, admiraba los valores samurai de la fantasía, la valentía y el honor, y
manifestaba su apreciación del arte y la literatura oriental al decorar su
hogar y adornar sus escritos. Pero se horrorizaba ante el tradicional fatalismo
e indiferencia ante la vida humana que encontraba en Oriente, y llegó a
obsesionarse con la santidad de la vida en todo sentido, como algo demasiado
precioso para sacrificarlo a cualquier concepto del honor o la moralidad, fuera
oriental u occidental.
Mientras
estaba en Corea, Linebarger logró que se rindieran miles de soldados chinos que
consideraban vergonzoso entregar las armas. Redactó panfletos explicando que los
soldados podían rendirse gritando las palabras chinas que significaban «amor»,
«deber», «humanidad» y «virtud», palabras que pronunciadas en ese orden sonaban
como / surrender («Me rindo») en inglés. Consideró este acto como el más
importante de su vida.
La
actitud de Linebarger se refleja en el modo al parecer displicente con que
trata en sus relatos cuestiones como el lavado de cerebro. Para los personajes
el Cazador y Elena, al final de La dama muerta de Clown Town, hay un
destino más humanitario, aunque menos «honorable», que la muerte. En todos los
relatos de Smith la vida se valora más que el honor, por mucho que los códigos
orientales de la honra y la consideración social impregnen esa híbrida cultura
del futuro.
Pero
Linebarger entendía que la vida tenía un sentido más allá de la mera
existencia. «El Dios en quien tenía fe se relacionaba con el alma del hombre y
con el desarrollo de la historia y el destino de todas las criaturas vivas»,
comentó una vez su amigo australiano Arthur Burns; esta exploración del
destino humano —y más que humano— proporciona unidad a la obra de Smith.
Detrás
de las culturas inventadas, detrás de los laberintos del argumento y la alegría
o el sufrimiento de los personajes, subyace Smith el filósofo, que se esfuerza
como Teilhard de Chardin (aunque no hay indicios de una influencia directa)
por conciliar la ciencia con la religión, por crear una síntesis de
cristianismo y evolución que arroje luz sobre la naturaleza del hombre y el
sentido de la historia.
Los
cuentos de este volumen, reunidos por primera vez en orden cronológico (en
cuanto a historia futura se refiere), forman parte de un vasto ciclo histórico
que abarca unos quince mil años. Están basados en material del primer cuaderno
y en un segundo cuaderno (lamentablemente perdido) que Linebarger empezó a
escribir en los años 50, cuando empezó a interesarse en nuevos problemas.
La
sombra de las Guerras Antiguas y la subsiguiente Edad Oscura aún pesa sobre la
humanidad cuando se inicia Los observadores viven en vano. Otros
cuentos, varios de ellos inéditos, insinúan milenios de tranquilidad histórica,
durante la cual los hombres verdaderos buscaron una perfección inhumana detrás
de las empalizadas electrónicas de sus ciudades, dejando el Yermo a los
sobrevivientes del Mundo Antiguo: las Bestias, los manshoyaggers y los No
Perdonados.
A
este futuro llegan las hermanas Vom Acht, hijas de un científico alemán que
las colocó en satélites en animación suspendida al final de la Segunda Guerra
Mundial. Regresando a la Tierra en los últimos días de la Edad Oscura,
devuelven a la humanidad el «don de la vitalidad» (un concepto que parece
cumplir en Smith la misma misión que el élan vital o «fuerza vital» en
Bergson y Shaw). Fundadoras de la familia Vomact, representan una fuerza de la
naturaleza humana que puede ser buena o mala, pero que en última instancia
quizá trascienda estas valoraciones, y constituye un medio necesario para la
consecución del destino humano mediante la evolución.
La
naturaleza dual de los Vomact y la fuerza que representan queda simbolizada en
la etimología de su nombre: Acht^ es una palabra alemana con doble
significado: «proscrito» o «prohibido», y «cuidado» o «atención». Y los Vomact
se alternan como renegados y benefactores en la gesta de Smith.
Pero
el «don de la vitalidad» pone en marcha un nuevo ciclo histórico: la edad
heroica de los observadores, los luminictores y los capitanes de viaje. Lo que
destaca en estos cuentos es la crudeza del impacto emocional, el impacto de
extrañas y nuevas experiencias y relaciones, trátese de la simbiosis telepática
entre hombres y compañeros en El juego de la rata y el dragón o de la
mujer convertida en parte funcional de su nave espacial en La dama que llevó
«El Alma».
Algunas
experiencias de Linebarger se incluyeron en la obra de Smith. Capitán Wow era
el nombre de uno de los gatos que tenía en Washington cuando escribió El
juego de la rata y el dragón, en una sola sesión, un día de 1954. La gata
Melanie inspiraría luego el personaje G´mell, heroína del subpueblo, que
comprende varias especies creadas por los hombres a partir de los animales. Las
frecuentes hospitalizaciones de Linebarger, su dependencia respecto de la
tecnología médica, le proporcionaron también cierta comprensión del vínculo
entre el hombre y la máquina.
Pero
en El abrasamiento del cerebro ya empezamos a detectar indicios de la
Revolución del Placer, una tendencia que Linebarger detestaba en sus propios
tiempos y que consideraba como el final de la edad heroica de su futuro
imaginario. La cuasiinmortalidad —gracias a la droga santaclara, o stroon,
preparada en Norstrilia— vuelve la vida menos angustiosa, pero también menos
relevante.
La
experiencia real sucumbe ante la experiencia sintética; en Dorada era la
nave... ¡oh! ¡oh! ¡oh! (como en La dama que llevó «El Alma», que
también fue escrito en colaboración con Genevieve Linebarger), el héroe busca
placer en la corriente eléctrica, y sólo una crisis histórica le brinda la
oportunidad de descubrir que hay un camino mejor.
Bajo
la benevolencia implacable de los Señores de la Instrumentalidad, una imprecisa
utopía cobra forma. Los hombres al fin se liberan del miedo a la muerte, del
peso del trabajo, de los riesgos de lo desconocido, pero al mismo tiempo se ven
privados de esperanza y libertad. Las subpersonas, creadas para trabajar para
el género humano, son más humanas que sus propios creadores. Al parecer se ha
perdido el «don de la vitalidad», y la historia debe detenerse.
En
estos relatos, son las subpersonas —y los lúcidos Señores de la
Instrumentalidad que las escuchan— quienes tienen en sus manos la salvación de
la humanidad. En La dama muerta de Clown Town los despreciados obreros
descendientes de animales y los robots deben enseñar a los humanos el significado
de la humanidad para despertar al género humano de su aparente sopor.
El
señor Jestocost es inspirado por el martirio de P'Juana, la niña-perro; y las
experiencias de Bajo la Vieja Tierra transforman a Santuna en la dama
Alice More. Juntas se convierten en artífices del Redescubrimiento del Hombre y
le devuelven la libertad, el riesgo, la incertidumbre e incluso el mal.
Paralelamente,
hay atisbos de otras partes del universo de la Instrumentalidad. En Los
mininos de Mamá Hitton aprendemos por qué Vieja Australia del Norte es el
planeta más defendido de la galaxia, aunque Viola Sidérea resulta igualmente
extraño. ¿Y en qué otro relato de ciencia ficción se presenta un mundo como el
de Un planeta llamado Shayol, donde una audaz concepción de ingeniería
genética se mezcla con la clásica visión del Infierno?
Las
técnicas narrativas orientales dominan en los cuentos tardíos, especialmente en
La dama muerta de Clown Town y La balada de G´Mell. También el
sentido del mito, pues estos cuentos son presuntas explicaciones de leyendas
populares. Pero ¿cuántos de los sucesos narrados en Bajo la Vieja Tierra
ocurrieron en realidad?
Smith
crea la sensación de que ha transcurrido muchísimo tiempo. Para Pablo y
Virginia, recién liberados por el Redescubrimiento del Hombre en Alpha
Ralpha Bonlevard, nuestra época se pierde en el brumoso pasado y sólo
pueden entreverla a través de sucesivas capas de historia casi olvidada. Este
efecto que logra Smith rara vez se ha podido repetir. Quizá la primera parte de
Alas nocturnas de Robert Silverberg sea la aproximación más lograda.
El
universo de Smith sigue siendo infinitamente más vasto que lo que sabemos sobre
él: nunca averiguaremos qué imperio conquistó una vez la Tierra y transportó
tributos por ese fabuloso bulevar; ni la identidad del Robot, la Rata y el
Copto, cuyas visiones se mencionan en Norstrilia y en otras
narraciones, ni lo que ocurre, en definitiva, con la raza gatuna creada en El
crimen y la gloria del comandante Snzdal.
Luego
queda esa expectativa insatisfecha: ¿adonde nos llevaba Smith? ¿Qué ocurre
después del Redescubrimiento del Hombre y de la liberación del subpueblo
gracias a G´Mell? Linebarger sugiere un destino común para el hombre y el
subpueblo, tal vez un final religioso de la historia. Pero son meras
sugerencias.
La
obra de Cordwainer Smith siempre conservará sus enigmas. Pero ello forma parte
de su atractivo. Al leer los relatos, quedamos atrapados en experiencias tan
reales como la vida misma, e igualmente misteriosas.
¡NO, NO, ROGOV, NO!
La dorada figura
tembló y aleteó en la dorada escalinata como un pájaro enloquecido, un pájaro
dotado de inteligencia y alma pero desquiciado por éxtasis y terrores que
superaban el entendimiento humano. Esos éxtasis cobraban momentánea realidad
en la consumación de un corte superlativo. Mil mundos observaban.
Si hubiera regido el viejo
calendario, habría sido el año 13582 d. C. Tras la derrota,
la decepción, la destrucción y la ruina, la humanidad había saltado a las
estrellas.
Gracias al conocimiento de
artes no humanas, al encuentro con danzas no humanas, la humanidad había
realizado un gran esfuerzo estético y también había saltado al escenario de
todos los mundos.
La escalinata dorada giraba
ante los ojos. Algunos de ellos tenían retinas; otros, conos cristalinos, pero
todos se clavaban en la figura dorada que interpretaba
Gloria y afirmación del hombre en el Festival Intermundial de Danzas de lo
que hubiera sido el 13582 d. C.
Una vez más, la humanidad
ganaba la competición. El hipnotismo de la música y la danza trascendía el
límite de los sistemas, resultaba imperioso y sorprendente para ojos humanos y
no humanos. La danza representaba el triunfo de la conmoción: la conmoción de
la belleza dinámica. La figura dorada trazó intrincados y fluctuantes dibujos
en la escalinata dorada. El cuerpo era dorado y humano. Era un cuerpo de mujer,
pero era algo más que una mujer. En la escalinata dorada, bajo la luz dorada,
la mujer temblaba y aleteaba como un pájaro enloquecido.
I
El Ministerio de Seguridad Estatal se escandalizó al descubrir que un
agente nazi, más heroico que prudente, casi había llegado hasta N. Rogov.
Para las fuerzas armadas soviéticas, Rogov era más valioso que dos
ejércitos del aire o tres divisiones motorizadas. Su cerebro era un arma, un
arma para el poder soviético.
Como su cerebro era un arma, Rogov era un prisionero.
No le importaba.
Rogov era un ruso de pura cepa, de cara ancha, cabello rubio, ojos
azules, sonrisa antojadiza y arrugas burlonas junto a los ojos.
—Claro que soy un prisionero —decía Rogov—. Soy un prisionero del Estado
de los pueblos soviéticos. Pero los obreros y campesinos se muestran
bondadosos conmigo. Soy miembro de la Academia de Ciencias de la Unión, general
de la Fuerza Aérea Roja, profesor de la Universidad de Kharkov, subdirector del
Fondo de Producción de Aviones de Combate. Recibo un sueldo por cada una de
estas actividades.
A veces entornaba los ojos ante sus colegas científicos y les preguntaba
con seriedad:
—¿Acaso debería trabajar para los capitalistas?
Los intimidados colegas tartamudeaban confusos, afirmando su común
lealtad a Stalin, Beria, Zhukov, Molotov o Bulganin, según correspondiera.
Rogov tenía una apariencia muy rusa: calmo, irónico, divertido. Los
dejaba tartamudear.
Luego se echaba a reír.
Transformando la solemnidad en una situación distendida, soltaba una
risa burbujeante, efervescente, bienhumorada.
—Claro que no podría trabajar para los capitalistas. Mi pequeña
Anastasia no me lo permitiría.
Los colegas sonreían incómodos y lamentaban que Rogov hablara con tanto
desenfado, con tanto humor, con tanta libertad.
Incluso Rogov podía terminar muerto.
Rogov no lo creía así.
Ellos sí.
Rogov no temía a nada.
La mayoría de sus colegas tenía miedo: de sus otros colegas, del
sistema soviético, del mundo, de la vida y de la muerte.
Tal vez hubo un tiempo en que Rogov había sido un mero mortal lleno de
temores, como los demás.
Pero se había convertido en el amante, el colega, el esposo de Anastasia
Fyodorovna Cherpas.
La camarada Cherpas había sido su rival, su antagonista, su competidora
en la lucha por la prominencia científica en las audaces fronteras eslavas de
la ciencia rusa. La ciencia rusa nunca conseguiría superar la inhumana
perfección del método alemán, la rígida disciplina intelectual y moral del
trabajo en equipo alemán, pero los rusos podían progresar más que los alemanes
dando rienda suelta a su osada imaginación, y lo estaban consiguiendo. Rogov
había sido pionero de la aeronáutica en 1939. Cherpas había terminado el
trabajo al lograr los mejores cohetes radiodirigidos.
En 1942 Rogov había creado un nuevo sistema de cartografía fotográfica.
La camarada Cherpas lo había aplicado a las películas de color. Rogov, rubio,
de ojos azules y sonriente, había criticado la ingenuidad y los errores de la
camarada Cherpas en las reuniones secretas de científicos rusos, durante las
negras noches del invierno de 1943. La camarada Cherpas, con su pelo color
mantequilla cayéndole como una cascada sobre los hombros, la cara lavada
reluciente de fanatismo, inteligencia y dedicación, desafió a Rogov,
ridiculizando su teoría comunista, hiriéndole en su orgullo, atacando los puntos
débiles de sus hipótesis intelectuales.
En 1944 un debate entre Rogov y Cherpas era un espectáculo digno de
verse. En 1945 se casaron.
Su noviazgo fue un secreto, su boda una sorpresa, su camaradería un
milagro en los rangos superiores de la ciencia rusa.
Los periódicos para los emigrados informaron que el gran científico
Peter Kapitza había dicho una vez: «Rogov y Cherpas forman un gran equipo. Son
comunistas, buenos comunistas. ¡Son más que eso! Son rusos, tan rusos
como para derrotar al mundo. Miradlos. ¡Ellos constituyen el futuro, nuestro
futuro ruso!» Quizá la cita fuera una exageración, pero al menos revelaba el
enorme respeto que los científicos soviéticos sentían por Rogov y Cherpas.
Poco después de la boda les ocurrieron cosas extrañas.
Rogov era feliz. Cherpas estaba radiante.
Pero ambos tenían una expresión alucinada, como si hubieran visto cosas
que no se podían expresar con palabras, como si se hubieran tropezado con
secretos tan importantes que ni siquiera los mejores agentes de la Policía Estatal
Soviética debían conocerlos.
En 1947 Rogov mantuvo una entrevista con Stalin. Cuando Rogov salió del
despacho de Stalin en el Kremlin, el gran líder en persona lo acompañó hasta la
puerta, reflexionando y murmurando: Da, da, da.
Ni siquiera el personal de Stalin sabía por qué el gran líder decía «sí,
sí, sí», pero todos veían las órdenes que salían con el sello SÓLO PARA
SEGURIDAD, o PARA SER LEÍDO Y DEVUELTO, o SÓLO PARA PERSONAL AUTORIZADO.
PROHIBIDA LA REPRODUCCIÓN BAJO CUALQUIER CIRCUNSTANCIA.
En el auténtico y secreto presupuesto soviético de ese año se añadió,
por orden directa y personal de un reservado Stalin, el ítem «Proyecto
Telescopio». Stalin no toleró preguntas ni permitió comentarios.
Una aldea que había tenido nombre se convirtió en un pueblecillo sin
nombre. Un bosque abierto a los obreros y campesinos se convirtió en territorio
militar.
En la oficina central de Correos de Kharkov se añadió un nuevo apartado
para la aldea de Ya.Ch.
Rogov y Cherpas, camaradas y amantes, ambos científicos y ambos rusos,
desaparecieron de la vida cotidiana de sus colegas. Ya no se les veía en
congresos científicos. Aparecían en rarísimas ocasiones.
Las pocas veces en que se les veía, habitualmente en viajes de ida y
vuelta a Moscú, cuando se confeccionaba el presupuesto de la Unión, sonreían
felices. Pero no hacían bromas.
El mundo exterior ignoraba que Stalin, al darles un proyecto propio, al
cederles un paraíso exclusivo, se había asegurado de que una serpiente los
acompañara en ese edén. En esta ocasión la serpiente no era una persona, sino
dos:
Gausgofer y Gauck.
II
Stalin murió.
Beria también murió, de mala gana.
El mundo siguió su curso.
En la olvidada aldea de Ya.Ch. todo entraba y nada salía.
Se rumoreó que Bulganin en persona visitaba a Rogov y Cherpas. Se comentó que Bulganin había dicho, cuando se dirigía al aeropuerto de Kharkov de regreso a Moscú: «Es importantísimo. Si lo consiguen no habrá guerra fría. No habrá guerra de ningún tipo. Liquidaremos al capitalismo antes de que nuestros enemigos puedan empezar la pelea. Si lo consiguen. Si lo consiguen.» Se dijo que Bulganin había sacudido la cabeza con perplejidad y que no había añadido más, pero que había firmado con sus iniciales el presupuesto no modificado del Proyecto Telescopio cuando un mensajero de confianza le trajo un nuevo sobre de Rogov.
Anastasia Cherpas tuvo un hijo que se parecía al padre. Luego una niña.
Luego otro niño. Los hijos no interferían en el trabajo de Cherpas. Tenían una
gran dacha y expertas criadas se encargaban de las tareas domésticas.
Los cuatro cenaban juntos cada noche.
Rogov, ruso, afable, valiente, divertido.
Cherpas, mayor, más madura, más bella que nunca pero tan mordaz, tan
alegre, tan sagaz como siempre.
Pero los otros dos, los dos que los acompañaron cada día durante tantos
años, los dos compañeros que el todopoderoso Stalin les había impuesto...
Gausgofer era una mujer pálida, de cara delgada, con voz de relincho.
Era científica y policía, y muy competente en ambos trabajos. En 1917 había
denunciado el paradero de su madre al Comité del Terror de los bolcheviques. En
1924 había dirigido la ejecución de su padre. Él había sido un alemán ruso de
la vieja nobleza báltica y había intentado adaptarse al nuevo sistema pero no
lo había conseguido. En 1930 el amante de Gausgofer había confiado demasiado en
ella. Era un comunista rumano que desempeñaba un alto cargo en el Partido, pero
le había susurrado algo al oído en la intimidad de la alcoba, se lo había susurrado
con lágrimas en los ojos; Gausgofer lo escuchó cariñosamente, en silencio, y a
la mañana siguiente repitió lo que su amante le había contado a la policía.
Eso llamó la atención de Stalin.
Stalin fue al grano. Le habló sin rodeos.
—Camarada, usted tiene sentido común. Veo que entiende lo que significa
el comunismo. Sabe qué es la lealtad. Usted progresará y servirá al Partido y a
la clase obrera. Pero ¿no quiere nada más? —escupió.
Ella se quedó atónita y boquiabierta.
El viejo había adoptado una expresión de burlona benevolencia. Le apoyó
el índice en el pecho.
—Estudie ciencias, camarada. Estudie ciencias. Comunismo más ciencia
equivale a victoria. Es usted demasiado inteligente para limitarse al trabajo
policial.
Gausgofer se enorgullecía en contra de su voluntad del diabólico
programa de su homónimo alemán, el malvado geógrafo que había transformado la
geografía misma en un arma terrible en la lucha de los nazis contra los
soviéticos.
Nada habría complacido más a Gausgofer que entrometerse en el matrimonio
de Cherpas y Rogov.
Gausgofer se enamoró de Rogov en cuanto lo vio.
Gausgofer odió a Cherpas en cuanto la vio: el odio puede ser tan
espontáneo y milagroso como el amor. Pero Stalin lo había previsto.
Con la pálida y fanática Gausgofer había enviado a un hombre llamado B.
Gauck.
Gauck era macizo, impasible, inexpresivo. Tenía la misma estatura de
Rogov, pero Rogov era musculoso y en cambio Gauck era fofo. La tez de Rogov era
clara y mostraba la rosada salud del ejercicio, mientras que la tez de Gauck
parecía mantequilla rancia, grasienta, gris verdosa, enfermiza aun en los
mejores días.
Los ojos negros y pequeños de Gauck brillaban. Tenía una mirada fría y
afilada como la muerte. Gauck no tenía amigos, ni enemigos, ni convicciones, ni
entusiasmos. Incluso Gausgofer le temía.
Gauck no bebía nunca, no salía, nunca recibía ni enviaba cartas, nunca
decía nada espontáneamente. Nunca se mostraba rudo ni amable, nunca era
cordial, nunca retraído: no podía retraerse más porque toda su vida era puro
retraimiento.
Poco después de la llegada de Gausgofer y Gauck, Rogov había preguntado
a su esposa, en la intimidad de la alcoba:
—Anastasia, ¿crees que ese hombre está en sus cabales? Cherpas entrelazó
los dedos de sus bellas y expresivas manos. La que había sido el genio de mil
congresos científicos no encontraba las palabras adecuadas. Miró al esposo con
expresión turbada:
—No lo sé, camarada..., no lo sé... Rogov esbozó su jovial sonrisa
eslava.
—Pues creo que Gausgofer tampoco lo sabe.
Cherpas lanzó una carcajada y cogió el cepillo del pelo.
—Desde luego. Apuesto a que ni siquiera sabe a quién obedece Gauck.
Esa conversación se perdía en el pasado. Gauck y Gausgofer, los ojos
claros y los ojos negros, permanecieron. Cada noche cenaban juntos los cuatro.
Cada mañana los cuatro se reunían en el laboratorio. El gran ánimo, la serena
cordura y el agudo humor de Rogov mantenían el trabajo en marcha.
El chispeante ingenio de Cherpas lo respaldaba cuando la rutina abrumaba
el magnífico intelecto de Rogov. Gausgofer espiaba, observaba y sonreía con
aquella mueca muerta; a veces, casi por sorpresa, Gausgofer planteaba sugerencias
realmente constructivas. Nunca llegó a entender el marco de referencia del
trabajo, pero sabía lo bastante sobre los detalles mecánicos y técnicos como
para resultar útil en ocasiones.
Gauck entraba, se sentaba, callaba, no hacía nada. Ni siquiera fumaba.
Jamás movía los pies. Jamás se dormía. Sólo miraba.
El laboratorio creció al mismo ritmo que la inmensa estructura de la
máquina de espionaje.
III
Lo que Rogov proponía, y Cherpas respaldaba, era imaginable en teoría.
Consistía en el intento de elaborar una teoría integrada para todos los
fenómenos eléctricos y de radiación que acompañan a la consciencia, para
reproducir las funciones eléctricas de la mente sin usar material orgánico.
La gama de productos potenciales era inmensa.
El primer producto que había pedido Stalin era un receptor capaz de
registrar los pensamientos de una mente humana y de plasmarlos en una cinta
perforada, una Helischreiber alemana adaptada a un lenguaje fonético. Si se
podían invertir los circuitos y la máquina se utilizaba como transmisor y no
como receptor, podría enviar fuerzas demoledoras que paralizarían o detendrían
definitivamente el proceso de pensamiento.
La máquina de Rogov, perfeccionada, serviría para confundir el
pensamiento humano a gran distancia, para escoger blancos humanos a los cuales
aturdir, y para mantener un sistema electrónico de interferencia que afectaría
de forma directa a la mente humana sin necesidad de tubos ni receptores.
Rogov había conseguido un éxito parcial. El primer año de trabajo se
había producido a sí mismo una gran jaqueca.
El tercer año había logrado matar ratones a diez kilómetros de
distancia. El séptimo año había provocado alucinaciones colectivas y una
oleada de suicidios en una aldea vecina. Esto fue lo que impresionó a Bulganin.
Rogov trabajaba ahora en la cuestión receptora. Nadie había explorado
las muy estrechas y sutiles bandas de radiación que diferenciaban una mente
humana de otra, pero Rogov intentaba sintonizar mentes a distancia.
Había intentado crear un casco telepático, pero no funcionó. Luego
había pasado de la recepción de pensamientos puros a la recepción de
impresiones visuales y auditivas. Había identificado gran cantidad de
microfenómenos en las terminaciones nerviosas cerebrales y había logrado
interferir en algunos de ellos.
Afinando la sintonía, había conseguido captar la percepción visual de
su segundo chófer y, con una aguja clavada bajo el párpado derecho, había
logrado «ver» a través de los ojos del otro hombre mientras éste, ignorante de
todo el experimento, lavaba la limusina Zis a mil seiscientos metros de
distancia.
Cherpas había superado esta hazaña aquel mismo invierno:
había logrado captar una familia que cenaba en una ciudad cercana. Había
propuesto a B. Gauck que se insertara una aguja en el pómulo para que viera a
través de los ojos de un desconocido a quien espiaban sin que lo supiera. Gauck
se había negado a insertarse agujas, pero Gausgofer había colaborado en el
trabajo.
La máquina de espionaje empezaba a cobrar forma.
Faltaban dos pasos. El primero consistía en sintonizar un blanco remoto,
tal como la Casa Blanca en Washington o el cuartel general de la OTAN en
las afueras de París. La máquina podría obtener datos de espionaje fisgoneando
en la mente de personas alejadas en el espacio.
El segundo problema consistía en encontrar un método para interferir en
esas mentes a distancia, aturdiéndolas para que los sujetos fueran víctimas del
llanto, la confusión o la locura.
Rogov lo había intentado, pero nunca había llegado a más de treinta
kilómetros de la aldea sin nombre de Ya.Ch.
Un mes de noviembre se dieron setenta casos de histeria en la ciudad de
Kharkov, a varios centenares de kilómetros, y la mayoría terminaron en
suicidios, pero Rogov no estaba seguro de que el fenómeno fuera obra de la
máquina.
La camarada Gausgofer se atrevió a acariciarle la manga. Los pálidos
labios sonrieron y los ojos acuosos revelaron felicidad cuando la camarada dijo
con su voz aguda y cruel:
—Usted puede lograrlo, camarada. Usted puede lograrlo.
Cherpas la miró con desdén. Gauck no dijo nada.
La agente Gausgofer descubrió la mirada de Cherpas, y por un instante un
rayo de odio palpable vibró entre ambas mujeres.
Los tres continuaron trabajando en la máquina.
Gauck, sentado en el taburete, miraba.
Los ayudantes del laboratorio nunca hablaban mucho, el silencio reinaba
en el cuarto.
IV
El año de la muerte de Eristratov, la máquina logró un gran adelanto.
Eristratov murió después de que las democracias soviéticas y populares
intentaran dar fin a la guerra fría con los norteamericanos.
Era en mayo. Fuera del laboratorio, las ardillas correteaban por entre
los árboles. Los restos de la lluvia de la noche anterior goteaban humedeciendo
el suelo. Era agradable dejar varias ventanas abiertas para que el aroma del
bosque entrara en el laboratorio.
El olor de los calentadores de aceite y el hedor rancio del aislamiento,
el ozono y los artefactos electrónicos eran cosas a las que todos estaban
acostumbrados.
Rogov había descubierto que su visión empezaba a deteriorarse porque
había tenido que clavar la aguja receptora cerca del nervio óptico para obtener
impresiones visuales. Tras meses de experimentación con animales y hombres,
había decidido reproducir uno de los últimos experimentos, llevado a cabo con
éxito con un prisionero de quince años. Le habían atravesado el cráneo con la
aguja, arriba y por detrás del ojo. A Rogov le disgustaba usar prisioneros,
porque Gauck, por razones de seguridad, insistía en destruirlos en un plazo no
mayor a cinco días después del comienzo del experimento. Rogov había demostrado
que la técnica de la aguja clavada en el cráneo era segura, pero estaba cansado
de intentar que personas asustadas e ignorantes cargaran con el peso de la
intensa concentración científica que exigía la máquina.
Rogov expuso la situación a su esposa y sus dos extraños colegas.
—¿Entiende usted de qué se trata? —le gritó a Gauck de mal talante—. Ha
estado aquí durante años. ¿Sabe lo que nos proponemos? ¿No quiere participar
en los experimentos? ¿Comprende cuántos años de cálculos matemáticos han sido
necesarios para diseñar estos circuitos y calcular estos patrones de ondas?
¿Sirve usted para algo?
—Camarada profesor —respondió Gauck sin enfado—, yo obedezco órdenes.
Usted también obedece órdenes. Nunca le he puesto obstáculos.
—Yo sé que usted nunca se ha puesto en mi camino —estalló Rogov—. Todos
somos buenos servidores del Estado soviético. No es una cuestión de lealtad,
sino de entusiasmo. ¿No le interesa entender nuestro proyecto científico? Les
llevamos cien o mil años de ventaja a los capitalistas norteamericanos. ¿No le
excita esto? ¿No es usted un ser humano? ¿Por qué no participa? ¿Me entenderá
cuando se lo explique?
El silencioso Gauck miró a Rogov con ojos turbios. Su cenicienta cara no
cambió de expresión. Gausgofer soltó un suspiro de alivio grotescamente
femenino, pero tampoco dijo nada. Cherpas, mirando a su esposo y a sus dos
colegas con su sonrisa seductora y sus ojos afables, dijo:
—Adelante, Nikolai. El camarada seguirá tu explicación si lo desea.
Gausgofer miró a Cherpas con envidia. Parecía dispuesta a callar, pero
no pudo contenerse.
—Adelante, camarada profesor —le invitó.
—Caros —dijo Rogov—, haré lo que pueda. Ahora la máquina
es capaz de captar mentes a gran distancia. —Movió los labios con ironía—.
Incluso podemos espiar el cerebro del jefe de esos bribones y averiguar qué
planea hoy Eisenhower contra el pueblo soviético. ¿No sería maravilloso que
nuestra máquina pudiera aturdirlo y lo dejara atontado ante su escritorio?
—No lo intente si no se lo ordenan —advirtió Gauck. Rogov ignoró la
interrupción y continuó:
—Primero recibo. No sé qué recibiré, a quién recibiré, ni dónde estará
el emisor. Sólo sé que esta máquina llegará hasta todas las mentes de los
hombres y bestias del mundo y me traerá los ojos y oídos de una sola mente. Con
la nueva aguja inserta en el cerebro, me será posible establecer la posición
exacta. El problema que tuvimos la semana pasada con ese muchacho fue que
aunque sabíamos que veía algo del exterior, parecía recibir sonidos en una
lengua extranjera, y no sabía suficiente inglés ni alemán para saber adonde lo
había llevado la máquina.
Cherpas rió.
—No tengo miedo. En esa ocasión comprobé que era segura. Empieza tú,
esposo mío. Si, por supuesto, nuestros camaradas no se oponen...
Gauck asintió.
Gausgofer se llevó la huesuda mano a la garganta y dijo:
—Adelante, camarada Rogov, adelante. Usted ha realizado todo el trabajo.
Tiene que ser el primero.
Un técnico con bata blanca trajo la máquina. Estaba montada sobre tres
ruedas con llantas de goma y se parecía a las pequeñas unidades de rayos X que
utilizan los dentistas. En vez del cono de la cabeza de la máquina de rayos X,
había una aguja larga e increíblemente fuerte. La habían fabricado los mejores
profesionales de instrumental quirúrgico de Praga.
Otro técnico se acercó con un cuenco, un cepillo y una navaja. Bajo la
mirada de los inexpresivos ojos de Gauck, rasuró cuatro centímetros cuadrados
de la coronilla de Rogov.
Cherpas se hizo cargo. Puso la cabeza de su esposo en las abrazaderas y
usó un micrómetro para lograr que la aguja atravesara la duramáter en el punto
exacto.
Realizó esta tarea con dedos suaves, fuertes y diestros.
Cherpas era gentil pero firme. Era la esposa de Rogov, pero también era
su colega científica y su camarada soviética.
Retrocedió para comprobar su trabajo. Dedicó a Rogov una sonrisa, una de
aquellas alegres y secretas sonrisas que intercambiaban cuando estaban a solas.
—No querrás repetir este proceso cada día. Tendremos que encontrar un
modo de llegar al cerebro sin la aguja. Algo indoloro.
—¿Qué importa el dolor? —dijo Rogov—. Ésta es la coronación de nuestro
trabajo. Baja la palanca.
Gausgofer parecía esperar que la invitaran a participar en el
experimento, pero no se atrevió a interrumpir a Cherpas, quien, con ojos relucientes
de atención, extendió la mano y bajó la palanca. La dura aguja quedó a una
décima de milímetro del punto indicado.
—Sólo he sentido un ligero pinchazo —informó lentamente Rogov—. Ahora
puedes conectar la máquina. Gausgofer no pudo contenerse.
—¿Puedo hacerlo yo? —le preguntó tímidamente a Cherpas.
La esposa asintió. Gauck miraba. Rogov esperaba. Gausgofer accionó el
interruptor.
La máquina se puso en marcha.
Agitando la mano con impaciencia, Anastasia Cherpas indicó a los
ayudantes que fueran al otro extremo del laboratorio. Dos o tres de ellos
habían dejado de trabajar y miraban a Rogov como obtusas ovejas. Con embarazo,
se apiñaron en un blanco rebaño en el otro extremo del laboratorio.
El húmedo viento de mayo soplaba sobre todos ellos. Los rodeaba el aroma
del bosque.
Los tres miraron a Rogov.
Rogov cambió de color. Se le enrojeció la cara. La respiración era tan
agitada que se oía a varios metros. Cherpas cayó de rodillas ante él, enarcando
las cejas en una muda pregunta.
Rogov no se atrevió a asentir con la cabeza, pues tenía la aguja clavada
en el cerebro.
—No... pares... ahora... —dijo con voz gangosa y labios enrojecidos.
Rogov no sabía qué estaba pasando. Había supuesto que vería una
habitación estadounidense, o una habitación rusa, o una colonia tropical.
Palmeras, bosques, oficinas. Armas, edificios, lavanderías, camas, hospitales,
casas, iglesias. Vería a través de los ojos de un niño, una mujer, un hombre,
un soldado, un filósofo, un esclavo, un obrero, un salvaje, un misionero, un
comunista, un reaccionario, un gobernador, un policía. Oiría voces: en inglés,
francés, ruso, suajili, indio, malayo, chino, ucranio, armenio, turco o
griego. No lo sabía.
Algo extraño estaba sucediendo.
Tuvo la impresión de haber abandonado el mundo y el tiempo. Las horas y
los siglos se encogieron cuando los medidores y la máquina buscaron la señal
más potente emitida por la humanidad. Rogov no lo sabía, pero la máquina había
conquistado el tiempo.
La máquina captó la danza, la bailarina y el festival de aquel año que
no era, pero podía haber sido, el 13582 d. C.
Ante los ojos de Rogov, la dorada figura y la escalinata dorada
temblaron y aletearon en un ritual mil veces más compulsivo que el hipnotismo.
Los ritmos significaban todo y nada para él. Esto era Rusia, esto era el
comunismo. Esto era su vida: su alma representada ante sus propios ojos.
Por un segundo, el último segundo de su vida normal, miró con los ojos
del cuerpo y vio a la desagradable mujer que una vez había considerado bella.
Vio a Anastasia Cherpas y no le interesó.
Su visión se concentró de nuevo en la figura que bailaba:
¡Esa mujer, esas posturas, esa danza!
Luego llegó el sonido, una música que habría hecho sollozar a
Tchaicovsky, orquestas que habrían silenciado para siempre a Shostakovich o
Khachaturian, hasta tal punto superaban la música del siglo XX.
La
gente que no eran personas habían enseñado muchas artes a la humanidad entre
las estrellas. La mente de Rogov era la mejor de su tiempo, pero éste estaba
muy atrasado en comparación con la época de la gran danza. Con esa única visión,
Rogov se volvió totalmente loco. Dejó de ver a Cherpas, Gausgofer y Gauck.
Olvidó la aldea de Ya.Ch. Se olvidó de sí mismo. Era un pez nacido en agua
estancada y arrojado a un río. Era un insecto emergiendo de la crisálida. Su
mente del siglo XX no podía comprender las imágenes ni el impacto de la música
y la danza.
Pero tenía clavada la aguja, y la aguja transmitió más de lo que su
cerebro podía resistir. Las sinapsis cerebrales de Rogov oscilaban como
interruptores. El futuro lo inundó.
Rogov se desmayó. Cherpas dio un brinco y levantó la aguja. Rogov cayó
de la silla.
V
Gauck llamó a los médicos. Al caer la noche, Rogov descansaba cómodamente
bajo el efecto de fuertes sedantes. Los dos médicos venían de la Jefatura
Militar. Gauck había llamado directamente a Moscú para obtener la autorización.
Ambos médicos estaban fastidiados. El mayor no dejaba de refunfuñar.
—No debió hacerlo, camarada Cherpas. El camarada Rogov tampoco. No hay
que clavar agujas en el cerebro. Es un problema médico. Ninguno de ustedes es
doctor en medicina. Está bien que inventen artefactos para los prisioneros,
pero no se puede someter al personal científico soviético a experiencias como
ésta. Me echarán la culpa si no consigo que Rogov se recupere. Usted oyó lo que
decía. Sólo mascullaba: «Esa dorada figura en la escalinata dorada, esa música,
ese yo es un yo verdadero, esa figura dorada, esa figura dorada, quiero estar
con esa dorada figura», y otras tonterías. Tal vez hayan arruinado para siempre
un cerebro de primera...
Calló como si ya hubiera dicho demasiado. A fin de cuentas, se trataba
de un problema de seguridad, y eso estaba en manos de Gauck y Gausgofer.
Gausgofer volvió los acuosos ojos hacia el médico y preguntó con voz
baja, firme, ponzoñosa:
—¿Pudo ser culpa de ella camarada doctor? El médico miró a
Cherpas y replicó:
—¿Cómo? Usted estaba presente, yo no. ¿Cómo pudo hacerlo? ¿Por qué iba
a hacerlo? Usted estaba presente.
Cherpas callaba. Apretaba los labios con aflicción. El cabello rubio
reLucia, pero en ese momento la melena era lo único que quedaba de su belleza.
Sentía miedo y tristeza. No tenía tiempo para odiar a mujeres necias ni para
preocuparse por la seguridad del Estado; estaba preocupada por su colega, su
amante, su esposo, Rogov.
Sólo cabía esperar. Fueron a una habitación grande y trataron de comer.
Los criados habían servido inmensas bandejas de carne fría en tajadas,
cuencos de caviar, además de pan en rodajas, mantequilla pura, café genuino,
bebidas.
Nadie comió demasiado.
Todos esperaban.
A las nueve y cuarto se oyó el ruido de las hélices.
El gran helicóptero había llegado de Moscú.
Una autoridad superior se hizo cargo.
VI
La autoridad superior era un viceministro, un hombre llamado V. Karper.
Karper iba acompañado por dos o tres coroneles uniformados, un
ingeniero civil, un hombre del Cuartel General del Partido Comunista de la
Unión Soviética, y dos médicos.
Prescindieron de formalismos.
—Usted es Cherpas —dijo Karper—. La conozco. Usted es Gausgofer. He
leído sus informes. Usted es Gauck. La delegación entró en el dormitorio de
Rogov.
—Despiértenlo —ladró Karper.
—Camarada, no debería usted... —advirtió el médico militar que había
administrado los sedantes.
—Cállese —interrumpió Karper, y ordenó a su médico—: Despiértelo.
El médico de Moscú intercambió unas palabras con su colega militar. Él
también agitó la cabeza. Miró a Karper con preocupación. El viceministro adivinó
qué le iba a decir.
—Adelante —le ordenó—. Soy consciente de que el paciente corre cierto
peligro, pero tengo que regresar a Moscú con un informe.
Los dos médicos se pusieron manos a la obra. Uno de ellos pidió su
maletín y puso una inyección a Rogov. Luego todos se apartaron de la cama.
Nikolai Rogov se contorsionó. Se retorció. Abrió los ojos, pero no vio a los presentes. Se puso
a hablar con palabras claras y simples:
—Esa dorada figura, la escalinata dorada, la música, llevadme a la
música, quiero estar con la música, soy la música. Y así continuó con voz
monótona. Cherpas acercó la cara a los ojos de Rogov.
—¡Querido, despierta! Esto es muy grave.
Todos comprendieron que Rogov no la oía, pues siguió desvariando sobre
figuras doradas.
Por primera vez en muchos años, Gauck tomó la iniciativa. Se dirigió
directamente a Karper, el hombre de Moscú.
—Camarada, ¿puedo hacer una sugerencia?
Karper lo miró. Gauck señaló a Gausgofer con la cabeza.
—Ambos vinimos aquí por orden del camarada Stalin. Ella tiene más
antigüedad y es la responsable. Yo sólo superviso.
El viceministro se volvió hacia Gausgofer, que estaba contemplando a
Rogov; no había lágrimas en los ojos azules y acuosos, pero Gausgofer contraía
la cara en una mueca de extrema tensión.
Karper ignoró este hecho y le dijo con firmeza, claridad y autoridad:
—¿Qué recomienda usted?
Gausgofer lo miró directamente y dijo con voz mesurada:
—No creo que se trate de una lesión cerebral. Sospecho que ha entablado
una comunicación que debe compartir con otro ser humano, y que no habrá
respuesta a menos que uno de nosotros lo siga.
—Muy bien —ladró Karper—. ¿Pero qué debemos hacer?
—Permítame ser la próxima en usar la máquina. Anastasia Cherpas no pudo
contener una carcajada. Cogió a Karper por el brazo y señaló a Gausgofer.
Karper la miró desconcertado.
—Esa mujer está loca —declaró Cherpas, dominando la risa—. Hace años que
está enamorada de mi esposo. Me odia, y ahora espera poder salvarlo. Cree que
podrá seguirlo. Supone que él desea comunicarse con ella. Es ridículo. ¡Iré yo!
Karper miró alrededor. Escogió a dos de sus hombres y se dirigió hacia
un rincón. Oyeron los murmullos, pero no entendieron las palabras. Tras
deliberar seis o siete minutos, regresó.
—Ustedes hacen acusaciones muy graves. Veo que una de nuestras mejores
armas, la mente de Rogov, está dañada. Rogov no es sólo un hombre, sino un
proyecto soviético —dijo con desdén—. Encuentro que una científica soviética
acusa a la principal oficial de seguridad, una policía con notables antecedentes,
de estar enamorada tontamente. No acepto tales acusaciones. Las personalidades
no deben obstaculizar el desarrollo del Estado soviético ni el trabajo de la
ciencia soviética. La camarada Gausgofer será la próxima. Actuaré esta noche
porque mi personal médico dice que Rogov quizá no sobreviva, y es muy
importante averiguar qué ha ocurrido y por qué. —Clavó en Cherpas una mirada
despectiva—. Usted no protestará, camarada. Su mente es propiedad del Estado
ruso. Los obreros han pagado su manutención y estudios. No puede olvidar estas
circunstancias por sentimientos personales. Si hay algo que encontrar, la
camarada Gausgofer lo hará.
El grupo regresó al laboratorio. Los asustados técnicos salieron de las
barracas. Encendieron las luces y cerraron las ventanas. El viento de mayo era
cortante.
Esterilizaron la aguja.
Conectaron los circuitos eléctricos.
El rostro de Gausgofer era una impasible máscara de triunfo cuando la
agente se sentó en la silla. Sonrió a Gauck mientras un ayudante traía el jabón
y la navaja para rasurarle una parte de la coronilla.
Gauck no le devolvió la sonrisa. Clavó los negros ojos en ella. No decía
nada. No hacía nada. Miraba.
Karper andaba de un lado a otro, echando ojeadas a los presurosos pero
metódicos preparativos.
Anastasia Cherpas se sentó en una mesa del laboratorio a cinco metros
del grupo. Observó la nuca de Gausgofer mientras bajaban la aguja. Hundió la
cara en las manos. Algunos supusieron que estaba llorando, pero nadie prestaba
atención a Cherpas. Todos estaban demasiado atentos a Gausgofer.
La cara de Gausgofer enrojeció. Las fofas mejillas se perlaron de sudor.
Los dedos se tensaron en el brazo de la silla.
—Esa dorada figura en la escalinata dorada —gritó
Gausgofer de pronto.
Se incorporó de un brinco, arrastrando el aparato consigo.
Nadie había esperado eso. La silla cayó al suelo. El portaagujas se
inclinó de lado. La aguja se curvó como una guadaña en el cerebro de Gausgofer.
Ni Rogov ni Cherpas habían previsto un forcejeo en la silla. No sabían que
iban a sintonizar el año 13582 d. C.
El cuerpo de Gausgofer se desplomó, rodeado por alarmados funcionarios.
Karper tuvo la sagacidad de buscar la mirada de Cherpas.
Ella se levantó de la mesa y caminó hacia él. Un hilillo de sangre le
humedecía el pómulo. Otro reguero de sangre le bajaba de otra parte de la
mejilla, a un centímetro y medio del orificio de la oreja izquierda.
Sonrió con aplomo; la cara, blanca como nieve fresca.
—He espiado.
—¿Qué? —preguntó Karper.
—He espiado, he espiado —repitió Anastasia Cherpas—. He averiguado
adonde ha ido mi marido. Es un lugar fuera de este mundo. Es algo más hipnótico
que lo que puede concebir nuestra ciencia. Hemos creado una gran arma, pero el
arma se ha vuelto contra nosotros. Usted puede pensar que me hará cambiar de
parecer, camarada viceministro, pero se equivoca.
»Sé lo que ha sucedido. Mi esposo no volverá nunca. Y no iré más lejos
sin él.
»El Proyecto Telescopio ha concluido. Quizá tratará usted de conseguir
que otro continúe, pero no podrá.
Karper la fulminó con la mirada y dio media vuelta.
Gauck se interpuso.
—¿Qué quiere? —barbotó Karper.
—Quería decirle, camarada viceministro —dijo suavemente Gauck—, que
Rogov se ha ido como dice su esposa, que ha terminado tal como ella asegura,
que todo es verdad. Lo sé.
—¿Y cómo lo sabe? —rezongó Karper. Gauck permaneció impasible. Con
sobrehumana certidumbre y perfecta calma respondió a Karper:
—Camarada, no se me ocurre cuestionarlo. Conozco a estas personas,
aunque ignoro su ciencia. Rogov está acabado.
Finalmente, Karper le creyó. Se sentó en una silla, miró a su gente.
—¿Es posible? Nadie respondió.
—Pregunto si es posible.
Todos se volvieron hacia Anastasia Cherpas, le miraron el hermoso
cabello, los resueltos ojos azules, y los dos hilillos de sangre que le habían
dejado las pequeñas agujas con que había espiado.
—¿Qué hacemos ahora? —le preguntó Karper. Por toda respuesta ella cayó
de rodillas y sollozó:
—¡No, no, Rogov, no! ¡No, no, Rogov, no!
Y fue todo lo que pudieron sonsacarle. Gauck miraba.
En la escalinata dorada, bajo
la luz dorada, ana dorada figura bailaba un sueño que trascendía la
imaginación, bailaba y atraía la música hasta que un suspiro de anhelo, un
anhelo que se convirtió en esperanza y tormento, atravesó el corazón de los
seres vivos de mil mundos.
Los bordes de la dorada
escena se desdibujaron hasta que se volvieron negros. El oro palideció
convirtiéndose en una pátina plateada, luego blanca. La dorada bailarina era ahora
una acongojada figura rosada y blanca que permanecía de pie, inmóvil y
exhausta, en la inmensa escalinata blanca. Recibió el aplauso de mil mundos.
La bailarina miró sin ver. Ella también estaba abrumada por la danza. El
aplauso de esa gente no significaba nada. La danza era un fin en sí misma. De
algún modo tendría que seguir viviendo hasta que pudiera bailar de nuevo.
—¿Imagina usted una lluvia de gente en una niebla acida? ¿Se figura
miles y miles de cuerpos humanos, sin armas, acorralando a los monstruos
invencibles? ¿Puede usted...?
—Mire... —empezó el reportero.
—¡No me interrumpa! Usted hace preguntas tontas. Le digo que yo vi al
Goonhogo. Vi cómo tomaba Venus. ¡Pregúnteme sobre eso!
El reportero había llamado para escribir un artículo con los recuerdos
de un anciano sobre tiempos pasados. No esperaba que Dobyns Bennett
reaccionara así.
Dobyns Bennett aprovechó la ventaja psicológica que había obtenido al
tomar la iniciativa.
—¿Imagina a los showhices con sus paracaídas, muchos de ellos
muertos, cayendo de un cielo verde? ¿Se figura a las madres gritando mientras
caían? ¿Imagina a la gente lloviendo sobre esos pobres monstruos indefensos?
Tímidamente, el reportero preguntó qué eran los showhices.
—Niños, en chino antiguo —explicó Dobyns Bennett—. Vi el estallido y la
muerte de la última de las naciones, y usted quiere preguntarme sobre modas y
otras sandeces. La historia real nunca llega a los libros. Resulta demasiado
desconcertante. Supongo que usted quiere preguntarme qué pienso de los nuevos
pantalones rayados para mujeres.
—No —dijo el reportero, ruborizándose. Tenía esa pregunta en su libreta,
y le disgustaba sonrojarse.
—¿Sabe qué hizo el Goonhogo?
—¿Qué? —preguntó el reportero, esforzándose por recordar qué cuernos era
un Goonhogo.
—Tomó Venus —respondió el viejo con más calma.
—¿De veras? —dijo cautamente el reportero.
—¡Ya lo creo que sí! —replicó agresivamente Dobyns Bennett.
—¿Usted estuvo allí? —preguntó el reportero.
—Ya lo creo que estuve presente cuando el Goonhogo tomó Venus —respondió
el viejo—. Estuve allí, y fue lo más impresionante que he visto jamás. Usted
sabe quién soy. He visto más mundos de los que puede usted contar, muchacho,
pero esa lluvia de nondies, needies y showhices fue el
espectáculo más estremecedor que ha presenciado un hombre. En el suelo estaban
los loudies, como habían estado siempre...
El reportero le interrumpió. Era como si Bennett hablara otro idioma.
Todo esto había ocurrido trescientos años atrás. La misión del reportero era
obtener una opinión y redactarla en un lenguaje comprensible para el presente.
—¿Puede comenzar por el principio de la historia? —pidió
respetuosamente.
—Claro que sí. Todo empezó cuando me casé con Terza. Terza era la muchacha
más bonita que usted haya visto. Era hija de los Vomact, una gran familia de
observadores, y su padre era un hombre muy importante. Yo tenía treinta y dos
años, y cuando un hombre llega a esa edad cree que es bastante viejo. Pero yo
no era viejo, solamente lo creía, y él quería que yo me casara con Terza porque
era una muchacha tan complicada que necesitaba la ayuda de un hombre. En la
Tierra el tribunal la había considerado inestable, y la Instrumentalidad había
ordenado que permaneciera al cuidado de su padre hasta que se casara con un
hombre capaz de brindarle custodia y autoridad. Supongo que todo eso le
parecerá anticuado, joven...
El reportero le volvió a interrumpir.
—Lo lamento, anciano —dijo—. Sé que usted tiene más de cuatrocientos
años y que es la única persona que recuerda la época en que el Goonhogo tomó
Venus. El Goonhogo era un gobierno, ¿verdad?
—Eso lo saben todos —ladró el hombre—. El Goonhogo era una especie de
gobierno chino separado. Diecisiete mil millones de chinos estaban apiñados en
una pequeña región de la Tierra. La mayoría hablaban inglés como usted y yo,
pero también hablaban su propio idioma, con esas extrañas palabras que nos han
quedado. Aún no se habían mezclado con otros pueblos. Fue entonces cuando el
Waywonjong en persona promulgó la orden y empezó a llover gente. Caían del
cielo. Nunca se había visto nada semejante...
El reportero tuvo que interrumpirle una y otra vez para entender mejor
la historia. El viejo insistía en usar términos arcaicos que ya nadie podía
entender sin una explicación. Pero tenía una memoria excelente y una gran
lucidez para las descripciones.
El joven Dobyns Bennett no había permanecido mucho tiempo en la Zona
Experimental A cuando cayó en la cuenta de que Terza Vomact era la mujer más bella
que había visto. A los catorce años era totalmente madura. Algunos miembros de
la familia Vomact se desarrollaban así. Quizá se debía al hecho de tener
antepasados no registrados e ilegales, siglos atrás en el pasado. Incluso se
rumoreaba que tenían misteriosas conexiones con el mundo perdido de la época
de las naciones, cuando la gente aún podía contabilizar los años.
Se enamoró de ella y se sintió como un tonto.
Era tan bella que costaba recordar que era la hija del observador
Vomact. El observador era un hombre poderoso.
A veces las historias románticas se desarrollan deprisa, y así ocurrió
con Dobyns Bennett, pues el observador Vomact llamó al joven y le dijo:
—Me gustaría que te casaras con mi hija Terza, pero no sé si ella te
aceptará. Si logras conquistarla, muchacho, cuentas con mis bendiciones.
Dobyns desconfió. Preguntó extrañado por qué un decano de los
observadores estaba dispuesto a aceptar a un técnico joven. El observador
sonrió.
—Soy mucho mayor que tú —dijo—, aunque con la aparición de esta nueva
droga, la santaclara, que quizá permita vivir cientos de años, dirán que
desaparecí en la flor de la edad si llego a los ciento veinte. Tú podrás vivir
cuatrocientos o quinientos años. Pero sé que está llegando mi hora. Mi esposa
murió hace mucho y no tenemos más hijos. Sé que Terza necesita un padre; el
psicólogo diagnosticó que era inestable. ¿Por qué no la llevas fuera de la
Zona? En cualquier momento puedes conseguir un pase para el domo. Puedes salir
a jugar con los londies.
Dobyns Bennett se sintió casi tan insultado como si alguien le hubiera
dado un cubilete para ir a jugar en el arenal. Pero comprendía que los
elementos del juego congeniaban con los del cortejo, y que el viejo tenía
buenas intenciones.
El día en que todo ocurrió, Terza y él estaban fuera del domo. Habían
estado empujando loadles.
Los londies no resultaban peligrosos a menos que uno los matara.
La gente podía tumbarlos, empujarlos o amarrarlos; al cabo de un rato se
zafaban y continuaban sus actividades. Había que ser un ecólogo muy especial
para averiguar cuáles eran esas actividades. Tenían noventa centímetros de
diámetro y flotaban a dos metros por encima de la superficie de Venus, comiendo
sustancias microscópicas. Durante mucho tiempo la gente creyó que se alimentaban
de radiación. Se multiplicaban a velocidades asombrosas. Empujarlos era una
diversión tonta, pero no había otra cosa que hacer.
Nunca reaccionaban de forma inteligente.
Una vez, hacía mucho tiempo, habían llevado un londie al
laboratorio con propósitos experimentales. La criatura había redactado un claro
mensaje con la máquina de escribir: «¿Por qué no volvéis a la Tierra y nos
dejáis en paz? Nosotros estamos bien.»
Era el único mensaje que les habían sonsacado en trescientos años. La
conclusión del laboratorio fue que tenían una inteligencia muy elevada cuando
se decidían a usarla, pero que su mecanismo volitivo era tan profundamente
distinto de la psicología humana que resultaba imposible obligar a un loadle
a reaccionar ante el estrés como la gente de la Tierra.
El nombre loudie era una vieja palabra china. Significaba
«antiguo». Como los chinos habían sido los primeros colonos de Venus bajo las
órdenes del Waywonjong, su comandante supremo, el término se popularizó.
Dobyns y Terza empujaron loadies, subieron a las lomas y miraron
hacia los valles donde era imposible distinguir un río de un pantano. Se
mojaron bastante, se les atascaron los conversores de aire, la transpiración
les provocó cosquilleo y picazón en las mejillas. Como no podían comer ni beber
estando en el exterior —al menos no era seguro hacerlo—, no se podía decir que
la excursión fuera un picnic. En cierto modo resultaba refrescante jugar como
un niño con una bonita muchacha-niña. Pero Dobyns se hartó.
Terza intuyó esa reacción. Rápida como un animal perceptivo, se enfadó.
—¡No tenías por qué salir conmigo! —le espetó con petulancia.
—Quería hacerlo —respondió Dobyns—, pero ahora estoy cansado y
preferiría volver.
—Si decides tratarme como a una niña, de acuerdo, juega conmigo. Si
prefieres considerarme una mujer, compórtate como un caballero. Pero no vaciles
constantemente. En cuanto me siento feliz actúas con la condescendencia de un
hombre maduro. No me agrada.
—Tu padre... —empezó él, comprendiendo de inmediato que cometía un
error.
—Mi padre esto, mi padre aquello. Si quieres casarte conmigo, hazlo por
ti mismo.
Ella le dirigió una aguda mirada, le sacó la lengua, echó a correr sobre
una duna y desapareció.
Dobyns Bennett quedó desconcertado. No sabía qué hacer. Ella no corría peligro.
Los loudies nunca atacaban a nadie. Decidió darle una lección y regresar
a la Zona. Que se las ingeniara ella sola para volver. El equipo de rastreo la
encontraría sin dificultad si se perdía de veras.
Dobyns emprendió el regreso.
Cuando
vio las puertas cerradas y las luces de emergencia encendidas, comprendió que
había cometido el mayor error de su vida. Abatido, corrió los últimos metros y
golpeó el portón de cerámica con las manos desnudas hasta que lo abrieron
apenas para dejarlo entrar.
—¿Qué ocurre? —preguntó al guardia.
El guardia masculló algo que Dobyns no entendió.
—¡Habla en voz alta! —gritó Dobyns—. ¿Qué sucede?
—El Goonhogo regresará y ocupará el planeta.
—Imposible —dijo Dobyns—. No podrían... —Se interrumpió. ¿O sí
podrían?
—El Goonhogo ocupará el planeta —insistió el guardia—. Se lo han cedido.
Las autoridades terráqueas han votado por ello. El Waywonjong decidió enviar a
sus tropas. Y las enviará.
—¿Para qué quieren Venus los chinos? No puedes matar a un londie
sin contaminar mil acres de tierra. No puedes empujarlos sin que regresen. No
puedes ahuyentarlos a manotazos. Nadie puede vivir aquí hasta que resolvamos el
problema de los londies. Y todavía nos falta mucho para resolverlo —dijo
Dobyns con furioso desconcierto.
El guardia meneó la cabeza.
—Yo no sé nada, sólo lo que oí en la radio. Todos los demás también
están inquietos.
Una hora después empezó la lluvia de gente. Dobyns subió a la sala de
radar y miró el cielo. El operador tamborileaba en el escritorio con los dedos.
—No se ha visto nada igual en mil años —dijo—. ¿Sabes qué hay allá
arriba? Naves de guerra, aquellas naves de guerra que quedaron de la última
guerra sucia. Yo sabía que los chinos estaban dentro. Todos lo sabían. Era como
un museo. Ahora no tienen armas. ¡Pero hay millones de personas colgando sobre
Venus, y no sé qué piensan hacer!
Señaló una pantalla.
—Mira, ahí están agolpados. Una nave detrás de otra, formando un
cúmulo. Nunca había visto una imagen así en un radar.
Dobyns miró la pantalla. Estaba, como decía el operador, llena de blips.
