LOS CACHORROS HUMANOS DE MARTE
Leslie Frances Stone
1
Durante toda la
mañana la niebla había cubierto Washington y a mediodía, cuando se disipó, la
ciudad pudo ver la extraña máquina que flotaba a pocos cientos de metros en el aire,
sobre el Monumento a Washington. Nunca se había visto nave más extraña. De
color dorado, parecía una inmensa quesera redonda o un tambor, aunque de tamaño
monstruoso, de varios kilómetros de diámetro. El presidente la vio desde la
galería de la Casa Blanca. La gente se arremolinó en las ventanas de las
oficinas y en las calles. La vieron incluso en Chevy Chase, y las amas de casa
salieron a la calle y la contemplaron asombradas y aterrorizadas. Luego, al
comprender que el visitante se disponía a aterrizar, dirigiéndose hacia el
campo municipal de golf en Haines Point, en el Parque del Bajo Potomac, se
desató una excitación delirante. Algunos automovilistas quisieron huir de la
ciudad y se dirigieron al norte o cruzaron el río hasta la frontera de Virginia,
aunque la mayoría siguió a la nave-tambor, acercándose a Point y dando mucho
quehacer a la fuerza policial apresuradamente reforzada.
La Casa Blanca
lanzó órdenes. Se ordenó al jefe de policía que desplegara sus fuerzas en los
campos de golf; todas las bases militares cercanas a la ciudad fueron puestas
en estado de alarma; se ordenó que despegaran aviones desde Bolling Field y las
bases navales. Nadie conocía la procedencia de la nave dorada. ¿Venía en misión
de paz o de guerra? ¿Había llegado de otro continente?
Ahora
descendía, se posaba lentamente sobre el campo. Una abertura circular en el
costado dejó ver su brillante interior, dorado como el exterior. Pero los
espectadores gritaron cuando los seres del interior salieron a la luz del Sol.
Los que se habían agolpado junto al cordón policial intentaron retroceder,
contenidos por los que estaban detrás, que también gritaban y pugnaban por
alejarse.
Al principio
nadie daba crédito a sus ojos. Un intrépido locutor de radio describía,
provisto de un micrófono portátil, los horrores que salían de la nave. Eran
seis, de doce metros de altura. Al principio los llamó octópodos, pero a la
segunda ojeada descubrió que tenían diez tentáculos y no ocho, sustentando un
cuerpo amorfo semejante a un saco terminado en una cabeza blanda y redonda de
te que salían los tentáculos. Dicha cabeza presentaba una boca redonda y gomosa
desprovista de dientes y tres ojos fijos sin párpados. Cinco de los tentáculos
tenían extremidades grandes y macizas, modo de pies, mientras las cinco
restantes, que recogían junto a los cuerpos lampiños, semejaban anémonas y
terminaban en pequeñas manos de diez dedos, con dos pulgares.
El color de
aquellos seres era un negro mate recubierto de una capa dorada que atraía y
reflejaba la luz. A diferencia de los verdaderos octópodos, sus tentáculos no
tenían ventosas sino que eran lisos. El nombre de decápodos los describía bien,
y el locutor corrigió su primera descripción empleando en adelante dicha
palabra.
Después de
descender de la nave, los horribles visitantes se detuvieron para contemplar a
la multitud asustada, moviendo sus ojos sin párpados en todas direcciones, sin
hacer ningún movimiento hostil contra la muchedumbre. Emitían silbidos agudos,
semejantes a gorjeos de pájaros. En aquel momento descubrieron el Canal
Washington, que lanzaba destellos al Sol entre Point y los muelles de la
ciudad.
Las seis
bestias avanzaron simultáneamente hacia el agua y la gente se apiñó a su paso.
El general Tasse, jefe de policía, ordenó que sus hombres acordonaran el
camino, pero no fue necesario, pues los monstruos se limitaron a pasar sobre la
multitud teniendo buen cuidado de no pisar a nadie y se abrieron paso hasta el
agua.
Vieron que una
de las bestias alargaba un «brazo» para sumergirlo en el agua y luego, con un
ruidoso chapuzón, se metía en el Canal. Las demás la siguieron. Allí
juguetearon como escolares, y sus juegos a lo Gargantúa levantaron grandes
oleadas que rompieron contra los muelles, meciendo a los yates anclados y
echando a pique algunos botes de pequeño tamaño. Luego salieron a los muelles
para hacer un pacífico paseo por la ciudad, sin causar más daño sino birlar
algunos carros de fruta en la Avenida y asustar terriblemente a los
automovilistas.
Una Washington
perpleja les dejó pasar mientras los científicos del Smithsoniano corrían al
centro de la ciudad, esperando comunicarse con ellos, averiguar de dónde
venían, estudiar su ciencia; pero los monstruos, que hablaban entre sí en
agudos tonos aflautados, no dieron a los científicos tiempo de alcanzarles. De
un brinco superaban todos los obstáculos que aparecían en su camino. De momento
parecía imposible capturarlos, pero como por lo visto estaban desarmados y sus
intenciones parecían pacíficas, no se hizo nada, aunque la policía se las veía
y deseaba para arreglar los colapsos de la circulación que habían provocado en
todas partes.
El general
Tasse, de acuerdo con las órdenes recibidas, quiso asignarles una escolta de
motociclistas para despejar el camino, pero las bestias no tuvieron en cuenta
este honor, como tampoco parecían reparar en las demás cosas que les ofrecían
sus desconcertados anfitriones. Daban esquinazo a la escolta cuando les llamaba
la atención algo en otra calle y dejaban que los policías los alcanzaran como
pudieran.
Esto continuó
durante varías horas, durante las cuales los ingenieros de la Oficina de Normas
trataron de estudiar la nave vacía, trasladándose a Point en autogiros. Pero,
lo mismo que los decápodos habían desafiado el saber de los biólogos, los
motores de su nave desafiaron el de los ingenieros. Jamás se había visto
máquina semejante, que en nada se parecía a las de la Tierra.
Por ejemplo,
descubrieron un aparato de seis lados, cada uno de los cuales no era sino un
mosaico de pentágonos. Otra tenía ocho, una tercera era un mosaico de
triángulos y todas sus piezas tenían esa forma. Eran de color dorado como la
nave misma y transparentes. Al entrar en la nave cilíndrica los ingenieros
tuvieron la sorpresa de comprobar que, si bien desde afuera no se veía el interior,
desde dentro en cambio divisaban perfectamente todo lo de fuera. En resumen, la
nave era un enigma fascinante.
El paseo de los
decápodos duró más de tres horas, aunque, en realidad, no se alejaron
demasiado. Se limitaron a recorrer la zona comercial y algunos de los edificios
monumentales, moviéndose en círculo. Ahora parecían inquietos, deseosos de
regresar a su nave y, volviendo sobre sus pasos, se encaminaron al monumento a
Washington. Al llegar al pie de éste, uno de ellos comenzó a escalar el obelisco...
por fuera.
Pocos minutos
después bajó y se reunió con sus compañeros. Había localizado el emplazamiento
de la nave y, guiados por él, sus cinco compañeros regresaron al campo
municipal de golf, cruzando el terraplén del ferrocarril.
Es posible que
la captura de ejemplares con vida de este mundo se les ocurriera como algo
secundario. De improviso, una niña corrió espantada delante de ellos para
reunirse con su madre. La multitud de espectadores que se había agolpado en el
campo de golf prorrumpió en un grito, pues la niña no consiguió llegar hasta su
madre, ¡Fue alzada por el aire, envuelta en el tentáculo del decápodo jefe!
Con la
intención de salvar a la niña, el oficial McCarthy espoleó a su caballo Prince.
Al momento, también él fue elevado como la niña, con caballo y todo. Pudo
escapar, pero su primera reacción fue agarrarse a las crines del caballo, que
coceaba, y cuando pudo erguirse en la silla estaba demasiado alto y no se
atrevió a saltar...
2
Los ingenieros
de la Oficina de Normas aún estaban sondeando los secretos de la nave, cuando
descubrieron que se acercaban los monstruos. Salieron corriendo en desbandada
para regresar a los autogiros. Todos menos Brett Rand y su compinche George
Worth. En sus veintisiete años de vida, Brett nunca había encontrado una
máquina cuyo funcionamiento no lograse desentrañar en menos de una hora. Decían
de él que había echado dientes con una llave Stilson, y era verdad que cuando
los demás niños rompían juguetes él ya montaba pequeños motores y los hacía
«andar». Su trabajo no hacía sino empezar cuando otros ya se daban por
vencidos.
Si hubiera
encontrado algún cable o conductor, lo habría seguido hasta la alimentación,
pero en aquellas máquinas de múltiples facetas de metal dorado y transparente
no veía ningún componente conocido. De algún modo logró quitar la tapadera de
una extraña máquina plana y tanteaba con destornillador experto la extraña
disposición de sus piezas aunque, a decir verdad, no había ningún tornillo que
pudiera ser atacado por su herramienta.
George tuvo que
hacer un esfuerzo sobrehumano para apartarlo de la máquina y hacer entrar en su
mente tozuda que los decápodos estaban regresando a la nave. A Brett no le
gustaba ser molestado; por eso George recibió un buen codazo en el pecho y cayó
redondo. Pero se puso en pie y logró arrastrar a Brett hacia la puerta. Era
demasiado tarde.
Los decápodos
estaban allí, y uno de ellos entraba en la nave. No volvían con los tentáculos
vacíos. Uno llevaba un caballo que daba coces y a cuya silla torcida se aferraba
un guardia; otro tenía una niña como de seis años, que a su vez abrazaba contra
su pecho una gatita que maullaba. Un negro de rostro ceniciento había sido
atrapado por otro tentáculo, mientras que del cuarto era prisionera una matrona
beligerante y rubicunda, muy almidonada y ataviada con un feo sombrero
marinero, que aporreaba al monstruo con su paraguas. Las demás bestias que
seguían a la primera también traían cautivos: mujeres, hombres, jóvenes,
blancos y negros, sin distinción. Incluso habían capturado un fox-terrier de
pelo duro.
Acorralados,
los dos jóvenes no supieron qué hacer. A su espalda se hallaba la sala de
motores, una gran cámara circular emplazada en el centro de la nave, adonde se
llegaba por un pasillo. La rodeaban media docena de salas en forma de cuña, que
formaban el contorno de la nave. Batiéndose en retirada ante los monstruos,
pasaron a la sala central y luego corrieron hacia una de las cámaras más
pequeñas, que estaba vacía, a excepción de unas cintas metálicas que colgaban del
techo y un ancho colchón circular puesto en el suelo.
Fuera
retumbaban armas de fuego; la policía y los soldados trataban de rescatar a los
prisioneros y disparaban a los pies de los decápodos. Pero las balas
rebotaban en su carne sin hacerles el menor daño. Los aviones sobrevolaban
la nave disparando también contra ella, pero sin resultado alguno. ¡Los
proyectiles simplemente rebotaban!.
A través de la
pared de su escondite, Brett y George vieron que los monstruos encerraban a los
prisioneros en otra cámara y se volvían hacia sus máquinas. Cambiaron algunos
gorjeos cuando descubrieron la tapadera levantada de la máquina donde Brett
había hurgado.
Una de las
bestias se volvió y descubrió a los culpables. En seguida avanzó hacia ellos.
Brett aún tenía
el destornillador. No podía considerarlo un arma eficaz pero, cuando lo lanzó
contra los decápodos, fue la reacción natural de un hombre acorralado. Pero el
proyectil no alcanzó el ojo adonde había apuntado Brett, pues un tentáculo lo
atrapó en plena trayectoria, sin que la bestia interrumpiera su avance.
—¡Cuidado!
—gritó George—. Va a atacarnos con gas. ¡Cúbrete la cara...!
Pero no tenían
defensa contra el vapor anaranjado que súbitamente emitió la boca de aquel ser.
La sala quedó saturada y los dos hombres cayeron desvanecidos...
Al volver en sí
les pareció que vivían una pesadilla. Despertando del coma artificial producido
por el gas, Brett oyó una terrible detonación, luego retorció su estómago una
horrible náusea... y volvió a sumirse en la inconsciencia.
Despertó con
una sensación de aturdimiento, acompañada de terrible dolor de cabeza y fuertes
náuseas. A su alrededor reinaba la oscuridad, una oscuridad negra y
aterciopelada en la que brillaban grandes estrellas a diferentes distancias.
Creyó escuchar gruñidos y gemidos a su alrededor, pero no pudo orientarse y
cayó de nuevo en un sopor intermitente. Luego pudo recordar que durante las
horas siguientes fue alimentado, aunque sólo con pensar en la comida se le
revolvía el estómago. Pero no tuvo fuerzas para rechazar los cuidados de
alguien que se inclinaba sobre él con una gran cuchara que semejaba una pala,
viéndose obligado a ingerir la comida; cosa extraña, el primer bocado alivió su
malestar. Aquel alimento desconocido fue a la vez comida y bebida que apagó su
sed y alivió su estómago.
Luego, después
de un tiempo que no pudo precisar, la vibración del motor que había percibido a
través de su sueño cesó y, en compañía de sus compañeros cautivos, fue obligado
a salir de la nave. Ya despejado, entró en un extraño edificio donde monstruos
iguales a los que le habían capturado lo cachearon, inspeccionaron y pincharon.
Le parecía seguir oyendo los gritos de los tres que murieron bajo el escalpelo,
ya que fueron sometidos a vivisección por sus inhumanos raptores.
De allí fueron
trasladados a un inmenso salón donde se celebraba una junta de miles de
decápodos, Estaba presidida por un estrado ancho, de tres metros de altura,
frente al cual fueron llevados los cautivos.
Brett descubrió
que estaba sano y salvo y se apoyó sobre un codo para mirar a su alrededor. La
cámara tenía unos mil metros de diámetro, era oblonga y en ambos extremos había
dos grandes puertas por donde entraban los decápodos negros. Una vez más se
estremeció al verlos y luego volvió la mirada hacia sus compañeros, que también
empezaban a contemplar lo que los rodeaba.
Reconoció a la
matrona severamente vestida que había visto el día que fueron capturados. Aún
llevaba su sombrero y el paraguas. En seguida la apodó la Matrona Militante,
pues este mote le cuadraba muy bien. Cerca de ella estaba tendido un hombre
maduro, de tez purpúrea y porte muy pulcro y abotonado, que incluso en aquellas
circunstancias lograba mantener su pomposidad. El «Senador» parecía título
adecuado para él. Una mujer de color se hallaba a poca distancia, gimiendo y
suspirando mientras alzaba los ojos al cielo y murmuraba algo acerca del
«juicio de Dios». A su lado aparecía un negro en ropa azul de trabajo, al que
le castañeteaban los dientes.
Había otras
personas: un hombre pálido de edad indefinible, que parecía un dependiente de
mercería; una joven bajita, con aspecto de ama de casa y el terror pintado en
el rostro; una solterona alta, delgada y seca; un joven no demasiado bien
vestido, de mirada huidiza que saltaba de un lado a otro y no perdía detalle.
