Esta experiencia básica modifica por completo la estructura
tradicional, perenne, del hombre-masa. Porque éste se sintió
siempre constitutivamente referido a limitaciones materiales y a poderes
superiores sociales. Esto era, a sus ojos, la vida. Si lograba mejorar su
situación, si ascendía socialmente, lo atribuía a un azar
de la fortuna, que le era nominativamente favorable. Y cuando no a esto, a un
enorme esfuerzo que él sabía muy bien cuánto le
había costado. En uno y otro caso se trataba de una excepción a
la índole normal de la vida y del mundo; excepción que, como tal,
era debida a alguna causa especialísima.
Pero la nueva masa encuentra la plena franquía vital como estado
nativo y establecido, sin causa especial ninguna. Nada de fuera la incita a
reconocerse límites y, por lo tanto, a contar en todo momento con otras
instancias, sobre todo con instancias superiores. El labriego chino
creía, hasta hace poco, que el bienestar de su vida dependía de
las virtudes privadas que tuviese a bien poseer el emperador. Por lo tanto, su
vida era constantemente referida a esta instancia suprema de que
dependía. Mas el hombre que analizamos se habitúa a no apelar
de si mismo a ninguna instancia fuera de él. Está satisfecho
tal y como es. Igualmente, sin necesidad de ser vano, como lo más
natural del mundo, tenderá a afirmar y dar por bueno cuanto en sí
halla: opiniones, apetitos, preferencias o gustos. ¿Por qué no, si,
según hemos visto, nada ni nadie le fuerza a caer en la cuenta de que
él es un hombre de segunda clase, limitadísimo, incapaz de crear
ni conservar la organización misma que da a su vida esa amplitud y
contentamiento, en los cuales funda tal afirmación de su persona?
Nunca el hombre-masa hubiera apelado a nada fuera de él si la
circunstancia no le hubiese forzado violentamente a ello. Como ahora la
circunstancia no le obliga, el eterno hombre-masa, consecuente con su
índole, deja de apelar y se siente soberano de su vida. En cambio, el
hombre selecto o excelente está constituido por una íntima
necesidad de apelar de sí mismo a una norma más allá de
él, superior a él, a cuyo servicio libremente se pone.
Recuérdese que al comienzo distinguíamos al hombre excelente del
hombre vulgar diciendo que aquél es el que se exige mucho a sí
mismo, y éste, el que no se exige nada, sino que se contenta con lo que
es, y está encantado consigo. Contra lo que suele creerse, es la
criatura de selección, y no la masa, quien vive en esencial servidumbre.
No le sabe su vida si no la hace consistir en servicio a algo trascendente. Por
eso no estima la necesidad de servir como una opresión. Cuando
ésta, por azar, le falta, siente desasosiego e inventa nuevas normas
más difíciles, más exigentes, que le opriman. Esto es la
vida como disciplina -la vida noble-. La nobleza se define por la exigencia,
por las obligaciones, no por los derechos. Noblesse oblige.
«Vivir a gusto es de plebeyo: el noble aspira a ordenación y a
ley» (Goethe). Los privilegios de la nobleza no son originariamente
concesiones o favores, sino, por el contrario, conquistas. Y, en principio,
supone su mantenimiento que el privilegiado sería capaz de
reconquistarlas en todo instante, si fuese necesario y alguien se lo disputase.
Los derechos privados o privilegios no son, pues, pasiva posesión y
simple goce, sino que representan el perfil adonde llega el esfuerzo de la
persona. En cambio, los derechos comunes, como son los «del hombre» y
del ciudadano, son propiedad pasiva, puro usufructo y beneficio, don generoso
del destino con que todo hombre se encuentra, y que no responde a esfuerzo
ninguno, como no sea el respirar y evitar la demencia. Yo diría, pues,
que el derecho impersonal se tiene, y el personal se sostiene.
Es irritante la degeneración sufrida en el vocabulario usual por una
palabra tan inspiradora como «nobleza». Porque al significar para
muchos «nobleza de sangre», hereditaria, se convierte en algo
parecido a los derechos comunes, en una calidad estática y pasiva, que
se recibe y se transmite como una cosa inerte. Pero el sentido propio, el
etymo del vocablo «nobleza» es esencialmente dinámico.
Noble significa el «conocido»: se entiende el conocido de todo el
mundo, el famoso, que se ha dado a conocer sobresaliendo de la masa
anónima. Implica un esfuerzo insólito que motivó la fama.
Equivale, pues, noble, a esforzado o excelente. La nobleza o fama del hijo es
ya puro beneficio. El hijo es conocido porque su padre logró ser famoso.