—¿Qué es esa mancha lechosa a la izquierda? —preguntó otro técnico—. Es
como... una lluvia. Algo está cayendo de esos puntos. Es imposible. No se puede
distinguir una lluvia mediante radar.
El operador de radar miró la pantalla.
—No me preguntes, yo tampoco sé lo que es. Tendréis que averiguarlo.
Veamos qué ocurre.
El observador Vomact entró en la sala. Echó una rápida y experta mirada
a las pantallas.
—Quizá sea lo más extraño que veamos en la vida, pero tengo la sensación
de que están tirando personas. Miles, cientos de miles, quizá millones. Está
lloviendo gente. Vosotros dos, venid conmigo. Iremos a ver. Tal vez alguien
necesite ayuda.
A Dobyns le remordía la conciencia. Quería contar a Vomact que había
dejado a Terza fuera, pero no se atrevía: no sólo porque estaba avergonzado de
haberla dejado allá, sino porque no quería ser inoportuno. Ahora se decidió a
hablar.
—Su hija aún está en el exterior.
Vomact se volvió hacia él con solemnidad. Los inmensos ojos brillaban
fríos y amenazadores, pero la suave voz era serena.
—Búscala. —Y el observador añadió, en un tono que estremeció a Dobyns—:
Todo irá bien si la traes de vuelta. Dobyns asintió como si hubiera recibido
una orden.
—Yo también saldré —dijo Vomact— para ver qué puedo hacer, pero tú te
encargarás de buscar a mi hija.
Bajaron, se pusieron los conversores de larga duración, recogieron el
equipo topográfico miniaturizado para orientarse en la niebla y salieron.
Cuando pasaban por la puerta, el guardia les salió al paso.
—Un momento, excelencia. Tengo un mensaje telefónico. Por favor, llame a
Control.
Si llamaban al observador Vomact, era por algo serio, y él lo sabía.
Recogió el aparato y habló con voz áspera.
El operador de radar apareció en la pantalla telefónica de la pared del
guardia.
—Están arriba, señor.
—¿Quiénes están arriba?
—Los chinos. Ahora están bajando. No sé cuántos son. Debe de haber dos
mil naves de guerra por encima de nosotros, y millares más sobrevuelan el
resto de Venus. Están bajando. Si quiere ver cómo aterrizan, señor, será mejor
que salga pronto.
Vomact y Dobyns salieron.
Los chinos bajaban. Una lluvia de gente se cernía desde las lechosas
nubes. Miles y miles de ellos, con paracaídas de plástico que parecían
burbujas.
Dobyns y Vomact vieron bajar un hombre sin cabeza. Las cuerdas del
paracaídas lo habían decapitado.
Una mujer cayó cerca de ellos. La caída le había arrancado el tubo
respiratorio de la garganta toscamente vendada, y la mujer se ahogaba en su
propia sangre. Se tambaleó hacia ellos, intentó hablar pero sólo soltó un
espumarajo de sangre y gemidos sofocados, y al fin cayó de bruces en el lodo.
Cayeron dos niños. El viento había desviado al adulta que los
acompañaba. Vomact corrió a recogerlos y se los dio a un chino que acababa de
aterrizar. El hombre miró a los niños, fijó en Voniact una mirada
desdeñosamente inquisitiva, dejó los niños en el frío cieno de Venus, les echó
una ojeada impersonal y echó a correr hacia otro lado.
Vomact indicó a Bennett que recogiera a los niños.
—Vamos —dijo—, sigamos buscando. No podemos encargarnos de todos ellos.
El mundo sabía que los chinos tenían muchas costumbres imprevisibles,
pero no sospechaba que podían llover nondies, needies y showhices
de un cielo ponzoñoso. Sólo el Goonhogo podría haber usado vidas humanas con
tal indiferencia. Los nondies eran los hombres, las needies eran
las mujeres, los showhices eran los niños. Y el nombre Goonhogo constituía
un resabio de los antiguos días de las naciones. Significaba república, estado
o gobierno. En cualquier caso, era la organización que gobernaba a los chinos
al estilo chino, bajo la Autoridad de la Tierra. Y el comandante del Goonhogo
era el Waywonjong.
El Waywonjong no fue al planeta Venus. Sólo envió a sus tropas. Las
envió flotando hacia Venus, para dominar la ecología venusiana con la única
arma que podía hacer factible la colonización de ese planeta: la gente misma.
Los brazos humanos podían hacerse cargo de los londies las criaturas a
quienes los primeros exploradores chinos de Venus habían llamado «antiguos».
Había que reunir a los londies con suavidad, para que no
murieran, pues si morían contaminarían mil acres. Había que valerse de cuerpos
y brazos humanos para arrearlos a un gigantesco cercado viviente.
El observador Vomact echó a correr.
Un chino herido llegó al suelo y su paracaídas se derrumbó detrás de
él. Vestía pantalones cortos, llevaba un cuchillo en el cinturón y una cantimplora
colgando de la cintura. Tenía un conversor de aire cerca de la oreja, con un
tubo inserto en la garganta. Farfulló algo y se alejó cojeando.
La gente seguía descendiendo alrededor de Vomact y Dobyns Bennett.
Los paracaídas desechables estallaban como burbujas en el aire brumoso,
un instante después de tocar el suelo. Alguien había sabido aprovechar las
consecuencias químicas de la electricidad estática.
Y el aire estaba atestado de gente. Una vez, algo tumbó a Vomact.
Descubrió sorprendido que eran dos niños chinos amarrados entre sí.
—¿Qué estáis haciendo? —preguntó Dobyns—. ¿Adonde vais? ¿Tenéis jefes?
Le respondían con gritos ininteligibles. Aquí y allá alguien gritaba en
inglés: «¡Por aquí!», o «¡Dejadnos en paz!», o «Adelante...»
Pero eso era todo.
El experimento dio resultado.
En un solo día llovieron ochenta y dos millones de personas.
Al cabo de varias horas que le parecieron una eternidad, Dobyns encontró
a Terza en un rincón de aquel frío infierno. Aunque Venus era cálido, el sufrimiento
de esos chinos semidesnudos le había helado la sangre.
Terza corrió hacia él.
No podía hablar.
Le apoyó la cabeza en el hombro y lloró. Al fin, logró balbucear:
—¡He intentado ayudarlos, pero son demasiados, demasiados, demasiados!
Terminó la frase en un grito agudo.
Dobyns la condujo de vuelta a la Zona Experimental.
No tuvieron que hablar. El cuerpo de Terza le decía que necesitaba el
amor y la presencia de Dobyns, y que había escogido un destino común para ambos
en la vida.
Cuando dejaron la zona de descenso, que en apariencia abarcaba casi todo
Venus, la situación empezó a aclararse. Los chinos se pusieron a arrear a los loudies.
Terza lo besó en silencio cuando el guardia los dejó entrar. No era
preciso que dijera nada. Luego fue a su cuarto.
Al día siguiente, la gente de la Zona Experimental A intentó averiguar
si podía salir a echar una mano a los colonos. Pero cualquier ayuda resultaba
imposible; eran demasiados. Millones de personas se desparramaban por las
colinas y valles de Venus, abriéndose paso trabajosamente en el lodo y el agua,
aplastando el cieno y las plantas del extraño planeta. No sabían qué comer. No
sabían adonde ir. No tenían jefes.
Sólo tenían la orden de reunir a los loudies en grandes rebaños y
acorralarlos con los brazos.
Los loudies no se resistieron.
Al cabo de varios días terráqueos, el Goonhogo envió vehículos
exploradores. En esta oleada llegaban chinos muy diferentes: hombres
uniformados, educados, crueles y orgullosos. Sabían lo que hacían. Y estaban
dispuestos a sacrificar a su pueblo para hacerlo.
Traían instrucciones. Reunieron a sus tropas en grupos. No importaba de
qué parte de la Tierra vinieran los nondies y las needies; no
importaba si encontraban a sus propios showhiees o los ajenos. Les
indicaron qué hacer y los pusieron a trabajar. Los cuerpos humanos lograron lo
que no habrían conseguido las máquinas: mantuvieron a los londies
acorralados hasta que la última criatura murió de hambre.
Milagrosamente brotaron arrozales.
El observador Vomact no podía creerlo. Los bioquímicos del Goonhogo se
las habían ingeniado para adaptar el arroz al suelo de Venus. Las semillas
venían embaladas dentro de los vehículos exploradores. Personas sollozantes
caminaban entre los cadáveres de sus seres queridos para sembrarlas.
Las bacterias venusianas no mataban a los seres humanos, ni los
descomponían después de la muerte, pero resolvieron el problema.
Inmensos trineos llevaron a los hombres, mujeres y niños muertos —los
que habían caído mal, los que se habían ahogado, los que habían sido
pisoteados por la multitud— a un destino secreto. Dobyns sospechó que usarían
ese material para abonar el suelo venusiano con desechos orgánicos terráqueos,
pero no se lo contó a Terza.
El trabajo continuaba.
Los nondies y las needies trabajaban por turnos. Cuando
caía la oscuridad, trabajaban a ciegas, manteniéndose en línea a tientas o a
voces. Capataces recién adiestrados ladraban órdenes. Los obreros formaban
hileras tocándose los dedos. El trabajo continuaba.
—Una gran historia —concluyó el viejo—. Ochenta y dos millones de
personas en un solo día. Luego oí decir que el Waywonjong había declarado que
no habría importado que murieran setenta millones. Doce millones de
supervivientes habrían bastado para que el Goonhogo tuviera su cabeza de puente
en el espacio. Los chinos se quedaron con Venus.
»Pero nunca olvidaré a los nondies las needies y los showhices
que caían del cielo; hombres, mujeres y niños con sus pobres caras de chinos
asustados. El extraño aire venusiano les daba un color verde en vez de
bronceado. Caían por todas partes.
»¿Sabe usted una cosa, jovencito? —dijo Dobyns Bennett, que se acercaba
al quinto siglo de edad.
—¿Qué? —preguntó el reportero.
—En ningún mundo volverán a ocurrir cosas así. Porque ahora, a fin de
cuentas, no existe ningún Goonhogo. Hay una sola Instrumentalidad, y no le
importa cuáles fueron los afanes del hombre en el pasado. Los días que yo viví
fueron los más duros, la época en que los hombres trataban de hacer las
cosas.
Dobyns pareció adormilarse, pero se despabiló de pronto y dijo:
—El cielo estaba lleno de gente. Caía como agua. Caía como lluvia. He
visto esas horrendas hormigas africanas, y no hay nada más aterrador entre las
estrellas. Le aseguro que son peores que cualquier cosa que haya en el universo.
He visto los mundos locos cerca de Alfa Centauro, pero jamás he presenciado
algo parecido a la vez que llovió gente en Venus. Más de ochenta y dos mil
millones en un día, y mi pequeña Terza perdida entre ellos.
»Pero el arroz creció. Y los loadles murieron entre cercos de
brazos humanos. Cercos de gente, con voluntarios que se apresuraban a
reemplazar a los caídos.
»Todavía eran gente, aunque gritaran en la oscuridad. Trataban de
ayudarse unos a otros mientras libraban una batalla que se tenía que ganar sin
violencia. Aún eran gente. Y vencieron. Era uña locura imposible, pero
vencieron. Simples seres humanos lograron algo que las máquinas y la ciencia
habrían tardado un milenio en lograr...
»Lo más raro de todo fue la primera casa que vi construir a un nondie,
bajo la lluvia de Venus. Estaba allí, con Vomact y la pálida y triste Terza.
Era una vivienda improvisada, fabricada con retorcida madera venusiana. Allí
estaba. Él la había construido, un nondie chino semidesnudo y
sonriente. Fuimos a la puerta y le pregunté en inglés:
»—¿Qué construyes aquí, un refugio o un hospital?
»El chino sonrió.
»—No. Casa de juegos.
»—¿Juegos? —exclamó el incrédulo Vomact.
»—Claro —explicó el nondie—. El juego es lo primero que necesita
un hombre en un lugar extraño. Le quita las preocupaciones del alma.
—¿Eso es todo? —dijo el reportero. Dobyns Bennett masculló que el
aspecto personal no importaba.
—Quizá vengan los hijos de los hijos de los hijos de los hijos de mis
hijos. Cuente usted las generaciones. Sus caras le explicarán por qué me casé
con una Vomact. Terza vio lo que sucedió. Vio cómo la gente construía mundos.
Éste era el modo más difícil de llevarlo a cabo. Nunca olvidó la noche en que
los bebés chinos muertos yacían en el lodo penumbroso, ni las cuerdas de los
paracaídas disolviéndose lentamente. Oyó el llanto de las needies
mientras los nondies impotentes las consolaban y las llevaban a ninguna
parte. Recordaba a los pulcros y crueles oficiales saliendo de los vehículos
exploradores. Vio cómo crecía el arroz, y cómo el Goonhogo transformaba Venus
en un lugar chino.
—¿Qué le ocurrió a usted, personalmente? —preguntó el reportero.
—Nada importante. Nosotros no teníamos nada más que hacer, así que
cerramos la Zona Experimental A. Me casé con Terza.
»Tiempo después, cuando le dije que no era una muchacha tan mala, ella
admitió que yo tenía razón. La noche en que llovió gente habría puesto a prueba
el alma de cualquiera, y ella había pasado la prueba. Terza solía decirme:
"Lo vi una vez. Vi llover gente, y no quiero ver sufrir a nadie nunca más.
Quédate conmigo, Dobyns, quédate conmigo para siempre."
»No fue para siempre —añadió Dobyns Bennett—, pero disfrutamos de
trescientos años dulces y felices. Ella murió después de nuestro cuarto
aniversario de diamante. ¿No le parece maravilloso, joven?
El reportero asintió. Pero cuando llevó el artículo al jefe de
redacción, le dijo que lo guardara en los archivos. No era una historia
divertida. Ya nadie sabría apreciarla.
Los años pasaron; la Tierra siguió viviendo, aun cuando una humanidad
maltrecha y agobiada se arrastraba entre las gloriosas ruinas de un pasado
inmenso.
1. El descenso de
una dama
Las estrellas giraban en
silencio en un cielo estival, aunque hacía tiempo que los hombres habían olvidado
llamar a esas noches «noches de junio».
Laird trató de contemplar las
estrellas con los ojos cerrados. Era un juego estimulante y aterrador para un
telépata: en cualquier momento podía sentir que se abrían los cielos y que él
se despeñaba en una pesadilla de caída perpetua, palpando con la mente la
imagen de las estrellas más cercanas. Cada vez que tenía esa vertiginosa,
sorprendente, horrenda y sofocante impresión de caída sin fin, Laird cerraba la
mente hasta que sus poderes cicatrizaban.
Buscaba con la mente objetos
que flotaban alrededor de la Tierra, calcinadas estaciones del espacio,
vestigios de las antiguas guerras atómicas girando eternamente en órbitas
múltiples.
Encontró una.
Dio con una tan antigua que
carecía de controles criotrónicos de supervivencia. El diseño era
increíblemente arcaico. Al parecer toberas químicas la habían elevado en otra
época por la atmósfera.
Abrió los ojos y enseguida
perdió contacto.
Cerrando los párpados buscó
de nuevo hasta que encontró el antiguo artefacto. Los músculos de la mandíbula
se le tensaron. Captó vida en la estación, una vida tan antigua y arcaica
como el artefacto mismo.
Laird se comunicó con su
amigo Tong Ordenador.
Vertió sus conocimientos en
la mente de Tong. Muy interesado, Tong le mostró una órbita que cortaría la
trayectoria ligeramente parabólica del antiguo aparato y lo devolvería a la
atmósfera de la Tierra.
Laird realizó un esfuerzo
supremo.
Pidiendo ayuda a sus amigos
invisibles, buscó de nuevo entre las ruinas que corrían y titilaban arriba del
cielo. Encontró la antigua máquina y logró empujarla.
Así, dieciséis mil años*
después de abandonar el Reich de Hitler, Carlotta vom Acht emprendió el regreso
a la Tierra de los hombres.
En todos esos años, Carlotta
no había cambiado.
La Tierra sí.
El antiguo cohete cambió de rumbo. Cuatro horas después, rozó la
estratosfera. Los viejos dispositivos, protegidos de todos los cambios gracias
al frío y al tiempo se descongelaron y activaron.
El curso se estabilizó.
Quince horas después, el cohete buscaba un destino.
Los instrumentos electrónicos, que habían permanecido inactivos durante
miles de años en el tiempo inmutable del espacio, buscaron el territorio
alemán, observando el terreno mediante mecanismos realimentadores que
seleccionaban las ondas nazis de comunicación electrónica.
*
Pese a esta referencia cronológica, Pierce y Capanna sitúan este relato y el
siguiente hacia el año 4000. Debe ser así porque, evidentemente, narran hechos
que son anteriores a la aparición de los primeros «observadores». (N. del
E.)
No registraron ninguna.
¿Cómo iba a saberlo la máquina? El aparato había dejado la localidad de
Pardubice el 2 de abril de 1945, cuando el Ejército Rojo barría los últimos
refugios alemanes. ¿Cómo iba a saber la máquina que no había Hitler, que no
había Reich, que no había Europa, que no había Estados Unidos, que no había
naciones? La máquina estaba preparada para captar códigos alemanes. Sólo
códigos alemanes.
Esto no afectó los mecanismos realimentadores.
Siguieron buscando códigos alemanes. No hallaron ninguno. El ordenador
electrónico del cohete cayó en una especie de neurosis. Parloteó como un mono
enojado, descansó, parloteó de nuevo, y al fin orientó el cohete hacia algo
que parecía vagamente eléctrico. El cohete bajó y la muchacha despertó.
La joven sabía que estaba en la caja donde la había puesto su padre.
Sabía que ella no era una cerda miedosa como los nazis que su padre
despreciaba. Era una buena muchacha prusiana de noble familia militar. El padre
le había ordenado que se quedara en la caja. Ella siempre había obedecido a
papá. Ésa era la primera regla para una muchacha como ella, una aristócrata
alemana de dieciséis años.
El ruido aumentó.
El parloteo electrónico estalló en furiosos chasquidos.
La muchacha percibió un hedor espantoso y nauseabundo. Algo se estaba
quemando. Quizá fuera ella misma, pero no sentía dolor.
—Vadi, Vadi, ¿qué me pasa? —le gritó a su
padre.
(Su padre había muerto más de dieciséis mil años atrás. Obviamente, no respondió.)
El cohete empezó a girar. El viejo arnés de cuero que sostenía a la
muchacha se aflojó. Aunque aquella sección del cohete no era mayor que un
ataúd, la muchacha sufrió crueles magulladuras.
Rompió a llorar.
Vomitó, aunque muy poco. Se deslizó en su propio vómito y se sintió
sucia y avergonzada por algo que sólo era una reacción humana.
Los ruidos se fundieron en un climax aullante y chillón. Lo último que
captó la muchacha fue el momento en que se conectaron los desaceleradores de
proa. El metal estaba tan fatigado que los tubos no sólo dispararon hacia
delante, sino que estallaron en pedazos hacia los flancos.
Cuando el cohete se estrelló, la muchacha estaba inconsciente. Tal vez
eso le salvó la vida, pues la menor tensión le habría desgarrado los músculos y
quebrado los huesos.
2. La encontró un
Idiota
Los adornos y penachos del vistoso uniforme refulgían bajo el claro de
luna mientras la criatura se escabullía por el oscuro bosque. Hacía tiempo que
el gobierno del mundo estaba en manos de los Idiotas, pues los hombres
verdaderos no se interesaban en la política ni en la administración.
El peso de Carlotta, no su voluntad consciente, había abierto la
cerradura de la puerta de emergencia.
Su cuerpo estaba a medias fuera del cohete.
Tenía una grave quemadura en el brazo izquierdo, en la piel que tocaba
el casco recalentado de la nave.
El Idiota apartó los arbustos y se acercó.
—Soy el sumo administrador de la Zona Setenta y Tres —dijo,
identificándose según las reglas.
La muchacha desvanecida no respondió. El Idiota se acercó al cohete,
agazapándose para protegerse de los peligros de la noche, y escuchó el contador
de radiación que llevaba inserto bajo la piel, detrás de la oreja izquierda.
Levantó con destreza a la muchacha, se la echó al hombro, dio media vuelta y se
internó a la carrera entre los arbustos. Giró en ángulo recto, anduvo unos
metros, miró a su entorno vacilando y enseguida (aún vacilando, aún como un
conejo) corrió hacia el arroyo.
Hurgó en el bolsillo y encontró un ungüento. Extendió una gruesa capa
sobre la quemadura de la muchacha. El ungüento aliviaría el dolor, protegiendo
la piel hasta que la quemadura se curara.
El Idiota salpicó la cara de la muchacha con agua fría. Carlotta
despertó.
—Wo bin ich –preguntó en alemán.
En el otro lado del mundo, Laird, el telélapata, había olvidado el
cohete por el momento. Laird habría podido entender a Carlotta, pero él no
estaba allí. Un bosque rodeaba a la muchacha, y el bosque bullía de vida,
miedo, odio y despiadada destrucción.
El Idiota farfulló algo en su propio idioma.
Ella lo miró y pensó que era ruso.
—¿Eres ruso? —preguntó en alemán—. ¿Eres alemán? ¿Perteneces al
ejército del general Vlasov? ¿A qué distancia estamos de Praga? Debes tratarme
con cortesía. Soy una muchacha importante...
El Idiota la miró fijamente.
Sonrió con inocente y consumada lascivia. (Los hombres verdaderos no
consideraban necesario inhibir los hábitos de procreación de los Idiotas entre
las Bestias, los No Perdonados y los Menschenjágers. Para cualquier ser humano
resultaba difícil permanecer con vida. Los hombres verdaderos querían que los
Idiotas siguieran multiplicándose, para transmitir noticias, para conseguir
algunas cosas imprescindibles, para distraer a los demás habitantes del mundo.
Así, ellos, los hombres verdaderos, podían llevar la vida serena y contemplativa
que exigían sus altivos aunque fatigados temperamentos.)
El Idiota era un típico representante de su especie. Para él el alimento
significaba comer, el agua significaba beber, la mujer significaba lujuria.
No discriminaba.
A pesar de la fatiga, las magulladuras y la confusión, la muchacha
reconoció la expresión del Idiota.
Dieciséis mil años atrás había temido que la violaran o la mataran los
rusos. Este soldado era un hombrecillo singular, y llevaba casi tantas medallas
como un general soviético. Bajo el claro de luna vio que el hombre estaba bien
afeitado y tenía una cara agradable, pero parecía demasiado ingenuo y tonto
para ser un oficial de tan alto rango. Quiza todos los rusos sean
así, pensó.
El Idiota quiso abrazarla.
A pesar del agotamiento, Carlotta le propinó una solemne bofetada.
El Idiota se quedó confundido. Sabía que tenía derecho a capturar a
cualquier mujer Idiota que encontrara. Pero también sabía que tocar a una
mujer de los hombres verdaderos representaba algo peor que la muerte. ¿Qué era
esa cosa, esa potestad, esa entidad que había descendido de las estrellas?
La compasión es tan antigua y emotiva como el deseo. Y cuando el deseo
retrocedió fue reemplazado por la elemental compasión humana del Idiota, que
buscó unas tabletas secas en el bolsillo del chaquetón.
Se las ofreció a la muchacha.
Carlotta comió mirándolo confiada como una niña.
De pronto se produjo un estruendo en el bosque.
Carlotta se preguntó qué ocurría.
Al principio el Idiota había puesto cara de preocupación. Más tarde
había sonreído y hablado. Luego había demostrado lascivia. Al fin se había
portado como un caballero. En ese momento estaba pálido y concentraba la mente,
los huesos y la piel para escuchar. Atendía a algo que estaba más allá del
estruendo, y que ella no conseguía oír. El Idiota se volvió hacia la muchacha.
—Tienes que correr. Tienes que correr. Levántate y corre. ¡Vamos, corre!
Carlotta no entendió los balbuceos del Idiota.
El Idiota se acuclilló de nuevo para escuchar.
La miró con la cara transida de horror. Carlotta trató de comprender,
pero no pudo descifrar lo que le decía.
Otros hombrecillos extraños, vestidos como el Idiota, salieron
ruidosamente del bosque. Corrían como alces o venados huyendo del fuego.
Tenían la cara pálida por el esfuerzo. Miraban hacia delante sin ver, como
ciegos. Esquivaban los árboles con desconcertante agilidad. Se lanzaron cuesta
abajo, desparramando hojas a su paso. Corrieron atolondrados por el arroyo,
chapoteando en el agua. Soltando un grito animal, el Idiota los siguió.
Carlotta vio cómo se internaba en el bosque, sacudiendo ridiculamente el
penacho mientras cabeceaba en el esfuerzo de la fuga.
Un silbido siniestro y pavoroso llegaba desde el lugar de donde habían
salido los Idiotas. Era un silbido furtivo y grave, acompañado por el ronroneo
de una máquina.
Parecía el ruido de todos los tanques del mundo comprimidos en el
fantasma viviente de un único tanque, en el corazón de una máquina que
sobrevivía a su propia destrucción y erraba como un espíritu por los
escenarios de antiguas batallas.
El ruido se acercó aún más. Carlotta intentó levantarse, pero no pudo.
Se dispuso a enfrentar el peligro. (Todas las muchachas prusianas destinadas a
ser madres de oficiales habían aprendido a hacer frente al peligro y a no darle
la espalda.) Carlotta oía ahora un agudo parloteo electrónico. Le recordaba el
sonar que había oído una vez en el laboratorio de su padre en Nordnacht, en las
oficinas del proyecto secreto del Reich.
La máquina salió del bosque.
Y, en efecto, parecía un fantasma.
3. La muerte de
todos los hombres
Carlotta observó la máquina: tenía patas de saltamontes, el cuerpo de una
tortuga de tres metros, y tres cabezas que se movían sin cesar bajo el claro de
luna.
Un brazo oculto, más mortífero que una cobra, más veloz que un jaguar,
más silencioso que un murciélago volando ante la faz de la luna, asomó de la
parte superior del blindaje como para atacarla.
—¡No! —gritó Carlotta en alemán.
El brazo se detuvo bruscamente bajo el claro de luna, tan bruscamente
que el metal vibró como la cuerda de un arco.
La máquina volvió todas sus cabezas hacia Carlotta. El artefacto parecía
sorprendido. El silbido se redujo a un susurro. El parloteo electrónico aumentó
hasta que por fin enmudeció. La máquina se arrodilló. Carlotta se le acercó
reptando.
—¿Qué eres? —preguntó en alemán.
—Soy la muerte de todos los hombres que se oponen al Sexto Reich alemán
—canturreó la máquina en un alemán aflautado—. Si la Reichsangehóriger desea
identificarme, tengo el modelo y el número grabados en el blindaje.
La máquina se agachó más, y Carlotta pudo coger una cabeza con ambas
manos y mirar el borde del casco superior a la luz de la luna. La cabeza y el
pescuezo, aunque de metal, parecían más débiles y quebradizos de lo que la
muchacha esperaba. Un aire de inmensa vejez rodeaba a la máquina.
—No veo —gimió Carlotta—. Necesito luz.
Una maquinaria inactiva durante largo tiempo crujió y rechinó. Otro
brazo mecánico asomó, esparciendo escamas de polvo casi cristalizado. El
extremo del brazo irradiaba una luz azul, penetrante y rara que alumbró el
arroyo, el bosque, el pequeño valle, la máquina y a Carlotta misma. La luz no
hería a los ojos sino que infundía una sensación de bienestar. Carlotta pudo
leer. En el blindaje, encima de las tres cabezas, había una inscripción:
WAFFENAMT DES SECHSTEN DEUTSCHEN
REICHES BURG EISENHOWER, A.D. 2495
Y debajo, en caracteres latinos mucho más grandes:
MENSCHENJÁGER
MARK ELF
—¿Qué significa «Cazador de Hombres Modelo Once»?
—Soy yo —silbó la máquina—. ¿Conque eres alemana y no me conoces?
—¡Claro que soy alemana, imbécil! —exclamó la muchacha—. ¿O
acaso parezco rusa?
—¿Qué significa rusa? —preguntó la máquina.
Carlotta se quedó bajo la luz azul, presa del asombro, el estupor y el
miedo a lo desconocido, que se había materializado de pronto.
Cuando su padre, Heinz Horst Ritter vom Acht, profesor y doctor en
física matemática que trabajaba en el proyecto Nordnacht, la había lanzado al
espacio antes de recibir una espantosa muerte a manos de los soldados
soviéticos, no le había hablado del Sexto Reich, ni de lo que podía encontrar,
ni del futuro. Carlotta temió que el mundo hubiera muerto, que los extraños
hombrecillos no estuvieran cerca de Praga. Quizás estuviera en el cielo o en el
infierno, también muerta; o se encontrara en otro mundo, o en su propio mundo
en el futuro; o tal vez hubiera sucedido algo inaccesible, algo que trascendía
la comprensión humana.
Se desmayó otra vez.
El Menschenjáger no podía saber que Carlotta estaba inconsciente y
canturreó en su alemán agudo:
—Ciudadana alemana, confía en mi protección. Me construyeron para
identificar pensamientos alemanes y para matar a cualquier hombre que no
tuviera auténticos pensamientos alemanes.
La máquina titubeó. Chasquidos eléctricos reverberaron entre los
silenciosos robles mientras la máquina examinaba su propia mente. No era fácil
escoger, entre palabras olvidadas durante tanto tiempo, las adecuadas para una
situación tan vieja y tan nueva a la vez. La máquina seguía envuelta en su luz
azul. Sólo se oía el suave canto del arroyo. Hasta los pájaros de los árboles y
los insectos de las inmediaciones habían callado ante la presencia de la
formidable máquina silbante.
Para los receptores de sonido del Menschenjáger, la huida de los
Idiotas, que ahora estaban a tres kilómetros, era un débil tamborileo.
La máquina debía de elegir entre dos obligaciones: el ya acostumbrado deber
de matar a todos los hombres que no fueran alemanes, y el viejo y olvidado
deber de socorrer a todos los alemanes, fueran quienes fuesen. Tras otro
borbotón
de chasquidos electrónicos, la máquina habló de nuevo. Bajo el canturreo alemán había una curiosa advertencia que evocaba el silbido de la máquina al moverse, el ruido de un inmenso esfuerzo mecánico y electrónico.
—Tú eres alemana —dijo la máquina—. Hace mucho tiempo que no hay
alemanes en ninguna parte. He dado la vuelta al mundo dos mil trescientas
veintiocho veces. He causado la muerte confirmada a diecisiete mil
cuatrocientos sesenta y nueve enemigos del Sexto Reich alemán, y la muerte
probable a otros cuarenta y dos mil siete. He acudido once veces al centro
automático de reparación. Los enemigos que se autodenominan hombres verdaderos
siempre me evitan. Hace más de tres mil años que no mato a ninguno. Los hombres
comunes que algunos llaman los No Perdonados son mis víctimas más frecuentes,
pero a menudo cazo Idiotas, y también los mato. Lucho por Alemania, pero no
encuentro a Alemania en ninguna parte. No hay alemanes en Alemania. No hay
alemanes en ninguna parte. Sólo puedo aceptar órdenes de un alemán. Pero no hay
alemanes en ninguna parte, no hay alemanes en ninguna parte, no hay alemanes
en ninguna parte...
Algo se atascó en el cerebro electrónico, pues la máquina repitió «no
hay alemanes en ninguna parte» trescientas o cuatrocientas veces.
Carlotta recobró el conocimiento mientras la máquina parloteaba como en
sueños, repitiendo con triste y lunática intensidad «no hay alemanes en
ninguna parte».
—Yo soy alemana —dijo Carlotta.
—... no hay alemanes en ninguna parte, no hay alemanes en ninguna parte,
excepto tú, excepto tú, excepto tú. La voz mecánica se acalló con un chirrido.
Carlotta trató de levantarse. Al fin la máquina pronunció otras palabras.
—¿Qué... debo hacer... ahora?
—Ayúdame —ordenó Carlotta.
La orden activó un mecanismo de realimentación en el viejo aparato
cibernético.
—No puedo ayudarte, miembro del Sexto Reich alemán. Para eso se necesita
una máquina de rescate. Yo no soy una máquina de rescate. Soy un cazador de
hombres, diseñado para matar a todos los enemigos del Sexto Reich alemán.
—Entonces, tráeme una máquina de rescate —exigió con entereza Carlotta.
La luz azul se apagó, dejando a Carlotta a ciegas en la oscuridad. Le
temblaron las piernas. Oyó la voz del Menschenjáger:
—Yo no soy una máquina de rescate. No hay máquinas de rescate. No hay
máquinas de rescate en ninguna parte. No he encontrado a Alemania en ninguna
parte. No hay alemanes en ninguna parte, no hay alemanes en ninguna parte,
excepto tú. Necesitas una máquina de rescate. Ahora me voy. Debo matar hombres.
Hombres que son enemigos de Sexto Reich alemán. No puedo hacer otra cosa.
Lucharé eternamente. Buscaré un hombre y lo mataré. Luego buscaré otro hombre y
lo mataré. Me voy a trabajar para el Sexto Reich alemán.
Se produjeron más silbidos y chasquidos.
La máquina cruzó el arroyo con increíble delicadeza, ágil como un gato.
Carlotta aguzó el oído. Ni siquiera las hojas secas del último año se movían
mientras el sorprendente Menschenjáger se deslizaba entre las sombras de los
lozanos y frondosos árboles.
De pronto reinó el silencio.
Carlotta oyó el penoso chasquido de los ordenadores del Menschenjáger.
El bosque cobró un aire misterioso cuando la luz azul se encendió de nuevo.
La máquina regresó. Habló desde la otra orilla del arroyo en su alemán
entrecortado, aflautado y cantarín:
—Ahora
que he hallado a un alemán, me presentaré a ti cada cien años. Eso me parece
correcto. Creo que está bien. No sé. Me construyeron para presentarme ante los
oficiales. Tú no eres oficial, pero eres alemana. Por lo tanto, me presentaré
a ti cada cien años. Entretanto, cuídate del Efecto Kaskaskia.
Carlotta, otra vez sentada, masticaba las tabletas secas que le
había dejado el Idiota. El sabor parecía una parodia del chocolate. Con la boca
llena, la muchacha le gritó al Menschenjáger: —Was ist das?
Al parecer la máquina la comprendió, pues respondió:
—El Efecto Kaskaskia es un arma norteamericana. Todos los
norteamericanos han desaparecido. No hay norteamericanos en ninguna parte, no
hay norteamericanos en ninguna parte, no hay norteamericanos en ninguna
parte...
—Deja de repetir siempre lo mismo —dijo Carlotta—, ¿Qué es
ese efecto del que hablas?
—El Efecto Kaskaskia detiene a los Menschenjágers, detiene a los hombres
verdaderos, detiene a las Bestias. Se siente, pero no se puede ver ni medir. Se
desplaza como una nube. Sólo los hombres sencillos, de pensamiento puro y vida
feliz, pueden vivir con ese efecto. También los pájaros y las bestias comunes.
Los Efectos Kaskaskia se desplazan como nubes. Hay más de veintiún y menos de
treinta y cuatro Efectos Kaskaskia desplazándose lentamente sobre el planeta
Tierra. Yo he llevado a otros Menschenjágers para que fueran reparados y
reconstruidos, pero el centro de reparación no les encuentra ningún fallo. El
Efecto Kaskaskia nos estropea. Por lo tanto huimos, aunque los oficiales nos
ordenaron que no huyéramos de nada. Pero si no huyéramos, dejaríamos de
funcionar. Tú eres alemana. Creo que el Efecto Kaskaskia te mataría. Ahora iré
tras un hombre. Cuando lo encuentre lo mataré.
La luz azul se apagó.
La máquina se internó silbando y chasqueando en el oscuro silencio de
la noche del bosque.
4. Conversación
con el Oso de Mediana Estatura
Carlotta ya era adulta.
Había dejado la aullante turbulencia de la Alemania hitleriana cuando
los puestos de avanzada de Bohemia comenzaban a caer bajo los enemigos. Había obedecido
a su padre, el caballero Vom Acht, cuando la colocó junto a sus hermanas en
proyectiles destinados a transportar personal y suministros a la Primera Base
Lunar Nacionalsocialista Alemana.
El caballero Vom Acht y su hermano médico, el profesor y doctor Joachim
vom Acth, habían sujetado firmemente a las muchachas dentro de los proyectiles.
El tío médico les había administrado inyecciones.
Primero había partido Karla, luego Juli, y por fin Carlotta.
La fortaleza de Pardubice y el monótono rugido de los camiones de la
Wehrmacht, atacados por la Fuerza Aérea Roja y por los bombarderos
norteamericanos, murieron en una sola noche, y a la noche siguiente brotó un
misterioso «bosque en medio de la nada del espacio».
Carlotta estaba aturdida.
Encontró un lugar agradable a orillas del arroyo, donde se habían
amontonado hojas viejas. Sin pensar en nuevos peligros, Carlotta se durmió.
Había descansado sólo unos minutos cuando los arbustos se apartaron de
nuevo.
Ahora era un oso. El oso se quedó al filo de la oscuridad y observó el
valle recorrido por el arroyo bajo la luz de la luna. No oía ruidos de Idiotas
ni silbidos de manshonyaggers, como él y los de su raza llamaban a las máquinas
cazadoras. Cuando consideró que ya no corría ningún peligro, metió una garra en
la bolsa de cuero que llevaba al cuello, colgada de una correa. Sacó un par de
gafas y se las caló despacio sobre los viejos y cansados ojos.
Se sentó al lado de la muchacha y esperó a que despertara.
La muchacha despertó al amanecer, alertada por la luz del sol y el trino
de los pájaros.
(¿Habría sentido ella el
sondeo de la mente de Laird? Los potentes sentidos de Laird indicaban al
telépata que una mujer había salido deforma mágica y misteriosa del anticuado
cohete, y que una persona distinta de las demás especies de humanidad
despertaba ahora a orillas de un arroyo en un lugar otrora llamado Maryland.)
Carlotta despertó, pero estaba enferma.
Tenía fiebre.
Le dolía la espalda.
Tenía los párpados casi pegados con una especie de espuma. El mundo
había tenido tiempo de desarrollar muchas sustancias alérgicas nuevas desde la
última vez que Carlotta había pisado la superficie terrestre. Cuatro
civilizaciones habían surgido y desaparecido. Esas civilizaciones y sus armamentos
habían dejado residuos que ahora le inflamaban las membranas.
Carlotta sentía el estómago revuelto.
Le picaba la piel.
Tenía el brazo entumecido y cubierto por una sustancia negra y pegajosa.
No sabía que era el ungüento que el Idiota le había puesto la noche anterior, y
que le protegía una quemadura.
La ropa reseca se le deshacía en jirones.
Se encontraba tan mal que cuando vio al oso no tuvo fuerzas para correr.
Se limitó a cerrar los ojos de nuevo.
Acostada, con los ojos cerrados, se volvió a preguntar dónde estaba.
—Estás en el límite de la Zona de Despersonalización —contestó el oso en
perfecto alemán—. Te ha rescatado un Idiota. No sé cómo has detenido a un
Menschenjáger. Por primera vez en mi vida tengo acceso a una mente alemana y
comprendo que manshonyagger es en realidad Menschenjáger, «cazador de
hombres». Me presentaré. Soy el Oso de Mediana Estatura, y vivo en estos
bosques.
No sólo hablaba alemán, sino que se expresaba con toda corrección.
Sonaba como el alemán que Carlotta había oído toda la vida de labios de su
padre. Era una voz viril, segura, seria, tranquilizadora. Sin abrir los ojos,
Carlotta comprendió que quien hablaba era un oso. Recordó con un sobresalto que
el oso llevaba gafas.
—¿Y tú qué quieres? —chilló, incorporándose.
—Nada —respondió suavemente el oso. Se miraron un rato.
—¿Quién eres? —preguntó al fin Carlotta—. ¿Dónde aprendiste alemán?
¿Qué me pasará?
—¿Fraulein desea que responda a sus preguntas en orden? —dijo el oso.
—No seas bobo —suspiró Carlotta—. No me interesa el orden. De todos modos,
tengo hambre. ¿No tienes nada para comer?
—Supongo que no te gustará buscar larvas de insectos —respondió
dulcemente el oso—. He aprendido alemán leyéndote la mente. Los osos como yo
somos amigos de los hombres verdaderos, y buenos telépatas. Los Idiotas nos
temen, y nosotros tememos a los manshonyaggers. Pero tú no debes preocuparte,
pues pronto llegará tu esposo.
Carlotta se dirigía al arroyo para beber cuando oyó las últimas palabras
del oso y se paró en seco.
—¿Mi esposo? —jadeó.
—Es tan probable que es seguro. Un hombre verdadero llamado Laird te
hizo descender. Él ya sabe lo que piensas, y compruebo que se alegra de haber
encontrado un ser humano extraño y salvaje, aunque no salvaje del todo ni
extraño del todo. Ahora Laird está pensando que quizá viniste desde los siglos
pasados para devolver la vitalidad a los hombres. Está pensando que tú y él
tendréis bellos hijos. Ahora me indica que no te cuente lo que pienso que está
pensando, pues teme que huyas.
El oso rió entre dientes.
Carlotta se quedó boquiabierta.
—Puedes montar en mi lomo —invitó el Oso de Mediana Estatura—, o esperar
aquí hasta que llegue Laird. De un modo u otro, recibirás cuidados. Sanarás.
Tus dolores pasarán. Serás feliz otra vez. Lo sé porque soy uno de los osos más
sabios que se conocen.
Carlotta estaba enfadada, aturdida, asustada, y de nuevo se sentía
enferma.
Algo le golpeó como un objeto sólido.
Sin necesidad de explicaciones, Carlotta supo que era la mente del oso.
La mente del oso la golpeó —¡bum!— y eso fue todo.
Carlotta nunca había imaginado que la mente de un oso pudiera resultar
tan acogedora. Era como estar tendida en una cama muy grande, como cuando era
una niña muy pequeña, satisfecha y mimada, convencida de que iba a sanar bajo
los cuidados de mamá.
El enfado pasó. El miedo se esfumó. Carlotta se encontró mejor. Era una
hermosa mañana.
Ella también se sintió hermosa cuando volvió la cabeza...
Del cielo azul bajaba rauda y grácilmente la figura de un joven
bronceado. Un pensamiento feliz palpitaba en la mente de Carlotta: Ése es
Laird, mi amado. Ya viene. Ya viene. Seré feliz para siempre.
Era Laird.
Carlotta fue feliz para siempre.
Al despertar, echó de menos a
su familia. Los llamó a todos. «¡Mutti, Vati, Carlotta! ¿Dónde estáis?» Pero,
desde luego, lo gritó en alemán, porque era una buena muchacha prusiana.
Entonces recordó.
¿Cuánto hacía que su padre
las había puesto a ella y sus dos hermanas en la cápsula espacial? No tenía ni
idea. Ni siquiera su padre, el Ritter vom Acht, ni su tío, el profesor Joachim
vom Acht —quienes les habían administrado las inyecciones en Pardubice,
Alemania, el 2 de abril de 194 5—, podían imaginar que las muchachas
permanecerían en animación suspendida durante miles de años. Pero así había
sucedido.
El sol de la tarde arrojaba destellos anaranjados y dorados sobre las
densas sombras purpúreas de los árboles luchadores. Charis miró los árboles,
sabiendo que cuando el ocaso pasara del naranja al rojo, y la oscuridad
creciera en el este, brillarían de nuevo con un fuego sereno.
¿Cuánto hacía que habían plantado los árboles —árboles luchadores, los
llamaban los hombres verdaderos— con el propósito de que hundieran sus inmensas
raíces en la tierra para buscar en el suelo y las aguas subterráneas los
elementos radiactivos, concentrando los desechos venenosos en sus duras vainas
para luego dejar caer los cerosos frutos hasta que, tiempo después, las aguas
que cayeran sobre la tierra, y las que aún estaban en la tierra, quedaran
limpias de nuevo? Charis lo ignoraba.
Pero sabía una cosa. Tocar un árbol significaba la muerte segura.
Ansiaba cortar una rama, pero no se atrevía. No sólo porque era tambu
sino porque Charis temía contraer una enfermedad. Su pueblo había progresado
mucho durante las últimas generaciones, tanto que a veces no temía enfrentarse
a los hombres verdaderos y llevarles la contraria. Pero no se podía llevar la
contraria a la enfermedad.
Al pensar en un hombre verdadero, sentía un inexplicable nudo de
angustia en la garganta. Se volvía sentimental, tierno, timorato; lo dominaba
un anhelo que era una especie de amor, y sin embargo sabía que no podía ser
amor, porque nunca había visto a un hombre verdadero, salvo desde lejos.
Se preguntó por qué pensaba tanto en los hombres verdaderos. ¿Habría
alguno en las inmediaciones?
Miró el sol poniente, que ahora estaba bastante rojo y se podía
contemplar sin peligro. Flotaba en la atmósfera algo que lo inquietaba. Llamó a
su hermana:
—¡Oda, Oda! Ella no respondió. Llamó de nuevo:
—¡Oda, Oda!
Esta vez la oyó venir, avanzando con esfuerzo por entre las matas. Ojalá
Oda se acordara de esquivar los árboles luchadores. A veces Oda era demasiado
impaciente.
Su hermana apareció de golpe.
—¿Me llamabas, Charis? ¿Me llamabas? ¿Has encontrado algo? ¿Quieres que
vayamos Juntos a alguna parte? ¿Qué quieres? ¿Dónde están papá y mamá?
Charis no pudo contener una gran carcajada. Oda siempre era así.
—Las preguntas, de una en una, hermanita. ¿No temes sufrir la muerte
ardiente, avanzando por entre los árboles de este modo? Sé que no crees en el tambu
pero la enfermedad es real.
—No lo es —declaró ella agitando la cabeza—. Quizá lo fue en un
tiempo... Supongo que en un tiempo sí lo fue —concedió—, pero ¿conoces a
alguien a quien hayan matado los árboles en los últimos mil años?
—Claro que no, aboba. No he vivido mil años.
—Ya sabes a qué me refiero. De cualquier modo, he llegado a la
conclusión de que esa historia es un cuento. Todos nos arañamos por accidente
contra los árboles. De modo que un día me comí una vaina. Y no pasó nada.
Él se quedó estupefacto.
—¿Te comiste una vaina?
—Eso he dicho. Y no me pasó nada.
—Oda, uno de estos días irás demasiado lejos. Ella sonrió.
—Y supongo que dirás que los lechos marinos siempre han estado cubiertos
de hierba.
—No, claro que no diría semejante cosa —respondió él, indignado—. Sé que
la hierba fue plantada en los océanos por la misma razón que indujo a cultivar
los árboles luchadores... para que absorbieran todos los venenos que los
hombres habían dejado en los días de las Guerras Antiguas.
Habrían seguido discutiendo, pero en aquel preciso momento los oídos de
Charis captaron un ruido poco familiar. Conocía el sonido que producían los
hombres verdaderos al atravesar el aire para cumplir con sus misteriosos
deberes. Conocía el ominoso zumbido que emitían las ciudades cuándo uno se
acercaba demasiado. También conocía los cloqueos que emitían los escasos
manshonyaggers que quedaban mientras avanzaban por el Yermo, dispuestos a matar
a cualquier no-alemán. Pobres máquinas ciegas, eran demasiado fáciles de
burlar. Pero este ruido era distinto. Nunca lo había oído.
El sonido sibilante se agudizó y vibró en los límites de la percepción
de Charis. Tenía una extraña cualidad de espiral, como si se acercara y
retrocediera, aunque constantemente viraba hacia él. Charis sintió pavor ante
la posibilidad de una amenaza incomprensible.
Oda también lo oyó. Olvidando la discusión, le cogió el brazo.
—¿Qué será eso, Charis? ¿Qué debe de ser?
—No sé —respondió Charis con voz intrigada y vacilante.
—¿Estarán haciendo algo los hombres verdaderos, algo nuevo de lo que
nunca hemos oído hablar? ¿Querrán herirnos o esclavizarnos? ¿Querrán
capturarnos? ¿Queremos que nos capturen? Dime, Charis, ¿queremos que nos
capturen? ¿Vendrán hacia aquí los hombres verdaderos? Me parece que huelo a
hombres verdaderos. Una vez vinieron y capturaron a algunos de los nuestros y
se los llevaron y les hicieron cosas extrañas, de modo que después parecían
hombres verdaderos. ¿No fue así, Charis? ¿Serán de nuevo los hombres
verdaderos?
A pesar del miedo, Charis estaba un poco molesto con Oda. Siempre
hablaba más de la cuenta.
El ruido continuó y se intensificó. Charis advirtió que estaba encima de
él, pero no veía nada.
—Charis —insistió Oda—, creo que lo estoy viendo. ¿Lo ves tú, Charis?
De pronto él también vio el círculo: una blancura pálida, una estela de
vapor que aumentaba de tamaño y volumen. El ruido también aumentaba, amenazando
con perforarle los tímpanos. Nunca se había visto nada igual en este mundo.
Un pensamiento lo asaltó. Fue tan violento como un golpe; lo despojó de
su entereza y su virilidad como ninguna experiencia lo había hecho antes; ya no
se sentía joven y fuerte. Apenas podía articular palabra.
—Oda, ¿podrá ser...?
—¿Qué?
—¿Podrá ser una de las viejas armas del Pasado Antiguo? ¿Será posible
que regrese para destruirnos a todos, como siempre han vaticinado las leyendas?
La gente siempre ha asegurado que volverían... —Se le apagó la voz.
Fuera cual fuese el peligro, Charis sabía que no podía hacer nada para
proteger a su hermana ni a sí mismo.
No había defensa contra las armas antiguas. Ningún sitio era más seguro
que otro. La gente aún tenía que vivir bajo la amenaza de armas del pasado
remoto. Ésta era la primera vez que él se enfrentaba personalmente a la
amenaza, pero había oído hablar de ella. Asió la mano de Oda.
Oda, extrañamente valerosa ahora que aparecía un peligro verdadero, lo
arrastró hacia la loma, lejos del cenote. A él le extrañó que su hermana
se empeñara en alejarse del agua. Ella le tiró del brazo, y él se sentó junto a
Oda.
Ya era demasiado tarde para ir a buscar a sus padres o a los demás. A
veces tardaban un día entero en reunir a toda la familia. El objeto descendía
implacablemente, y Charis se sintió tan despojado de energía que dejó de
hablar.
Esperemos aqui pensó. Y Oda le apretó la mano,
respondiendo:
Sí, hermano mío.
La alargada caja bajaba inexorablemente en el círculo de luz.
Qué extraño. Charis percibía una presencia humana, pero la mente estaba
insólitamente cerrada. Charis captó una configuración mental desconocida para
él. Había leído la mente de los hombres verdaderos cuando volaban por el cielo;
conocía la mente de los suyos; podía distinguir los pensamientos de la mayoría
de las aves y las bestias; no le costaba detectar el hambre electrónica y
elemental de la mente artificial de un manshonyagger.
Pero este ser poseía una mente tosca, rudimentaria, caliente y cerrada.
Ahora la caja estaba muy cerca. ¿Se estrellaría en el valle donde
estaban o en el siguiente? Del interior de la caja surgían chillidos
estridentes. A Charis le dolían los oídos y se le nublaba la vista por la
intensidad del calor y el sonido. Oda le apretó la mano con
fuerza.
El objeto se estrelló en el suelo.
Abrió una zanja en la ladera, frente al cenote. Charis comprendió
que la caja les habría caído encima si Oda no se hubiera alejado
instintivamente del cenote.
Charis y Oda se levantaron con cautela.
La caja debía de haber perdido aceleración. Estaba caliente, pero no
tanto como para incendiar los árboles rotos que la rodeaban. Las hojas
trituradas despedían vapor.
El ruido había cesado.
Charis y Oda se acercaron a diez alturas-de-hombre del objeto. Charis
articuló su pensamiento más nítido y lo dirigió hacia la caja:
—¿Quién eres?
Obviamente, el ser que estaba dentro no recibió el mensaje con claridad.
Soltó un pensamiento salvaje, dirigido a los seres vivos en general.
—¡Tontos, tontos, ayudadme! ¡Sacadme de aquí! Oda captó el pensamiento, y también Charis. Oda intervino mentalmente y
Charis se asombró de la nitidez y la fuerza de su pregunta. Era sencilla, pero
con una bella energía. Oda pensó la idea adecuada:
—¿Cómo?
Otro farfulleo frenético y exigente llegó desde la caja:
—Las asas, tontos. Las asas
del exterior, ¡Coged las asas y sacadme de aquí!
Charis y Oda se miraron. Charis no estaba seguro de querer «sacar» a
aquella criatura. Luego reflexionó. Probablemente la hostilidad que irradiaba
la caja fuera sólo el resultado del encierro. A él no le habría gustado
permanecer encarcelado de este modo.
Charis y Oda avanzaron juntos por entre la vegetación rota, acercándose
cautelosamente a la caja. Era negra y vieja; tenía el aspecto de algo que los mayores
llamaban «hierro» y jamás tocaban. Vieron las asas, melladas y peladas.
Esbozando una sonrisa, Charis hizo una seña a su hermana. Cada cual
cogió un asa y tiró.
Los costados de la caja crujieron. La temperatura del hierro era
intensa pero tolerable. Con un gruñido herrumbrado, la vieja portezuela se
abrió.
Miraron dentro de la caja.
Había una mujer joven.
No tenía pelambrera, sólo cabello largo en la cabeza.
En vez de pelambrera, llevaba cosas raras y blandas sobre el cuerpo,
pero cuando la joven se incorporó, las cosas se desintegraron.
Al principio la muchacha parecía asustada, pero cuando vio a Oda y
Charis se echó a reír. Pensó, con claridad y cierta crueldad:
—Supongo que no debo preocuparme por el pudor delante de dos cachorros.
El pensamiento no molestó a Oda, pero hirió los sentimientos de Charis.
La muchacha articuló unas palabras, pero no las comprendieron. Cada uno
de ellos le cogió por un codo y la ayudaron a bajar.
Llegaron a la orilla del cenote y Oda indicó a la extraña
muchacha que se sentara. Ella la obedeció y articuló algunas palabras más.
Oda estaba tan desconcertada como Charis, pero luego empezó a sonreír.
Cuando la muchacha estaba en la caja se habían comunicado mediante la lingua.
¿Por qué no linguar de nuevo? El problema era que esa extraña muchacha parecía
incapaz de dominar sus pensamientos, que se dirigían al mundo en general: el
valle, el cielo de poniente, el cenote. No advertía que gritaba
desaforadamente cada pensamiento.
Oda preguntó a la joven:
—¿Quién eres?
Su mente extraña y caliente respondió sin vacilar:
—Juli, por supuesto. Allí intervino Charis:
—No hay «por supuesto» que valga —linguó.
¿Qué es esto?, pensó la muchacha. Me estoy
comunicando mentalmente con gente-perro.
Charis y Oda la miraron confundidos mientras ella dejaba fluir sus
pensamientos.
¿No sabe contener la mente?, se preguntó Charis. ¿Y por qué su mente
había parecido tan cerrada cuando ella estaba en la caja?
—Gente-perro. ¿Dónde me
encuentro si estoy tratando con gente-perro? ¿Podrá ser la Tierra? ¿Dónde he
estado? ¿Cuánto tiempo he estado viajando? ¿Dónde está Alemania? ¿Dónde están
Carlotta y Karla? ¿Dónde están papá, mamá y tío Joachim? ¡Gente-perro!
Charis y Oda tantearon el agudo borde de la mente que les arrojaba estos
pensamientos atropellados. Había una especie de carcajada cruel cada vez que
ella pensaba «gente-perro». Advertían que esta mente era tan brillante
como las más brillantes de los hombres verdaderos, aunque distinta. No captaban
el singular fervor ni la prudente sabiduría que saturaba la mente de los
hombres verdaderos.
Charis recordó algo. Sus padres le habían hablado una vez de una mente
parecida a ésta.
Juli continuó lanzando pensamientos como chispas de una fogata, como
gotas de una salpicadura. Charis tenía miedo y no sabía qué hacer; y Oda empezó
a apartarse de la extraña muchacha.
Luego Charis lo percibió. Juli estaba asustada. Los llamaba gente-perro
para ocultar su temor temor. No sabía dónde estaba.
Reflexionó,
sin dirigir su pensamiento a Juli: El miedo no le da derecho a dirigirnos
pensamientos brillantes y crueles.
Quizá la postura delató su opinión; Juli pareció captar el pensamiento.
De repente empezó a articular de nuevo palabras que ellos no entendían.
Parecía que rogaba, pedía, suplicaba, reprochaba. Parecía estar llamando a
personas u objetos específicos. Las palabras formaban un torrente, y captaron
nombres que también usaban los hombres verdaderos. ¿Serían sus padres? ¿Su
amante? ¿Sus hermanas? Tenía que ser alguien que ella había conocido antes de
entrar en aquella caja ruidosa donde había permanecido encerrada en el azul del
cielo durante... ¿cuánto tiempo?
La joven se calló de golpe. Algo le había llamado la atención.
Señaló los árboles luchadores.
Había oscurecido y los árboles empezaban a encenderse. El suave fuego
despertaba como lo había hecho durante todos los años de la vida de Charis y
sus antepasados.
Juli, señalando, habló de nuevo. Dijo algo parecido a v-a-s-i-s-d-a-s.
Charis no pudo contener el enfado. ¿Por qué no se limita a pensara
Resultaba extraño que no pudieran leerle la mente cuando usaba palabras.
De nuevo, aunque Charis no le había dirigido la pregunta a ella, Juli
pareció captarla. Emitió un destello de pensamiento, una sola idea que brotó
como un chorro de fuego de esa cansada cabecita femenina: ¿Qué es
este mundo? Luego el pensamiento se desvió ligeramente.
—Vati, Vati, ¿dónde estoy?
¿Dónde estás tu? ¿Qué ha sido de mí?
El pensamiento revelaba añoranza y aflicción.
Oda tendió una mano suave hacia la muchacha. Juli la observó y algunos
de los pensamientos crueles y atemorizados regresaron. Luego la absoluta
compasión de la postura de Oda pareció absorber la atención de Juli, y con la
distensión sobrevino el derruitibe. El pensamiento grande y aterrador desapareció.
Juli rompió a llorar. Rodeó con sus largos brazos a Oda, y ésta le palmeó la
espalda cuando la joven sollozó aún con más fuerza.
Con los sollozos surgió un pensamiento raro y cordial, cariñoso y
carente de desdén:
—Queridos cachorros,
ayudadme, por favor. Se supone que sois nuestros mejores amigos... ayudadme
ahora...
Charis irguió las orejas. Algo o alguien se acercaba por la cima de la
colina.
Claro que un pensamiento grande y agudo como el de Juli podía atraer a todas
las criaturas vivas en kilómetros a la redonda. Incluso podía llamar la
atención de los altivos pero ominosos hombres verdaderos.
Charis no tardó en serenarse. Reconoció el andar de sus padres. Se
volvió hacia Oda.
—¿Oyes eso? Ella sonrió.
—Son papá y mamá. Deben de haber percibido ese gran pensamiento que tuvo
la muchacha.
Charis observó con orgullo cómo se acercaban sus padres. Era un orgullo
justificado. Bil y Kae parecían lo que eran, seres sensibles e inteligentes.
Además, el color del pelo de ambos casaba muy bien. La bella pelambrera color
caramelo de Bil tenía manchas blancas y negras sólo a lo largo de los pómulos y
la nariz y en la punta de la cola; la de Kae era de un color gris parduzco que
contrastaba visiblemente con sus bellos ojos verdes.
—¿Estáis bien los dos? —preguntó Bil mientras se acercaban—. ¿Quién es
ella? Parece un hombre verdadero. ¿Es amigable? ¿Os ha lastimado? ¿Era
ella quien emitía esos pensamientos tan violentos? Los percibíamos con
claridad desde más allá de la ladera.