También estaba la niña de la gatita, a la que todavía sujetaba con fuerza entre
sus brazos, que miraba con ojos desorbitados. Un niño poco mayor que ella,
echado en el suelo, sollozaba desesperado. No lejos de allí estaba una muchacha
de diecisiete años con tacones muy altos, un vestido de seda arrugado pero
elegante, un minúsculo sombrero flexible y, abrazado contra el pecho, un bolso
excesivamente grande.
Había más
personas, pero la inspección de Brett terminó súbitamente pues, al volverse, se
halló mirando el par de ojos más azules y fríos que hubiera visto en su vida.
Ella nunca habría ganado un concurso de belleza, pues sus rasgos eran demasiado
irregulares y su boca en exceso ancha, pero poseía ese algo que a menudo hace
destacar de la mediocridad a la mujer de aspecto corriente, de piel clara, con
una cabellera castaña enmarcando el óvalo del rostro, su rasgo más destacado
eran los brillantes e inteligentes ojos azules con su penetrante mirada.
—Parece...,
parece que hemos llegado —murmuró la muchacha—. Por favor, ¿le molestaría
pellizcarme para saber si estoy soñando o no?
Brett lanzó una
ojeada a su alrededor.
—No creo que
estemos soñando, aunque estos seres bien podrían salir de una pesadilla —señaló
con un gesto a los monstruos que iban llenando el amplio recinto y formando en
grandes círculos a medida que cada uno hallaba su lugar entre los compañeros.
—¡A mí que me
pareció una gran idea preparar una disertación sobre ellos para la clase de
biología! Estudio en la Universidad George Washington; es decir...,
estudiaba... —se puso a comentar la muchacha.
—Y yo... —Brett
comprendió de súbito que, a no ser por su ciego interés hacia las malditas
máquinas, George y él no estarían allí. Se sintió culpable y buscó a George con
la mirada. Precisamente se acercaba llevando en brazos al niño de ocho años.
—¿A alguien le
molestaría cuidar a este niño? Llora porque echa en falta a su madre...
La muchacha de
ojos azules tomó al chiquillo de los brazos de George.
—Quiero irme a
casa. Quiero que venga mi mamá —gimoteó.
Al oír esto, la
niña de la gatita levantó la mirada y se acercó a ellos.
—Todo está bien
—le dijo al niñito—. Sólo es otra de mis pesadillas. Tengo muchísimas, pero
siempre me despierto en mi camita, en casa.
Y como si esto
solucionara la cuestión, atendió de nuevo a su gata, que maullaba. El niño miró
a su interlocutora, protestó y luego cerró los ojos sin decir palabra. Brett y
la muchacha cambiaron una mirada.
Pero ya no se podía
conversar; el salón estaba lleno. Cientos y cientos de decápodos se habían
sentado en apretadas hileras. De pronto, como a una señal, todos se levantaron
y se volvieron hacia una de las entradas, por donde entraba un monstruo
inmenso, tres metros más alto que sus congéneres.
—Debe ser el
mandamás —murmuró George—. Además, trae séquito. Mire.
La pesada
criatura avanzaba por entre sus súbditos, que le cedían paso, rodeada por diez
seres de menor tamaño, incluso más pequeños que la mayoría de los decápodos. Al
llegar al estrado el mandamás, como George lo había llamado, se encaramó sobre
la plataforma, reclinándose a medias, mientras sus diez seguidores trazaban un
círculo a su alrededor en posición de firmes. Un gran clamor surgió de las
gargantas de sus súbditos y todas las bestias desplegaron y elevaron sus cinco
brazos. No los dejaron caer hasta el término de la salutación.
Los cautivos se
apiñaron nerviosamente. La moza negra se puso a rezar con voz aguda e
histérica, una mujer sollozó y Brett oyó que el «Senador» declaraba:
—Van a
enterarse de que no pueden tratar así a un ciudadano de los Estados Unidos...
Seis decápodos
avanzaron hasta detenerse al lado del círculo que rodeaba el estrado, Uno de
ellos comenzó a hablar en tonos agudos y aflautados, dirigiéndose al ser
gigante del estrado. Peroró durante cerca de veinte minutos y, cuando terminó,
otro ocupó su lugar.
—Parece una
prueba de resistencia —le susurró Brett a George una hora después, cuando el
tercer decápodo dio comienzo a su discurso.
—Me parece que
esos seis monstruos son los que nos trajeron aquí. Están dando cuenta de su
expedición...
—Sí, pero
nuestros raptores tenían un matiz dorado. Éstos son del todo negros... ¡Pero
claro, George! ¡Llevaban armadura! Por eso no hicieron mella en ellos nuestras
balas.
—En efecto...,
ese dorado transparente...
—¿Tienes idea
de dónde estamos?
—Ninguna, pero
estoy seguro de que esto no es la Tierra. ¿Has notado lo ligero que se siente
uno? ¿No te parece como si te hubieras quitado algunos kilos de encima? Aquí
hay algo distinto. ¿Has observado que todos respiramos mucho más rápido? Sea
cual fuere este mundo, es mas pequeño que la Tierra. ¡Cuando pienso que yo te
metí en esto!
—¡Ah! No
empieces con eso, muchacho. Quizá no sea tan grave como parece. Mira, el último
animal está largando su discurso. Tal vez ahora averigüemos dónde nos
hallamos...
Brett levantó
la mirada y vio que el sexto decápodo pronunciaba su discurso, pero no estaba
preparado para lo que ocurrió después: ¡un largo tentáculo se abatió sobre los
cautivos y cogió a la niñita de seis años con la gatita! Unas manos le
retuvieron por ambos lados cuando hizo ademán de adelantarse para defender a la
niña. Eran George y la muchacha de ojos azules.
—Espera...,
quizá no le hagan daño. La están exhibiendo ante su jefe.
Brett se
tranquilizó al ver que no le hacían daño a la niña. La dejaron de pie sobre el
estrado, ante el inmenso monstruo sentado. Le devolvió tranquilamente la
mirada, pero lanzó un grito cuando el mismo tentáculo le quitó la gatita de los
brazos. No obstante, fue sólo para presentársela al jefe, pues luego la
devolvió a su propietaria. La niña fue colocada de nuevo en el suelo y a
continuación les tocó al policía McCarthy y a su caballo el turno de ser
trasladados a la plataforma.
McCarthy estaba
tratando de serenar al animal con una mano sobre su hocico, pues la bestia
estaba espantada y temblaba. Lanzó un agudo relincho cuando el largo brazo lo
tocó, McCarthy fue izado sobre la silla de montar, sin reparar en que lo
colocaron del revés; sólo agarrándose desesperadamente a la silla logró
mantenerse allí mientras él y el caballo viajaban a través del aire.
Mientras el
caballo coceaba, el guardia se sentó correctamente en la silla, exhibiendo así
un considerable dominio de la equitación. Pero apenas había tranquilizado al
caballo, el mismo tentáculo que lo había sentado en la silla lo sacó de allí.
No había terminado de ponerse en pie, cuando lo colocaron de nuevo en la silla
de montar. Esta maniobra se repitió varias veces para entretener al capitoste,
que reía con su voz aguda y chillona ante tal fenómeno. Al parecer, el decápodo
no lograba comprender por qué se separaban el caballo y el hombre. También se
alzó murmullo entre las filas de la asamblea.
Cuando la
pareja regresó a su lugar, le tocó el turno a la Militante. Ésta se puso roja
como una remolacha, y cuando estuvo ante el jefe le manifestó sin rodeos lo que
opinaba de aquellos modales y le explicó que ella era Hija de la Revolución
Americana y por consiguiente exigía ser devuelta inmediatamente a su hogar de
Virginia.
Para el caso
que los monstruos le prestaron, fue como hablar con la pared. Uno de los negros
fue colocado a su lado y, por la actitud del orador, los humanos comprendieron
que el decápodo le hacía observar a su rey la diferencia de color entre ambos.
Así fueron
izados a la plataforma todos los cautivos, para ser contemplados y luego
devueltos a su lugar. Brett pensó con asco, en el contacto del tentáculo, pero
cuando le llegó el turno descubrió que venía a ser como cuero viejo y muy
gastado, y que su temperatura era ligeramente inferior a la humana.
La inspección
concluyó y el jefe se dirigió a la asamblea y a los seis intrépidos
exploradores. Luego pareció dar una orden. Seis tentáculos se movieron entre
los cautivos y seis de éstos fueron tomados al azar. Luego los diez individuos
del séquito eligieron a quien prefirieron, levantándolos del suelo. Otros dos
decápodos fueron llamados del círculo interior que rodeaba el estrado para
hacerse cargo de los dos cautivos que quedaban, y la asamblea tocó a su fin.
El rey
descendió de la plataforma y salió de la cámara seguido de un secuaz que
llevaba en vilo a McCarthy y su caballo; luego le siguieron los demás con sus
cargas.
Al salir Brett
descubrió que se hallaban en una gran plaza cubierta de arena roja, en cuyo
centro había un lago artificial alimentado por un canal procedente de un «soto»
de torres que rodeaba la plaza por todos lados. En lo alto se veía un sol
rojizo flotando en un cielo color cobre.
Casi todas las
torres eran uniformes en tamaño y altura; algunas tenían quince metros de
diámetro, se alzaban cerca de ciento veinte metros en el aire y eran del mismo
metal dorado que los decápodos parecían usar para todo. En la plaza, frente al
gran edificio donde se hallaba el edificio de la asamblea había una segunda
torre tan grande como éste, rompiendo la monotonía de la ciudad de los
decápodos.
De súbito,
Brett comprendió que los cautivos de la Tierra no iban a permanecer juntos,
pues sus raptores tomaban distintas direcciones: algunos cruzaban la plaza,
otros iban hacia el sur y otros hacia el norte. Asombrado, vio que el capitoste
trepaba a la torre de donde acababan de salir... por fuera.
Una observación
más detenida mostró que el monstruo trepaba por unas gruesas barras empotradas
en la pared a intervalos de tres metros. Le seguía el individuo que
transportaba a McCarthy y su caballo, sujetando a ambos con un tentáculo
enroscado mientras empleaba los otros cuatro para subir por la original
escalera.
En la pared del
edificio vio aberturas redondas a intervalos de unos quince metros. En uno de
estos huecos fueron entrados los cautivos. Su propia montura ya se alejaba de
la torre en compañía de los dos que transportaban a la Matrona Militante y al
negro alto de ropas azules que, según averiguaría más tarde, se llamaba Jeff.
Buscó a George
con la mirada y descubrió que estaban cruzando la plaza. La muchacha de ojos
azules ya había desaparecido, como la mayoría dé los demás.
El captor de Brett
se detuvo al pie de una torre no muy alejada del palacio donde habían
desaparecido McCarthy y el rey, y comprendió que estaban a punto de trepar. El
decápodo le tomó con más firmeza de la cintura y, aferrándose al peldaño más
cercano, comenzó a subir, Brett tembló más de una vez al verse así colgado
entre los cielos y la tierra, pero el monstruo le sujetaba bien y poco después
entraban en la cámara más alta de la torre.
Esta
correspondía a la forma del edificio: era circular, de unos quince metros de diámetro.
Sus paredes eran transparentes lo mismo que los costados de la nave espacial.
Excepto algunas tiras colgantes y un grueso colchón rojo en medio del piso, la
sala estaba vacía. Le intrigaron aquellas tiras colgantes, pero pronto iba a
saber su utilidad.
La bestia le
dejó en el suelo liso y cruzó el recinto hasta una tira que colgaba a tres
metros de altura, por la cual trepó. Para los decápodos, era como una silla.
Cómodamente instalada, la extraña criatura le observó... como una araña observa
a una mosca, pensó el hombre.
Se puso en pie
despacio, sin apartar los ojos de la bestia. Una mirada de soslayo le indicó
que él estaba más cerca de la puerta por donde habían entrado. ¿Podría llegar
hasta ella antes que el monstruo? Dejó caer los hombros, abatido. No podría
bajar por aquella escalera inhumana. Estaba realmente en una prisión situada a
cien metros por encima del suelo. Resignado, esperó el siguiente movimiento de
la bestia.
¡El monstruo
extendía un largo tentáculo para cogerlo... y lo lanzó al otro lado del
recinto!
Aturdido, se
puso lentamente en pie preguntándose qué significaría aquel juego burlón,
cuando descubrió que era arrastrado por el suelo hacia donde estaba la bestia,
¡No había terminado de ponerlo de pie, cuando lo lanzó de nuevo contra la pared
más lejana! Agitó los puños ante el monstruo, encolerizado, preguntándose si
pensaba romperle los huesos antes de comérselo, y furioso al encontrarse tan
indefenso.
De nuevo lo
atrajo hacia si arrastrándolo por toda la habitación, para luego volver a
arrojarlo lejos. Pero el cuarto lanzamiento le dejó caído, lastimado y débil, a
punto de desmayarse. Entonces comprendió a medias, dándose cuenta de que cada
vez que el monstruo lo arrastraba, emitía un agudo silbido. Eso era lo que
hacía también esta vez.
Se puso en pie
para verificar su suposición. Esta vez el tentáculo no salió para traerlo
mientras cojeaba hacia su amo... respondiendo a su silbido.
Comprendió. Le
estaba enseñando el «¡ven aquí!», por el mismo procedimiento que él empleaba
para enseñar a sus perros, aunque más brutalmente.
Se detuvo
debajo de donde colgaba la bestia. Una minúscula mano bajó para palmearle la
mejilla y luego, como para asegurarse de que había aprendido realmente la
lección, volvió a lanzarlo... aunque con más suavidad. El hombre obedeció al
silbido con más prontitud. Había aprendido.
La bestia bajó
al suelo y luego se acercó al colchón, donde se sentó, tomando a Brett. Éste se
halló tumbado en el suelo con el obsequio de suaves palmaditas y de un cacareo
como el que emplea una gallina para indicar a sus polluelos que se coloquen
bajo el ala.
Inmóvil,
aguardó la próxima reacción del monstruo y volvió a oír el silbido agudo. Se
levantó y, al acercarse a ella, recibió otra palmadita en la mejilla. Había
aprendido el «échalo».
Esto fue
repetido varias veces y luego, cuando se hubo convencido de que había aprendido
las dos primeras lecciones, el decápodo pareció cansarse de él y lo dejó en
paz. Pero Brett no quería que lo dejaran en paz. Decidió que había llegado el
momento de hacerse comprender al monstruo que él también era una criatura
pensante.
Registró sus
bolsillos, contrariado al descubrir que no llevaba ningún lápiz. En realidad,
sólo tenía un pañuelo, algunas monedas y billetes y un mechero descargado,
recordó que aquel día memorable en que los decápodos invadieron Washington
había despertado tarde y salió sin meterse en los bolsillos sus accesorios de
costumbre. Ni siquiera tenía cigarrillos.
