En todos los gobiernos del mundo, la persona pública consume y no
produce nada. ¿De dónde le viene, pues, la sustancia consumida?
Del trabajo de sus miembros. Lo superfluo de los particulares es lo que
produce lo necesario para el público. De donde se sigue que el estado
civil no puede subsistir sino en tanto que el trabajo de los hombres produce
más de lo preciso para sus necesidades.
Ahora bien; este sobrante no es el mismo en todos los países del mundo.
En muchos es considerable: en otros, mediano; en algunos, nulo, y no faltan
otros en los que es negativo. Esta relación depende de la fertilidad del
clima, de la clase de trabajo que la tierra exige, de la naturaleza de sus
producciones, de la fuerza de sus habitantes, del mayor o menor consumo que les
es necesario y de otras muchas relaciones semejantes, de las cuales se
compone.
De otra parte, no todos los gobiernos son de la misma naturaleza: los hay
más o menos devoradores, y las diferencias se fundan sobre el principio
de que mientras más se alejan de su origen, las contribuciones
públicas son más onerosas. No es por la cantidad de las
imposiciones por lo que hay que medir esta carga, sino por el camino que han de
recorrer para volver a las manos de donde han salido. Cuando esta
circulación es rápida y está bien establecida, no importa
pagar poco o mucho, pues el pueblo es siempre rico y los fondos van bien. Por
el contrario, por poco que el pueblo dé, cuando este poco no se le
devuelve, como está siempre dando, pronto se agota: el Estado nunca es
rico y el pueblo siempre mendigo.
Se sigue de aquí que, a medida que aumenta la distancia entre el pueblo
y el soberano, los tributos se hacen más onerosos; así, en la
democracia, el pueblo es el menos gravado; en la aristocracia lo es más;
en la monarquía lleva el mayor peso. La monarquía no conviene,
pues, sino a las naciones opulentas; la aristocracia, a los Estados medios en
riqueza como en extensión; la democracia, a los Estados pequeños
y pobres.
En efecto: mientras más se reflexiona, más diferencias se hallan
entre los Estados libres y las monarquías. En los primeros todo se
emplea en la utilidad común: en los otros, las fuerzas públicas y
particulares son recíprocas, y una aumenta por la debilitación de
la otra; en fin, en lugar de gobernar a los súbditos para hacerlos
felices, el despotismo los hace miserables para gobernarlos.
He aquí cómo en cada clima existen causas naturales, en vista de
las cuales se puede determinar la forma de gobierno que le corresponde, dada la
fuerza del clima, y hasta decir qué especie de habitantes debe haber.
Los lugares ingratos y estériles, donde los productos no valen el
trabajo que exigen, deben quedar incultos o desiertos, o solamente poblados de
salvajes; los lugares donde el trabajo de los hombres no dé exactamente
más que lo preciso, deben ser habitados por pueblos bárbaros:
toda civilidad sería imposible en ellos: los lugares en que el
exceso del producto sobre el trabajo es mediano, convienen a los pueblos
libres: aquellos en que el terreno, abundante y fértil, rinde mucho
producto con poco trabajo, exigen ser gobernados monárquicamente, a fin
de que el lujo del príncipe consuma el exceso de lo que es superfluo a
los súbditos; porque más vale que este exceso sea absorbido por
el gobierno que disipado por los particulares. Hay excepciones, ya lo
sé: pero estas mismas excepciones confirman la regla, porque producen,
antes o después, revoluciones, que llevan la cuestión otra vez al
orden de la Naturaleza.
Distingamos siempre las leyes generales de las causas particulares que pueden
modificar el efecto. Aun cuando todo el Mediodía se hubiese cubierto de
repúblicas y y todo el Norte de Estados despóticos, no
sería menos cierto que, por el efecto del clima, el despotismo conviene
a los países cálidos; la barbarie, a los fríos, y la
perfecta vida civil a las regiones intermedias. Veo también que, aun
concediendo el principio, se podrá discutir sobre su aplicación y
decir que hay países fríos muy fértiles y otros
meridionales muy ingratos. Pero esta dificultad no existe sino para los que no
examinan las cosas en todos sus aspectos. Es preciso, como ya he dicho,
apreciar lo relativo a los trabajos, a las fuerzas, al consumo,
etcétera.
Supongamos que de dos terrenos iguales, uno produce cinco y otro diez. Si los
habitantes del primero consumen cuatro y los del segundo nueve, el exceso del
primer producto será un quinto y el del segundo una décima.
Siendo la relación de estos dos excesos inversa a la de los productos,
el terreno que no produce más que cinco dará un exceso doble que
el del terreno que produzca diez.
Pero no es cuestión de un producto doble, y no creo que nadie se atreva
a igualar, en general, la fertilidad de los países fríos con la
de los cálidos. Sin embargo, supongamos esta igualdad; establezcamos,
si se quiere, un equilibrio entre Inglaterra y Sicilia, Polonia y Egipto:
más al Sur tendremos África y la India; más al Norte,
nada. Para esta igualdad de productos, ¡qué diferencia en el
cultivo! En Sicilia no hace falta más que arañar la tierra; en
Inglaterra, ¡qué de trabajos para labrarla! Ahora bien;
allí donde hacen falta más brazos para dar el mismo producto lo
superfluo debe ser necesariamente menor.