Oda se echó a reír.
—Haces tantas preguntas como yo, papá.
—Sólo sabemos que una caja cayó del cielo y que ella estaba dentro
—explicó Charis—. Oísteis el ruido penetrante cuando bajaba, ¿verdad?
—¿Quién no lo oyó? —rió Kae.
—La caja se estrelló allí. Puedes ver la parte chamuscada de la ladera.
La zona donde había aterrizado la caja se extendía negra y temible.
Alrededor, los árboles luchadores derribados brillaban en el suelo, en
una enmarañada confusión.
Bil miró a Juli y agitó la cabeza.
—Todavía no entiendo cómo no se mató si se estrelló con tanta fuerza.
Juli empezó de nuevo a articular palabras, pero al fin pareció entender.
Gritar en su idioma no serviría de nada. En cambio pensó:
—Por favor, queridos
cachorros. Por favor, ayudadme. Por favor, entended.
Bil quiso mantener la dignidad, pero notó consternado que la cola se le
meneaba como si adquiriera voluntad propia. Advirtió que el impulso era
incontrolable. Sintió una mezcla de rencor y felicidad cuando respondió:
—Claro que te entendemos y
trataremos de ayudarte, pero haz el favor de no pensar de forma tan
desconsiderada. Tus pensamientos nos hieren la mente cuando son tan brillantes
y agudos.
Juli intentó reducir la intensidad de los pensamientos. Suplicó:
—Llevadme a Alemania.
Los cuatro hombres no autorizados —madre, padre, hija e hijo—
intercambiaron una mirada. Ignoraban qué era eso de Alemania.
Oda se volvió a Juli, muchacha a muchacha, y linguó:
—Piensa en una Alemania para
que sepamos qué es.
La extraña muchacha emitió imágenes de increíble belleza. Una clara
figura siguió a la otra hasta que la pequeña familia quedó casi enceguecida por
la magnificencia de la exhibición. Presenciaron el resurgimiento de todo el
mundo antiguo. Las ciudades se erguían resplandecientes en un mundo rodeado de
verde. No había altivos y lánguidos hombres verdaderos; en cambio, todas las
personas que vieron en la mente de Juli se parecían a ella. Eran vitales, a
veces feroces, arrolladoras; las vieron altas, erguidas, con dedos largos; y
desde luego no tenían cola, como los hombres no autorizados. Los niños eran
increíblemente graciosos.
Lo más asombroso de aquel mundo era la cantidad de gente que lo poblaba.
La gente abundaba más que las aves migratorias, y estaba más apiñada que los
salmones en tiempo de desove.
Charis se consideraba un joven con experiencia. Había conocido a una
cincuentena de personas además de su propia familia, y había visto hombres
verdaderos en el cielo cientos de veces. Había presenciado a menudo el
intolerable resplandor de las ciudades y había caminado alrededor de ellas más
de una vez, y en cada ocasión llegó a la firme conclusión de que no había modo
de entrar. Su valle le parecía bueno. Al cabo de pocos años tendría edad
suficiente para visitar los valles vecinos y buscar esposa.
Pero esta visión que surgía de la mente de Juli... No entendía cómo
tantas personas podían vivir juntas. ¿Cómo podían saludarse todas por la
mañana? ¿Cómo lograban ponerse de acuerdo? ¿Cómo conseguían tener tranquilidad
suficiente para captar la presencia de los demás, las necesidades de los
demás?
Le llegó una imagen especialmente fuerte y brillante. Cajas con pequeñas
ruedas llevaban a la gente a velocidades insensatas por carreteras muy lisas.
—Conque para eso servían las carreteras —jadeó. Entre las personas vio
muchos perros. No se parecían en nada a las criaturas del mundo de Charis. No
eran esos animales largos, parecidos a nutrias, a quienes los hombres no
autorizados desdeñaban como parientes pobres; tampoco se parecían a los hombres
no autorizados, y desde luego no eran como esos animales modificados cuyo
aspecto era casi idéntico al de los hombres verdaderos. No, los perros del
mundo de Juli eran criaturas felices y saltarinas con pocas responsabilidades.
Parecía existir una relación afectuosa entre ellos y las personas. Compartían
risas y penas.
Juli había cerrado los ojos mientras evocaba a Alemania. Concentrándose
con esfuerzo, introdujo en la imagen de la belleza y felicidad algo más:
terroríficos artefactos voladores que arrojaban fuego, relámpagos y ruido; una
cara muy desagradable, una cara chillona con una mancha de suciedad sobre la
boca; un chorro de llamas en la noche; un estruendo de máquinas mortíferas.
Encima de ese estruendo estaba la imagen de Juli y dos muchachas parecidas a
ella, caminaban con un hombre, al parecer el padre, hacia tres cajas de hierro
como la que había traído a Juli. Luego se hizo la oscuridad.
Eso era Alemania.
Juli se desmayó.
Los cuatro le sondearon la mente con delicadeza. Para ellos era como un
diamante, clara y transparente como un lago iluminado por el sol en el bosque,
pero la luz que les devolvía no era un reflejo. Era rica, brillante y
deslumbrante. Ahora que estaba en reposo, podían escrutar sus honduras. Vieron
hambre, dolor y soledad. Vieron una soledad tan grande que cada cual intentó
pensar en un modo de aplacarla. Amor, pensaron, lo que necesita es
amor y gente de su especie. ¿Pero dónde encontrarían un antiguo? ¿Lo sabría
un hombre verdadero?
—Sólo se puede hacer una cosa —dijo Bil—. Tenemos que llevarla a la casa
del Viejo Oso Sabio. Él se comunica con los hombres verdaderos.
—¡Pero ella no ha hecho nada malo! —exclamó Oda. Su padre la miró.
—Querida, no sabemos qué hacer. Ella es una antigua que ha regresado a
este mundo después de dormir en el espacio. Han transcurrido miles de años
desde que existió su mundo; creo que ella está empezando a comprenderlo, y eso
la ha transtornado. Necesitamos ayuda. Quizá los nuestros hayan sido perros alguna
vez, y eso es lo que ella cree que somos. Pero necesita una casa, y la única
casa no autorizada que conozco pertenece al Viejo Oso Sabio.
Charis miró a sus padres con ojos preocupados.
—¿Qué es eso de los perros? ¿Por eso sentimos tanta confusión cuando
pensamos en los hombres verdaderos? Ella también me desconcierta. ¿Supones que
realmente quiero pertenecerle?
—No —dijo su padre—. Ése es sólo el vestigio de un instinto muy, muy
antiguo. Ahora regimos nuestras propias vidas. Pero esta muchacha representa un
problema demasiado grande para nosotros. Se la llevaremos al Viejo Oso Sabio.
Al menos él tiene casa.
Juli aún estaba inconsciente, y para ellos era demasiado grande. Cada
uno tomó una extremidad y, no sin dificultad, la levantaron. En menos de la
décima parte de una noche llegaron a la casa del Viejo Oso Sabio. Por suerte
no se toparon con ningún manshonyagger ni cualquier otro peligro del bosque.
Ante la puerta de la casa del Viejo Oso Sabio, depositaron suavemente a
la muchacha en el suelo.
—Oso, Oso —gritó Bil—, sal afuera, sal afuera.
—¿Quién es? —tronó una voz desde dentro.
—Bil y su familia. Tenemos a una antigua con nosotros. Sal afuera.
Necesitamos tu ayuda.
La luz amarilla que se filtraba por la puerta se redujo a proporciones
soportables cuando la inmensa mole del Oso se plantó ante ellos.
Extrajo sus gafas de un estuche sujeto al cinturón, se las caló sobre la
nariz y miró de soslayo a Juli.
—Por todos los cielos —dijo—. Otra más. ¿Dónde habéis encontrado a la
muchacha antigua? Solemne pero feliz, Charis explicó:
—Cayó del cielo en una caja chillona.
El Oso cabeceó en un ademán de comprensión.
—Has dicho «otra más» —comentó Bil—. ¿A qué te referías? El Oso hizo una
mueca.
—Olvida lo que he dicho —repuso—. Por un momento olvidé que no sois
hombres verdaderos. Olvídalo, por favor.
—¿Quieres decir que es algo que los hombres no autorizados no deberían
saber? —preguntó Bil. El Oso asintió consternado. Comprendiendo, Bil dijo:
—Bien, si alguna vez puedes, ¿nos harás el favor de explicárnoslo?
—Claro —aseguró el Oso—. Y ahora creo que será mejor que llame al ama de
llaves para que cuide de ella. Herkie, Herkie, ven aquí.
Apareció una mujer rubia de mirada ansiosa. Al parecer tenía algún
problema en los ojos azules, pero parecía funcionar adecuadamente.
Bil se apartó de la puerta.
—Es una persona experimental —exclamó—. ¡Es una gata!
—En efecto —corroboró el Oso sin inmutarse—, pero puedes ver que tiene
los ojos imperfectos. En realidad, por eso se le permite ser mi ama de llaves y
su nombre no va precedido de una G.
Bil entendió. Los errores que los hombres verdaderos cometían en sus
intentos de crear subpersonas a menudo acababan destruidos, pero en ocasiones
se les permitía continuar con vida si parecían capaces de realizar alguna tarea
necesaria. El Oso tenía contactos con los hombres verdaderos. Si necesitaba
un ama de llaves, un animal modificado defectuoso era una solución ideal.
Herkie se inclinó sobre el cuerpo inerte de Juli. Le estudió la cara con
asombro. Luego miró al Oso.
—No comprendo —murmuró—. No entiendo cómo puede ser posible.
—Luego —susurró el Oso—. Cuando estemos solos. Herkie se esforzó por
escrutar la oscuridad y descubrió a la familia canina.
— Oh, entiendo —dijo.
Bil y Charis se sintieron desconcertados. Oda y Kae no parecieron darse
cuenta de la descortesía. Bil agitó la mano.
—Bueno, adiós. Espero que podáis cuidar de ella.
—Gracias
por traerla —dijo el Oso—. Quizá los hombres verdaderos os den una recompensa.
Contra su voluntad, Bil sintió que la cola se le meneaba de nuevo.
—¿Volveremos a verla alguna vez? —preguntó Oda—, ¿Crees que
volveremos a verla? La amo, la amo.
—Quizá —respondió su padre—. Ella sabrá quién la salvó, y creo que nos
buscará.
Juli emergió lentamente del sueño. ¿Dónde estoy? ¿Qué es este lugar?
Tuvo un recuerdo parcial. La gente-perro. ¿Dónde está? Notó que había
alguien. Levantó la vista hacia unos ojos azules y turbios que la miraban con
ansiedad.
—Soy Herkie —saludó la mujer—. Soy el ama de llaves del Viejo Oso Sabio.
Juli tenía la sensación de haber despertado en un sanatorio mental. Todo
le parecía imposible. Gente-perro y ahora un oso. Y, sin duda, la mujer rubia
de ojos defectuosos no era humana. Herkie le palmeó la mano.
—Es lógico que estés confundida —la animó. Juli se sorprendió.
—¡Hablas! Hablas y yo te entiendo. Hablas
alemán. No nos estamos comunicando telepáticamente.
—Desde luego —dijo Herkie—. Hablo doych verdadero. Es uno de los idiomas
favoritos del Oso.
—Uno de los... —Juli se interrumpió—. Todo es tan desconcertante.
Herkie le palmeó la mano de nuevo.
—Claro que sí.
Juli se recostó y miró el cielo raso:
—Debo de estar en otro mundo.
—No —respondió Herkie—, pero has estado fuera durante
mucho tiempo.
El Oso entró en el cuarto.
—¿Te encuentras mejor? —preguntó. Juli asintió apenas.
—Por la mañana decidiremos qué vamos a hacer —dijo él—.
Tengo ciertos contactos con los hombres verdaderos, y creo que será
mejor que te llevemos al Vomacht. Juli se irguió como herida por un rayo.
—¿Qué es el Vomacht? ¡Ése es mi apellido, Vom Acht!
—Ya lo sospechaba —dijo el Oso. Herkie, mirándola desde el borde de la
cama, asintió sabiamente.
—Yo estaba segura —dijo. Y añadió—: Creo que necesitas una sopa caliente
y un poco de descanso. Por la mañana todo se aclarará.
Un cansancio de años pareció aplastar los huesos de Juli. Necesito
descansar, pensó. Necesito aclarar las cosas en mi mente. Se durmió
tan rápido que ni siquiera tuvo oportunidad de sobresaltarse.
Herkie y el Oso le estudiaron la cara.
—El parecido es notable —dijo el Oso. Herkie asintió—. Lo que me
preocupa es la diferencia de tiempo. ¿Crees que eso será importante?
—No lo sé —respondió Herkie—. Como no soy humana, no sé qué molesta a la
gente. —Se enderezó y se estiró—. ¡Ya sé! ¡Ya sé! ¡La deben de haber enviado
aquí para que nos ayude en la rebelión!
—No —decidió el Oso—. Ha pasado demasiado tiempo para que su llegada sea
intencional. Es verdad que puede ayudarnos, vaya si puede ayudarnos, pero creo
que su llegada en este preciso momento y lugar es fortuita y no deliberada.
—A veces me parece entrever una mente humana particular —dijo Herkie—,
pero sin duda tienes razón. No veo el momento de que se conozcan.
—Sí, aunque creo que el encuentro será bastante traumático. En más de
un sentido.
Cuando Juli despertó de su profundo sueño, encontró a una pensativa Herkie a su lado.
Juli se desperezó y su mente, aún descontrolada, preguntó:
—¿De veras eres una gata?
—Sí —respondió Herkie—. Pero tendrás que disciplinar
tus pensamientos. Cualquiera puede leerlos, —Lo lamento —linguó Juli—, pero
no estoy habituada precisamente a la telepatía.
—Lo sé —respondió Herkie en alemán.
—Aún no entiendo cómo sabes alemán —dijo Juli.
—Es una larga historia. Yo lo aprendí del Oso. Quizá sea mejor que le
preguntes a él cómo lo aprendió.
—Espera un momento, empiezo a recordar lo que ocurrió antes de que me
durmiera. El Oso mencionó el apellido de mi familia, Vom Acht.
—Te hemos preparado ropa —dijo Herkie, cambiando de tema—. Hemos tratado
de imitar el estilo de la que tenías puesta, pero estaba tan deshilachada que
no sabemos si la hemos copiado bien.
Parecía tan ansiosa de complacerla que Juli la tranquilizó de inmediato.
—Si es de mi tamaño estoy
segura de que sera adecuada.
—Oh, es de tu tamaño
—linguó Herkie—. Te hemos medido. Ahora, después de tomar un baño y comer, te vestirás,
y el Oso y yo te llevaremos a la ciudad. Las subpersonas como yo por lo general
no pueden entrar en la ciudad, pero creo que esta vez harán una excepción.
Había algo dulce y sabio en la cara de ojos azules y turbios. Juli
sintió que Herkie era su amiga.
—Lo soy —linguó Herkie.
Juli comprendió una vez más que debía aprender a controlar los
pensamientos, o al menos la emisión de éstos.
—Aprenderás —linguó Herkie—. Realmente, sólo
se requiere un poco de práctica.
Se acercaron a la ciudad a pie. El Oso iba delante, seguido por Juli, y
Herkie andaba detrás. Se toparon con dos manshonyaggers en el camino, pero el
Oso les habló en doych verdadero desde lejos y las máquinas viraron en silencio
y se alejaron con sigilo. Juli se quedó fascinada.
—¿Qué son? —preguntó.
—Su verdadero nombre es Menschenjáger, y fueron inventadas para matar a
personas que no compartieran las ideas del Sexto Reich alemán. Pero quedan
pocas que todavía funcionen, y muchos hemos aprendido doych desde... —¿Si?
—Desde un acontecimiento del cual tendrás noticia en la ciudad. Ahora
continuemos la marcha.
Se acercaron a los muros de la ciudad y Juli reparó en un zumbido y en
una fuerza poderosa que los rechazaba. Se le erizó el pelo y sintió un
cosquilleo eléctrico. Obviamente, un campo de fuerza rodeaba la ciudad.
—¿Qué es? —exclamó.
—Sólo una carga estática para contener el Yermo —explicó el Oso con tono
tranquilizador—. Pero no te preocupes, puedo neutralizarla.
Alzó un pequeño artefacto con la pata derecha, pulsó un botón e
inmediatamente un pasillo se abrió ante ellos.
Cuando llegaron a la muralla de la ciudad, el Oso tanteó cuidadosamente
la arista superior. En cierto punto se detuvo y extendió la pata hacia una
llave de aspecto raro que le colgaba del cuello atada a un cordel.
Juli no veía ninguna diferencia entre ese sector de la muralla y el
resto, pero el Oso insertó la llave en una ranura que había hallado y una parte
de la barrera se levantó. Los tres entraron por el hueco y la muralla volvió
silenciosamente a su posición.
El Oso las guió deprisa por calles polvorientas. Juli vio a varias
personas, pero la mayoría le parecieron distantes, austeras, apáticas.
Guardaban poco parecido con los vitales prusianos que ella recordaba.
Al fin llegaron a la puerta de un edificio grande de aspecto antiguo e
imponente. Junto a la puerta había una inscripción. El Oso las urgió a
entrar.
—Por favor, señor Oso, ¿puedo pararme a leerla?
—Llámame Oso, simplemente, y sí, claro que puedes. Quizá te ayude a
entender algunas de las cosas que aprenderás hoy.
La inscripción estaba en alemán y tenía forma de poema. Parecía tallada
cientos de años atrás (y así era, aunque Juli aún no podía saberlo).
Herkie alzó la vista.
—Ah, la primera...
—Cállate —ordenó el Oso. Juli leyó el poema en silencio.
Juventud
fugaz, fugaz,
manando como sangre de las
venas...
Casi nada permanece.
Borrado
el rostro glorioso,
reemplazado
por uno que refleja lágrimas,
transcurridos los años.
¡Oh juventud,
no te vayas aún!
Sonriónos
un poco más,
sonríe a los pocos
desdichados
que te adoramos...
—No comprendo —dijo Juli.
—Ya comprenderás —anunció el Oso—. Lamentablemente, comprenderás.
Se les acercó un funcionario con una túnica verde brillante, orlada de oro.
—Hace tiempo que no nos honras con tu presencia —saludó respetuosamente
al Oso.
—He estado muy ocupado —respondió el Oso—. ¿Cómo está ella?
Juli advirtió con un sobresalto que no se comunicaban telepáticamente,
sino en alemán. ¿Cómo saben alemán estas personas? Sin proponérselo,
proyectó su pensamiento hacia fuera.
—Silencio —le aconsejaron simultáneamente
Herkie y el Oso.
Juli se sintió avergonzada.
—Lo lamento —casi susurró—. No sé cómo lograré aprender este truco.
—Es un truco —dijo Herkie en tono comprensivo—, pero ya lo haces mejor
que cuando llegaste. Sólo debes tener cuidado. No puedes lanzar tus
pensamientos a todas partes.
—Eso no importa ahora —dijo el Oso, volviéndose hacia el funcionario de
uniforme verde—. ¿Se me concederá una audiencia? Creo que es importante.
—Quizá tengas que esperar un rato —advirtió el funcionario—, pero estoy
seguro de que ella te la concederá, tratándose de ti.
Juli notó que el Oso recibía esas palabras con cierta complacencia. Se
sentaron a esperar y, de cuando en cuando, Herkie palmeaba el brazo de Juli
para tranquilizarla.
El funcionario no tardó mucho en reaparecer.
—Te recibirá ahora —anunció.
Los condujo por un largo pasillo hasta una sala espaciosa en cuyo
extremo se levantaba un estrado con una silla. No es un trono imponente,
pensó Juli para sí misma. Detrás de la silla había un apuesto joven, un hombre
verdadero. En la silla se sentaba una mujer, vieja, más vieja de lo imaginable;
sus manos agarrotadas parecían zarpas, pero en la cara ojerosa y arrugada aún
se entreveía un rastro de belleza.
El desconcierto de Juli se agudizó. Ella conocía a esa persona, pero no
la conocía. Su sentido de la orientación, ya debilitado por los acontecimientos
del «día» anterior, casi se desmoronó. Se aferró a la mano de Herkie como si
fuera el único elemento familiar en un mundo incomprensible.
La mujer habló. Su voz sonaba vieja y débil, pero hablaba en alemán.
—Así que has venido, Juli. Laird me dijo que te haría descender. Estoy
muy contenta de verte y de saber que estás bien.
Juli sintió un mareo. Sabía, sabía, pero no podía creerlo.
Demasiadas cosas habían cambiado, demasiadas cosas habían ocurrido en muy poco
tiempo, desde que había vuelto a la vida.
—¿Carlotta? —susurró con un jadeo. Su hermana asintió.
—Sí, Juli, soy yo. Y éste es mi esposo, Laird. —Volvió la cabeza hacia
el apuesto joven que estaba tras ella—. Me hizo descender hace doscientos años
pero, por desgracia, siendo yo una antigua, no pudo someterme al proceso de
rejuvenecimiento que se creó después de que nosotras abandonáramos la Tierra.
Juli rompió a llorar.
—Oh, Carlotta. Resulta tan difícil de creer. ¡Y estás tan vieja! Tenías
sólo dos años más que yo.
—Querida, he disfrutado de doscientos años de felicidad. No consiguieron
rejuvenecerme, pero al menos pudieron prolongarme la vida. Ahora bien, cuando
pedí a Laird que te trajera no fue sólo por motivos altruistas. Karla aún está
allá arriba, pero como ella sólo tenía dieciséis años cuando entró en animación
suspendida, pensamos que tú serías más adecuada para la tarea. No te hicimos
ningún favor al traerte, pues ahora tú también empezarás a envejecer. Pero
permanecer en animación suspendida para siempre tampoco es vida.
—Claro que no —dijo Juli—. Y de todos modos, si hubiera vivido una vida
normal habría envejecido. Carlotta se inclinó para besarla.
—Al menos por fin estamos juntas —suspiró Juli.
—Querida —dijo Carlotta—, es maravilloso compartir al menos este corto
tiempo. Verás, yo voy a morir. Llega un momento en que los científicos, a pesar
de toda la tecnología, ya no pueden mantener un cuerpo con vida. Y necesitamos
ayuda, ayuda para la rebelión.
—¿La rebelión?
—Sí. Contra los Jwindz. Eran chinos, filósofos. Ahora son los verdaderos
amos de la Tierra y nosotros nos hemos convertido en meros instrumentos, en su
fuerza policial, o eso creen ellos. No dominan el cuerpo del hombre, sino el alma.
Ahora ésa es casi una palabra olvidada. Digamos mejor «mente». Ellos se
autodenominan los Perfectos, y han tratado de recrear al hombre a su propia
imagen. Pero son distantes, altivos, fríos.
»Han reclutado a gente de todas las razas, pero el hombre no ha
reaccionado bien. Sólo unos pocos aspiran a la perfección estética que los
Jwindz tienen como meta. De modo que los Jwindz han recurrido a su conocimiento
de las drogas y los narcóticos para transformar a los hombres verdaderos en
gentes adormecidas y sin voluntad. Así les resulta fácil gobernarlos y
controlar sus actos. Por desgracia, algunos de nuestros descendientes —señaló
a Laird con la cabeza— se han unido a ellos.
»Te necesitamos, Juli. Desde que yo volví del mundo antiguo, Laird y yo
hemos hecho cuanto estaba a nuestro alcance para liberar a los hombres
verdaderos de esta esclavitud, porque es una esclavitud. Es una carencia de
vitalidad, una falta de propósito en la vida. Nosotros teníamos una palabra
para ese estado en los viejos tiempos. ¿Recuerdas? "Zombi".
—¿Qué quieres que haga?
Mientras las hermanas dialogaban, Herkie, el Oso y Laird habían guardado
silencio.
Finalmente Laird intervino.
—Hasta que Carlotta vino a nosotros, nos dejábamos arrastrar sin más
por el poder de los Jwindz. No sabíamos qué era en realidad un ser humano.
Pensábamos que nuestro único propósito en la vida era servir a los Jwindz: si
ellos eran perfectos, ¿qué otra función nos correspondía? Nuestro deber era
satisfacer sus necesidades: mantener y custodiar las ciudades, contener el
Yermo, administrar las drogas. Algunos integrantes de la Instrumentalidad
incluso cazaban a los hombres no autorizados, a los No Perdonados y, como
último recurso, a los hombres verdaderos, para abastecer los laboratorios.
»Pero ahora muchos hemos dejado de creer en la perfección de los
Jwindz, o tal vez hemos llegado a creer en algo más que la perfección humana.
Habíamos servido a algunos hombres cuando tendríamos que haber servido a la humanidad.
»Ahora consideramos que ha llegado el momento de poner fin a esta
tiranía. Carlotta y yo contamos con aliados entre nuestros descendientes y
entre algunos de los No Perdonados y, como has visto, incluso entre los hombres
no autorizados y otras personas derivadas de los animales. Creo que aún debe
existir una reminiscencia de la época en que los seres humanos tenían
"mascotas", en los viejos tiempos.
Juli miró alrededor y advirtió que Herkie ronroneaba suavemente. —Sí
—dijo—, entiendo a qué te refieres.
—Deseamos —continuó Laird— organizar una verdadera Instrumentalidad,
una fuerza que no esté al servicio de los Jwindz sino al servicio de la
humanidad. Estamos decididos a que el hombre nunca traicione de nuevo su propia
imagen. Fundaremos la Instrumentalidad de lo Humano, benévola pero no
manipuladora.
Carlotta asintió lentamente. Su cara envejecida expresaba preocupación.
—Yo moriré dentro de pocos días, y tú te casarás con Laird. Serás la
nueva Vomacht. Con suerte, cuando llegues a mi edad, tus descendientes y
algunos de los míos habrán liberado la Tierra del poder de los Jwindz.
Juli volvió a sentirse desorientada.
—¿Debo casarme con tu esposo?
—He amado a tu hermana durante más de doscientos años —intervino Laird—.
Te amaré a tí también, pues te pareces mucho a ella. No creas que soy desleal.
Ella y yo hemos hablado mucho sobre esto antes de que yo te trajera. Si ella no
se estuviera muriendo, yo seguiría siéndole fiel. Pero ahora te necesitamos a
ti.
Carlotta manifestó su acuerdo.
—Es verdad. Él me ha hecho muy feliz, y te hará feliz a ti también,
durante toda tu vida, Juli. No te habría traído si no hubiera tenido un plan
para tu futuro. Nunca serías feliz con uno de esos hombres nuevos, drogados y
apaciguados. Confía en mí, por favor. No hay otra solución.
Los ojos de Juli se llenaron de lágrimas.
—Haberte encontrado al fin para perderte al cabo de tan poco tiempo...
Herkie le palmeó la mano y Juli descubrió lágrimas de comprensión en sus
ojos azules y turbios.
Carlotta murió tres días después. Murió con una sonrisa, mientras Laird
y Juli le asían una mano cada uno. Ella habló al fin y les apretó las manos.
—Os veré luego. Entre las estrellas.
Juli no pudo reprimir el llanto.
Postergaron la boda durante siete días de luto. Por una vez, las puertas
de la ciudad se abrieron y los campos estáticos de fuerza se apagaron, pues ni
siquiera los Jwindz podían dominar los sentimientos de las personas derivadas
de animales, los hombres no autorizados, y aun de algunos hombres verdaderos,
hacia esa mujer que había llegado de un mundo antiguo.
El Oso estaba especialmente triste.
—Fui yo quien la encontró cuando la hiciste bajar —le dijo a Laird.
—Lo recuerdo.
Conque a eso se refería el Oso cuando dijo «otra mas», pensó Bil.
Charis y Oda, Bil y Kae estaban entre los que lloraban. Juli los vio y
pensó mis pobres cachorros, aunque esta vez el pensamiento era
afectuoso y no despectivo.
Oda meneaba la cola. He tenido una idea, le linguó a Juli. ¿Puedes
venir a verme en el cenote dentro de dos días?
Sí, pensó Juli, orgullosa de sí misma. Por primera vez
estaba segura de que el pensamiento había ido sólo hacia la persona a quien se
dirigía. Supo que lo había logrado cuando atisbo de reojo la cara de Laird y
notó que él no le había leído el pensamiento.
Cuando fue a ver a Oda en el cenote, Juli no sabía qué se
esperaba de ella, ni qué esperaba ella.
—Debes dirigir tus
pensamientos con mucho cuidado —linguó Oda—. Nunca sabemos
cuando hay un Jwindz en lo alto.
—Creo que estoy aprendiendo
—linguó Juli. Oda asintió.
—Mi idea era recurrir a los
árboles luchadores. Los hombres verdaderos aún temen a la enfermedad. Pero yo
sé que la enfermedad ya no existe. Me harté tanto de andar entre los árboles
con constante ansiedad que resolví hacer una prueba, y comí una vaina de árbol
luchador. No me pasó nada. Desde entonces no les he tenido más miedo. De modo
que si los rebeldes nos reuniéramos allí, en un bosquecillo de árboles
luchadores, los funcionarios de los Jwindz nunca nos encontrarían. No se
atreverían a perseguirnos por allí.
A Juli se le iluminó la cara.
—Es una idea excelente.
¿Puedo consultar a Laird?
—Desde luego. Él siempre ha
sido uno de los nuestros. Y tu hermana también lo fue.
Juli se entristeció de nuevo.
—Me siento muy sola.
—No. Tienes a Laird, y nos
tienes a nosotros, y al Oso, y a su ama de llaves. Y con el tiempo habrá
más. Ahora debemos despedirnos.
Cuando Juli regresó de su encuentro con Oda en el cenote, encontró
a Laird reunido con el Oso y un joven que se parecía extraordinariamente a
Laird y a la joven Carlotta, según la recordaba Juli.
Laird le sonrió.
—Éste es tu sobrino-nieto —le dijo—. Mi nieto. El concepto que Juli
tenía del tiempo y la edad sufrió otra conmoción. Laird no aparentaba más edad
que su nieto. ¿Cómo encajo yo en todo esto?, se preguntó, y sin querer
dejó escapar el pensamiento.
—Sé que te cuesta asimilar tantas cosas —dijo Laird, cogiéndole la
mano—. Carlotta también tuvo dificultades para adaptarse. Pero inténtalo,
querida, por favor. Inténtalo, pues te necesitamos desesperadamente, y yo, en
particular, no puedo prescindir de ti. Sin tí no podría afrontar la pérdida de
tu hermana Carlotta.
Juli sintió una vaga turbación.
—¿Cómo se llama mi...? —No consiguió decirlo—. ¿Cómo se llama él?
—Disculpa. Se llama Joachim, por tu tío. Joachim sonrió y la abrazó.
—Verás —dijo—, necesitamos tu ayuda en la rebelión a raíz del culto que
se creó en torno de tu hermana, mi abuela. Cuando ella regresó a la Tierra como
una antigua, se instituyó un culto para venerarla. Por esa razón era «la
Vomacht», y tú también debes serlo. Es esencial para quienes nos oponemos al
poder de los Jwindz. La abuela Carlotta tenía aquí un pequeño reino, y ni
siquiera los Jwindz podían impedir que la gente viniera a rendirle homenaje. Lo
habrás notado durante el período de luto.
—Sí, vi que ella contaba con el respeto de muchos. Si mi hermana estaba
fomentando una rebelión, no me cabe duda de que estaba en lo cierto. Carlotta
fue siempre una persona muy justa. Y ahora debo contaros el plan que sugiere
Oda.
Les explicó su idea.
—Podría dar resultado —afirmó el Oso—. Los hombres verdaderos siempre
han observado cuidadosamente el tambn de los árboles luchadores. Más
aún, creo que conozco una forma de perfeccionar la idea de Oda. —Se entusiasmó
y se le cayeron las gafas. Joachim las recogió.
—Oso —dijo—, siempre te pasa lo mismo cada vez que te excitas.
—Creo que eso significa que tengo una buena idea —sonrió el Oso—. ¿Por
qué no usamos los manshonyaggers?
Los otros lo miraron desconcertados y Laird dijo lentamente:
—Creo entender adonde quieres llegar. Los manshonyaggers, aunque no
quedan muchos, ciertamente sólo responden al alemán y...
—Y los dirigentes Jwindz son chinos, demasiado orgullosos para haber
aprendido otro idioma —interrumpió el sonriente Oso.
—Sí. De manera que si instalamos nuestro cuartel general en los árboles
luchadores y difundimos la noticia de que la Vomacht está allí...
—Y rodeamos el bosquecillo con manshonyaggers... Empezaron a
interrumpirse unos a otros mientras la idea iba cobrando forma. La excitación
aumentó.
—Creo que funcionará —dijo Laird.
—También yo —lo tranquilizó Joachim—. Reuniré a la Banda de los Primos,
y después de que te hayas instalado en los árboles luchadores haremos una
incursión al centro de drogas y llevaremos los tranquilizantes al bosquecillo,
donde podremos destruirlos.
—¿La Banda de los Primos? —preguntó Juli.
—Descendientes míos y de Carlotta que no se han unido a la
Instrumentalidad de los Jwindz —explicó Laird.
—¿Y por qué algunos se han unido a ellos?
Laird se encogió de hombros.
—Codicia, poder, diversos motivos muy humanos. Incluso una ilusión de
inmortalidad física. Tratamos de inculcar ideales a nuestros hijos, pero la
corrupción del poder es muy grande. Tú debes de saberlo.
Al recordar una cara aullante y odiosa con bigote negro, una cara de su
propia época, Juli asintió.
Herkie y el Oso, Charis y Oda, Bil y Kae acompañaron a Juli hasta el
bosquecillo de árboles luchadores. Al principio, Bil y Kae tenían sus reservas.
Sólo aceptaron ir cuando Oda confesó haber comido una vaina, y entonces la
reacción de Bil fue típicamente paternal.
—¿Cómo se te ocurrió correr semejante riesgo? —le preguntó a Oda.
Los ojos de su hija brillaron. Meneó la cola con fastidio.
—Tenía que hacerlo —respondió. Bil miró de soslayo a Herkie.
—Entendería que ella lo hubiera hecho... Herkie irguió el cuerpo.
—La curiosidad de los gatos tiene una fama exagerada —declaró—. En
realidad somos bastante prudentes.
—No he querido menospreciarte —se apresuró a decir Bil, y Herkie
advirtió que se le aflojaba la cola.
—Es un error muy extendido —dijo amablemente, y la cola de Bil se
enderezó.
Cuando llegaron al corazón del bosquecillo, prepararon una merienda y
formaron un círculo. Juli tenía hambre. En la ciudad le habían ofrecido comida
sintética, sin duda saludable y llena de vitaminas, pero insatisfactoria para
el apetito de una antigua muchacha prusiana. Las personas derivadas de animales
habían traído comida verdadera, y Juli disfrutó complacida de cada bocado.
El Oso reparó en su felicidad.
—¿Ves? —le dijo—. Así fue como lo consiguieron.
—¿Como consiguieron qué? —preguntó Juli con la boca llena de pan.
—Como
drogaron a la mayoría de los hombres verdaderos. Los hombres verdaderos estaban
tan habituados a la comida sintética que cuando los Jwindz introdujeron los
tranquilizantes en los alimentos sintéticos los hombres verdaderos no advirtieron
la diferencia. Si la Banda de los Primos logra capturar el suministro de
drogas, espero que los síntomas de abstinencia no sean demasiado agudos para
los hombres verdaderos.
—Es un factor que deberíamos tener en cuenta —intervino Bil—. Si se
producen síntomas agudos, es posible que algunos hombres verdaderos sientan la
tentación de unirse a los Jwindz en un intento de recuperar las drogas.
El Oso asintió.
—En eso estaba pensando —dijo.
Transcurrieron varios días hasta que Laird, Joachim y la Banda de los
Primos se reunieron con ellos. Juli casi se había acostumbrado a la penumbra
diurna que reinaba bajo las gruesas hojas y las ramas de los árboles
luchadores, y al tenue resplandor nocturno.
Laird la saludó con afecto.
—Te he echado de menos —dijo simplemente—. Ya siento un gran afecto por
tí.
Juli se sonrojó y cambió de tema.
—¿Has tenido éxito... o, mejor dicho, lo ha tenido la Banda de los
Primos?
—Oh, sí. Se plantearon muy pocas dificultades. Los funcionarios de los
Jwindz se han vuelto muy negligentes después de controlar la mente de la
mayoría de los hombres verdaderos durante generaciones. Bastó con que Joachim
fingiera que estaba sedado para que le permitieran entrar en la sala de drogas.
Al cabo de varios días logró entregar toda la provisión a los Primos y
reemplazarla por sustitutos. Quién sabe cuándo lo descubrirán.
—Supongo que en cuanto se presenten los primeros síntomas de
abstinencia —aventuró Joachim.
Juli se animó a preguntar algo que la inquietaba desde hacía tiempo.
—Aquí tienes a tu nieto, y a la Banda de los Primos. Pero ¿dónde están
los hijos que tuviste con Carlotta? Es obvio que tuvisteis algunos.
La carta de Laird se entristeció.
—Desde luego. Pero como eran semiantiguos, no sólo no pudimos rejuvenecerlos,
sino que la combinación química impidió que les pudiéramos prolongar la vida.
Todos murieron entre los setenta y los ochenta años. Resultó muy doloroso
para Carlotta y para mí. También tú, querida mía, debes estar preparada para
esta circunstancia si tenemos hijos. Pero en la siguiente generación la sangre
antigua estará tan diluida que se podrá practicar el rejuvenecimiento. Joachim
tiene ciento cincuenta años.
—¿Y tú? ¿Y tú? —preguntó ella. Laird la miró.
—Esto es muy difícil para ti, ¿verdad? Tengo más de trescientos años.
Juli lo creía, pero no conseguía asimilarlo. Laird era tan apuesto y
juvenil; Carlotta le había parecido tan vieja.
Trató de apartar las ideas inquietantes.
—¿Qué haremos con las drogas, ahora que las tenemos? Durante la última
parte de la conversación, Oda se había acercado. Le brillaban
intensamente los ojos y agitaba la cola con frenesí.
—Tengo una idea —anunció.
—Espero que sea tan buena como la anterior —la animó Laird.
—Yo también lo espero. ¿Por qué no se las administramos a los
funcionarios? Quizá los Jwindz nunca lo noten. Así no tendremos que
preocuparnos por combatirlos. Poco a poco irán muriendo... o quizá podamos
enviarlos al espacio. A otro planeta.
Laird asintió lentamente.
—Sin duda se te ocurren brillantes ideas. Sí, administrarles los
tranquilizantes a ellos... ¿pero cómo?
—Nos complementamos bien —dijo el Oso, señalando a Oda—. Ella tiene una
idea y a mí me inspira otra. —Se caló las gafas con todo cuidado—. Aquí tengo un
mapa del terreno circundante. Excepto en el cenote, no hay agua en
muchos kilómetros a la redonda. Si arrojáramos todos los tranquilizantes al cenote,
y si uno de los primos pudiera preparar la comida sintética de los Jwindz para
que estuviera debidamente condimentada... creo que el problema quedaría
resuelto.
—De hecho, uno de los Primos se ha infiltrado entre los Jwindz
—manifestó Laird—. Pero ¿quién los induciría a beber el agua?
Charis se había reunido con el grupo.
—He oído hablar de un antiguo condimento que usaba la gente, y que luego
producía sed. Se encontraba en los océanos, antes de que los llenaran con
hierba. Pero queda un poco a orillas del mar. Creo que se llamaba «sal».
—Ahora que lo mencionas, yo también he oído algo de eso —dijo el Oso, cabeceando
sabiamente—. Pues eso es lo que debemos hacer. «Sal.» La echamos en la comida y
los atraemos hacia el bosquecillo con la noticia de que la nueva Vomacht está
aquí junto con los cabecillas de una rebelión. Es arriesgado, pero creo que es
la mejor idea, o combinación de ideas, de que disponemos.
Laird manifestó su aprobación.
—Como bien dices, es arriesgada, pero puede funcionar, y es improbable
que ejecuten a alguno de nosotros si no da resultado. Simplemente nos darán
tranquilizantes. Me parece que tenemos muchas probabilidades de ganar. Y
supongo que si los hombres verdaderos no se revitalizan y liberan de esta
sujeción a la tranquilidad y la apatía, la especie se extinguirá en unos pocos
cientos de años. Han llegado al extremo de que nada les importa.
Todos los mundos saben ahora cómo se ejecutó el plan. Fue tal como el
Oso había previsto. Los sedientos funcionarios de los Jwindz, después de haber
ingerido alimentos excesivamente salados, bebieron con avidez el agua del cenote
y pronto fueron drogados. No opusieron ninguna resistencia a los rebeldes, que
pronto abandonaron el refugio de los árboles luchadores.
Joachim estaba triste.
—Uno de mis hermanos se había unido a ellos —se lamentó. Laird lo
consoló apoyándole un brazo en el hombro.
—Bien, sólo está bajo los efectos de las drogas. Quizá podamos ayudarlo
cuando se recobre.
—Quizá, pero viola todos mis principios.
—No seas tan intransigente, Joachim. Está bien tener principios, pero
existe algo llamado rehabilitación.
Y así fue como se fundó la Instrumentalidad de lo Humano. Con el tiempo
gobernaría muchos mundos. Juli, en calidad de Vomacht, llegó a ser una de las
primeras Damas de la Instrumentalidad. Laird, siendo su esposo, se convirtió en
uno de los primeros Señores.
Juli vivió lo suficiente para ver cómo algunos de sus descendientes
llegaban a contarse entre los primeros observadores del espacio. Estaba muy
orgullosa, y muy vieja. Laird, desde luego, continuaba tan joven como siempre.
Todos los amigos que ella tenía entre las personas derivadas de animales habían
muerto hacía tiempo. Los echaba de menos, aunque Laird le era siempre fiel.
Al fin, tan vieja que le costaba moverse, Juli llamó a Laird. Le miró el
bello rostro y le dijo:
—Querido mío, me has hecho muy feliz, tanto como a Carlotta. Pero ahora
estoy vieja y creo que ha llegado mi hora. Tú aún eres joven y vigoroso. Ojalá
pudiera someterme al rejuvenecimiento, pero no puedo, así que he decidido que
deberíamos traer a Karla.
Él respondió tan deprisa que en cierto modo hirió los sentimientos de
Juli.
—Sí, creo que deberíamos traer a Karla. Se apartó de ella un instante.
—Sé que la harás muy feliz y la amarás mucho —comentó ella al borde de
las lágrimas.
Él guardó silencio un segundo antes de volverse hacia ella. De pronto Juli
descubrió arrugas en la cara de su esposo, arrugas que nunca le había visto.
—¿Qué te ocurre? —le preguntó.
—Mi querida y mi último amor —dijo Laird—. No soportaría perderte por
segunda vez. He pedido al médico sustancias para contrarrestar el
rejuvenecimiento. Dentro de una hora seré tan viejo como tú. Nos iremos juntos.
En alguna parte nos reuniremos con Carlotta y los tres nos cogeremos de la mano
entre las estrellas. Karla encontrará su propio hombre y su propio destino.
Se sentaron juntos a contemplar el descenso de la nave espacial de
Karla.
Martel estaba furioso. Ni siquiera se ajustó la sangre contra la furia.
Atravesó la habitación con paso enérgico, sin mirar. Cuando descubrió que la
mesa caía al suelo, y notó por la expresión de Luci que había causado un gran
estrépito, miró hacia abajo para comprobar si tenía la pierna rota. No era así.
Observador hasta la médula, se observó a sí mismo en un acto reflejo y
automático. El inventario incluyó las piernas, el abdomen, la caja torácica de
instrumentos, las manos, los brazos, la cara y la espalda en el espejo. Al
concluir, Martel se sumió de nuevo en la ira. Habló con la voz, aunque sabía
que Luci odiaba esos trompetazos y prefería que él escribiera.
—Te digo que he de entrar en cranch. Lo necesito. Esto es asunto
mío, ¿verdad?
Cuando Luci respondió, Martel sólo vio unas pocas palabras al leerle
los labios:
—Querido... eres mi esposo... derecho a quererte... peligroso...
hacerlo... peligroso... espera...
Martel se situó frente a ella pero emitió sonidos articulados, dejando
que los trompetazos la lastimaran de nuevo:
—Te digo que entraré en cranch.
Al ver la expresión de Luci, Martel se entristeció y se enterneció:
—¿No comprendes lo que significa para mí? Salir de esta horrible
prisión, de mi propia cabeza... Ser de nuevo un hombre, oír tu voz, oler el
humo... Sentir otra vez, notar los pies en el suelo, percibir el aire en la
cara... ¿No comprendes lo que esto significa?
La ansiosa aprensión de Luci lo volvió a sacar de quicio. Leyó sólo unas
palabras en los labios de ella:
—Te amo... tu propio bien... por supuesto deseo que seas humano... no
entiendes... tu propio bien... demasiado... dijo... dijeron...
Al protestar, Martel notó que la voz sonaba de forma particularmente
desagradable. Supo que el sonido hería a Luci tanto como las palabras:
—¿Crees que yo quería que te casaras con un observador? ¿No te dije que
éramos casi tan despreciables como los hábermans? Estamos muertos. Tenemos que
estar muertos. De lo contrario no podríamos ir arriba-afuera. ¿Imaginas lo que
es el espacio vacío? Te lo advertí. Pero te casaste conmigo. Bien, te casaste
con un hombre. Pues déjame ser un hombre. Déjame oír tu voz, percibir el calor
de estar vivo, de ser humano. ¡Déjame!
Al ver el afligido gesto de asentimiento de Luci, Martel supo que había
ganado la discusión. No volvió a usar la voz. En cambio, levantó la tablilla
que le colgaba del pecho. Usando la afilada uña del dedo índice de la mano
derecha —la uña parlante del observador—, escribió con letra rápida y clara: Pr
fvr, qurd, ¿dónd stá I Imbr d crnch?
Luci sacó el largo alambre recubierto de oro del bolsillo del delantal.
Dejó caer la esfera inductora en el suelo alfombrado. Rápida y dócilmente,
como buena esposa de observador, enrolló el alambre alrededor de la cabeza de
Martel, y luego en espiral alrededor del cuello y el pecho. Evitó tocar los
instrumentos del pecho. También evitó las cicatrices que rodeaban los
instrumentos, el estigma propio de los hombres que habían ido arriba y se
habían internado afuera. Mecánicamente, Martel levantó un pie para que Luci
deslizara el alambre por debajo. Luci lo
tensó y lo conectó al tablero, junto al lector cardíaco de Martel. Lo ayudó a
sentarse, le colocó bien las manos y le apoyó la cabeza en el respaldo de la
silla. Luego lo miró de frente para que Marte! pudiera leerle los labios. Luci
se había tranquilizado.
Se arrodilló, abrió la esfera del otro extremo del alambre y se puso de
pie de espaldas a Martel. Éste observó la postura de Luci y no vio sino pena, algo que sólo un
observador podía notar. Luci habló: él vio que movía los músculos del pecho.
Ella cayó en la cuenta de que Martel no le veía la cara y entonces se volvió.
—¿Listo?
Martel sonrió un sí.
Luci le dio la espalda otra vez. (No soportaba verlo ir bajo el
alambre.) Lanzó la esfera al aire. El campo magnético la atrapó y la esfera
quedó flotando. De pronto refulgió. Eso fue todo. Todo, menos el rojo,
repentino y pestilente rugido de la vuelta a los sentidos. La vuelta a través
del espantoso umbral del dolor.
Cuando Martel despertó bajo el alambre, no tuvo la sensación de cranch.
Aunque era el segundo cranch de esa semana, se encontraba bien. Estaba
recostado en la silla. Sus oídos absorbieron el roce del aire con los objetos
del cuarto. Percibió la respiración de Luci en la otra habitación, donde
estaba colgando el alambre para que se enfriara. Olió los mil y un olores que
flotaban en todo el cuarto: la cortante frescura del quemador de gérmenes, el
dejo agridulce del humectante, los aromas de la reciente cena, el olor de la
ropa, los muebles, las personas. Todo era puro deleite. Cantó una o dos frases
de su canción favorita:
Brindo por el
háberman, ¡arriba-afuera! ¡Arriba, oh, y afuera, oh! ¡Arriba-afuera!
Martel oyó que Luci reía en el otro cuarto. Escuchó embelesado el
susurro del vestido mientras ella se acercaba corriendo a la puerta.
Luci lo miró con una sonrisita picara.
—Tienes buen aspecto. ¿Estás bien? ¿De verdad? A pesar de la exuberancia
sensitiva, Martel observó. Realizó un inventario relámpago que constituía su
habilidad profesional. Sus ojos recorrieron los informes del instrumental. Todo
estaba en orden, menos la compresión nerviosa que vacilaba al borde de Peligro.
Pero Martel no podía preocuparse por la caja de los nervios. Las alteraciones
eran frecuentes con el cranch. Era imposible pasar bajo el alambre sin
que dejara un rastro en la caja de los nervios. Algún día la caja pasaría a Sobrecarga
y bajaría a Muerto. Así era como terminaba un háberman. No se podía
tener todo. Los que iban arriba-afuera tenían que pagar el precio del espacio.
¡Pero más le valía preocuparse! Era un observador. Un buen observador, y
lo sabía. Si él no podía observarse, ¿quién podría? El cranch no era tan
peligroso. Peligroso sí, pero no tanto.
Luci le acarició el cabello como si le hubiera leído los pensamientos en
vez de sólo seguirlos:
—¡Pero tú sabes que no debiste hacerlo! ¡No debiste!
—¡Sin
embargo, lo hice! —sonrió Martel. Con una alegría forzada, Luci propuso:
—Vamos, querido, pasemos un buen rato. Tengo la nevera llena con lo que
más te gusta. Y dos nuevos registros de olores. Yo misma los he probado, y aun
a mí me han gustado. Y tú me conoces...
—¿Cuáles?
—¿Cuáles qué, querido?
Martel posó la mano en el hombro de Luci mientras salía cojeando del
cuarto. (Cada vez que volvía a sentir el suelo bajo los pies, el aire contra la
cara, se notaba aturdido y torpe. Como si el cranch fuese real, y ser un
háberman se convirtiera en una pesadilla. Pero él era un háberman, y un
observador.)
—Ya sabes, Luci.... los olores que tienes. ¿Cuál de los olores del
registro te gustó?
—Bien —respondió Luci, reflexionando—, había unas costillas de cordero
que eran de lo más extraño...
—¿Qué son costillas-de-cordero?
—Espera a olerías. Luego adivina. Sólo te diré una cosa. Es un olor de
hace cientos de años. Lo descubrieron en los viejos libros.
—¿Una costilla-de-cordero es una Bestia?
—No te lo diré. Tendrás que esperar. —Luci se rió mientras lo ayudaba a sentarse
y le servía los platos de sabores. Martel quería evocar la cena primero,
probando todas las cosas buenas que había comido, saboreándolas con los labios
y la lengua ahora vivos.
Cuando Luci encontró el
alambre de música y lanzó hacia arriba la esfera del extremo al campo
magnético, Martel le recordó los nuevos olores. Luci sacó los largos registros
de cristal y puso el primero en un transmisor.
—¡Huele!
Un aroma raro, intimidatorio y excitante, invadió el cuarto. No se
parecía a nada de este mundo, ni a nada de arriba-afuera. Sin embargo,
resultaba familiar. A Martel se le hizo agua la boca. El pulso se le aceleró,
observó la caja del corazón. (En efecto, latía más deprisa.) Pero ¿qué era ese
olor? En una mueca de perplejidad, cogió las manos de Luci, la miró a los ojos
y gruñó:
—¡Dímelo, querida! ¡Dímelo o te como!
—¡Acertaste!
—¿Qué?
—Acertaste. Es lógico que te diera ganas de comerme. Es carne.
—¿Carne? ¿Quién?
—No es una persona —dijo Luci, con aire de suficiencia—, es una Bestia. Una
Bestia que la gente comía en otro tiempo. Un cordero es una oveja pequeña...
Has visto ovejas en el Yermo, ¿verdad? Una costilla es una parte del medio...
¡de aquí! —Luci se señaló el pecho.
Martel no la oyó. Todas sus cajas se habían puesto en situación de Alarma
algunas en Peligro. Luchó contra el rugido de su mente, que le excitaba
el cuerpo en exceso. Qué fácil era ser observador cuando uno estaba fuera del
propio cuerpo, a lo háberman, y lo contemplaba sólo con los ojos. Entonces
resultaba fácil de manejar, de dominarlo fríamente, aun en el persistente
sufrimiento del espacio. ¡Pero advertir que uno era un cuerpo, que esta
circunstancia prevalecía, que la mente podía golpear la carne y llenarla de
pánico rugiente! Eso era malo. Trató de recordar los días en que aún no había
entrado en el aparato de Haberman, antes que lo cortaran en pedazos para el
arriba-afuera. ¿Había estado siempre sujeto a ese torrente de emociones que
iban de la mente al cuerpo y del cuerpo a la mente, confundiéndolo tanto que le
impedían observarse? Pero entonces aún no era un observador.
De pronto supo el porqué de la Alarma. Lo supo entre los rugidos
de sus propias palpitaciones. En la pesadilla del arriba-afuera había sentido
ese olor, mientras la nave ardía frente a Venus y los hábermans luchaban contra
el metal derretido con las manos desnudas. Martel había observado entonces:
todos estaban en Peligro. Las cajas torácicas subían a Sobrecarga
y bajaban a Muerto mientras él iba de hombre en hombre, apartando los
cadáveres amontonados y tratando de observar a cada uno, asegurando tornillos
en piernas rotas, abriendo la válvula de sueño en hombres cuyos instrumentos
rozaban peligrosamente el límite de Sobrecarga. Entre hombres que
trataban de trabajar y lo maldecían por ser observador, mientras se empeñaba
en cumplir su misión con celo profesional y mantenerlos vivos en el gran dolor
del espacio, Martel había percibido ese olor. El olor había atravesado los
nervios reconstruidos, los cortes de háberman, todas las defensas de la
disciplina física y mental. Justo en la hora más espantosa de la tragedia,
Martel había olido. Recordó que era como un mal cranch asociado con la
furia y la pesadilla que lo rodeaban. Incluso había interrumpido el trabajo
para observarse, temiendo la aparición del primer efecto, que atravesaría
todos los cortes de háberman para destruirlo con el dolor del espacio. Pero se
había salvado. El instrumental se mantuvo en Peligro, sin acercarse a Sobrecarga.
Había cumplido su misión, y había recibido elogios. Incluso olvidó la nave en
llamas.
Todo menos el olor.
Y ese olor regresaba, el olor de carne-con-fuego...
Luci lo miró con una preocupación de esposa. Sin duda pensaba que Martel
había abusado del cranch y que estaba volviendo a ser háberman. Trató de
aparentar buen humor.
—Te convendría descansar, mi vida.
—Apaga... ese... olor... —susurró Martel. Luci no discutió. Apagó el
transmisor. Incluso fue a subir los controles del cuarto hasta que una suave
brisa empujó los olores hacia el techo.
Martel se incorporó, cansado y rígido. (Los instrumentos indicaban
normalidad, excepto en los rápidos latidos del corazón y algunos nervios que
se situaban al borde de Peligro.)
—Perdóname, Luci —dijo con tristeza—. Supongo que no debí entrar en cranch.
No tan pronto. Pero tengo que abandonar el estado de háberman, querida. De lo
contrario, ¿cómo puedo estar cerca de ti? ¿Cómo puedo ser un hombre si no oigo
mi propia voz, si no siento la vida corriendo por mis venas? Te amo, querida.
¿No estaré nunca cerca de ti?
—¡Pero eres un observador! —replicó Luci con orgullo.
—Ya sé que soy un observador. ¿Y qué? Luci repitió las palabras, como un
cuento relatado mil veces, para infundirse tranquilidad:
—Los observadores son los más valientes entre los valientes, los más
diestros entre los diestros. Toda la humanidad honra al observador, que une las
Tierras de la humanidad. Los observadores son los protectores de los hábermans,
los jueces en el arriba-afuera. Permiten que los hombres vivan en lugares donde
necesitan desesperadamente morir. ¡No hay nadie más respetado en toda la
humanidad, y aun los jefes de la Instrumentalidad se complacen en rendirles
homenaje!
—Luci, ya estamos cansados de oír eso —respondió Martel con obstinada
amargura—. Pero ¿vale la pena el sacrificio?
—«Los observadores buscan algo más que una recompensa. Son los fuertes
guardianes de la humanidad.» ¿No lo recuerdas?
—Pero nuestras vidas, Luci. ¿De qué te sirve ser esposa de un
observador? ¿Para qué te casaste conmigo? Sólo soy humano cuando estoy en cranch.
Pero excepto en estos momentos... ya sabes qué soy. Una máquina. Un hombre a
quien mataron y mantienen con vida para que cumpla con su deber. ¿No comprendes
lo que echo de menos?
—Claro que sí, querido, claro que sí...
—¿Crees que no recuerdo mi infancia? —continuó Martel—. ¿Crees que no
recuerdo en qué consiste ser hombre y no háberman? ¿Caminar sintiendo los pies
en el suelo? ¿Percibir un dolor limpio y decente en vez de tener que
mirarme el cuerpo a cada minuto para averiguar si sigo con vida? ¿Cómo sabré si
estoy muerto? ¿Alguna vez lo has pensado, Luci? ¿Cómo sabré si he muerto?
Luci ignoró el exabrupto de Martel.
—Siéntate, por favor —le dijo, tratando de calmarlo—. Te prepararé algo
para beber. Estás rendido. Martel se observó automáticamente.
—¡No, no lo estoy! Escúchame. ¿Cómo crees que se siente uno
arriba-afuera, en medio de los tripulantes atados-para-el-espacio? ¿Cómo crees
que te sientes viéndolos dormir? ¿Crees que me gusta observar, observar,
observar, un mes tras otro, mientras el dolor del espacio me golpea cada parte
del cuerpo tratando de atravesar los bloqueos háberman? ¿Crees que me gusta
tener que despertar a los hombres y que me odien por eso? ¿Has visto alguna vez
una pelea entre hábermans? Hombres fuertes que luchan sin sentir dolor, hasta
que uno de ellos llega a Sobrecarga. Imagínatelo, Luci —Y concluyó
triunfalmente—: ¿Puedes reprocharme que entre en cranch dos días al
mes, para volver a ser hombre?
—No te lo reprocho, querido. Disfrutemos de tu cranch. Siéntate y
toma una copa.
Martel se quedó sentado, apoyando la cara en las manos, mientras Luci le
preparaba la bebida: zumo natural de frutas conservado en frascos, alcaloides
inocuos. La miró con impaciencia y la compadeció por ser esposa de un
observador; y luego, aunque era injusto, le molestó esa compasión.
Cuando Luci se volvía para acercarle el vaso, los sobresaltó el
teléfono. No tenía por qué sonar. Lo habían desconectado. Sonó de nuevo.
Evidentemente, la llamada llegaba por el circuito de emergencia. Adelantándose a
Luci, Martel se acercó al teléfono y lo miró. Vio la imagen de Vomact.
La tradición autorizaba a los observadores a mostrarse bruscos, incluso
hacia un observador mayor, en ciertas ocasiones. Ésta era una de ellas.
Antes de que Vomact hablara, Martel dijo dos palabras sin importarle que
el viejo le leyera los labios:
—Cranch. Ocupado.
Cerró el interruptor y se acercó a Luci.
El teléfono llamó otra vez.
—Yo puedo cogerlo —dijo Luci dulcemente—. Toma el vaso y siéntate.
—Deja el teléfono —ordenó Martel—. Nadie tiene derecho a llamarme cuando
estoy en cranch. Vomact lo sabe. O tendría que saberlo.
