Pensando así, había de parecerme sobremanera verosímil
que en los más profundos y amplios fenómenos históricos
aparezca, más o menos claro, el decisivo influjo de las diferencias
biológicas más elementales. La vida es masculina o femenina, es
joven o es vieja. ¿Cómo se puede pensar que estos módulos
elementalísimos y divergentes de la vitalidad no sean gigantescos
poderes plásticos de la historia? Fue, a mi juicio, uno de los
descubrimientos sociológicos más importantes el que se hizo, va
para treinta años, cuando se advirtió que la organización
social más primitiva no es sino la impronta en la masa colectiva de esas
grandes categorías vitales: sexos y edades. La estructura más
primitiva de la sociedad se reduce a dividir los individuos que la integran en
hombres y mujeres, y cada una de estas clases sexuales en niños,
jóvenes y viejos, en clases de edad. Las formas biológicas mismas
fueron, por decirlo así, las primeras instituciones.
Masculinidad y feminidad, juventud y senectud, son dos parejas de potencias
antagónicas. Cada una de esas potencias significa la movilización
de la vida toda en un sentido divergente del que lleva su contraria. Vienen a
ser como estilos diversos del vivir. Y como todos coexisten en cualquier
instante de la historia, se produce entre ellos una colisión, un
forcejeo en que intenta cada cual arrastrar en su sentido, íntegra, la
existencia humana. Para comprender bien una época es preciso determinar
la ecuación dinámica que en ella dan esas cuatro potencias, y
preguntarse: ¿quién puede más? ¿Los jóvenes, o
los viejos? -es decir, los hombres maduros-. ¿Lo varonil, o lo femenino?
Es sobremanera interesante perseguir en los siglos los desplazamientos del
poder hacia una u otra de esas potencias. Entonces se advierte lo que de
antemano debía presumirse: que, siendo rítmica toda vida, lo es
también la histórica, y que los ritmos fundamentales son
precisamente los biológicos; es decir, que hay épocas en que
predominan lo masculino y otras señoreadas por los instintos de la
feminidad, que hay tiempos de jóvenes y tiempos de viejos.
En el ser humano la vida se duplica porque al intervenir la conciencia, la
vida primaria se refleja en ella: es interpretada por ella en forma de idea,
imagen, sentimiento. Y como la historia es ante todo historia de la mente, del
alma, lo interesante será describir la proyección en la
conciencia de esos predominios rítmicos. La lucha misteriosa que
mantienen en las secretas oficinas del organismo la juventud y la senectud, la
masculinidad y la feminidad, se refleja en la conciencia bajo la especie de
preferencias y desdenes. Llega una época que prefiere, que estima
más las calidades de la vida joven, y pospone, desestima las de la vida
madura, o bien halla la gracia máxima en los modos femeninos frente a
los masculinos. ¿Por qué acontecen estas variaciones de la
preferencia, a veces súbitas? He aquí una cuestión sobre
la cual no podemos aún decir una sola palabra.
Lo que sí me parece evidente es que nuestro tiempo se caracteriza por
el extreme predominio de los jóvenes. Es sorprendente que en pueblos tan
viejos como los nuestros, y después de una guerra más triste que
heroica, tome la vida de pronto un cariz de triunfante juventud. En realidad,
como tantas otras cosas, este imperio de los jóvenes venía
preparándose desde 1890, desde el fin de siècle. Hoy de un
sitio, mañana de otro, fueron desalojadas la madurez y la ancianidad: en
su puesto se instalaba el hombre joven con sus peculiares atributos.
Yo no sé si este triunfo de la juventud será un
fenómeno pasajero o una actitud profunda que la vida humana ha tomado y
que llegará a calificar toda una época. Es preciso que pase
algún tiempo para poder aventurar este pronóstico. El
fenómeno es demasiado reciente y aún no se ha podido ver si esta
nueva vida in modo juventutis será capaz de lo que luego
diré, sin lo cual no es posible la perduración de su triunfo.
Pero si fuésemos a atender sólo el aspecto del momento actual,
nos veremos forzados a decir: ha habido en la historia otras épocas en
que han predominado los jóvenes, pero nunca, entre las bien conocidas,
el predominio ha sido tan extremado y exclusive. En los siglos clásicos
de Grecia la vida toda se organiza en torno al efebo, pero junto a él, y
como potencia compensatoria, está el hombre maduro que le educa y
dirige. La pareja Sócrates-Alcibíades simboliza muy bien la
ecuación dinámica de juventud y madurez desde el siglo v al
tiempo de Alejandro. El joven Alcibíades triunfa sobre la sociedad, pero
es a condición de servir al espíritu que Sócrates
representa. De este modo, la gracia y el vigor juveniles son puestos al
servicio de algo más allá de ellos que les sirve de norma, de
incitación y de freno. Roma, en cambio, prefiere el viejo al joven y se
somete a la figura del senador, del padre de familia. El «hijo», sin
embargo, el joven, actúa siempre frente al senador en forma de
oposición. Los dos nombres que enuncian los partidos de la lucha
multisecular aluden a esta dualidad de potencias: patricios y proletarios.
