CAPÍTULO III: De las elecciones

Respecto a las elecciones del príncipe y de los magistrados, que son, como he dicho, actos complejos, se pueden seguir dos caminos, a saber: la elección y la suerte. Uno y otro han sido empleados en diversas repúblicas y se ve aún actualmente una mezcla muy complicada de los dos en la elección del dogo de Venecia.

"El sufragio por la suerte -dice Montesquieu [ 4] - es de la naturaleza de la democracia." Convengo en ello; pero ¿cómo es así? "La suerte -continúa- es una manera de elegir que no aflige a nadie, deja a cada ciudadano una razonable esperanza de servir a la patria." Éstas no son razones.

Si se fija uno en que la elección de los jefes es una función del gobierno y no de la soberanía, se verá por qué el procedimiento de la suerte está más en la naturaleza de la democracia, en la cual la administración es tanto mejor cuanto menos se repiten los actos.

En toda verdadera democracia, la magistratura no es una ventaja, sino una carga onerosa, que no se puede imponer con justicia a un particular y no a otro. Sólo la ley puede imponer esta carga a aquel sobre quien recaiga la suerte. Porque entonces, siendo igual la condición para todos, y no dependiendo la elección de ninguna voluntad humana, no hay ninguna aplicación particular que altere la universalidad de la ley.

En la aristocracia, el príncipe elige al príncipe, el gobierno se conserva por sí mismo y, a causa de ello. los sufragios están bien colocados.

El ejemplo de la elección del dogo de Venecia confirma esta distinción, lejos de destruirla; esta forma mixta conviene a un gobierno mixto. Porque es un error tomar el gobierno de Venecia por una verdadera aristocracia. Si bien el pueblo no toma allí ninguna parte en el gobierno, la nobleza misma es pueblo. Una multitud de pobres Barnabotes no se aproximan jamás a ninguna magistratura, y sólo tienen de su nobleza el vano título de excelencia y el derecho de asistir al gran Consejo; siendo este gran Consejo tan numeroso como nuestro Consejo general en Ginebra, no tienen sus ilustres miembros más privilegios que nuestros simples ciudadanos. Es cierto que, quitando la extrema disparidad de las dos repúblicas, la burguesía de Ginebra representa exactamente el patriciado veneciano; nuestros naturales del país y habitantes representan a los ciudadanos y el pueblo de Venecia; nuestros campesinos representan los súbditos de tierras arrendadas; en fin, de cualquiera manera que se considere esta república, abstracción hecha de su extensión, su gobierno no es más aristocrático que el nuestro. La diferencia estriba en que, no teniendo ningún jefe vitalicio, no tenemos la misma necesidad de la suerte.

Las elecciones por la suerte tendrán pocos inconvenientes en una verdadera democracia, en que siendo todos iguales, así en las costumbres como en el talento y en los principios como en la fortuna, la elección llegaría a ser casi indiferente. Pero ya he dicho que no existe ninguna democracia verdadera.

Cuando la elección y la suerte se encuentran mezcladas, la primera debe llenar los lugares que exigen capacidad propia, tales como los empleos militares; la otra conviene a aquellos en que bastan el buen sentido, la justicia, la integridad, tales como los cargos de la judicatura, porque en un Estado bien constituido estas cualidades son comunes a todos los ciudadanos.

Ni la suerte ni los sufragios ocupan lugar alguno en el gobierno monárquico. Siendo el monarca, por derecho, único príncipe y magistrado único, la elección de los lugartenientes no corresponde sino a él. Cuando el abate Saint-Pierre proponía multiplicar los Consejos del rey de Francia y elegir sus miembros por escrutinio, no veía que lo que proponía era cambiar la forma de gobierno.

Me falta hablar de la manera de dar y recoger los votos en la asamblea del pueblo; pero acaso la historia de la cultura romana en este respecto explicará más vivamente las máximas que yo pudiese establecer. No es indigno de un lector juicioso ver un poco en detalle cómo se trataban los asuntos públicos y particulares en un consejo de doscientos mil hombres.

[ 4] Es claro que la palabra optimates, entre los antiguos, no quiere decir los mejores, sino los más poderosos.