El teléfono sonó de nuevo. Martel se levantó con furia, fue hasta la
placa y pulsó el interruptor. Vomact aparecía en la pantalla. Antes de que
Martel hablara, Vomact alzó la uña parlante sobre la caja del corazón. Martel
volvió de nuevo a la disciplina:
—El observador Martel presente y esperando, señor. Los labios se
movieron con solemnidad.
—Emergencia máxima.
—Señor, estoy bajo el alambre.
—Emergencia máxima.
—Señor, ¿no entiendes? —Martel articuló exageradamente las palabras para
asegurarse de que Vomact las captara—. Estoy... bajo... el... alambre.
¡Inservible... para... el... espacio!
—Emergencia máxima —repitió Vomact—. Acude a la base central.
—Pero, señor, nunca se ha presentado...
—En efecto, Martel. Nunca se ha presentado semejante emergencia. Acude a
la base. —Con un tenue destello de amabilidad, Vomact añadió—: No es preciso
que dejes el cranch. Preséntate como estás.
Esta vez fue Vomact quien cortó la comunicación. La pantalla se
oscureció.
Martel se volvió hacia Luci. El
mal humor se le había pasado. Luci se le acercó, lo besó y le acarició el
cabello.
—Lo lamento —dijo. Lo besó otra vez, sabiendo que Martel estaba
desilusionado—. Cuídate, querido. Te esperaré.
Martel observó y se puso la aerochaqueta transparente. Al llegar a la
ventana se detuvo a saludar.
—¡Buena suerte! —le gritó Luci.
Y mientras surcaba el aire, Martel se dijo:
—¡Hace once años que no disfruto de la sensación de volar! ¡Cielos, qué
fácil resulta volar cuando te sientes vivo!
La blanca y austera base central resplandecía a lo lejos. Martel escrutó
el paisaje. No se veía ninguna nave brillante regresando del arriba-afuera,
ningún incendio voraz. Todo permanecía en calma, como correspondía a una de las
noches de permiso.
Pero Vomact había llamado. Había invocado una emergencia más grave que
el espacio. No existía tal cosa. Pero la había invocado.
Al llegar, Martel encontró reunidos a casi la mitad de los observadores,
un par de docenas. Alzó el dedo parlante. La mayoría de los observadores estaba
de pie, cara a cara, conversando en parejas y leyéndose los labios. Los más
viejos e impacientes garrapateaban en las tablillas y las ponían ante los ojos
de los demás. Todas las caras Lucian la muerta, apagada y lánguida expresión
del háberman. Cuando Martel entró en la sala, supo que en la recóndita soledad
de sus mentes los demás se reían de él, pensando cosas que era inútil expresar
con palabras. Hacía mucho tiempo que un observador no se presentaba a una
reunión en estado de cranch.
Vomact no había llegado; tal vez aún estaba llamando a otros por
teléfono, pensó Martel. La luz del teléfono se encendió y se apagó: sonó
el timbre. Martel se sintió raro cuando notó que nadie más había oído el
timbrazo. Comprendió por qué la gente normal prefería no relacionarse con
hábermans u observadores. Buscó compañía.
Su amigo Chang estaba allí, explicando a un viejo y terco observador que
ignoraba el motivo de la reunión. Martel miró más lejos y descubrió a
Parizianski. Se le acercó, abriéndose paso entre los demás con una soltura que
evidenciaba que sentía los pies y no necesitaba mirarlos. Algunos lo miraron
con sus caras inexpresivas e intentaron sonreír. Pero no tenían control
muscular completo y las caras se convirtieron en máscaras deformes.
(Normalmente los observadores se abstenían de gesticular con el rostro, puesto
que ya no lo dominaban. Martel pensó: Juro no sonreír más si no estoy en cranch.)
Parizianski le hizo la seña del dedo parlante.
—¿Vienes en cráneo —preguntó cara a cara. Parizianski no oía su
propia voz, y las palabras sonaron como un rugido en un teléfono roto y
rechinante. Martel se sobresaltó, pero sabía que la pregunta era bien
intencionada. Nadie era más bondadoso que ese polaco corpulento.
—Llamó Vomact. Emergencia máxima.
—¿Le dijiste que estabas en cranch!
—Sí.
—¿Y aun así te hizo venir?
—Sí.
—Entonces ¿todo esto no es para el espacio? ¡Tú no puedes ir arriba-afuera!
¡Ahora eres como un hombre común!
—En efecto.
—¿Pues para qué nos llamó Vomact?
Algún hábito preháberman hizo que Parizianski acompañara la pregunta
con un ademán inquisitivo. La mano golpeó la espalda del viejo que tenía
detrás. El golpe resonó en todo el cuarto, pero sólo Martel lo oyó. Por
instinto, observó a Parizianski y al viejo, y ellos también lo observaron.
Sólo entonces el viejo preguntó por qué lo había observado. Cuando Martel
explicó que estaba bajo el alambre, el otro se apresuró a difundir la noticia
de que había un observador en cranch en la base.
Ni siquiera este pequeño escándalo impidió que la mayoría de los
observadores siguieran preocupados por la emergencia máxima. Un joven que había
observado su primer tránsito hacía apenas un año se interpuso entre Parizianski
y Martel. Les mostró enfáticamente la tablilla.
—¿Vmct std le?
Los dos hombres mayores negaron con un gesto. Martel recordó que el
joven era háberman desde hacía poco tiempo, y mitigó la severa solemnidad de la
negación con una sonrisa amigable.
—Vomact es el decano de los observadores —dijo con voz normal—. No puede
estar loco. ¿No lo descubriría enseguida en sus cajas?
Martel tuvo que repetir la pregunta despacio, articulando con cuidado
para que el joven observador comprendiera. El joven intentó sonreír y la cara
se le torció en una máscara cómica. Al fin tomo la tablilla y escribió: Tins
rzón.
Chang dejó al viejo y se acercó; la cara le reLucia en la noche tibia. (Resulta
extraño, pensó Martel, que no haya más observadores chinos. O quizá no tan
extraño, teniendo en cuenta que nunca llenan la cuota de hábermans. Los chinos
aman demasiado la buena vida. Pero los que observan son todos excelentes).
Chang notó que Martel estaba en estado de cranch y habló con la
voz:
—Rompes los precedentes. ¿No se ha enfadado Luci por haberte perdido?
—Lo comprendió. Qué extraño, Chang.
—Qué
es extraño?
—Te oigo, pues estoy en cranch, y tu voz resulta agradable. ¿Cómo
aprendiste a hablar como... una persona normal?
—Practiqué con grabaciones. Es curioso que lo hayas notado. Creo
que soy el único observador de todas las Tierras que puede pasar por un hombre
normal. Espejos y grabaciones. Aprendí a actuar.
—¿Pero no...?
—No. No siento, ni saboreo, ni oigo, ni huelo. Hablar no me produce gran
satisfacción. Pero noto que gusta a cuantos me rodean.
—Qué cambio representaría para la vida de Luci. Chang asintió.
—Mi padre insistió siempre en ello. Decía: «Aunque estés orgulloso de ser
un observador, yo lamento que no seas un hombre. Oculta tus defectos.» Lo
intenté. Quería hablar con el viejo sobre el arriba-afuera, y sobre lo que
hacíamos allí, pero resultaba inútil. Él me decía: «Los aeroplanos eran buenos
para Confucio, y son buenos para mí.» ¡Viejo farsante! Se empecina en ser chino
aunque ni siquiera sabe leer el idioma antiguo. Pero tiene un gran sentido
común, y para ser un anciano que ronda los doscientos años, anda muy bien.
—¿En aeroplano? —sonrió Martel.
Chang le devolvió la sonrisa. Los músculos faciales de Chang se movían
con asombrosa disciplina; quien pasara por allí no podría sospechar que era un
háberman y que controlaba los ojos, las mejillas y los labios con frío dominio
intelectual. Esa expresión tenía la espontaneidad de la vida. Martel miró las
frías y muertas caras de Parizianski y los demás, y por un instante envidió a
Chang. Sabía que él mismo tenía una buena expresión. ¿Por qué no? Estaba en cranch.
Se volvió hacia Parizianski y dijo:
—¿Has oído lo que dijo Chang del padre? El viejo anda en aeroplano.
Parizianski movió la boca, pero los sonidos no significaron nada. Cogió
su tablilla y la mostró a Martel y Chang.
Que vij ncribi
En ese instante, Martel oyó pasos que procedían del pasillo. No pudo
evitar mirar hacia la puerta. Otros ojos siguieron la mirada de Martel.
Vomact entró en el cuarto.
El grupo se ordenó en cuatro filas paralelas. Cada uno observó a los
demás. Muchas manos se extendieron para ajustar los controles electroquímicos
de las cajas torácicas, que habían empezado a cargarse. Un observador mostró un
dedo roto descubierto por un contraobservador, y lo acercó para que se lo
curaran y entablillaran.
Vomact había sacado el bastón de mando. El cubo del extremo superior del
bastón emitió una luz roja y brillante; las filas se reordenaron y los
observadores saludaron con una seña:
—Presentes y atentos.
—Soy el decano y asumo el mando
—respondió Vomact. Los dedos parlantes se alzaron en un ademán de asentimiento.
—¿Hay algún hombre cerca?
¿Hay algún háberman no controlado? ¿Todo despejado para los observadores?
Sólo Martel oyó el extraño susurro de pies cuando todos se volvieron
para mirarse mutuamente sin abandonar su posición, alumbrando los rincones
oscuros de la sala con las luces de los cinturones. Cuando se volvieron de
nuevo hacia Vomact, el decano declaró:
—Todo despejado. Atención.
Martel advirtió que sólo él se relajaba. Los demás no podían hacerlo, ya
que tenían la mente bloqueada dentro del cráneo, conectada sólo con los ojos, y
el resto del cuerpo controlado por la mente sólo a través de nervios no
sensoriales y gracias a las cajas de instrumentos del pecho. Martel advirtió
que, estando en cranch, había esperado oír la voz de Vomact; ya que el
decano estaba hablando. Sin embargo, ningún sonido le salía de la boca.
(Vomact nunca se preocupaba por el sonido.)
—...y cuando los primeros que fueron arriba-afuera llegaron a la Luna,
¿qué encontraron?
—Nada —repuso el callado coro de labios.
—De forma que viajaron más lejos, a Marte y Venus. Las naves salían un
año tras otro, pero ninguna volvió hasta el Año Uno del Espacio. Al fin regresó
una nave con el primer efecto. Observadores, os pregunto: ¿qué es el primer
efecto?
—Nadie lo sabe. Nadie lo sabe.
—Nadie lo sabrá nunca. Hay demasiadas variables. ¿Cómo conocemos el
primer efecto?
—Por el gran dolor del espacio —respondió el coro.
—¿Y por qué otro indicio?
—Por la necesidad, oh, por la necesidad de la muerte.
—¿Y quién acabó con la necesidad de la muerte? —inquirió Vomact.
—Henry Haberman conquistó el primer efecto, en el año 83 del Espacio.
—¿Cómo, observadores?
—Hizo los hábermans.
—¿Cómo, observadores, se hacen los hábermans?
—Con los cortes. Los cortes aislan el cerebro del corazón, de los
pulmones. Aislan el cerebro de los oídos, de la nariz. Aislan el cerebro de la
boca, del vientre. Aislan el cerebro del deseo y del dolor. Aislan el cerebro
del mundo. Menos los ojos. Menos el control de la carne viva.
—¿Y cómo, observadores, se controla la carne?
—Con las cajas insertas en la carne, los tableros del pecho, las señales
que gobiernan el cuerpo, las señales que proporcionan vida al cuerpo.
—¿Cómo vive un háberman?
—El háberman vive gracias al control de las cajas.
—¿De dónde vienen los hábermans?
Martel sintió la respuesta como un gran rugido de voces cascadas
resonando en la sala mientras los observadores, que al mismo tiempo eran
hábermans, añadían sonido a los movimientos de los labios.
—Los hábermans son la escoria de la humanidad. Los hábermans son los
débiles, los crueles, los crédulos y los inadaptados. Los hábermans son los
sentenciados-a-más-que-muerte. Los hábermans viven sólo en la mente. Los matan
para el espacio, pero viven para el espacio. Dominan las naves que unen las
Tierras. Viven en el gran dolor mientras los hombres normales duermen el helado
sueño del tránsito.
—Hermanos y observadores, os pregunto ahora: ¿somos o no hábermans?
—Somos hábermans en carne y hueso. Nos cortan y nos aislan el cerebro
del cuerpo. Estamos listos para ir arriba-afuera. Hemos pasado por el aparato
de Háberman.
Los ojos de Vomact centellearon cuando formuló la pregunta ritual:
—Entonces, ¿somos hábermans?
La coreada respuesta estuvo acompañada otra vez por un rugido de voces
que sólo Martel oyó:
—Hábermans somos, y más, y más. Somos los escogidos, que se transforman
en hábermans por propia y libre voluntad. Somos los agentes de la
Instrumentalidad de lo Humano.
—¿Qué deben decirnos los demás?
—Deben decirnos: «Sois los más valientes entre los valientes, los más
diestros entre los diestros. Toda la humanidad honra al observador, que une las
Tierras de la humanidad. Los observadores son los protectores de los hábermans,
los jueces en el arriba-afuera. Permiten que los hombres vivan donde los
hombres necesitan desesperadamente morir. ¡No hay nadie más respetado en toda
la humanidad, e incluso los jefes de la Instrumentalidad se complacen en
rendirles homenaje!» Vomact se irguió aún más.
—¿Qué deber secreto tiene un observador?
—Mantener la ley en secreto y destruir a quienes lleguen a conocerla.
—¿Cómo destruirlos?
—Dos veces Sobrecarga atrás y Muerte.
—Si mueren hábermans, ¿cuál es nuestro deber? Los observadores
respondieron apretando los labios. (El código era silencio.) Martel, que
conocía el ritual desde hacía tiempo y estaba un poco aburrido de la ceremonia,
miró alrededor y notó que Chang respiraba entrecortadamente; estiró la mano y
le ajustó el control de pulmones. Chang lo miró con gratitud. Vomact advirtió
la interrupción y los fulminó con la mirada. Martel se relajó tratando de
imitar la fría y muerta inexpresividad de los demás, lo cual no resultaba fácil
cuando se estaba en cranch.
—Si mueren otros, ¿cuál es nuestro deber?
—Los observadores informan juntos a la Instrumentalidad. Los
observadores aceptan juntos el castigo. Los observadores resuelven juntos el
problema.
—¿Y sí el castigo es severo?
—Entonces no salen las naves.
—¿Y si no se honra a los observadores?
—Entonces no salen las naves.
—¿Y si el observador no recibe su paga?
—Entonces no salen las naves.
—¿Y si los Otros y la Instrumentalidad no cumplen en todo momento y en
todos los aspectos con sus obligaciones hacia los observadores?
—Entonces no salen las naves.
—¿Y qué ocurre, observadores, si no salen las naves?
—Se separan las Tierras. Regresa el Yermo. Vuelven las Viejas Máquinas y
las Bestias.
—¿Cuál es el primer deber de un observador?
—No dormirse arriba-afuera.
—¿Cuál es el segundo deber de un observador?
—No recordar el nombre del miedo.
—¿Cuál es el tercer deber de un observador?
—Usar el alambre de Eustace Cranch con cuidado y moderación. —Varios
pares de ojos buscaron a Martel—. El alambre sólo en casa, sólo entre amigos,
sólo para recordar, descansar o procrear.
—¿Qué han prometido los observadores?
—Fidelidad aun cuando les acose la muerte.
—¿Cuál es el lema del observador?
—Atención aun cuando estén rodeados por el silencio.
—¿Cuál es la misión del observador?
—Ahínco aun en las alturas del arriba-afuera, lealtad aun en las
honduras de las Tierras.
—¿Cómo se conoce a un observador?
—Nosotros nos conocemos. Estamos muertos aunque estamos vivos. Y
hablamos con la tablilla y la uña.
—¿Qué es este código?
—Este código es la antigua y cordial sabiduría de los observadores,
sintetizada para que nuestra mutua lealtad nos anime y nos aliente.
A estas alturas el ritual continuaba: «Concluimos el código. ¿Hay una
misión o un mensaje para los observadores?» En cambio Vomact dijo:
—Emergencia máxima. Emergencia máxima. Los otros observadores indicaron Presentes
y atentos. Vomact dijo, mientras todos se esforzaban por leerle los
labios:
—¿Alguien conoce los trabajos de Adam Stone? Martel vio labios que se
movían diciendo:
—El Asteroide Rojo. El Otro que vive en el borde del espacio.
—Adam
Stone ha hablado con los Señores de la Instrumentalidad. Afirma que ha
descubierto una eficaz protección contra el dolor del espacio. Asegura que
puede lograrse que los hombres normales trabajen y estén despiertos
arriba-afuera sin correr peligro. Afirma que los observadores ya no son
necesarios.
Las luces de cinturones relampaguearon por toda la sala cuando los
observadores solicitaron autorización para hablar. Vomact señaló a uno de los más
veteranos.
—Hablará el observador Smith.
Smith avanzó despacio hacia la luz, mirándose los pies. Se volvió para
que le vieran la cara.
—Afirmo que no es cierto —dijo—. Afirmo que Adam Stone miente
descaradamente. Digo que la Instrumentalidad no debe dejarse engañar.
Hizo una pausa. Luego continuó, respondiendo a una pregunta de los
presentes que la mayoría no había visto:
—Invoco la misión secreta de los observadores. Smith abrió la mano
derecha pidiendo atención de emergencia:
—Afirmo que Stone debe morir.
Martel, todavía en cranch, se estremeció al oír los abucheos,
quejidos, gritos, chillidos, gruñidos y gemidos de los observadores, que en la
excitación se olvidaban del ruido y trataban de que sus cuerpos inertes
hablaran a los oídos sordos de los demás. Las luces de los cinturones
parpadeaban frenéticamente. Algunos observadores se lanzaron a la tribuna, y
se arremolinaron al pie pidiendo la palabra hasta que Parizianski —el más
corpulento— ganó el lugar a empellones e interpeló al grupo.
—Hermanos observadores, prestadme ojos.
Abajo los hombres seguían forcejeando y empujándose con torpeza. Vomact
se plantó ante Parizianski, miró a los demás y dijo:
—¡Observadores, observad! Prestadle ojos.
Parizianski no era buen orador. Movía los labios con excesiva rapidez.
Movía las manos, con lo cual los demás distraían la atención de su boca. Sin
embargo, Martel pudo captar gran parte del mensaje:
—... no podemos hacerlo. Quizá Stone tuvo éxito. Si lo tuvo, es el fin
de los observadores. También es el fin de los hábermans. Ninguno de nosotros
tendrá que luchar arriba-afuera. Ya nadie tendrá que entrar en cranch
para ser humano por unas horas o unos días. Todos seremos Otros. Nadie tendrá
necesidad del alambre nunca más. Los hombres serán hombres. Se podrá matar a
los hábermans con decencia y decoro, como se ejecutaba a los hombres en los
viejos tiempos, no será necesario mantenerlos con vida. ¡No tendrán que
trabajar arriba-afuera! No habrá más gran dolor. ¡Pensadlo! ¡No... más...
gran... dolor! ¿Cómo saber si Stone miente...?
Las luces de los cinturones apuntaron hacia los ojos de Parizianski.
(Éste era el peor insulto que un observador podía hacer a un compañero.)
Vomact ejerció de nuevo su autoridad. Se puso delante de Parizianski y
le dijo algo que los demás no pudieron ver. Parizianski bajó de la tribuna.
Vomact tomó la palabra:
—Creo que algunos observadores no están de acuerdo con el hermano
Parizianski. Sugiero que suspendamos el uso de la tribuna hasta que hayamos
discutido la situación en privado. Reanudaré la sesión en quince minutos.
Martel buscó a Vomact. El decano se había unido al grupo de los de
abajo. Martel escribió un rápido mensaje en la tablilla y aguardó la
oportunidad de poner la tablilla ante los ojos del decano. Había escrito:
Sty n
crnch. Sicito rsptusment prmso pr rtrrm ahr, spr órdns.
El cranch producía un extraño efecto en Martel. La mayoría de
las reuniones siempre le habían parecido formales, alentadoramente
ceremoniosas, reuniones que iluminaban la oscura eternidad interior de la habermanidad.
Cuando no estaba en cranch, Martel sólo sentía el cuerpo como un busto
de mármol siente el pedestal de mármol. Había estado antes con los
observadores. Había estado con ellos durante horas, sin esfuerzo, mientras el
largo ritual se abría paso por la terrible soledad que había detrás de los
ojos, y había sentido que los observadores, aun siendo una hermandad de marginados,
eran respetados por las mutilaciones que constituían una necesidad profesional.
Esta vez era distinto. En cranch, y en plena posesión del
olfato-sonido-gusto, Martel reaccionaba casi como un hombre normal. Vio a sus
amigos y colegas como fantasmas crueles que celebraban el estéril rito de su
propia e irrevocable condenación. ¿Qué importaba lo demás cuando uno se
transformaba en háberman? ¿A qué venía ese parloteo sobre hábermans y
observadores? Los hábermans eran criminales o herejes, y los observadores
caballeros voluntarios; pero todos estaban en el mismo tren, con una sola
diferencia: los observadores podían disfrutar de un breve regreso al mundo de
los hombres mediante el alambre de cranch, mientras que los hábermans
quedaban desconectados cuando las naves llegaban a puerto y se los dejaba en
suspensión hasta que era preciso despertarlos, en alguna emergencia o
dificultad, para que cumplieran otra fase de su condena. Era raro ver a un
háberman en la calle; tenía que ser alguien muy audaz o muy destacado para que
le permitieran mirar a los hombres desde la terrible cárcel de un cuerpo
mecanizado. Pero ¿qué observador se apiadaba de un háberman? ¿Qué observador se
dirigía a un háberman salvo con displicencia, y como mero deber? ¿Qué habían
hecho los observadores, como gremio y como clase, por los hábermans, excepto
asesinarlos torciéndoles la muñeca cada vez que un háberman, que había pasado
tanto tiempo junto al observador, llegaba a dominar el oficio de la observación
y aprendía a vivir por su propia voluntad, y no bajo el mandato impuesto por
los observadores? ¿Qué podían saber los Otros, los hombres normales, de lo que
pasaba en las naves? Los Otros dormían en los cilindros, piadosamente
inconscientes hasta que despertaban en la Tierra de destino. ¿Qué podían saber
los Otros de los hombres que tenían que permanecer vivos dentro de la nave?
¿Qué podían saber los Otros del arriba-afuera? ¿Cuántos podían
contemplar la hiriente y acida belleza de los astros en el espacio abierto?
¿Qué podían decir del gran dolor, que empezaba agazapado en la médula, como un
malestar, y que seguía con fatiga y náusea en cada neurona, cada célula del
cerebro, cada punto sensible del cuerpo, hasta que la vida misma se convertía
en una terrible y penosa ansiedad de silencio y muerte?
Martel era un observador. Claro que lo era. Era observador desde que,
siendo todavía un hombre normal, había jurado bajo la luz del Sol, ante un
subjefe de la Instrumentalidad:
—Entrego mi honor y mi vida a la humanidad. Me sacrificaré
voluntariamente por el bienestar de la humanidad. Al aceptar este peligroso y
austero honor, cedo todos mis derechos a los honorables Señores de la
Instrumentalidad y a la honorable hermandad de los observadores.
Martel había jurado.
Había entrado en el aparato de Haberman.
Recordaba aquel infierno. El paso no había resultado tan malo, aunque le
pareció que duraba cíen millones de años, cien millones de años de insomnio.
Había aprendido a sentir con los ojos. Había aprendido a ver a pesar de las
gruesas placas que le instalaron detrás de las órbitas de los ojos para
aislarlas del resto del cuerpo. Había aprendido a mirarse la piel. Aún
recordaba la vez en que había notado la camisa húmeda y al sacar el espejo de
observación descubrió que se había abierto una herida en el costado al apoyarse
en una máquina vibradora. (Eso ya no le sucedía: ahora era un experto en la
lectura de sus instrumentos.) Recordaba cómo había ido arriba-afuera, y cómo le
había golpeado el gran dolor, aunque el tacto, el olfato, la sensibilidad y el
oído prácticamente no existían. Recordaba haber matado hábermans, y haber conservado
a otros con vida, y haber permanecido en pie y despierto durante meses junto al
honorable observador piloto. Recordaba haber desembarcado en Tierra Cuatro, un
planeta que no le había gustado. Y ese día había entendido que nunca habría
ninguna recompensa.
Ahora Martel estaba de píe entre los demás observadores. Odiaba la
torpeza con que se movían, odiaba su inmovilidad cuando estaban quietos. Odiaba
la rara mezcla de olores que despedían esos cuerpos. Odiaba esos gruñidos,
gemidos y graznidos que ellos nunca oían. Odiaba a los observadores, y se
odiaba a sí mismo.
¿Cómo lo soportaba Luci? Durante semanas, mientras la cortejaba, el
instrumental que llevaba en el pecho le había indicado Peligro: había
usado el alambre ilegalmente, pasando de un cranch al otro sin prestar
atención a los indicadores que oscilaban al filo de Sobrecarga. La había
conquistado sin pensar qué ocurriría si ella le daba el sí. Luci le había
aceptado complacida.
«Y fueron felices para siempre.» Así ocurría en los viejos libros, pero
¿cómo les podía ocurrir a ellos, en la vida real? En todo el año anterior,
Martel había pasado sólo dieciocho días bajo el alambre, y sin embargo Luci lo
había amado. Aún lo amaba. Martel lo sabía. Luci se inquietaba por él mientras
Martel pasaba meses arriba-afuera. Trataba de brindarle un hogar aunque él
fuera un háberman, de prepararle buenas comidas aunque él no pudiera
saborearlas, de parecer atractiva aunque él no pudiera besarla: y quizá fuera
mejor, pues el cuerpo de un háberman no era más que un mueble. Luci tenía mucha
paciencia.
¡Y ahora, Adam Stone! (Dejó que se le borrara la tablilla: ¿cómo podía
irse?)
¿Dios bendiga a Adam Stone?
Martel no pudo menos que sentir lástima de sí mismo. Nunca más la
imperiosa llamada del deber lo llevaría a través de doscientos años del tiempo
de los Otros, a través de dos millones de eternidades propias. Podía relajarse
y descansar. Podía olvidar el espacio profundo y dejar el arriba-afuera en
manos de los Otros. Podía entrar en cranch cada vez que se le antojara.
Podía ser casi normal —casi— durante un año, cinco años o ningún año. Pero al
menos podía estar con Luci. Podía
ir con ella al Yermo, a los parajes oscuros donde aún vagaban las Bestias y las
Máquinas Antiguas. Quizá muriera en el fragor de la cacería, mientras arrojaba
lanzas a un antiguo manshonyagger que saltaba desde su escondrijo, o tirara
esferas de calor a las tribus de No Perdonados que aún merodeaban por el
Yermo. ¡Todavía había una vida que disfrutar, una muerte acogedora y normal que
aceptar, no el movimiento de una aguja en el silencio y la agonía del espacio!
Martel caminaba de un lado a otro con impaciencia. Tenía los oídos
sintonizados con los sonidos del habla normal, pues no tenía ganas de mirar los
labios de sus hermanos. Parecía que al fin habían tomado una decisión. Vomact
se acercó a la tribuna. Martel buscó a Chang con la mirada y se le acercó.
—Estás inquieto como agua en el aire —susurró Chang—. ¿Qué te pasa? ¿Se
te acaba el cranch.
Ambos contemplaron a Martel, pero los instrumentos no indicaban que el cranch
llegara a su fin.
La gran luz resplandeció exigiendo atención. Las hileras de observadores
se volvieron a ordenar. Vomact metió el viejo y enjuto rostro en el resplandor.
—Observadores y hermanos —dijo—, daré inicio a la votación.
Vomact esperó en la actitud que significaba: Soy el decano y asumo el
mando.
La luz de un cinturón relampagueó una protesta.
Era el viejo Henderson, quien subió a la tribuna y le dijo algo a
Vomact. Ante una seña aprobatoria de Vomact, se volvió hacia los demás
observadores y repitió la pregunta:
—¿Quién habla por los observadores que están fuera, en el espacio?
No hubo respuesta; ni manos ni luces de cinturones. Henderson y Vomact
deliberaron unos instantes, cara a cara. Luego Henderson se volvió hacia los
demás:
—Me someto a la autoridad del decano. Pero no a la asamblea de la
hermandad. Somos sesenta y ocho observadores, sólo cuarenta y siete están
presentes, y hay uno en cranch. Por tanto, he propuesto que el decano
sólo asuma el mando de un comité de emergencia, pero no de una asamblea. Honorables
observadores, ¿entendéis y aceptáis?
Varias manos se alzaron en señal de asentimiento.
—¿Qué diferencia hay? —murmuró Chang al oído de Martel—. ¿Quién puede
distinguir una asamblea de un comité?
Martel aprobaba las palabras de Chang, pero le impresionaba aún más el
hecho de que Chang dominara la voz a pesar de ser un háberman.
Vomact reasumió la presidencia.
—Ahora votaremos sobre el asunto Adam Stone. Primero, quizá no haya
descubierto nada y todo sea una mentira. Nuestra experiencia práctica como
observadores nos dice que el dolor del espacio es sólo parte de la observación —pero
la parte esencial, la base de todo, pensó Martel—, y podemos tener la
certeza de que Stone no resolverá el problema de la disciplina del espacio.
—De nuevo esa tontería —murmuró Chang. Sólo Martel lo oyó.
—La disciplina espacial de nuestra hermandad ha mantenido el alto
espacio libre de guerras y conflictos. Sesenta y ocho hombres disciplinados
dominan todo el espacio. Nuestro juramento y nuestra condición de hábermans
nos apartan de las pasiones terrenas.
»Por tanto, si Adam Stone ha vencido el dolor del espacio para que los
Otros desmantelen la hermandad y lleven al espacio la turbulencia y la
destrucción que asóla las Tierras, afirmo que Adam Stone está equivocado. ¡Si
Adam Stone tiene éxito, los observadores viven en vano!
»Segundo, aunque Adam Stone no haya vencido el dolor del espacio,
causará grandes problemas en todas las Tierras. Quizá la Instrumentalidad y los
subjefes no nos den la cantidad de hábermans necesaria para manejar las naves.
Correrán rumores descabellados, y habrá menos reclutas. Peor aún, si estas
ridiculas herejías se propagan ya no habrá disciplina.
»Por tanto, si Adam Stone consiguió algo, amenaza la existencia de la
hermandad, y debe morir.
»Propongo la muerte de Adam Stone.
Y Vomact hizo la señal que indicaba: Se invita a los honorables
observadores a votar.
Martel buscó desesperadamente la luz del cinturón. Chang había esperado
esas palabras de Vomact y ya había sacado la luz: enfocó el brillante rayo
hacia el techo, votando «no». Martel sacó la luz y también dirigió el rayo
hacia arriba. Luego miró alrededor. De los cuarenta y siete observadores, sólo
seis habían encendido el rayo.
Se encendieron otras dos luces. Vomact estaba rígido como un cadáver
congelado. Le relampagueaban los ojos mientras escrutaba al grupo buscando
luces. Se encendieron otras más. Al fin Vomact adoptó la postura de cierre.
—Que los observadores hagan el recuento —indicó.
Tres de los hombres mayores subieron a la tribuna con Vomact. Miraron
hacia la sala. (Martel pensó: ¡Estos condenados fantasmas están votando por
la vida de un hombre verdadero, un hombre vivo! No tienen derecho. ¡Acudiré a
la Instrumentalidad! Pero sabía que no lo haría. Pensó en Luci, y en lo
que ella podría ganar con el triunfo de Adam Stone, y la desgarradora locura
de esa votación le resultó intolerable.)
Los tres escrutadores levantaron las manos mostrando unánimemente la
señal de un número: Quince en contra.
Vomact los despidió con una reverencia. Se volvió hacia la sala e
indicó:
—Soy el decano y asumo el mando.
Asombrándose de su propia osadía, Martel mantuvo la luz del cinturón en alto.
Sabía muy bien que cualquiera de los demás podía tender la mano para pasarle la
caja cardíaca a Sobrecarga. Notó que la mano de Chang se acercaba para
asirle por la aerochaqueta, pero lo eludió y corrió a toda prisa hacia la
tribuna. Mientras corría se preguntó a qué podía apelar. Era inútil recurrir al
sentido común. Ya era tarde. Tenía que invocar a la ley.
Se plantó en la tribuna junto a Vomact y adoptó la postura: ¡Observadores,
una ilegalidad!
Habló sin abandonar esa postura, violando las normas.
—Un comité no puede condenar a muerte por simple mayoría. Se requieren
dos tercios de la asamblea.
Martel vio que el cuerpo de Vomact se abalanzaba sobre él; sintió que se
caía de la tribuna, chocaba contra el suelo y se lastimaba las rodillas y las
manos, ahora sensibles. Lo ayudaron a incorporarse. Lo observaron, un
observador que apenas conocía le tomó los instrumentos y lo tranquilizó.
Martel pronto se sintió más tranquilo y aliviado, y se odió a sí mismo
por ello.
Miró hacia la tribuna. El cuerpo de Vomact indicaba:
¡Orden! ¡Orden!
Los observadores volvieron a sus puestos. Los dos observadores que
estaban junto a Martel le asieron por los brazos. Martel les gritó, pero los
observadores desviaron la mirada cerrando toda comunicación.
Vomact volvió a hablar cuando vio que de nuevo la tranquilidad reinaba
en la sala.
—Un observador ha acudido en cranch. Honorables observadores, os
pido perdón. No es culpa de nuestro digno observador, el amigo Martel. Ha
venido aquí cumpliendo órdenes. Yo le dije que no dejara el cranch,
esperando evitarle un innecesario estado de háberman. Todos sabemos que Martel
es feliz en su matrimonio y le deseamos suerte en ese audaz experimento.
Aprecio a Martel. Respeto su opinión. Quería tenerlo con nosotros. Sé que todos
compartís mi opinión. Pero está en cranch, y ahora no es capaz de asumir
la alta misión de los observadores. Por tanto, propongo una solución que considero
ecuánime. Sugiero que excluyamos al observador Martel, por violación de las
reglas. Esa violación resultaría imperdonable si Martel no estuviera en cranch.
»Pero, para hacer justicia a Martel, también propongo poner a votación
el punto que tan inadecuadamente ha presentado nuestro digno pero
descalificado hermano.
Vomact indicó: Se invita a los honorables observadores a votar.
Martel trató de tocar la luz de su cinturón. Las muertas y fuertes manos lo
aferraron y los esfuerzos de Martel fueron inútiles. Sólo una luz apuntaba
hacia arriba: la de Chang, sin duda.
Vomact volvió a asomar la cara a la luz:
—Habiendo aprobado la proposición general mediante el voto de los dignos
observadores presentes, propongo que este comité asuma la plena autoridad de
una asamblea, y me haga además responsable de todos los delitos que pueda
provocar la acción del comité. Responderé ante la próxima asamblea general,
pero no ante ninguna otra autoridad fuera de las exclusivas y secretas filas
de los observadores.
Vomact adoptó pretenciosamente la postura Votada seguro del
triunfo.
Sólo centellearon unas luces: no sumaban la cuarta parte de los
presentes.
Vomact habló de nuevo. La luz le iluminó la alta y serena frente, las
distendidas y muertas mejillas, dejándole la barbilla casi en sombras. Sólo la
claridad que venía de abajo le alumbraba a veces los labios, que aun inmóviles
parecían crueles. (Se decía que Vomact era descendiente directo de una antigua
dama que una vez atravesó de manera ilegítima e inexplicable muchos cientos de
años en una sola noche. El nombre de la dama Vomact formaba parte de la
leyenda, pero su sangre y su arcaica sed de poder persistían en el mudo y
dominante cuerpo del descendiente. A Martel le parecieron ciertas las viejas
historias mientras miraba la tribuna, y se preguntó qué olvidada mutación había
permitido que la familia Vomact perdurara como una bandada de aves de presa
entre los hombres.) Moviendo los labios como si gritara, pero en silencio,
Vomact declaró:
—El honorable comité se complace ahora en reafirmar la sentencia de
muerte dictada contra Adam Stone, hereje y enemigo.
Otra vez la postura de Votad.
La luz de Chang brilló de nuevo como una protesta firme y solitaria.
Vomact hizo entonces la última propuesta:
—Solicito que se designe al presente decano como director de la
sentencia y se le autorice a nombrar ejecutores, uno o muchos, que manifiesten
la majestad y voluntad de los observadores. Asumiré la responsabilidad del
acto, no de los medios. Se trata de un acto noble, para protección de la
humanidad y del honor de los observadores; pero de los medios sólo podemos decir
que serán los mejores de que dispongamos y nada más. ¿Quién sabe cómo matar a
un Otro en una Tierra atestada y vigilante? No se trata en este caso de arrojar
al espacio a un hombre que duerme encerrado en un cilindro, ni de hacer subir
la aguja de un háberman. En los planetas la gente no muere como arriba-afuera.
Se resiste a morir. Matar en la Tierra no es nuestra tarea habitual, como bien
sabéis, oh hermanos y observadores. En vuestro nombre y el mío, yo escogeré al
representante que considere apropiado. De lo contrario, el conocimiento común
se convertiría en traición común; en cambio, si la responsabilidad es sólo mía,
sólo yo podría traicionaros, y si la Instrumentalidad quisiera investigar, no
tendríais que buscar muy lejos. (? Y el asesino?, pensó Martel. Él
también sabrá, a menos que... a menos que lo hagan callar para siempre.)
Vomact adoptó la postura: Se invita a los honorables observadores a
votar.
Brilló una luz de protesta: de nuevo Chang.
Martel creyó distinguir una sonrisa alegre y cruel en el rostro inánime
de Vomact: la sonrisa de un hombre que se consideraba justo y respaldaba esa
rectitud con enérgica autoridad.
Por última vez, Martel intentó zafarse.
Las manos inflexibles le retuvieron. Permanecerían cerradas como
tenazas hasta que los ojos de sus dueños las abrieran; de lo contrario, ¿cómo
podrían pasar meses enteros al timón, allá en el espacio?
—Honorables observadores —gritó Martel—, esto es un asesinato.
Ningún oído percibió su grito. Martel estaba en cranch, y solo.
Sin embargo, insistió:
—Ponéis en peligro la hermandad.
Nada ocurrió.
El eco de la voz surcó la sala. Ninguna cabeza giró. Ninguna mirada
buscó los ojos de Martel.
Martel notó que los observadores hablaban en parejas y rehuían su
mirada. Ninguno deseaba ver sus palabras. Detrás del frío rostro de esos amigos
se escondía la pena o la burla. Todos sabían que estaba en cranch: de
forma provisional era absurdo, normal, humano, un no observador. Pero Martel
también sabía que en este asunto la sabiduría de los observadores no servía de
nada. Sólo un hombre normal podía sentir en la sangre la humillación y la ira
que sentirían los Otros ante un asesinato premeditado. La hermandad estaba en
peligro, pues la más antigua prerrogativa de la ley era el monopolio de la
muerte. Aun las naciones antiguas lo sabían, ya en tiempos de las Guerras,
antes de las Bestias, antes de que los hombres fuesen arriba-afuera. ¿Cómo lo
decían? Sólo el Estado matará. Los Estados habían desaparecido, pero
quedaba la Instrumentalidad, y la Instrumentalidad no podía perdonar delitos
cometidos en las Tierras pero al margen de su autoridad. La muerte en el
espacio era cuestión y derecho de los observadores. ¿Cómo Iba a imponer la
Instrumentalidad leyes en un lugar donde los hombres sólo despertaban para
morir en el gran dolor? La Instrumentalidad, con mucha sabiduría, había dejado
el espacio a los observadores, y la hermandad, por su parte, no se inmiscuía en
el gobierno de las Tierras. ¡Y ahora la hermandad actuaría como una pandilla de
estúpidos y temerarios forajidos, como las tribus de los No Perdonados!
Martel lo sabía; estaba en cranch. Si hubiera sido háberman
habría pensado sólo con el cerebro, no con el corazón, las entrañas y la
sangre. ¿Cómo podían saberlo los demás observadores?
Vomact regresó a la tribuna por última vez.
—El comité ha deliberado; cúmplase su
voluntad.
—Como decano —añadió verbalmente—, os pido lealtad y silencio.
Los dos observadores soltaron a Martel, quien se frotó las manos
entumecidas, sacudiendo los dedos para facilitar la circulación. Estaba libre,
y se preguntó si podría hacer algo. Se examinó: el cranch continuaba.
Quizá durara un día. Bien, podría seguir adelante aun después de volverse
háberman, pero resultaría incómodo, pues tendría que hablar con el dedo y la tablilla.
Buscó a Chang con la mirada. Lo vio de pie en un rincón, sereno e inmóvil.
Martel se le acercó despacio, para no llamar la atención de los demás. Miró a
Chang, de cara a la luz, y articuló:
—¿Qué haremos? No permitirás que maten a Adam Stone, ¿verdad? ¿No
comprendes lo que representaría para nosotros el trabajo de Stone, sí tuviera
éxito? No habría más observadores. No habría más hábermans. Se acabaría el
dolor del arriba-afuera. Te digo que si los demás estuvieran ahora como yo, lo
verían todo desde una perspectiva humana, no con esa lógica estrecha e
insensata que han manifestado en la reunión. Tenemos que detenerlos. ¿Crees
que será posible? ¿Qué haremos ahora? ¿Qué piensa Parizianski? ¿A quién han
escogido?
—¿Qué pregunta contesto primero? Martel rió. (Era bueno reír, aun en
estas circunstancias; le ayudaba a sentirse más humano.)
—¿Me ayudarás?
—No, no, no —respondió Chang con un destello en los ojos.
—¿No ayudarás?
—No.
—¿Por qué, Chang? ¿Por qué?
—Soy un observador. Se ha votado. Tú harías lo mismo si no estuvieras en
esa extraña condición.
—No es una extraña condición. Estoy en cranch y veo las cosas tal
como las verían los Otros. Veo la necedad. La imprudencia. El egoísmo. Es un
asesinato.
—¿Qué es un asesinato? ¿Acaso tú no has matado? No eres uno de los
Otros, Martel, sino un observador. Ve con cuidado o lo lamentarás.
—Entonces, ¿por qué has votado contra Vomact? ¿No has entendido lo que
significa Adam Stone para todos nosotros? Los observadores vivirán en vano.
¡Gracias a Dios! ¿No lo entiendes?
—No.
—Pero estás hablando conmigo, Chang. ¿Eres mi amigo?
—Estoy hablando contigo. Soy tu amigo. ¿Por qué no?
—Pero ¿qué piensas hacer?
—Nada, Martel. Nada.
—¿Me ayudarás?
—No.
—¿Ni siquiera para salvar a Stone?
—No.
—Entonces, pediré ayuda a Parizianski.
—Pierdes el tiempo.
—¿Por qué? En este momento Parizianski es más humano que tú.
—Parizianski no te ayudará porque tiene una misión. Vomact lo ha
designado para matar a Adam Stone.
Martel se interrumpió en mitad de una palabra. De repente adoptó la
postura: Gracias, hermano, me marcho.
Cuando llegó a la ventana, se volvió hacia los demás. Vio que Vomact le
estaba observando. Indicó Gracias, hermano, me marcho, y añadió el
saludo de respeto a los decanos. Vomact captó la señal, y Martel alcanzó a
distinguir un movimiento de los labios. Creyó interpretar las palabras «Ten
mucho cuidado», pero no se quedó a preguntar. Retrocedió un paso y se arrojó
por la ventana.
Alejándose del edificio ajustó la aerochaqueta a velocidad máxima. Nadó
ociosamente en el aire, observándose con atención y reduciendo el flujo de
adrenalina. Al fin abrió la llave de propulsión y el aire frío le azotó como un
torrente. Adam Stone tenía que estar en el Puerto Principal. Adam Stone tenía
que estar allí.
Esa noche Adam Stone se llevaría una verdadera sorpresa. La sorpresa de
encontrarse con el más extraño de los seres, el primer observador renegado. (De
pronto, Martel cayó en la cuenta de que ese renegado era él mismo.) ¡Martel,
traidor a los observadores! No sonaban bien. ¿Y Martel, leal a los hombres? ¿No
era acaso una compensación? Y si ganaba, ganaría a Luci. Si perdía, no se
perdía nada: un insignificante y prescindible háberman. Claro que ese háberman
era él mismo. Pero ¿qué importaba en comparación con la humanidad, la
hermandad, Luci?
Adam Stone recibirá dos visitas esta noche, pensó Martel. Dos observadores, uno amigo del otro. Esperaba que
Parizianski aún fuera su amigo.
Y el mundo, añadió, depende de quién
llegue primero. Las multifacéticas luces del Puerto fulguraron a lo lejos
en la bruma. Martel vio las torres exteriores de la ciudad y vislumbró la
periferia fosforescente que los protegía de las Bestias, las Máquinas y los No
Perdonados que merodeaban en el Yermo.
Invocó a los señores de la fortuna:
—¡Ayudadme a pasar por un Otro!
Martel no tuvo problemas en el Puerto. Se echó la aerochaqueta sobre los hombros, ocultando el instrumental. Sacó el espejo de observación y se maquilló la cara desde dentro, agregando tono y animación a la sangre y los músculos hasta que la cara adquirió color, y una saludable transpiración le brotó de la piel. Parecía un hombre normal al cabo de un prolongado vuelo nocturno.
Tras alisarse la ropa y esconder la tablilla en la chaqueta, Martel reflexionó
sobre el problema del dedo parlante. Si conservaba la uña, descubrirían que era
un observador. Lo respetarían, pero también lo identificarían. Los guardias que
la Instrumentalidad habría apostado en torno de Adam Stone se apresurarían a
detenerlo. Si se cortaba la uña... ¡Imposible!
Ningún observador, en toda la historia de la hermandad, se había roto la uña voluntariamente. Eso habría significado renuncia, y no existía tal posibilidad. ¡La única manera de salir era en el arriba-afuera! Martel se llevó el dedo a la boca y se mordió la uña. Se contempló el dedo, que ahora tenía un aspecto extraño, y suspiró.
Echó a andar hacia las puertas de la ciudad, se metió la mano en la
chaqueta y cuadruplicó la fuerza muscular. Quiso observar, pero de pronto recordó
que tenía los instrumentos ocultos. Lo arriesgaré todo, pensó.
El guardia lo paró con un alambre inspector. La esfera chocó contra el
pecho de Martel.
—¿Eres un hombre? —preguntó la voz invisible. (En la condición de
háberman observador, el campo magnético de Martel habría encendido la esfera.)
—Soy un hombre.
Martel sabía que el tono de voz era adecuado; esperaba que no le
confundieran con un Menshanyágger, una Bestia o un No Perdonado, los cuales
intentaban entrar en las ciudades y los puertos imitando a los hombres.
—Nombre, número, jerarquía, propósito, función, hora de partida.
—Martel. —Tuvo que recordar su viejo número, para no presentarse como el
observador 34—. Sol 4234, año 782 del Espacio. Jerarquía: subjefe en ascenso.
—No mentía, era su jerarquía oficial—. Propósito: personal y legal, en los
límites de la ciudad. Ninguna función de la Instrumentalidad. Partida del
Puerto Exterior: 20:19.
Ahora todo dependía de que le creyeran o de que solicitaran información
al Puerto Exterior.
—Tiempo deseado dentro de la ciudad —dijo la voz, monótona y rutinaria.
Martel pronunció la frase de rigor:
—Solicito vuestra honorable tolerancia.
Esperó en el fresco aire nocturno. Muy arriba, a través de un claro en
la niebla, vio el ponzoñoso resplandor del cielo de los observadores. Las
estrellas son mis enemigas, pensó. He vencido a las estrellas, pero las
estrellas me odian. ¡Ah, qué viejo suena eso! Como en un libro. He estado
mucho tiempo en cranch.
—Sol 4234 guión 782 —dijo la voz—. Subjefe en ascenso Martel, entra por
las puertas legales de la ciudad. Bien venido. ¿Deseas alimento, ropa, dinero,
compañía?
La voz no sonaba hospitalaria, sino rutinaria. ¡Qué distinto era entrar
en una ciudad en calidad de observador! Los subalternos aparecían entonces displicentes,
y te alumbraban la cara con la luz del cinturón, y articulaban las palabras con
ridículo paternalismo, gritando a los oídos de los observadores, sordos como
tapias. De manera que así recibían a los subjefes: impersonalmente, pero no de
forma desagradable. En absoluto desagradable.
—Tengo lo que necesito —respondió Martel—, pero suplico un favor a la
ciudad. Mi amigo Adam Stone está aquí. Desearía verle. Motivos urgentes,
personales y legales.
—¿Tienes cita con Adam Stone? —preguntó la voz.
—No.
—La ciudad lo encontrará. ¿Qué número?
—Lo he olvidado.
—¿Olvidado? ¿No es Adam Stone un magnate de la Instrumentalidad? ¿De
verdad eres amigo de Stone?
—De verdad —replicó Martel con tono de fastidio—. Guardia, si hay
alguna duda, llama al subjefe.
—No he hablado de dudas. ¿Cómo no conoces el número? Dejaré constancia
de ello —continuó la voz.
—Fuimos amigos en la infancia. Stone ha cruzado el... —Martel iba a
decir «arriba-afuera» cuando recordó que sólo los observadores usaban esta
expresión—. Ha ido de Tierra en Tierra y acaba de regresar. Lo conozco bien y
lo estoy buscando para llevarle noticias de sus amigos. ¡Que la
Instrumentalidad nos proteja!
—Oído y aceptado. Buscaremos a Adam Stone. Aun a riesgo —un riesgo
pequeño— de que la alarma de la esfera sonara indicando no humano,
Martel conectó el transmisor dentro de la chaqueta. La trémula aguja de luz
osciló esperando las palabras y Martel se puso a escribir con el dedo romo. Esto
no sirve, pensó, y el pánico lo dominó un instante hasta que encontró el
peine. Escribió con una púa aguda.
«Ninguna emergencia. Observador Martel llamando a observador
Parizianski.»
La aguja fluctuó y la respuesta brilló y se apagó: «Observador
Parizianski de servicio. Observador automático recibe llamadas.»
Martel apagó el transmisor.
Parizianski debía de estar cerca. ¿Habría entrado directamente, por
encima de la muralla de la ciudad, haciendo sonar la alarma y alegando una
misión oficial cuando los suboficiales lo detuvieron en el aire? Difícil.
Otros observadores debían de haber acompañado a Parizianski, fingiendo que
iban en busca de los escasos e insignificantes placeres de que podía gozar un
háberman, como mirar las imágenes de las noticias o contemplar a las bellas
mujeres de la Galería del Placer. Parizianski andaba cerca, pero no podía haber
llegado por su cuenta, pues la Central de Observadores lo consideraba de
servicio y lo seguía de ciudad en ciudad.
La voz volvió. Habló con tono perplejo.
—Han encontrado y despertado a Adam Stone. Pide disculpas al honorable,
y asegura no conocer a ningún Martel. ¿Deseas ver a Adam Stone por la mañana?
La ciudad te dará la bienvenida.
Martel sintió que se le agotaban los recursos. Ya le costaba bastante
imitar a un hombre cuando no tenía que mentir. Repitió:
—Dile que soy Martel. El esposo de Luci.
—Así lo haré.
De nuevo el silencio, las estrellas hostiles, la impresión de que
Parizianski andaba cerca y se acercaba cada vez más. Sintió que el corazón se
le aceleraba. Echó una ojeada furtiva a la caja del pecho y bajó los latidos un
punto. Se tranquilizó, aunque no había podido observarse con cuidado.
Ahora la voz sonaba alegre, como si la situación se hubiera aclarado.
—Adam Stone acepta verte. Entra en el Puerto, y bien venido.
La pequeña esfera cayó al suelo sin ruido y el alambre se retiró a la
oscuridad con un susurro. Un estrecho y brillante arco de luz se elevó desde el
suelo frente a Martel y barrió la ciudad hasta detenerse en un edificio alto
que parecía un hotel y donde Martel nunca había estado. Martel recogió la
aerochaqueta, se la apretó contra el pecho como lastre, pisó el rayo de luz y
subió silbando por el aire hasta la ventana de entrada. La ventana se abrió de
golpe como una boca voraz. Junto a la ventana había un guardia.
—Te esperan, señor. ¿Llevas armas?
—Ninguna —dijo Martel, agradecido de poder contar con sus propias
fuerzas.
El guardia lo hizo pasar ante la pantalla detectora. Martel notó un
fugaz chispazo de advertencia en la pantalla. Su instrumental lo identificaba
como observador, pero el guardia no lo había notado.
Llegaron a una puerta y se detuvieron.
—Adam Stone está armado. Está legalmente armado por autorización de la
Instrumentalidad y por liberalidad de la ciudad. Prevenimos a todos los que
entran.
Martel asintió y entró en el cuarto.
Adam Stone era bajo, rechoncho y afable. El pelo canoso le crecía muy
tieso sobre la estrecha frente. La cara era rubicunda y jovial. Parecía un
risueño guía de la Galería del Placer, no un hombre que había viajado al filo
del arriba-afuera luchando contra el gran dolor sin ninguna protección
háberman.
Miró fijamente a Martel. Parecía sorprendido, quizá fastidiado, pero no
hostil. Martel fue al grano.
—Usted no me conoce, Stone. Mentí. Me llamo Martel y no quiero causarle
daño, pero mentí. Suplico el honorable obsequio de su hospitalidad. Siga
armado. Apúnteme con el arma.
—Eso mismo estoy haciendo —sonrió Stone, y Martel advirtió la diminuta
punta de alambre en la rolliza y diestra mano de Stone.
—Bien. No baje la guardia. Así podrá oírme mejor. Pero le ruego que
conecte una pantalla de seguridad. No quiero testigos casuales. Es cuestión de
vida o muerte.
—Ante todo —dijo Stone con voz inmutable y rostro sereno—, ¿la vida y
la muerte de quién?
—Suya y mía, y de los mundos.
—No es usted muy claro, pero acepto. —Y gritó a la puerta—: Secreto,
por favor.
Se oyó un zumbido y los rumores de la noche desaparecieron.
—¿Quién es usted? —preguntó Stone—. ¿Qué lo trae aquí?
—Soy el observador Treinta y Cuatro.
—¿Usted un observador? No lo creo. Martel se abrió la chaqueta y mostró
la caja del tórax. Stone lo miró sorprendido. Martel explicó:
—Estoy en cranch. ¿Nunca lo había visto?
—En hombres no. En animales... ¡Asombroso! Pero ¿qué quiere?
—La verdad. ¿Me tiene miedo?
—No, si tengo esto —replicó Stone, aferrando la punta de alambre—. No
obstante, le diré la verdad.
—¿Es cierto que ha vencido el gran dolor? Stone titubeó, buscando las
palabras.
—Pronto, cuénteme cómo lo consiguió, para que yo pueda creerle.
—He cargado las naves con vida.
—¿Vida?
—Vida. No sé qué es el gran dolor, pero en mis experimentos descubrí
que, cuando enviaba gran cantidad de animales o plantas, los que situaba en el
centro del grupo vivían más tiempo. Construí naves pequeñas, desde luego, y las
lancé al espacio con conejos, monos...
—¿Bestias?
—Sí. Bestias pequeñas. Y las Bestias volvieron indemnes. Volvieron
porque las paredes de las naves estaban cubiertas de vida. Probé con muchas
otras especies, y al fin encontré un tipo de vida que vive en el agua. Ostras.
Lechos de ostras. Las ostras situadas en la capa más externa murieron en el
gran dolor. Las del interior sobrevivieron. Los pasajeros llegaron ilesos.
—Pero ¿eran Bestias?
—No sólo Bestias. Yo mismo.
—¡Usted!
—Atravesé el espacio solo. Lo que ustedes llaman el arriba-afuera, solo.
Despierto y durmiendo. Estoy bien. Si no me cree, pregunte a los hermanos
observadores. Venga a ver la nave por la mañana. Me gustaría verlo allí con los
demás observadores. Haré una demostración ante los jefes de la
Instrumentalidad.
—¿Vino aquí solo? —insistió Martel.
—Sí, solo —replicó Adam Stone con fastidio—. Si no me cree, mire el
registro de los observadores. No me colocaron en un cilindro para cruzar el
espacio.
A Martel se le iluminó la cara.
—Ahora le creo. Es verdad. No habrá más observadores. No habrá más
hábermans. No habrá más cranch.
Stone miró la puerta con un gesto. Martel no entendió la insinuación.
—Bien, quiero decirle...
—Me lo dirá por la mañana. Ahora disfrute del cranch. ¿No se
supone que resulta agradable? Médicamente lo conozco bien, pero no en la
práctica.
—Es agradable. La normalidad... de forma temporal. Pero escuche: los
observadores han jurado acabar con usted y destruir su trabajo.
—¿Cómo?
—Se han reunido, han votado y jurado. Dicen que usted los hará
innecesarios. ¡Usted revivirá las antiguas guerras, si desaparece la
observación y los observadores viven en vano!
Adam Stone se puso nervioso, pero no perdió la compostura.
—Usted es un observador. ¿Va a matarme? ¿Intentará matarme?
—No. He traicionado a la hermandad. Llame a los guardianes cuando yo me
vaya. Rodéese de guardianes. Intentaré detener al asesino.
Martel vio un borrón en la ventana. Antes de que Stone se volviera, ya
le habían arrebatado el alambre. El borrón cobró definición y reveló a
Parizianski.
Martel reconoció el estado de Parizianski: Alta velocidad.
Sin pensar en el cranch, se llevó la mano al pecho y sintonizó
también Alta velocidad. Oleadas de fuego lo inundaron de pies a cabeza,
semejantes al gran dolor pero más ardientes. Trató de mantener la expresión
legible mientras se plantaba delante de Parizianski e indicaba: Emergencia
máxima.
Parizianski habló mientras Stone se alejaba de ellos con la lentitud de
una nube impulsada por el viento.
—Apártate. Estoy cumpliendo una misión.
—Lo sé. Te detengo aquí y ahora. Detente. Detente. Stone tiene razón.
Martel apenas atinaba a leer los labios de Parizianski desde el otro
lado de esa niebla dolorosa. (Pensó: ¡Dios, Dios de los antiguos! ¡Dame
fuerzas! ¡Permite que viva un tiempo en sobrecarga!}
—Apártate —exigía Parizianski—. ¡Por orden de la hermandad, apártate!
—E indicó: ¡Solicito ayuda en nombre del deber!
Martel se asfixiaba en aquel aire almibarado. Hizo un último intento:
—Parizianski, amigo, amigo mío, mi amigo. Detente. Detente.
(Ningún observador había matado nunca a otro observador.)
Parizianski indicó: Estás incapacitado y me hago cargo.
Martel pensó: ¡Por primera vez en la historia del mundo! Y tendió
la mano hacia la caja cerebral de Parizianski. Sobrecarga. Los ojos de
Parizianski titilaron de terror y comprensión. Su cuerpo se derrumbó.
Martel atinó a tocarse la caja del pecho. Mientras caía en estado de
háberman, o tal vez en la muerte, redujo la velocidad. Trató de hablar, de
decir:
—Llamad a un observador, necesito ayuda, llamad a un observador...
Pero la oscuridad creció y el silencio se cernió sobre él.
Martel despertó y vio la cara de Luci. Abrió más los ojos y descubrió
que oía: oía el feliz llanto de Luci, la respiración de su esposa.
—¿Todavía estoy en cráneo ¿Estoy vivo? —preguntó débilmente.