Ambos significan «hijos», pero los unos son hijos de padre ciudadano,
casado según ley de Estado, y por ello heredero de bienes, al paso que
el proletario es hijo en el sentido de la carne, no es hijo de
«alguien» reconocido, es mero descendiente y no heredero, prole.
(Como se ve, la traducción exacta de patricio sería hidalgo.)
Para hallar otra época de juventud como la nuestra, fuera preciso
descender hasta el Renacimiento. Repase el lector raudamente la serie de
sazones europeas. El romanticismo, que con una u otra intensidad impregna todo
el siglo XIX, puede parecer en su iniciación un tiempo de
jóvenes. Hay en él, efectivamente, una subversión contra
el pasado y es un ensayo de afirmarse a sí misma la juventud. La
Revolución había hecho tabla rasa de la generación
precedente y permitió durante quince años que ocupasen todas las
eminencias sociales hombres muy motes. El jacobino y el general de Bonaparte
son muchachos. Sin embargo, ofrece este tiempo el ejemplo de un falso triunfo
juvenil, y el romanticismo pondrá de manifiesto su carencia de
autenticidad. El joven revolucionario es sólo el ejecutor de las viejas
ideas confeccionadas en los dos siglos anteriores. Lo que el joven afirma
entonces no es su juventud, sino principios recibidos: nada tan representativo
como Robespierre, el viejo de nacimiento. Cuando en el romanticismo se
reacciona contra el siglo XVIII es para volver a un pasado más antiguo,
y los jóvenes, al mirar dentro de sí, sólo hallan desgana
vital. Es la época de los blasés, de los suicidios, del
aire prematuramente caduco en el andar y en el sentir. El joven imita en
sí al viejo, prefiere sus actitudes fatigadas y se apresura a abandonar
su mocedad. Todas las generaciones del siglo XIX han aspirado a ser maduras lo
antes posible y sentían una extraña vergüenza de su propia
juventud. Compárese con los jóvenes actuales -varones y hembras-,
que tienden a prolongar ilimitadamente su muchachez y se instalan en ella como
definitivamente.
Si damos un paso atrás, caemos en el siglo vieillot por
excelencia, el XVIII, que abomina de toda calidad juvenil, detesta el
sentimiento y la pasión, el cuerpo elástico y nudo. Es el siglo
de entusiasmo por los decrépitos, que se estremece al paso de Voltaire,
cadáver viviente que pasa sonriendo a sí mismo en la sonrisa
innumerable de sus arrugas. Para extremar tal estilo de vida se finge en la
cabeza la nieve de la edad, y la peluca empolvada cubre toda frente primaveral
-hombre o mujer- con una suposición de sesenta años.
Al llegar al siglo XVII en este virtual retroceso tenemos que preguntarnos,
ingenuamente sorprendidos: ¿Dónde se han marchado los
jóvenes? Cuanto vale en esta edad parece tener cuarenta años: el
traje, el uso, los modales, son sólo adecuados a gentes de esta edad. De
Ninón se estima la madurez, no la confusa juventud. Domina la centuria
Descartes, vestido a la española, de negro. Se busca doquiera la
raison e interesa más que nada la teología: jesuitas
contra Jansenio. Pascal, el niño genial, es genial porque anticipa la
ancianidad de los geómetras.
El Sol, 9 de junio de 1927.
Todo gesto vital, o es un gesto de dominio, o un gesto de servidumbre.
Tertium non datur. El gesto de combate que parece interpolarse entre
ambos pertenece, en rigor, a uno u otro estilo. La guerra ofensiva va inspirada
por la seguridad en la victoria y anticipa el dominio. La guerra defensiva
suele emplear tácticas viles, porque en el fondo de su alma el atacado
estima más que a sí mismo al ofensor. Esta es la causa que decide
uno u otro estilo de actitud.
El gesto servil lo es porque el ser no gravita sobre sí mismo, no
está seguro de su propio valer y en todo instante vive
comparándose con otros. Necesita de ellos en una u otra forma; necesita
de su aprobación para tranquilizarle, cuando no de su benevolencia y su
perdón. Por eso el gesto lleva siempre una referencia al prójimo.