Pero no
importaba. Lo intentaría por otro medio. Notó que el decápodo no le miraba,
sino que contemplaba el sol rojo, que en aquel momento empezaba a ponerse
detrás de las torres. Se acercó y tocó un tentáculo que estaba a su alcance
para llamar la atención de la bestia.
Ésta volvió la
cabeza lentamente para mirarle e incluso la inclinó mientras Brett hablaba,
moviendo lentamente los labios para formar palabras que, como le constaba, no
serían comprendidas. Recibió otra palmadita, pero después de esto la bestia
mostró poco interés por su exhibición. Brett señaló el sol poniente y,
agachándose hacia el suelo, trazó con el dedo un sol imaginario. Podía haberse
ahorrado aquel esfuerzo. Al levantar de nuevo la mirada, descubrió que el
monstruo se levantaba para dirigirse al umbral abierto.
Miró con
desesperación mientras el monstruo se asomaba hacia fuera y comprendió que a
los ojos del mismo él era un animal inferior y no había nada que hacer.
Poseedores de una inteligencia, por completo diferente de la humana, los
decápodos no concebían que un terráqueo pudiera ser una entidad pensante, sin
duda el Hombre sólo era para ellos una nueva especie animal; la industria y los
edificios humanos no atrajeron su atención más de lo que la vida comunitaria de
las hormigas suele impresionar al hombre corriente... salvo un ligero asombro
por la analogía de esa forma de vida con la suya.
Para ellos, el
Hombre venía a ser como los animales que éste domestica. Probablemente la
ciudad de Washington les pareció una formación de la Naturaleza, pues los
edificios de la misma eran muy diferentes de sus torres.
Al ocurrírsele
esto, Brett comprendió su situación y la de sus compañeros cautivos. Eran
animales domésticos y nada más. Y no serían tenidos en más que los animales
nativos de aquel planeta, a los cuales, como más tarde averiguaría, las bestias
domaban por pasatiempo.
Era difícil de
aceptar y pensó con dolor en la situación de sus compañeros, preguntándose cómo
asimilarían tal descubrimiento. ¿Se someterían o intentarían luchar? Pensó en
la muchacha de ojos azules y en George. ¿Comprenderían su nueva posición y
sabrían adaptarse? Luego sonrió al pensar en la Matrona Militante y el pomposo
Senador. Le habría gustado verlos durante el «adiestramiento».
3
Mientras
reflexionaba, el hombre observó que la luz disminuía y empezaba a caer el
crepúsculo, pintando el cielo de magníficos rojos, azules y verdes. Antes de
que la cámara quedase a oscuras del todo, apareció un nuevo personaje.
Desde su puesto
junto al umbral, el primer decápodo se puso a chirriar con fuerza, como
excitado. Brett echó una ojeada a través de la pared transparente de la torre y
descubrió que un segundo monstruo trepaba por ella. El cuarto se llenó en
seguida de estridentes silbidos. Asombrado, vio que el recién llegado daba al
otro una terrible tunda en el cuerpo y los miembros.
Retrocedió
creyendo que se trataba de una pelea, pero la pareja se acomodó en la estera
central, muy amigablemente. Vio que el recién llegado era más voluminoso que el
primero, de tentáculos más macizos, de cuerpo más grueso y de color ébano,
mientras la bestia más pequeña era casi de color chocolate. ¿Sería posible que
fueran macho y hembra y aquello hubiera sido un prosaico regreso a casa?
En los días
siguientes supo que así era. Todas las mañanas, el macho negro abandonaba la
ciudad de las torres en una nave voladora, copia reducida de la que había
trasladado a Brett y a sus compañeros hasta allí, y regresaba por las tardes al
cuarto de la torre.
Después de los
saludos, el decápodo más pequeño, a quien Brett llamaba Señora a falta de mejor
nombre, lo arrastró para exhibirlo ante su amo. Por sus agudos silbidos, Brett
adivinó que le narraba los sucesos del día y que el rey le había regalado aquel
animal doméstico. El Señor no parecía muy contento con tal adición a su círculo
familiar, y Brett supuso que Señora discutía con él su nueva adquisición. Poco
después, ambos se echaron sobre la estera, dejando a Brett en el frío suelo.
El sueño no iba
a venir pronto. En primer lugar, se sentía incómodamente helado y, con la
puesta del sol, el cuarto se había enfriado mucho. Además, tenía hambre y no
recordaba cuándo había comido por última vez; pero aquellas consideraciones no
eran tan graves como la situación en la que se hallaba.
Comprendió que
ya no estaba en la Tierra; esto era evidente al entender que en ningún punto de
su planeta madre habrían logrado subsistir ni desarrollar tanto su ciencia
aquellos monstruos. Podía descartar el satélite de la Tierra, la Luna, por
carecer de atmósfera. Además, habría aparecido en el cielo la Tierra, Venus
también quedaba descartado, pues allí los rayos solares serían más cálidos que
en la Tierra. Quedaba Marte o alguna de las lunas de Júpiter... suponiendo que
estuvieran dentro de los confines del sistema solar.
Al considerar
la distancia entre el Sol y la estrella más cercana, aproximadamente treinta y
ocho millones de kilómetros, le pareció que los decápodos no podían trasladarse
tan lejos, a menos que sus máquinas recorrieran el espacio a mayor velocidad
que la luz.
No; todo
apuntaba directamente a Marte, el planeta rojo. El sol rojo y el cielo cobrizo,
la gravedad ligeramente disminuida, la tenue atmósfera, enrarecida como el aire
de alta montaña, parecían indicar que estaba en Marte.
Mientras,
sentado en el suelo, miraba a través del techo transparente de la torre, tuvo
pruebas categóricas de que estaba realmente en Marte. Vio una luna saliendo por
el este, un pequeño globo extraordinariamente brillante, que bañaba de luz todo
el paisaje y eclipsaba con su resplandor algunas estrellas. Pero eso no era
todo. Luego apareció una segunda luna; pero a diferencia de la primera salió por
el oeste, por donde el sol acababa de ponerse; ¡y la primera luna había
salido al otro lado!
El segundo
satélite era aún más brillante que el primero, pero no acababan ahí sus
singularidades. ¡No se comportaba como una luna que respetara a sí misma, sino
que cruzaba el cielo a toda prisa, ocultando una estrella tras otra mientras
corría rápidamente hacia su cénit, adonde según el reloj de pulsera de Brett
llegaría antes de dos horas!
Aunque no era
astrónomo, recordaba de sus estudios universitarios lo suficiente para
comprender que los dos satélites eran ni más ni menos que las lunas gemelas de
Marte: Phobos y Deimos, cuyo albedo se debía a su proximidad, puesto que Deimos
sólo se hallaba a 18.000 kilómetros y Phobos a 3.255 kilómetros de la
superficie marciana. Comprendió que la extraña carrera de Phobos se debía a que
su período era de sólo unas 7 horas, mientras que el período de revolución de
Deimos era de 30 horas; en consecuencia, Phobos completaba tres revoluciones
por cada rotación de Marte, su movimiento aparente y el real eran el mismo, de
modo que salía por el oeste y cruzaba el cielo hacia el este para ponerse,
tardando sólo once horas en pasar de un meridiano a otro.
Nuestro hombre
se alegró momentáneamente de su descubrimiento, pero el entusiasmo duró poco.
Marte... situado a 73.500.000 kilómetros de la Tierra... setenta y tres
millones quinientos mil kilómetros de Espacio vacío...
Se tumbó en una
punta de la estera, temblando de frío con sus ropas de verano, y esperó la
mañana a través de la prolongada vigilia de una noche que parecía interminable.
Hacia la mañana
debió dormitar, pero al salir el sol oyó que los monstruos se removían en su
jergón. Allí no había abluciones matinales ni instalaciones sanitarias, aunque
luego descubrió que los decápodos se lavaban fuera de casa. La hembra lo
levantó del suelo, salió y empezó a bajar con él por la escalera de la torre,
seguida por el macho. Era un éxodo general de todas las bestias, que salían de
sus domicilios al mismo tiempo.
Los ojos
inquisitivos de Brett divisaron a algunos de sus compañeros cautivos; el negro
Jeff moraba en una torre frente a la suya, y cuando llegaron al suelo vio a la
Matrona Militante que les precedía sobre el brazo de su achocolatada dueña.
Notó que otras bestias poseían otros animales domésticos además de los humanos.
Una acarreaba un bicho de piel azul, pisciforme, con cabeza chata de lenguado y
largas aletas. Otra transportaba un animal de ojos expresivos y cuerpo largo,
semejante a un calamar.
Entonces pensó
que la vida en aquel planeta debió salir del mar.
El lugar donde
vivían probablemente era el lecho de un mar seco hacía mucho. Descubrió que se
encaminaban al lago central de la gran plaza. A medida que llegaban, los
decápodos se zambullían, nadando y chapoteando veleidosamente. Al llegar a la
orilla el «ama» de Brett se zambulló, arrastrándole con ella, sin tener en
cuenta que iba vestido y que el agua estaba helada. Sus ropas se empaparon en
seguida, y se hundió. Su dueña creyó que no sabía nadar y lo sostuvo con un
tentáculo para que no se hundiera. Poco después, Brett estaba morado y
temblaba.
Mientras salían
del agua, la pareja de decápodos contempló su estado. Creyendo ayudarle, el
decápodo lo echó sobre la arena. Brett se quitó rápidamente la ropa y la
retorció para escurrir el agua. Al parecer, su acción desconcertó a los
monstruos: les pareció que se arrancaba la piel, a medida que él dejaba las
prendas ellos las recogían para estudiarlas, entre animados silbidos.
Se volvió hacia
el sol, pero sus pálidos rayos le indicaron que su ropa tardaría horas en
secarse. Melancólicamente, se puso la camisa y luego los pantalones, húmedos y
pegajosos, haciendo un lío con la ropa interior mientras metía los calcetines
en los zapatos, para impedir que la piel encogiera, y se los colgaba del cuello
por los cordones.
Señor habló
impacientemente con Señora y Brett fue levantado una vez más. Descubrió que se
dirigían al gran edificio de la plaza que estaba enfrente del Palacio Real.
Entraron en el primer nivel, ya lleno de decápodos que desayunaban de pie ante
un largo mostrador de seis metros de altura que rodeaba el recinto, tras el
cual un grupo de aquellos seres servía comida en grandes cuencos.
Colocado sobre el
mostrador entre su ama y su amo, Brett contempló la comida, una papilla espesa
que exhalaba un leve olor a pescado. Con grandes palas varias veces más grandes
que una cuchara humana, la pareja de decápodos se dispuso a devorar los cinco
kilos de alimento que contenía cada uno de sus platos, sin ofrecer nada al
hombre. Los miró hambriento mientras comían. Aunque la pitanza no tenía un
aspecto muy apetitoso, seguramente era mejor que nada. Su estómago reclamaba
alimento.
Luego, cuando
ya desesperaba y había llegado a la conclusión de que no sería alimentado, vio
que Señora soltaba su pala. Tomando a Brett lo empujó hacia el plato, donde
quedaba una buena cantidad de alimento. Comprendió. ¡Le tocaba comer las
sobras!
Su amor propio
humano quiso sublevarse, pero el hambre venció a la repugnancia. Cogió la pala
y logró llevársela hasta la boca. Reconoció el alimento que le habían dado a
bordo de la nave, y que calmó tanto su hambre como su sed.
Vio en el
mostrador a otros de su especie aprovechando la comida, mientras un grupo de
animales nativos de aquel mundo desconocido tomaban también su desayuno. Allí
estaba la Matrona Militante. La rodeaba un gran charco de agua que goteaba de
sus ropas; el sombrero caía fláccido sobre su rostro, pero de algún modo conservaba
parte de su dignidad mientras comía del cuenco con una cuchara de tamaño
normal. Brett pensó que era exactamente la clase de persona capaz de llevar
consigo semejante utensilio.
Después del
desayuno, el programa consistía en despedir a Señor. En un gran espacio al aire
libre adyacente a la plaza había un campo de aterrizaje, donde esperaban muchas
naves como la que los había trasladado desde la Tierra, aunque más pequeñas,
con capacidad para contener cómodamente a dos decápodos. La Señora estuvo allí con
Brett hasta que despegó la nave de su esposo. No tenía hélices ni alas, sino
que se elevó verticalmente sin medios visibles de propulsión. Brett habría dado
lo poco que poseía por averiguar cual era el principio motor.
Todas las naves
se alejaron de la ciudad en la misma dirección. Luego Señora regresó a la
orilla del lago, donde docenas de decápodas se reunieron con ella, Brett se
alegró de ver a algunos de sus compañeros.
Después de
exhibirlo ante un grupo de sus «amigas», la criatura colocó a Brett en la arena
y lo vigiló para que no escapara. Pero de momento sólo le interesaba reunirse
con sus compañeros cautivos, para que le contaran cómo les había ido. Tuvo una
gran alegría cuando George se acercó corriendo.
4
Todos habían
vivido la misma experiencia.
—Nos tratan
como si fuéramos perros —declaró George disgustado—, como si no tuviéramos la
más mínima inteligencia. ¡Y ese baño! ¡Uf! Todavía estoy medio congelado.
Cerca de allí, la
Matrona Militante hablaba con el hombrecito pomposo a quien Brett apodaba el
Senador. La mujer se mostraba indignada por el trato que le infligían sus
raptores. Con voz meticulosa, decía lo que pensaba de aquellos seres incapaces
de comprender sus auténticos valores, y se quejaba de la indigestión producida
por su comida artificial así como de su estado deplorable después de la
mojadura forzada. El Senador carraspeó varias veces, tratando de meter baza.
Agazapados en
la arena a poca distancia, se hallaban los tres negros: Jeff, la mujer Mattie y
el tercero, mulato, cuyo elegante traje de moda ahora estaba arrugado por el
agua. La mujer lamentaba el «castigo del Señor». Junto al lago, observando
tímidamente a los demás, se hallaba la solterona, a cuyo brazo se aferraba la
estudiante de tacones absurdamente altos. Había intentado mostrarse presentable
a pesar del estado de sus ropas. En las mejillas y labios llevaba carmín recién
aplicado que sólo contribuía a resaltar la palidez de su rostro.
Tres hombres, un
anciano corpulento que tal vez era un hombre de negocios, el indescriptible
tendero y el sujeto de los ojos inquisitivos, discutían en corro y en voz baja
la situación, mirando de vez en cuando a las decápodas que estaban de pie o
sentadas junto al lago y vigilaban a las personas a su cargo.
No lejos de
allí, sentada en la arena, estaba una joven ama de casa de rostro sonrosado en
la que Brett había reparado el día anterior. Se cubría el rostro con las manos
mientras los sollozos sacudían su cuerpo.
Brett nunca
había visto un grupo de personas tan desalentadas. Pero lo olvidó cuando vio a
la joven a quien andaba buscando. Llevaba de la mano a la niña de seis años,
que abrazaba contra su pecho a la gatita mojada. Al notar su mirada, la
muchacha se acercó a Brett.