En las sombras borrosas, junto al rostro de Luci, asomó otra cara. Era
Adam Stone. La profunda voz atravesó inmensidades de espacio antes de llegar a
Martel. Martel intentó leer los labios de Stone, pero no los distinguía bien.
De nuevo oyó la voz:
—¿Entiendes? ¡No estás en cranch!
—¡Pero oigo! ¡Siento! —quiso decir Martel. Los otros comprendieron el
sentido, aunque no las palabras. Adam Stone habló de nuevo:
—Volviste del estado de háberman. Yo te he hecho volver. No sabía si
daría resultado en la práctica, pero la teoría era correcta. No creerás que la
Instrumentalidad prescindirá de los observadores, ¿verdad? Has vuelto a la
normalidad. Dejamos morir a los hábermans, a medida que arriban las naves,
pues ya no es preciso que vivan. Pero estamos reparando a los observadores. Tú
eres el primero. ¿Entiendes? Tú eres el primero. Ahora descansa.
Adam Stone sonrió. Martel creyó ver, entre la bruma, el rostro de uno de
los jefes de la Instrumentalidad detrás de Stone. Ese rostro también le sonrió,
y luego los dos desaparecieron, alejándose.
Martel trató de levantar la cabeza, de examinarse. No pudo. Luci le contemplaba tranquila, pero con una
expresión de afectuosa perplejidad.
—¡Querido mío! ¡Has vuelto otra vez, y para siempre! Martel insistía en
tratar de ver la caja. Al fin se pasó una torpe mano por el pecho. No tenía
nada. El instrumental había desaparecido. Había vuelto a la normalidad, pero
aún vivía.
En la débil y honda calma de la mente de Martel surgió otro pensamiento
inquietante. Intentó escribir con el dedo, como quería Luci, pero no tenía la
uña afilada ni la tablilla de observador. Tenía que hablar. Entonces hizo acopio
de fuerzas y susurró:
—¿Los observadores?
—Sí, querido, ¿qué?
—¿Los observadores?
—Los observadores. Sí, querido, están bien. Hubo que arrestar a algunos
que escaparon a Alta velocidad. La Instrumentalidad detuvo a todos los
que estaban en tierra, y ahora son felices. —Luci rió—. Algunos no querían volver a la normalidad, pero Stone
y los jefes los convencieron.
—¿Vomact?
—Vomact también se encuentra bien. Ahora está en cranch, hasta
que puedan modificarlo. Ha hablado para que asignen nuevas tareas a los
observadores. Todos seréis jefes comisionados del espacio. ¿No es maravilloso?
Pero Vomact logró que lo nombraran jefe del espacio. Todos seréis pilotos, para
que la hermandad y el gremio puedan continuar como hasta ahora. En este momento
están modificando a tu amigo Chang. Lo verás pronto.
Luci puso cara de tristeza. Miró a Martel intensamente.
—Será mejor que te lo diga ahora. De lo contrario te preocuparás. Se ha
producido un accidente. Sólo uno. Cuando tú y tu amigo visitasteis a Adam
Stone, tu amigo estaba tan contento que olvidó observarse y se dejó morir en Sobrecarga.
—¿Cuando visitamos a Stone?
—Sí. ¿No recuerdas? Con tu amigo. Martel parecía sorprendido.
—Parizianski —explicó Luci.
LA DAMA QUE LLEVÓ EL ALMA
Este
cuento fue escrito en colaboración con Genevieve Linebarger (el manuscrito
aclara «por Genevieve Linebarger y P. M. A.»), quien terminó un cuento
inconcluso de Smith después de la muerte del esposo y ahora está trabajando en
otro. «Spieltier* en alemán significa simplemente «animal de juegos». (N. de J.
J. Pierce.)
1
La historia contaba... ¿qué contaba la historia? Todos conocían el
nombre de Helen América y el Señor Ya-no-cano, pero nadie sabía los detalles
con precisión. Ambos nombres estaban engarzados en las relucientes y
atempérales gemas de la leyenda. A veces los comparaban con Eloísa y Abelardo,
cuya historia habían encontrado entre los libros de una biblioteca sepultada
tiempo atrás. Otras épocas los compararían con la extraña, cautivante y
desagradable historia del capitán Taliano y la Dama Dolores Oh.
Dos cosas destacaban: el amor de ambos y la imagen de las grandes velas,
alas de metal con las cuales, por fin, los cuerpos de las personas se habían
remontado entre los astros.
Si unos mencionaban a Ya-no-cano, otros la conocían a ella. Cuando
alguien mencionaba a Helen, siempre había alguien que lo conocía a él.
Ya-no-cano fue el primer navegante que volvió de las estrellas, y ella fue la
Dama que llevó El Alma.
Era una suerte que el retrato de ambos se hubiera perdido. El romántico
héroe era un hombre muy joven, prematuramente envejecido y todavía bastante
enfermo cuando comenzó la historia. Helen América era rara pero agradable: una
morena menuda, solemne y triste que había nacido haciendo reír a la humanidad.
No era la alta y confiada heroína que las actrices interpretaron después.
Sin embargo, era una maravillosa navegante. Eso sí era verdad. Y amó al
Señor Ya-no-cano con cuerpo y alma, manifestando una devoción que los siglos no
pueden superar ni olvidar. La historia puede borrar la pátina de los nombres y
el aspecto físico, pero incluso la historia no puede sino realzar el amor de
Helen América y el Señor Ya-no-cano.
No olvidemos que ambos eran navegantes.
2
La niña jugaba con un spieltier.
Se hartó de que fuera gallina y lo devolvió a su anterior estado de animalito
velludo. Cuando ella le estiró las orejas hasta su tamaño óptimo, el animalito
adquirió un aspecto verdaderamente raro. Una brisa ligera tumbó al
animal-juguete, pero el spieltier se enderezó pacientemente y se puso a
mordisquear la alfombra.
La niña aplaudió y preguntó:
—Mamá, ¿qué es un navegante?
—Hubo navegantes, querida,
hace mucho tiempo. Eran hombres valientes que llevaban las naves a las
estrellas, las primeras naves que transportaron gente más allá de nuestro
sistema solar. Y tenían unas velas descomunales. No sé cómo funcionaban, pero
las impulsaba la luz, y la gente tardaba un cuarto de vida en hacer un viaje de
ida y vuelta. En aquellos tiempos la gente sólo vivía ciento sesenta años,
querida, y el viaje de ida o de vuelta duraba cuarenta años, pero ahora ya no
necesitamos navegantes.
—Claro que no —exclamó la
niña—, podemos ir en un instante. Tú me llevaste a Marte y también a Nueva
Tierra, ¿no es cierto, mamá? Y pronto iremos a cualquier otro sitio, pero en
sólo una tarde podemos hacer todo eso.
—Es porque tenemos la
planoforma, nena. Pero los hombres tardaron mucho tiempo en descubrirla. Y no
podían viajar como nosotros, así que construyeron unas velas enormes, tan
grandes que no las podían fabricar en la Tierra. Tenían que desplegarlas a
medio camino entre la Tierra y Marte. Y sucedió algo curioso... ¿Te hablaron de
la época en que se congeló el mundo?
—No, mamá. ¿Qué fue eso?
—Bien, hace mucho tiempo, una
de esas velas se soltó, y los hombres intentaron recuperarla, pues les había
costado mucho trabajo. Pero la vela era tan grande que se interpuso entre la
Tierra y el Sol. Y no hubo más luz del Sol, sólo una noche constante. Y hacía
mucho frío en la Tierra. Las plantas de energía atómica trabajaban día y noche,
y el aire tenía un olor raro. La gente estaba preocupada y al cabo de pocos
días quitaron la vela de en medio. Y volvió la luz del Sol.
—Mamá, ¿hubo alguna vez
mujeres navegantes? Una expresión rara cruzó la cara de la madre.
—Hubo una. Ya te contarán
cosas de ella cuando seas mayor. Se llamaba Helen América, y llevó
El Alma a las estrellas. Fue la única mujer que lo hizo. Y es una historia
maravillosa.
La madre se enjugó las
lágrimas con un pañuelo.
—Mamá, mamá —dijo la niña—,
cuéntamelo ahora. ¿Cómo es la historia?
La madre reaccionó con
firmeza.
—Querida —dijo—, aun no
tienes edad para saber ciertas cosas. Cuando seas mayor te lo contaré todo.
La madre era una mujer
sincera. Reflexionó un momento y añadió:
—...a menos que te enteres de
ello por ti misma, leyéndolo.
3
Helen América iba a tener un lugar destacado en la historia de la
humanidad, pero empezó mal. El nombre mismo ya era una desgracia.
Nadie supo nunca quién fue su padre. Los funcionarios se pusieron de
acuerdo para no hablar del asunto. No había ninguna duda sobre su madre. Su
madre fue la célebre varona Mona Muggeridge, una mujer que había intervenido
en cientos de campañas en pro de esa causa perdida de la completa identidad de
los dos géneros. Fue una feminista más allá de cualquier límite, y cuando Mona
Muggeridge, la mismísima y única señorita Muggeridge, anunció a la
prensa que iba a tener un bebé, fue toda una noticia.
Mona Muggeridge no se detuvo allí. Anunció haber llegado a la firme
convicción de que no convenía identificar al progenitor. Proclamó que ninguna
mujer debería tener hijos consecutivos con el mismo hombre y aconsejaba a las
mujeres que eligieran diversos padres para sus hijos ya que así diversificarían
y embellecerían la especie. Terminó anunciando que ella, la señorita
Muggeridge, había seleccionado al padre perfecto y que iba a tener,
inevitablemente, a la criatura perfecta deseada.
La señorita Muggeridge, una rubia huesuda y ostentosa, declaró que
evitaría la tontería del matrimonio y de los nombres de familia y que, por lo
tanto, si el bebé era varón se llamaría John América, y si era niña, Helen
América.
Y así fue como ocurrió que la pequeña Helen América nació con los corresponsales
de prensa esperando junto a la sala de partos. Las pantallas de los
informativos mostraron la imagen de un hermoso bebé de tres kilos.
—Es una niña.
—El bebé perfecto.
—¿Quién es el padre?
Eso fue sólo el principio. La señorita Muggeridge era belicosa. Aun
después de que fotografiaran al bebé por milésima vez, insistía en decir que
era la criatura más perfecta jamás nacida. Señalaba las perfecciones del bebé.
Manifestaba la tonta ternura de una madre chocha, pero entendía que ella, la
defensora de las grandes causas, era la descubridora de esa ternura.
Se comprenderá que estas circunstancias no facilitaran las cosas para la
niña.
Helen América fue un maravilloso ejemplo de materia prima humana que
vence a sus torturadores. A los cuatro años hablaba seis idiomas y empezaba a
descifrar algunos de los viejos textos marcianos. A los cinco años la enviaron
a la escuela. Los otros niños pronto le dedicaron una cancioncilla:
Helen, Helen,
gorda y tonta, nada sabe de su papá.
Helen soportó todo esto y, quizá por casualidad, llegó a convertirse en
una personita segura: una jovencita trigueña muy seria. Acuciada por sus
estudios, perseguida por la publicidad, se volvió cautelosa y reservada ante
los amigos, y se sentía desesperadamente sola.
Cuando Helen América tenía dieciséis años, la madre terminó mal. Mona
Muggeridge anunció que se fugaba con un hombre que era el esposo perfecto para
el matrimonio perfecto, que hasta el momento había pasado inadvertido para la
humanidad. El marido perfecto era un experto pulidor de máquinas. Ya tenía
mujer y cuatro hijos. Bebía cerveza y su interés en la señorita Muggeridge
parecía residir en una afable camaradería combinada con un notable conocimiento
de su cuenta bancaria. El yate planetario en el cual se habían fugado infringió
las normas volando fuera de todo horario. La mujer y los hijos del novio habían
alertado a la policía. El resultado fue una colisión con una lancha-robot y dos
cuerpos inidentificables.
A los dieciséis años, Helen era famosa, y a los diecisiete ya la habían
olvidado, y se sentía muy sola.
4
Era la época de los navegantes. Miles de proyectiles de reconocimiento
fotográfico y de medición regresaban de las estrellas con nuevos datos. La
humanidad fue anexionando un planeta tras otro. Los proyectiles de exploración
interestelar aportaban fotografías de los nuevos mundos, muestras atmosféricas,
mediciones de la gravedad, la densidad de las nubes, la composición química y
datos por el estilo. De los muchos proyectiles que regresaron al cabo de doscientos
o trescientos años, tres trajeron noticias de Nueva Tierra, un mundo tan
parecido a la Tierra que podía ser colonizado.
Los primeros navegantes habían zarpado casi cien años atrás, con
pequeños velámenes de no más de tres mil kilómetros cuadrados. Poco a poco, el
tamaño de las velas fue aumentando. La técnica de embalajes adiabáticos y el
transporte de pasajeros en cápsulas individuales incrementó el nivel de
seguridad. Fue una gran novedad cuando regresó a la Tierra un navegante, un
hombre que había nacido y crecido a la luz de otra estrella. Era un hombre que
había soportado un mes de sufrimiento y dolor, transportando unos cuantos
colonos congelados, guiando la inmensa nave de vela fotónica que había surcado
las honduras interestelares en un tiempo objetivo de cuarenta años.
La humanidad contempló por primera vez a un navegante. Caminaba como un
oso. Movía el cuello con rigidez brusca y mecánica. No era joven ni viejo.
Había permanecido despierto y consciente durante cuarenta años, gracias a una
droga que permitía una especie de vigilia limitada. Cuando lo interrogaron los
psicólogos, primero para informar a la Instrumentalidad y luego para los
servicios de noticias, resultó obvio que esos cuarenta años para él eran sólo
un mes. Nunca se ofreció para volver, pues en realidad había envejecido
cuarenta años. Era joven, y tenía esperanzas y ansias de hombre joven, pero
había consumido la cuarta parte de una vida humana en una experiencia singular
y devastadora.
En esa época, Helen América viajó a Cambridge. El Lady Joan's College
era el mejor internado de señoritas del mundo atlántico. Cambridge había
reconstruido sus tradiciones protohistóricas y los neobritánicos habían
recuperado la destreza arquitectónica que permitía enlazar dichas tradiciones con
la más remota antigüedad.
Desde luego, el idioma era el terráqueo cosmopolita y no el inglés
arcaico, pero los estudiantes se enorgullecían de vivir en una universidad
reconstruida que, según los datos arqueológicos, se parecía mucho a lo que
había sido antes del período de confusión y tinieblas. Helen se destacó un poco
en este renacimiento.
Los servicios de noticias la perseguían con extrema crueldad.
Revivieron el nombre de Helen y la historia de la madre. Luego la olvidaron de
nuevo. Se había inscrito para seis profesiones, y la última fue «navegante».
Era la primera mujer que hacía la solicitud, pues era la única mujer que no
superaba el límite de edad y que también cumplía todos los requisitos
científicos.
La fotografía de la muchacha apareció junto a la del joven navegante en
las pantallas antes de que ambos se conocieran.
En realidad, ella no correspondía a su imagen. En su infancia había
sufrido tanto con el Helen, Helen, gorda y tonta que no tenía ambiciones
salvo en lo estrictamente profesional. Odiaba, amaba y extrañaba a la tremenda
madre que había perdido, y se empeñó tan decididamente en no parecerse a ella
que terminó siendo la antítesis personificada de Mona.
La madre había sido equina, rubia, grande: la clase de mujer que es
feminista porque no resulta muy femenina. Helen pensaba más en sí misma que en
su condición de mujer. Habría tenido la cara rechoncha de haber sido rechoncha,
pero no lo era. De pelo negro, ojos oscuros, cuerpo ancho pero esbelto, era la
exhibición genética de un padre desconocido. Muchos profesores le tenían
miedo. La pálida y callada Helen dominaba cualquier tema.
Los demás estudiantes habían inventado chistes sobre ella las primeras
semanas, y luego la mayoría se unió para protestar contra la indecencia de la
prensa. Cuando un programa de noticias divulgó comentarios ridículos sobre
Mona, muerta mucho tiempo atrás, circuló un murmullo por el Lady Joan's
College:
—Que no se entere Helen... ya han empezado de nuevo.
—No dejéis que Helen vea las noticias. Es lo mejor que tenemos en
ciencias no colaterales, y no podemos permitir que algo la perturbe antes de
los exámenes.
La protegieron, y si Helen vio su cara en las noticias, se debió sólo a una
casualidad. Junto a su propia cara vio la fotografía de un hombre que parecía
un monito viejo. En seguida leyó: MUCHACHA PERFECTA QUIERE SER NAVEGANTE.
¿DEBERÁ UN NAVEGANTE SALIR CON LA MUCHACHA PERFECTA? A Helen le ardieron las
mejillas con impotente e inevitable rabia y vergüenza, pero se había vuelto
demasiado experta en ser ella misma para caer en lo que habría hecho años
antes: odiar al hombre. Sabía que él no tenía la culpa. Ni siquiera los tontos
y agresivos hombres y mujeres de los servicios de noticias la tenían. Era la
época, la costumbre, la humanidad. Pero Helen sólo tenía que ser ella misma,
siempre que pudiera descubrir qué significaba eso.
5
Sus citas, cuando ambos se conocieron, fueron de pesadilla.
Un servicio de noticias envió a una mujer para que comunicara a Helen
que había ganado una semana de vacaciones en Nueva Madrid.
Con el navegante de las estrellas.
Helen rehusó.
Luego también él rechazó el premio, con una reacción algo drástica para
el gusto de la joven. Helen sintió cierta curiosidad por él.
Transcurrieron dos semanas, y en las oficinas del servicio de noticias
un tesorero llevó dos papeles al director. Eran los resguardos que concedían a
Helen América y al Señor Ya-no-cano la primera clase de más lujo en Nueva
Madrid.
—Los hemos emitido y registrado ante la Instrumentalidad como regalos
—dijo el tesorero—, ¿Hay que anularlos?
Ese día el director estaba harto de historias, y se sintió humanitario.
En un arrebato ordenó al tesorero:
—Entregue esos billetes a los jóvenes. Sin publicidad. Nos mantendremos
al margen. Si no nos quieren, no tienen por qué aguantarnos. Dése prisa. Eso es
todo. Largúese.
El billete volvió a manos de Helen. La joven había obtenido las más
altas calificaciones documentadas en esa universidad, y necesitaba un descanso.
Cuando la mujer del servicio de noticias le dio el billete, Helen dijo:
—¿Es una trampa? —Le aseguraron que no, y ella preguntó—: ¿Va también
ese hombre?
No pudo decir «el navegante» (le recordaba demasiado al modo en que la
gente hablaba de ella) y en realidad no recordaba el otro nombre.
La mujer no sabía.
—¿Tendré que verlo? —preguntó Helen.
—Desde luego que no —aseguró la mujer; el regalo no imponía condiciones.
Helen rió amargamente.
—De acuerdo, lo acepto y lo agradezco sinceramente. Pero escúcheme bien:
un fotógrafo, un solo fotógrafo, y lo abandono todo. O tal vez lo abandone
también sin ningún motivo. ¿De acuerdo?
La mujer estuvo conforme.
Cuatro días después, Helen estaba en el mundo de placeres de Nueva
Madrid, y un maestro de ceremonias la presentaba a un raro e inquieto anciano
de pelo negro.
—La joven científica Helen América... El navegante de las estrellas, el
Señor Ya-no-cano.
El maestro los miró con picardía, esbozó una sonrisa de complicidad, y
añadió una frase huera y muy profesional:
—He tenido el honor y me retiro.
Helen y el Señor Ya-no-cano se quedaron a solas en un rincón del
comedor. El navegante dirigió una intensa y seria mirada a Helen.
—¿Quién eres? —preguntó—. ¿Eres alguien que ya conozco? ¿Debería
recordarte? Hay demasiada gente en este planeta. ¿Qué hacemos ahora? ¿Qué
deberíamos hacer? ¿Quieres sentarte?
Helen respondió que sí a todas esas preguntas, sin imaginar que cientos
de grandes actrices, cada cual a su manera, repetirían esas simples respuestas en
los siglos venideros.
Se sentaron.
Ninguno de los dos supo nunca con exactitud cómo ocurrió lo demás.
Helen tuvo que calmarlo, casi como si estuviera hablando con un enfermo
de la Casa de Recuperación. Le describió los platos, y cuando advirtió que seguía
indeciso pidió para él las recomendaciones del robot. Le recordó amablemente
los buenos modales cuando él olvidó las simples normas que todos conocían,
tales como ponerse en pie para desplegar la servilleta o dejar la migajas en
la bandeja disolvente y los cubiertos de plata en el transportador.
Al fin el Señor Ya-no-cano se tranquilizó, y pareció menos viejo.
Olvidando por un instante los miles de veces en que le habían formulado
preguntas tontas, Helen dijo:
—¿Por qué te hiciste navegante?
El Señor Ya-no-cano la miró inquisitivamente, como si ella hubiera
hablado en una lengua desconocida y ahora esperara una respuesta. Al fin
murmuró:
—¿Tú... también crees que... no debería haberlo hecho? Helen América se
llevó la mano a la boca, excusándose instintivamente.
—No, no, no. Yo también he solicitado ser navegante. Él se limitó a
mirarla, observándola atentamente con ojos jóvenes-viejos. No la examinaba
fijamente, sino que parecía tratar de entender palabras que captaba por
separado pero que resultaban descabelladas en su conjunto. Helen América no
desvió los ojos, a pesar de la extraña mirada del Señor Ya-no-cano. Advertía
una vez más la idescriptible peculiaridad de ese hombre que había guiado
enormes velas en una ciega y vacía negrura entre estrellas inmóviles. El Señor
Ya-no-cano parecía un muchacho. El cabello que le daba su nombre era lustroso y
negro. Debían de haberle depilado la barba de forma permanente, pues la cara
evocaba la de una mujer madura: cuidada, agradable, pero con las inequívocas arrugas
de la edad y sin vestigios de la descuidada barba que Lucian los hombres de la
cultura de Helen. La piel tenía edad sin experiencia. Los músculos habían
envejecido, pero no mostraban cómo había madurado esa persona.
Helen había aprendido a observar a la gente cuando su madre se prendaba
de un fanático tras otro. Sabía muy bien que las personas llevan su biografía
personal escrita en los músculos de la cara, y que un extraño con quien nos
cruzamos en la calle nos cuenta (quiéralo o no) sus más profundas intimidades.
Si miramos atentamente, y bajo la luz adecuada, vemos si el temor, la esperanza
o la diversión han colmado las horas de su vida; adivinamos el origen y el
resultado de sus placeres sensuales más secretos, captamos la borrosa pero
persistente impronta de otras personalidades.
Nada de esto se apreciaba en el Señor Ya-no-cano; tenía la edad sin los
estigmas de los años; había crecido sin las marcas normales del desarrollo;
había vivido sin vivir, en una época y un mundo donde casi todos se mantenían
jóvenes aun viviendo demasiado.
Helen nunca había visto a una persona tan opuesta a Mona, y comprendió,
con una punzada de vaga aprensión, que este hombre sería muy importante para
ella. Vio en él a un joven soltero, prematuramente viejo, que se había
enamorado del vacío y del horror, no de las recompensas y frustraciones
tangibles de la vida humana. El espacio entero había sido su amante, y lo había
tratado con rudeza. Aunque todavía joven, era viejo; y a pesar de ser viejo,
era joven.
Helen América jamás había visto semejante combinación, y sospechó que
tampoco los demás la habían visto. Al principio de su vida él conocía la pena,
la compasión y la sabiduría que la mayoría de la gente alcanza sólo hacia el
final.
El Señor Ya-no-cano rompió el silencio.
—¿Has dicho que deseabas ser navegante? Helen dio una respuesta que aun
a ella le pareció tonta y pueril.
—Soy la primera mujer que satisface los requisitos científicos y es lo
bastante joven para aprobar el examen físico...
—Has de ser una muchacha excepcional —comentó el Señor Ya-no-cano.
Helen América comprendió con emoción, con agridulce esperanza, que este
joven-viejo de las estrellas nunca había oído hablar de la «criatura perfecta»
que fue el hazmerreír de todos al nacer, la muchacha cuyo padre era toda
Norteamérica, que era famosa y excepcional, y estaba tan sola que ni siquiera
podía imaginarse como una mujer común, feliz, decente o simple.
Pensó: Sólo un monstruo sabio que llega de las estrellas puede
ignorar quién soy, pero al Señor Ya-no-cano le dijo:
—Tanto da si soy «excepcional». Estoy cansada de esta Tierra, y ya que
no tengo que morir para dejarla, me gustaría viajar a las estrellas. No tengo
mucho que perder...
Iba a hablarle de Mona Muggeridge, pero calló a tiempo.
Sus ojos grises y compasivos contemplaban a Helen; ahora era él quien
dominaba la situación, no ella. Helen estudió esos ojos: habían permanecido
abiertos cuarenta años en la honda negrura de la diminuta cabina. Los tenues
indicadores habían brillado como soles llameantes, lastimándole las cansadas
retinas antes de que él pudiera apartar la mirada. A veces el Señor Ya-no-cano
había mirado la negrura del vacío y allí había visto las siluetas de las velas,
negro tenue sobre negro absoluto, que absorbían la energía de la luz para
impulsarlo a él y a su congelado pasaje a velocidades inconmensurables en un
océano de insondable silencio. Aun así, ella quería hacer lo mismo que él había
hecho.
La mirada de los ojos grises dio paso a una sonrisa de los labios. En
ese rostro joven-viejo de rasgos masculinos y textura femenina, la sonrisa
tenía un aire de inmensa benevolencia. Helen sintió un extraño deseo de llorar
cuando vio que él le sonreía de ese modo. ¿Eso aprendía la gente entre las
estrellas? ¿A interesarse por los demás y a abalanzarse sobre ellos sólo para
ofrecer amor y no para devorarlos como presas?
—Te creo —dijo él con voz medida—. Eres la primera en quien creo. Muchos
me han dicho mirándome a los ojos que deseaban ser navegantes. No podían saber
lo que esto significa, pero lo decían, y yo los odiaba por eso. Pero tú eres
distinta. Quizá llegues a navegar entre las estrellas, aunque espero que no.
Como despertando de un sueño, miró la lujosa habitación, los dorados y
esmaltados robots-camareros que aguardaban con displicente elegancia. Estaban
diseñados para estar siempre presentes sin llegar a estorbar: un difícil
efecto estético, pero su diseñador lo había logrado.
El resto de la velada transcurrió con la fluidez de la buena música.
Ambos se dirigieron a la solitaria playa que los arquitectos de Nueva Madrid
habían construido junto al hotel. Hablaron un poco, se miraron e hicieron el
amor con una certeza afirmativa que parecía ajena a ellos. El Señor Ya-no-cano
se mostró muy tierno, y no advirtió que en una sociedad genitalmente
sofisticada él era el primer amante que Helen había deseado o tenido. (¿Cómo
podía la hija de Mona Muggeridge necesitar un amante, un compañero o un hijo?)
Al día siguiente por la tarde, aprovechando la permisividad de la
época, Helen pidió al Señor Ya-no-cano que se casara con ella. Habían vuelto a
la playa privada, donde el milagro de sutiles ajustes en el microclima había
proporcionado una tarde polinesia a la alta y fría meseta de España central.
Ella le pidió que se casaran, ella, y él la rechazó de forma tan tierna
y amable como un hombre de sesenta y cinco años puede rechazar a una muchacha
de dieciocho. Ella no insistió, y continuaron su agridulce idilio.
Se sentaron en la arena artificial de la playa artificial y se mojaron
los pies en la tibia agua del mar artificial. Luego se tendieron en una duna de
arena artificial que les ocultaba la vista de Nueva Madrid.
—Dime —inquirió Helen—, ¿puedo preguntarte otra vez por qué te hiciste
navegante?
—La respuesta no es fácil —dudó él—. Quizá por la aventura. Al menos,
en parte fue por eso. Y deseaba ver la Tierra. No podía permitirme el lujo de
venir en una cápsula. Ahora... bueno, tengo bastante dinero para el resto de mi
vida. Puedo volver a Nueva Tierra en un mes, como pasajero, en vez de tardar
cuarenta años. Me pueden congelar en un abrir y cerrar de ojos, encerrarme en
una cápsula adiabática, cargarme en el próximo velero y despertarme de vuelta
en casa mientras otro tonto navega por mí.
Helen asintió. No se molestó en decirle que ya lo sabía. Había
investigado acerca de los veleros desde que había conocido al navegante.
—Has navegado entre las estrellas —dijo Helen—. ¿Puedes contarme... hay
palabras para explicar cómo son las cosas allá?
El rostro de Ya-no-cano exploró su interior, su alma, y después la voz
llegó como desde lejos.
—Hay instantes, o semanas, pues en un velero nunca se sabe, en que te
parece que vale la pena. Sientes que tus terminales nerviosas se extienden
hasta tocar las estrellas. De algún modo te sientes inmenso. —Poco a poco
regresó desde la lejanía—. Por usar un tópico, nunca más vuelves a ser el
mismo. No me refiero sólo al cambio físico, sino... te encuentras a tí mismo,
o quizá te pierdes a tí mismo. Por esa razón —continuó, señalando hacia Nueva
Madrid, oculta detrás de la duna de arena—, no soporto esto. Nueva Tierra es
como debió de ser la Tierra en los viejos tiempos, o eso creo. Se presiente
cierta frescura. Aquí...
—Ya sé —le interrumpió Helen América, y era cierto. El aire de la
Tierra, algo decadente, algo corrupto, demasiado cómodo, debía de resultar
sofocante para el hombre de las estrellas.
—Quizá no lo creas —comentó él—, pero allá el mar a veces está demasiado
frío para nadar. Tenemos música que no sale de máquinas, y placeres que surgen
de nuestros propios cuerpos, sin necesidad de que los implanten. Tengo que
regresar a Nueva Tierra.
Helen permaneció un rato en silencio, tratando de aplacar el dolor que
sentía en el corazón.
—Yo... yo... —balbuceó.
—Ya sé —dijo ferozmente el Señor Ya-no-cano, volviéndose hacia ella casi
con salvajismo—. Pero no puedo atarte a mí. ¡No puedo! Eres demasiado joven,
tienes una vida por delante y yo he derrochado un cuarto de la mía. No, eso no
es cierto. No la he derrochado. No cambiaría mi experiencia por nada, porque me
ha ofrecido algo que jamás había tenido. Y me ha permitido conocerte.
—Pero si... —intentó ella de nuevo.
—No. No lo eches a perder. La próxima semana seré congelado en mi
cápsula para esperar un velero. No podré soportar esto mucho más tiempo. Y
quizá me arrepintiera, lo cual sería un gran error. Pero aún nos queda tiempo
para estar juntos. Y tendremos nuestras propias vidas para recordarlo. No
pienses en otra cosa; no podemos hacer nada, nada.
Helen no mencionó al hijo que había empezado a desear, el hijo que ya
nunca tendrían. Oh, cuánto bien le habría hecho ese hijo. Habría servido para
atarlo a ella, pues él era un hombre de honor y se habría casado con la joven
si se lo hubiera dicho. Pero el amor de Helen, a pesar de su juventud, era tal
que no le permitía valerse de esos recursos. Quería que él se acercara a ella
voluntariamente, y se casara porque no podía vivir sin Helen. Para semejante
matrimonio, un hijo habría significado una bendición más.
Desde luego, había otra alternativa. Podría haber tenido un hijo sin
revelar el nombre del padre. Pero ella no era Mona Muggeridge. Conocía
demasiado los terrores, la incertidumbre y la soledad de ser una Helen América
como para crear otra. Y no había lugar para un niño en el destino que había
escogido. Hizo, pues, lo único que estaba en sus manos. Al final de su estancia
en Nueva Madrid, dejó que él se despidiera. Se marchó sin palabras ni llanto,
y se trasladó a una ciudad ártica, una ciudad de placer donde esos problemas
eran bien conocidos; con vergüenza, preocupación y tristeza recurrió a un
servicio médico confidencial que eliminó al niño aún no nacido. Luego regresó a
Cambridge y confirmó su inscripción como la primera mujer que llevaría un
velero a las estrellas.
6
El Señor que presidía la Instrumentalidad en aquella época era un hombre
llamado Wait. Wait no era cruel, pero nunca había destacado por su ternura de
espíritu ni por su respeto hacia las inclinaciones aventureras de los jóvenes.
—Esta muchacha quiere llevar una nave a Nueva Tierra —informó a Wait el
ayudante—. ¿Va usted a permitirlo?
—¿Por qué no? —sonrió Wait—. Una persona es una persona. Se trata de
una joven culta, bien preparada. Si fracasa, sacaremos provecho del error
dentro de ochenta años, cuando la nave regrese. Si triunfa, hará callar a
algunas de esas mujeres protestonas. —El Señor se inclinó sobre el escritorio—.
Pero si la muchacha cumple con los requisitos y emprende el viaje, no le den
ningún convicto. Los convictos son colonos demasiado buenos y valiosos para que
los embarquemos en un viaje de locos. Hagamos una jugada más arriesgada. Le
daremos todos los fanáticos religiosos. Tenemos de sobra. ¿No hay veinte o
treinta mil esperando?
—Sí, señor —respondió el ayudante—. Veintisiete mil doscientos, sin
contar los últimos.
—Perfecto —dijo el Señor de la Instrumentalidad—. Que se los lleve a
todos, y que le concedan esa nueva nave. ¿La hemos bautizado?
—No, señor —contestó el ayudante.
—Bien, es hora de hacerlo. El ayudante quedó desconcertado. Una sonrisa
artera y desdeñosa cruzó el rostro del superior de la Instrumentalidad.
—Toma esa nave y bautízala. Llámala El Alma y que El Alma
vuele a las estrellas. Y que Helen América se dé el gusto de ser un ángel.
Pobrecilla, la vida no resulta muy agradable para ella aquí en la Tierra,
teniendo en cuenta cómo nació y cómo la criaron. Y de nada sirve intentar
reformarla, cambiarle la personalidad, pues es una criatura cálida y decidida.
No veo en ello ninguna ventaja. No la podemos castigar por ser ella misma. Que
vaya. Que se dé el gusto.
Wait se incorporó, miró de soslayo y repitió:
—Que se dé el gusto, pero sólo si cumple los requisitos.
7
Helen América cumplió los requisitos.
Los médicos y los expertos intentaron aconsejarle que no fuera.
—¿Comprende lo que ocurrirá? —le dijo un técnico—. En un solo mes
pasarán para usted cuarenta años de vida. Saldrá de aquí siendo una muchacha y
llegará allá convertida en una sesentona. Bien, quizá todavía pueda vivir cien
años después de eso. Pero es doloroso. Estará a cargo de todas esas personas,
miles y miles. Transportará además un cargamento terrestre. Remolcará unas
treinta mil cápsulas, atadas a dieciséis cuerdas. Tendrá que vivir en la
cabina de mando. Le daremos todos los robots que necesite, tal vez una docena.
Tendrá una vela mayor y un trinquete y manejará las dos.
—Lo sé. He leído el libro —dijo Helen—, Debo pilotar la nave con la luz,
pero si el infrarrojo toca la vela representa el fin. Si se producen
interferencias de radio debo recoger las velas; y si éstas fallan, tengo que
esperar mientras siga con vida.
El técnico se enfadó.
—No se ponga trágica. Es fácil imaginar tragedias. Y si quiere ser
dramática, allá usted, pero sin destruir a treinta mil personas y sin arruinar
muchos bienes terrestres. Puede ahogarse aquí mismo, o lanzarse a un volcán
como los japoneses de los antiguos libros. Lo difícil no es la tragedia. Lo
difícil es cuando las cosas marchan bien y hay que seguir luchando. Cuando hay
que seguir contra viento y marea, afrontando las tentaciones de la
desesperación.
»Le enseñaré cómo funciona el trinquete. La anchura máxima es de
treinta mil kilómetros. Se va abusando, y la longitud total llega a los ciento
veinte mil kilómetros. Unos pequeños servo-robots se encargan de recoger y de
izar la vela. Los servo-robots se controlan por radio, pero no use la comunicación
más de lo imprescindible. Las baterías, aunque sean atómicas, tienen que durar
cuarenta años. Tienen que mantenerla con vida.
—Sí, señor —dijo dócilmente Helen América.
—No olvide cuál es su misión. Usted va porque resulta barata; un
navegante pesa mucho menos que una máquina. Hasta ahora no hay ningún ordenador
múltiple que pese sólo cincuenta kilos. Usted sí. Va porque podemos
sacrificarla. Quien viaja a las estrellas tiene una probabilidad entre tres de
no llegar. Pero no le envían a usted porque sea un líder sino porque es joven.
Tiene una vida que ofrecer, una vida que cuidar. La han escogido porque tiene
los nervios bien templados. ¿Comprende?
—Sí, señor, sí.
—Además, la envían a usted porque hará el viaje en cuarenta años. Si
nos decidiéramos por aparatos mecánicos para manejar las velas, quizá llegaran.
Pero tardarían entre cien y ciento veinte años, tal vez más, y para entonces
los cápsulas adiabáticas se habrían deteriorado y la mayor parte del cargamento
humano no podría ser reanimado. La pérdida de calor echaría a perder la
expedición, y ya nada ni nadie podrían evitarlo. Recuerde que su principal
tragedia y dificultad consistirá en trabajar. Trabajar, nada más. Ésa es su
tarea.
Helen sonrió. Era una muchacha baja, de pelo abundante y oscuro, ojos
castaños y cejas muy marcadas, pero cuando sonreía parecía una niña, una niña
adorable.
—Mí tarea es trabajar —repitió—. He comprendido, señor.
8
En la zona de entrenamiento, los preparativos eran rápidos pero no
precipitados. En dos ocasiones los técnicos insinuaron a Helen que se tomara
unas vacaciones antes de presentarse al ensayo general. Helen no aceptó el
consejo. Quería seguir adelante; los técnicos ya sabían que ella quería
abandonar la Tierra para siempre, y también sabían que la muchacha no era sólo
la hija de su madre. Helen intentaba permanecer fiel a sí misma. Sabía que el
mundo no creía en ella, pero no le importaba.
La tercera vez que le propusieron unas vacaciones, la sugerencia fue
una orden. Disponía de dos melancólicos meses de los que al final disfrutó un
poco en las maravillosas islas Hespérides, que habían aparecido cuando el peso
de los Terrapuertos hizo aflorar un nuevo conjunto de archipiélagos al sur de
las Bermudas.
Helen se presentó de nuevo, preparada, saludable y lista para partir.
El oficial médico habló sin rodeos.
—¿Sabe usted lo que vamos a hacerle? Le haremos vivir cuarenta años de
vida en un mes.
La pálida Helen América asintió con un cabeceo, y el oficial continuó:
—Ante todo, para darle esos cuarenta años, le retrasaremos los procesos
orgánicos. La sola tarea biológica de respirar el aire de cuarenta años en un
mes implica un factor de aproximadamente quinientos a uno. No hay pulmones que
lo resistan. Habrá que prepararle el cuerpo para que circule el agua que
llevará los alimentos, sobre todo proteínas. También algunos hidratos. Además
necesitará vitaminas.
»La primera operación será adaptarle el cerebro, y mucho, para que
trabaje en esa proporción retardada de quinientos a uno. No queremos
incapacitarla. Alguien tiene que manejar las velas.
»Por tanto, si usted titubea o reflexiona, un par de pensamientos le
ocuparán varias semanas. También podemos retardarle las diferentes partes del
cuerpo, pero no del mismo modo. Por ejemplo, rebajamos el agua en una
proporción de ochenta a uno. Los alimentos, trescientos a uno.
»No le alcanzará el tiempo para beber el agua de cuarenta años. El agua
circula por todo el cuerpo, se recicla y vuelve a incorporarse en el sistema, a
menos que usted interrumpa el circuito.
»Así que tendrá que pasar un mes totalmente despierta, en una mesa de
operaciones, mientras la operamos sin anestesia; ésta es una de las
tareas más ingratas a que se ha enfrentado la humanidad.
»Tendrá usted que vigilar, tendrá que observar las cuerdas sujetas a las
cápsulas que llevan el pasaje y el cargamento, tendrá que manejar las velas. Si
hay alguien vivo en el lugar de destino, le saldrá al encuentro.
»Al menos así ocurre casi siempre.
»No le garantizo que llegue a puerto con la nave. Si nadie la recibe,
entre en órbita más allá del último planeta y resígnese a morir o trate de
salvarse. Sin ayuda no podrá llevar a treinta mil personas a puerto.
»Pero entretanto tendrá que esforzarse. Le insertaremos controles en el
cuerpo. Empezaremos por unas válvulas en las arterias del pecho. Luego
sondaremos el agua. Practicaremos una colostomía artificial que le saldrá justo
por aquí, delante de la articulación de la cadera. Como la ingestión de agua
tiene cierto valor psicológico, dejaremos que usted beba un cinco por ciento
del agua con un vaso. El resto irá directamente a la corriente sanguínea, al
igual que un décimo de los alimentos. ¿Entiende?
—¿Quiere decir —preguntó Helen— que comeré un diez por ciento y recibiré
el resto por vía intravenosa?
—Así es —respondió el médico—. Aquí están los concentrados. Ése es el
reconstructor. Estas tuberías tienen una doble conexión. Un haz de conexiones
va a la máquina de mantenimiento. Ése será el sostén logístico de su cuerpo. Y
estos tubos son el cordón umbilical de un ser humano que está solo entre los
astros. Representan la vida para usted.
»Si se rompen, o si usted se cae, puede sufrir un desmayo de un par de
años. En tal caso el sistema local se hace cargo de todo; es la caja que usted
lleva en la espalda.
»En la Tierra pesa tanto como usted; ya se ha entrenado con el modelo.
Sabe que es fácil de manejar en el espacio. Eso la mantendrá durante un período
subjetivo de dos horas. Nadie ha inventado aún un reloj que congenie con la
mente humana, así que en vez de darle un reloj le conectaremos al pulso un
odómetro graduado. Si lo observa en períodos de decenas de miles de
pulsaciones, quizá le proporcione alguna información.
»No sabemos exactamente qué información, pero quizá le sirva para algo.
El técnico miró a Helen un instante y se volvió hacía la mesa de
instrumental para mostrarle una brillante aguja con un disco en la punta.
—Bien, volvamos al trabajo. Tendremos que llegar al cerebro. Esto actúa
también como un agente químico.
—Usted dijo que no me tocaría la cabeza —interrumpió Helen América.
—Solamente la aguja. No hay ningún otro modo de llegar al cerebro y modificarlo
para que transcurran cuarenta años en un mes.
El técnico sonrió de mal talante, pero sintió una momentánea ternura
cuando reparó en la valiente obstinación de la muchacha, su pueril, admirable y
lamentable tozudez.
—No discutiré —dijo Helen—. Esto es tan malo como un matrimonio, y mi
prometido son las estrellas.
Evocó un momento la imagen del navegante, pero no dijo nada.
El técnico siguió hablando.
—La estructura que preparamos para usted ya contiene elementos
psicopáticos. Ni sueñe en conservar la cordura. Pero no se preocupe. Tendrá que
estar chiflada para manejar las velas y sobrevivir todo un mes en completa
soledad. Y el problema es que ese mes equivaldrá a cuarenta años. En la nave no
hay espejos, pero quizás encuentre superficies pulidas para mirarse.
»No tendrá buen aspecto. Se verá más vieja cada vez que se mire. No sé
cómo reaccionará. A los hombres les afectó bastante.
»En cuanto al pelo, no representará tanto problema como en el caso de
los hombres. A ellos tuvimos que matarles las raíces capilares para que no se
asfixiaran entre sus propias barbas. Y se desperdiciarían muchas sustancias
nutritivas para hacer crecer pelos que ninguna máquina podría cortar con la
suficiente rapidez y que sólo significarían un estorbo. A usted le inhibiremos
el crecimiento del cabello. Ya veremos si luego le crece o no del mismo color.
¿Conoció al navegante que vino de las estrellas?
El médico sabía que sí lo conocía. No sabía que el navegante de las
estrellas era el motivo de su viaje. Helen logró conservar la compostura
mientras sonreía diciendo:
—Sí, recuerdo que los técnicos le injertaron cuero cabelludo. El
cabello le creció negro, y le pusieron ese apodo, el Señor Ya-no-cano.
—Si usted está lista el próximo martes, nosotros también lo estaremos.
¿Cree que podrá, mi Dama?
Helen se sintió rara al oír que ese hombre viejo y serio la llamaba
«Dama», pero sabía que era un homenaje a una profesión y no a un individuo.
—Hasta el martes hay tiempo de sobra.
Helen se sintió satisfecha. El anticuado médico conocía los nombres
arcaicos de los días, y usaba esos nombres. Era indicio de que en la
universidad no sólo había estudiado las cosas esenciales, sino que también
había aprendido ciertas intrascendencias elegantes.
9
Dos semanas después, según los cronómetros de la cabina, habían
transcurrido veintiún años. Helen miró las velas por diezmilésima vez.
La espalda le palpitaba de dolor.
El corazón le rugía como un vibrador, latiendo con ritmo más veloz que
el de su consciencia. Helen se examinaba el medidor de la muñeca y veía que las
agujas señalaban, muy despacio, decenas de miles de pulsaciones.
El aire le silbaba en la garganta mientras la mera velocidad le hacía
temblar los pulmones.
Y sentía el dolor palpitante de una extensa tubería que transportaba una
inmensa cantidad de agua densa a la arteria del cuello.
Su abdomen era una hoguera. El tubo de evacuación funcionaba
automáticamente, pero Helen América lo sentía en la piel como una brasa
ardiente. Una sonda que conectaba la vejiga con otro tubo la aguijoneaba como
el pinchazo de una aguja al rojo. Le dolía la cabeza, y se le nublaba la vista.
Pero aún podía ver los instrumentos y observar las velas. A veces
llegaba a distinguir, tenue como una polvareda, la inmensa madeja de gente y
cargamento que flotaba detrás.
No se podía sentar. El cuerpo le dolía demasiado.
Sólo podía estar cómoda y descansar en una posición: apoyada en el panel
de instrumentos, las costillas inferiores contra el panel, la fatigada frente
sobre los medidores.
Una vez estuvo así apoyada y descubrió que tardaba dos meses y medio en
levantarse. Sabía que el descanso no tenía sentido, y veía los movimientos de
su cara, una distorsionada imagen que envejecía en la superficie de cristal del
medidor de «peso aparente». Se veía borrosamente los brazos, y la piel que se
tensaba y se aflojaba con los cambios de temperatura.
Miró de nuevo las velas y decidió recoger el trinquete. Se arrastró
fatigosamente sobre el panel con un servo-robot. Escogió el mando apropiado y
tardó una semana en conectarlo. Esperó, sintiendo el zumbido del corazón, el
silbido del aire en la garganta, las uñas que se le partían al crecer.
Finalmente verificó si era el mando correcto, lo desconectó de nuevo, y no pasó
nada.
Movió el mando por tercera vez.
No hubo reacción.
Volvió al panel principal, leyó de nuevo el instrumental, verificó la
dirección de la luz y descubrió cierta cantidad de presión infrarroja que
tendría que haber detectado antes. Las velas, muy gradualmente, habían llegado
casi a la velocidad de la luz, pues se desplazaban de prisa con un lado a
oscuras; selladas contra el tiempo y la eternidad, las cápsulas nadaban detrás,
dóciles y ligeras.
Helen observó; la lectura había sido correcta.
La vela se había averiado.
Volvió al panel de emergencia. No ocurrió nada.
Activó un robot de reparaciones y lo envió después de haberle insertado
las tarjetas de información con la mayor rapidez posible. El robot salió y un
instante (tres días) después respondió. El panel del robot de reparaciones
decía; «No responde.»
Helen envió un segundo robot de reparaciones, que tampoco consiguió
hacer el trabajo.
Envió un tercer robot, el último. Dos luces brillantes relampaguearon:
«No responde.» Helen llevó los servo-robots al otro lado del velamen y tiró con
fuerza.
La vela aún no estaba en el ángulo indicado.
Helen, agotada y perdida en el espacio, rezó.
—No por mí, Señor, pues yo huyo de una vida que no deseaba; por las almas
de esta nave y por los pobres necios que llevo, que tienen el valor de querer
adorarte a su propio modo y necesitan la luz de otra estrella; por ellos te
pido, Señor, que me ayudes ahora.
Pensó que había rezado con mucho fervor y esperó una respuesta.
No la recibió. Helen se quedó desconcertada y sola.
No había sol. No había nada salvo la diminuta cabina, y allí estaba
Helen, más sola que ninguna mujer en toda la historia. Sintió el tirón y el
temblor de los músculos, que sufrían al paso de los días mientras su mente sólo
registraba el transcurso de unos pocos minutos. Se inclinó hacia delante, se
obligó a no sucumbir, y al fin recordó que uno de los entrometidos
funcionarios había incluido un arma.
Ella no sabía para qué usarla.
El arma apuntaba. Tenía un alcance de cuatrocientos mil kilómetros. El
blanco se podía escoger de forma automática.
Helen se arrodilló, arrastrando el tubo de excreción y el de
alimentación, las sondas y los cables del casco conectados al panel. Se agachó
bajo el panel de los servo-robots y sacó un manual. Al rato encontró la
frecuencia correcta del arma. La preparó y se acercó a la ventana.
En el
último instante pensó: Quizá aquellos tontos me hagan destrozar la ventana.
El arma tendría que estar diseñada para disparar a través de la ventana sin
romperla. Así debería ser.
Reflexionó un par de semanas.
Antes de dispararla se volvió y allí, junto a ella, estaba él, su
navegante de las estrellas, el Señor Ya-no-cano, quien dijo:
—Así no funcionará.
El navegante se erguía seguro y apuesto, tal como ella lo había visto en
Nueva Madrid. No llevaba tubos, no temblaba, y el pecho le subía y bajaba
normalmente cuando respiraba, aproximadamente una vez por hora. Una parte de la
mente de Helen supo que el navegante era una alucinación; otra parte creyó que
era real. Estaba loca y se alegraba de estarlo, y dejó que la alucinación la
aconsejara. Helen montó de nuevo el arma para que disparara a través de la
pared de la cabina y apuntó al mecanismo de reparación, más allá de la vela
retorcida e inmóvil.
El disparo a baja intensidad funcionó. La interferencia había sido una
circunstancia que escapaba a toda previsión técnica. El arma había eliminado la
misteriosa obstrucción y liberado a los servo-robots, que se pusieron a
trabajar como hormigas enloquecidas. Tenían defensas incorporadas contra los
impedimentos menores del espacio. Ahora corrían y brincaban con animación.
Con unción casi religiosa, Helen vio cómo el viento de luz estelar
henchía las inmensas velas, que volvieron de pronto a su posición normal.
Sintió el tirón de la gravedad cuando volvió a adquirir peso.
El Alma estaba de nuevo en camino.
10
—Es una muchacha —le aseguraron en Nueva Tierra—. Es una muchacha. Debía
de tener dieciocho años.
El Señor Ya-no-cano no daba crédito a las palabras. Pero se dirigió al
hospital, y allí vio a Helen América.
—Aquí estoy, navegante —murmuró Helen—. Yo también he navegado. —Tenía
la cara pálida como tiza, la expresión de una muchacha de veinte años y el
cuerpo de una bien conservada mujer de sesenta.
En cuanto al Señor Ya-no-cano, no había cambiado, pues había regresado
en una cápsula.
El Señor Ya-no-cano contempló a Helen. Entornó los ojos y, en un
repentino cambio de papeles, fue él quien se arrodilló junto a la cama para
cubrirle las manos de lágrimas.
—Huí de ti porque te amaba mucho —balbuceó—. Regresé a este lugar porque
aquí no me seguirías, y si lo hacías aún serías una mujer joven, y yo demasiado
viejo. Pero trajiste El Alma y me amaste.
La enfermera de Nueva Tierra ignoraba qué reglas se aplicaban a los
navegantes. Salió del cuarto en silencio, sonriendo con ternura y compasión
humanas ante el amor que descubría en ellos. Pero era una mujer práctica con
ciertas ideas sobre su propio ascenso. Llamó a un amigo del servicio de
informativos.
—Creo que tengo la mayor historia de amor de todos los tiempos —dijo—.
Si vienes pronto tendrás la primicia del idilio entre Helen América y el Señor
Ya-no-cano. Se conocieron de pronto. Tal vez se hubieran visto antes en alguna
parte. Se conocieron de pronto y se enamoraron.
La enfermera no sabía que ellos se habían jurado amor en la Tierra. La
enfermera no sabía que Helen América había hecho un viaje solitario con un
decidido propósito, ignoraba que la descabellada imagen del Señor Ya-no-cano,
el navegante, había salido de la nada para acompañar a Helen durante veinte
años, en la negra hondura del espacio interestelar.
11
La niña había crecido, se
había casado, y ahora tenía su propia hija. La madre no había cambiado, pero el
spieltier había envejecido mucho. Había sobrevivido a todas las maravillosas
adaptaciones, y hacía años que desempeñaba únicamente el papel de una rubia
muñeca de ojos azules. Por razones sentimentales, la muchacha había vestido al
spieltier con una blusa azul y pantalones a juego. El animalito se arrastró
por el suelo, apoyándose en las mónitas humanas, usando las rodillas como patas
traseras. La falsa cara humana levantó la ciega mirada y chilló pidiendo leche.
—Mamá —dijo la joven madre—,
tendrías que librarte de esta cosa. Está vieja y queda fatal con los muebles
modernos.
—Creí que te gustaba —se
sorprendió la mujer mayor.
—Claro que sí —suspiró la
hija—. Cuando yo era pequeña, el spieltier era muy mono. Pero ya no soy
pequeña, y el spieltier ni siquiera funciona.
El spieltier se había
lenvantado trabajosamente y se apretaba contra el tobillo de la dueña. La mujer
mayor lo apartó con delicadeza y puso en el suelo un plato de leche y una taza
del tamaño de un dedal. El spieltier intentó hacer una reverencia, como le
habían enseñado hacía mucho tiempo, patinó y cayó de lado lloriqueando. La
madre lo levantó y el pequeño animal-juguete metió el dedal en el plato para
llevárselo a la boquita vieja y desdentada.
—¿Recuerdas, mamá...? —empezó
la mujer más joven, y se interrumpió.
—¿Si recuerdo qué, querida?
—Tu me hablaste de Helen
América y el Señor Ya-no-cano cuando la historia era nueva.
—Sí, primor, quizá te la
conté.
—No me lo contaste todo
—declaró la mujer más joven con tono acusatorio.
—Claro que no. Eras una niña.
—No me contaste que fue
espantoso. Aquella gente tan complicada, y la terrible vida de los navegantes.
No entiendo por qué idealizaste la historia y la llamaste idilio...
—Pero lo fue. Lo es —insistió
la madre.
—¡Romance! ¡Un cuerno! —exclamó
la hija—. Es tan desagradable como verte con ese spieltier estropeado. —La
muchacha señaló la muñequita viva y envejecida que se había dormido junto a la
leche—. Es horrible. Tendrías que deshacerte de esto. Y el mundo tendría que
deshacerse de los navegantes.
—No seas cruel, querida
—suspiró la madre.
—No seas una vieja sensiblera
—dijo la hija.
—Tal vez lo seamos —dijo la
madre, y rió. Discretamente, colocó al spieltier dormido en una silla acolchada,
donde nadie podía pisarlo ni hacerle daño.
12
Los profanos Jamás conocieron el verdadero final de la historia.
Más de un siglo después de la boda con el señor Ya-no-cano, Helen
agonizaba feliz, pues su amado navegante estaba con ella. Helen creía que si
habían podido vencer el espacio también podrían vencer la muerte.
La mente de Helen, afectuosa, dichosa, agotada, moribunda, se nubló un
segundo y volvió sobre el tema del que habían hablado durante décadas.
—Tú viniste a El Alma —insistió—. Me acompañaste cuando yo estaba
confundida y no sabía manejar el arma.
—Si fui entonces, mi amor, iré de nuevo, dondequiera que estés. Tú eres
todo lo que tengo, mi verdadero amor. Tú eres la Dama más valiente, el
navegante más osado. Eres mía. Navegaste por mí. Eres mi dama, la Dama que
llevó El Alma.
La voz se le quebró, pero el rostro del señor Ya-no-cano no perdió la
calma. Nunca había visto a una persona que muriera tan confiada y feliz.
I
Antes de que las grandes naves de planoforma susurraran entre las
estrellas, la gente tenía que viajar de un astro a otro con inmensas velas:
enormes membranas montadas en el espacio sobre jarcias largas, rígidas,
resistentes al frío. Una pequeña nave espacial ofrecía lugar para que un
tripulante manipulara las velas, verificara el rumbo y observara a los
pasajeros, que iban herméticamente cerrados en sus cápsulas adiabáticas como
nudos en hilos inmensos. Los pasajeros no sentían nada:
se dormían en la Tierra y despertaban en un extraño y nuevo mundo
cuarenta, cincuenta o doscientos años después.
Era un sistema primitivo, pero funcionaba.
En una de esas naves, Helen América había seguido al Señor Ya-no-cano.
En esas naves los observadores ejercían su antigua autoridad en el espacio. Así
se colonizaron más de doscientos planetas, entre ellos Vieja Australia del
Norte, destinado a ser el más rico de todos ellos.
Puerto de Emigración estaba formado por una serie de edificios bajos y
cuadrangulares. No se parecía a Terrapuerto, que se yergue sobre las nubes como
una explosión nuclear congelada. Puerto1 de Emigración es tétrico,
triste, sórdido y eficiente. Las paredes son de color rojo oscuro como la
sangre porque así se ahorra en calefacción. Los cohetes son feos y sencillos;
los silos se elevan mugrientos como talleres mecánicos. La Tierra tiene pocos
lugares que mostrar a los visitantes. Puerto de Emigración no es uno de ellos.
La gente que trabaja allí goza del privilegio del trabajo verdadero y de
honores profesionales seguros. La gente que va allí pronto pierde la
consciencia. De la Tierra sólo recuerdan un cuarto que parece una sala de
hospital, una cama, un poco de música, algo de conversación, el sueño y, tal
vez, el frío.
De Puerto de Emigración van a sus cápsulas, donde los encierran
herméticamente. Las cápsulas se llevan a los cohetes y los cohetes se colocan
en el velero lumínico. Éste es el método antiguo.
El nuevo es mejor. Una persona visita una grata sala de estar, juega una
partida de cartas o come algo. Sólo se necesita la mitad de la fortuna de un
planeta o doscientos años de antigüedad calificados de «excelente».
Las velas fotónicas eran diferentes. Todos corrían riesgos.
Un joven de tez y pelo brillantes y corazón alegre salía hacia un nuevo
mundo. Un hombre mayor, de pelo entrecano, lo acompañaba. Así lo hacían treinta
mil personas. Y así lo hizo la muchacha más bella de la Tierra.
La Tierra la pudo haber retenido, pero los nuevos mundos la necesitaban.
Tenía que ir.
Viajó en un velero fotónico. Y tuvo que cruzar el espacio, donde siempre
acecha el peligro.
El espacio exige a veces herramientas extrañas: los gritos de una niña,
el cerebro laminado de un ratón muerto tiempo atrás, el llanto desconsolado de
un ordenador. El espacio casi nunca ofrece tregua, socorro, rescate o
reparación. Hay que prever todos los peligros; de lo contrario se vuelven
mortales. Y el mayor peligro es el hombre mismo.
—Es hermosa —dijo el técnico.
—Es sólo una niña —apuntó el segundo.
—No parecerá una niña después de doscientos años de viaje —pronosticó el
primero.
—Pero es una niña —insistió el segundo, sonriendo—, una bella
muñeca de ojos azules, que entra de puntillas en la vida adulta. —Suspiró.
—La congelarán —auguró el primero.