Considerad, además, que la misma cantidad de hombres consumen mucho
menos en los países cálidos. El clima exige que se sea sobrio
para estar bien; los europeos que quieren vivir en estos países como en
el suyo perecen todos de disentería o de indigestión. "Nosotros
somos -dice Chardin- animales carniceros, lobos, en comparación de los
asiáticos. Algunos atribuyen la sobriedad de los persas a que su
país está menos cultivado, y yo creo lo contrario: que su
país abunda menos en productos alimenticios porque les hace menos falta
a sus habitantes. Si su frugalidad -continúa- fuese un efecto de la
escasez del país, solamente los pobres serían los que
comerían poco, siendo así que esto ocurre generalmente a todos, y
se comería más o menos en cada región según su
fertilidad, y no que se encuentra la misma sobriedad en todo el reino. Se
vanaglorian mucho por su manera de vivir, diciendo que no hay más que
mirar su color para reconocer cuánto mejor es que el de los cristianos.
En efecto; el tinte de los persas es igual: tienen la piel hermosa, fina y
lisa; mientras que el tinte de los armenios, sus súbditos, que viven a
la europea, es basto y terroso, y sus cuerpos, gruesos y pesados."
Cuanto más se aproxima uno a la línea del Ecuador, con menos
viven los pueblos; casi no se come carne: el arroz, el maíz, el cuzcuz,
el mijo, el cazabe son sus alimentos ordinarios. Hay en la India millones de
hombres cuyo alimento no cuesta cinco céntimos diarios. Vemos, hasta en
Europa, diferencias sensibles en el apetito entre los pueblos del Norte y los
del Sur. Un español viviría ocho días con la comida de un
alemán. En el país en que los hombres son más voraces, el
lujo se inclina también hacia las cosas de consumo: en Inglaterra se
manifiesta sobre una mesa cubierta de viandas; en Italia se os regala
azúcar y flores.
El lujo en el vestir ofrece también análogas diferencias. En
los climas en que los cambios de estación son rápidos y violentos
se tienen trajes mejores y más sencillos; en aquellos en que no se viste
la gente más que para el adorno se busca más apariencia que
utilidad: los trajes mismos son un elemento de lujo. En Nápoles
veréis todos los días pasearse en el Pausilipo hombres con casaca
dorada y sin medias. Lo mismo ocurre con las construcciones: se da todo a la
magnificencia cuando no se tiene nada que temer de las injurias del aire. En
París, en Londres, se busca un alojamiento abrigado y cómodo; en
Madrid se tienen salones soberbios, pero no hay ninguna ventana que cierre v se
acuesta uno en un nido de ratones.
Los alimentos son mucho más sustanciosos y suculentos en los
países cálidos; es una tercera diferencia que no puede dejar de
influir en la segunda. ¿Por qué se comen tantas legumbres en
ltalia? Porque son buenas, nutritivas, de excelente gusto. En Francia, donde
no se las alimenta más que de agua, no nutren nada y casi no se cuenta
con ellas para la mesa; sin embargo, no por eso ocupan menos terreno ni dejan
de costar tanto trabajo el cultivarlas. Es una cosa experimentada que los
trigos de Berbería, por lo demás inferiores a los de Francia,
rinden mucha más harina que los de Francia, y a su vez dan más
que los trigos del Norte. De donde se puede inferir que se observa una
gradación análoga, generalmente en la misma dirección,
desde el Ecuador al Polo. Ahora bien; ¿no es una desventaja visible
tener en un producto igual menor cantidad de alimento?.
A todas estas diferentes consideraciones puedo agregar una que se deriva de
ellas y las fortifica: es que los países cálidos tienen menos
necesidad de habitantes que los fríos y podrían alimentar
más; lo que produce un doble sobrante, siempre en ventaja del
despotismoMientras mayor superficie ocupe el mismo número de habitantes,
más difíciles se hacen los levantamientos, porque no se pueden
poner de acuerdo con prontitud ni secretamente y porque es siempre fácil
al gobierno descubrir los proyectos y cortar las comunicaciones. Pero cuanto
más se apiña un pueblo numeroso, menos fácil es al
gobierno usurpar al soberano: los jefes deliberan con tanta seguridad en sus
cámaras como el príncipe en su Consejo, y la multitud se
reúne tan pronto en las plazas como las tropas en sus cuarteles. La
ventaja, pues, de un gobierno tiránico está en poder obrar a
grandes distancias. Con la ayuda de los puntos de apoyo de que se sirve, su
fuerza aumenta con la distancia, como la de las palancas'. La del pueblo, por
el contrario, no obra sino concentrada, se evapora y se pierde al extenderse,
como el efecto de la pólvora esparcido en la tierra y que no se inflama
sino grano a grano. Los países menos poblados son también los
más propios para la tiranía: los animales feroces no reinan sino
en los desiertos.