Es conocido por reflejo, y, en efecto, la nobleza hereditaria tiene un
carácter indirecto, es luz espejada, es nobleza lunar como hecha con
muertos. Sólo queda en ella de vivo, auténtico, dinámico,
la incitación que produce en el descendiente a mantener el nivel de
esfuerzo que el antepasado alcanzó. Siempre, aun en este sentido
desvirtuado, noblesse oblige. El noble originario se obliga a
sí mismo, y al noble hereditario le obliga la herencia. Hay, de todas
suertes, cierta contradicción en el traspaso de la nobleza, desde el
noble inicial, a sus sucesores. Más lógicos los chinos, invierten
el orden de la transmisión, y no es el padre quien ennoblece al hijo,
sino el hijo quien, al conseguir la nobleza, la comunica a sus antepasados,
destacando con su esfuerzo a su estirpe humilde. Por eso, al conceder los
rangos de nobleza, se gradúan por el número de generaciones
atrás que quedan prestigiabas, y hay quien sólo hace noble a su
padre y quien alarga su fama hasta el quinto o décimo abuelo. Los
antepasados viven del hombre actual cuya nobleza es efectiva, actuante; en
suma: es; no fue.
La «nobleza» no aparece como término formal hasta el
Imperio romano, y precisamente para oponerlo a la nobleza hereditaria, ya en
decadencia.
Para mí, nobleza es sinónimo de vida esforzada, puesta siempre
a superarse a sí misma, a trascender de lo que ya es hacia lo que se
propone como deber y exigencia. De esta manera, la vida noble queda
contrapuesta a la vida vulgar o inerte, que, estáticamente, se recluye
en sí misma, condenada a perpetua inmanencia, como una fuerza exterior
no la obligue a salir de sí. De aquí que llamemos masa a este
modo de ser hombre, no tanto porque sea multitudinario, cuanto porque es
inerte.
Conforme se avanza por la existencia, va uno hartándose de advertir
que la mayor parte de los hombres -y de las mujeres- son incapaces de otro
esfuerzo que el estrictamente impuesto como reacción a una necesidad
externa. Por lo mismo, quedan más aislados y como monumentalizados en
nuestra experiencia los poquísimos seres que hemos conocido capaces de
un esfuerzo espontáneo y lujoso. Son los hombres selectos, los nobles,
los únicos actives, y no sólo reactivos, para quienes vivir es
una perpetua tensión, un incesante entrenamiento. Entrenamiento =
áskesis. Son los ascetas.
No sorprenda esta aparente digresión. Para definir al hombre-masa
actual, que es tan masa como el de siempre, pero que quiere suplantar a los
excelentes, hay que contraponerlo a las dos formas puras que en él se
mezclan: la masa normal y el auténtico noble o esforzado.
Ahora podemos caminar más deprisa, porque ya somos dueños de
lo que, a mi juicio, es la clave o ecuación psicológica del tipo
humano dominante hoy. Todo lo que sigue es consecuencia o corolario de esa
estructura radical que podría resumirse así: el mundo organizado
por el siglo XIX, al producir automáticamente un hombre nuevo, ha metido
en él formidables apetitos, poderosos medios de todo orden para
satisfacerlos -económicos, corporales (higiene, salud media superior a
la de todos los tiempos), civiles y técnicos (entiendo por éstos
la enormidad de conocimientos parciales y de eficiencia práctica que hoy
tiene el hombre medio y de que siempre careció en el pasado)-.
Después de haber metido en él todas estas potencias, el siglo XIX
lo ha abandonado a sí mismo, y entonces, siguiendo el hombre medio su
índole natural, se ha cerrado dentro de sí. De esta suerte, nos
encontramos con una masa más fuerte que la de ninguna época,
pero, a diferencia de la tradicional, hermetizada en sí misma, incapaz
de atender a nada ni a nadie, creyendo que se basta; en suma: indócil.
Continuando las cosas como hasta aquí, cada día se notará
más en toda Europa -y por reflejo en todo el mundo- que las masas son
incapaces de dejarse dirigir en ningún orden. En las horas
difíciles que llegan para nuestro continente, es posible que,
súbitamente angustiadas, tengan un momento la buena voluntad de aceptar,
en ciertas materias especialmente premiosas, la dirección de
minorías superiores.
Pero aun esa buena voluntad fracasará. Porque la textura radical de
su alma está hecha de hermetismo e indocilidad, porque les falta, de
nacimiento, la función de atender a lo que está más
allá de ellas, sean hechos, sean personas. Querrán seguir a
alguien, y no podrán. Querrán oír, y descubrirán
que son sordas.
Por otra parte, es ilusorio pensar que el hombre medio vigente, por mucho
que haya ascendido su nivel vital en comparación con el de otros
tiempos, va a poder regir por sí mismo el proceso de la
civilización. Digo proceso, no ya progreso. El simple
proceso de mantener la civilización actual es superlativamente complejo
y requiere sutilezas incalculables. Mal puede gobernarlo este hombre medio que
ha aprendido a usar muchos aparatos de civilización, pero que se
caracteriza por ignorar de raíz los principios mismos de la
civilización.
Reitero al lector que, paciente, haya leído hasta aquí, la
conveniencia de no entender todos estos enunciados atribuyéndoles desde
luego un significado político. La actividad política, que es de
toda la vida pública la más eficiente y la más visible,
es, en cambio, la postrera, resultante de otras más íntimas e
impalpables. Así, la indocilidad política no sería grave
si no proviniese de una más honda y decisiva indocilidad intelectual y
moral. Por eso, mientras no hayamos analizado ésta, faltará la
última claridad al teorema de este ensayo.