—No de forma constante —precisó el segundo—, A veces despiertan. Tienen que
despertar. Las máquinas los descongelan. Tú recuerdas los crímenes de la Vieja
Veintidós. Buena gente, pero mal combinada. Y todo anduvo mal, sucia y
brutalmente mal.
Ambos recordaban la Vieja Veintidós. La nave anduvo mucho tiempo
a la deriva hasta que alguien captó la señal de auxilio. El rescate llegó
demasiado tarde.
La nave estaba en perfectas condiciones. Todas las velas aparecieron en
el ángulo correcto. Los miles de durmientes congelados, desperdigados detrás de
la nave en sus cápsulas adiabáticas individuales, se habrían conservado en
excelentes condiciones, pero los habían dejado demasiado tiempo en el espacio
abierto y la mayoría se habían deteriorado. El problema estaba en el interior
de la nave. El navegante había fallado o muerto.
Los tripulantes de reserva habían despertado. No se llevaron bien. O
acaso se llevaron demasiado bien, en el peor sentido. En el espacio, en el
marco de una angosta y frágil cabina, habían inventado nuevos crímenes y los
habían cometido. Millones de años de maldad en la Tierra no habían permitido
aflorar tantas atrocidades.
Los investigadores de la Vieja Veintidós habían sentido náuseas
al reconstruir los acontecimientos que se produjeron cuando despertó la
tripulación de reserva. Dos de ellos habían solicitado que les borraran la
memoria y, obviamente, se habían retirado.
Los dos técnicos que lo sabían todo acerca de la Vieja Veintidós
miraron a esa chica de quince años que dormía en la mesa.
¿Era una mujer? ¿Era una niña? ¿Qué le ocurriría si despertaba durante
el vuelo?
La niña respiraba delicadamente.
Los dos técnicos se miraron.
—Será
mejor que llamemos al guardia psicológico —sugirió el primero—. Es el hombre
indicado para este trabajo.
—Al menos puede intentarlo —admitió el segundo.
El guardia psicológico, un hombre cuyo nombre numérico terminaba con los
dígitos Tigabelas, entró alegremente en el cuarto media hora después. Era un
hombre mayor, agudo y despierto, que rondaría el cuarto rejuvenecimiento. Miró
a la bella muchacha y suspiró.
—¿Para qué es? ¿Para una nave?
—No, para un concurso de belleza —dijo irónicamente el primer técnico.
—No sea tonto —soltó el guardia psicológico—. ¿De veras enviarán
a esta bella niña al arriba-afuera?
—Pertenece a la reserva —explicó el segundo técnico—. Los habitantes de Wereid
Schemering se están volviendo muy feos, y comunicaron al Gran Parpadeo que
necesitaban gente hermosa. La Instrumentalidad los ha escuchado. Todas las
personas de esta nave son guapas o bien parecidas.
—Si ella es tan valiosa, ¿por qué no la congelan y la ponen en una
cápsula? Una cara tan bonita —dijo Tigabelas— podría crear problemas en
cualquier parte. Y sobre todo en una nave. ¿Cuál es su nombre numérico?
—Está allí, en la pizarra —dijo el primer técnico—. Todo está en la
pizarra. Usted querrá también los nombres de los demás. Pronto pondremos la
lista completa.
—Veesey-koosey —leyó el guardia psicológico en voz alta—. Cinco-seis. Un
nombre tonto pero simpático.
Echando una última ojeada a la muchacha, se agachó para leer la historia
clínica de la gente añadida a la dotación de reserva. A las diez líneas
comprendió por qué reservaban a la muchacha para emergencias en vez de
permitirle dormir todo el viaje. Tenía un potencial filial de 999,999, lo cual
significaba que cualquier adulto normal la aceptaría como hija apenas iniciada
la relación. No tenía ninguna aptitud, ninguna habilidad, ninguna preparación
específica. Pero podía motivar a casi todas las personas mayores que ella, y
quizá lograr que esas personas remotivadas lucharan tenazmente por sobrevivir.
Por el bien de la muchacha. Y, en segundo lugar, por el bien del adoptante.
Eso era todo, pero bastaba para ponerla en la cabina. Era la encarnación
de la verdad literal del antiguo fragmento poético: «la más bella de las hijas
de la vieja, vieja Tierra».
Cuando Tigabelas terminó de tomar notas, el horario de trabajo llegaba a
su fin. Los técnicos no lo habían interrumpido. Se volvió para mirar por
última vez a la adorable muchacha. No estaba. El segundo técnico se había ido
y el primero se estaba limpiando las manos.
—¡Oh!, espero que no la hayan congelado —exclamó Tigabelas—. Tendré que
fijarla para que funcione el sistema de seguridad.
—Desde luego —dijo el primer técnico—. Le hemos dejado dos minutos para
eso.
—¡Dos minutos para proteger un viaje de cuatrocientos cincuenta años!
—exclamó Tigabelas.
—Acaso necesita más —dijo el técnico. Ni siquiera era una pregunta,
salvo en la forma.
—¿Acaso necesita más? —repitió Tigabelas, sonriendo—, No, no necesito
más. Esa muchacha viajará segura mucho después de que yo haya muerto.
—¿Y cuándo morirá usted? —le preguntó el técnico.
—Dentro de setenta y tres años, dos meses y cuatro días —respondió
afablemente Tigabelas—. Soy un cuarto y último.
—Eso suponía —dijo el técnico—. Es usted listo. Nadie empieza así, todos
aprendemos. Sin duda sabrá usted proteger a esa muchacha.
Salieron juntos del laboratorio y subieron a la superficie, a la fresca
y apacible noche de la Tierra.
II
Tigabelas volvió al día siguiente, de muy buen humor. Llevaba en la mano
izquierda un carrete de tamaño estándar. En la mano derecha sostenía un cubo
de plástico negro con relucientes puntos de contacto plateados en los lados.
Los dos técnicos lo saludaron amablemente.
El guardia psicológico no pudo ocultar la excitación y satisfacción que
lo dominaban.
—Me he encargado de esa bella niña. Mi tratamiento le permitirá mantener
su potencial filial, pero se acercará más al mil coma doble cero que con todos
esos nueves. He usado un cerebro de ratón.
—Si está congelado —advirtió el primer técnico—, no podremos ponerlo en
el ordenador. Tendrá que ir a proa, en los depósitos de emergencia.
—Este cerebro no está congelado —replicó Tigabelas—. Ha sido laminado.
Lo endurecimos con celuprime y luego lo cortamos en siete mil capas. Cada una
está separada por un plástico de por lo menos dos espesores moleculares. El
ratón no puede deteriorarse. En realidad, este ratón seguirá pensando para
siempre. No pensará mucho, a menos que le apliquemos voltaje, pero pensará. Y
no se puede deteriorar. Esto es plástico cerámico, y sólo un arma muy potente
podría destruirlo.
—¿Los contactos...? —preguntó el segundo técnico.
—No son directos —explicó Tigabelas—. El ratón está sintonizado a la
personalidad de la muchacha, hasta mil metros de distancia. Lo pueden colocar
en cualquier parte de la nave. La caja ha sido endurecida. Los contactos están
en el exterior. Alimentan los contactos de acero-níquel que hay dentro. Insisto:
este ratón seguirá pensando cuando el último ser humano del último planeta
conocido haya muerto. Y pensará en la muchacha. Eternamente.
—La eternidad es un período de tiempo espantosamente largo —dijo el
primer técnico con un escalofrío—. Sólo necesitamos un lapso de seguridad de
dos mil años. La muchacha misma se deterioraría en menos de mil años, si algo
fallara.
—No se preocupe —explicó Tigabelas—, esa muchacha estará protegida, se
deteriore o no. —Le habló al cubo—. Irás con Vessey, amigo, y si ella se pone
como los de la Vieja Veintidós lo transformarás todo en una fiesta
infantil, con helado e himnos al Viento Oeste. —Tigabelas miró a los otros
hombres y aclaró innecesariamente—: Él no me oye.
—Claro que no —dijo secamente el primer técnico. Todos miraron el cubo.
Era una bella obra de ingeniería. El guardia psicológico tenía razones para
estar orgulloso.
—¿Aún necesita el ratón? —preguntó el primer técnico.
—Sí —respondió Tigabelas—. Un tercio de milisegundo a cuarenta
megadinas. Quiero imprimir a este ratón la vida de Veesey en el hemisferio
cortical izquierdo. Sobre todo los gritos de la muchacha. Gritó mucho a los
diez meses. Algo que tenía en la boca. Gritó a los diez años cuando pensó que
se había cortado el aire en el tubo ascensor. Si no hubiera gritado, no estaría
aquí. Consta en su historial. Quiero que el ratón tenga esos gritos. Y cuando
cumplió cuatro años le regalaron un par de zapatos rojos. Déme dos minutos con
ella. Imprimí la clave en la serie completa de Marcia y los hombres de la
Luna, el mejor drama para adolescentes que proyectaron el año pasado.
Veesey lo vio. Esta vez lo verá de nuevo, pero el ratón estará conectado.
Tendrá tantas probabilidades de olvidarla como una bola de nieve de sobrevivir
en el infierno.
—¿Qué dice? —exclamó el primer técnico.
—¿Eh? —dijo Tigabelas.
—¿Qué ha dicho usted al final?
—¿Es usted sordo?
—No —replicó el técnico, enfadado—. No he entendido qué quiso decir.
—Dije que tendría tantas probabilidades de olvidar como una bola de
nieve de sobrevivir en el infierno.
—Eso me pareció entender —respondió el técnico—, ¿Qué es una bola de
nieve? ¿Qué es el infierno? ¿Qué probabilidades tiene?
El segundo técnico interrumpió ansiosamente.
—Yo lo sé —explicó—. Las bolas de nieve son formaciones de hielo de
Neptuno. Infierno es un planeta que está cerca de Khufu VII. No entiendo cómo
podrían juntarse.
Tigabelas los miró con el fatigado asombro de los que han vivido mucho.
No tenía ganas de explicar, así que dijo suavemente:
—Dejemos la literatura para otra ocasión. Sólo quise decir que Veesey
estará segura cuando la conectemos al ratón. El ratón durará más que ella y más
que todos los demás, y ninguna chica adolescente olvida Marcia y los hombres
de la Luna si ha visto cada episodio dos veces. Veesey los vio dos veces.
—¿No restará efectividad a los demás pasajeros? Eso no sería de ayuda
—dijo el primer técnico.
—En absoluto —aseguró Tigabelas.
—Repítame los datos —pidió el primer técnico.
—Ratón, un tercio de milisegundo a cuarenta megadinas.
—Lo oirán más allá de la Luna —dijo el técnico—. No puede meter ese
material en la cabeza de una persona sin autorización. ¿Quiere que consigamos
una autorización especial de la Instrumentalidad?
—¿Para un tercio de milisegundo?
Los dos hombres se miraron un instante; luego el primer técnico arrugó
la frente y sonrió. Ambos rieron. El segundo técnico no entendía y Tigabelas le
explicó:
—Pondré la vida de esta muchacha en un tercio de milisegundo a máxima
potencia. La vida se volcará en el cerebro de ratón que hay dentro del cubo.
¿Cuál es la reacción humana normal en un tercio de milisegundo?
—Quince milisegundos... —empezó el segundo técnico, y se interrumpió.
—Exacto —afirmó Tigabelas—. La gente no recibe nada en menos de quince
milisegundos. Este ratón no sólo está endurecido y laminado, sino que es
sumamente rápido. La laminación trabaja más deprisa de lo que jamás lo
hicieron sus propias sinapsis. Traigan a la muchacha. El primer técnico ya
había ido a buscarla. El segundo técnico hizo una pregunta más.
—¿El ratón está muerto?
—No. Sí. Claro que no. ¿Qué quiere usted decir? Quién sabe —soltó
Tigabelas de una tirada.
El joven lo miró asombrado, pero el diván con la bella muchacha ya
estaba en la habitación. La joven congelada ya no tenía la tez rosada sino
marfileña, y la respiración ya no se le notaba a simple vista, pero aún era
bella. Todavía no había comenzado el congelamiento profundo. El primer técnico
se puso a silbar.
—Ratón, cuarenta megadinas, un tercio de milisegundo. Muchacha, potencia
de salida máxima, igual tiempo. Potencia de entrada, dos minutos... ¿Qué
volumen?
—Cualquiera —dijo Tigabelas—. Cualquiera. El que usen para grabado
profundo de personalidad.
—Listo —anunció el técnico.
—Coja el cubo —ordenó Tigabelas. El técnico cogió el cubo y lo puso muy
cerca de la cabeza de la muchacha, en una caja que parecía un ataúd.
—Adiós, ratón inmortal —dijo Tigabelas—. Piensa en la bella muchacha
cuando yo esté muerto y no te canses de Afarcia y los hombres de la Luna
cuando la hayas visto durante un millón de años.
—Grabación —pidió el segundo técnico.
Tigabelas le dio la grabación y el técnico la puso en un proyector
común, aunque con cables más gruesos que cualquier aparato particular.
—¿Tiene usted alguna palabra clave? —preguntó el primer técnico.
—Es un poemita —dijo Tigabelas. Hurgó en su bolsillo—. No lo lea en voz
alta. Si alguno de nosotros dijera mal una palabra, la muchacha lo podría oír y
eso alteraría la relación entre ella y el ratón laminado.
Los dos miraron el papel. En letras claras y arcaicas aparecían los
versos:
Niña, si un hombre te
molesta,
piensa azul,
cuenta hasta dos y busca un
zapato rojo.
Los técnicos rieron cálidamente.
—Listo —anunció el primer técnico.
Tigabelas les agradeció su labor con una sonrisa tímida.
—Conéctelos —les pidió—. Adiós, muchacha —murmuró—, Adiós, ratón. Quizás
os vea dentro de setenta y tres años.
Una luz invisible les relampagueó en la cabeza.
En la órbita lunar, un navegante recordó los zapatos rojos de su madre.
Dos millones de personas de la Tierra contaron «uno, dos» y se
preguntaron por qué lo habían hecho.
Un joven y brillante periquito que navegaba en una nave orbital se puso
a recitar el poemita y desconcertó a toda la tripulación.
Aparte de esto, no se produjeron efectos laterales.
La muchacha del ataúd arqueó el cuerpo con terrible tensión. Los
electrodos le habían quemado la piel en las sienes. Las cicatrices rojas
brillaban contra la carne congelada y lozana de la muchacha.
El cubo no mostró indicios del ratón muerto-vivo y vivo-muerto.
Mientras el segundo técnico aplicaba ungüento en las cicatrices de
Veesey, Tigabelas se puso un auricular y tocó las terminales del cubo muy
suavemente, sin moverlo de la posición que ocupaba en la caja con forma de
ataúd.
Cabeceó satisfecho. Retrocedió.
—¿Están seguros de que la muchacha lo ha recibido?
—Lo revisaremos antes del congelamiento profundo.
—¿Y Marcia y los hombres de la Luna?
—No ha podido fallar —aseguró el primer técnico—. Lo llamaré si se
plantea algún problema, aunque no creo que vaya a ser necesario.
Tigabelas echó una última ojeada a la adorable muchacha. Setenta y tres
años, dos meses y cuatro días, pensó. Y a ella, más allá de las leyes
terráqueas, quizá la premien con mil años. Y el cerebro de ratón durará un
millón de años.
Veesey nunca los conoció: ni al primer técnico, ni al segundo, ni a
Tigabelas, el guardia psicológico.
Hasta el día de su muerte supo que Marcia y los hombres de la Luna
había incluido las más maravillosas luces azules, la hipnótica cuenta «uno,
dos, uno, dos» y los más bonitos zapatos rojos jamás vistos en la Tierra o en
otros mundos.
III
Trescientos veintiséis años después tuvo que despertar.
La caja se había abierto.
Le dolía cada músculo y cada hueso.
La nave anunciaba emergencia y la muchacha tuvo que despertar.
Quería dormir, dormir, o morir.
La nave siguió emitiendo su grito.
Tuvo que levantarse.
Levantó un brazo hasta el borde de su cama-ataúd. Había practicado cómo
entrar y salir de la cama en el largo período de entrenamiento, antes de que la
enviaran al sótano para hipnotizarla y congelarla. Sabía qué buscar, qué
esperar. Se volvió sobre un costado. Abrió los ojos.
Las luces brillaban amarillas y potentes. Cerró los ojos de nuevo.
Oyó una
voz.
—Ponte el tubo en la boca —parecía decir.
Veesey gruñó.
La voz siguió hablando.
Sintió algo áspero contra la boca.
Abrió los ojos.
Entre ella y la luz se interponía el perfil de una cabeza humana.
Veesey entornó los ojos para ver si era uno de los médicos. No, estaba
en la nave.
La cara cobró relieve.
Era el rostro de un hombre muy apuesto y muy joven. El hombre la miraba
a los ojos. Veesey nunca había visto a alguien que fuera guapo y simpático a la
vez, como ese hombre. Trató de verlo con claridad, y sonrió.
El tubo de alimentación le entró entre los labios y los dientes.
Automáticamente, ella succionó. El fluido parecía sopa, pero sabía a medicina.
La cara tenía voz.
—Despierta —insistió—, despierta. No es bueno que ahora te quedes
quieta. Necesitas hacer ejercicio cuanto antes.
Ella expulsó el tubo de la boca.
—¿Quién eres? —jadeó.
—Trece —se presentó el hombre—, y aquél es Talatashar. Hace dos meses
que estamos despiertos reprogramando los robots. Necesitamos tu ayuda.
—Ayuda —murmuró ella—, ¿Mi ayuda? La cara de Trece se arrugó y se
frunció en una deliciosa sonrisa.
—Bien, en cierto modo. Lo que en verdad necesitamos es una tercera mente
que vigile a los robots cuando nos parece que ya están reparados. Además, nos
sentimos solos. Talatashar y yo no somos demasiada compañía. Revisamos la
lista de tripulantes de reserva y decidimos despertarte a ti.
Le tendió una mano amistosa.
Al incorporarse, Veesey vio al otro hombre, Talatashar. Dio un respingo:
nunca había visto a nadie tan feo. Tenía el cabello gris y corto. Ojillos de
cerdo asomaban en una cara sebosa. Las mejillas colgaban a ambos lados en
monstruosas papadas. Por si eso fuera poco, la cara era deforme. Un lado
parecía despierto, pero el otro estaba torcido en un permanente espasmo de
dolor. Sin poder evitarlo, Veesey se llevó la mano a la boca. Luego habló con
la mano apoyada en los labios.
—Creí... creí que todos eran bellos en esta nave. Un lado de la cara de
Talatashar sonrió mientras el otro conservaba su inmóvil expresión de dolor.
—Lo éramos —rezongó la voz, que no era desagradable—, todos lo éramos.
Siempre nos deterioramos algunos en la congelación. Tardarás un poco en
acostumbrarte a mí. —Rió torvamente—. Yo tardé bastante. Dos meses. Me
alegro de conocerte. Quizá tú también te alegres de conocerme, dentro de un
tiempo. ¿Qué piensas de esto, Trece?
—¿Qué? —dijo Trece, quien los miraba con afable preocupación.
—La muchacha. Tan discreta. La diplomacia directa de los muy jóvenes.
Pregunta si soy apuesto. Yo digo que no. Y ella, ¿qué es?
Trece se
volvió hacia Veesey. —Deja que te ayude a sentarte —se ofreció.
Ella se sentó en el borde de la caja.
En silencio, el joven le pasó el recipiente de líquido con el tubo de
alimentación, y ella siguió sorbiendo la sopa. Miraba de reojo a los dos
hombres, con ojos de niña. Eran tan inocentes y turbados como los ojos de un
gatito que se enfrenta con problemas por primera vez.
—¿Qué eres? —preguntó Trece. Ella se apartó el tubo de los labios.
—Una muchacha —respondió.
La mitad de la cara de Talatashar sonrió. La otra mitad contrajo los
músculos, pero no expresó nada.
—Eso ya lo vemos —dijo socarronamente.
—Queremos saber qué te enseñaron —añadió Trece en tono conciliador.
Ella volvió a dejar el tubo.
—Nada —contestó.
Los dos hombres rieron. Primero, Trece rió con una voz que encerraba
toda la maldad del mundo. Luego rió Talatashar, aunque era demasiado joven
para reír a su manera. Su risa también era cruel. Había algo masculino,
misterioso, amenazador y secreto en ella, como si Talatashar supiera cosas que
las jóvenes sólo podían averiguar al precio del dolor y la humillación.
Era
un extraño, como siempre lo han sido los hombres para las mujeres: lleno de
motivaciones secretas y deseos ocultos, impulsado por pensamientos brillantes y
agudos que las mujeres no conocían ni deseaban conocer. Quizás el cuerpo no
era lo único que se les había deteriorado.
Ninguna experiencia personal de Veesey le hacía temer esa risa, pero un
millón de años de instinto femenino le aconsejaron no ignorar el mal,
permanecer alerta por si se presentaban nuevos problemas y esperar lo mejor por
el momento. Los libros y las cintas le habían enseñado todo lo necesario sobre
la sexualidad. Esa risa no tenía nada que ver con los bebés ni con el amor. Era
despectiva, poderosa y cruel, con la crueldad de hombres que son crueles sólo
porque son hombres. Por un instante los odió a ambos, pero no se asustó tanto como
para activar los dispositivos de protección que el guardia psicológico le
había incorporado en la mente. En cambio, contempló la cabina de diez metros de
longitud por cuatro metros de anchura.
Éste sería su hogar ahora, quizá para siempre. Había durmientes en
alguna parte, pero Veesey no veía las cajas. Sólo disponía de un pequeño
espacio y dos hombres: Trece, con su sonrisa cálida, su bonita voz, sus
interesantes ojos color gris azulado; Talatashar, con el rostro deforme. Y la
risa de ambos. Esa risa misteriosamente masculina, hostil y burlona. La vida
es la vida, pensó, y debo vivirla. Aquí. Talatashar, que había
dejado de reír, habló con voz muy diferente.
—Ya tendremos tiempo de jugar y divertirnos cuanto queramos. Primero
debemos terminar el trabajo. Las velas fotónicas no reciben luz estelar
suficiente para llevarnos a ninguna parte. Un meteoro ha desgarrado la vela
mayor. No podemos repararla, pues tiene treinta kilómetros de extensión. Así
que debemos poner la nave a punto: ésa es la vieja y correcta expresión.
—¿Cómo funciona? —preguntó Veesey con tristeza, sin poner mucho interés
en su propia pregunta. El malestar y el dolor del largo congelamiento empezaban
a atormentarla.
—Es simple —explicó Talatashar—. Las velas están recubiertas. Las pusieron
en órbita con cohetes. La presión de la luz es mayor de un lado que del otro.
Con determinada presión por un lado y escasa presión por el otro, la nave tiene
que ir a alguna parte. La materia interestelar es muy fina y no basta para
frenarnos. Las velas se alejan constantemente de la fuente de luz más
brillante. Durante los primeros ocho años fue el Sol. Luego dejamos atrás el
Sol y otras fuentes luminosas. Ahora recibimos más luz de la necesaria, y nos
desviaremos de nuestra ruta si no apuntamos el lado ciego de las velas hacia
nuestro destino y los lados impelentes hacia la fuente de luz más poderosa. El
navegante murió, aunque no sabemos por qué. El mecanismo automático de la nave
nos despertó, y el tablero de navegación nos puso al corriente de la situación.
Aquí estamos. Tenemos que reparar los robots.
—Pero ¿qué les ocurre? ¿Por qué no lo hacen ellos? ¿Por qué tuvieron que
despertar a la gente? Se supone que son muy listos.
Se preguntó por qué la habían despertado a ella. Pero sospechaba
la respuesta: la habían despertado los hombres, no los robots, y no quería que
lo dijeran. Aún tenía presente aquella desagradable risa masculina.
—Los robots no estaban programados para rasgar velas, sólo para
repararlas. Tenemos que adaptarlos para que acepten el daño que no queremos
remediar, y para que continúen con el nuevo trabajo que necesitamos.
—¿Puedo comer algo? —preguntó Veesey.
—¡Yo lo traeré! —se ofreció Trece.
—¿Por qué no? —dijo Talatashar.
Mientras Veesey comía, examinaron en detalle la tarea que se proponían
realizar, hablando con calma. Veesey se sentía más tranquila. Tenía la
sensación de que la aceptaban como compañera.
Cuando terminaron de preparar el plan de trabajo, tenían la certeza de
que tardarían entre treinta y cinco y cuarenta y dos días normales en tensar
las velas y colgarlas de nuevo. Los robots hacían el trabajo exterior, pero las
velas tenían cien mil kilómetros de longitud por treinta mil kilómetros de
anchura.
¡Cuarenta y dos días!
No tardaron cuarenta y dos días.
Tardaron un año y tres días.
Las relaciones no habían cambiado mucho dentro de la cabina.
Talatashar la dejaba en paz, excepto para hacer comentarios
desagradables. Los medicamentos que había encontrado en el botiquín no le
habían mejorado el aspecto, pero algunas sustancias lo drogaban tanto que
dormía mucho y profundamente.
Trece era ahora el novio de Veesey, pero era un idilio tan ingenuo que
podría haber ocurrido en la hierba, bajo los olmos, a orillas de un sedoso río
de la Tierra.
Una vez Veesey sorprendió a ambos jóvenes en medio de una discusión y
exclamó:
—¡Basta! ¡No podéis pelearos!
Cuando dejaron de pegarse, ella dijo con voz intrigada:
—Creí que no podíais hacerlo. Las cajas. Los dispositivos de
seguridad. Esas cosas que nos pusieron.
Talatashar respondió, con voz infinitamente desagradable:
—Eso creían ellos. Yo tiré esas cosas hace meses. No las quiero
en la nave.
Trece se quedó tan desencajado como si hubiera entrado sin darse cuenta
en uno de los Antiguos Terrenos Enajenantes. Inmóvil, los ojos desorbitados,
atinó a decir con voz transida de temor:
—¡Por... eso... peleábamos...!
—¿Te refieres a las cajas? Ya no las tenemos.
—Pero —jadeó Trece—, cada caja nos protegía a uno de nosotros. Todos
estábamos protegidos de nosotros mismos. ¡Dios nos ayude!
—¿Qué es Dios? —preguntó Talatashar.
—No tiene importancia. Es una vieja palabra. Se la oí decir a un robot.
Pero ¿qué haremos? ¿Qué harás tó? —le dijo acusatoriamente a Talatashar.
—Yo no haré nada —respondió Talatashar—. Todo sigue igual. —El costado
móvil de su cara se torció en una sonrisa insidiosa.
Veesey los observó a ambos.
No comprendía ese peligro indefinido, pero lo temía.
Talatashar soltó su masculina y desagradable risotada, pero esta vez
Trece no lo acompañó. Miró boquiabierto al otro hombre.
Talatashar fingió valor e indiferencia.
—Ha terminado mi turno —dijo—, y me voy a dormir. Veesey asintió y trató
de decir buenas noches, pero no le salieron las palabras. Sentía miedo y
curiosidad. La curiosidad era lo peor. La acompañaban unas treinta mil
personas, pero sólo estas dos estaban vivas y presentes. Sabían algo que ella
ignoraba.
Talatashar alardeó de ello al decirle:
—Prepara algo especial para el gran banquete de mañana. Que no se te olvide,
muchacha.
Talatashar subió por la pared.
Cuando Veesey se volvió hacia Trece, fue él quien cayó en brazos de la
joven.
—Tengo miedo —dijo—. Podemos hacer frente a cualquier cosa en el
espacio, pero no podemos enfrentarnos con nosotros mismos. Empiezo a sospechar
que el navegante se suicidó. Su defensa psicológica también falló. Y ahora
estamos solos con nosotros mismos.
Veesey miró alrededor.
—Todo sigue igual que antes. Nosotros tres, esta pequeña sala, y el
arriba-afuera en el exterior.
—¿No lo comprendes, cariño? —Trece le aferró los hombros—. Las cajas
nos protegían de nosotros mismos. Y ahora no están. Nos hemos quedado
indefensos. No hay nada que nos pueda proteger. Nada hiere al hombre tanto como
el hombre. Nada mata a las personas como las personas. No nos aguarda peligro
mayor que nosotros mismos.
Ella intentó apartarlo.
—No es tan grave.
Sin decir palabra, él la aferró. Intentó desgarrarle la ropa, La
chaqueta y los pantalones cortos eran omnitextiles y ceñidos, como los de él.
La joven se resistió, pero sin miedo. Le daba lástima el muchacho, y en ese
momento sólo le preocupaba que Talatashar se despertara e intentara ayudarla.
Eso sería demasiado.
Le resultó fácil detener a Trece.
Lo persuadió de que se sentara y ambos flotaron juntos hacía el sillón
grande.
Él lloraba tanto como ella.
Esa noche no hicieron el amor.
En susurros y jadeos él le contó la historia de la Vieja Veintidós.
Le dijo que cuando las gentes viajaban entre los astros, los sentimientos
antiguos que llevaban en el interior despertaban, y el abismo de sus mentes era
más espantoso que los más negros abismos del espacio. El espacio no cometía
crímenes. Sólo mataba. La naturaleza podía transmitir la muerte, pero sólo el
hombre podía contagiar el crimen de un mundo a otro. Sin las cajas, atisbaban
las insondables honduras de sus identidades desconocidas.
Veesey no comprendía, pero intentó hacerlo.
Él se durmió —su turno había terminado hacía rato— murmurando una y
otra vez:
—¡Veesey, Veesey, protégeme de mí! ¿Qué puedo hacer ahora, ahora, ahora,
para no cometer algo terrible después? ¿Qué puedo hacer? Tengo miedo de mí,
Veesey, y tengo miedo de la Vieja Veintidós. Veesey, Veesey, sálvame de
mí mismo. ¿Qué puedo hacer ahora, ahora, ahora...?
Ella no tenía respuesta. Se durmió cuando lo vio descansando. Las luces
amarillas resplandecían sobre los dos. El tablero robot, al detectar que ningún
ser humano estaba conectado, asumió el control de la nave y las velas.
Talatashar los despertó por la mañana.
Nadie habló de las cajas aquel día ni en los siguientes. No había nada
que decir.
Pero los dos hombres se vigilaban como bestias desconfiadas, y Veesey
también empezó a vigilarlos. Algo maligno y vital había entrado en la sala, una
exuberancia de vida cuya existencia ella ignoraba. No podía olería, verla ni
tocarla con los dedos. Sin embargo, era real. Quizá fuera lo que en otra época
la gente llamaba peligro.
Trató de mostrarse afable con los dos hombres. Eso aplacaba un poco la
inquietud de Veesey. Pero Trece se volvió taciturno y celoso, y Talatashar
sonreía con su característica expresión deforme y falsa.
IV
El peligro llegó por sorpresa.
Las manos de Talatashar arrancaron a Veesey de la caja donde dormía.
Veesey intentó resistirse pero él se mostró implacable como una máquina.
La levantó, le dio media vuelta y la dejó flotar en el aire.
Ella no tocó el suelo durante un par de minutos, y obviamente él pensaba
aferraría de nuevo. Y mientras se retorcía en el aire preguntándose qué había
pasado, Veesey vio que Trece le seguía con la mirada. Una fracción de segundo
después, Veesey se fijó en Trece. Estaba atado con alambre de emergencia, y
sujeto a un montante de la pared. Trece estaba más indefenso que ella.
Un miedo frío y profundo la dominó.
—¿Es esto un crimen? —susurró Veesey al aire—. Si esto es el crimen,
¿qué me estás haciendo?
Talatashar no respondió, sino que la aferró por los hombros con
firmeza. Le dio la vuelta. Ella lo abofeteó. El hombre le devolvió la bofetada,
golpeándola con tal fuerza que le magulló la mandíbula.
Veesey se había hecho daño por accidente varias veces; los médicos-robot
siempre habían corrido en su ayuda. Pero nunca la había lastimado otro ser
humano. ¡La gente no hería a los demás, salvo en los juegos de hombres! No se
hacía. No podía ocurrir. Pero había sucedido.
De pronto recordó lo que Trece le había contado sobre la Vieja
Veintidós, y lo que ocurría cuando la gente dejaba de ser lo que era por
fuera y cometía maldades dictadas desde dentro. El interior de los seres
humanos no había cambiado en un millón de años, y los seguía a todas partes,
incluso hasta en el espacio.
El crimen regresaba al hombre.
—¿Vas a cometer crímenes? —atinó a preguntarle a Talatashar—. ¿En esta
nave? ¿Conmigo?
La expresión de Talatashar era inescrutable, con media cara congelada en
un rictus risueño. Ahora estaban cara a cara. La bofetada había dejado un
rastro caliente en la cara de Vessey, pero el lado bueno de la cara de
Talatashar no revelaba el mismo efecto a pesar del golpe recibido. Sólo
evidenciaba decisión, concentración y una suerte de armonía perversa.
Talatashar respondió al fin, como si vagara por entre las maravillas de
su propia alma:
—Haré lo que me plazca. Lo que me plazca. ¿Entiendes?
—¿Por qué no nos preguntas? —balbuceó Veesey—. Trece y yo haremos lo que
quieras. Estamos solos en esta pequeña nave, a millones de kilómetros de todas
partes. ¿Por qué no íbamos a hacer lo que tú quieras? Suelta a Trece. Y habla
conmigo. Haremos lo que quieras. Cualquier cosa. Tú también tienes derechos.
Él soltó una risotada que parecía un grito demente. Le acercó la cara y
susurró, salpicándole las mejillas y las orejas de saliva:
—¡No quiero derechos! —gritó—. No quiero lo que es mío. No quiero hacer
lo correcto. ¿Crees que no os he oído a ambos, una noche tras otra, jadeando de
amor cuando la cabina está a oscuras? ¿Por qué crees que arrojé los cubos al
espacio? ¿Por qué crees que necesitaba poder?
—No lo sé —respondió ella con docilidad y tristeza. No había renunciado
a la esperanza. Mientras él hablara, quedaba la posibilidad de que entrara en
razón. Había oído hablar de robots cuyos circuitos estallaban y de otros robots
que debían perseguirlos. Pero no creía que aquello pasara también con las personas.
Talatashar gruñó. La historia del hombre se resumía en aquel gruñido: el
furor ante la vida, que promete tanto pero ofrece tan poco; y la desesperación
por el tiempo, que engaña al hombre mientras lo moldea. Se sentó en el aire y
descendió hacia el suelo de la cabina, cuya alfombra magnética atraía los
sedosos filamentos metálicos de su ropa.
—Estás pensando que se me pasará, ¿verdad? —dijo él. Ella asintió.
—Estás pensando que me volveré razonable y os dejaré en paz, ¿verdad?
Ella asintió de nuevo.
—Estás pensando que Talatashar sanará cuando lleguemos a Wereid
Schemering, y los médicos le arreglarán la cara, y todos volveremos a ser
felices. Eso estás pensando, ¿verdad?
Ella asintió una vez más. Detrás de ella el amordazado Trece gruñó, pero
Veesey no se atrevió a apartar la mirada de Talatashar y su horrible y deforme
rostro.
—Pues te equivocas, Veesey —dijo él. La voz sonó tajante y serena—,
Veesey, no llegarás a destino. Haré lo que tengo que hacer. Te haré cosas que
nadie ha hecho jamás en el espacio, y luego arrojaré tu cuerpo por la escotilla
de desperdicios. Pero dejaré que Trece lo vea todo antes de matarlo. Y luego,
¿sabes qué haré?
Una emoción extraña —miedo, quizá— tensaba los músculos de la garganta
de Veesey. Tenía la boca seca. Apenas logró articular:
—No, no sé qué harás entonces...
Talatashar parecía estar mirando en su propio interior.
—Yo tampoco, pero no es algo que desee hacer. No quiero hacerlo. Es
cruel y sucio, y cuando termine no tendré con quien hablar. Pero tengo que hacerlo.
Es justicia, de alguna manera extraña. Tenéis que morir porque sois malos. Y yo
también soy malo; pero si ambos estáis muertos, yo no seré tan malo.
La miró con ojos brillantes, casi como si la situación fuera normal.
—¿Sabes de qué hablo? ¿Entiendes?
—No, no, no —tartamudeó Veesey, sin poder evitarlo. Talatashar no la
miró a ella, sino al rostro invisible de su inminente crimen. Añadió, casi
jovialmente:
—Sería mejor que entendieras. Eres tú quien morirá por ello, y después
él. Hace mucho tiempo me hiciste un mal sucio e intolerable. No tú, la que está
sentada aquí. Tú no eres lo bastante importante ni lista como para hacer algo
tan espantoso como lo que me hicieron. No fue este tú, sino el tú verdadero
que llevas dentro. Y ahora voy a cortarte, quemarte, estrangularte y reanimarte
con medicamentos para cortarte, quemarte y estrangularte de nuevo, mientras tu
cuerpo lo resista. Y cuando tu cuerpo esté agotado, te pondré un traje de
emergencia y empujaré tu cadáver al espacio. Él puede salir vivo, me da lo
mismo. Sin traje, durará un par de resuellos. Y así parte de mi justicia se
cumplirá. Eso es lo que la gente llama crimen. Es una justicia que brota de la
intimidad del hombre. ¿Entiendes, Veesey?
Ella asintió con la cabeza. Negó con el gesto. Asintió de nuevo. No
sabía qué responder.
—Y tendré que hacer otras cosas —continuó él con un ronroneo—. ¿Sabes
qué hay en el exterior de esta nave, esperando mi crimen?
Ella meneó la cabeza, así que él dio la respuesta.
—Treinta mil personas van detrás de esta nave en cápsulas.
Las traeré de dos en dos y conseguiré chicas jóvenes. Dejaré a los demás a la
deriva, en el espacio. Y con las chicas averiguaré lo que siempre he tenido que
hacer y nunca he sabido. Nunca lo he sabido, Veesey, hasta que me encontré contigo
en el espacio.
Con voz somnolienta se sumió en sus propios pensamientos. El lado
deforme de su cara mostraba esa risotada incesante, pero el lado móvil
aparecía pensativo y melancólico, así que Veesey pensó que había algo
comprensible en el interior de Talatashar: sólo necesitaba rapidez e
imaginación para descubrirlo.
Con la garganta seca, logró susurrar:
—¿Me odias? ¿Por qué quieres hacerme daño? ¿Odias a las muchachas?
—No odio a las muchachas —rugió Talatashar—. Me odio a mí mismo. Lo
descubrí en el espacio. Tú no eres una persona. Las chicas no son personas. Son
suaves, bonitas, simpáticas, tiernas y cálidas, pero no tienen sentimientos. Yo
era guapo antes de que se me estropeara la cara, pero eso no importaba. Siempre
he sabido que las chicas no eran personas. Son como robots. Tienen todo el
poder del mundo y ninguna de las responsabilidades. Los hombres tienen que
obedecer, suplicar, sufrir, porque están hechos para sufrir y tienen que
padecer y obedecer. Basta con que una muchacha sonría con simpatía o cruce las
bonitas piernas para que el hombre ceda todo aquello por lo que ha luchado,
tan sólo para convertirse en esclavo de ella. Y luego la chica —Talatashar
estaba gritando de nuevo, con voz estridente y aguda— llega a ser mujer y tiene
hijos, más niñas para fastidiar a los hombres, más varones para que caigan
víctimas de las mujeres. Más crueldad y más esclavos. ¡Eres cruel conmigo,
Veesey! Eres tan cruel que ni siquiera sabes de tu crueldad. Si hubieras sabido
cómo te deseaba, habrías sufrido como una persona. Pero no sufrías. Eres una
joven. Bien, ahora lo sabrás. Sufrirás y morirás. Pero no morirás hasta que
sepas lo que sienten los hombres por las mujeres.
—Tala —dijo ella, usando el apodo con que lo llamaban muy rara vez—.
Tala, no, no es así. Nunca he querido que tú sufrieras.
—Claro que no —ladró Talatashar—. Las chicas no saben lo que hacen. Por
eso son chicas. Son peores que serpientes, peores que máquinas.
Estaba loco, loco de remate, en el abismo del espacio. Se levantó tan
repentinamente que salió disparado hacia arriba y tuvo que sujetarse al techo.
Un ruido en el costado de la cabina llamó la atención de ambos. Trece
trataba en vano de zafarse de sus ligaduras. Veesey se lanzó hacia el joven,
pero Talatashar la aferró por el hombro. Le dio media vuelta. Los ojos
brillaban en esa cara deforme.
Veesey se había preguntado a veces cómo sería la muerte. Pensó: Es
esto.
Su cuerpo aún luchaba contra Talatashar en la cabina. El maniatado y
amordazado Trece continuaba gruñendo. Veesey trató de arañar los ojos de
Talatashar, pero al pensar en la muerte se sintió lejos. Muy lejos, dentro de
sí misma.
En su propio interior, en donde nadie podía llegar, pasara lo que
pasase.
Desde esa lejanía profunda pero cercana, le llegaron unas palabras:
Niña,
si un hombre te molesta,
piensa azul,
cuenta hasta dos
y busca un zapato rojo.
Pensar azul no resultaba difícil. Sólo imaginó que las luces amarillas
de la cabina se volvían azules. Contar «uno, dos» era lo más simple del mundo. Y
aun mientras Talatashar intentaba cogerle la mano libre, logró recordar los
bellos zapatos rojos que había visto en Marcia y los hombres de la Luna.
Las luces fluctuaron un instante y una voz profunda rugió desde el
tablero de control.
—¡Emergencia, emergencia máxima! ¡Hay gente fuera de control!
Talatashar se sorprendió tanto que la soltó.
El tablero chillaba como una sirena. Era como si el ordenador
sollozara.
Con una voz muy distinta de la que usaba en su furor apasionado y
locuaz, Talatashar preguntó:
—Tu cubo. ¿No me deshice también de tu cubo?
Un golpe sonó en la pared. Un golpe desde un vacío de millones de
kilómetros. Un golpe desde ninguna parte.
Una persona que nunca habían visto entró en la nave, atravesando la
doble pared como si fuera un jirón de niebla.
Era un hombre. Un hombre maduro, de cara delgada, complexión robusta,
vestido con una ropa muy anticuada. En el cinturón llevaba varias armas, y en
la mano empuñaba un látigo.
El forastero le dijo a Talatashar:
—Desata a ese hombre.
Señaló a Trece con el mango del látigo.
Talatashar se repuso de la sorpresa.
—Eres el fantasma de un cubo. ¡No eres real!
El látigo siseó en el aire y dejó un largo cardenal rojo en la muñeca de
Talatashar. Las gotas de sangre empezaron a flotar junto a él antes de que
atinara a hablar.
Veesey no logró articular una palabra; se le iban la mente y el cuerpo.
Mientras caía al suelo, vio que Talatashar se sacudía, caminaba hacia
Trece y empezaba a desatar los nudos.
Cuando Talatashar le quitó la mordaza, Trece le preguntó al forastero:
—¿Quién eres?
—No existo —dijo el forastero—, pero puedo mataros si lo deseo. Será
mejor que ejecutéis mis órdenes. Escuchad con atención. Tú también —añadió
volviéndose hacia Veesey—. Tú también escucha, pues tú me has llamado.
Los tres escucharon. Ya no tenían ganas de pelear. Trece se frotó las
muñecas y sacudió las manos para estimular la circulación de la sangre.
El forastero se volvió con elegancia hacia Talatashar.
—Provengo del cubo de la joven. ¿Habéis visto cómo oscilaban las luces?
Tigabelas dejó un cubo falso en su caja pero me ocultó en la nave. Cuando ella
pensó las palabras clave, una fracción de microvoltio elevó la potencia de mis
terminales. Estoy hecho del cerebro de un pequeño animal, pero poseo la
personalidad y la fuerza de Tigabelas. Duraré mil millones de años. Cuando la
corriente cobró plena potencia, me puse en funcionamiento como una distorsión
de vuestras mentes. No existo —aclaró dirigiéndose a Talatashar—, pero si
desenfundara mi pistola imaginaria y te disparara a la cabeza, mi control es
tan poderoso que tu hueso obedecería mi orden. Se te abriría un boquete en la
cabeza y por allí se te derramarían la sangre y los sesos, tal como ahora
brota sangre de tu mano. Mírate la mano si quieres, y créeme.
Talatashar se negó a mirar.
El forastero continuó con voz firme:
—De mi pistola no saldría nada: ningún rayo, ninguna bala, ninguna
descarga, nada. Pero tu carne me creería, aunque tus pensamientos se
resistieran. Tu estructura ósea me creería, aunque tú pensaras lo contrario. Me
estoy comunicando con cada célula de tu cuerpo, con todo lo que está vivo. Si
pienso bala, tus huesos se abrirán en una herida imaginaria. Se te
desgajará la piel, se te desparramarán los sesos. No ocurrirá mediante una
fuerza física sino mediante una comunicación. Comunicación directa, idiota.
Quizá no sea una violencia real, pero cumplirá igualmente con mi propósito.
¿Comprendes ahora? Mírate la muñeca.
Talatashar no le quitaba los ojos de encima.
—Te creo —dijo con voz extraña y fría—. Supongo que estoy loco. ¿Vas a
matarme?
—No lo sé —respondió el forastero.
—Por favor —dijo Trece—, ¿eres una persona o una máquina?
—No lo sé —dijo el forastero.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó Veesey—. ¿Te dieron un nombre cuando te
hicieron para mandarte con nosotros?
—Mi nombre —contestó el forastero con una inclinaciones Sh'san.
—Me alegro de conocerte, Sh'san —saludó Trece, tendiéndole la mano.
Se dieron la mano.
—He sentido tu tacto —dijo Trece. Miró a los otros dos asombrado—. He
sentido su tacto, lo he sentido. ¿Qué hacías en el espacio todo este tiempo?
El forastero sonrió.
—Tengo trabajo que hacer, no quiero hablar.
—¿Qué quieres que hagamos, ahora que mandas tú? —preguntó Talatashar.
—No mando yo —dijo Sh'san—, y vosotros haréis vuestro trabajo. ¿No es
ésa la naturaleza de las personas?
—Pero, por favor... —suplicó Veesey.
El forastero desapareció y los tres quedaron nuevamente solos en la
cabina. La mordaza y las ligaduras de Trece habían caído despacio hacia la
alfombra, pero la sangre de Tala aún flotaba en el aire.
Talatashar habló con dificultad.
—Bien, ha terminado. ¿Diríais que yo estaba loco?
—¿Loco? —preguntó Veesey—. No conozco la palabra.
—Con lesiones mentales —explicó Trece. Se volvió a Talatashar para
hablarle—. Creo que...
Lo interrumpió el tablero de control. Sonaron campanillas y se encendió
un letrero. Todos lo vieron. Se acercan visitantes, decía el letrero.
La puerta del almacén se abrió y una bella mujer entró en la cabina. Los
miró como si los conociera a todos. Veesey y Trece sintieron asombro y
curiosidad, pero Talatashar se puso blanco.
V
Veesey vio que la mujer llevaba un vestido que había pasado de moda una
generación atrás, una moda que entonces sólo se veía en las cajas narrativas.
El vestido no tenía espalda.
La dama Lucia un audaz diseño cosmético que se expandía desde la columna
vertebral.
Por delante, el vestido colgaba de las acostumbradas piezas magnéticas
insertadas en la zona grasa y chata del pecho, pero en este caso las piezas se
situaban encima de las clavículas, de modo que el vestido se erguía con un
aire de anticuado recato. Debajo de la caja torácica, otras piezas magnéticas
sostenían la semifalda, que era muy amplia, en un ancho abanico de pliegues
sueltos. La dama llevaba un collar y un brazalete de coral de otro mundo. Ni
siquiera miró a Veesey. Caminó directamente hacia Talatashar y le habló con
amor perentorio.
—Tala, sé bueno. Te has portado mal.
—Mamá —jadeó Talatashar—. ¡Mamá, tú estás muerta!
—No discutas conmigo —replicó ella—. Sé bueno. Cuida de esa niña. ¿Dónde
está la niña? —Miró alrededor buscando a Veesey—. Esta niña —añadió—. Sé bueno,
con esta niña. Arruinarás la vida de tu madre, romperás el corazón de
tu madre, como hizo tu padre. No me obligues a decirlo dos veces.
Se inclinó para besarle la frente, y Veesey creyó ver por un instante
que ambos lados de la cara del hombre eran igualmente deformes.
La dama se irguió, dio media vuelta, saludó cortésmente a Trece y
Veesey, y regresó al almacén, cerrando la puerta.
Talatashar la siguió, abriendo la puerta y cerrándola de un golpe. Trece
le gritó:
—No te quedes allí mucho rato. Te congelarás. —Y añadió, dirigiéndose a
Veesey—. Esto lo ha hecho tu cubo. Ese Sh'san es el custodio más poderoso que
he visto en mi vida. Tu guardia psicológico debía de ser un genio. ¿Sabes cuál
es el problema de Talatashar? —Señaló la puerta cerrada—. Me lo contó una vez,
muy por encima. Lo crió su madre. Nació en el cinturón de asteroides y ella no
lo entregó.
—¿Su propia madre? —se extrañó Veesey.
—Sí, su madre genealógica —dijo Trece.
—¡Qué repugnante! —exclamó Veesey—. Nunca había oído algo parecido.
Talatashar regresó a la sala y no les dirigió la palabra.
La madre no volvió.
Pero Sh'san, el hombre eidético impreso en el cubo, continuó ejerciendo
su autoridad sobre los tres.
Tres días después apareció Marcia, habló media hora con Vessey sobre sus
aventuras con los hombres de la Luna, y desapareció. Cuando Marcia aparecía no
fingía ser real. Era demasiado bonita para ser real. Una espesa melena amarilla
coronaba una armoniosa cabeza; cejas oscuras enmarcaban unos ojos vividos y
castaños; y su encantadora y picara sonrisa complacía a Veesey, Trece y
Talatashar. Marcia admitió que era la heroína imaginaria de una serie dramática
de las cajas narradoras. Talatashar se había aplacado por completo después de
la aparición de Sh'san y su madre. Parecía ansioso por llegar al fondo de la
cuestión. Intentó hacerlo interrogando a Marcia.
Ella respondió de buena gana.
—¿Qué eres? —preguntó Talatashar intrigado. La sonrisa afable del lado
bueno de su cara parecía más temible que un gesto hostil.
—Soy una niña, tonto —respondió Marcia.
—Pero no eres real —insistió él.
—No —concedió Marcia—, pero ¿lo eres tú? Soltó una risa aniñada y feliz:
la adolescente enredando al adulto desconcertado en su propia paradoja.
—Mira —razonó él—, ya sabes a qué me refiero. Sólo eres una imagen que
Vessey vio en las cajas narradoras y has venido a darle zapatos rojos
imaginarios.
—Si quieres, puedes tocar los zapatos cuando yo me voy —alegó Marcia.
—Eso sólo significa que el cubo los ha fabricado con algún elemento de
esta nave —explicó triunfalmente Talatashar.
—¿Por qué no? —dijo Marcia—. No sé nada sobre naves. Supongo que tú sí.
—Pero aunque los zapatos sean reales, tú no lo eres —la acosó
Talatashar—. ¿Adonde vas cuando nos «abandonas»?
—No sé —admitió Marcia—. He venido aquí a visitar a Veesey. Supongo que
al irme estaré en el mismo sitio que antes de venir.
—¿Dónde es eso?
—En ninguna parte —respondió Marcia, con aspecto sólido y real.
—¿Ninguna parte? Entonces, ¿admites que no eres nada?
—Lo admitiré si quieres —concedió Marcia—, pero esta conversación no
tiene ningún sentido. ¿Dónde estabas tú antes de estar aquí?
—¿Aquí? ¿Quieres decir en esta cabina? Estaba en la Tierra —respondió
Talatashar.
—¿Dónde estabas antes de estar en este universo?
—No había nacido, así que no existía.
—Bien —concluyó Marcia—, lo mismo me ocurre a mí, sólo que es un poco
diferente. Antes de existir, yo no existía. Cuando existo, estoy aquí. Soy un
eco de la personalidad de Veesey y trato de ayudarla a recordar que es una
joven bonita. Me siento tan real como tú. ¡Ya ves!
Marcia continuó hablando de sus aventuras con los hombres de la Luna.
Veesey quedó fascinada al oír todas las cosas que habían tenido que suprimir en
la versión proyectada de la caja. Cuando Marcia terminó, estrechó la mano de
ambos hombres, besó a Veesey en la mejilla izquierda y atravesó el casco para
salir al lacerante vacío del espacio, donde los negros romboides de las velas
ocultaban parte de los cielos.
Talatashar descargó el puño en la. mano abierta.
—La ciencia ha ido demasiado lejos. Tantas precauciones nos matarán.
—¿Y tú qué habrías hecho? —ironizó Trece.
Talatashar cayó en un sombrío silencio.
Al cabo de diez días, las apariciones cesaron. El poder del cubo se
concentró en una imagen. Al parecer, el cubo y los ordenadores de la nave
habían intercambiado datos.
La persona que les visitó esta vez fue un capitán del espacio, canoso,
arrugado, erguido, bronceado por la radiación de mil mundos.
—Sabéis quién soy —dijo.
—Sí, señor, un capitán —contestó Veesey.
—No te conozco —refunfuñó Talatashar—, y no estoy seguro de creer en
tí.
—¿Se te ha curado la mano? —preguntó irónicamente el capitán.
Talatashar no replicó. El capitán exigió atención.
—Escuchad. No viviréis por vosotros mismos el tiempo suficiente para
llegar a las estrellas con el curso actual. Quiero que Trece fije la
macrocronografía en intervalos de noventa y cinco años, y que os asigne turnos
de vigilancia de cinco años, con dos de vosotros por turno. Eso bastará para
orientar las velas, evitar que se enreden las líneas de las cápsulas y enviar
señales. Esta nave debería tener un navegante, pero no disponemos del equipo
necesario para convertir a ninguno de vosotros en navegante, así que
utilizaremos los controles robot mientras los tres descansáis en vuestra
congelación. Vuestro navegante murió de un coágulo y los robots lo sacaron de
la cabina antes de despertaros...
Trece hizo una mueca.
—Creí que se había suicidado.
—En absoluto —dijo el capitán—. Escuchad. Llegaréis en tres períodos de
sueño si obedecéis mis órdenes. De lo contrario, no llegaréis nunca.
—No me importa por mí —intervino Talatashar—, pero esta niña tiene que
llegar a Wereid Schemering con vida. Una de vuestras malditas apariciones me
dijo que cuidara de ella, pero la idea me parece buena de todos modos.
—A mí también —dijo Trece—, No advertí que era apenas una niña hasta que
la vi hablando con la otra niña, Marcia. Tal vez un día yo tenga una hija como
ella.
El capitán sólo respondió con la plena y feliz sonrisa de un hombre
viejo y sabio.
Una hora después habían terminado de comprobar la nave. Los tres estaban
preparados para acostarse. El capitán se dispuso a despedirse.
—No puedo evitar preguntarlo —dijo Talatashar—, ¿quién eres?
—Un capitán —respondió el capitán.
—Ya sabes a qué me refiero —insinuó Tala fatigosamente. El capitán
pareció mirar en su propio interior.
—Soy una personalidad artificial y provisional creada a partir de
vuestras mentes por la personalidad que llamáis Sh'san. Sh'san está en la nave,
pero escondido, para que no le causéis daño. Sh'san lleva grabada la
personalidad de un hombre verdadero llamado Tigabelas. Sh'san también lleva la
grabación de cinco o seis buenos oficiales del espacio, por si se necesitaban
sus aptitudes. Una pequeña cantidad de electricidad estática lo mantiene
alerta; cuando Sh'san está en la posición adecuada, un mecanismo activador le
permite tomar más corriente del suministro de la nave.
—¿Pero, qué es él? ¿Qué eres tú? —insistió Talatashar, casi en una
súplica—. Yo estaba a punto de cometer un crimen terrible y vosotros me
salvasteis. ¿Sois imaginarios o reales?
—Eso es filosofía. Yo soy un producto de la ciencia, así que no lo sé
—respondió el capitán.
—Por favor —rogó Veesey—, cuéntanos qué te parece. No qué es, sino qué
opinas tú.
El capitán se relajó, como si se le hubiera ido la disciplina, como si
de pronto fuera terriblemente viejo.
—Cuando hablo y actúo, supongo que me siento como cualquier otro capitán
del espacio. Si me detengo a pensarlo, me encuentro perturbador. Sé que soy
sólo un eco en vuestras mentes, combinado con la experiencia y la sabiduría que
se ha introducido en el cubo. Así que hago lo mismo que la gente verdadera: no
pienso mucho en ello. Me ocupo de mis asuntos. —Se enderezó y se irguió
recobrando la compostura—. Mis asuntos —repitió.
—¿Y qué sientes por Sh'san? —preguntó Trece. Una expresión reverente,
casi de terror, surcó la cara del capitán.
—¿Él? Oh, él. —El tono maravillado le enriquecía la voz y la hacía
reverberar en la pequeña cabina—. Sh'san. Él es el pensador de todo
pensamiento, el «ser» de lo que es, el hacedor del hacer. Es más poderoso de lo
que os imagináis. Me da vida a partir de vuestras mentes vivas. En realidad
—concluyó el capitán con una mueca—, es un cerebro de ratón muerto laminado con
plástico, y no tengo idea de quién soy yo. ¡Buenas noches a todos!
El capitán se caló la gorra sobre la frente y atravesó el casco. Veesey
corrió hacia un visor, pero en el exterior no había nada. Nada. Y mucho menos
un capitán.
—Creo que no tenemos más remedio que obedecer —dijo Talatashar.
Obedecieron. Se acostaron en sus lechos. Talatashar ajustó los
electrodos de Veesey y de Trece antes de acostarse y ajustarse los suyos. Se
despidieron amablemente mientras se cerraban las tapas.
Durmieron.
VI
En el puerto de destino, la gente de Wereid Schemering recogió las
cápsulas, las velas y la nave. No despertaron a los durmientes hasta que
llegaron a tierra y se cercioraron de que estaban sanos y salvos.
Despertaron a los tres ocupantes de la cabina al mismo tiempo. Veesey,
Trece y Talatashar estuvieron tan ocupados respondiendo preguntas sobre el
navegante muerto, las velas reparadas y sus problemas a bordo que no tuvieron
tiempo de hablar entre sí.
Veesey vio que Talatashar estaba muy guapo. Los médicos del puerto le
habían reparado la cara, así que tenía la apariencia de un joven-viejo extrañamente
digno. Por fin, Trece tuvo una oportunidad de hablarle.
—Adiós, niña. Vete a la escuela y luego encuentra un buen hombre. Lo
lamento.
—¿Qué lamentas? —dijo ella con temor.
—Haber hecho esas cosas contigo antes de que surgiera el problema. Eres
sólo una niña. Pero eres una buena niña. Le acarició el pelo, giró sobre los
talones y se fue. La compungida Veesey se quedó de pie en medio del cuarto.
Tenía ganas de llorar. ¿De qué había servido ella en el viaje?
Talatashar se le había acercado. Extendió la mano. Ella la cogió.
—Dale tiempo, niña —la animó Talatashar. De nuevo niña, pensó
ella.
—Quizá nos veamos de nuevo —respondió cortésmente—. Éste es un mundo
pequeño.
La cara de Talatashar se encendió en una sonrisa extrañamente agradable.
Era maravilloso que la parálisis lateral hubiera desaparecido. Ya no parecía
viejo.
—Veesey —dijo Talatashar con ansiedad—, recuerdo algunas cosas. Recuerdo
lo que estuvo a punto de ocurrir. Recuerdo lo que creíamos ver. Quizá vimos
todas esas cosas. No las veremos en tierra. Pero quiero que recuerdes esto.
Nos salvaste a todos. A mí también. Y a Trece, y a las treinta mil personas que
llevábamos.
—¿Yo? —preguntó ella—. ¿Qué hice yo?