—Jill está
preocupada por su gata —explicó—; la pobrecita parece enferma.
La niña levantó
la gata para que él la viera, y Brett tuvo que confesar que no podía hacer
nada. La niña se dejó caer sentada en el suelo abrazando el animal, sin hacer
caso de nada más.
Los ojos de la
muchacha volvieron a encontrar la mirada de Brett. Sonrió con simpatía.
—Le ruego que
disculpe mi aspecto, pero salí con prisa y no pude mandar a por mi equipaje. A
propósito, me llamo Dell Wayne... —agregó.
Al principio le
asombró que se tomase tan a la ligera su situación. Luego sonrió; le gustaba
que una muchacha supiera reír. Comprendió que quizás allí necesitarían risas.
En efecto, estaba desaseada, con una larga rotura en la falda de seda empapada
de agua y un estropeado jersey de lana sobre el cual una corbata, cuyo color no
era muy sólido, había dejado una mancha roja. Además, no tenía medias ni
zapatos, Comprendió que él mismo, acarreando los zapatos y la ropa interior y
vestido sólo con los pantalones y la camisa, no debía ser una figura demasiado
atractiva.
—Está
preguntándome cuándo saldrá el próximo correo para reclamar mi guardarropa,
sobre todo mi traje de baño —bromeó Brett y agregó—: A propósito, mi dirección
telegráfica es Brett Rand...
Ella no
respondió, porque escuchaba las palabras del «Senador» y la solterona huesuda,
que pasaban por allí. Oyeron que la mujer decía:
—¿No es
horroroso, congresista Howell? Hará usted algo para sacarnos de aquí, ¿no es
cierto? Sé que lo hará. Le decía a Cleone, una de mis alumnas, que estando el
congresista Howell aquí todo acabará bien.
Él respondió:
—¡Ah, señorita
Snowden! Por supuesto, por supuesto... ¡ejem!... haré lo que pueda. Me
ocuparé... ¡ejem!... de que éstos... ¡ejem!... monstruos sepan quién soy yo.
Los Estados Unidos no permitirán que continúe... ¡ejem!... este trato
despótico. Bien, señorita... ¡ejem!... Snowden, no se preocupe. Me ocuparé de
que todos nosotros... ¡ejem!... regresemos a casa antes de... ejem!... de que
acabe el día, Estoy... ¡ejem!... dispuesto a conferenciar con cualquier...
¡ejem!... autoridad —y se alejó.
Dell Wayne suspiró.
—¡Pobre!
Supongo que va a sufrir una terrible decepción.
Brett la
observaba con disimulo.
—Parece tomarse
este asunto con gran serenidad, señorita Wayne.
La muchacha
irguió la cabeza.
—¿Qué otra cosa
podemos hacer? ¡Ah!, comprendo que estamos en una situación terrible, lejos de
casa, esclavos de estos seres que no comprenden nuestra capacidad. No podremos
soportar la vida que nos obligan a llevar, el frío, las zambullidas en el lago,
la comida... Pero el refrán que dice «mientras hay vida hay esperanza» es
acertado. Quizá logremos encontrar el modo de salir de este lío. ¿Tiene alguna
idea...?
—Hay una
posibilidad: conseguir una nave para regresar a casa, aunque debo admitir que,
si la tuviera, no sabría qué hacer con ella.
Le relató su
experiencia con las máquinas de los decápodos antes de la captura.
Siguieron
hablando largo rato, haciendo proyectos imposibles, hasta que se acercó George
con el niño de ocho años. Les seguía un muchacho flaco que se hacía el remolón,
observando al grupo mientras esperaba con ansiedad que repararan en él y le
aceptaran.
—¿No se podría
hacer algo por este chico? —preguntó George—. Tiene fiebre...
Dell se hizo
cargo del niño y sacó un pañuelo.
—Está ardiendo.
Por favor, humedezca este pañuelo.
El adolescente,
que se llamaba Forrest Adam, corrió a cumplir con lo pedido. Pero aparte de
refrescar el rostro ardiente del niño, no pudieron hacer nada por él. La
criatura lloraba y llamaba a su madre.
La mujer que
antes estaba sentada en la arena sollozando se acercó.
—Permítame
—intervino—. Tiene la edad de mi pequeño Jacky, que quedó en casa. Nos
consolaremos mutuamente.
Pero mientras
tomaba al niño de manos de Dell, la bestia propietaria de aquél se acercó para
arrancarlo de sus brazos y llevárselo.
Las otras
decápodas se llevaron a las personas a su cargo, y Brett apenas tuvo tiempo
para despedirse de Dell y George antes de ser levantado y llevado «a casa».
5
Una vez en el
cuarto de la torre, la Señora revisó las ropas empapadas de Brett y, sin
molestarse en pedirle permiso, lo desnudó por completo. El hombre intentó
rechazarla, pero la monstruo no hizo caso de su forcejeo. Cuando sus manecitas
de dos pulgares lucharon con los botones, él la ayudó, prefiriendo esto a que
los arrancara.
Cuando las
prendas estuvieron secas le vistió de nuevo. Algunas trataba de ponérselas del
revés, pero él la corrigió. Apenas había acabado de vestirlo, lo desnudó otra
vez, como un niño con un juguete nuevo.
Resignado, el
hombre dejó que le vistiera y desvistiera hasta que la decápoda sé cansó del
juego; cuando se echó sobre el jergón para dormir la siesta, Brett pensó que
haría lo mismo. Pero no podía dormir. Su mente estaba demasiado llena de
preocupaciones. Lo mismo que Dell, comprendía que era preciso hacer algo en
seguida; de lo contrarío, todos los prisioneros de los decápodos morirían. Era
culpa suya que George estuviera allí pero, aunque intentó disculparse por haber
metido a su cantarada en aquel lío, George le hizo callar en seguida. Aunque
sólo fuera por George, tenía que hacer algo... y también estaban los demás. Su
mente ya empezaba a forjar un plan, pero aún no lo tenía bastante claro.
Transcurrieron
varios días, y siempre bajo la misma rutina del primero: desde la mojadura
obligada en el lago, la comida, y la despedida del amo junto a su máquina
voladora, pasando por la hora de reunión con los compañeros cautivos a orillas
del lago, hasta regresar a las torres para aguardar el regreso nocturno del
Señor.
El segundo día
aparecieron McCarthy y su caballo, así como el fox-terrier de pelo duro, y
Brett conoció al resto de los terráqueos: el hombre inquisitivo resultó ser
periodista; el hombre de negocios se llamaba Thomas Moore; Hal Kent no era
tendero sino empleado gubernamental; Cleone era la universitaria que se había
hecho inseparable de la delgada señorita Snowden.
Lo único que
preocupaba de McCarthy era su caballo. Evidentemente estaba agonizando, pues no
podía digerir la comida de los decápodos. El adolescente era, tal vez, la única
persona feliz de todo el grupo. Le confesó a Brett que, pese a ser lector
asiduo de todos los relatos pseudocientíficos que caían en sus manos, jamás
había soñado con participar realmente en una aventura semejante. ¡Estaba seguro
de que vendrían a rescatarlos!
Jerry Ware, el
periodista, se mostraba casi alegre y sólo pensaba en el gran reportaje que iba
a escribir cuando regresaran «a casa».
Brett
comprendía cada vez con más claridad que el regreso debía producirse. Las
condiciones en que vivían se reflejaban en la mayoría de ellos. El niño Tad
estaba muy enfermo; Jill tenía fiebre y todos se quejaban de indigestión, dolor
de cabeza, náuseas y resfriados.
Ninguno de
ellos estaba ni medianamente cómodo, mal vestidos como se hallaban y con las
ropas mojadas todos los días, mientras de noche estaban expuestos a
temperaturas próximas al punto de congelación. El que la gatita y el caballo,
junto con los niños más pequeños, fueran los primeros en enfermar indicaba que
la comida era demasiado pesada para su constitución; pronto enfermarían también
los adultos.
En vista de
ello, el tercer día Brett expuso a quienes quisieron escucharle la necesidad de
hacer ejercicios vigorosos, para contrarrestar el efecto nocivo de la
alimentación. Los miembros más jóvenes del grupo estuvieron de acuerdo, pero
los demás, dirigidos por la Matrona Militante, que en realidad era la señora de
Joshua White-Smythe, tenían otros planes. Ella los explicó así:
—Seguiremos el
canal hasta salir de aquí... y, si es necesario, volveremos andando a casa. El
canal debe conducir a un río, y los ríos siempre conducen al mar.
Brett la
escuchó y formuló sus objeciones:
—Por Dios, ¿no
comprenden que no estamos sobre la Tierra? ¿Que no es posible «regresar
caminando a casa»?
Hubo un momento
de tensión y luego la señora White-Smythe le lanzó una mirada desdeñosa.
—Ahora querrá
hacernos creer que estamos en la Luna. ¡Vaya necedad! ¡Como si alguien pudiera
vivir en la Luna... o en las estrellas!
—Sospecho que
nos hallamos en un lugar mucho más lejano que la Luna, Señora. La Tierra está
lo bastante lejos para asemejarse a una estrella desde aquí.
Brett estaba
seguro de haber distinguido la Tierra entre los cuerpos celestes, la noche
anterior.
El congresista
Howell se burló de sus palabras.
—¡Claro que
estamos en la Tierra! Yo sé que estamos en la Tierra. ¡Nos hallamos en el
desierto de Gobi.
—Por supuesto.
¿No es el lugar donde los sabios hallaron unos huesos grandes y los llamaron
huesos de dinosaurios? —espetó la señorita Snowden.
—Pues esos
bichos no tienen huesos... ¡hum!... al menos, al tacto no parece que los tengan
—intervino Cleone.
—Ahora va a
decirnos que estamos en Marte... —le reprendió Howell.
—¡Estamos en
Marte!
—¡Marte! —cayó
como una granada.
Dell, que
llevaba a Jill en brazos, se acercó a Brett.
—¿Está seguro?
—¡Caramba! ¡Lo
sabía! —exclamó el joven Forrest—. Esas lunas son Phobos y Deimos, ¿no es así,
señor Rand?
Evidentemente,
había asimilado bien sus lecturas.
Brett explicó
los motivos de su afirmación, aduciendo la gravedad disminuida, el color rojo
mate de la atmósfera, la escasa intensidad de los rayos solares, la presencia
de las lunas gemelas incluso en el cielo diurno.
George asintió.
—Parece lógico,
Brett. Yo mismo he considerado estas posibilidades, pero oye... los científicos
afirman que en Marte no hay oxígeno suficiente para la vida humana. Este aire
está enrarecido, pero se puede respirar...
Brett convino
en ello.
—También lo he
pensado, y creo que esta ciudad se halla en una hondonada de la superficie. Desde
mi torre diviso en el horizonte una línea de acantilados, que podría ser, o una
cadena montañosa o el límite de esa hondonada. De ser cierto esto último,
estamos en algún antiguo lecho marino. Esto explicaría por qué los astrónomos
no detectaron oxígeno en la atmósfera. ¡Porque se halla debajo de la
superficie!
—¡Caray! Parece
lógico.
—Usted sabe que
los astrónomos han observado algunas «áreas pantanosas» que muestran cambios
estacionales —intervino Forrest—. Por lo general, las localizan al extremo de un
canal. Supongo que estamos en una de esas áreas, ¿no?
—Es probable.
—Sí, Brett,
pero ¿dónde están esos cambios estacionales? Los observadores han visto zonas
verdes después del derretimiento de las cumbres nevadas.
—Supongo que
estamos en la estación seca. Esta mañana he tropezado con unas raíces secas. No
me sorprendería enterarme de que, en determinadas estaciones, crece aquí algún
tipo de vegetación...
—¡Alabado sea
el Señor! Ojalá ocurra pronto; Prince y yo necesitamos verduras —dijo McCarthy.
De súbito
oyeron un sollozo. Era la señora Burlón, la joven ama de casa que mecía a Tad
entre sus brazos.
—Si lo que
dicen es verdad —balbució entre sollozos—, entonces... nunca volveré a ver a mi
John ni a mi pequeño Jacky...
Cleone exclamó
con voz lacrimosa:
—¡Ay! No
volveré a desobedecer a mamá. Ella dijo que no me acercara a esa nave
horrorosa. ¡Ay! ¡Me gustaría estar muerta!
—¡El Señor nos
ha castigado!
Nadie observó
que Howell y la señora White-Smythe, seguidos por la señorita Snowden, Moore,
Kent y el mulato Harris, se estaban alejando, Ni siquiera sus amas les echaron
en falta mientras avanzaban lentamente por la orilla del lago hacia el lugar
donde desembocaba en éste el canal.
—Tú nos
salvarás, ¿no es cierto, Brett? —preguntó Dell—. ¿Conseguirás una nave y nos
llevarás a casa antes de que sea demasiado tarde...?
Contempló a
Jill, cobijada entre sus brazos y vio que corría una lágrima por su mejilla.
Brett notó un ligero acento histérico en su voz.
Apartó a George
para explicarle su plan.
—No he estado ocioso.
He jugado con ese gran bruto mío; salto sobre él cuando regresa a casa por la
noche, doy volteretas..., hago cuanto puedo para que repare en mí...
—Es una buena
idea y, sin embargo...
—Ya sé que hay
muchísimas objeciones. Pero es mejor que no tener ningún plan...
—Claro que sí,
Brett, Yo haré lo mismo, y quizás uno de los dos lo consiga.
6
Cuando su dueño
regresó a casa aquella noche, Brett, tal como había dicho, se precipitó hacia
el monstruo para que éste reparara en él. Había descubierto que la tesitura de
su voz se hallaba por debajo del umbral auditivo del decápodo; esto explicaba
en parte el que los terráqueos no fuesen reconocidos por las bestias como seres
inteligentes. Por mucho que gritase, ellas no le oían, como tampoco oían sus
movimientos durante la noche, Al mismo tiempo las voces de los monstruos
alcanzaban la banda de los ultrasonidos, pues su tono más bajo equivalía a un
«re» o un «mi» sobreagudos. A veces veía moverse sus bocas sin oír sus voces;
la del macho era más aguda que la de la hembra.
El único medio
para llamar la atención era hacer piruetas o dar un gran salto, aprovechando la
menor gravedad, para aterrizar entre los tentáculos de su amo. La bestia
parecía complacida con estas atenciones. El cuarto día se dignó dar a Brett una
paletada de comida de su plato.
Aquella misma
noche, Brett recibió un nuevo adorno. Se trataba de un grueso cinto de metal,
donde se sujetaba un cable metálico de doce metros. Había visto a uno de los
animales pisciformes llevando un cinto y una correa semejantes. Le desagradó el
dudoso obsequio, sin saber que más adelante iba a constituir su salvación.
A medianoche se
sintió espantosamente enfermo. Tenía calambres y un intenso dolor de cabeza.
