CAPÍTULO IX: De los rasgos de un buen gobierno

Cuando se pregunta de un modo absoluto cuál es el mejor gobierno, se hace una pregunta que no puede ser contestada, porque es Indeterminada o, si se quiere, tiene tantas soluciones buenas como combinaciones posibles hay en las posiciones absolutas y relativas de los pueblos.

Pero si se preguntase por qué signo se puede conocer que un pueblo dado está bien o mal gobernado, sería otra cosa, y la cuestión, de hecho, podría resolverse.

Sin embargo, no se la resuelve, porque cada cual quiere hacerlo a su manera. Los súbditos alaban la tranquilidad pública; los ciudadanos, la libertad de los particulares: uno prefiere la seguridad de las posesiones y otro la de las personas; uno quiere que el mejor gobierno sea el más severo, otro sostiene que es el más dulce; éste desea que se castiguen los crímenes, y aquél que se les prevenga; uno encuentra bien que se sea temido por los pueblos vecinos, otro prefiere que se viva ignorado por ellos; uno está contento cuando el dinero circula, otro exige que el pueblo tenga pan. Aunque se estuviese de acuerdo cobre estos puntos y otros semejantes, ¿se habría adelantado algo? Careciendo de medida precisa las cualidades morales, aunque se estuviese de acuerdo respecto del signo, ¿cómo estarlo respecto a la estimación de ellas?

Por lo que a mí toca, siempre me admiro de que se desconozca un signo tan sencillo o que se tenga la mala fe de no convenir con él. ¿Cuál es el fin de la asociación política? La conservación y la prosperidad de sus miembros. ¿Y cuál es la señal más segura de que se conserva y prospera? Su número y su población. No vayáis, pues, a buscar más lejos este signo tan discutido. En igualdad de condiciones, es infaliblemente mejor el gobierno bajo el cual sin medios extraños, sin naturalización, sin colonias, los ciudadanos pueblan y se multiplican más. Aquel bajo el cual un pueblo disminuye y decae es el peor. ¡Calculadores, ahora es cosa vuestra: contad, medid, comparad! [ 10].

[ 10] Se debe juzgar sobre el mismo principio de los siglos que merecen la preferencia para la prosperididad del género humano. Han sido demasiado admirados aquellos en que se ha visto florecer las letras y las artes, sin que se haya penetrado el objeto secreto de su cultura ni considerado su funesto efecto: "ldque apud imperitos humanitas vocabatur quum pars sevitutis esse, "(*).

(*) Tácito. Agric.. XXI.

No veremos nunca en las máxmas de los libros el grosero interés que hace hablar a los autores? No; aunque ellos lo digan, cuando, a pesar de su esplendor, un país se despuebla, no es verdad que todo prospere. y no basta que un poeta tenga cien mil libras de renta para que su siglo sea el mejor de todos. Es preciso considerar más el bienestar de las naciones enteras y, sobre todo, de los Estados más poblados que el reposo aparente y la tranquilidad de sus jefes. Las granizadas desolan algunas regiones: pero rara vez producen escasez. Los motines. las guerras civiles. amedrentan mucho a los jefes; pero no constituyen las verdaderas desgracias de los pueblos. que pueden hasta tener descanso mientras discuten quién los va a tiranizar. De un Estado permanente es del que nacen prosperidades o calamidades reales para él: cuando todo está sometido al yugo es cuando todo decae: entonces es cuando los jefes. destruyéndolos a su gusto, "libi solitudinem faciunt, pacem appellant" (**). Cuando las maquinaciones de los grandes agitaban el reino de Francia y el coadjutor de París llevaba al Parlamento un puñal en el bolsillo. esto no impedía que el pueblo francés viviese feliz y numeroso en un honesto y libre bienestar. En otro tiempo. Grecia florecía en el seno de las más crueles guerras: la sangre corría a ríos, y todo el país estaba cubierto de hombres: parecía -dice Maquiavelo- que en medio de los crímenes, de las proscripciones, de las guerras civiles. nuestra república advenía más pujante: la virtud de sus ciudadanos, sus costumbres. su independencia. tenia más efecto para reforzarla que todas sus discusiones para debilitarla.

Un poco de agitación da energía a los demás. y lo que verdaderamente hace prosperar a la especie es menos la paz que la libertad.

(**) Tácito, Agric., XXXI