—Pediste ayuda. Dejaste trabajar a Sh'san. Todo ocurrió a través de ti.
Si no hubieras sido sincera, bondadosa y afable, si no hubieras sido tan
inteligente, ningún cubo habría funcionado. No fue un ratón muerto el que obró
los milagros. Tu mente y tu bondad nos salvaron. El cubo sólo añadió los
efectos sonoros. De no haber sido por tí, dos muertos navegarían hacia la Gran
Nada arrastrando treinta mil cuerpos en decadencia. Nos salvaste a todos. Quizá
no sepas cómo, pero lo hiciste.
Un funcionario le tocó el brazo. Tala replicó, con firmeza pero con
cortesía:
—Un momento. —Y añadió dirigiéndose a la joven—: Supongo que eso es
todo.
Veesey sintió un arrebato de rebeldía: tenía que hablar, aunque con ello
se arriesgara a la infelicidad.
—¿Y lo que me dijiste sobre las muchachas... entonces... aquella vez?
—Lo recuerdo. —Por un instante la cara de Tala pareció recobrar su
antigua fealdad—. Lo recuerdo. Pero estaba equivocado. Equivocado.
Mirándolo, ella pensó en el cielo azul, en las dos puertas
que tenían detrás, en los zapatos rojos que llevaba en el equipaje. No
se produjo ningún milagro. Ni Sh'san, ni voces, ni cubos mágicos.
Excepto que él se volvió, regresó hacia ella y dijo:
—Oye, véamenos la semana que viene. Esa gente del mostrador nos puede
decir dónde estaremos, así que sabremos cómo encontrarnos. Vamos a molestarlos.
Fueron juntos al mostrador de inmigración.
EL CORONEL VOLVIÓ DE LA NADA
1. Desnudo y
solitario
Miramos por la mirilla de la puerta del hospital.
El coronel Harkening se había arrancado de nuevo el pijama y yacía
desnudo y de bruces.
Tenía el cuerpo rígido.
Volvía la cara bruscamente hacia la izquierda, de modo que se apreciaban
los músculos del cuello. El brazo derecho se separaba del cuerpo en línea
recta.
El codo formaba un ángulo recto, y el antebrazo y la mano apuntaban
hacia arriba. El brazo izquierdo también salía en línea recta, pero la mano y
el antebrazo apuntaban hacía abajo, paralelos al cuerpo.
Las piernas parodiaban la posición de un corredor.
Pero el coronel Harkening no estaba corriendo.
Estaba tendido en el suelo.
Aplastado, como si tratara de privarse de la tercera dimensión para
yacer sólo en dos planos. Grosbeck retrocedió y cedió a Timofeyev su turno ante
la mirilla.
—Insisto en que necesita una mujer desnuda —dijo Grosbeck. Grosbeck
siempre buscaba causas elementales.
Teníamos atropina, surgital, toda una gama de digitalínidos, una
variedad de narcóticos, electroterapia, hidroterapia, terapia subsónica, shock
de temperatura, shock audiovisual, hipnosis mecánica, hipnosis por gas.
Nada de eso había surtido efecto en el coronel Harkening.
Cuando levantábamos al coronel, él trataba de acostarse.
Cuando le poníamos ropa, la rompía.
Ya habíamos llamado a su esposa para que lo viera..Ella había llorado
porque el mundo había aclamado a su esposo como un héroe muerto en el vasto y
temible vacío del espacio. Su milagroso retorno había asombrado a siete
continentes de la Tierra y a las colonias de Venus y Marte.
Harkening había sido piloto de pruebas del nuevo aparato desarrollado
por un equipo de la Oficina de Investigaciones de la Instrumentalidad.
Lo llamaban cronoplasto, aunque una minoría prefería el término
planoforma.
Yo no entendía la teoría, aunque el propósito era bastante simple. A
grandes rasgos, se trataba de comprimir los cuerpos vivos en un marco
bidimensional mientras se lanzaba la materia orgánica con sus accesorios
tangibles a través de sólo dos dimensiones hacia un punto del espacio
inconcebiblemente remoto. Con nuestra anterior tecnología, habríamos tardado
por lo menos un siglo en llegar a Alfa Centauro, la estrella más cercana.
Desmond Harkening, que ostentaba el rango titular de coronel bajo los
Jefes de la Instrumentalidad, era uno de los mejores navegantes del espacio que
teníamos. Disponía de una vista perfecta, una mente analítica, un cuerpo magnífico,
una experiencia de primera. ¿Qué más podíamos pedir?
La humanidad lo había enviado en una diminuta nave espacial, no mucho
mayor que el ascensor de una casa corriente. En alguna parte entre la Tierra y
la Luna, mientras miles de espectadores de televídeo seguían su trayectoria,
había desaparecido.
Había conectado el cronoplasto y se había convertido en el primer hombre
que entró en planoforma.
Nunca volvimos a ver su nave.
Pero encontramos al coronel.
Yacía desnudo en el centro del Central Park de Nueva York, más de cien
kilómetros al oeste de las antiguas ruinas.
Estaba en la grotesca posición que acabábamos de observar en la celda
del hospital, formando una especie de estrella de mar humana.
Habían pasado cuatro meses y habíamos logrado muy pocos progresos con el
coronel.
Resultaba fácil mantenerlo con vida, pues le administrábamos dosis
masivas de los elementos necesarios para la supervivencia biológica, por vía
rectal o intravenosa. El no se resistía. No forcejeaba, excepto cuando le
poníamos ropa o tratábamos de mantenerlo demasiado tiempo fuera del plano horizontal.
Cuando permanecía erguido mucho tiempo, despertaba en un estado de furia
rabiosa, callada, desatada; y luchaba contra los enfermeros, la camisa de
fuerza, todo lo que se interpusiera en su camino.
En una desdichada ocasión, el pobre hombre había sufrido durante una
semana entera, firmemente sujeto con lona y luchando cada minuto para liberarse
y retomar su posición de pesadilla.
La visita de la esposa, la semana anterior, no había provocado más
mejoras de las que en mi opinión causaría esta semana la sugerencia de
Grosbeck.
El coronel no le prestó a su esposa más atención que a nosotros, los
médicos.
Si había regresado de las estrellas, del frío que se extendía más allá
de la Luna, de los terrores del arriba-afuera; si había regresado por medios
desconocidos para los hombres vivientes; si había regresado siendo él mismo
pero sin ser él mismo, ¿cómo iba a reaccionar ante los toscos estímulos del
conocimiento humano previo?
Cuando Timofeyev y Grosbeck se volvieron hacia mí después de mirarlo por
milésima vez, les dije que no lograríamos avanzar en el caso si nos valíamos
de métodos comunes.
—Empecemos de nuevo. Este hombre está aquí. Pero no puede estar aquí
porque nadie puede regresar de las estrellas desnudo como un recién nacido, y
aterrizar en Central Park tan suavemente que no muestra la menor abrasión. Por
lo tanto, no está en ese cuarto, y nosotros no estamos hablando de nada, y no
hay ningún problema. ¿Correcto?
—No —respondieron a coro.
Me volví a Grosbeck, el más recalcitrante de los dos.
—Como prefiráis. Premisa principal, él está allí. Segunda premisa, no
puede estar allí. Nosotros no existimos. Quod erat demonstrandum. ¿Os
parece mejor?
—No, señor y doctor, jefe y líder —dijo Grosbeck, ateniéndose a las
normas de cortesía a pesar de su exasperación—. Tú intentas destruir el
contexto del caso, y esto nos conducirá hacia métodos aún más heterodoxos de
tratamiento. ¡Por el Señor y por el Cielo! No podemos seguir este camino. Ese
hombre está loco. No importa cómo llegó a Central Park. Eso es problema de los
ingenieros. No es un problema médico. Su locura sí lo es. Podemos tratar de
sanarle o podemos dejarle a su aire. Pero no iremos a ninguna parte si
mezclamos la medicina con la ingeniería...
—No es tan serio —interrumpió suavemente Timofeyev. Como el mayor de mis
colegas, tenía derecho a dirigirse a mí por el título más breve. Se volvió
hacia mí.
—Estoy de acuerdo contigo, señor y doctor Anderson, en que la ingeniería
tiene mucho que ver con el estado físico y mental de este hombre. A fin de
cuentas, es la primera persona que ha viajado en un cronoplasto y ni nosotros
ni los ingenieros ni nadie tiene la menor idea de lo que le pasó. Los ingenieros
no encuentran la máquina, y nosotros no encontramos la consciencia del coronel.
Dejemos la máquina para los ingenieros, pero perseveremos en el aspecto médico
del caso.
No dije nada, esperaba a que se desahogaran hasta que estuvieran
preparados para razonar conmigo en vez de sólo gritar de desesperación.
Me miraron, guardando silencio a regañadientes y tratando de darme la
iniciativa en este desagradable caso.
—Abre la puerta de la celda —ordené—. En esa posición no escapará. Sólo
desea permanecer en posición horizontal.
—Más achatado que una tortita escocesa en un infierno chino —dijo
Grosbeck—, y no irás a ninguna parte si lo dejas en esta posición. Antes fue un
ser humano, y el único modo de lograr que un ser humano sea humano es apelando
a su aspecto antropomórfico, no a un imaginario aspecto plano que se introdujo
en él mientras estaba... dondequiera que haya estado. —Grosbeck torció la cara
en una sonrisa irónica. En ocasiones su propia vehemencia le resultaba
graciosa—. Digamos que estuvo debajo del espacio, señor y doctor, jefe
y líder.
—Es un buen modo de expresarlo —reconocí—. Más tarde puedes probar tu
idea de la mujer desnuda, pero, francamente, yo no creo que dé resultado. Los
procesos cerebrales de este hombre no superan los del invertebrado más simple,
excepto cuando está en esa grotesca posición. Si no piensa, no ve. Y si no ve,
una mujer le resultará tan indiferente como cualquier otra cosa. No hay ningún
problema corporal. El problema reside en el cerebro. Aún considero que el
problema es llegar al cerebro.
—O al alma —jadeó Timofeyev, cuyo nombre completo era Herbert Hoover
Timofeyev, y que procedía de la región más religiosa de Rusia—, A veces no se
puede excluir el alma, doctor...
Entramos en la celda y nos quedamos mirando al hombre desnudo.
El paciente respiraba muy despacio. Tenía los ojos abiertos; no
habíamos conseguido hacerlo parpadear, ni siquiera con un flash fotográfico. El
paciente cobraba una grotesca y elemental humanidad cuando lo sacábamos de la
posición plana. Su mente alcanzaba, intelectualmente hablando, un punto no más
complejo al de una ardilla aterrada, asustada, desquiciada. Cuando lo vestíamos
o lo poníamos en otra posición, luchaba furiosamente, golpeando sin
discriminación a objetos y personas.
¡Pobre coronel Harkening! Se suponía que nosotros tres éramos los
mejores médicos de la Tierra, y no podíamos hacer nada por él. Incluso habíamos
intentado estudiar su modo de debatirse para comprobar si los movimientos
musculares y oculares involucrados en el forcejeo revelaban dónde había estado
o qué experiencias había sufrido. También eso resultó infructuoso. Luchaba como
un niño de nueve meses, usando su fuerza adulta, pero sin discriminación.
Nunca logramos que emitiera un sonido.
Respiraba entrecortadamente mientras luchaba. La saliva burbujeaba. Los
labios se le llenaban de espuma. Hacía torpes movimientos con las manos para
arrancarse las camisas y batas y andadores que le poníamos. A veces se
desgarraba la piel con las uñas al arrancarse guantes o zapatos.
Siempre volvía a la misma posición:
En el suelo. De bruces.
Formando una esvástica con los brazos y las piernas.
Había regresado del espacio exterior. Era el primer hombre que
regresaba, pero en realidad no había vuelto.
Mientras lo mirábamos impotentes, Timofeyev planteó la primera
sugerencia seria del día.
—¿Os atreveríais a probar suerte mediante un telápata secundario?
Grosbeck lo miró asombrado.
Reflexioné sobre el asunto. Los telépatas secundarios tenían mala reputación porque se suponía que debían acudir a los hospitales para que les eliminaran la capacidad telepática, en cuanto se demostraba que no eran telépatas verdaderos con auténtica capacidad para una comunicación plena.
Bajo la Ley Antigua, muchos de ellos podían eludirnos, de hecho lo
hacían.
Con su peligrosa capacidad telepática parcial, se dedicaban a la
charlatanería y el curanderismo de la peor especie: pretendían hablar con los
muertos, transformaban a neuróticos en psicóticos, curaban a unos pocos
enfermos y arruinaban diez casos por cada uno que curaban, atentando en general
contra el buen orden de la sociedad.
No obstante, si todo lo demás había fallado...
2. La telépata
secundaria
Un día después estábamos de vuelta en la celda de Harkening, casi en la
misma posición.
Los tres rodeábamos el cuerpo del coronel desnudo y tendido en el suelo.
Nos acompañaba una cuarta persona, una muchacha.
Timofeyev la había encontrado. Ella era miembro de su grupo religioso,
los Cuáqueros Orientales Ortodoxos Postsoviéticos. Se les notaba, pues hablaban
de un modo especial.
Timofeyev me miró.
Yo asentí en silencio.
Timofeyev se volvió hacia la muchacha.
—¿Puedes ayudarlo, hermana?
Era una niña de doce años. Era menuda, de cara larga y delgada, boca
inquieta, rápidos ojos color verde grisáceo; una melena parda le caía sobre los
hombros. Tenía las manos expresivas y delgadas. No se escandalizó al ver un
hombre desnudo en el abismo de la locura.
Se arrodilló en el suelo y habló dulcemente al oído del coronel
Harkening.
—¿Me oyes, hermano? He venido a ayudarte. Soy tu hermana Liana. Soy tu
hermana bajo el amor de Dios. Soy tu hermana nacida de la carne del hombre. Soy
tu hermana bajo el cielo. Soy tu hermana para ayudarte. Soy tu hermana,
hermano. Soy tu hermana. Despierta un poco y te ayudaré. Despierta un poco por
el amor y la esperanza. Despierta para recibir el amor. Despierta para que el
amor te desvele más. Despierta para que la humanidad llegue a ti. Despierta
para regresar, para volver al reino del hombre. El reino del hombre es acogedor.
La amistad del hombre es acogedora. Tu amiga es tu hermana Liana. Tu amiga está
aquí. Despierta un poco al oír las palabras de tu amiga...
Advertí que mientras Liana hablaba hacía un suave movimiento con la
mano izquierda, indicándonos que saliéramos del cuarto.
Hice una seña a mis dos colegas, indicando el pasillo con la cabeza. Nos
quedamos a un paso de la puerta para mirar.
La niña continuó con su incesante salmodia.
Grosbeck estaba rígido, y fulminaba a la niña con la mirada, como si
ella fuera una intrusa en el campo de la medicina convencional. Timofeyev
intentó expresar dulzura, benevolencia, espiritualidad; pero se distrajo y
sólo expresaba excitación. Yo me cansé y empecé a preguntarme cuándo podría
interrumpir a la niña. No parecía obtener ningún resultado.
Ella misma me dio la respuesta.
Rompió a llorar.
Continuó hablando mientras lloraba. Los sollozos le quebraban la voz,
las lágrimas le resbalaban por las mejillas y caían sobre el rostro del
coronel.
El hombre parecía hecho de cemento.
Respiraba, pero no movía las pupilas. No estaba más vivo de lo que había
estado en las últimas semanas. Desde luego no más vivo, pero tampoco menos.
Ningún cambio. Por fin la muchacha dejó de sollozar y hablar, y salió al
pasillo.
—¿Eres un hombre valiente, Anderson, señor y doctor, jefe y líder? —me
preguntó.
Era una pregunta tonta. ¿Qué podía responder?
—Supongo que sí. ¿Qué quieres hacer?
—Os quiero a los tres —respondió ella con la solemnidad de una hechicera—.
Quiero que los tres os pongáis el casco de los luminictores y me acompañéis al
infierno. Esa alma está perdida. Está congelada por una fuerza que desconozco,
congelada más allá de las estrellas, que la han capturado, así que el pobre
hombre y hermano que veis allí en realidad se encuentra entre nosotros,
mientras su alma llora en el placer depravado entre los astros, donde está
alejado de la misericordia de Dios y la amistad del hombre. ¿Hombre valiente,
señor y doctor, jefe y líder, me acompañarás al infierno?
¿Cómo podía negarme?
3. El regreso
Aquella noche emprendimos el regreso desde la nada. Había cinco cascos
de luminicción, aparatos toscos, correctores mecánicos de la telepatía natural,
dispositivos para tansmitir las sinapsis de una mente a otra para que los cinco
pudiéramos albergar los mismos pensamientos.
Era la primera vez que yo estaba en contacto con la mente de Grosbeck y
Timofeyev.
Me sorprendieron.
Timofeyev aparecía limpio de veras, limpio y simple como ropa recién
lavada. Era en verdad un hombre muy sencillo. Las urgencias y presiones de la
vida cotidiana no llegaban a su interior.
Grosbeck me pareció muy distinto. Era inquieto, bullicioso y violento
como una bandada de aves de corral. Su mente estaba sucia en ciertas zonas,
limpia en otras. Era reluciente, fragante, vivida, agitada.
Capté en ellos un eco de mi propia personalidad. Para Timofeyev yo era
altivo, glacial y misterioso; a Grosbeck le parecía un trozo de carbón. No
podía penetrar mucho en el interior de mi mente ni deseaba hacerlo.
Todos nos proyectamos hacia Liana, y al bucear en su mente encontramos
la personalidad del coronel.
Nunca he tropezado con algo tan terrible.
Era placer puro.
Como médico he observado el placer: el placer de la morfina destructiva,
el placer de la fennina que mata y deteriora, e incluso el placer del
electrodo inserto en el cerebro vivo.
Como médico había tenido que supervisar la ejecución de los hombres más
malvados por orden legal. Era bastante simple. Conectábamos un cable muy delgado
en el centro de placer cerebral. El delincuente acercaba la cabeza a un campo
eléctrico con la fase y el voltaje adecuados. Era simple. Moría de placer al
cabo de pocas horas.
Esto era peor.
Este placer no tenía forma humana.
Liana estaba cerca y capté sus pensamientos:
—Debemos ir allí, señores y doctores, jefes y líderes.
»Debemos ir juntos, los cuatro, a donde ningún hombre ha ido, a la nada,
a la esperanza y el corazón del dolor, al dolor, para que este hombre regrese;
ir al poder que es más vasto que el espacio, al poder que lo ha enviado de
regreso, al lugar que no es un lugar, hallar la fuerza que no es una fuerza,
forzar a la fuerza que no es una fuerza para que entregue este corazón, para
que lo devuelva.
»Venid conmigo, si estáis dispuestos. Venid conmigo al confín de las
cosas. Venid conmigo...
De pronto un relámpago nos barrió la mente.
Era un rayo brillante, delicado, multicolor, suave. Nos anegó como una
catarata de color y brillo intenso. La luz vino.
Digo que la luz vino.
Extraño.
Y se fue.
Eso fue todo.
La
experiencia sucedió tan rápida que ni siquiera se la puede considerar
instantánea. Ocurrió en menos de un instante, si tal cosa se puede imaginar.
Los cinco sentimos que nos habían enlazado, observado. Sentimos que nos
habían convertido en juguetes o mascotas de una gigantesca forma de vida que
trascendía los límites de la imaginación humana, y que esa vida, al observarnos
a los cuatro —los tres médicos y Liana—, nos había, visto junto al coronel, y
había comprendido que el coronel tenía que volver a los suyos.
Porque fuimos cinco, no cuatro, los que nos levantamos.
El coronel temblaba, pero estaba cuerdo. Seguía con vida. Había
recuperado la humanidad.
—¿Dónde estoy? —murmuró débilmente—. ¿En un hospital de la Tierra?
Y cayó en brazos de Timofeyev. Liana ya se escabullía por la
puerta. La seguí. La niña se volvió hacia mí.
—Señor y doctor, jefe y líder, sólo pido que no me des las gracias ni
dinero, y que no divulgues lo que ha ocurrido. Mis poderes provienen de la
bondad de la gracia del Señor y de la amistad del hombre. No quiero
entrometerme en el campo de la medicina. Sólo he accedido a venir porque mi
amigo Timofeyev me pidió que lo ayudara por una cuestión de misericordia. Que
el mérito sea para tu hospital, señor y doctor, jefe y líder, pero tú y tus
amigos debéis olvidarme.
—Pero los informes... —tartamudeé.
—Redacta los informes como desees, pero, por favor, no me menciones.
—¿Y nuestro paciente? Él es nuestro paciente, Liana. Sonrió con dulzura,
con amistad infantil.
—Si él me necesita, acudiré a su lado.
El mundo fue mejor, pero no aumentó en sabiduría.
La nave cronoplástica nunca se encontró. El regreso del coronel nunca
pudo explicarse. El coronel nunca volvió a salir de la Tierra. Sólo supo que
había pulsado un botón cerca de la Luna y que había despertado en un hospital
al cabo de cuatro meses inexplicablemente perdidos.
Y el mundo sólo supo que él y su esposa habían adoptado sin ninguna
razón aparente a una extraña pero hermosa niña, pobre en sus orígenes, pero rica
en la humilde generosidad de su espíritu.
EL JUEGO DE LA RATA Y EL DRAGÓN
1. La mesa
La luminicción era un pésimo modo de ganarse la vida. Underhill entró y
cerró la puerta con furia. No tenía sentido llevar uniforme y tener una
apariencia marcial si la gente no apreciaba lo que uno hacía.
Se sentó en la silla, apoyó la cabeza en el respaldo y se caló el casco
sobre la frente.
Mientras esperaba a que se calentara el luminictor, recordó a la muchacha
del pasillo. Ella había mirado el aparato y después lo había observado a él
despectivamente.
—Miau. —No había dicho nada más. Pero lo había cortado como un cuchillo.
¿Qué se creía esa muchacha? ¿Que él era un tonto, un vago, una nulidad
con uniforme? ¿No sabía que por cada medía hora de luminicción necesitaba dos
meses de hospital?
El aparato ya estaba caliente. Underhill sintió los cuadrados del
espacio a su alrededor, se captó a sí mismo en el centro de una cuadrícula
inmensa, una cuadrícula cúbica, llena de nada. En ese vacío captó el horror
hueco y doloroso del espacio mismo, la terrible angustia a que se enfrentaba su
mente cada vez que tropezaba con el más leve rastro de polvo inerte.
Relajándose, Underhill sintió la tranquilizadora solidez del Sol, el
mecanismo preciso de los planetas conocidos y la Luna. Nuestro sistema solar
era simple y encantador como un viejo reloj de cucú, con su tictac familiar y
sus ruidos familiares. Los extraños satélites de Marte giraban alrededor del
planeta como ratones frenéticos, pero esa regularidad confirmaba que todo
andaba bien. Arriba, muy por encima del plano de la eclíptica, Underhill captó
media tonelada de polvo que se alejaba de las rutas humanas.
Aquí no había nada contra lo que luchar, nada que desafiara la mente,
nada que arrancara el alma del cuerpo de raíz haciéndole manar un efluvio
tangible como la sangre.
Nunca entraba nada en el sistema solar. Aquí podía usar el luminictor
hasta el cansancio sin ser más que un astrónomo telepático, un hombre que
sentía la caliente y tibia protección del Sol palpitando y ardiendo en su
mente.
Entró Woodley.
—El mundo sigue sin novedad —dijo Underhill—. Como siempre. Ahora me
explico por qué no crearon el luminictor antes de la planoforma. Aquí abajo se
está bien, tan tranquilo, con el caliente Sol alrededor. Sientes que todo gira
y da vueltas. Agradable, preciso, sólido. Casi como estar en casa.
Woodley soltó un gruñido. No le entusiasmaban los vuelos de la fantasía.
—Ser un antiguo no tenía que ser tan malo —continuó Underhill,
impertérrito—. Me pregunto por qué arrasaron su mundo con guerras. No tenían
que planoformar. No tenían que ir a ganarse la vida entre las estrellas. No
tenían que esquivar a las ratas ni jugar la partida. No tuvieron que inventar
la luminicción porque no la necesitaban. ¿Verdad, Woodley?
—Aja —gruñó Woodley.
Woodley tenía veintiséis años y se retiraría al año siguiente. Ya había
escogido una granja. Había dedicado diez años al duro oficio de la luminicción,
junto con los mejores. Había conservado la cordura, sin dejar que el trabajo lo
obsesionara, haciendo frente a las tensiones sólo cuando era imprescindible, y
sin prestar atención a las obligaciones del cargo hasta la siguiente
emergencia. Woodley nunca se había esforzado por suscitar estimación. Ningún
compañero le tenía gran simpatía, y algunos lo odiaban. Se sospechaba que a
veces Woodley tenía malos pensamientos acerca de los compañeros, pero como
ninguno de ellos había presentado nunca una queja concreta, los demás
luminictores y los jefes de la Instrumentalidad lo dejaban en paz.
Underhill aún estaba deslumbrado por su trabajo.
—¿Qué nos ocurre en la planoforma? —continuó—. ¿Crees que es como morir?
¿Alguna vez has visto a alguien a quien le hubieran arrancado el alma?
—Lo de arrancar almas es sólo un modo de expresarlo —dijo Woodley—.
Después de tantos años ya nadie sabe si tenemos alma.
—Pues una vez yo vi un alma. Vi a Dogwood cuando se hizo trizas.
Interesante. Una cosa húmeda, pegajosa y sanguinolenta que manaba de Dogwood.
¿Y sabes qué le hicieron? Se lo llevaron y lo metieron en esa parte del
hosptial adonde nunca vamos tú ni yo, allá arriba, donde están los otros,
adonde tienen que ir los otros si siguen con vida después de una dentellada de
las ratas del arriba-afuera.
Woodley se sentó y encendió una vieja pipa; quemaba algo llamado tabaco.
Era una costumbre sucia, pero le daba un aire audaz y aventurero.
—No te preocupes por eso, amigo. La luminicción progresa día a día. Los
compañeros mejoran. He visto la luminicción de dos ratas que estaban a setenta
millones de kilómetros. La operación duró una milésima y media de segundo.
Cuando las personas tenían que manejar los luminictores, existía siempre la
posibilidad de que con ese mínimo de cuatrocientas milésimas de segundo que
necesita la mente humana para la luminicción no lográramos bombardear a las
ratas tan deprisa como para proteger nuestras naves de planoforma. Todo eso
cambió con los compañeros. Cuando entran en el juego son más veloces que las
ratas. Siempre lo serán. Sé que no resulta fácil compartir la mente con un
compañero...
—Tampoco es fácil para ellos —le interrumpió Underhill.
—No te preocupes por ellos. No son humanos. Que se las apañen. Las
payasadas con los compañeros han enloquecido a más gente que los ataques de las
ratas. ¿De cuántos sabes que han sido atacados de veras por las ratas?
Underhill se miró los dedos, que adquirían un brillo verde y púrpura
bajo la brillante luz del luminictor encendido, y contó las naves. El pulgar
por Andrómeda, desaparecida con tripulación y pasajeros; el índice y el
mayor por las naves de evacuación 43 y 56, halladas con los luminictores
quemados y todos los de a bordo, hombres, mujeres y niños, muertos o locos; el
anular, el meñique y el pulgar de la otra mano eran las tres primeras naves de
guerra perdidas en la lucha contra las ratas, perdidas cuando la gente
comprendió, al fin, que había algo debajo del espacio, algo vivo,
caprichoso y malévolo.
La planoforma era rara. Lo que se sentía...
No era mucho.
El cosquilleo de una débil descarga eléctrica.
El dolor de una muela cariada cuando se siente el primer aguijonazo.
Un destello de luz cegadora. Sin embargo, en ese breve lapso, una nave
de cuarenta mil toneladas se alejaba de la Tierra y desaparecía, internándose
en dos dimensiones para reaparecer a medio año-luz o cincuenta años-luz de
distancia.
Al cabo de un rato, Underhill estaría sentado en la sala de combate, con
el luminictor listo, y el tictac del sistema solar en la cabeza. Durante un segundo
o un año (no podía averiguarlo sin reloj) un leve y curioso destello le
atravesaría el cuerpo y se encontraría flotando arriba-afuera, en los terribles
espacios interestelares, donde las mismas estrellas eran como excrecencias de
su mente telepática, y los planetas estarían demasiado lejos para captarlos
siquiera.
En algún lugar de ese espacio exterior aguardaba una muerte siniestra,
una muerte y un horror de una especie a la que la humanidad nunca se había
enfrentado antes de internarse en los espacios interestelares. La luz de las
estrellas parecía impedir que los dragones se acercaran.
Dragones. Así los llamaba la gente. Para los pasajeros comunes no
ocurría nada, excepto el temblor de la planoforma y el martillazo súbito de la
muerte o la oscura nota espástica de la locura.
Pero para los telépatas eran dragones.
En la fracción de segundo que separaba el instante en que los telépatas
captaban algo hostil en el negro vacío del espacio y el impacto de un demoledor
golpe psíquico contra todos los seres vivos de la nave, los telépatas habían
descubierto entidades semejantes a los dragones de las antiguas leyendas,
bestias más astutas que las bestias, demonios más tangibles que los demonios,
hambrientos vórtices de vida y de odio que habían surgido, no se sabía cómo, en
la tenue y fina materia que se extendía entre las estrellas.
Fue necesario que una nave superviviente comunicara la noticia, una nave
en la que un telépata tenía listo un rayo de luz, por pura casualidad, y lo
había vuelto hacia el inocente polvo del espacio. En el panorama mental del
telépata, el dragón se disolvió en el vacío y los demás pasajeros, que no eran
telépatas, no advirtieron que acababan de escapar de la muerte.
Desde entonces fue fácil, o casi.
Las naves de planoforma siempre llevaban telépatas. La sensibilidad de
los telépatas se aumentaba con los luminictores, amplificadores telepáticos
adaptados a la mente de los mamíferos. A su vez, los luminictores se conectaban
electrónicamente con proyectiles de luz. La luz se encargaba de todo.
La luz destruía los dragones, permitía que las naves recobraran la
forma tridimensional cuando saltaban de estrella en estrella.
La desventaja inicial de la humanidad, de cien a uno, se convirtió de
pronto en una ventaja de sesenta a cuarenta.
No bastaba. Los telépatas entrenados eran ultrasensibles, capaces de
percibir dragones en menos de una milésima de segundo. Pero muy pronto se
descubrió que los dragones podían recorrer un millón y medio de kilómetros en
menos de dos milésimas de segundo, y que la mente humana no podía activar los
rayos de luz a tiempo.
Las naves comenzaron a viajar envueltas en luz.
Esa defensa no dio resultado.
A medida que la humanidad se familiarizaba con los dragones, ellos
parecían conocer mejor a la humanidad. De algún modo se achataban y atacaban
muy deprisa en trayectorias muy planas.
Se necesitaba una luz potente, una luz de intensidad solar. Esto sólo
podía conseguirse con bombas fotónicas. Apareció el luminictor.
El luminictor activaba unas bombas diminutas, fotonucleares y
ultrabrillantes, y unos pocos gramos de un isótopo de magnesio se convertían
así en puro resplandor visible.
La superioridad de la humanidad aumentaba, pero continuaban perdiéndose
naves.
La situación empeoró tanto que nadie quería ir a buscar las naves
atacadas, pues todos sabían lo que encontrarían. Resultaba triste traer de
vuelta a la Tierra a trescientos cadáveres listos para la sepultura y a
doscientos o trescientos locos incurables a quienes había que despertar,
alimentar, limpiar, acostar y levantar una y otra vez hasta que les
sobreviniera la muerte.
Los telépatas intentaron penetrar en las mentes psicóticas dañadas por
los dragones, pero sólo encontraron vividas columnas de terror explosivo y
feroz que nacían de lo primordial, la fuente volcánica de la vida.
Entonces llegaron los compañeros.
Hombre y compañero juntos podían hacer lo que para un hombre solo
resultaba imposible. Los hombres tenían la inteligencia; los compañeros,
rapidez.
Los compañeros viajaban en vehículos pequeños, no mayores que pelotas
de fútbol, acompañando a las naves espaciales. Entraban en planoforma junto
con las naves, en vehículos de poco más de dos kilos, preparados para atacar.
Las pequeñas naves de los compañeros eran veloces. Cada una llevaba una
docena de bombas de luminicción no mayores que dedales.
Los luminictores arrojaban literalmente a los compañeros contra los
dragones mediante disparadores mentales.
Los que parecían dragones para la mente humana eran ratas gigantes para
las mentes de los compañeros.
En el despiadado vacío del espacio, las mentes de los compañeros
respondían a un instinto tan antiguo como la vida. Los compañeros atacaban con
mayor rapidez que el hombre, incansablemente, hasta que las ratas o ellos
morían. Casi siempre ganaban los compañeros.
Los saltos interestelares de las naves eran ahora seguros y el comercio
prosperó, la población de todas las colonias aumentó y se necesitaron más
compañeros adiestrados.
Underhill y Woodley pertenecían a la tercera generación de luminictores,
pero les parecía que ese oficio había existido desde siempre.
Introducir el espacio en las mentes mediante el luminictor, sumar los
compañeros a esas mentes, templar el cerebro para la tensión de una lucha decisiva:
las sinapsis humanas no eran capaces de resistirlo mucho tiempo. Underhill
necesitaba dos meses de descanso por cada media hora de lucha. Woodley se
retiraría al cabo de diez años de servicio. Eran jóvenes. Eran eficaces. Pero
tenían sus límites.
Muchas cosas dependían del compañero que a uno le tocara en suerte, de
la aleatoria elección de las parejas.
2. La baraja
Papá Moontree y la muchacha llamada West entraron en la sala. Eran los
otros dos luminictores. La tripulación humana de la Sala de Combate ya estaba
al completo.
Papá Moontree era un cuarentón rubicundo que había disfrutado la
apacible existencia de un campesino hasta cumplir los cuarenta. Sólo entonces,
con retraso, las autoridades habían averiguado que era telépata y lo habían
aceptado, a esa avanzada edad, en la profesión de luminictor. Era competente en
su labor, aunque era muy viejo para ese trabajo.
Papá Moontree contempló al huraño Woodley y al meditabundo Underhill.
—¿Cómo están hoy los jóvenes? ¿Preparados para una buena pelea?
—Papá siempre quiere pelear —dijo la niña llamada West con risita de
conejo. Era una niña muy pequeña, y su risa sonaba aguda e infantil. Era la
última persona que uno esperaba hallar en el duro y violento combate de
luminicción.
Underhill se había divertido una vez al averiguar que uno de los
compañeros más torpes se alegraba de tener contacto con la mente de la niña
llamada West.
Los compañeros no solían dar importancia a las mentes humanas con que
los conectaban para el viaje, ya que parecían opinar que las mentes humanas
eran complejas e increíblemente embrolladas. Jamás habían puesto en duda la
superioridad de la mente humana, aunque esa circunstancia impresionaba a muy
pocos.
Los compañeros simpatizaban con la gente. Estaban dispuestos a luchar
con ella, e incluso a morir por ella. Pero cuando un compañero simpatizaba con
una persona en especial, tal como el Capitán Wow o Lady May simpatizaban con
Underhill, esa amistad no tenía nada que ver con la inteligencia. Era una
cuestión de instinto, de sentimientos.
Underhill sabía que el Capitán Wow despreciaba su cerebro. Al Capitán
Wow le gustaba la cordial estructura emocional de Underhill, la jovialidad y
el destello de maligna alegría que circulaba por la estructura mental
inconsciente de Ünderhill, y la alegría con que se enfrentaba al peligro. En
cuanto a las palabras, los libros de historia, las ideas, la ciencia, eran
tonterías para el Capitán Wow.
La señorita West miró a Underhill.
—Estoy segura de que has hecho trampa con las piedras.
—¡No es verdad!
Underhill notó que sus orejas enrojecían de vergüenza. Durante su
noviciado, había intentado hacer trampas en el sorteo porque se había
encariñado con una compañera en particular, una bella y joven madre llamada
Murr. Resultaba fácil trabajar con Murr, que le tenía tanto afecto que olvidó
que la luminicción era un trabajo duro y no una diversión. Ambos tenían el
temple y el ánimo para ir juntos a la mortífera batalla.
Una trampa había bastado. La habían descubierto, y hacía años que se
reían de él.
Papá Moontree tomó el cubilete de imitación de cuero y agitó los dados
de piedra que asignaban a cada compañero para el viaje. Por derecho de
antigüedad, él fue el primero en tirar.
Torció el gesto. Le había correspondido un individuo viejo y voraz, un
curtido macho cuya mente estaba repleta de pensamientos acerca de la comida,
verdaderos océanos llenos de pescado casi putrefacto. En una ocasión, Papá
Moontree había sentido el regusto del aceite de hígado de bacalao durante
semanas después de trabajar con ese glotón, por la intensidad con que la
imagen telepática del pescado había quedado impresa en su mente. Pero el glotón
no amaba sólo el pescado, sino también el peligro. Había matado a sesenta y
tres dragones, más que ningún otro compañero en servicio, y literalmente
valía su peso en oro.
La niña West fue la siguiente. Sacó al Capitán Wow. Cuando vio quién
era sonrió.
—Me gusta —dijo—. Resulta divertido luchar con él. Es bello y
acariciante en mi mente.
—¡Acariciante! ¡Un cuerno! —soltó Woodley—. Yo también he estado en su
cerebro. Es la mente más lasciva de esta nave, sin duda alguna.
—Hombre malo —comentó la niña. Lo dijo descriptivamente, sin reproche.
Underhill tiritó al mirarla.
No entendía cómo la niña se sentía tan a gusto con el Capitán Wow, cuya
mente era lasciva de veras. Cuando se excitaba en medio de una batalla, las
confusas imágenes de dragones, mortíferas ratas, deliciosos lechos, el olor del
pescado y la conmoción del espacio se enmarañaban en la mente de Underhill
mientras él y el Capitán Wow, enlazados por el luminictor, se transformaban en
un increíble compuesto de ser humano y gato persa.
Es el problema de trabajar con gatos, pensó
Underhill. Es una pena que ninguna otra criatura sirva como compañero. Los
gatos estaban bien cuando se entraba en contacto telepático con ellos. Eran
listos, pero sus motivaciones y deseos diferían en gran medida de las humanas.
Eran una buena compañía si se les proyectaba imágenes tangibles, pero cerraban
la mente o se echaban a dormir cuando se les recitaba Shakespeare o Colegrove,
o si se intentaba explicarles qué era el espacio.
Resultaba extraño que los compañeros, tan serios y maduros en el
espacio, fueran los simpáticos seres que en la Tierra la gente había usado como
animales de compañía durante miles de años. Más de una vez se había puesto en
ridículo en tierra cuadrándose ante gatos comunes porque por un momento había
olvidado que no eran compañeros.
Underhill cogió el cubilete y tiró el dado de piedra.
Tuvo suerte: le tocó Lady May.
Lady May era la compañera más considerada que había conocido. En ella,
la refinada mente de una gata persa de pura raza había alcanzado uno de los
puntos más altos de su desarrollo. Se advertía más compleja que una mujer
humana, pero esa complejidad era emocional: recuerdos, esperanzas y
experiencias discriminadas, experiencias ordenadas sin ayuda de las palabras.
La primera vez que había entrado en contacto con su mente, se había
asombrado de su claridad. Recordó con ella la infancia de la gata. Recordó cada
experiencia de apareamiento que ella había tenido. En una galería de imágenes
confusas, vio a todos los luminictores con quienes se había acoplado para
luchar. Y se vio a sí mismo: radiante, jovial, deseable.
Incluso creyó captar el filo de un anhelo...
Un pensamiento muy halagüeño e intenso: Qué lástima que no sea
gato —pensó Underhill.
Woodley recogió la última piedra. Le tocó su merecido: un gato viejo y
hosco, lleno de cicatrices, sin el brío del Capitán Wow. El compañero de Woodley
era el más animal de todos los gatos de a bordo, un individuo bajo, brutal y de
mente obtusa. Ni siquiera la telepatía le había pulido el carácter. Tenía las
orejas medio comidas, recuerdo de sus primeras riñas. Era un buen combatiente,
nada más.
Woodley gruñó.
Underhill lo miró de reojo. ¿Woodley no sabía hacer otra cosa que
gruñir?
Papá Moontree observó a los otros tres.
—Id en busca de vuestros compañeros. Comunicaré al capitán de viaje que
estamos preparados para ir al arriba-afuera.
3. El reparto de
naipes
Underhill hizo girar la cerradura de combinación de la jaula de Lady
May. La despertó con dulzura y la cogió en brazos. Ella irguió el lomo
perezosamente, estiró las uñas, se puso a ronronear, se arrepintió y optó por
lamerle la muñeca. Él no llevaba puesto el luminictor, así que sus mentes no
estaban en contacto, pero Underhill comprendió, por el ángulo del bigote y el
movimiento de las orejas, que ella se alegraba de tenerlo por compañero.
Le habló en lenguaje humano, aunque las palabras no significaban nada
para un gato cuando el luminictor no estaba conectado.
—Es una vergüenza. Enviar a una cosita dulce como tú a la frialdad del
vacío para perseguir ratas que son más grandes y peligrosas que todos nosotros
juntos. Tú no pediste esta clase de vida, ¿verdad?
Por respuesta, ella le lamió la mano, ronroneó, le acarició la mejilla
con la larga y velluda cola, volvió hacia él los ojos dorados y brillantes.
Por un instante se contemplaron, el hombre en cuclillas, la gata erguida
sobre las patas traseras, las uñas delanteras clavadas en la rodilla de él.
Los ojos humanos y los gatunos se examinaron a través de una inmensidad
indescriptible en palabras, pero que el afecto abarcaba en una sola mirada.
—Hora de entrar —dijo él.
Ella caminó dócilmente hacia su nave esferoide. Entró. Él comprobó que
el luminictor en miniatura de la gata se adaptara firme y cómodamente contra
la base del cerebro. Se aseguró de que tuviera las uñas protegidas por las
almohadillas, para que no se hiriera a sí misma en el furor de la batalla.
—¿Preparada? —le murmuró.
Ella respondió lamiéndose el lomo hasta donde el arnés lo permitía y
ronroneó suavemente.
Underhill cerró la tapa y miró cómo el líquido sellador cubría las
juntas. Lady May permanecería varias horas encerrada en el proyectil hasta que
un mecánico con soplete la sacara, una vez cumplida la misión.
Underhill cogió el proyectil y lo colocó en el tubo de eyección. Cerró
la tapa del tubo, hizo girar la cerradura, se sentó en su lugar y se puso el
luminictor.
Una vez más pulsó el interruptor.
Estaba sentado en un cuarto pequeño, pequeño, pequeño, tibio, tibio,
y los cuerpos de los otros tres se movían cerca. La tangible luz del techo era
brillante y densa contra sus párpados cerrados.
Cuando el luminictor se calentó, desapareció el cuarto. Las otras
personas dejaron de ser personas y se convirtieron en pequeñas y fulgurantes
llamaradas, brasas, oscuro fuego rojo, con la conciencia de la vida ardiendo
como rescoldos en una chimenea campestre.
Cuando el luminictor se calentó un poco más, Underhill sintió la Tierra
bajo él, sintió que la nave se alejaba, sintió la Luna girando al otro lado del
mundo, sintió los planetas y la caliente y nítida benevolencia del Sol, que
alejaba a los dragones del mundo natal de los hombres.
Al fin alcanzó una lucidez plena.
Estaba telepáticamente vivo a millones de kilómetros de distancia.
Percibió el polvo que había visto antes muy por encima de la eclíptica. Con un
escozor de tibieza y ternura, recibió la conciencia de Lady May derramándose en
la suya. La conciencia de la gata era suave y clara, pero acre como aceite
perfumado en la mente. Le infundía calma y seguridad. Notó que ella lo aceptaba
con agrado. No llegaba a ser un pensamiento, apenas una cruda emoción de
bienvenida.
Al fin volvían a ser uno.
En un remoto rincón de la mente, pequeño como el más pequeño juguete que
hubiera visto en su infancia, aún veía el cuarto y la nave, y a Papá Moontree
llamando por teléfono al capitán de viaje que estaba a cargo de la nave.
Su mente telepática captó la idea antes de que sus oídos interpretaran
las palabras. El sonido siguió a la idea tal como el trueno sobre una playa
sigue al relámpago que viene del mar.
—La sala de combate está lista. Listos para la planoforma.
4. El juego
A Underhill siempre le irritaba que Lady May experimentara las cosas
antes que él.
Estaba preparado para el rápido y agrio escozor de la planoforma, pero
captó las sensaciones de Lady May antes de que sus propios nervios registraran
lo que sucedía.
La Tierra había quedado tan lejos que tanteó varios milisegundos antes
de hallar el Sol en la esquina superior derecha y trasera de su mente
telepática.
Un buen salto,
pensó. Así llegaremos allá en cuatro o cinco etapas.
En aquel momento Lady May, a varios cientos de kilómetros de la nave,
pensó:
—¡Hombre cálido, generoso,
gigantesco! ¡Compañero valiente, cordial, tierno y enorme! Oh maravilloso
contigo, contigo tan bueno, bueno, bueno, tibio, tibio, ahora a pelear, ahora a
ir, bueno contigo...
Underhill sabía que ella no pensaba en palabras, que su propia mente
recibía el claro y cordial chachareo del intelecto gatuno y lo traducía a
imágenes que su propio pensamiento podía registrar y entender.
Pero ninguno de los dos estaba totalmente absorto en ese juego de
saludos mutuos. Él indagaba mucho más allá del alcance de la percepción de Lady
May para ver si había algo cerca de la nave. Resultaba raro que uno pudiera
hacer dos cosas al mismo tiempo. Podía escrutar el espacio con la mente
conectada al luminictor y también captar una divagación de Lady May, un
pensamiento de amor y afecto acerca de un hijo que había tenido cara dorada y
el pecho cubierto de un pelaje suave y blanco como edredón.
Aún estaba indagando cuando Lady May le advirtió:
—¡Saltamos de nuevo!
Habían saltado, en efecto. La nave se había desplazado a una segunda
planoforma. Las estrellas brillaban distintas. El Sol estaba a una distancia
inconmensurable. Incluso las estrellas más cercanas quedaban lejos. Ésta era
una comarca de dragones, un espacio abierto, hostil, vacío. Indagó más lejos,
más deprisa, buscando la amenaza, listo para arrojar a Lady May contra el
peligro donde lo encontrara.
El terror le ardió en la mente, claro y desgarrador como una herida
física.
La niña llamada West había encontrado algo: algo inmenso, largo, negro,
agudo, voraz, horrendo. La niña lanzó al Capitán Wow.
Underhill trató de conservar la mente despejada.
—¡Cuidado! —gritó telepáticamente a los
demás, tratando de desplazar a Lady May.
En un rincón de la batalla, sintió el lascivo furor del Capitán Wow
cuando el gato persa hizo detonar la luz al acercarse a la estría de polvo que
amenazaba peligrosamente a la nave y al pasaje.
El rayo erró por poco.
El polvo se acható y dejó de ser un pez raya para transformarse en una
lanza.
No habían transcurrido tres milisegundos.
Papá Moontree articulaba palabras humanas y decía en una voz que parecía
miel vertiéndose de un jarra:
—C-a-p-I-t-á-n.
Underhill supo que la frase sería: «¡Capitán, dése prisa!»
La batalla estaría decidida antes de que Papá Moontree terminara de
hablar.
Ahora, fracciones de milisegundo después, Lady May estaba en línea.
Aquí entraba en juego la destreza y velocidad de los compañeros. La
gata podía reaccionar más rápidamente que un humano. Ella podía ver la amenaza
como una inmensa rata que se le abalanzaba, podía disparar bombas de luz con
mayor precisión.
Él estaba conectado con la mente de la gata, pero no podía seguirla.
La consciencia de Underhill absorbió la desgarrante herida infligida por
el enemigo alienígena. No se parecía a ninguna herida de la Tierra: un dolor
brutal y desbocado que empezaba como una quemadura en el ombligo. Se
contorsionó en el asiento.
En realidad, aún no había atinado a mover un solo músculo cuando Lady
May devolvió el golpe.
Cinco ardientes bombas fotonucleares atravesaron más de cien mil
kilómetros.
El dolor desapareció de la mente y el cuerpo de Underhill.
Percibió una euforia feroz, terrible y primitiva en la mente de Lady May
cuando la gata ultimó la presa. Los gatos siempre se desilusionaban al
descubrir que el enemigo desaparecía en el momento de la destrucción.
Luego sintió el dolor de ella, el temor que los barría a ambos mientras
la batalla empezaba y terminaba en un santiamén. En el mismo instante le
asaltó el áspero y ácido retortijón de la planoforma.
La nave saltó a otra etapa.
Recibió el pensamiento de Woodley:
—No te preocupes. Este viejo
hijo de perra y yo nos haremos cargo.
De nuevo, dos veces, la sensación del salto.
Underhill no supo dónde estaba hasta que vio debajo las brillantes luces
del puerto espacial de Caledonia.
Con una fatiga que casi trascendía los límites del pensamiento, volvió
a proyectar la mente en el luminictor, acomodando el proyectil de Lady May en
el tubo de lanzamiento.
Ella estaba medio muerta de cansancio, pero Underhill sintió los latidos
de su corazón, escuchó sus jadeos y captó una nota de gratitud gatuna.
5. El resultado
Lo ingresaron en un hospital de Caledonia. El médico se mostró
amable pero firme.
—Ese dragón le ha herido de veras. Nunca vi a nadie que escapara por tan
poco. Todo ha sucedido tan rápido que tardaremos mucho en saber científicamente
qué ocurrió, pero creo que si el contacto hubiera durado algunas décimas de milisegundo
más, ahora iría camino del manicomio. ¿Qué clase de gato iba con usted?
Underhill sintió que las palabras le brotaban despacio. Las palabras le
parecían torpes comparadas con la rapidez y la alegría del pensamiento
transmitido mente a mente, con precisión y claridad. Pero sólo disponía de
palabras ante gente común como ese médico.
Movió la boca pastosamente.
—No llame gatos a nuestros compañeros. El nombre correcto es
compañeros. Pelean por nosotros en equipo. Usted debe de saber que los llamamos
compañeros, no gatos. ¿Cómo está el mío?
—No lo sé —dijo contritamente el médico—. Lo averiguaremos. Entretanto,
tómeselo con tranquilidad. Sólo el reposo lo ayudará. ¿Puede dormir, o prefiere
que le administremos un sedante?
—Puedo dormir —afirmó Underhill—. Sólo quiero saber cómo está Lady May.
—¿No quiere saber cómo están las demás personas? —intervino la
enfermera con cierta hostilidad.
—Están bien —respondió Underhill—. Lo sabía antes de entrar aquí.
Estiró los brazos, suspiró, sonrió. Vio que empezaban a relajarse y a
tratarlo como una persona en vez de un paciente.
—Estoy bien —dijo—. Sólo quiero saber cuándo puedo ver a mi compañera.
Lo asaltó un nuevo pensamiento. Miró intensamente al médico.
—No la habrán enviado de vuelta a bordo de la nave, ¿verdad?
—Lo averiguaré enseguida —aseguró el médico. Estrujó afectuosamente el
hombro de Underhill y salió del cuarto.
La enfermera apartó una servilleta de una copa de zumo de fruta helado.
Underhill intentó sonreírle. A esa muchacha le pasaba algo. Él hubiese
preferido que se fuera. Antes ella había intentado ser cordial pero ahora se
mostraba distante de nuevo. Es un fastidio ser telépata, pensó. Sigues
tratando de llegar aun cuando no logres un contacto.
De pronto la enfermera lo miró a los ojos.
—¡Bah, los luminictores! ¡Vosotros y esos malditos gatos vuestros!
Mientras ella salía, él penetró en su mente. Se vio a sí mismo: un héroe
radiante, vestido con su suave uniforme de gamuza, la corona del luminictor
brillando como antiguas joyas reales alrededor de su cabeza. Vio su propia
cara, apuesta y viril, brillando en la mente de la enfermera. Se vio desde
lejos, y descubrió que ella lo odiaba.
Ella lo odiaba en el fondo de la mente. Lo odiaba porque lo consideraba
soberbio, extraño y superior, mejor y más bello que la gente como ella.
Dejó de atisbar la mente de la enfermera y enterró la cara en la
almohada. Captó una imagen de Lady May.
Es una gata —pensó—. Eso es ella... ¡Una
gata!
Pero su mente veía otra cosa: ágil más allá de todo sueño de velocidad,
aguda, sagaz, increíblemente grácil, bella, callada y tierna.
¿Dónde iba a encontrar a una mujer que se le pareciera?
EL ABRASAMIENTO DEL CEREBRO
1. Dolores Oh
Os digo: es triste, más que triste, es pavoroso, porque resulta horrible
ir al arriba-afuera, volar sin volar, moverse entre los astros como una polilla
entre las hojas de una noche estival.
De todos los hombres que pilotaban las grandes naves de planoforma,
ninguno fue más valiente ni más fuerte que el capitán Magno Taliano.
Los observadores habían desaparecido siglos atrás, y el efecto
jonasoidal se había vuelto tan simple que para la mayoría de los pasajeros de
las grandes naves atravesar los años-luz no resultaba más difícil que
trasladarse de un cuarto al otro.
Para los pasajeros resultaba fácil.
Para la tripulación no.
Y menos aún para el capitán.
El capitán de una nave jonasoidal que emprendía un viaje interestelar
era un hombre sometido a extrañas y abrumadoras tensiones.
El arte de vencer las complicaciones del espacio se parecía más al viaje
por mares turbulentos de los antiguos días que a las travesías en velero que
hombres legendarios realizaron otrora por aguas serenas.
Magno Taliano era capitán de viaje de la Wu-Feinstein, la mejor
nave de su clase.
De él se decía: «Podría navegar a través del infierno con sólo los
músculos del ojo izquierdo. Podría sondear el espacio directamente con el
cerebro si le fallara el instrumental.»
La esposa del capitán era Dolores Oh. El nombre era japonés, una nación
de los antiguos días. Dolores Oh había sido bella, tan hermosa que dejaba a los
hombres sin respiración, volvía tontos a los sabios, arrojaba a los jóvenes a
pesadillas de lascivia y deseo. Adondequiera que había ido, los hombres se
habían peleado por ella.
Pero Dolores Oh era orgullosa más allá de los límites normales del
orgullo. Se negaba a someterse a un rejuvenecimiento común. Un terrible deseo
de cien años o más debía de dominarla. Quizá se lo había dicho a sí misma, en
la esperanza y el terror que provoca un espejo en una habitación silenciosa:
—Sin duda soy yo. Tiene que haber un yo más allá de la belleza de
mi rostro, tiene que haber algo más que la delicada piel y los accidentales
rasgos de mi barbilla y mis pómulos.
»¿Qué han amado los hombres sino a mí? ¿Podré averiguar alguna vez quién
soy o qué soy sí no dejo que la belleza perezca y continúo viviendo, no importa
la edad que me dé la carne?
Había conocido al capitán de viaje y se había casado con él, en un
idilio que desató rumores en cuarenta planetas y dejó sin habla a la mitad de
las líneas navieras.
Magno Taliano estaba en el principio de su carrera. El espacio es
turbulento, os digo, turbulento como las aguas más huracanadas, plagado de
peligros que sólo pueden superar los hombres más perspicaces, más rápidos y más
audaces.
Mejor que todos ellos, rango por rango, edad por edad, superior a todos
los rangos, mejor que el mejor de sus mayores, era Magno Taliano.
Su boda con la mayor beldad de cuarenta mundos fue como la boda de
Abelardo y Eloísa o como el inolvidable romance de Helen América con el Señor
Ya-no-cano.
Las naves del capitán Magno Taliano se hacían más bellas cada año, cada
siglo.
A medida que mejoraban las naves, él siempre obtenía lo mejor. Mantenía
una ventaja tan abrumadora sobre los demás capitanes de viaje que resultaba
impensable que la mejor nave de la humanidad surcara las turbulencias e
incertidumbres del espacio bidimensional sin Magno Taliano al timón.
Los capitanes de puerto se enorgullecían de viajar con él. (Aunque los
capitanes de puerto no hacían más que encargarse del mantenimiento de la nave,
de su carga y descarga cuando estaba en el espacio normal, eran algo más que
hombres comunes en su propio ambiente, un círculo muy inferior al majestuoso y
aventurero universo de los capitanes de viaje.)
Magno Taliano tenía una sobrina que, siguiendo la moda, usaba un lugar
en vez de un nombre; se llamaba «Dita de la Gran Casa del Sur».
Cuando Dita abordó el Wu-Feinstein había oído hablar mucho de
Dolores Oh, su tía política, quien en otros tiempos había cautivado a los
hombres de muchos mundos. Dita no estaba preparada para lo que vio.
Dolores Oh la saludó con educación, pero esa urbanidad era una bomba
neumática de tenaz angustia, la cordialidad escondía la más seca de las burlas,
el saludo mismo ocultaba un ataque.
“Qné le pasa a esta mujer” pensó
Dita.
Como en respuesta a este pensamiento, Dolores dijo en voz alta:
—Me alegro de conocer a una mujer que no intenta quitarme a Taliano. Lo
amo. ¿Puedes creerlo? ¿Puedes?
—Claro que puedo —respondió Dita.
Miró la ajada cara de Dolores Oh, el terror que acechaba en los ojos de
la mujer, y comprendió que su tía había atravesado todos los límites de la
pesadilla para convertirse en un verdadero demonio de frustración, un fantasma
posesivo que sorbía la vitalidad de su esposo, que temía la camaradería, odiaba
la amistad, rechazaba aun las relaciones más superficiales, a causa de su
eterno temor de no valer nada, y su sospecha de que sin Magno Taliano estaría
más perdida que el más negro remolino de la nada interestelar.
Magno Taliano entró. Vio juntas a su esposa y a su sobrina.
Debía de estar acostumbrado a Dolores Oh. Para Dita, Dolores era más
temible que un reptil embadurnado de lodo que levantara la herida y ponzoñosa
cabeza con hambre y furia ciegas. Para Magno Taliano, la horrible mujer que se
erguía junto a él como una bruja era de algún modo la bella muchacha que él
había cortejado y desposado ciento sesenta y cuatro años atrás.
Besó la mustia mejilla, acarició el pelo reseco y mate, se perdió en los
ojos codiciosos y aterrados como si fueran los de la joven que él amaba.
—Sé buena con Dita, querida —dijo con airosa amabilidad.
Siguió caminando por la sala de la nave hasta su templo, el cuarto de
planoforma.
El capitán de puerto lo esperaba. Afuera, en el mundo de Sherman,
soplaban las brisas perfumadas de ese agradable planeta, y entraban por las
ventanillas abiertas de la nave.
La Wu-Feinstein, la mejor nave de su clase, no necesitaba paredes
de metal. Era la réplica de una finca antigua y prehistórica llamada Mount
Vernon, y cuando navegaba entre las estrellas estaba encerrada en un rígido
campo de fuerza que se autorrenovaba.
Los pasajeros paseaban gratamente por el césped, disfrutando de las
espaciosas cabinas, charlando bajo el maravilloso simulacro de un cielo con
atmósfera.
Pero en la sala de planoforma, el capitán de viaje sabía lo que pasaba.
El capitán de viaje, acompañado por sus luminictores, llevaba la nave de una
compresión a otra, brincando ágil y frenéticamente en el espacio, a veces
surcaba un año-luz, a veces cien años-luz, un salto tras otro hasta que la
nave, guiada por los ligeros toques de la mente del capitán, sorteaba los
peligros de millones y millones de mundos, emergía en el puerto de destino y se
posaba con la ligereza de una pluma en una campiña bordada y adornada donde los
pasajeros podían abandonar la nave como si hubieran pasado la tarde en una
agradable casona junto al río.