Como la mayoría de sus compañeros, sufría una fuerte gripe, empeorada por el
baño de la mañana siguiente.
Y para empeorar
las cosas, al salir del comedor la Señora utilizó la correa, atándole el cinto
antes de dejarle en el suelo. Tuvo que correr a toda velocidad para seguir el
paso de ella. Al llegar al «aeropuerto» inspeccionó la hebilla, pero era tan
complicada que no pudo abrirla. Esto le contrarió pues había pensado seguir al
amo y hacerle comprender que quería pasar el día con él. Pero la correa se lo
impidió.
Por eso fue el
más desalentado de los que se reunieron aquel día junto a la orilla del lago.
Contempló a sus compañeros, sucios y enfermos, dándose cuenta de que iban por
mal camino. Luego se sorprendió y casi se echó a reír. ¡La Matrona Militante
exhibía un ojo amoratado!
Al fijarse
mejor, observó que durante las pasadas veinticuatro horas debía haber recibido
una soberana paliza. Su rostro mostraba otras heridas además del ojo amoratado,
y tenía las ropas casi destrozadas. Además, cojeaba...
Pero no era la
única que parecía haber soportado malos tratos. Aunque no tenía el ojo
amoratado el congresista tenía tan mal aspecto como ella; había perdido todo su
empaque y tenía el rostro magullado. La pernera de su pantalón estaba rasgada
desde la rodilla hasta los bajos.
Brett miró a su
alrededor y descubrió a otros en el mismo estado lamentable. La señorita
Snowden, Moore, Kent y Harris también estaban harapientos y lastimados. Y todos
parecían bastante avergonzados.
Le contaron lo
sucedido el día anterior, cuando los seis se alejaron de sus compañeros, decididos
a buscar el camino de regreso a la civilización. Por lo visto habían avanzado
bastante a lo largo del canal. Llegados a una sección más ancha del mismo,
después de dejar atrás las torres, se vieron cercados por unos decápodos
desconocidos.
Al principio,
los curiosos monstruos se contentaron con palparlos y pellizcarlos. Luego uno
de ellos levantó a Kent, y se lo pasaron de uno a otro, Lo mismo les ocurrió a
los demás humanos, pese a su resistencia. Después hubo una pelea entre los
monstruos, cada vez más numerosos, pues los alejados protestaban por lo que
tardaban sus compañeros en dejarles ver aquellas curiosidades. Se disputaron a
los terráqueos y fue un milagro que ninguno de éstos resultase despedazado. Les
salvó la oportuna intervención de una patrulla de decápodos que esgrimían
barras de metal a modo de cachiporras. Fueron trasladados a una torre maciza y
entregados a quienes, al parecer, eran autoridades que les examinaron de cabo a
rabo. Por último fueron devueltos a sus amas, muy escarmentados por la
experiencia.
Así terminó la
primera tentativa de evasión.
Howell se
mantuvo lejos de los demás durante el resto de la mañana pero, al captar la
mirada de Brett, le hizo seña de que se acercara y dijo:
—Joven, no creo
en... ¡ejem!... en esa historia suya de que estamos en Marte... pero...
¡ejem!... usted me parece un hombre digno de confianza. Oí que hacía planes con
su joven amigo. Escúcheme ahora. Usted... ¡ejem!... si me saca de aquí, le
pagaré muy bien... digamos diez mil dólares. No... quince... veinte, lo que
usted pida. Sálveme. Estoy enfermo... me moriré si no me atiende un médico...
¡Por amor de Dios, lléveme a casa!...
Brett le
escucho con paciencia, aunque a cada palabra aumentaba su repugnancia, y logró
dominar su voz cuando preguntó:
—¿Y los demás,
congresista...?
El hombre
fingió toser un instante y luego dijo:
—¿Los demás?
Que se las arreglen como puedan. Al fin y al cabo, yo soy necesario en
Washington, he de cumplir mi deber. Los dos solos tenemos más posibilidades...
mientras que...
Si aquel hombre
hubiera sido más joven, Brett le habría dado un puñetazo. Como sabía que no
podía responder de sí mismo cuando se desataba, giró sobre sus talones después
de lanzarle una severísima mirada, Fue la primera y la última vez que Howell se
acercó a él, aunque más tarde llamó aparte a George, el joven, sin embargo, lo
despidió sin contemplaciones y luego le narró la conversación a Brett.
—¡El muy
marrano! Menos mal que no hay más de su calaña entre nosotros. Hombres como él
son los que...
Brett desoyó
sus comentarios.
—Olvídalo. Oye:
hemos de hacer algo, ¿comprendes? Estamos todos enfermos, decaídos. Es preciso
hacer ejercicio para contrarrestar los efectos de la alimentación y de las condiciones
que existen aquí. Mira a tu alrededor, a ver si puedes hacer algo.
—Entiendo. El
niño Tad no ha aparecido esta mañana. Sospechamos que está muerto. Y la pequeña
Jill ha empeorado. La muerte de su gatita, que ocurrió anoche, no ha servido de
ayuda que digamos.
La propuesta de
Brett fue recibida con división de opiniones. Howell se negó en redondo a
unirse al grupo; los negros gruñeron y se negaron a realizar ningún esfuerzo.
Estos tres formaron corro alrededor de Mattie, cuya voz aguda e histérica
dominaba la reunión. Cosa curiosa, fue la Matrona Militante quien mejor acogió
la idea, organizó el grupo, animó a los rezagados y dirigió los ejercicios
gimnásticos. Era lo que necesitaba para sentirse a sus anchas. Brett se sonrió
para sus adentros. Seguro que el alcalde y las demás «fuerzas vivas» de su
ciudad natal andaban muy derechos cuando ella estaba por allí.
Al día
siguiente, la suerte acompañó a Brett. Saltó tirando de la correa, para que el
amo comprendiera que deseaba acompañarlo ese día a la oficina. La hebilla se
abrió casualmente liberándolo. En seguida comprendió su oportunidad. Sin
reparar en su dueña, corrió detrás del macho, que estaba a punto de subir a la
nave. Con un salto volador, cayó sobre un tentáculo de la bestia y se sujetó con
firmeza.
7
Señor se
detuvo. Señora se acercó a toda prisa e intentó coger al hombre. Brett se
aferró al macho, negándose a ser arrancado de allí. La pareja discutió con
agudos silbidos. La hembra no parecía dispuesta a ceder su juguete, pero el
cuidadoso plan de Brett parecía a punto de dar resultado. El macho titubeó.
Luego,
disgustado por una palabra de Señora, se lo entregó. Brett chilló con todas sus
fuerzas y clavó sus dedos en el tentáculo correoso, que era su modo de negarse
a ser sacado de allí. La Señora lo miró largo rato; parecía un reproche, pero
no le importó. Luego ella le dijo a Señor algo que por lo visto le hizo gracia,
¡y se alejó sin hacer más caso de Brett!
Latiéndole el
corazón, se dejó llevar por el brazo de su amo. Entraron en la máquina que
esperaba. Tenía dos compartimientos: en el primero estaban los mandos y dos
extraños motores; en el segundo no había nada, excepto una estera y algunas
tiras colgantes. En la parte superior de la sala de mandos había una enorme
placa cubierta de cuadrantes, palancas y pulsadores. Cerca de ella colgaba una
serie de tiras, donde se acomodó el amo.
Sentado en un
tentáculo de la bestia, el hombre observó atentamente cómo manejaba ella los
mandos. Con un tentáculo bajó una palanca octagonal, y con otro, en rápida
sucesión, tres perillas de formas distintas. Cuando tocó la palanca, hubo un
tremendo rugido; la aceleración fue tan intensa que Brett se desmayó.
Pero en seguida
se recuperó, pues cuando volvió en sí aún no se habían llevado mucho sobre el
suelo arenoso. Indiferente al empuje ascensional, la bestia movió una larga
barra roja que, al dejarla en libertad, se puso a oscilar espasmódicamente y
así continuó durante todo el viaje.
Como la nave
era de metal transparente y dorado como todo lo que construían los decápodos,
Brett pudo mirar en todas direcciones. Vio que se elevaban unos trescientos
metros sobre la ciudad de las torres, alejándose de ella en línea recta. La
ciudad era un conjunto de torres dividido por dos canales, con varias plazas y
alguna torre descomunal que descollaba de sus compañeras. Brett descubrió que
se hallaba en una profunda depresión de la superficie del planeta, confirmando
su hipótesis. La rodeaban grandes laderas oscuras.
Seguían uno de
los canales y cuando dejaron atrás la zona urbana vio unas franjas cultivadas,
de brillante color verde artificial. Algunos monstruos jardineros cuidaban de
las plantas, manteniendo un caudal constante del agua en las acequias del
canal.
Abandonaron el
canal en un punto donde describía una gran curva y sobrevolaron los límites del
valle hacia una comarca que no era sino arena, dunas silenciosas, ya quietas,
ya agitadas por remolinos. Poco después vio una segunda ciudad emplazada junto
a otro canal. En ella las torres tenían el doble de perímetro que las que él
conocía, pero eran mucho más bajas: ninguna medía más de veinticinco metros.
También aparecían otras estructuras de forma extraña. Unas eran altas y
delgadas, otras bajas y chatas, o bien poligonales. Había edificios en forma de
cono invertido, apuntalados con vigas entrecruzadas. Un humo verde de peligroso
aspecto salía de aquellos edificios, indicando que los decápodos preferían
instalar sus fábricas lejos de sus ciudades residenciales.
Entre aquellas
estructuras se abrían anchas plazas donde se estacionaban o aterrizaban muchas
máquinas voladoras, llegadas de la ciudad de las torres así como de otras
muchas direcciones. Después de aterrizar, los pilotos entraban en una u otra de
las fábricas.
Comprendiendo
que iban a aterrizar, Brett se aferró con fuerza al robusto tentáculo de Señor,
a fin de observar la maniobra. Un gesto detuvo la barra oscilante, las tres
perillas retomaron a su posición original y la nave bajó ligera como una pluma.
Entraron en un
edificio redondo que hervía de actividad. Los monstruos se movían entre
máquinas extrañas que lo atestaban todo. En una larga estancia había un
mostrador alto, hacia donde se dirigió el amo. Después de escalar su «silla»
colgante, dejó a Brett en un rincón vacío del mostrador, empujándolo para
indicarle que debía quedarse allí.
En una ancha
placa que tenía delante había una serie de barras, perillas de forma extraña y
teclas planas o redondas; el amo se puso a trabajar sin perder tiempo, pulsando
teclas y girando perillas. Unas veces trabajaba con las cinco manos, y otras
sólo con una. Brett ignoraba para qué servía aquello, pero como el decápodo se
volvía, de vez en cuando, hacia las máquinas rugientes, llegó a la conclusión
de que aquel cuadro de mandos guardaba alguna relación con ellas. ¡Si hubiera
podido hacer preguntas!
El monótono
espectáculo adormeció al hombre. Horas después despertó al notar un contacto.
Les rodeaban varios maquinistas y las máquinas estaban paradas. Brett fue
colocado en el suelo y el amo le ordenó a silbidos que «saltara». Esto
significaba dar volteretas sobre las manos, tumbos, grandes saltos en el aire,
saltos mortales y otras destrezas, Brett siempre se había envanecido de su
dominio muscular, y la gravedad de Marte le permitía realizar hazañas que no
habría logrado en su planeta. Luego fue levantado y pasó de tentáculo en
tentáculo, que palparon su piel, su cabello y sus ropas.
Lo dejaron de
nuevo en la tarima, volvieron a ponerse en marcha las máquinas y durante varias
horas Señor trabajó silenciosa y eficientemente. Brett se preguntó en qué
consistiría su actividad, pero no halló nada que le permitiera deducirlo. En la
sala no había otra cosa sino máquinas. Por último, éstas se detuvieron y hubo
un éxodo general. La jornada había concluido.
Él hombre fue
blanco de todas las miradas y tuvo que exhibirse una vez más ante los
compañeros de su amo. Esta vez, cuando subieron a la máquina voladora, estaba
preparado para el despegue y logró no perder el sentido mientras se fijaba en
todo cuanto hacía el piloto, grabando en su memoria las operaciones.
Se sintió
satisfecho de lo que había logrado. Era el primer paso de la huida. Pero
comprendió que no sería tan fácil como esperaba. Aún desconocía si la nave y su
sistema de propulsión iban a servir en el espacio. Además, tenía una sola
escotilla de solidez hermética. Desconocía también cómo podrían manejar
aquellos mandos gigantes él y sus compañeros. Sin duda, se podría llegar a
ellos desde las tiras colgantes pero, ¿serían suficientes los músculos
terráqueos para moverlos?
La mañana
siguiente, los compañeros se apiñaron a su alrededor. Habían deducido que su
ausencia del día anterior guardaba relación con su plan de fuga, Narró todo lo
que había visto, pero sólo confesó a George sus temores.
—No sabemos
nada de la maquinaria, ni siquiera qué clase de combustible utiliza la nave. No
aseguro que tenga autonomía espacial.
—¿No viste nada
semejante a depósitos de combustible?
—No. Sospecho
que funciona con energía acumulada, o tomada de los rayos solares o cósmicos.
—¡Uf! ¡Qué problema!
Mira, salgamos esta noche y echemos un vistazo a las naves, un buen vistazo. Ya
no podemos esperar mucho. Jill murió ayer en brazos de Dell. Ella está bastante
mal. La señora White-Smythe se desmayó y nos costó hacer que se recobrase; hay
otros enfermos...
Mientras
hablaba, George se dobló víctima de un calambre que le arrancó una mueca de
dolor y le obligó a apoyarse en Brett para no caer.
—Sí, veo que
todos estamos bastante mal. ¿Tienes muchos espasmos, George?
—¡Bah! Estoy
bien, más o menos. Sí; hay que salir de aquí...
—Me pregunto
cómo saldremos de las torres. ¿Nos dejaremos caer de peldaño en peldaño? Tú y
yo podríamos hacerlo pero, ¿y los demás... las mujeres...?
—Lo he
resuelto, Brett. Como ves, la mayoría andamos con correa. Haremos esto...
—George explicó su idea.
Se citaron para
una hora después de anochecer, a la salida de Deimos.
8
A Brett le
pareció que sus amos tardaban más que nunca en acostarse. Por último, sus
respiraciones tranquilas le indicaron que todo estaba saliendo bien. Se dirigió
hacia la ventana andando de puntillas, más por costumbre que por necesidad,
puesto que ellos no podían oírle. Dennos se alzaba en el horizonte, pero la
hondonada aún estaba en sombras.
Cogió el largo
cable de su correa y contempló la escalera. Por fortuna, uno de los peldaños se
hallaba a un metro y medio. Era ancho y redondo, sobresana unos sesenta
centímetros de la pared y terminaba en un grueso pomo.