Servir es llenar nuestra vida de actos que tienen valor sólo porque otro
ser los aprueba o aprovecha. Tienen sentido mirados desde la vida de este otro
ser, no desde la vida nuestra. Y esta es, en principio, la servidumbre: vivir
desde otro, no 'desde sí mismo.
El estilo de dominio, en cambio, no implica la victoria. Por eso aparece con
más pureza que nunca en ciertos cases de guerra defensiva que
concluyeron con la completa derrota del defensor. El caso de Numancia es
ejemplar. Los numantinos poseen una fe inquebrantable en sí mismos. Su
larga campana frente a Roma comenzó por ser de ofensiva. Despreciaban al
enemigo y, en efecto, lo derrotaban una vez y otra. Cuando más tarde,
recogiendo y organizando mejor sus fuerzas superiores, Roma aprieta a Numancia,
ésta, se dirá, toma la defensiva, pero propiamente no se
defiende, sino que más bien se aniquila, se suprime. El hecho material
de la superioridad de fuerzas en el enemigo invita al pueblo del alma dominante
a preferir su propia anulación. Porque sólo sabe vivir desde
sí mismo, y la nueva forma de existencia que el destino le propone
-servidumbre- le es inconcebible, le sabe a negación del vivir mismo;
por lo tanto, es la muerte.
En las generaciones anteriores la juventud vivía preocupada de la
madurez. Admiraba a los mayores, recibía de ellos las normas -en arte,
ciencia, política, usos y régimen de vida-, esperaba su
aprobación y temía su enojo. Sólo se entregaba a sí
misma, a lo que es peculiar de tal edad, subrepticiamente y como al margen. Los
jóvenes sentían su propia juventud como una transgresión
de lo que es debido. Objetivamente se manifestaba esto en el hecho de que la
vida social no estaba organizada en vista de ellos. Las costumbres, los
placeres públicos, habían sido ajustados al tipo de vida propio
para las personas maduras, y ellos tenían que contentarse con las
zurrapas que éstas les dejaban o lanzarse a la calaverada. Hasta en el
vestir se veían forzados a imitar a los viejos: las modas estaban
inspiradas en la conveniencia de la gente mayor, las muchachas sonaban con el
momento en que se pondrían «de largo», es decir, en que
adoptarían el traje de sus madres. En suma, la juventud vivía en
servidumbre de la madurez.
El cambio acaecido en este punto es fantástico. Hoy la juventud
parece dueña indiscutible de la situación, y todos sus
movimientos van saturados de dominio. En su gesto transparece bien claramente
que no se preocupa lo más mínimo de la otra edad. El joven actual
habita hoy su juventud con tal resolución y denuedo, con tal abandono y
seguridad, que parece existir sólo en ella. Le trae perfectamente sin
cuidado lo que piense de ella la madurez; es más: ésta tiene a
sus ojos un valor próximo a lo cómico.
Se han mudado las tornas. Hoy el hombre y la mujer maduros viven casi
azorados, con la vaga impresión de que casi no tienen derecho a existir.
Advierten la invasión del mundo por la mocedad como tal y comienzan a
hacer gestos serviles. Por lo pronto, la imitan en el vestido. (Muchas veces he
sostenido que las modas no eran un hecho frívolo, sino un
fenómeno de gran trascendencia histórica, obediente a causas
profundas. El ejemplo presente aclara con sobrada evidencia esa
afirmación.)
Las modas actuales están pensadas para cuerpos juveniles, y es
tragicómica la situación de padres y madres que se ven obligados
a imitar a sus hijos e hijas en lo indumentario. Los que ya estamos muy en la
cima de la vida nos encontramos con la inaudita necesidad de tener que desandar
un poco el camino hecho, como si lo hubiésemos errado, y hacernos -de
grado o no- más jóvenes de lo que somos. No se trata de fingir
una mocedad que se ausenta de nuestra persona, sino que el módulo
adoptado por la vida objetiva es el juvenil y nos fuerza a su adopción.
Como con el vestir, acontece con todo lo demás. Los usos, placeres,
costumbres, modales, están cortados a la medida de los efebos.