2. La lámina perdida
Magno Taliano hizo una seña a sus luminictores. El capitán de puerto
saludó obsequiosamente desde la puerta de la sala de planoforma. Taliano lo
miró severamente, pero con sólida cordialidad. Con formal y austera cortesía,
preguntó:
—Señor y colega, ¿está todo preparado para el efecto jonasoidal?
El capitán de puerto le devolvió un saludo todavía más formal.
—Todo preparado, señor.
—¿Las láminas en su sitio?
—En su sitio, señor.
—¿Los pasajeros seguros?
—Los pasajeros están seguros, numerados, felices y listos, señor.
Luego llegó la última pregunta, la más seria:
—¿Mis luminictores tienen sus aparatos conectados y están listos para el
combate?
—Listos para el combate, señor.
Con estas palabras, el capitán de puerto se retiró. Magno Taliano sonrió
a sus luminictores. El mismo pensamiento cruzó la mente de todos ellos.
¿Cómo pudo
un hombre tan agradable permanecer casado durante tantos años con una bruja
como Dolores Oh ¿Cómo puede esa arpía, ese engendro, haber sido una
belleza? ¿Cómo es posible que ese monstruo haya sido una mujer, y nada menos
que la divina y espléndida Dolores Oh, cuya imagen aún vemos a veces en
cuatro-di?
Pero él era agradable, a pesar de sus años de matrimonio con Dolores Oh.
La soledad y la voracidad de Dolores Oh podían sorberlo como un íncubo, pero la
fuerza de Taliano era más que suficiente para dos.
¿No era el capitán de la mayor nave que viajaba entre los astros?
Mientras los luminictores lo saludaban con una sonrisa, accionó con la
mano derecha la dorada palanca ceremonial de la nave. Éste era el único
instrumento mecánico. Hacía tiempo que los demás controles de la nave tenían
configuración telepática o electrónica.
Dentro de la sala de planoforma se hicieron visibles los negros cielos,
y el esplendoroso tejido del espacio brotó alrededor de ellos como agua
hirviente al pie de una cascada. Fuera de la sala, los pasajeros aún paseaban
tranquilamente por prados fragantes.
Rígidamente sentado en su puesto de capitán, Magno Taliano captó en la
pared que tenía enfrente la formación de un diseño que al cabo de tres o cuatro
milisegundos le revelaría dónde estaba y le indicaría cómo desplazarse.
Movió la nave con los impulsos de su cerebro, del cual la pared era un
complemento superlativo.
La pared era una manipostería animada de láminas: mapas laminados, cien
mil mapas con precisión de centímetros. La pared estaba preadaptada y montada
para todas las contingencias imaginables de viaje que, en cada oportunidad,
llevaba a la nave por ignotas inmensidades de tiempo y espacio. La nave volvió
a saltar. La nueva estrella entró en el campo visual.
Magno Taliano aguardó a que la pared le mostrara dónde estaba, esperando
(junto con la pared) para lanzar la nave hacia el espacio estelar, moviéndola
en grandes etapas desde el origen al punto de destino.
Nada ocurrió esta vez.
¿Nada?
Por primera vez en cien años, la mente de Magno Taliano conoció el
pánico.
Era imposible que no hubiera nada. Algo tenía que focalizarse.
Las láminas siempre focalizaban.
Indagó mentalmente las láminas y advirtió, con una pesadumbre que
trascendía el dolor humano común, que se habían perdido como ninguna nave lo
había hecho. Por algún error jamás cometido en la historia de la humanidad,
toda la pared estaba compuesta por duplicados de la misma lámina.
Peor aún, la lámina de emergencia se había perdido. Vagaban entre
astros que ninguno de ellos había visto, tal vez a sólo quinientos millones de
kilómetros, tal vez a cuarenta pársecs.
Y la lámina se había perdido.
Iban a morir.
Cuando se agotara la energía de la nave, el frío, la negrura y la muerte
los aplastarían en pocas horas. Sería el fin, el fin de la Wu-Feinstein,
el fin de Dolores Oh.
3. El secreto del cerebro
oscuro
Fuera de la sala de planoforma de la Wu-Feinstein, los pasajeros
no tenían razones para sospechar que estaban abandonados en el vacío.
Dolores Oh se hamacaba en una vieja mecedora. Su cara demacrada miraba
sin placer hacia el río imaginario que burbujeaba más allá del prado.
Dita de la Gran Casa del Sur estaba sentada en una banqueta junto a las
rodillas de su tía.
Dolores hablaba de un viaje que había hecho cuando era joven y todavía
vibraba de belleza, una belleza que causaba peleas y odio adondequiera que iba.
—... entonces el guardia mató al capitán, entró en mi cabina y dijo: «Ahora
cásate conmigo. Lo he abandonado todo por tí.» Y yo le dije: «Nunca he dicho
que te amaba. Has sido muy considerado al pelear por mí, y supongo que en
cierto modo es un cumplido a mi belleza, pero eso no significa que te pertenezca
por el resto de mi vida. ¿Por quién me has tomado?»
Dolores Oh emitió un seco y feo suspiro, semejante al crujido del viento
invernal entre ramas quebradas.
—Como ves, Dita, ser bella como tú no significa nada. Una mujer tiene
que ser ella misma antes de averiguar quién es. Sé que mi esposo y señor, el
capitán, me ama porque mi belleza se ha ido. Sin mi belleza, lo único que queda
para amar soy yo, ¿verdad?
Una extraña figura salió a la veranda. Era un luminictor en uniforme de
combate. Los luminictores nunca abandonaban la sala de combate, y era rarísimo
que uno de ellos apareciera entre los pasajeros.
Se inclinó ante las dos damas y dijo con toda cortesía:
—Señoras, por favor, acudid a la sala de planoforma. Es preciso que
veáis al capitán de viaje.
Dolores se llevó la mano a la boca. Su significativo gesto de temor fue
tan automático como el ataque de una serpiente. Dita intuyó que su tía había
esperado el desastre durante más de cien años, que su tía había ansiado la
ruina de su esposo tal como otros deseaban amor y otros esperaban la muerte.
Dita no dijo nada. Dolores tampoco habló, aunque parecía que iba a
hacerlo.
Siguieron al luminictor en silencio y entraron en la sala de planoforma.
La pesada puerta se cerró tras ellas.
Magno Taliano estaba tenso en su silla de capitán.
Habló muy despacio. Su voz sonaba como un disco que sonara lentamente en
un antiguo parlófono.
—Estamos perdidos en el espacio, querida —dijo la
voz helada y fantasmal del capitán, todavía en su trance de capitán de viaje—. Estamos
perdidos en el espacio, y se me ocurrió que si tu mente ayudaba a la mía quizá
pudiéramos encontrar el camino de regreso.
Dita quiso hablar per vaciló.
—Habla, querida —la animó un luminictor—. ¿Tienes alguna sugerencia?
—¿Por qué no nos limitamos a regresar? Sería humillante, lo reconozco.
Pero me parece mejor que morir. Usemos la lámina de emergencia y regresemos. El
mundo perdonará a Magno Taliano un solo error después de miles de viajes
brillantes y afortunados.
El luminictor, un hombre joven y agradable, habló con la amistosa
serenidad de un médico que informa a un paciente que va a morir o va quedar
mutilado.
—Lo imposible ha ocurrido. Dita de la Gran Casa del Sur. Se ha
presentado un problema con las láminas. Son todas iguales. Y ninguna de ellas
sirve ahora para un regreso de emergencia.
Así se enteraron las mujeres de
la situación. Supieron que el espacio las destrozaría como hilos arrancados de una fibra, y que morirían lentamente con el transcurso de
las horas, mientras la materia de sus cuerpos perdía unas moléculas aquí y
otras allá. O bien morirían de golpe si el capitán de viaje optaba por matarse
Junto con la nave en vez de esperar una agonía lenta. O bien, si profesaban
alguna religión, podían rezar.
—Nos ha parecido ver un
diseño familiar en el borde de tu propio cerebro —le diJo el luminictor al
rígido capitán de viaje—. ¿Podemos examinarlo?
Taliano asintió despacio, muy
gravemente.
El luminictor se quedó tenso.
Las dos mujeres observaron.
No ocurría nada visible, pero ambas sabían que más allá de los límites de lo
tangible y delante de sus propios ojos, se
desarrollaba un gran drama. Las mentes de los luminíctores sondeaban la mente
del rígido capitán de viaje, buscando entre las sinapsis el secreto de una
pista para una posible salvación.
Transcurrieron varios
minutos. Parecían horas.
Al fin el luminictor dijo:
—Hemos inspeccionado tu
cerebro, capitán. En el borde del paleocórtex hay una configuración estelar que
se parece a la parte superior izquierda del sitio donde estamos ahora. —El
luminictor rió con nerviosismo—. Queremos saber si puedes pilotar la nave con
tu cerebro.
Magno Taliano volvió hacia él
una mirada honda y trágica. Volvió a hablar despacio, pues no se atrevía a
abandonar el semitrance que mantenía toda la nave en estasis.
—¿Quieres decir
si puedo pilotar la nave sólo con el cerebro^ Me abrasaría el cerebro y la nave
se perdería de todos modos...
—Pero estamos perdidos,
perdidos, perdidos —gritó Dolores Oh. Una insidiosa esperanza le iluminaba la
expresión, un hambre de destrucción, un afán de desastre. Le gritó a su
esposo—: Despierta, querido, y moriremos ¿untos. Al menos nos perteneceremos el
uno al otro durante ese tiempo, para siempre.
—¿Por qué morir? —preguntó
suavemente el luminictor—. Pregúntale, Dita.
—¿Por qué no lo intentas,
señor? —preguntó Dita. Magno Taliano se volvió despacio hacia la sobrina.
—Si hago
esto
—dijo con voz hueca—, me convertiré en un tonto, un niño
o un cadáver, pero lo haré por ti.
Dita había estudiado la obra de los capitanes de viaje y sabía muy bien que
si se dañaba el paleocórtex, la personalidad conservaba la cordura intelectual
pero se volvía emocionalmente loca. Desaparecida la parte más antigua del
cerebro, se desactivaban los controles fundamentales de la hostilidad, el
hambre y el sexo. Los animales más feroces y los hombres más brillantes
quedaban reducidos a un mismo nivel de afabilidad pueril en que la lascivia,
el juego y un hambre implacable se transformaban en la eternidad de sus días.
Magno Taliano no esperó.
Extendió lentamente el brazo y estrujó la mano de su esposa Dolores Oh.
—Cuando
muera, al fin, estarás segura de que te amo.
Tampoco esta vez las mujeres vieron nada. Advirtieron que las habían
llamado tan sólo para dar a Magno Taliano un último atisbo de su propia vida.
Un callado luminictor conectó un electrodo con el paleocórtex del
capitán Magno Taliano.
La sala de planoforma despertó. Extraños cielos giraron alrededor de
ellos como leche batida en un cuenco.
Dita advirtió que su capacidad parcial para la telepatía estaba funcionando
aun sin auxilio de una máquina. Podía sentir con la mente la muerta pared de
las láminas. Sentía la oscilación de la Wu-Feinstein mientras brincaba
de espacio en espacio, vacilando como un hombre que cruza un río saltando de
una piedra resbaladiza a otra.
De alguna extraña forma llegó a intuir que la región paleocortical del
cerebro de su tío al fin se estaba abrasando de manera irrecuperable, que las
configuraciones estelares de las láminas continuaban viviendo en la trama
infinitamente compleja de la memoria del capitán, y que con la ayuda de sus
luminictores telepáticos él se estaba quemando el cerebro célula a célula para
encontrar un modo de llevar la nave a destino. Era su último viaje.
Dolores Oh contemplaba a su esposo con una hambrienta avidez que
superaba toda expresión. Poco a poco, la cara del capitán se distendió y
adquirió una expresión idiotizada.
Dita pudo ver el centro del cerebro abrasado, mientras los controles de
la nave, con la ayuda de los luminictores, sondeaban el intelecto más
espléndido de sus tiempos en busca de un derrotero.
De pronto Dolores Oh cayó de rodillas, sollozando junto a la mano del
esposo.
Un luminictor tomó a Dita del brazo.
—Hemos llegado a destino —dijo.
—¿Y mi tío?
El luminictor le dirigió una mirada extraña. Ella comprendió que él le
hablaba sin mover los labios, mente a mente, con telepatía pura.
—¿No lo ves?
Ella negó con la cabeza, aturdida.
El luminictor proyectó una vez más su enfático pensamiento.
—Cuando tu tío se abrasó el cerebro, tú recibiste sus habilidades. ¿No
lo sientes? Tú misma eres una capitana de viaje, una de las mejores.
—¿Y él?
El luminictor proyectó un pensamiento piadoso. Magno Taliano se había
levantado de la silla y su esposa Dolores Oh lo sacaba de la sala. Magno Taliano
tenía la blanda sonrisa de un idiota; en la cara, por primera vez en más de
cien años, le temblaba un tímido y tonto amor.
Poco después de la celebración del cuarto milenario de la apertura del
espacio, Angary J. Gustible descubrió el planeta de Gustible. El descubrimiento
resultó ser un trágico error.
El planeta de Gustible estaba habitado por formas de vida muy
inteligentes. Tenían moderados poderes telepáticos. Al instante leyeron la vida
de Angary J. Gustible en su mente, y lo avergonzaron componiendo una ópera
acerca de su reciente divorcio.
En el punto culminante de la ópera, la esposa arrojaba a Gustible una
taza de té. Esto creó una impresión desfavorable acerca de la cultura de la
Tierra, y Angary J. Gustible, que cumplía las funciones como subjefe de la
Instrumentalidad, quedó muy confundido al descubrir que no había comunicado a
esas gentes las realidades superiores de la Tierra, sino datos íntimos y
desagradables.
Al continuar las negociaciones, surgieron más situaciones
desconcertantes.
Los habitantes de Gustible, que se denominaban apicios, parecían grandes
patos de más de un metro de altura. En las puntas de las alas habían
desarrollado pulgares yuxtapuestos con forma de aleta, que les servían para
alimentarse.
El planeta de Gustible se parecía a la Tierra en varios aspectos: la
deshonestidad de sus habitantes, su entusiasmo por la buena comida, su
capacidad instantánea para comprender la mente humana. Antes de que Gustible
se dispusiera a regresar a la Tierra, descubrió que los apicios habían copiado
su nave. Era inútil ocultarlo. La habían copiado tan detalladamente que el
descubrimiento de Gustible significó el descubrimiento simultáneo de la
Tierra...
Por parte de los apicios.
Las implicaciones de este trágico hecho no se evidenciaron hasta que los
apicios siguieron a Gustible. Tenían una nave de planoforma tan capaz de viajar
por el no-espacio como la del terráqueo.
El rasgo más importante del planeta Gustible era su gran parecido con la
bioquímica de la Tierra. Los apicios constituían la primera forma de vida
inteligente descubierta por los humanos que era capaz de oler y disfrutar de
todo aquello que los seres humanos olían y disfrutaban, de escuchar música
humana con placer y de comer y beber cuanto tenían a la vista.
Los primeros apicios que llegaron a la Tierra fueron recibidos por
embajadores algo alarmados que descubrieron en los visitantes una avidez por la
cerveza de Munich, el queso camembert, las tortillas y las enchiladas, así como
las mejores formas del chow mein, que superaba cualquier interés
cultural, político o estratégico por parte de los visitantes.
Arthur Djohn, un Señor de la Instrumentalidad que estaba a cargo de este
asunto, designó a un agente de la Instrumentalidad llamado Calvin Dredd como
principal diplomático de la Tierra para organizar la situación.
Dredd trató con un tal Schmeckst, que parecía ser el líder apicío. La
entrevista no tuvo gran éxito.
—Alteza —comenzó Dredd—, nos sentimos encantados de recibirte en la
Tierra...
—¿Esas cosas son comestibles? —preguntó Schmeckst, y procedió a engullir
los botones de plástico de la chaqueta de Dredd antes de que éste atinara a
decir que no eran comestibles, a pesar de su aparente atractivo.
—No trates de comerlos —advirtió Schmeckst—. No resultan muy sabrosos.
Dredd, mirándose la chaqueta abierta, dijo:
—¿Te apetece comer algo?
—Claro que sí —respondió Schmeckst.
Y mientras el apício se comía un plato italiano, un plato pequinés, una
salpimentada comida szechuanesa, una cena sukiyaki japonesa, dos
desayunos británicos, un smorgasbord y cuatro porciones completas de zakonska
ruso de categoría diplomática, escuchó las propuestas de la Instrumentalídad de
la Tierra.
No le impresionaron. Schmeckst era inteligente, a pesar de sus groseros y
ofensivos hábitos en la mesa.
—Nuestros dos mundos tienen el mismo poder de armamento —señaló—. No
podemos luchar. Mira —indicó a Calvin Dredd en tono amenazador.
Calvin Dredd se puso rígido, en la postura defensiva que había aprendido.
Schmeckst también lo puso rígido.
Por un instante, Dredd no supo qué había ocurrido. Luego advirtió que al
adoptar una postura corporal tensa y controlada había hecho el Juego a los
escasos pero versátiles poderes telepáticos de los visitantes. Permaneció en la
misma postura hasta que Schmeckst lo liberó con una carcajada.
—Como ves, estamos empatados —dijo Schmeckst—. Yo puedo paralizarte.
Nada podría liberarte salvo la pura desesperación. Si tratáis de pelear con
nosotros, os liquidaremos. Vamos a mudarnos aquí para vivir con vosotros.
Tenemos suficiente espacio en nuestro planeta, así que también podéis
trasladaros a vivir con nosotros. Nos gustaría contratar a vuestros cocineros.
Sólo tendréis que compartir el lugar con nosotros, eso será todo.
Y eso fue todo. Arthur Djohn comunicó a los Señores de la
Instrumentalidad que no se podía hacer nada, por el momento, con los
repulsivos habitantes del planeta Gustible.
Los visitantes actuaron con mesura, por ser apicios. Sólo setenta y dos
mil apicios recorrieron la Tierra, invadiendo cada bodega, restaurante, bar,
café y centro de placer del mundo. Comían maíz tostado, alfalfa, fruta fresca,
peces vivos, aves en vuelo, comidas preparadas, comidas cocidas y enlatadas,
alimentos concentrados y diversas medicinas.
Aparte de la descomunal capacidad de retener muchos más alimentos de los
que podía tolerar el cuerpo humano, revelaban efectos muy parecidos a los de
las personas. Miles de ellos contrajeron diversas enfermedades locales, a veces
denominadas con nombres tan poco decorosos como «rápidos del Yang Tse»,
«vientre de Delhi», «gruñido romano» y cosas parecidas. Otros miles sintieron
náuseas y tuvieron que aliviarse al estilo de los antiguos emperadores. Aún
así, seguían acudiendo a la Tierra.
Nadie les tenía simpatía, pero la aversión no era tanta como para
desencadenar una guerra desastrosa.
El comercio era mínimo. Los apicios compraban gran cantidad de alimentos
y pagaban con metales raros. Pero la economía de su planeta natal producía muy
pocas cosas que la Tierra deseara. Las ciudades de la humanidad habían alcanzado
tal extremo de molicie que seres relativamente monoculturales, como los
habitantes del planeta Gustible, no podían causar mucha impresión. La palabra
«apicio» cobró desagradables connotaciones de malos modales, avaricia y pago
inmediato. Esta última característica se consideraba poco educada en una
sociedad de créditos, pero a fin de cuentas era mejor que no recibir ningún
pago.
La tragedia de la relación entre ambos grupos se puso de manifiesto en
la infortunada merienda de la dama Ch'ao, quien se enorgullecía de tener
antigua sangre china. La dama Ch'ao pensó que si Schmeckst y los demás apicios
quedaban ahitos, tal vez atendieran a razones. Organizó un banquete que, en
calidad y cantidad, no se había visto desde los tiempos históricos anteriores,
mucho antes de las muchas interrupciones de la guerra, el colapso y la
reconstrucción de la cultura. Registró los museos del mundo en busca de
recetas.
La cena se proyectó en las telepantallas de todo el mundo. Se celebró en
un pabellón construido al viejo estilo chino. Un suelo tangible de bambú seco y
paredes de papel; el edificio del festival tenía techo de bálago según la
antigua tradición. Faroles de papel con auténticas velas iluminaban la escena.
Los cincuenta selectos invitados apicios reLucian como ídolos antiguos.
Las plumas resplandecían bajo la luz. Chasqueaban los pulgares yuxtapuestos
mientras hablaban, telepática y fluidamente, en cualquier idioma terráqueo que
hubieran captado en la mente de sus interlocutores.
La tragedia fue el fuego. Un incendio arrasó el pabellón y arruinó el
banquete. La dama Ch'ao fue rescatada por Calvin Dredd. Los apicios huyeron.
Todos escaparon menos uno:
Schmeckst. Schmeckst murió en el incendio.
Lanzó un grito telepático que resonó en la voz de todos los humanos,
apicios y animales que había cerca, de modo que los espectadores de televisión
de todo el mundo recibieron una repentina cacofonía de pájaros que graznaban,
perros que ladraban, gatos que maullaban, nutrias que chillaban y un solitario
oso panda que soltó un agudo gruñido. Luego Schmeckst murió. Fue una lástima.
Los dirigentes de la Tierra se preguntaron cómo podrían resolver la
tragedia. Al otro lado del mundo, los Señores de la Instrumentalidad
contemplaban la escena. Lo que veían era asombroso y terrible. Calvin Dredd, un
agente frío y disciplinado, se acercó a las ruinas del pabellón. Tenía la cara
fruncida en una expresión incomprensible. Sólo cuando se relamió los labios
por cuarta vez y descubrieron un hilillo de saliva en su barbilla comprendieron
que se había vuelto loco de apetito. La dama Ch'ao lo siguió, impulsada por una
fuerza implacable.
Estaba fuera de sus cabales. Le brillaban los ojos. Caminaba con el
sigilo de un gato. En la mano izquierda sostenía un cuenco y palillos.
Los espectadores de todo el mundo no atinaban a comprender. Dos
alarmados y aturdidos apicios siguieron a los humanos, preguntándose qué estaba
ocurriendo.
Calvin Dredd se movió. Extrajo el cuerpo de Schmeckst.
El fuego había abrasado al apicio. No le quedaba ni una pluma. Y luego,
el incendio, a causa de la sequedad del bambú y el papel y los miles y miles de
velas, lo había asado. El operador de televisión tuvo una inspiración. Encendió
el control de olores.
En todo el planeta Tierra, donde la gente se había reunido para
presenciar la imprevista e interesante tragedia, circuló un olor que la
humanidad había olvidado. El característico aroma a pato asado.
Era la fragancia más deliciosa que habían olido los seres humanos.
Millones de bocas se hicieron agua. En todo el mundo, las personas se alejaron
de los televisores para ver si había apicios en el vecindario. Mientras los
Señores de la Instrumentalidad ordenaban que se interrumpiera la repulsiva escena,
Calvin Dredd y la dama Ch'ao comenzaron a devorar al apicio asado Schmeckst.
A las veinticuatro horas, la mayoría de los apicios de la Tierra estaban
servidos: con salsa de arándano, asados, o fritos al estilo del Sur
norteamericano. Los dirigentes serios de la Tierra temieron las consecuencias
de una conducta tan salvaje. Mientras se enjugaban los labios y pedían otro
emparedado de pato, juzgaban que esta conducta iba a crear dificultades imprevisibles.
Los bloqueos que los apicios habían impuesto a los actos humanos no
operaban cuando se aplicaban a humanos que veían un apicio y hurgaban en los
recovecos de su propia personalidad para descubrir un hambre que trascendía
toda civilización.
Los Señores de la Instrumentalidad se las ingeniaron para encontrar al
lugarteniente de Schmeckst y otros apicios y enviarlos de vuelta a su nave.
Los soldados los miraban relamiéndose los labios. El capitán intentó
improvisar un accidente mientras escoltaba a sus visitantes. Por desgracia, los
apicios no se partían el cuello al tropezar, y los extranjeros insistían en
proyectar violentos bloqueos mentales a los humanos en un intento desesperado
por salvarse.
Uno de los apicios fue tan imprudente como para pedir un emparedado de
pollo y casi perdió un ala, cruda y viva, ante un soldado cuyo apetito se había
estimulado mediante esa alusión a la comida.
SOLO EN ANACRÓN
Tiempo hay y
Tiempo hubo y el Tiempo continúa, antes... ¿Pero cuál es el Nudo que ata el
Tiempo, que lo sujeta aquí, y más...? Oh, el Nudo del Tiempo es un lugar
secreto que en tiempos de antaño buscaron en alguna parte del Espacio. Aún lo
buscan pero Tasco abandonó la cacería... ¡ÉL LO ENCONTRÓ!
De La canción de Dita la Loca
Primero
arrojaron todas las máquinas que no fueran esenciales para la vida ni para el
funcionamiento de la nave. Luego se deshicieron de los objetos que Dita había
atesorado en la luna de miel (tonta y previsiblemente, los había valorado más
que los instrumentos). Después se libraron de las reservas alimenticias,
excepto lo imprescindible para sobrevivir dos personas. Tasco supo entonces que
no bastaría. Aún había que aligerar la nave.
Recordó que el subjefe había dicho con amargura:
—Así que tenéis licencia para
viajar juntos en el tiempo. ¡Estúpido! No sé si ha sido idea tuya o de ella
tener una «luna de miel en el tiempo», pero piensa que todos presenciarán tu
matrimonio y que tendréis hasta el último sensiblero detrás de vosotros.
«¡Luna de miel en el tiempo!» ¿Por qué? ¿Acaso esa mujer está celosa de tus viajes
en el tiempo? No seas idiota. Tasco. Sabes que esa nave no está construida para
dos. Ni siquiera tienes la obligación de ir, podemos enviar a Vomact. Él es
soltero.
Tasco también recordó su aguijonazo de celos ante la mención de Vomact.
Si necesitaba algo para consolidar su determinación, era ese nombre. ¿Cómo
echarse atrás después de la publicidad que se había dado a su vuelo para hallar
el Nudo? El subjefe debía de haber captado sus sentimientos, pues añadió con
sonrisa picara:
—Bien, si alguien puede
encontrar el Nudo, ése eres tú. Pero escucha, déjala aquí. Llévala luego si
quieres, pero primero viaja en solitario.
Sin embargo, Tasco también recordaba el cuerpo gatuno de Dita
acurrucándose contra el suyo, la mirada y el murmullo de su amada:
—Pero querido, me lo habías prometido.
Sí, se lo habían advertido, pero eso no reducía la tragedia. Sí, la
podía haber dejado pero ¿qué matrimonio habrían tenido si la mancha de la
amargura empañaba los primeros días? ¿Habría podido vivir consigo mismo si
hubiera permitido que Vomact lo reemplazara? Más aún, ¿qué habría pensado Dita?
No podía engañarse; sabía que Dita lo amaba, lo quería entrañablemente, pero
él había sido un héroe desde que la conocía. ¿Cómo lo habría amado sin esa
imagen heroica? Tasco la quería tanto que no deseaba averiguarlo. Y ahora uno
de ellos debía irse, perderse para siempre en el espacio y el tiempo. Tasco
miró a Dita, su amada. Pensó: Te quise durante una eternidad, pero nuestra
«eternidad» duró sólo tres días terrícolas. ¿Te amaré desde el espacio y la
atemporalidad?
Para postergar el eterno adiós al menos unos minutos, fingió encontrar
algún otro instrumento que se pudiera desechar y arrojó por la escotilla una
porción de nutrientes para una persona. Ahora la decisión era irrevocable. Dita
se le aproximó.
—¿Bastará con eso, Tasco? ¿La nave es lo bastante ligera para
permitirnos llegar al Nudo?
En vez de responder. Tasco la abrazó con fuerza. Hice lo que tenía
que hacer, pensó. Dita, Dita, no poder abrazarte nunca más...
Con suavidad, para no alterar la curva lunar del pelo, le acarició la
cabeza. Luego la soltó.
—Prepárate para hacerte cargo, Dita. No podría asesinarte, oh querida
mía, y a menos que aligeremos la nave del peso de uno de nosotros, ambos
moriremos aquí en el Nudo. Debes llevarla de regreso. Debes llevar la nave de
regreso con los datos que han reunido los instrumentos. Ya no se trata de tí ni
de mí ni de nosotros. Somos servidores de la Instrumentalidad. Debes
comprenderlo.
Aún en brazos de Tasco, Dita retrocedió para mirarle la cara. Tenía los
ojos húmedos, reverentes, temerosos. Los labios le temblaban de afecto. Era
adorable, ¡pero qué inepta! Sin embargo lograría llegar; tenía que hacerlo. Al
principio Dita calló, tratando de aquietar los labios y luego dijo una frase exasperante:
—No, querido, no lo hagas. No podría soportarlo. Por favor, no me
abandones.
Tasco reaccionó espontáneamente: le abofeteó la mejilla con la mano
abierta, con fuerza. Una furia recíproca relampagueó en los ojos y la boca de Dita,
pero ella se dominó. Reanudó sus súplicas.
—Tasco, Tasco, no seas malo conmigo. Si hemos de morir juntos, puedo
enfrentarlo. No me abandones, por favor. No te culpo.
¡No te culpo!
—pensó él—. ¡Por el Dios Olvidado, vaya comentario!
En voz alta replicó, tratando de controlarse:
—Ya te lo he dicho. Alguien tiene que conducir esta nave a nuestro
tiempo y lugar. Hallamos el Nudo. Éste es el Nudo del Tiempo. Mira.
Tasco señaló el panel de control: el Metrocón oscilaba violentamente de
-1.000.000:1 a -500.000:1.
—Mira con atención, veinte-años-un-minuto-más a
diez-años-un-minuto-menos. La nave podrá escapar si aligeramos la carga. Hemos
arrojado todo lo que podíamos. Ahora me iré yo. Te amo. Me amas. Para mí será
tan difícil dejarte como para tí verme partir. Una vida contigo no habría
bastado. Pero, Dita, me debes esto... lleva la nave de vuelta. No me dificultes
las cosas. Si puedes sostenerla en Probabilidad Subformal Izquierda, hazlo. De
lo contrario, continúa tratando de desacelerar en tiempo inverso.
—Pero querido...
Tasco deseaba ser tierno. Las palabras se le atascaban en la garganta.
Pero el tiempo se había agotado. Esa luna de miel había sido una apuesta, y
ahora la apuesta y esa vida en común habían terminado. ¡Sus días terrícolas! La
Instrumentalidad permanecía, los Jefes y Señores aguardaban; un millón de vidas
habrían sido un precio exiguo por una aproximación al Nudo del Tiempo. Dita
podía lograrlo. Incluso ella lo conseguiría si la nave se aligeraba del peso
de un tripulante.
El beso de despedida no fue memorable. Tasco tenía prisa por terminarlo;
cuanto antes se fuera, más probabilidades tendría ella de regresar. Pero ella
seguía mirándolo como si esperase que él se quedara a charlar. Tasco sospechó
que Dita intentaba retenerlo. Encendió el micrófono del casco y dijo:
—Adiós. Te amo. Tengo que irme deprisa. Por favor, haz lo que te digo y
no te interpongas. Ella sollozaba.
—Tasco, vas a morir.
—Quizás —admitió él.
Ella tendió las manos procurando abrazarlo.
—Querido, no te vayas. No te apresures.
Él la empujó brutalmente hacia el asiento de control. Trató de
contenerse, pero le enfurecía que ella le impidiera realizar bien ese acto de
sacrificio. Dita tenía que montar una escena.
—Querida —suspiró—, no me hagas repetirlo todo de nuevo. Y además, quizá
no muera. Buscaré un planeta lleno de ninfas y viviré mil años.
Casi esperaba despertarle celos o furia, al menos otra emoción, pero
ella pasó por alto la mala broma y continuó sollozando. Una voluta de humo en
el aire caliente y turbulento de la cabina les hizo mirar el panel de control.
El selector probabilístico reLucia. Tasco mantuvo la cara inmóvil, feliz de que
ella no comprendiera el significado de esa lectura...
Nadie me encontrará jamás, aunque sobreviva, pensó. ¡Pero debo partir!
Le sonrió a través del traje rutilante. Le tocó el brazo con la zarpa de
metal. Antes de que ella pudiera detenerlo, retrocedió hacia la escotilla de
escape, cerró la puerta, buscó a tientas el mecanismo de eyección y pulsó el
botón. Lo pulsó con fuerza.
Trueno y un torrente como de agua. Allá iban su mundo, su esposa, su
tiempo, él mismo. Flotaba libremente en Anacrón. Otros se habían extraviado
entre las probabilidades, ninguno había regresado. Suponía que habían
resistido. Si ellos podían, él también. Entonces cayó en la cuenta: ¿los demás
habían abandonado esposas y novias? ¿Para ellos también representaba una
tragedia personal? Él y Dita no habían tenido por qué venir. Vanidad,
arrogancia, envidia, obstinación. Y ahora: él mismo en Anacrón.
Notó que brincaba de probabilidad en probabilidad como un guijarro
botando en un techo de plástico ondulado. Ni siquiera sabía si enfilaba hacia
Formal o Resuelta. Tal vez aún estaba en alguna parte de Subformal Izquierda.
El estruendo cesó. Esperó más golpes.
Se produjo uno más. Uno solo y brusco.
Sintió que la tensión lo abandonaba. Sintió que las Probabilidades se
consolidaban alrededor, oyó los chasquidos del selector del casco mientras
escogía una combinación espacio-temporal apta para la vida humana. Esa cosa
emitía un murmullo que él nunca había oído en un salto de práctica, pero esto
no era una práctica. Nunca antes había salido entre las Probabilidades, nunca
había flotado libremente en Anacrón.
Una sensación de peso y dirección le hizo notar que regresaba al espacio
normal. Sus pies tocaban tierra. Se quedó quieto, intentando relajarse mientras
un mundo cobraba forma alrededor. Había algo muy extraño en todo eso. El color
gris del espacio circundante parecía el gris del retroceso rápido en el
tiempo, el borrón oscuro que a menudo había visto por la ventana de la cabina
cuando, tras escoger una Probabilidad, la seguía hasta que los Selectores le
ofrecían una abertura por donde entrar. ¿Pero cómo podía retroceder en el
tiempo sin nave, sin energía?
A menos...
A menos que el Nudo del Tiempo, al arrojarlo hacia el exterior, hubiera
comunicado a su cuerpo un impulso temporal. Pero aun así, tendría que
desacelerar. ¿La proporción descendía? Esto aún parecía temporalidad alta,
10.000:1 o mas.
Trató de pensar en Dita, pero su situación personal excluía cualquier
otra cosa. Sintió una nueva preocupación. ¿Cuál era su consumo personal de
tiempo? Si el Tiempo era tan elevado fuera, ¿su unidad personal también subía
por dentro? ¿Cuánto tiempo duraría su reserva alimentaria? Trató de ser
consciente de su propio cuerpo, de sentir hambre, para examinarse a sí mismo.
¿La nutrición automática seguía el ritmo del tiempo cambiante? En un arrebato
de inspiración, se frotó la cara contra la máscara para comprobar si las
patillas le habían crecido desde que había abandonado la nave.
Tenía barba. Mucha.
Antes de conseguir evaluar la situación, sintió un último chasquido y se
desmayó.
Cuando se recobró, aún estaba de pie. Una especie de marco lo sostenía.
¿Quién lo había puesto allí, y cómo? La continuidad gris indicaba que su tiempo
fisiológico y el tiempo exterior aún no coincidían. Se impacientó. Tenía que
haber un modo de desacelerar. Le pesaba el casco. Desdeñando el peligro,
manoteó la máscara hasta arrancarla.
El aire era dulce pero denso, muy denso. Tuvo que esforzarse por
respirarlo. El esfuerzo fue casi en vano.
Aún seguía en temporalidad alta, más de lo que había creído que se podía
resistir con el cuerpo expuesto. Miró hacia abajo y vio que la barba le
temblaba al crecer; tendría que haber habido un corte automático, pero el
tiempo avanzaba deprisa. Cerró la mano y se partió las uñas bruscamente. Al
parecer las botas habían roto las uñas de los pies y, aunque los sentía
incómodos, la presión resultaba tolerable. No podía hacer nada más.
Su inmensa fatiga le advertía que el sistema de nutrición automático no
mantenía el ritmo de su tiempo corporal. Con esfuerzo, se llevó la zarpa de
metal al cinturón y la hizo girar para abrir el recipiente de alimentación
suplementario. Sintió que la aguja le atravesaba la piel del vientre; manipuló
de nuevo el instrumental hasta que el caliente chorro de alimentos le indicó
que el inyector había tocado una vena. Casi de inmediato se sintió recuperado.
Vio los edificios borrosos que de pronto cobraban forma alrededor,
deteniéndose un instante para derretirse al siguiente. Ahora distinguía un
poco mejor el entorno. Parecía estar de pie en la boca de una caverna o en un
gran portal. Los edificios le intrigaban. Todos los edificios que había visto
en el tiempo funcionaban de manera inversa. Primero la lenta elevación mientras
los construían, luego el borrón regular del tiempo y al fin el relámpago de la
desaparición. Pero, se recordó, retrocedía en el tiempo, y tal vez ningún otro
ser humano hubiera retrocedido con tal rapidez durante un período tan
prolongado.
Ahora parecía estar desacelerando deprisa. Un edificio apareció
alrededor y pronto Tasco estuvo fuera de él, luego de nuevo dentro. De golpe
brilló una intensa luz.
Estaba dentro de un gran palacio. Al parecer estaba situado en un
pedestal, en pleno centro de las cosas. Masas fluctuantes empezaron a cobrar
forma a intervalos rítmicos: ¿personas? Había algo extraño en los movimientos.
¿Por qué se movían con tal torpeza?
Como la luz persistía y el edificio parecía sólido, Tasco hizo un
esfuerzo por entornar los ojos y ver con más claridad. Los ojos eran la única
parte de su anatomía que parecía moverse con libertad. Las uñas que se partían
y la barba que crecía le recordaron que debía inyectarse otra dosis de alimento.
Sentía una intolerable irritación en la piel. Mientras reparaba en la
creciente inmovilidad de los brazos, sintió pánico, y aunque todavía había
tiempo pulsó el botón de flujo continuo de los alimentos suplementarios. A pesar
del alimento, suficiente para mantenerlo con vida en el frío del espacio, ya
era incapaz de mover las manos y los dedos. Sin embargo, parecía que hacía sólo
minutos que había dejado la nave. (Dita, Dita, ¿has salido del Nudo?
¿Lograste hacerlo a tiempof Ojalá hubiera calculado bien el peso...)
El edificio continuaba estable. Tasco revolvió los ojos para tratar de
averiguar dónde estaba, cuándo estaba.
Todavía estoy vivo,
pensó. Nadie más ha logrado salir de Anacrón. Es una hazaña. Nadie ha logrado
salir del tiempo y ser visto de nuevo.
La desaceleración continuaba. La luz brillante permanecía estable y
Tasco advirtió que veía mejor. Enfrente tenía una especie de pintura, alta y
grande. ¿Qué era? Paneles o series de paneles, pinturas de un pasado remoto.
Aguzó la vista y reconoció que el panel superior izquierdo era él mismo.
Tasco Magnon. Allí estaba: el rutilante traje espacial, los apoyabrazos de
mármol, el pedestal. Pero le habían pintado alas semejantes a las de los
ángeles de la Vieja Religión Fuerte. Grandes alas blancas. También le habían
rodeado la cabeza con una aureola. El panel siguiente lo mostraba tal como se
sentía: traje rutilante, cara vieja y cansada.
Los paneles del nivel inferior eran igualmente extraños. El primero
mostraba un lecho de hierba o musgo con un fulgor luminiscente. El segundo
mostraba un esqueleto de pie en un marco.
Su mente cansada procuró comprender los paneles.
La gente borrosa que lo rodeaba cobró nitidez. A veces casi lograba
distinguir individuos. El color de las pinturas cobró brillo hasta volverse
chillón y luego desapareció.
Desapareció por completo, sin dejar rastro.
Su viejo y fatigado cerebro luchó con denuedo para hallar la verdad. El
tiempo fisiológico estaba desquiciado. Los minutos parecían años. Sus pensamientos
se volvían viejos recuerdos aun mientras los pensaba. Pero dio con la verdad:
Todavía retrocedía en el tiempo.
Había pasado la época de su llegada y resurrección en ese mundo. La
resurrección estaba sabiamente profetizada por los seres que habían construido
el palacio y habían pintado las alas y la aureola.
Moriría pronto, en el pasado remoto de esa civilización.
Mucho después, siglos antes de su propia muerte, sus extraños restos se
diluirían en este sistema de espacio temporal y, al diluirse, parecería que
brillaban y se ensamblaban. Serían intocables, inasibles. Las gentes que habían
construido el palacio y sus antepasados habían presenciado cómo el polvo se
convertía en esqueleto, el esqueleto se erguía transformándose en momia, la
momia se convertía en cadáver, el cadáver en viejo, el viejo en joven: él
mismo, al abandonar la nave espacial. Había aterrizado en su propia tumba, su
propio templo.
Aún tenía que cumplir las cosas que esas gentes le habían visto hacer y
que habían documentado en los paneles del templo.
A pesar de la fatiga sintió un escozor de distante orgullo:
sabía que alcanzaría la categoría de deidad que esa gente había
documentado con lealtad. Sabía que se volvería joven y glorioso, sólo para desaparecer.
Lo había logrado, minutos o milenios atrás.
La colisión temporal dentro de su cuerpo lo desgarraba de dolor. La
aguja de alimentación ya no surtía efecto. Su vitalidad se marchitaba. El
edificio brillaba mientras parecía acercarse.
Los milenios se abalanzaban sobre él. Pensó: Soy Tasco Magnon y he
sido un dios. Volveré a serlo de nuevo.
Pero su último pensamiento no fue tan memorable. Un atisbo de cabello
con forma de luna, una mejilla. En el doloroso silencio de su mente gritó; ¡Dita!
¡Dita!
La deforme nave temporal se materializó en el Cronopuerto de la
Instrumentalidad. Los funcionarios y técnicos se apresuraron a abrir la puerta.
La joven que estaba sentada ante los controles con ojos desorbitados tenía la
cara pálida de tanto llorar. Trataron de arrancarla del trance, pero ella se
aferraba con desesperación a los controles, repitiendo en una salmodia:
—Saltó. Tasco saltó. Saltó. Solo, solo en Anacrón... Grave y suavemente,
los funcionarios la alejaron de los controles para extraer los instrumentos,
que ahora eran de un valor incalculable.
EL CRIMEN Y LA GLORIA DEL COMANDANTE SUZDAL
No leas este cuento; vuelve
la pagina deprisa. La historia puede perturbarte. Aunque es probable que ya la
conozcas. Es una historia muy inquietante. Todos la conocen. La gloria y el
crimen del comandante Suzdal se han contado de mil modos distintos. No te
permitas el pensamiento de que la historia cuenta la verdad.
No es cierta. En absoluto. No
contiene una pizca de verdad. No existe el planeta Aracosia, ni los kiopts, ni
el Mundo Gatuno. Son imaginarios, no sucedieron, olvídalo y ve a leer otra
cosa.
El comienzo
El comandante üzdal fue enviado en una nave-caparazón a explorar los
confines de nuestra galaxia. Su nave era un crucero, pero él era el único
tripulante. Estaba equipada con instrumental hipnótico y cubos que brindaban
una apariencia de compañía, una gran muchedumbre de gente amigable a la que
podía convocar a partir de sus propias alucinaciones.
La Instrumentalidad le ofreció varias opciones para sus compañeros
imaginarios, cada uno de los cuales estaba encarnado en un pequeño cubo
cerámico que contenía el cerebro de un pequeño animal en el cual se había
impreso la personalidad de un ser humano.
Suzdal, un hombre bajo y corpulento, de sonrisa jovial, expresó sin
rodeos sus necesidades:
—Quiero dos buenos oficiales de seguridad. Puedo pilotar la nave, pero
si he de internarme en lo desconocido necesitaré ayuda para afrontar los
posibles y extraños problemas que puedan surgir.
El oficial de carga le sonrió.
—Nunca había oído hablar de un comandante de crucero que pidiera
oficales de seguridad. La mayoría los considera un estorbo.
—Pues yo no —replicó Suzdal.
—¿Quiere jugadores de ajedrez?
—Puedo jugar ajedrez usando los ordenadores libres —contestó Suzdal—.
Sólo tengo que bajar la energía para que empiecen a perder. Con plena energía,
siempre me ganan.
El oficial dirigió a Suzdal una mirada extraña. No era una mirada
lasciva, pero su expresión se volvió cómplice y un poco desagradable.
—¿Qué me dice de otra compañía? —preguntó con un tono raro.
—Tengo libros —dijo Suzdal—, unos dos mil. Sólo tardaré un par de años
terrestres.
—En lo local-subjetivo podrían parecer varios miles de años —dijo el
oficial—, aunque el tiempo retrocederá cuando usted regrese a la Tierra. Y yo
no hablaba de libros —insistió con el mismo tono insinuante.
Suzdal meneó la cabeza con aire preocupado, se pasó la mano por el pelo
color arena. Clavó los serenos ojos azules en los del oficial.
—¿A qué se refiere entonces? ¿Navegantes? Ya los tengo, por no mencionar
los hombres-tortuga. Son una buena compañía, si se les habla despacio y se les
da mucho tiempo para responder. No olvide que ya he estado antes afuera...
El oficial escupió su oferta:
—Bailarinas. MUJERES. Concubinas. ¿No quiere nada de eso? Incluso
podríamos imprimir en un cubo a su propia esposa. Así ella le acompañaría cada
semana que usted estuviera despierto.
Suzdal puso cara de rechazo.
—¿Alice? ¿Quiere usted que yo viaje con un fantasma de mi esposa? ¿Cómo
se sentiría la verdadera Alice cuando yo regresara? No me diga que va a poner
a mi esposa en un cerebro de ratón. Usted me ofrece el delirio, y yo tengo que
conservar la cordura mientras el espacio y el tiempo ruedan en grandes olas
alrededor de mí. Ya enloqueceré bastante, tal como son las cosas. No olvide que
ya he estado antes afuera. Regresar a una Alice verdadera será uno de los
mayores factores de realidad. Me ayudará a amoldarme. —La voz de Suzdal cobró
un tono de pregunta íntima—. No me diga que muchos comandantes de crucero
piden volar con esposas imaginarias. Sería bastante desagradable, en mi
opinión. ¿Cuántos realmente lo hacen?
—Estamos aquí para equipar su nave, no para comentar lo que hacen otros
oficiales. Nos parece bien que el comandante tenga compañía femenina, aunque
sea imaginaria. Si usted encontrara entre los astros algo que cobrara forma
femenina, sería muy vulnerable a ello.
—¿Mujeres entre los astros? ¡Bah! —bufó Suzdal.
—Han ocurrido cosas extrañas —apuntó el oficial.
—Eso no —dijo Suzdal—. Dolor, locura, distorsión, pánico sin fin, un
hambre enloquecedora... sí, afrontaré esas cosas. Estarán allí. Pero mujeres
no. No las hay. Yo amo a mi esposa. No crearé mujeres con mi propia mente. A
fin de cuentas, llevaré a bordo a la gente-tortuga, que traerá a su prole.
Tendré familia de sobra. La cuidaré y formaré parte de ella. Incluso puedo dar
fiestas de Navidad para los pequeños.
—¿Qué son esas fiestas? —preguntó el oficial.
—Un extraño y antiguo ritual del cual me habló un piloto exterior. Se
entregan obsequios a los pequeños, una vez por año local-subjetivo.
—Parece agradable —comentó el oficial, ya un poco aburrido de la
conversación—. De manera que se niega a llevar una mujer a bordo, en un cubo.
No tendría que activarla a menos que la necesitara.
—Usted no ha volado, ¿verdad? —preguntó Suzdal. El oficial se ruborizó.
—No —respondió con tono inexpresivo.
—Voy a pensar en todo lo que hay en esa nave. Soy un hombre jovial y muy
comunicativo. Me llevaré bien con mi gente-tortuga. No son vivaces, pero son
consideradas y serenas. Dos mil o más años local-subjetivos no son tantos. No
me obligue a tomar más decisiones. Encargarse de la nave ya es suficiente
trabajo. Déjeme solo con mi gente-tortuga. Me he llevado bien con ellos antes.
—Usted es el comandante, Suzdal —concluyó el oficial de carga—. Haremos
lo que usted diga.
—Bien —sonrió Suzdal—. Tal vez usted se encuentre con muchos tipos raros
en este puesto, pero yo no soy uno de ellos.
Ambos sonrieron para manifestar su acuerdo y se completó la carga de la
nave.
La nave era conducida por hombres-tortuga, que envejecían muy despacio.
Mientras Suzdal recorría el borde exterior de la galaxia y dejaba transcurrir
miles de años locales durmiendo en su lecho congelado, los hombres-tortuga se
sucedían generación tras generación, enseñaban a sus descendientes a manejar
la nave, transmitían las historias de una Tierra que jamás verían e
interpretaban correctamente los datos de los ordenadores para despertar a
Suzdal solamente cuando se requería intervención e inteligencia humana. Suzdal
despertaba de vez en cuando; hacía su trabajo y volvía a dormirse. Tenía la
sensación de haberse ido de la Tierra hacía apenas unos meses.
¡Meses! Hacía más de diez mil años subjetivos que había partido cuando
encontró la cápsula de la sirena.
Tenía el aspecto de una cápsula de emergencia común. La clase de aparato
que a menudo se lanzaba al espacio para indicar alguna complicación en el
destino del hombre entre las estrellas. Aparentemente, esta cápsula había
recorrido una inmensa distancia, y por aquel artilugio Suzdal conoció la
historia de Aracosia.
La historia era falsa. Los cerebros de todo un planeta –el genio salvaje
de una raza malévola y desdichada— se habían consagrado a embaucar y atraer a
un piloto normal de la Vieja Tierra. Una maravillosa mujer con voz de contralto
cantaba una historia. Parte de la narración era verdadera. Parte de la emoción
era auténtica. Suzdal escuchó la historia, que arraigó en las fibras de su
cerebro como una gran ópera maravillosamente orquestada. Habría sido distinto
si él hubiera conocido la verdad.
Todos saben ahora la auténtica historia de Aracosia, la amarga y
terrible historia del planeta que era un paraíso y se convirtió en un infierno.
La historia de personas que se convirtieron en seres distintos. La historia de
lo que ocurrió allá afuera, en el sitio más espantoso que hay entre las
estrellas.
Si Suzdal hubiera conocido la verdadera historia, habría huido. Él no
podía entender lo que sabemos ahora.
La humanidad no podía encontrar a la terrible gente de Aracosia sin que
éstos intentaran infligir a la humanidad un pesar mayor que la pesadumbre, una
locura peor que la mera demencia, una peste que superaba todas las plagas
imaginables. Los aracosianos se habían transformado en no-gente y, sin
embargo, en lo más hondo de su personalidad, seguían siendo gente. Cantaban
canciones que exaltaban su propia deformidad y alababan su horrenda
transformación, pero en sus propias canciones, en sus propias baladas, los
tonos de órgano del estribillo repetían:
¡Y lloro por el hombre!
Sabían lo que eran y se odiaban. Al odiarse perseguían a la humanidad.
Quizá todavía la estén persiguiendo.
La Instrumentalidad ha tomado medidas para que los aracosianos no nos
encuentren de nuevo, ha arrojado redes de engaño a los confínes de la galaxia
para asegurarse de que ese pueblo perdido y arruinado no pueda hallarnos. La
Instrumentalidad sabe y protege nuestro mundo y todos los demás mundos humanos
contra la deformidad en que se ha convertido Aracosia. No queremos saber nada
de ese mundo. Que nos busquen. No nos encontrarán.
¿Cómo podía saberlo Suzdal?
Era la primera vez que alguien tropezaba con los aracosianos, y él se
encontró con un mensaje en donde una voz mágica cantaba la mágica canción de
la ruina, usando claras palabras de la Vieja Lengua Común para transmitir una
historia tan triste y abominable que la humanidad aún no la ha olvidado. En
esencia, la historia era muy simple. Esto es lo que oyó Suzdal, y esto es lo
que los hombres han sabido desde entonces.
Los aracosianos eran colonizadores. Los colonizadores navegaban en
veleros que arrastraban las cápsulas detrás de sí. Ése fue el primer sistema de
viajar.
O bien podían ir afuera en naves de planoforma, naves pilotadas por
hombres diestros que se internaban en el espacio dos y emergían de nuevo para
reencontrarse con el hombre.
O, cuando las distancias eran muy largas, iban afuera en la nueva combinación,
cápsulas individuales dentro de una enorme nave-caparazón, una versión
gigantesca de la nave que transportaba a Suzdal; los pasajeros congelados, las
máquinas despiertas, la nave disparada más allá de la velocidad de la luz,
arrojada debajo del espacio para emerger al azar y aproximarse a un
blanco conveniente. Era una apuesta, pero los hombres valientes la aceptaban.
Si no encontraban un destino, las naves podían viajar por el espacio
eternamente, mientras los cuerpos, a pesar de la protección del frío, se
deterioraban gradualmente mientras la opaca luz de la vida se extinguía en los
cerebros congelados.
Las naves-caparazón eran la respuesta de la humanidad a la
superpoblación, para la cual no se había hallado solución en el viejo planeta
Tierra ni en los mundos colonizados. Las naves-caparazón transportaban a los
audaces, los temerarios, los románticos, los obstinados, y a veces a los
criminales hacia las estrellas. Una y otra vez la humanidad perdió el rastro de
esas naves. Los exploradores de vanguardia, la Instrumentalidad organizada,
tropezaban con seres humanos, ciudades y culturas, altas o bajas, tribus o
familias, allí donde habían descendido las naves-caparazón, mucho más allá de
los límites de la humanidad, allí donde los instrumentos de búsqueda habían
detectado un planeta parecido a la Tierra; y la nave-caparazón, como un gran
insecto moribundo, había descendido en el planeta, despertado a sus pasajeros,
abriéndose para dar a luz a hombres y mujeres recién renacidos para colonizar un
mundo.
Aracosia parecía un mundo agradable para los hombres y mujeres que
llegaron allí. Hermosas playas con inabarcables acantilados. Dos grandes y
brillantes lunas en el cielo, un sol no demasiado lejano. Las máquinas habían
estudiado la atmósfera y recogido muestras del agua, habían diseminado las
formas de vida de la Vieja Tierra en la atmósfera y los mares, de modo que al
despertar la gente oyó el trino de pájaros de la Tierra y supo que los peces
terráqueos ya se habían adaptado a los océanos y se multiplicaban. Parecía una
buena vida, una vida rica. Las cosas marchaban bien.
Las cosas andaban muy, muy bien para los aracosianos.
Ésta es la verdad.
Ésta era, hasta aquí, la historia que contaba la cápsula.
Pero aquí se desviaba de la verdad.
La cápsula no contaba la horrenda y lamentable verdad de Aracosia.
Habían inventado una serie de mentiras plausibles. La voz que surgía
telepáticamente de la cápsula era la de una mujer madura, cálida y feliz, una
mujer con espléndida voz de contralto.
Suzdal casi creyó que hablaba con ella, tan real era la personalidad.
¿Cómo podía sospechar que le tendían una trampa?
Todo parecía correcto.
—Y luego —continuó la voz— nos atacó la enfermedad aracosiana. No
aterrices. Aléjate. Habíanos. Cuéntanos cosas de medicina. Nuestros jóvenes
mueren sin razón. Nuestras granjas son ricas, y el trigo crece más dorado que
en la Tierra, las ciruelas más rojas, las flores más blancas. Todo anda bien,
salvo la gente.
»Nuestros jóvenes mueren... —repitió la voz de mujer, rompiendo a llorar.
—¿Hay síntomas? —preguntó Suzdal, pero la cápsula continuó como si no
hubiera oído la pregunta.
—Se mueren de nada. Nada que nuestra medicina pueda detectar, nada que
nuestra ciencia pueda mostrar. Mueren. Nuestra población disminuye. ¡No nos
olvidéis! ¡Hombre, quienquiera que seas, ven deprisa, ven ahora, trae auxilio!
Pero, por tu propio bien, no aterrices. ¡Mantente alejado del planeta y míranos
por pantallas para que puedas llevar a la Cuna del Hombre esta noticia acerca
de los hijos perdidos de la humanidad entre extrañas y remotas estrellas!
¡Realmente extraño!
La verdad era aún más extraña, y realmente desagradable.
Suzdal estaba convencido de que el mensaje era auténtico. Lo habían escogido
para el viaje porque era generoso, inteligente y valiente; este mensaje
afectaba a sus tres cualidades.
Después, mucho después, cuando lo arrestaron, le preguntaron:
—Suzdal, estúpido, ¿por qué no comprobó el mensaje? ¡Ha arriesgado la
seguridad de todas las humanidades por un tonto hallazgo!
—¡No era tonto! —protestó Suzdal—. La cápsula de emergencia tenía una
triste y maravillosa voz de mujer y la historia era coherente.
—¿Con qué? —inquirió severamente el investigador. Suzdal respondió
fatigado y triste:
—Coherente con mis libros. Con mi conocimiento. —Y añadió de mala gana—:
Y con mi propio juicio.
—¿Fue atinado ese juicio? —preguntó el investigador.
—No —reconoció Suzdal, y dejó colgar la palabra en el aire como si fuera
lo último que diría.
Pero Suzdal mismo rompió el silencio para añadir:
—Antes de fijar el curso y dormirme, activé a mis oficiales de seguridad
y les hice comprobar la historia. Descubrieron la verdadera historia de
Aracosia, desde luego. La descifraron de ciertos patrones de la cápsula de
emergencia y me contaron la verdad muy deprisa, mientras yo despertaba.
—¿Y qué hizo usted?
—Hice lo que hice. Hice aquello por lo que espero que me castiguen. Los
aracosianos ya se paseaban por el exterior de mi casco. Habían capturado mi nave
y a mí mismo ¿Cómo iba a saber que sólo los primeros veinte años de esa
maravillosa y triste historia que había contado la mujer eran ciertos? Y ni
siquiera era una mujer. Sólo un kiopt. Sólo los primeros veinte años...
Las cosas habían ido bien para los aracosianos durante los primeros
veinte años. Luego sobrevino el desastre, pero la cápsula de emergencia no
contaba esa historia.
No lo entendían. No sabían por qué había ocurrido. No sabían por qué
había ocurrido sólo al cabo de veinte años, tres meses y cuatro días. Pero el
momento llegó.
Nosotros creemos que debió de ser algún factor en la radiación del sol
del planeta. O tal vez una combinación de la radiación de ese sol con una
reacción química, que ni siquiera las completas máquinas de la nave-caparazón
habían analizado del todo, y que se extendía desde dentro. El desastre llegó.
Fue simple e inexorable.
Tenían médicos. Habían construido hospitales. Incluso contaban con una
limitada capacidad de investigación.
Pero no pudieron investigar con la suficiente rapidez. No la suficiente
para hacer frente al desastre. Fue simple, monstruoso, descomunal.
La feminidad se volvió
cancerígena.
Todas las mujeres del planeta empezaron a desarrollar cáncer al mismo
tiempo, en los labios, los senos, la ingle, a veces en el borde de la mandíbula
o el labio, las partes blandas del cuerpo. El cáncer tenía muchas formas, pero
era siempre el mismo. Había algo en la radiación que les llegaba, algo que se
internaba en el cuerpo humano y convertía una forma de desoxicorticosterona en
una subforma —desconocida en la Tierra— de preñandiol, que infaliblemente
causaba cáncer. El avance fue rápido.