Descolgándose
de la abertura, buscó con los pies el escalón y luego se deslizó
silenciosamente hasta quedar a horcajadas sobre la barra. Sacó el cable que
sujetaba con una mano y lo enrolló de modo que los dos extremos colgaran varios
palmos por debajo del escalón siguiente. Tomó con ambas manos el cable y se
descolgó a lo largo del mismo.
Animado al
comprobar que era empresa fácil, continuó hasta sentir el suelo bajo sus pies.
Se detuvo a escuchar unos instante, por si su descenso había despertado a algún
vecino. Pero los decápodos dormían profundamente y nada turbaba la paz de la
noche. Enrolló el cable y corrió al lugar de la cita.
George llegó al
campo de aterrizaje antes que él, porque su torre se hallaba más cerca,
Contemplaba una de las máquinas voladoras a la luz de la luna.
—Tenías razón
—le dijo a Brett—; estas máquinas no llevan ninguna clase de depósitos. Pero
mira, ¿qué opinas de esto?
Le indicó una
red de alambre empotrada en el casco transparente de la nave dorada. A la luz
del sol habría resultado invisible, pero los rayos de la luna resplandecían
sobre ellos, plateándolos.
—¡Una antena!
Debe servir para recibir energía del éter. No sabemos si se trata de rayos
artificiales o cósmicos. Puede que no lo sepamos jamás, pero yo diría que serán
rayos solares o cósmicos... pues no podrían transmitir un rayo desde aquí hasta
la Tierra. Desde luego averiguaríamos más si hallásemos la gran nave que nos
trajo aquí.
—¿Qué tal si
probamos ésta? Así sabremos si somos capaces de manejarla.
Brett lo pensó
un poco antes de responder. De súbito, advirtieron que no estaban solos. Al
otro lado de la plaza se alzaba la silueta de un inmenso decápodo, que llevaba
una larga barra metálica.
—Un vigilante
nocturno... —murmuró George.
Por fortuna la
bestia no los vio, pues miraba en dirección opuesta. Apresuradamente, se
ocultaron detrás de las máquinas, conteniendo la respiración hasta que el
guardia desapareció entre las torres.
—¡Caray! ¡Poco
nos ha faltado! ¿A qué temen esos seres? ¡No tienen nada que se pueda robar!
—No lo sé, por
lo mismo que no podemos explicarnos muchas cosas sobre ellos. Supongo que esto
descarta la posibilidad de probar la nave. No es cuestión de permitir que nos
descubran. Tendremos que hacer el intento en masse y correr con el
riesgo...
Entraron en una
de las naves para estudiar los mandos, pero no vieron conexiones entre éstos y
los motores. Estaban tan desconcertados como al principio.
La palidez de
las estrellas al este les indicó que estaba a punto de amanecer. Se separaron y
corrieron a sus respectivas torres. Por el camino, Brett estuvo a punto de
tropezarse con un segundo guardián que andaba por entre los edificios. La
suerte volvió a favorecerle y no fue visto. Cuando llegó al pie de su torre,
Brett se vio ante la tremenda tarea de trepar por la pared lisa.
Después de
tomar carrerilla, logró encaramarse al primer peldaño. Desde allí, la ascensión
consistió en un ejercicio agotador de ponerse en pie sobre cada barra y lanzar
el cable para enlazar la siguiente. El sol despuntaba ya cuando puso pie en la
cámara. Pocos minutos después, las bestias comenzaron a despertar.
Aquella misma mañana,
Brett comunicó a sus compañeros los detalles del plan que él y George habían
preparado cuidadosamente. Al mirar a su alrededor comprendió que no había
tiempo que perder. Todos estaban pálidos, patéticamente delgados. Todos
padecían tos, estornudaban y respiraban con dificultad. Algunos se apretaban el
pecho cuando les asaltaban los ataques de tos. A todos les enfermaba el
alimento artificial que les daban sus raptores. Hasta Dell, que nunca se
quejaba, tenía el rostro enfermizo y pálido, de ojos azules demasiado grandes y
brillantes. Sólo Jock, el perrito, parecía encontrarse muy bien; todos los días
saludaba con júbilo a sus nuevos amigos.
—No voy a
ocultarles nada —explicó Brett—. Tenemos una posibilidad entre mil de regresar a
casa. En primer lugar puede que estas máquinas voladoras no cierren
herméticamente y que nos asfixiemos al salir al espacio. Ni siquiera sabemos
cuánto durará el aire no renovado pero, de todos modos, no será mucho. En
segundo lugar, hemos de correr un riesgo en cuanto al combustible. Además, no
sabemos si una vez en el espacio lograremos encontrar la Madre Tierra.
Desconocemos la navegación espacial, y ninguno de nosotros es astrónomo. Quizá
nos alejemos de la Tierra y caigamos hacia el Sol. De hecho, sospecho que la de
una probabilidad entre mil es una previsión optimista... Pero, de todos modos,
sabemos que si nos quedamos aquí más tiempo, ninguno podrá contarlo. Que cada
uno lo decida por sí mismo. Quien venga, debe hacerlo voluntariamente...
No supo si fue
porque «la esperanza es lo último que se pierde», o por valor fatalista, pero
todos dieron su consentimiento unánime. Entre los reunidos no hubo ni una sola
negativa. Incluso Mattie, que todo el tiempo había insistido en que aquello era
el «juicio de Dios», halló fuerzas para lanzar un salvaje aleluya.
Cada miembro
del grupo recibió instrucciones. Brett les explicó que el primer paso hacia la
libertad debía darlo cada cual por sí mismo, enseñándoles cómo realizar el
descenso desde las torres. Al pasar revista observaron que tres o cuatro amos
habían olvidado suministrar correas a sus «cachorros»; por consiguiente, los
hombres más fuertes quedaron encargados de ayudar a estos infelices. El momento
fijado para la fuga fue la salida de Deimos.
Cuando Brett se
asomó a la ventana, vio en la torre vecina la oscura sombra del gran negro
Jeff, llegaron al suelo casi al mismo tiempo y, según lo previsto, corrieron al
edificio que albergaba a la Matrona Militante, La vieron mirando afuera desde
la cámara del tercer piso, esperándolos. Tenía correa, pero el peldaño más
cercano estaba a tres metros de distancia.
Con gran
sorpresa de Brett, el negro insistió en subir a buscarla, explicando que además
de ser un «campeón» en su oficio de remachador familiarizado con los andamios,
también había trabajado como vaquero en un rancho del oeste. Y, pasando a los
hechos, enlazó el peldaño situado por encima de la señora White-Smythe y largó
cuidadosamente el cable hasta que el otro extremo colgó al alcance de la mujer.
La fornida
matrona se descolgó valientemente, haciendo subir al negro sujeto al otro
extremo hasta que ella pisó el peldaño donde él estaba antes. El negro bajó a
pulso hasta el soporte inferior y repitió la operación. Cuando por último
llegaron al suelo, ella felicitó al hombre de color:
—Muchacho, si
alguna vez está sin trabajo, venga a verme. ¡Jamás creí salir con vida de ese
sitio!
Los tres
recogieron a Jerry Ware el periodista, a la estudiante Cleone y a la señora
Burton, impaciente por reunirse pronto con su «John» y su pequeño «Jacky». El
resto de los terráqueos vivían en otros puntos de la plaza y se reunirían con
ellos más tarde.
Brett les
condujo al comedor colectivo, que estaba desierto, sin dejar de mantener los
ojos atentos a la aparición de cualquier «policía», pero ningún decápodo vino a
molestarlos. La luz de la luna brillaba sobre el alto y largo mostrador donde
se hallaba preparado el rancho marciano para la horda matinal. Aunque era mala
comida para terráqueos, el plan exigía que se llevaran algunos toneles para
alimentarse durante el regreso, pues no sabían cuánto podían tardar.
Como el
mostrador no tenía aberturas, tuvieron que encontrar el modo de pasar los
toneles por encima del mismo. Los decápodos se limitaban a alargar un
tentáculo, pero no sucedía lo mismo con los terráqueos. Ware trepó sobre los
hombros de Jeff, el más alto y fornido de todos. Luego trepó Brett; de pie
sobre los hombros de Jerry, que parecía a punto de flaquear, alcanzó el borde
del mostrador y logró encaramarse.
Desenrolló la
correa que llevaba alrededor de los hombros, dejó caer un extremo en manos de
Jerry y lo izó rápidamente a su lado. Juntos hicieron subir a Jeff; fue éste
quien sujetó el cable mientras Jerry y Brett se descolgaban hasta el suelo por
el otro lado, donde estaban los depósitos.
Estos eran
grandes recipientes abiertos. A un lado había docenas de ollas de casi dos
metros de altura y más de un metro de diámetro. Tumbaron seis de costado y las
hicieron rodar para que sirvieran de peana a Jeff. El extremo del cable fue
atado fuertemente a la primera y Brett lo lanzó para luego situarse junto a
Jeff y ayudarlo a levantar el pesado recipiente hasta la tapa del mostrador.
Hecho esto, lo volvieron hacia el otro lado y lo descolgaron hasta el suelo,
donde las mujeres desataron el lazo corredizo. Una a una, las demás ollas
pasaron así de uno al otro lado del mostrador.
Mientras
trabajaban, los demás del grupo fueron apareciendo y luego ayudaron a hacer
rodar las pesadas cubas hasta la máquina que los terrestres habían elegido para
escapar. Cuando los recipientes estuvieron dentro, Brett pasó revista a La
gente. Estaban todos... menos McCarthy.
El joven
Forrest recordó que había visto a McCarthy aquella noche.
—Lo llamé, pero
iba en dirección contraria —explicó—. Me saludó y respondió que estaría aquí en
seguida.
—¡Hum!...
Supongo que habrá ido a la tumba de su caballo a despedirse. La muerte de
Prince fue un golpe terrible para él —comentó George.
—¡Ahí viene!
McCarthy se
acercaba corriendo, llevando un bulto blanco bajo el brazo. Era Jock, el
fox-terrier de pelo duro.
—¡Alabado sea
el Señor! —dijo el hombre cuando recuperó la respiración—. No podía dejar a
éste aquí, aunque no sea más que un perro...
Había trepado
hasta la mitad de una torre para salvar al animal.
—Bien, en
marcha. Pronto será de día. ¡Todos adentro!
Entraron en la
nave de quince metros y cerraron la pesada puerta. Luego, Brett y George
treparon por las tiras hasta quedar frente al cuadro de mandos.
Con el corazón
en un puño, Brett tocó la palanca octogonal que había visto apretar a su amo,
después de advenir a todos que estuvieran preparados para el despegue. Le
sorprendió la facilidad con que se movió la palanca bajo su mano. Pero con las
tres perillas fue más difícil. George y él tuvieron que unir sus fuerzas para
hacerlas girar. Luego esperaron el rugido del despegue.
¡No pasó nada!
9
Brett y George
se miraron. Notaron que una ligera vibración recorría la nave, pero eso fue
todo.
—Tal vez no
giramos bastante las perillas —susurró George.
Brett asintió.
Descubrieron que giraban un poco más; ¡pero no sucedió nada!
Se miraron,
pero nadie se atrevió a decir lo que pensaba. Los demás parecían impacientes,
preocupados por el retraso. Forrest hizo una sugerencia.
—Tal vez... se
debe a que el Sol no ha salido... y que si esto funciona con energía solar...
Brett le miró,
pensativo. Quizá tenía razón. Era una suposición plausible. Dirigió su mirada
al este y vio que el Sol saldría poco después.
Un resplandor
rojo despuntaba ya en el cielo. Luego, poco a poco, tan despacio que parecía no
romper jamás la niebla del horizonte, un filo rojo dispersó las sombras.
—¡El Sol!
Nunca los
adoradores del Sol lo saludaron con más fervor, aunque la alegría duró poco.
Con un rugido
semejante a una docena de truenos, la nave se puso en marcha, ascendiendo con
tanta rapidez hacia el espacio que nadie vio su despegue. Aplastados contra el
suelo por el tremendo empuje, todos se desvanecieron, y la máquina subió en
línea recta hacia los cielos.
Brett fue el
primero en volver de las tinieblas. Se halló caído en el suelo; a su lado
estaba George, inmóvil. Oyó gemidos a su alrededor, y con un esfuerzo de toda
su voluntad logró levantar una mano, luego la cabeza y por último el cuerpo.
Era como si pesara mil kilos.
Observó que el
cielo cobrizo estaba más pálido y que Marte empequeñecía y quedaba rápidamente
atrás.
Exhausto,
intentó subirse a las tiras para alcanzar los mandos. Era como pelear contra un
monstruo de fuerzas cien veces superiores. Fue un espectáculo penoso verle moverse
con tanta dificultad, como en una escena de pesadilla o una película pasada a
cámara lenta.
Cuando al fin
se vio frente a los mandos, no supo qué hacer. ¿Debía girar la palanca roja
como había hecho su amo para rectificar el rumbo? ¿O colocar los diales en el
punto de partida? Su mente entorpecida analizó la cuestión y luego decidió
probar la barra oscilante.
Con los ojos
empañados por el sudor del esfuerzo inhumano, buscó a tientas la barra. Un leve
golpe la hacía oscilar y casi gritó de alegría cuando notó que el empuje
disminuía. Poco después se sintió mejor.
Los otros
empezaron a ponerse en pie; George subió al puesto de copiloto.
—¡Lo hemos
logrado! ¡Lo hemos logrado! —gritaron todos, olvidando las penalidades que
acababan de vivir y contemplando fascinados la bola cobriza que dejaban a la
derecha, cada vez más lejos. ¡Marte quedaba detrás! ¡Estaban en el espacio!
George observó
un rato la barra oscilante. Luego preguntó:
—¿Y ahora qué?
¿Cómo guiamos esto?
Brett señaló la
barra.
—Mi dueño la
movía a derecha o izquierda... pero lo que tú digas también vale. ¿Dónde está
la Tierra?
Observaron el
gran panorama del firmamento, que se extendía ante ellos como un gran manto de
terciopelo negro tachonado de joyas multicolores. El Sol brillaba ante ellos como
un ojo cegador y encolerizado.
—El sol está
allí, enfrente. ¡Uf, qué horno! La Tierra debe quedar por allí, con Mercurio y
Venus. La distinguiremos porque debe presentar sus fases a Marte, como la Luna
vista desde la Tierra...
—En efecto...
allí... mira esa estrella de color verde claro... como a un grado del cuarto
creciente plateado... en forma de media luna. ¡Es la Tierra, George! ¡Sé que es
la Tierra!
George miraba
con atención y pronto estuvo dispuesto a asegurar que la media luna verdosa era
la Tierra y el astro plateado que aparecía cerca, Venus.
—Si pudiéramos
ver la Luna, estaríamos seguros.
Desde el suelo,
donde se había sentado, Forrest oyó la discusión y gritó de súbito:
—¡Ahí está!
¿Ven ese débil resplandor sobre el hemisferio oscuro? ¡Es la Luna...! ¡La
Luna!
