CAPÍTULO XI: De la muerte del cuerpo político

Tal es la pendiente natural e inevitable de los gobiernos mejor constituidos. Si Esparta y Roma han perecido, ¿qué Estado puede tener la esperanza de durar siempre?

Si queremos formar una institución duradera no pensemos en hacerla eterna. Para tener éxito no se debe intentar lo imposible ni pretender dar a las obras de los hombres una solidez que las cosas humanas no admiten.

El cuerpo político, lo mismo que el cuerpo del hombre, comienza a morir desde el nacimiento, y lleva en si mismo las causas de su destrucción. Pero uno y otro pueden tener una constitución más o menos robusta y apropiada para conservarla más o menos tiempo. La constitución del hombre es la obra de la Naturaleza: la del Estado, la del Arte. No depende de los hombres el prolongar su propia vida; pero sí, en cambio, el prolongar la del Estado tanto como es posible, dándole la mejor constitución que pueda tener. El más perfectamente constituido morirá, pero siempre más tarde que otro, si ningún accidente imprevisto ocasiona su muerte antes de tiempo.

El principio de la vida política está en la autoridad soberana. El poder legislativo es el corazón del Estado; el poder ejecutivo, el cerebro que da movimiento a todas las partes. El cerebro puede sufrir una parálisis y el individuo seguir viviendo, sin embargo. Un hombre se queda imbécil y vive; mas en cuanto el corazón cesa en sus funciones, el animal muere.

No es por las leyes por lo que subsiste el Estado, sino por el poder legislativo. La ley de ayer no obliga hoy; pero el consentimiento tácito se presume por el silencio, y el soberano está obligado a confirmar incesantemente las leyes que no deroga, pudiendo hacerlo. Todo lo que se ha declarado querer una vez lo quiere siempre, a menos que lo revoque.

¿Por qué, pues, se tiene tanto respeto a las leyes antiguas? Por esto mismo. Se debe creer que sólo la excelencia de las voluntades antiguas ha podido conservarlas tanto tiempo: si el soberano no las hubiese reconocido constantemente beneficiosas, las hubiese revocado mil veces. He aquí por qué, lejos de debilitarse las leyes, adquieren sin cesar una fuerza nueva en todo Estado bien constituido; el prejuicio de la antigüedad las hace cada día más venerables, mientras que dondequiera que las leyes se debilitan al envejecer es prueba de que no hay poder legislativo y de que el Estado no vive ya.