CAPÍTULO XII: Cómo se mantiene la autoridad soberana

El soberano, no teniendo más fuerza que el poder legislativo, sólo obra por medio de leyes, y no siendo las leyes sino actos auténticos de la voluntad general, no podría obrar el soberano más que cuando el pueblo está reunido. Se dirá: el pueblo congregado, ¡qué quimera! Es una quimera hoy; pero no lo era hace dos mil años. ¿Han cambiado los hombres de naturaleza?

Los límites de lo posible en las cosas morales son menos estrechos de lo que pensamos; nuestras debilidades, nuestros vicios, nuestros prejuicios son lo que restringen. Las almas bajas no creen en los grandes hombres; viles esclavos, sonríen con un aire burlón a la palabra libertad.

Por lo que se ha hecho consideramos lo que se puede hacer. No hablaré de las antiguas repúblicas de Grecia; pero la república romana era, me parece, un gran Estado, y la ciudad de Roma, una gran ciudad. El último censo acusó en Roma cuatrocientos mil ciudadanos armados, y el último empadronamiento del Imperio, más de cuatro millones de ciudadanos, sin contar los súbditos, los extranjeros, las mujeres, los niños ni los esclavos.

¡Qué difícil es imaginarse, reunido frecuentemente, al pueblo inmenso de esta capital y de sus alrededores! Sin embargo, no transcurrían muchas semanas sin que se reuniese el pueblo romano, y en ocasiones hasta muchas veces en este espacio de tiempo. No solamente ejercía los derechos de la soberanía, sino una parte de los del gobierno. Trataba ciertos asuntos; juzgaba ciertas causas, y este pueblo era en la plaza pública casi con tanta frecuencia magistrado como soberano.

Remontándose a los primeros tiempos de las naciones, hallaríamos que la mayor parte de los antiguos gobiernos, aun monárquicos, como los de los macedonios y francos, tenían Consejos semejantes. De todos modos, este solo hecho indiscutible responde a todas las dificultades: de lo existente a lo posible me parece legítima la consecuencia.