Ellos también
vieron el resplandor luminoso que decía el muchacho. Fue suficiente para
convencerlos de que el planeta verde claro era la Tierra. Pero la dificultad
estaba en cómo orientar la nave en aquella dirección. Parecía viajar sin rumbo
a través de los cielos.
Brett tocó la
barra roja oscilante con inseguridad, temiendo detener la nave, pero no pasó
nada mientras movía la barra en la muesca. Aguardaron, expectantes.
—¡Funciona! —gritó
George—. Aunque nos desviamos más hacia el Sol...
Brett movió un
poco la barra. Les pareció que el cielo daba vueltas a su alrededor a medida
que cambiaban de rumbo para enfilar directamente la media luna verde. Los que
habían oído la conversación de los dos ingenieros aplaudieron, convencidos de
que los pilotos les llevarían de regreso a casa, sanos y salvos.
—Brett,
sospecho que por ahora no hay nada más que hacer. Podríamos bajar y dejar que
la nave haga lo demás...
Pero Brett no
opinaba igual.
—No; uno de
nosotros debe montar guardia en todo momento para vigilar el «timón». Sabremos
si la nave se desvía de su curso centrando la Tierra en el tablero. ¿Ves esa
piececita parecida a un dedo que sobresale? Nos guiaremos por ella. En este
momento parece cortar a la Tierra en dos.
De cuantos
estaban a bordo, sólo McCarthy tenía un reloj que funcionaba, pues era de caja
hermética. Le dio cuerda. George montaría una guardia de cuatro horas para ser
relevado por Brett, quien trataría de dormir hasta que le tocara el turno.
Cuando bajó de
la tira, Brett se encontró con Dell, que le esperaba.
—Has estado
maravilloso —declaró—. Me conformaría con salvar a los niños.
Brett declinó
el halago.
—Todavía no
hemos llegado —observó, arrepintiéndose en seguida de haberlo dicho; lo hizo
por modestia.
Dell lo
comprendió y sonrió con optimismo.
—Te aseguro...
que cuando lleguemos a casa, organizaré un movimiento para liberar a todos los
animales domésticos de la Tierra.
—Ahora sé lo
que significa para un animal el verse sometido a otro ser cuyo idioma no es el
suyo y que le impone sus caprichos.
—Supongo que la
incomunicación es el principal problema. Dios sabe que ha sido una experiencia
horrible para todos nosotros.
Brett quiso
decir algo más, pero estaba rendido de sueño. La muchacha se dio cuenta de ello
y le propuso que descansara. Apenas se tendió en el suelo quedó dormido. No
había descansado durante los últimos tres o cuatro días. Pero casi en seguida
le despertaron. Alguien le sacudía por los hombros y le gritaba al oído:
—¡Brett,
Brett..., despierte! ¡Los decápodos nos han capturado!
10
El sueño se
disipó de inmediato. Se puso en pie, miró a través de la pared transparente de
la nave y vio un espectáculo espantoso. Allí, a menos de mil metros, estaba la
gran nave de los decápodos.
—¡Nos arrastran
hacia Marte!
Los hombres
estaban serios y las mujeres llorosas. Mattie gemía y rezaba sin cesar.
Le bastó una
ojeada para saber que era verdad. La nave enemiga los arrastraba a velocidad
muy superior a la que ellos podían desplegar, lejos del Sol, lejos de la
Tierra, conduciéndolos a Marte... Aunque invisible, existía un lazo entre las
dos naves.
George le
explicó en dos palabras lo ocurrido. De improviso se había acercado la inmensa
nave, inadvertida hasta que estuvo muy cerca y vieron el reflejo del Sol en su
casco dorado. Al principio no comprendieron que los tenía en su poder.
Brett trepó
hasta los mandos y vio que nadie los había tocado, si bien ahora la barra
oscilante se movía sin rumbo. Estudió un instante los aparatos y una hilera de
botones cuyo uso desconocía. Se los mostró a George.
—¿Los probamos?
Quién sabe para qué sirven...
George estuvo
de acuerdo.
—Lo pensé, pero
no me atreví a probarlos.
—No nos hará daño
intentarlo. En Marte nos espera la muerte. Primero probaré este botón verde.
¡Sujétate!
Mientras
hablaba, apretó el primero de seis botones verdes que se alineaban en la parte
inferior del cuadro de mandos.
Aguardaron
conteniendo la respiración. ¡No ocurrió nada!
—Equivocado
—murmuró Brett y apretó el segundo.
—¡Están
quedándose atrás! —gritaron los de la nave.
Brett se volvió
para comprobarlo. Era como si ellos estuvieran inmóviles y la nave de mayor
tamaño encogiese rápidamente.
—Gracias a lo
que hiciste has contrarrestado su poder... —gritó George alegremente, y luego
agregó—: ¡Buen Dios!... ¡Vuelven!
Mientras
gritaba, el enemigo creció, lanzándose sobre ellos.
Brett dedicó
toda su atención a los mandos, giró al máximo las tres grandes perillas y luego
maniobró el «timón» hasta enfilar directamente la Tierra. Aunque era difícil
calcular la velocidad, parecía como si la aproximación de la nave perseguidora
fuese menos rápida que antes. Pero era evidente que la nave grande tenía más
velocidad y casi en seguida anuló la escasa ventaja que le habían sacado.
—Bien —dijo,
sombrío—, supongo que no nos queda sino probar los demás botones,
¡Prepárense...!
¡Dicho esto
apretó el tercer botón! Un grito de asombro recorrió la nave. Fuera no se veía
nada: estaban envueltos en una neblina que rodeaba toda la máquina. Un instante
después la nave se balanceó, pareció capotar... y luego se estabilizó.
Esperaron y
volvieron a sentir un súbito balanceo. Al tercero, Brett gritó:
—Están
disparando desde la gran nave...
Para corroborar
sus palabras, la de ellos recibió otro impacto. Luego transcurrieron cinco o
diez minutos sin que nada ocurriese.
—¿Crees que han
renunciado a seguirnos?
—Es posible,
pero esta niebla que nos rodea no me gusta. ¿Para qué servirá el próximo botón?
—Pruébalo
—ordenó George.
La niebla
desapareció; vieron nuevamente el vacío, donde la nave enemiga aparecía como un
gran ojo perverso a mil metros de distancia.
—¡Cuidado! ¡Van
a disparar otra vez!
Brett vio el
rayo que salía de un costado de la nave, mientras George gritaba. Al mismo
tiempo pulsó el tercer botón. Al instante quedaron envueltos en aquel humo que
parecía una niebla blanca. El balanceo fue mas notable que antes y la máquina
fue zarandeada como un corcho en medio de la corriente.
—¡Ya veo! Esta
niebla es una pantalla de energía, que nos protege de los rayos. ¿Llevará
nuestra nave esas armas?
—¡El quinto
botón! —declaró George.
Brett asintió.
—Sí, ¿pero cómo
lo usamos?
—El rayo parece
salir directamente de la proa. Tal vez, si damos media vuelta...
Brett no perdió
tiempo y movió la barra oscilante. No sintieron aceleración alguna, pero cuando
la barra quedó perpendicular a su posición anterior, accionó el botón que
disipaba la pantalla de energía, listo para pulsar el botón de al lado si el
enemigo se les adelantaba.
Estaba tan
cerca como antes y el peligro era inminente, pero Brett descubrió que su nave
no apuntaba bien. Volvió a mover la barra, enfilando derecho contra la gran
nave.
Luego disparó el
quinto botón del cuadro. La nave enemiga lo hizo al mismo tiempo.
Los
espectadores lanzaron un grito. Algunos se cubrieron el rostro con las manos,
otros observaron con el rostro contraído, inmóviles... Los dos rayos se habían
encontrado casi en el punto medio entre las naves. Hubo una terrible explosión
de luz rojiza y siniestra, aunque ningún sonido atravesaba el vacío insondable.
Brett se apresuró a conectar la pantalla de energía.
Aguardó un
tiempo razonable antes de volver a quitarla. George estaba preparado para
apretar el botón del rayo, de modo que el haz de rayos atravesó la oscuridad
casi simultáneamente con el levantamiento de la pantalla.
En la nave
pequeña se oyó un grito cuando el rayo acertó en el casco de la nave
decapodiana, pero Brett no esperó a ver el resultado, sino que conectó en
seguida la nube de protección. Dejó transcurrir cinco minutos antes de mirar.
La gran nave
seguía allí, algo más lejos pero intacta, envuelta en una densa nube que
resplandecía como un puñado de diamantes expuestos a la luz del Sol.
La decepción
invadió los corazones de los terráqueos cuando Brett volvió a poner la
pantalla.
—No podemos
hacer otra cosa sino continuar —confesó—. Mientras tengamos la pantalla estamos
a salvo y ellos también. Demos media vuelta e intentemos regresar a casa...
Devolvió la
barra a su posición original, quitando la pantalla un instante para ajustar el
rumbo en dirección a la media luna verde que era «casa». Al volverse vio que el
enemigo seguía envuelto en su niebla.
Envió a George
a dormir y sugirió a los demás que comieran. Jerry había robado media docena de
palas, lo único que hallaron a mano en el comedor, y los terráqueos formaron
fila para recibir su ración. Después de comer frugalmente, los que se vieron en
condiciones de dormir lo hicieron, acomodándose lo mejor que podían en el
suelo. Las mujeres se reunieron en el cuarto contiguo por la mínima intimidad
que éste les ofrecía, aunque en medio sólo había una pared transparente.
Brett se
deslizó al suelo. Forrest se le acercó.
—¡Caramba,
señor Rand! Ha estado usted grandioso. Es lo mismo que en los cuentos, aunque
me habría gustado «cargarme» esa nave de ahí...
—A mí también,
pero de momento, la situación queda estacionaria. No hemos de correr riesgos.
Quizá se descuiden ellos primero.
Buscó a Dell
con la mirada y la vio en el otro cuarto, inclinada sobre una de las mujeres.
Se acercó a unos dispositivos del centro de la nave y los estudió, intrigado.
De ellos provenía el suave zumbido que llenaba el aire, pero no vio piezas en
movimiento. Luego reparó algo que no había visto antes.
En el suelo
había un disco circular de más de un metro de diámetro. En su centro se veía un
disco menor algo hundido en el suelo. Titubeando, alargó una manó para tocarlo.
A esto el disco mayor se descorrió mostrando una cámara circular de unos
treinta centímetros de profundidad. En su base había otro pulsador semejante al
de la placa superior.
—Extraño
—murmuró en voz alta y buscó algo que arrojar dentro. Se arrancó un botón de la
manga, lo dejó caer sobre el disco inferior, cerró el superior y aguardó, pero
no ocurrió nada. A través del metal transparente veía el botón en el lugar
donde lo había colocado. Añadió—: Debe existir algún tipo de mando... ¡Ah!...
Aquí lo tengo...
En el pulsador
había una minúscula palanca empotrada, de poco más de tres centímetros, y la
alzó con la uña. A través del disco superior vio que el casco se abría,
descubriendo el vacío del Espacio. El botón cayó por el orificio y el mecanismo
se cerró automáticamente, con un chasquido.
—¡Una compuerta
estanca! —musitó—. Si la hubiera encontrado antes, habría sabido con seguridad
que la nave era hermética. ¡Buen dispositivo para eliminar sobras!...
Varias horas
después regresó al cuadro de mandos. Verificó el rumbo quitando un instante la
pantalla de niebla y luego volvió a ponerla. La nave de los decápodos seguía
envuelta en su manto protector. Luego se fijó en el sexto y último de aquellos
botones providenciales. ¿Para qué serviría?
Después de un
segundo de duda, decidió arriesgarse y lo accionó. Una pequeña porción circular
del cuadro se desplazó mostrando una superficie plana y lustrosa, donde
brillaban puntos de luz. Se sorprendió al ver una media luna verdosa en el
centro del disco. ¡Casi gritó de alegría! Ya no necesitaban quitar la pantalla
de energía para navegar, pues aquello era nada menos que una pantalla vigora.
¡Ya no volaban a ciegas!
11
Transcurrieron
varias horas. George y los demás despertaron, comieron de nuevo y George pasó a
ocupar su puesto ante los mandos. Brett propuso mejorar el alojamiento de las
mujeres. Había visto algunos ganchos en la pared y decidió que podrían fabricar
una cortina si todos los hombres cedían la chaqueta o la camisa. En la nave
hacía calor y no las necesitarían. La señora White-Smythe sacrificó su chaqueta
y la señora Burton un pañuelo de seda, lo que les permitió colgar una buena
cortina utilizando una de las «correas de perro».
—Si tuviéramos
agua, podríamos adecentarnos —comentó Dell mirando sus manos sucias.
—Tenemos agua
—declaró Forrest—. Una de las cubas está llena de agua. Sacúdala y oirá el
chapoteo...
Se lanzaron en
tropel hacia donde él había indicado. Brett reflexionó. El alimento calmaba la
necesidad de beber agua pero, al verla, se sintió sediento. Notó que varias
personas se pasaban la lengua por los labios. Todos apetecían un trago
refrescante. Pero meneó la cabeza. Temía que si probaban el agua querrían más y
el barril no duraría mucho tiempo. Pero todos se sentirían mejor si se aseaban.
Explicó todo esto, y sólo uno se opuso: el congresista Howell.
—¿Desde cuándo
da usted las órdenes aquí, señor Rand? —inquirió—. No recuerdo que hayamos
votado...
Brett levantó
sorprendido la mirada. No lo habían hecho, y en realidad parecía innecesario.
Hasta entonces había asumido el mando porque le parecía natural, teniendo en
cuenta que nadie se había hecho cargo.
Un largo
silencio siguió a las palabras de Howell. Brett comenzó:
—En efecto,
tiene usted razón. Yo...
No pudo
continuar. La Matrona Militante intervino:
—Congresista, creo
que hasta ahora el señor Rand ha desempeñado bien su tarea, y si hay que votar
yo seré la primera que vote a su favor. De no ser por él seguiríamos allí... en
Marte —conque al fin admitía la verdad—. Ha sido el único hombre con agallas...
sí, he dicho agallas... para rescatarnos y considero que debe ser nuestro
capitán. Compañeros, ¿qué opinan? —miró a los otros y obtuvo como respuesta un
aplauso unánime. Howell le volvió la espalda, furioso.
Todos
recibieron su ración de agua, turnándose las cinco palas de comida (la sexta
era utilizada como cazo). Sólo pudieron humedecerse el rostro y las manos. Pero
una mujer tuvo la brillante idea de verter toda el agua en la compuerta estanca
de la cabina de ellas (habían encontrado otra allí), para poder lavar alguna
ropa.
Brett se pasó
la mano por la barba crecida mientras esperaba su ración de agua, echando en
falta una navaja de afeitar. Forrest se acercó tímidamente.
—¿Quiere una
maquinilla, señor Rand?
Brett levantó
la mirada y sonrió.
