"El sufragio por la suerte -dice Montesquieu [ 4]
- es de la naturaleza de la
democracia." Convengo en ello; pero ¿cómo es así? "La suerte
-continúa- es una manera de elegir que no aflige a nadie, deja a cada
ciudadano una razonable esperanza de servir a la patria." Éstas no son
razones.
Si se fija uno en que la elección de los jefes es una función
del gobierno y no de la soberanía, se verá por qué el
procedimiento de la suerte está más en la naturaleza de la
democracia, en la cual la administración es tanto mejor cuanto menos se
repiten los actos.
En toda verdadera democracia, la magistratura no es una ventaja, sino una
carga onerosa, que no se puede imponer con justicia a un particular y no a
otro. Sólo la ley puede imponer esta carga a aquel sobre quien recaiga
la suerte. Porque entonces, siendo igual la condición para todos, y no
dependiendo la elección de ninguna voluntad humana, no hay ninguna
aplicación particular que altere la universalidad de la ley.
En la aristocracia, el príncipe elige al príncipe, el gobierno
se conserva por sí mismo y, a causa de ello. los sufragios están
bien colocados.
El ejemplo de la elección del dogo de Venecia confirma esta
distinción, lejos de destruirla; esta forma mixta conviene a un gobierno
mixto. Porque es un error tomar el gobierno de Venecia por una verdadera
aristocracia. Si bien el pueblo no toma allí ninguna parte en el
gobierno, la nobleza misma es pueblo. Una multitud de pobres Barnabotes no se
aproximan jamás a ninguna magistratura, y sólo tienen de su
nobleza el vano título de excelencia y el derecho de asistir al gran
Consejo; siendo este gran Consejo tan numeroso como nuestro Consejo general en
Ginebra, no tienen sus ilustres miembros más privilegios que nuestros
simples ciudadanos. Es cierto que, quitando la extrema disparidad de las dos
repúblicas, la burguesía de Ginebra representa exactamente el
patriciado veneciano; nuestros naturales del país y habitantes
representan a los ciudadanos y el pueblo de Venecia; nuestros campesinos
representan los súbditos de tierras arrendadas; en fin, de cualquiera
manera que se considere esta república, abstracción hecha de su
extensión, su gobierno no es más aristocrático que el
nuestro. La diferencia estriba en que, no teniendo ningún jefe
vitalicio, no tenemos la misma necesidad de la suerte.
Las elecciones por la suerte tendrán pocos inconvenientes en una
verdadera democracia, en que siendo todos iguales, así en las costumbres
como en el talento y en los principios como en la fortuna, la elección
llegaría a ser casi indiferente. Pero ya he dicho que no existe ninguna
democracia verdadera.
Cuando la elección y la suerte se encuentran mezcladas, la primera debe
llenar los lugares que exigen capacidad propia, tales como los empleos
militares; la otra conviene a aquellos en que bastan el buen sentido, la
justicia, la integridad, tales como los cargos de la judicatura, porque en un
Estado bien constituido estas cualidades son comunes a todos los ciudadanos.
Ni la suerte ni los sufragios ocupan lugar alguno en el gobierno
monárquico. Siendo el monarca, por derecho, único
príncipe y magistrado único, la elección de los
lugartenientes no corresponde sino a él. Cuando el abate Saint-Pierre
proponía multiplicar los Consejos del rey de Francia y elegir sus
miembros por escrutinio, no veía que lo que proponía era cambiar
la forma de gobierno.
Me falta hablar de la manera de dar y recoger los votos en la asamblea del
pueblo; pero acaso la historia de la cultura romana en este respecto
explicará más vivamente las máximas que yo pudiese
establecer. No es indigno de un lector juicioso ver un poco en detalle
cómo se trataban los asuntos públicos y particulares en un
consejo de doscientos mil hombres.
[ 4] Es claro que la palabra optimates, entre los antiguos, no quiere decir los mejores, sino los más poderosos.