Es curioso, formidable, el fenómeno, e invita a esa humildad y
devoción ante el poder, a la vez creador e irracional, de la vida que yo
fervorosamente he recomendado durante toda la mía. Nótese que en
toda Europa la existencia social está hoy organizada para que puedan
vivir a gusto sólo los jóvenes de las clases medias. Los mayores
y las aristocracias se han quedado fuera de la circulación vital,
síntoma en que se anudan dos factores distintos -juventud y masa-
dominantes en la dinámica de este tiempo. El régimen de vida
media se ha perfeccionado -por ejemplo, los placeres-, y, en cambio, las
aristocracias no han sabido crearse nuevos refinamientos que las distancien de
la masa. Sólo queda para ellas la compra de objetos más caros,
pero del mismo tipo general que los usados por el hombre medio. Las
aristocracias, desde 1800 en lo político y desde 1900 en lo social, han
sido arrolladas, y es ley de la historia que las aristocracias no pueden ser
arrolladas sino cuando previamente han caído en irremediable
degeneración.
Pero hay un hecho que subraya más que otro alguno este triunfo de la
juventud y revela hasta qué punto es profundo el trastorno de valores en
Europa. Me refiero al entusiasmo por el cuerpo. Cuando se piensa en la
juventud, se piensa ante todo en el cuerpo. Por varias razones: en primer
lugar, el alma tiene un frescor más prolongado, que a veces llega a
honrar la vejez de la persona; en segundo lugar, el alma es más perfecta
en cierto momento de la madurez que en la juventud; sobre todo, el
espíritu -inteligencia y voluntad- es, sin duda, más vigoroso en
la plena cima de la vida que en su etapa ascensional. En cambio, el cuerpo
tiene su flor -su akmé, decían los griegos- en la
estricta juventud, y, viceversa, decae infaliblemente cuando ésta se
transpone. Por eso, desde un punto de vista superior a las oscilaciones
históricas, por decirlo así, sub specie
aeternitatis, es indiscutible que la juventud rinde la mayor delicia al
ser mirada, y la madurez, al ser escuchada. Lo admirable del mozo es su
exterior; lo admirable del hombre hecho es su intimidad.
Pues bien: hoy se refiere el cuerpo al espíritu. No creo que haya
síntoma más importante en la existencia europea actual. Tal vez
las generaciones anteriores han rendido demasiado culto al espíritu y
-salvo Inglaterra- han desdeñado excesivamente a la carne. Era
conveniente que el ser humano fuese amonestado y se le recordase que no es
sólo alma, sino unión mágica de espíritu y
cuerpo.
El cuerpo es por si puerilidad. El entusiasmo que hoy despierta ha inundado
de infantilismo la vida continental, ha aflojado la tensión de intelecto
y voluntad en que se retorció el siglo XIX, arco demasiado tirante hacia
metas demasiado problemáticas. Vamos a descansar un rato en el cuerpo.
Europa -cuando tiene ante sí los problemas más pavorosos- se
entrega a unas vacaciones. Brinda elástico el músculo del cuerpo
desnudo detrás de un balón que declara francamente su
desdén a toda trascendencia volando por el aire con aire en su
Interior.
Las asociaciones de estudiantes alemanes han solicitado enérgicamente
que se reduzca el plan de estudios universitarios. La razón que daban no
era hipócrita: urgía disminuir las horas de estudio porque ellos
necesitaban el tiempo para sus juegos y diversiones, para «vivir la
vida».
Este gesto dominante que hoy hace la juventud me parece magnífico.
Sólo me ocurre una reserva mental. Entrega tan completa a su propio
momento es justa en cuanto afirma el derecho de la mocedad como tal, frente a
su antigua servidumbre. Pero ¿no es exorbitante? La juventud, estadio de
la vida, tiene derecho a sí misma; pero a fuer de estadio va afectada
inexorablemente de un carácter transitorio. Encerrándose en
sí misma, cortando los puentes y quemando las naves que conducen a los
estadios subsecuentes, parece declararse en rebeldía y separatismo del
resto de la vida. Si es falso que el joven no debe hacer otra cosa que
prepararse a ser viejo, tampoco es parvo error eludir por completo esta
cautela. Pues es el caso que la vida, objetivamente, necesita de la madurez;
por lo tanto, que la juventud también la necesita. Es preciso organizar
la existencia: ciencia, técnica, riqueza, saber vital, creaciones de
todo orden, son requeridas para que la juventud pueda alojarse y divertirse. La
juventud de ahora, tan gloriosa, corre el riesgo de arribar a una madurez
inepta. Hoy goza el ocio floreciente que le han creado generaciones sin
juventud.
Mi entusiasmo por el cariz juvenil que la vida ha adoptado no se detiene
más que ante este temor. ¿Qué van a hacer a los cuarenta
años los europeos futbolistas? Porque el mundo es ciertamente un
balón, pero con algo más que aire dentro.
El Sol, 19 de junio de 1927.