CAPÍTULO XIV: Continuación

Desde el instante en que el pueblo está legítimamente reunido en cuerpo soberano cesa toda jurisdicción del gobierno, se suspende el poder ejecutivo y la persona del último ciudadano es tan sagrada e inviolable como la del primer magistrado, porque donde se encuentra el representado no hay representante. La mayor parte de los tumultos que se elevaron en Roma en los comicios provino de haber ignorado o descuidado en su aplicación esta regla. Los cónsules entonces no eran sino los presidentes del pueblo; los tribunos, simples oradores: el Senado no era absolutamente nada.

Estos intervalos de suspensión, en que el príncipe reconocía o debía reconocer un superior actual, los lamentó siempre, y estas asambleas del pueblo, que son la égida del cuerpo político y el freno del gobierno, han sido en todos los tiempos el horror de los jefes, por lo cual no perdonan cuidados, objeciones, dificultades ni promesas para desanimar a los ciudadanos. Cuando éstos son avaros, cobardes, pusilánimes, más amantes del reposo que de la libertad, no se mantienen mucho tiempo contra los esfuerzos redoblados del gobierno, y por ello, aumentando la fuerza de resistencia sin cesar, se desvanece al fin la autoridad soberana y la mayor parte de las ciudades caen y perecen antes de tiempo.

Mas entre la autoridad soberana y el gobierno arbitrario se introduce algunas veces un poder medio, del que es preciso hablar.