—Tengo una
—confesó el muchacho en un susurro mientras se pasaba la mano por su mentón
imberbe—. Unos chicos más grandes que yo se burlaban porque todavía no me
afeito... en la Tierra, se entiende. El día que llegaron los decápodos... yo
salí a comprarme una maquinilla... Pensé... afeitarme para que me creciera la
barba. No lo he dicho porque pensé que se reirían de mí, pero si usted les dice
que la compré para mi padre...
El hombre tuvo
ganas de darle un abrazo. La maquinilla, de calidad vulgar, estaba oxidada,
pero no le importó. Casi gritó de júbilo cuando Forrest sacó un tubo de crema
de afeitar que llevaba en el bolsillo.
Los demás
acudieron para solicitar el próximo turno. Forrest insistió en que su héroe se
afeitara primero. Los demás, agregó con un gesto despectivo de la mano, podían
arreglárselas con las sobras... o algo así.
El reverso de
las pantallas de energía podía servir de espejo, y Brett utilizó una para
afeitarse. Después de algunas dificultades por lo hirsuto de la barba, y
cortándose más de una vez, logró un afeitado pasable. Luego entregó la
maquinilla a quien correspondía según los turnos. Por suerte, el muchacho había
comprado también toda una caja de hojas. Cada hombre guardó su hoja para usos
posteriores.
Dell apareció
con las demás mujeres.
—Me siento una
mujer nueva —rió—. Cuesta creer los milagros que puede hacer un poco de agua...
Las abluciones
infundieron en los terráqueos una nueva sensación de vida, un levantamiento de
la moral. Sus ojos brillaron y sus voces alegres resonaron en la nave.
Cuando le llegó
el turno de ocupar los mandos, Brett volvió a quitar la pantalla de energía
para comprobar si los decápodos aún les seguían. No había terminado de volver a
ponerla cuando un impacto sacudió la nave. Era indudable que les seguían.
Habló con
George. ¿Debían tratar de rechazar al enemigo otra vez? Decidieron consultar
con los demás aquella cuestión fundamental. ¡La mayoría votó a favor de la
guerra!
La nave se
desvió una vez más de su rumbo para enfrentarse al enemigo. Brett procuró
centrarlo en la pantalla visora. Luego apretó el botón que quitaba la pantalla
de energía, pero tuvo que conectarla casi en seguida. La nave fue sacudida por
un rayo de los decápodos que relampagueó a través del vacío.
Por dos veces
ensayó la misma táctica, y la otra nave disparó dos veces; la tercera los
decápodos le imitaron y quitaron su pantalla de protección. Brett disparó sin
demora y acertó.
—¡Tocada!
¡Tocada! —gritó George. Vieron que la gran nave se tambaleaba, perdía el rumbo
e intentaba enderezarse. No pudo hacerlo. Carenaba locamente de un lado a otro.
Pero los decápodos aún no habían terminado. Un rayo blanco atravesó la
oscuridad, pero ni siquiera rozó la nave.
Los decápodos
intentaron conectar su pantalla de protección. Aunque relampagueó dos veces, se
apagó casi en seguida. Brett volvió a lanzar el rayo, pero el enemigo se había
alejado y ahora la distancia era excesiva.
Los
persiguieron varios minutos pero, aun estando averiada, la gran nave podía
acelerar más y se alejaba rápidamente por donde había venido... de regreso a
Marte...
El piloto lanzó
un suspiro de alivio, dio media vuelta y puso una vez más proa a Tierra. Aún
estaba lejos, muy lejos, y nadie sabía cuánto tiempo iba a durar el viaje.
Sin nuevas
interrupciones, la monotonía del espacio comenzó a pesar en los pasajeros. Las
voces bajaron, los ojos se apagaron y los cuerpos se relajaron, por no haber
nada en que ocupar la mente ni el cuerpo. Comenzaron a aborrecer la comida;
muchos padecían indigestiones además de los resfriados contraídos en Marte.
Brett comenzó a
preguntarse si llegarían vivos a casa. Comprendió que él también estaba mal;
las emociones de la huida y la lucha con los decápodos le habían impedido
recordarlo, pero ahora que tenía tiempo para darse cuenta de su estado, supo
que se hallaba realmente enfermo.
Pasaron horas
interminables y, con ellas, las enfermedades empezaron a bordo. Clarice y la
señora Burton estaban muy graves; permanecían en el otro cuarto y ni siquiera
salían para comer. Mattie había vuelto a los rezos, poniendo a Dios por testigo
de los pecados de todos ellos. La señora Snowden pasaba la mayor parte del
tiempo tumbada en un rincón y la Matrona Militante, aunque intentaba ayudar a
Dell y animar a los demás, se hallaba visiblemente enferma. Varios hombres se
hallaban en el mismo estado, rechazaban los alimentos; a Forrest le brillaban
demasiado los ojos.
Sentado en un
asiento tejido con las tiras colgantes frente al cuadro de mandos o echado en
su rincón, Brett descubrió que durante largos períodos su mente parecía alejada
de su cuerpo. Los momentos de lucidez eran cada vez más escasos, A veces creía
hallarse en Marte, otras en su escritorio de la Oficina de Normas. En otras
ocasiones se oía hablar en voz alta, sin dirigirse a nadie en particular.
—Es la comida
—oyó que Dell le decía a George—. Se está pudriendo...
Estas palabras
lo despabilaron. Corrió a la cuba abierta que usaban, pues las otras tres ya
estaban vacías. Probó la comida y sólo mediante un gran esfuerzo logró no
vomitar. Estaba corrompida.
Llamó a George.
—Abramos el
último tonel.
También se
estaba pudriendo.
—No hay más
comida —constató.
A la hora de la
comida siguiente, sólo se repartió agua del barril semivacío. Nadie pareció
reparar en el cambio ni preocuparse. Brett se arrastró hasta el cuadro de mandos
para comprobar el rumbo. La Tierra de manto verde se hallaba en el punto muerto
de la pantalla, pero aún parecía muy lejana. Experimentó un acceso de pánico.
¡Tal vez habían dejado de avanzar!
12
Contempló largo
rato el globo lejano. Por un momento olvidó lo que era en realidad; se había
convertido en un símbolo, un símbolo o meta, pero fuera de esto no recordaba
nada más. Era como si el vacío hubiera existido siempre y fuese lo único que él
conocía. Pero no podía apartar de su mente el profundo deseo que sentía por
aquel hemisferio verdoso con su diminuto satélite, pues la Luna ya destacaba un
poco en la oscuridad, alumbrando con su resplandor al planeta madre.
Alguien le
despertó para decirle que Clarice había muerto y que Mattie desfallecía
rápidamente, pero las palabras apenas significaban nada. Sabía que Kent ya
había muerto y que otros se hallaban en un coma profundo del que era imposible
sacarlos.
Cuando volvió
en sí advirtió un olor desagradable. Le desconcertó, hasta que se dio cuenta de
que provenía de la provisión alimenticia podrida. Una señal de alarma resonó en
su interior, comprendió que era necesario sacar los alimentos de la nave. Al
principio le había preocupado la provisión de aire, temiendo que pudieran
quedarse sin él, pero luego descubrió que uno de los dos motores de la nave
estaba destinado a mantener el aire limpio y puro. Pero con aquella
putrefacción que salía de las cubas, el aire pronto se haría irrespirable.
Tenían que vaciarlas.
Buscó ayuda a
su alrededor y vio que George dormía, agitándose débilmente en sueños, lo cual
era síntoma de fiebre. Moore, el comerciante, yacía boca arriba, roncando
espasmódicamente; los mofletes habían desaparecido de su rostro y su piel era
de un amarillo enfermizo. Howell descansaba en una posición poco natural. Al
inclinarse sobre él, Brett vio que estaba muerto. El mulato Harris estaba hecho
un ovillo y le corría el sudor por el rostro. El gran negro Jeff y Jerry el
periodista parecían los únicos de aspecto normal. Forrest respiraba con
dificultad; McCarthy yacía abrazando al perro y deliraba. Brett despertó a Jeff
y a Jerry y les dijo lo que había que hacer. Estaban sin fuerzas, pero juntos
lograron empujar el par de toneles hasta la compuerta estanca y verterlos.
Tuvieron que repetir varias veces la operación, y los tres sufrieron con
aquella horrorosa tarea, pues el repugnante olor los mareaba. Se vieron
obligados a rascar los fondos, pero al fin terminaron y cerraron herméticamente
los toneles.
Los muertos
constituían otro problema, pero no les agradaba la idea de lanzarlos al
espacio. Apilaron los cadáveres a un lado y los cubrieron con lo que había sido
cortina para el cuarto de las mujeres.
La nave de la
muerte siguió avanzando, acercándose poco a poco a su objetivo. Desde el suelo,
Brett levantaba la mirada de vez en cuando y veía a George colgando de las
tiras, con los ojos cerrados. Pero la situación apenas era captada por su
cerebro, pues volvía a hundirse en el reino irreal del delirio. Intentó varias
veces salir de tal letargo, pero era demasiado esfuerzo. No sabía que se había
levantado varias veces como un sonámbulo para andar entre los demás, apoyando
la mano en algunas frentes. Cuando volvió a despertar, encontró sus brazos
rodeando un cuerpo delgado aunque cálido.
Fijó la mirada
con cierta dificultad y supo que era Dell Wayne la que estaba allí. Le
sorprendió su aspecto, sus mejillas hundidas, la profundidad de sus ojeras. Se
asustó, temiendo que estuviera muerta, y apoyó la cabeza sobre su corazón.
Latía. El movimiento despertó a la muchacha. Ella logró sonreír.
—Brett...,
amigo Brett —murmuró con voz apenas audible—. Supongo que esto es el fin...,
¿no? Me alegro de haberte conocido... Brett...
El sentido de
estas palabras le hizo reaccionar y supo que no quería morir.
—No..., no...,
no moriremos..., no podemos morir. Hemos pasado juntos demasiadas vicisitudes
para morir..., no puedo permitir que mueras..., ¿comprendes? Dell..., te
quiero..., te quiero mucho. No podemos morir... todavía...
Ella no
respondió, aunque le sonrió enigmáticamente. Luego ambos guardaron silencio y
se hundieron en esa semi-muerte del sueño.
Ni el primero
ni el segundo grito los despertaron. Fue necesario que Forrest los sacudiera
enérgicamente para que despertaran.
—La Tierra...
—chillaba—... la Tierra... en nuestro camino. ¿No comprenden? ¡Casi hemos
llegado... a casa...! ¡A casa!
La última
palabra lo consiguió, Brett despertó y miró, encendido, los ojos aún más
encendidos del muchacho.
—¿A casa?
—preguntó quejumbrosamente—. ¿A casa?
Luego intentó
ponerse en pie y levantar a Dell. Miró por el costado de la nave (hacía mucho
que habían quitado la pantalla de energía, después de comprobar que la nave
decapodiana había desaparecido realmente). Era verdad. Ante ellos, ocupando
casi todo el cielo, aparecía el ancho globo verde de la Tierra. A un lado
brillaba un delgado cuarto del satélite. Ya se hallaban dentro de la órbita de
la Luna.
Pese a su
debilidad, Brett logró trepar hasta el cuadro de mandos, observando con ojos
anhelantes el gran planeta que aparecía ante él, divisando los característicos
contornos de los continentes, a medida que el globo giraba lentamente, una
mitad a oscuras y la otra iluminada.
No supo cuánto
tiempo permaneció allí. Abajo notaba los movimientos de sus compañeros, pues
Forrest los despertaba casi a todos. Sabía que la aproximación aún iba a tardar
horas, pero no importaba, nada importaba puesto que la fisonomía de la Tierra
aparecía ante sus ojos, alternando entre la luz y la oscuridad. Poco a poco
perdió su forma de globo, los horizontes se enderezaron y, con una rapidez que
le sorprendió, descubrió que el cielo ya no era negro... que empezaba a tener
color... celeste claro al principio y luego más oscuro, ¡Estaban dentro de la
atmósfera!
Luego pareció
que caían, que caían demasiado rápido a medida que el mar y la tierra corrían a
su encuentro. «Frena, frena», ordenó su cerebro, «frena antes de que nos
estrellemos».
Había que girar
las tres perillas. Forcejeó con ambas manos, luego notó que alguien le ayudaba y
vio que era George, La nave se enderezó, y con la misma velocidad que les
parecía tan increíblemente lenta en el espacio, volaron por el aire a unos ocho
kilómetros de la superficie. La aceleración disminuyó y Brett empuñó la barra.
Habían llegado al polo sur de la Tierra, y dirigió la nave hacia el norte.
Los que estaban
en mejor estado se incorporaron, apiñándose junto a las paredes para observar
con avidez el hemisferio diurno. La noche cayó bruscamente sobre ellos y
siguieron volando. Por las constelaciones, Brett supo que habían cruzado el
ecuador y orientó el rumbo guiándose por la estrella polar. Amanecía cuando
comprendió que se hallaban cerca de la costa de Virginia. Allí estaba el gran
brazo de tierra que era la orilla oriental de Chesapeake Bay. Sobrevoló la
bahía, siguió su contorno e intentó recordar los nombres de los ríos que
desembocaban en ella.
Encontró el río
que buscaba, el majestuoso Potomac y siguió su curso. Poco después vio el
maravilloso emplazamiento de Washington, la minúscula aguja de piedra que era
el Monumento. Poco después, la nave sobrevoló Haines Point, y Brett detuvo la
barra oscilante.
La nave se
lanzó hacia abajo, cayendo hacia el suelo, frenado su empuje delantero. A
medida que la Tierra se acercaba a su encuentro, George y él atrasaron los tres
diales hasta el cero. El viaje había terminado.
La nave se posó
como una pluma sobre el césped del campo municipal de golf, no lejos del lugar
donde, un fatal día de cinco semanas atrás, había aterrizado la gran nave de
los decápodos.
Washington
volvió a presenciar la llegada matinal, pero sólo había policías y soldados
para recibir a los viajeros. Bolling Field y el Aeródromo Naval habían enviado
aviones al lugar y las ametralladoras apuntaban amenazadoramente hacia allí. Un
grito de asombro saludó al primero de los demacrados pasajeros que desembarcó.
Manos solícitas les ayudaron mientras los que no podían caminar eran evacuados
con precaución.
Una semana
después Brett Rand, rodeando con un brazo a su esposa, recibió a los periodistas
en casa de su hermano. Todavía delgados y pálidos, los recién casados
manifestaron su alegría por estar en «casa».
—¡Dedicaré mi
vida a liberar a todos los animales domésticos de la tierra! —declaró la señora
Rand cuando le preguntaron si pensaba seguir una «carrera».
—Después de la
luna de miel —manifestó Brett—, George y yo nos dedicaremos a estudiar la nave
de los decápodos. Podremos aprender muchas cosas de ella, mecanismos totalmente
nuevos para la ciencia...
—¡Ésa,
muchachos, es una gran tarea! —exclamó George, hablando desde la oscuridad.
Título original: The Human Pets of Mars © 1936
Traducción:
Horacio González Trejo.
Edición
digital: Sadrac