Los límites de lo posible en las cosas morales son menos estrechos de
lo que pensamos; nuestras debilidades, nuestros vicios, nuestros prejuicios son
lo que restringen. Las almas bajas no creen en los grandes hombres; viles
esclavos, sonríen con un aire burlón a la palabra libertad.
Por lo que se ha hecho consideramos lo que se puede hacer. No hablaré
de las antiguas repúblicas de Grecia; pero la república romana
era, me parece, un gran Estado, y la ciudad de Roma, una gran ciudad. El
último censo acusó en Roma cuatrocientos mil ciudadanos armados,
y el último empadronamiento del Imperio, más de cuatro millones
de ciudadanos, sin contar los súbditos, los extranjeros, las mujeres,
los niños ni los esclavos.
¡Qué difícil es imaginarse, reunido frecuentemente, al
pueblo inmenso de esta capital y de sus alrededores! Sin embargo, no
transcurrían muchas semanas sin que se reuniese el pueblo romano, y en
ocasiones hasta muchas veces en este espacio de tiempo. No solamente
ejercía los derechos de la soberanía, sino una parte de los del
gobierno. Trataba ciertos asuntos; juzgaba ciertas causas, y este pueblo era
en la plaza pública casi con tanta frecuencia magistrado como
soberano.
Remontándose a los primeros tiempos de las naciones, hallaríamos
que la mayor parte de los antiguos gobiernos, aun monárquicos, como los
de los macedonios y francos, tenían Consejos semejantes. De todos
modos, este solo hecho indiscutible responde a todas las dificultades: de lo
existente a lo posible me parece legítima la consecuencia.